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Mundo agrario

On-line version ISSN 1515-5994

Mundo agr. vol.6 no.12 La Plata Jan./June 2006

 

La cancelación de la vía oligárquica de la gran irrigación en México: Sinaloa (1908-1936)*

Mateu González, Josep Joan1

Trad: Betina C. Riva

1Universidad de Lleida (España)
jjmateu@hahs.udl.es

Resumen
El objetivo de este trabajo es mostrar las posibilidades que ofrece la documentación conservada en el Archivo Histórico del Agua para aproximarse a la cuestión de la creciente implicación del Estado mexicano en el proceso de modernización agraria, a través de la política de fomento a la irrigación, durante la primera parte del siglo XX. Para alcanzar esta meta partimos de la caracterización del modelo agroexportador implementado en México entre 1877 y 1930. Después sintetizamos la evolución del sector agropecuario en el estado de Sinaloa durante ese mismo periodo. Seguidamente, se enfatizan las expectativas iniciales que tuvo la oligarquía sobre la gran irrigación en Sinaloa a partir del estudio, fundamentalmente macroeconómico, de las tres empresas que suscribieron un contrato de subvención con el gobierno federal a fines del Porfiriato. Y, por último, a partir del seguimiento de estos mismos casos, se hacen claros los motivos que nos permiten entender la progresiva pérdida de legitimidad, tras el período revolucionario de 1910, de ese modelo modernizador del agro “desde arriba” con apoyo público hasta su quiebra final.

Palabras claves: irrigación - colonización agraria - hacienda - México.

Abstract  
The objective of this work is to show the possibilites that offers the documentation preserved in the Archivo Histórico del Agua to approximate the growing implication of Mexican State into the process of agrarian modernization, through an irrigation foment policy, during the first third of the XXth century. To achieve this goal we began from the characterization of the agro-exporting model implemented in Mexico between 1877 and 1930. After that we make a synthesis os the agropecuarian sector in Sinaloa State during that same period. Next, its emphasized the initial spectations that the oligarchy had over the big irrigation in Sinaloa from the study, mainly macroeconomic, of the three enterprises that take a contract of subvention with the federal government at the end of the Porfiriato. And, at least, from the following of this same cases, its made clear the motives that let us understand the progressive lost of legitimacy, after the revolutionary period of 1910, of that modernizing model of the agro “from the top” with public support to its end.

Key Words: irrigation - agrarian colonization - hacienda - Mexico

1. Introducción

    Al emprender una investigación hay que proceder a dar prioridad a determinadas parcelas de la realidad analizada, pero sin perder de vista que el objetivo último debe ser permitirnos entender los procesos históricos que condicionan esa realidad. Esta premisa inicial –que puede parecer de perogrullo– ha tendido a ser obviada con demasiada frecuencia en los estudios relacionados con el agua. Una historia encerrada en el agua ha conducido a la elaboración de historias tecnológicas, recopilaciones legislativas, meras comparaciones de casos concretos e incluso a la formulación de la tesis de la sociedad hidráulica que considera el agua como el factor de producción determinante. En cambio, en este estudio el agua es considerada como un elemento de la naturaleza que por medio del trabajo social es transformado en recurso –entendido en términos económicos, sociales y culturales. Ello implica que hay que ponderar el papel de los usos del agua en cada sociedad y momento histórico y buscar los vínculos concretos de esa dimensión hidráulica con la historia de la sociedad en su conjunto (Vilar 1990: 10; Aboites, 1998: 15-16). En este sentido, el inicio en México a partir de 1888 de un proceso ininterrumpido de “centralización/federalización” (1) en el manejo del agua –que contribuyó a consolidar la propiedad privada como la forma primordial de la organización social– no es ajeno al simultáneo fortalecimiento del Estado mexicano que se tradujo en su creciente implicación como agente económico en el conjunto del país, en un período de profundas transformaciones económicas y tecnológicas que permitían –y en buena medida requerían– la construcción de grandes obras hidráulicas. Además, la tendencia al fortalecimiento del poder público federal no era un fenómeno únicamente “hidráulico” sino que era manifiesta en todo tipo de asuntos: terrenos baldíos, bancos, minería, etc. (Aboites, 1998: 17-18).
    Hay que tener muy presente, por otra parte, que a fines del siglo XIX se inició la consolidación de las relaciones capitalistas en el campo mexicano y se empezó a materializar la subordinación de la agricultura a los otros sectores económicos. En ese marco histórico adquirió sentido el cada vez mayor involucramiento del Estado en el desarrollo agrario que se centró en la ampliación y diversificación de las políticas públicas con respecto al campo. En este sentido, de acuerdo con Tortolero (2003), la vía mexicana hacia el capitalismo agrario se caracterizó por el apoyo estatal a las explotaciones (básicamente grandes propiedades) vinculadas a los centros urbanos y a los grandes mercados, aunque el desarrollo de la agricultura capitalista encontró tres grandes obstáculos: la organización coactiva del trabajo en las haciendas, la escasez de capitales y la ausencia de crédito agrícola. De hecho, como puso de manifiesto Zuleta (2000), las élites estaban convencidas de la prosperidad de la agricultura mexicana (cuando los únicos éxitos se dieron en el café, el algodón y el henequén) y sólo tardíamente tomaron conciencia de lo contrario hasta el punto que el gobierno federal emprendió, durante la primera década del siglo XX, un programa de acción bastante coherente para regenerar la agricultura nacional. Así, se creó por primera vez un conjunto de instituciones encargadas específicamente de promover y apoyar la inversión en actividades agropecuarias y se acentuó la tendencia al “fomento protector” que consistía en la concesión de privilegios a los empresarios.
    Es preciso señalar que entre los coetáneos hubo muchas visiones, unas coincidentes y otras divergentes, sobre los problemas de la agricultura mexicana y, en consecuencia, sobre los cambios que se creían necesarios que no nos es posible reproducir aquí por cuestiones de espacio pero que quedaron sobre el papel (Herrera, 1994: XXX-XLII; Kroeber, 1994: 15-107). De todas formas, en términos generales, se creía que la modernización agrícola pasaba por la capitalización de los latifundios y su reconversión en empresas agrarias mediante el acceso a tierras irrigadas, tecnología moderna y fuentes de financiación adecuadas (Oñate, 1991: 43) . En consecuencia, el modelo de desarrollo liberal implementado por el Estado federal a principios del siglo XX para hacer frente al problema agrario buscaba que los grandes terratenientes ampliasen sus superficies de riego para incrementar su productividad (2), y en algunos casos esto se vinculaba también a que se comprometieran a fraccionar parte de sus heredades (estableciendo colonos), a cambio de la percepción de préstamos y subvenciones.
    La forma como el gobierno mexicano intentó encauzar durante la primera década del siglo XX el proceso que acabamos de describir pasó en buena medida por la creación en 1908 de la Caja de Préstamos para obras de irrigación y fomento de la agricultura, S.A, a la que se asignó la función de contribuir a modernizar el sector agrario. Si bien supuso una de las primeras acciones oficiales mediante las cuales el Estado participaba directamente en la actividad económica (condicionado en buena medida por la necesidad de hacer frente a la crisis internacional –bursátil y financiera– de 1907 que afectó a las finanzas públicas, la banca y especialmente al sector agroexportador) hay que constatar que se optaba por medidas técnicas (que permitían acentuar la canalización de capitales hacia los terratenientes) en concordancia con el modelo productivista que se intentaba fomentar en la agricultura. En otras palabras, en un momento en que algunas grandes haciendas y empresas agrarias se encontraban en una situación económica comprometida (endeudadas con los bancos) el gobierno federal intentó proporcionarles un nuevo balón de oxígeno (el acceso a préstamos) tras las franquicias y facilidades de todo tipo dispensadas a lo largo de las décadas precedentes para que pudiesen acumular tierras y concesiones de aguas.
    No todas las haciendas y compañías agrarias, sin embargo, carecían de iniciativas y de capacidad inversora. Una parte importante de ellas estaban siendo manejadas con criterios empresariales de forma eficiente (lo que contradice la tesis tradicional de que eran la causa del atraso de la agricultura antes de la Revolución de 1910) y –apoyadas por la política agraria del gobierno federal– realizaron grandes inversiones e impulsaron la modernización tecnológica de cultivos como la caña (Crespo, 1988; Tortolero, 1995 y 2003). A partir de 1908, algunas solicitaron subvenciones para irrigar e incluso colonizar parte de sus fincas, condicionándose –en los contratos otorgados– su recepción a que las obras estuviesen construidas y los terrenos cultivados y colonizados. Precisamente el seguimiento de una muestra de estos contratos de subvención –conservados en el Archivo Histórico del Agua e inéditos para la investigación– referidos al norteño estado de Sinaloa nos permitirá mostrar hasta qué punto y de qué forma, tras los fenómenos revolucionarios de la segunda década del siglo XX, el tiempo de los terratenientes y empresas privadas para emprender grandes obras de irrigación y colonización con el apoyo del poder público estaba tocando a su fin. Antes, sin embargo, y como punto de partida inexcusable es preciso sintetizar los principales rasgos que deben permitirnos contextualizar correctamente el análisis de los casos propuestos. En esta línea, vamos a dedicar los primeros epígrafes a caracterizar el modelo de crecimiento económico agroexportador implementado en México entre 1877 y la década de 1930 así como a mostrar cuál fue la evolución del sector agropecuario en el estado de Sinaloa durante ese mismo periodo.

2. El México agroexportador: modernización económica e inicio del fortalecimiento del poder federal.

    La inserción de América Latina en el mercado internacional estuvo marcada, desde mediados del siglo XIX hasta la década de 1930, por la adopción de un patrón de desarrollo liberal extraordinariamente funcional con los intereses de los países industrializados. El carácter dependiente de dicha inserción se pone de manifiesto si tenemos en cuenta que a los países del área se les asignó la doble tarea de, por una parte, orientar sus esfuerzos hacia la exportación de materias primas y productos agrarios y, por otra, la de adquirir las manufacturas producidas en los países centrales del sistema capitalista (3). Este modelo económico global de crecimiento se concretaba en la implementación de una estrategia de desarrollo agrícola por la que necesariamente debían discurrir las jóvenes repúblicas. En esta línea, México constituye un ejemplo paradigmático de cómo las burguesías de estos países asumieron su papel subordinado en el marco de la división internacional del trabajo (Cardoso y Pérez Brignoli, 1987: 35). Asimismo ejemplifica cómo el crecimiento económico auspiciado por el modelo agroexportador contribuyó a la consolidación de regímenes oligárquicos entre 1880-1910 y cómo su agotamiento está detrás del declive experimentado en las dos décadas siguientes por este sistema de dominio (Malamud, 1992).

Figura 1: Mapa de México
Fuente: INEGI (1996): Anuario estadístico de los estados unidos mexicanos, INEGI, México,p. 6

    Los principales elementos definitorios de la historia de México desde que accedió a la independencia hasta el inicio de la década de 1880 fueron la inestabilidad política, la inexistencia de un mercado interior articulado y la escasa importancia del gobierno federal. Aunque la independencia no modificó sustancialmente la estructura agraria (las tierras pasaron de los españoles a los criollos y continuaban coexistiendo las haciendas, los ranchos y los campesinos mientras la agricultura estaba todavía orientada a satisfacer la demanda interna) la paulatina aplicación de medidas liberalizadoras en materia económica que tenían como objetivo la movilización –y privatización– del factor tierra fue introduciendo cambios (Rodríguez y Scharrer, 1991). Cabe mencionar, en primer lugar, las desamortizaciones de bienes eclesiásticos (ley de 1856) y de terrenos comunales en las zonas más pobladas y, en segundo lugar, los deslindes de baldíos (ley de 1863) e intentos colonizadores (ley general de colonización de 1875) en las regiones menos pobladas o, en todo caso –como muy bien puntualiza Aboites (1995: 13)– donde la población era indígena, ya que ésta era considerada como un obstáculo al progreso y, en consecuencia, se conceptualizaban sus territorios como vacíos . Este tipo de medidas concordaba con la visión del país que tenían las élites: un extenso territorio extraordinariamente rico, aún por explotar, con una desigual distribución poblacional entre el centro y el norte que era preciso corregir favoreciendo la migración de mexicanos y especialmente atrayendo europeos hacia los estados norteños para así contener el expansionismo territorial de los EE.UU. hacia el sur (4).
    La culminación de este medio siglo postindependencia se alcanzó durante la presidencia de Porfirio Díaz (1877-1910, excepto el breve interregno de su lugarteniente Manuel González entre 1880-1884) y las contradicciones que generó dieron lugar en buena medida a los procesos revolucionarios de la década siguiente. Fue durante el Porfiriato cuando se adoptó un modelo modernizador “desde arriba” que consiguió un espectacular crecimiento económico global a expensas de un no menos espectacular incremento de las desigualdades internas. El gobierno federal inició un proceso de progresiva centralización de atribuciones, básicamente desde una perspectiva legislativa, que permitió dotar al país de un marco político y judicial –aunque cedió el manejo de buena parte de las tierras (subsuelo incluido) a empresas privadas– y sustentó su poder en la “neutralización” de los principales grupos sociales (ejército y clases alta y media) y en el afianzamiento de un Estado mexicano fuerte y eficaz que se iba extendiendo hasta los más lejanos confines del país (5). Ello le permitió inaugurar una etapa de estabilidad política (la pax porfiriana ) tanto interna –merced a una represión aplicada sin cortapisas– como externa –mediante convenios con EE.UU.– que está en la base de su exitoso programa de atracción de capitales (Katz, 1992). La inversión de estos capitales, en especial estadounidenses, sustentó el relanzamiento de la minería (plata, cobre, estaño), la mejora de las comunicaciones (construcción de ferrocarriles y adecuación de los puertos marítimos a los nuevos tiempos), la instalación de algunas fábricas (ingenios azucareros y, especialmente en el primer decenio del siglo XX, plantas extractoras de petróleo) y la capitalización de las haciendas orientando su producción hacia los cultivos comerciales (6). Si a ello le añadimos la monetarización creciente de las actividades que el modelo llevaba implícito –así como la creación de una banca moderna– podemos inferir que una de las consecuencias del proceso esbozado fue, obviamente, la articulación de un mercado interior que se situaba, no obstante, en una posición subordinada respecto a los intereses comerciales de los vecinos EE.UU. No en vano el trazado ferroviario en el norte del país, por poner un ejemplo, fue diseñado y construido más en función de estos intereses que de los propiamente mexicanos (7).
    El objetivo último de la actuación del estado porfirista en materia agraria consistía en reconvertir los latifundios en empresas capitalistas orientadas a la producción de cultivos comerciales, destinados bien hacia la exportación (caucho, café, henequén) o bien hacia el propio mercado interior (azúcar, arroz). Para ello no se escatimaron medios, que tenían mucho que ver con la movilización masiva de los recursos. En primer lugar millones de hectáreas pasaron de manos públicas a manos privadas (las de las élites, por supuesto) mediante el procedimiento de los deslindes (8), aspecto que supuso también un gran incremento del área cultivada. Por otra parte –coincidiendo con el proceso de centralización del manejo del agua (9)– se generalizaron las concesiones de aguas federales a los terratenientes. Finalmente, a partir de 1890, se adoptó una estrategia de carácter desarrollista (Kroeber, 1994: 47-79) basada en efectuar una inversión masiva de capitales en la agricultura comercial –o sea hacia las grandes explotaciones (haciendas y plantaciones) surgidas a partir de la demanda internacional de productos agrícolas– para que pudiesen modernizar sus procesos productivos que culminó con la creación de la Caja de Préstamos en 1908. Todo ello supuso que la prosperidad económica se limitase a una minoría de la población (una verdadera camarilla de empresarios y especuladores) que concentró hasta límites inusitados los recursos productivos (tierra, agua y capital) con la aquiescencia y decidida colaboración de los gobiernos estatales y federal (10). Terratenientes nacionales y grandes corporaciones extranjeras alcanzaron las cotas máximas de poder económico y político, lo que les permitía ejercer un papel predominante en una sociedad cada vez más polarizada. En el eslabón más bajo de la estructura agraria se encontraban los campesinos –dedicados a la producción de alimentos de primera necesidad (maíz y fríjol)– que, en pro del fortalecimiento de la propiedad privada, fueron despojados de las tierras comunales y obligados a proletarizarse o a emigrar hasta el punto de que, en 1910, sólo el 10% de los campesinos disponían de tierras, las peores por más señas (Wobeser, 1991: 260). A un nivel intermedio, los ranchos –mayoritariamente mixtos (agrícolas y ganaderos) y dedicados a los alimentos básicos– se vieron beneficiados, especialmente en el norte del país, por las medidas de deslindes y colonización, lo que permite entender que se triplicase su número y que paralelamente aumentase su superficie media (11).
    Además de la extraordinaria expansión de la gran propiedad a costa de una expoliación sin precedentes de los sectores campesinos, hay otros elementos que pueden contribuir a explicar los estallidos sociales que caracterizaron el período 1910-1917. Las especializaciones productivas consolidadas durante el Porfiriato implicaron que amplias zonas se quedaran al margen del crecimiento (centrado en algunas áreas ligadas a la expansión urbana y al sistema ferroviario según Tortolero, 2003: 124) y, en consecuencia, que se incrementasen las disparidades regionales dentro del propio país. Por otra parte, hasta la década de 1890 la existencia de una importante demanda internacional de productos agrícolas (y sus elevadas cotizaciones, por consiguiente) propiciaba que países exportadores como México (que contaban, también, con una mano de obra barata) saliesen beneficiados. Esta situación favorable se invirtió sin embargo a partir de ese momento pues la balanza comercial pasó a caracterizarse por un déficit crónico auspiciado por el incremento de los precios de las manufacturas que México necesitaba adquirir y por el paralelo estancamiento de los precios de los productos agrícolas que exportaba (Wobeser, 1991: 292-293). Por último, durante el Porfiriato el país experimentó un sensible incremento de la población (pasó de 9,5 a 15 millones) aunque las dificultades para abastecerla de productos alimenticios se hicieron presentes con el inicio del siglo XX, cuando la pérdida de dinamismo en la producción de cultivos básicos supuso la necesaria importación de granos.
    El modelo global de crecimiento adoptado en el México porfiriano –sintéticamente expuesto– generó profundas contradicciones internas (polarización extrema de la riqueza y enormes disparidades regionales y sectoriales) que confluyeron en el proceso revolucionario de la década de 1910. Se trató, qué duda cabe, de un hito muy importante en la historia del país aunque, recientemente, algunos autores han relativizado que supusiese un punto de ruptura en lo que atañe a tres aspectos cruciales. En primer lugar, desde la perspectiva económica, aunque se inició la reforma agraria, en un contexto de déficit crónico de la balanza comercial (debido al estancamiento de la demanda internacional de productos agrarios mientras los precios de las manufacturas iniciaban una espiral ascendente) se mantuvo hasta mediados de la década de 1930 la estructura productiva porfiriana, basada en el predominio de las haciendas y en la exportación de materias primas y productos agrarios como uno de los pocos mecanismos (otro fue el espectacular despegue del volumen de petróleo exportado) para obtener divisas (12). De ahí que a partir de la segunda mitad de los años veinte se implementase, a través de la política de colonización vinculada a la irrigación, una nueva vía de desarrollo agrario –inspirada en la vieja tradición liberal– que constituía una verdadera alternativa a la posibilidad de una reforma redistributiva más radical, hasta que la gran depresión de los años treinta obligó al presidente Lázaro Cárdenas a dar un radical giro de timón pasando a apostar decididamente por la vía ejidal o campesina y adoptar un modelo industrializador basado en la sustitución de importaciones que pretendía romper la dependencia económica con EE.UU. (13). Un segundo aspecto que no se vio interrumpido por la Revolución de 1910 fue el proceso de centralización/federalización del manejo del agua que, iniciado en 1888, alcanzó un hito significativo con la creación en 1926 de la Comisión Nacional de Irrigación. Es más, la Reforma Agraria –de acuerdo con Aboites (1998: 147) y Valladares (1996)– supuso un uso más intensivo del agua como recurso y, consecuentemente, un incremento de las disputas por su control. Por último, centrándonos en los estados norteños, el desarrollo económico y de poblamiento del Porfiriato parece tener continuidad hasta los años treinta. Aunque la actividad ganadera resultó duramente afectada por la Revolución, la expansión del riego permitió modificar la relación entre cultivos básico (maíz y fríjol) y cultivos industriales (algodón) en beneficio de éstos últimos. Y esta modificación explica que el Norte experimentase un crecimiento sostenido que le permitió triplicar su aportación al producto agrícola del país (pasó de suponer el 11% en 1879 a casi el 33% en 1930) mientras se reestructuraba su ordenamiento espacial con la fundación de quince nuevos núcleos de población entre 1882 y 1935 (Aboites, 1995: 110-111).
    La vertiente agroexportadora, pues, se prolongó en México hasta la década de 1930 cuando Lázaro Cárdenas impulsó, como nunca antes, la reforma agraria por la vía ejidal y acabó con el predominio del sistema de hacienda. La pérdida del poder a escala nacional por parte de los terratenientes, sin embargo, se hizo evidente con anterioridad a esta fecha. Un buen ejemplo lo constituye el proceso de centralización de atribuciones por parte del gobierno federal en materia de aguas que se fue acentuando a lo largo de los años veinte hasta conllevar la liquidación de la vía oligárquica de expansión de la irrigación impulsada en los últimos años del Porfiriato para modernizar la agricultura. Con el presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928) el gobierno contó por primera vez con cierta capacidad económica para emprender directamente por su cuenta un proceso de modernización tecnológica mediante la combinación de la irrigación-colonización en el norte del país (14), aunque las realizaciones acabaron siendo pocas. Lo importante, con todo, es que a través de las leyes de irrigación con aguas federales y de colonización, ambas de 1926, el Estado federal quedaba facultado para expropiar tierras privadas por causa de utilidad pública, construir obras de riego y, posteriormente, adjudicar las tierras a aparceros, arrendatarios y repatriados (Aboites y Bretón, 1995). Todo ello con la intención de crear el pequeño propietario que, según los dirigentes, el país necesitaba y obviando, de hecho, el frente ejidal abierto por Emiliano Zapata en 1910.

3. El sector agrario en Sinaloa: desarrollo capitalista y propuestas colonizadoras.

    El norte de México se caracterizaba en el siglo XIX, según Aboites (1995), por el carácter precario o inacabado del poblamiento y este hecho se traducía en una amenaza constante (convertida en realidad a mediados de la centuria) de pérdida territorial frente a los EE.UU. y de indefensión ante los ataques de los grupos nómadas. Mientras EE.UU. experimentaba una fase de expansión vinculada con la revolución industrial que contaba con una exitosa experiencia inmigratoria, en México la tónica era el estancamiento. El intento gubernamental de replicar el modelo norteamericano para ocupar plena y efectivamente el territorio nacional se concretó en la formulación e implementación de políticas colonizadoras encaminadas a trasladar población (preferentemente extranjeros laboriosos) hacia el Norte con un destino agrario que acabaron fracasando. Una ocupación más densa y mejor integrada de algunas zonas del Norte (en especial en el “gran norte centro/oriental” del país articulado por el eje Chihuahua, La Laguna y Monterrey ampliamente estudiado por Cerutti, 2002-2003 y 2005) se logró, sin embargo, a partir de la atracción de capital norteamericano durante el Porfiriato que impulsó el crecimiento económico y posibilitó un sensible aumento demográfico, debido al movimiento espontáneo de población desde el centro del país hacia el Norte.
    El estado de Sinaloa respondía en términos generales a la dinámica ya esbozada para el norte de México (15). Su situación geográfica y sus peculiares características orográficas, con todo, supusieron un elemento específico en su desarrollo. Se trataba, de hecho, de un estado costero del Pacífico que no era limítrofe con EE.UU. y, por otra parte, la Sierra Madre Occidental constituía una enorme barrera natural que separaba el estado del centro del país hasta que en una fecha tan tardía como 1927 se consiguió atravesar la enorme barrera natural que era el Plan de Barrancas, en Nayarit, y la vía ferroviaria permitió la comunicación con Guadalajara (Jalisco) y llegar hasta la ciudad de México. Si a ello le añadimos la inexistencia de una verdadera red de comunicaciones terrestres que vertebrase el estado y la escasa disponibilidad de agua canalizada es comprensible que hasta fines del siglo XIX Sinaloa estuviese atrasada en relación con los otros estados norteños donde se habían creado modernas haciendas dedicadas a la exportación de trigo y ganado hacia EE.UU. La economía sinaloense giraba en torno a la minería de viejo cuño y a la actividad comercial del principal puerto ubicado en la costa sur (Mazatlán), mientras que en términos agropecuarios la agricultura se orientaba casi totalmente hacia el autoconsumo y la ganadería era de carácter extensivo. Así pues, pese a la existencia desde antaño de inmensos territorios libres en las tierras bajas que se extendían desde Mazatlán hasta Los Mochis (los indígenas habían sido prácticamente exterminados a finales del siglo XVIII tras la expulsión de los jesuitas), únicamente con la instauración de la pax porfiriana (ejemplificada en Sinaloa por el gobernador Francisco Cañedo) se empezaron a poner las bases que posibilitaron el inicio de una agricultura moderna en la última década del ochocientos. Las principales condiciones propicias para la inversión en Sinaloa de las enormes cantidades de capitales disponibles en EE.UU. tras la abolición del esclavismo, que había supuesto una grave crisis económica en el Sureste (fundamentalmente algodonero y azucarero), fueron la mejora de las vías de comunicación (en especial el ferrocarril que les conectó con los EE.UU. a partir de 1907 y posteriormente con el centro del país) y la reducción de los impuestos estatales y municipales con la finalidad de atraer capitales y colonos extranjeros que facilitasen la introducción del espíritu empresarial en el campo.
    Si el atraso fue el elemento definitorio de Sinaloa en el siglo XIX, a lo largo del primer tercio del siglo XX, coincidiendo con el despegue de la agricultura capitalista, se asistió a una fase de rápido crecimiento económico. El trasvase de los capitales sinaloenses generados en torno al comercio y a la minería (16) así como los procedentes de manos extranjeras hacia la producción de cultivos comerciales en Sinaloa pasó por la puesta en cultivo de grandes superficies mediante el impulso al regadío por parte de los particulares y sirvió para iniciar dos procesos de desarrollo que tuvieron continuidad durante décadas. En un primer momento, la vía de desarrollo hegemónica fue la correspondiente al gran capital que concentró grandes superficies agrícolas, construyó canales de irrigación (aunque limitados a desviar el agua de los ríos) y explotó directamente las mejores tierras, mientras cedía las que no podía trabajar. Así, las grandes compañías estadounidenses y los sinaloenses más adinerados crearon modernas haciendas organizadas como empresas capitalistas (con el objetivo prioritario de producir e industrializar la caña de azúcar) que acabaron beneficiándose tanto de la destrucción de los ingenios azucareros de Morelos durante la Revolución –ya que ello les abrió las puertas del mercado nacional– como por el aumento de precios que se generó por la escasez de remolacha azucarera en Europa durante la primera guerra mundial (17). Estas grandes empresas agrícolas no se limitaron, con todo, a un único producto sino que, aunque en menor medida, también aprovecharon las oportunidades brindadas en otros cultivos de exportación como el garbanzo, el ixtle, el algodón, la alfalfa o el tabaco. En segundo lugar, el otro tipo de empresa capitalista nacido con los nuevos cultivos comerciales fue la de los pequeños agricultores familiares (propietarios y colonos tanto extranjeros como mexicanos) que centraron sus esfuerzos en la horticultura. El rubro más emblemático fue el tomate que, contando con la financiación de su cultivo por parte de empresas estadounidenses y con EE.UU. como mercado, alcanzó su edad de oro entre 1921-1927.
    La continuidad del modelo agroexportador durante la posrevolución permitió que los modernos hacendados porfiristas lograran las máximas cotas de poder político dentro del estado y también que los pequeños propietarios familiares empezaran a cobrar fuerza. Cabe señalar que, aunque existieron demandas agrarias y en los años veinte se reprimió a los obreros de Los Mochis que luchaban por el reconocimiento de sus derechos colectivos, no se produjeron enfrentamientos generalizados entre agraristas y terratenientes como en el centro de México. La explicación tiene que ver con el hecho de que la Revolución fue protagonizada en Sinaloa por una fracción reducida de la pequeña burguesía más interesada en participar en el poder político que en la destrucción de la hacienda, lo cual remite a la debilidad del movimiento campesino (18) y a que eran escasas las comunidades indígenas que podían pedir la restitución de sus tierras. Desde una perspectiva más general, esta situación era común en todos los estados del Norte y si tomamos en consideración que para los nuevos gobernantes de origen norteño (los sonorenses Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles) la reconstrucción económica del país pasaba por potenciar la agricultura comercial, nos será más comprensible la continuidad de la estructura porfirista. En consecuencia, las regiones de agricultura de riego eran intocables por lo que atañe al reparto de tierra y, únicamente en caso extremo, se otorgaban a los demandantes algunas tierras infértiles (Aboites, 1991: 91-92).
    El triunfo de una nueva estrategia basada en la alianza del Estado federal con los pequeños agricultores en contra de los hacendados no se produjo hasta 1936, en pleno Cardenismo (1934-1940). En ese momento, coincidiendo con la fase de consolidación de la agricultura capitalista, y ante la necesidad de romper con la dependencia económica respecto de EE.UU., se tomó conciencia que era preciso liquidar la vía de desarrollo de la gran propiedad. Por este motivo, se adoptó la vía ejidal y la construcción de grandes obras hidráulicas, bajo un nuevo paradigma de crecimiento basado en la industrialización a través de la sustitución de importaciones.
    Respecto a la vinculación con EE.UU., ésta era tan extraordinaria que no debe sorprendernos que en 1926 los extranjeros poseyesen el 35% de las tierras cultivables del estado y que su presencia –especialmente en los municipios de Ahome, Culiacán y Mazatlán– llegase a todas las esferas de la vida de los sinaloenses. Se puede entender entonces que el temor a la “invasión silenciosa” o “conquista pacífica” por parte de los intereses económicos norteamericanos cobrase nuevas fuerzas ante la proliferación de tendencias anexionistas en el país vecino y se convirtiera en motivo de seria preocupación para los gobernantes mexicanos:
    “Producción para el mercado estadunidense, con capital de este país y amplia participación directa de colonos y compañías de Estados Unidos en el campo sinaloense; participación prioritaria de compañías de ese país en los sectores productivos más modernos como la producción de luz, el servicio de teléfono, la fabricación de hielo, la instalación de la red de agua entubada en los principales centros urbanos y de las bombas para la irrigación; uso del dinero estadunidense en la vida cotidiana, hasta pagar sus impuestos; los límites entre la nación mexicana y la nación estadunidense no eran muy precisos” (Grammont, 1990: 91).
    Precisamente, las propuestas colonizadoras ensayadas en Sinaloa fueron variando debido a la doble influencia ejercida por las dinámicas abiertas con la Revolución y por la creciente preocupación para asegurar el mantenimiento de la soberanía mexicana en el territorio nacional. Durante el Porfiriato se impulsó la instalación de inmigrantes (norteamericanos y europeos) como colonos en tierras baldías y nacionales aunque la iniciativa acabó en un fracaso casi total. El ejemplo más conocido es la historia de la colonia socialista del ingeniero Albert Kinsey Owen fundada en 1886 en la región de Bahía de Topolobampo (en la desembocadura del río Fuerte) de la que sólo quedaban a principios del siglo XX algunos centenares de familias estadounidenses que mediante el riego y tecnología moderna fueron transformando los áridos terrenos del norte del estado en tierras de cultivos comerciales (Gill, 1983; Grammont, 1990: 35-36). Tras la Revolución, y concretamente con la llamada “dinastía sonorense” (19) en la década de 1920, coexistieron dos tendencias en materia colonizadora que incidían más en la cuestión de la tenencia de la tierra que en su ocupación o poblamiento por lo cual pretendían fomentar la creación de pequeños propietarios privados, recurriendo sólo puntualmente al reparto ejidatario. Por una parte la iniciativa gubernamental de Álvaro Obregón continuó priorizando la llegada de colonos extranjeros mientras que Plutarco Elías Calles consideró a los mexicanos repatriados procedentes de EE.UU. como los mejores colonos (Aboites, 1995: 115; Walsh, 2005). Los resultados, con todo, no fueron muy halagüeños pues el único caso del que tenemos noticia se refiere a una colonia fundada en 1924 con 400 italianos cerca de Culiacán que pronto se vio reducida al desertar 120 de sus miembros, previsiblemente para intentar entrar a Estados Unidos (Aboites, 1995: 153-154). Por otra parte, algunos de los mayores terratenientes llevaron a cabo otro proceso colonizador que contaba con el visto bueno de las autoridades. Así, desde fines de los años veinte, por miedo al reparto o a la aplicación de las leyes de colonización e irrigación, empezaron a vender sus tierras aunque hubiesen de otorgar a los compradores grandes facilidades de pago.

Figura 2: municipios actuales del estado de Sinaloa

Fuente: Disponible en: http://www.sinaloa.gob.mx/portal/municipios

Figura 3: los once ríos de Sinaloa y sus presas en la actualidad

 

Fuente: Disponible en: http://omega.ilce.edu.mx:300/sites/estados/libros/sinaloa/html/sec_6.htm

4. Los contratos de subvención para irrigación y colonización otorgados a fines del Porfiriato en Sinaloa: las expectativas iniciales.

   A principios del siglo XX, pese a que los terratenientes y grandes empresas disponían de tierras y numerosas concesiones de aguas, ante las elevadas inversiones necesarias para efectuar las obras hidráulicas y la efectiva puesta en riego de enormes extensiones, muchos eran reacios a emprender grandes proyectos de irrigación. El gobierno mexicano, consciente de ello, y decidido a consolidar el modelo agroexportador que constituía su principal baza, optó por incentivar la iniciativa privada para que invirtiese en la modernización de la agricultura. En consecuencia, a fines del Porfiriato fueron grandes empresas de irrigación y hacendados de nuevo cuño quienes tuvieron acceso a sustanciosos préstamos y subvenciones – en junio de 1908 se autorizó al gobierno a invertir 25 millones de pesos en la promoción de la agricultura y la irrigación, y luego 80 millones de pesos, a través de subvenciones a compañías que debían construir obras de riego, fraccionar las tierras que se irrigaran y colonizarlas (Zuleta 2000: 19)– porque tenían los títulos de sus tierras y podían presentar planes con mayores visos de viabilidad económica.

Figura 4: Regiones hidrológicas de México
Fuente: NAVARRETE, I. M. de (1971): Bienestar campesino y desarrollo económico, México, Fondo de Cultura Económica, p. 96

    El seguimiento pormenorizado de la Caja de Préstamos, institución de crédito de carácter mixto (20), entre 1908-1926 fue realizado por Oñate (1991). En esta obra se pone de manifiesto como, en una primera etapa que duró hasta 1911, la Caja otorgó grandes prestamos con garantía hipotecaria a un reducido grupo de hacendados modernos (90 particulares o empresas recibieron 50 millones de pesos), con escasos resultados. Un primer intento de modificación de esta situación por parte del presidente Madero se dio a partir de la Ley preparatoria de la organización del crédito agrícola de 18 de noviembre de 1911 que reorganizó las bases de la Caja de Préstamos e incrementó el monto hasta los 200 millones de pesos. La reforma perseguía el fraccionamiento y la colonización de las grandes propiedades territoriales y facilitar el acceso a ella de los agricultores –se pretendía crear una clase de pequeños y medianos propietarios– aunque, en la práctica, el mayor peso continuaron teniéndolo las grandes empresas agrícolas pues no disminuyó la concentración de los créditos y en torno al 30% continuó siendo destinado a pagar las deudas de los terratenientes. El contrapunto a esta perspectiva institucional, y también referencia obligada, la constituye el análisis, de carácter fundamentalmente microeconómico, elaborado por Fujigaki (1995) centrándose –a lo largo de la conflictiva década de 1910– en nueve empresas norteñas radicadas en todos los estados fronterizos con los EE.UU. –excepto Baja California– que obtuvieron préstamos de dicha Caja y no consiguieron la modernización deseada.
    El tema de las subvenciones, por contra, no ha suscitado tanto interés. Buena prueba de ello es que, ante la inexistencia de estudios en profundidad sobre los contratos de subvención otorgados a fines del Porfiriato, nos vemos obligados a recurrir a la síntesis efectuada en 1919 por Herrera y Lasso (1994: 145-159). A partir de sus observaciones hemos procedido a elaborar el cuadro nº 1. Aunque incompleto –tenemos constancia, como mínimo, de que en 1909 el presidente de la República acordó otorgar subvenciones a otros tres peticionarios (21)– permite poner de manifiesto como los contratos tendieron a concentrarse en dos grandes ámbitos geográficos (el norte de México y la costa del océano Pacífico) que encajaban perfectamente con las metas planteadas inicialmente: favorecer la ocupación efectiva de los territorios limítrofes con EE.UU. y potenciar la producción de cultivos comerciales en las áreas litorales. Otro elemento importante es el triple objetivo (irrigar, cultivar y colonizar) perseguido en prácticamente todos los casos. En función de la inclusión o no de la perspectiva colonizadora el importe de la subvención oscilaba entre los 60 pesos/ha y los 25 pesos/ha, respectivamente. En el primer supuesto, al concluirse la construcción de las obras de riego los concesionarios recibirían un primer pago de 25 pesos/ha y el resto (35 pesos/ha) tras acreditarse la entrega de los lotes con las tierras regadas ya cultivadas y colonizadas. Por último, respecto a las condiciones en las que debía efectuarse la colonización se partía de la premisa de la necesidad de establecer familias a razón de una por cada 20 ha y que la mitad de ellas fuesen de obligada procedencia extranjera.
    El estado de Sinaloa tenía la peculiaridad de concentrar tres de los contratos de subvención suscritos entre 1908-1910. Este mayor número de contratos no se correspondía, sin embargo, con la superficie de tierras en las que se pretendía intervenir a escala estatal. Mientras en Sinaloa se contemplaba la irrigación y cultivo de 10.000 ha así como de otras 20.000 ha en las que también se preveía la colonización había otros estados en los que las superficies susceptibles de transformarse eran mayores. Es el caso de Coahuila donde la Compañía Agrícola y Ganadera de San Diego pretendía regar y cultivar 35.000 ha y de Nuevo León y Tamaulipas en los que la Compañía Agrícola la Sauteña se proponía regar, cultivar y colonizar hasta 100.000 ha. Otro elemento diferencial es que los tres concesionarios de Sinaloa no llegaron a obtener ninguna cantidad de dinero por parte del gobierno federal mientras que el resto de los consignados en la tabla 1 acabaron recibiendo cuantiosas cifras de la Caja de Préstamos. Es por ello que en 1918 dicha entidad no gestionaba, de acuerdo con Oñate (1991: 105), ninguna propiedad sinaloense.

Tabla 1: Contratos de subvención otorgados por la Secretaría de Fomento a individuos y empresas para obras de irrigación (1908-1910)

Nombre

Estado

Localización

Contratos de subvención

Superficie beneficiada e importe de la subvención/préstamo

Condiciones colonización

Procedencia colonos

Importe entregado por el Gobierno

Diego Redo

 

Sinaloa

Río San Lorenzo.

30 de mayo de 1908

Para regar y cultivar 10.000 ha.
Subvención de 25 pesos/ha



No se hizo efectiva la subvención

Cía. Agrícola y Ganadera de San Diego, S.A.

Coahuila

Ríos San Diego y Bravo del Norte

6 de enero de 1909.

Para regar y cultivar 35.000 ha.
Préstamo sin interés y como anticipo de 1 millón de pesos del Gobierno y conseguirle 2,4 millones de pesos en algún banco







Modificación en 7 de marzo de 1912.

Para regar, cultivar y colonizar 25.000 ha.
Subvención de 70 pesos/ha

Mínimo 1.000 colonos.

De preferencia mexicanos repatriados

Recibió 1,740,104 pesos de la Caja de Préstamos

Cía. Agrícola de la Sauteña

Nuevo León, Tamaulipas

Ríos Bravo del Norte, Conchos y San Juan

22 de febrero de 1909, 18 de noviembre de 1909 y 16 de febrero de 1910

Para regar, cultivar y colonizar hasta 100.000 ha.
Subvención de 60 pesos/ha

Una familia por cada 20 ha

20% extranjeros y 80% mexicanos





Modificación en 30 de abril de 1912. Pasa a denominarse Cía. Agrícola del Río Bravo, S.A.

Se convirtió la subvención en un préstamo de 6 millones de pesos ajustado al decreto de 18/12/1911

Una familia por cada 20 ha

20% extranjeros y 80% mexicanos

La Caja de Préstamos le facilitó 2,588,468 pesos a cuenta del préstamo estipulado

Sinaloa Land. Company

Sinaloa

Río Culiacán o Humaya

26 de mayo de 1909

Para regar, cultivar y colonizar 10.000 ha.
Subvención de 60 pesos/ha

Una familia por cada 20 ha

50% familias extranjeras y 50% familias mexicanas

No se hizo efectiva la subvención

Ramón F. Luján

Chihuahua

Río del Valle

31 de mayo de 1909

Para regar, cultivar y colonizar 10.000 ha.
Subvención de 60 pesos/ha

Una familia por cada 20 ha


La Caja de Préstamos le facilitó un préstamo de 781,520 pesos

Dante Cusi

Michoacán

Haciendas La Lombardía y Nueva Italia.

22 de septiembre de 1909.

Para regar, cultivar y colonizar 10.000 ha.
Subvención de 60 pesos/ha

Una familia por cada 20 ha


La Caja de Préstamos le facilitó 1.000.000 de pesos

Cía. Explotadora de las Aguas del Río Fuerte

Sinaloa

Río del Fuerte

20 de octubre de 1909.

Para regar, cultivar y colonizar 10.000 ha.
Ampliable a otras 10.000 ha.
Subvención de 60 pesos/ha

Una familia por cada 20 ha y deben constituirse en población

50% familias extranjeras y 50% familias nacionales

No se hizo efectiva la subvención

Cía. Agrícola Tepiqueña

Nayarit

Ríos San Diego y San Pedro

12 de agosto de 1910

Para regar, cultivar y colonizar 10.000 ha.
Subvención de 60 pesos/ha

Una familia por cada 20 ha






Modificación en 29 de agosto de 1911

Para regar y cultivar 24.000 ha.
Subvención de 25 pesos/ha



La Caja de Préstamos le facilitó 967.000 pesos

Fuente: elaboración propia a partir de Herrera (1994: 145-159).

    En el contexto del proceso histórico expuesto adquiere sentido la propuesta de análisis de los tres contratos de subvención formalizados ante el Gobierno federal entre 1908-1909 y referidos a las regiones de mayor potencial productivo de Sinaloa (las ubicadas a lo largo de algunos de los principales ríos del NO: el San Lorenzo y el Culiacán –ambos en el centro del estado– y el Fuerte en el norte) que nos permitirán incidir en los avatares de la vía oligárquica de desarrollo agrario a lo largo del primer tercio del siglo XX. Se trata, en concreto, de los suscritos por Redo y Compañía (30/5/1908), Sinaloa Land Company, S.A. (26/5/1909) y Compañía Explotadora de las Aguas del río Fuerte (20/10/1909). Es preciso apuntar que el primero se centraba en el aprovechamiento del río San Lorenzo, el segundo en el río Culiacán y el tercero, como el propio nombre de la compañía indica, en el río Fuerte. El primero, por otra parte, era el único con un proyecto limitado al riego y cultivo de sus tierras; mientras que los otros incluían tanto la vertiente de la irrigación como la del fraccionamiento y colonización de parte de ellas.
    El fondo documental consultado es la serie de Aprovechamientos Superficiales que, procedente de las sucesivas dependencias gubernamentales (Secretaría de Fomento y Secretaría de Agricultura y Fomento) que antecedieron a la institución actualmente encargada de la administración de los recursos hidráulicos en México (la Comisión Nacional del Agua), se encuentra en el Archivo Histórico del Agua ubicado en México D. F. Tras efectuar una búsqueda informatizada a partir de la combinación de los descriptores “Sinaloa” y “Subvención” localizamos cuatro expedientes directamente relacionados con nuestro objeto de estudio que nos han proporcionado la información de base precisa para llevarlo a cabo (22). Incidiendo mínimamente en la caracterización de esta documentación es preciso señalar que su riqueza estriba en su carácter inédito para la investigación y, muy especialmente, en que no sólo cuenta la historia desde la lógica de las autoridades federales ya que, como tendremos ocasión de poner de manifiesto, incluye abundante correspondencia y documentación legal de las empresas e individuos que participaban en negocios vinculados con el recurso agua. No obstante, es necesario ser cautos con las conclusiones que podamos esbozar pues hay una importante limitación heurística que cabe tener en cuenta. Nos referimos a la existencia de vacíos documentales en los expedientes que nos impiden saber exactamente cómo se sucedieron los hechos, de tal forma que no disponemos del mismo nivel de detalle para cada uno de los tres casos analizados. La falta de información, sin embargo, es especialmente crítica durante el periodo revolucionario lo que, si bien ya nos indica mucho sobre la obstaculización que supuso dicho proceso en el control sobre temas hidráulicos ejercido por el Gobierno, nos plantea numerosos interrogantes sobre cuál fue su impacto en la marcha productiva de las haciendas.
    Una vez hechas estas advertencias metodológicas ha llegado el momento de introducirnos de lleno en el análisis de las expectativas u objetivos iniciales que las subvenciones concedidas tenían en la Sinaloa de fines del Porfiriato. Para empezar, es preciso identificar los intereses económicos que estaban detrás de las compañías apuntadas (23) y determinar cómo encajaban los contratos en su historia empresarial. Seguidamente, a partir del caso de la Sinaloa Land Company, pretendemos desentrañar cuáles fueron las negociaciones precisas para conciliar los intereses de la iniciativa privada con los del gobierno federal de tal forma que llegase a formalizarse el contrato de subvención.
   En la década de 1880 el estado de Sinaloa era un importador neto de azúcar que, en escasamente tres décadas, consiguió transformarse en el tercer estado por volumen de exportación. Para ello fue clave la creación por parte de los sinaloenses más adinerados y de poderosas compañías estadounidenses de grandes haciendas destinadas al cultivo e industrialización de la caña de azúcar. La primera contribución en este sentido fue protagonizada por la familia Redo. Su andadura empresarial había empezado en el mundo del transporte y comercio marítimo cuando, en 1878, Joaquín Redo Balmaceda estableció el primer ingenio azucarero moderno (La Aurora) en el estado. Esta orientación productiva fue compartida durante las tres últimas décadas del siglo XIX con su dedicación a la ganadería extensiva para lo cual adquirió enormes superficies de terrenos (más de 300.000 ha), beneficiándose de su amistad con personalidades como los generales Porfirio Díaz y Francisco Cañedo y del cargo de senador de la República que desempeñó durante más de treinta años consecutivos. El mayor logro, con todo, aún estaba por llegar. En 1900, la sociedad Redo y Compañía (que incluía a Joaquín Redo y sus tres hijos Joaquín, Alejandro y Diego) emprendió la construcción en Culiacán, muy cerca de la desembocadura del río San Lorenzo, de uno de los mayores ingenios azucareros (El Dorado) del estado pues, cuando entró en funcionamiento en 1903, contaba con una capacidad de molienda de 600 toneladas de caña al día.
    Otro empresario que simbolizó el progreso, en este caso en el norte del estado, fue Benjamin F. Johnston. En 1894 se convirtió en el dueño del ingenio y hacienda de El Aguila (que había entrado en funcionamiento el año anterior de la mano del hacendado Zacarías Ochoa y los estadounidenses Edward Lycan y, su socio, Ruggles) y consiguió incrementar su capacidad de molienda de 100 a 200 toneladas de caña al día (Gill, 1983: 62-63). Su siguiente objetivo consistió en despojar a los colonos de la Credit Foncier of Sinaloa (fundada por Albert Kinsey Owen) del canal de Taste, que habían construido entre 1891-1892, y de sus tierras. Para ello compró a bajo precio la mayoría de las acciones de la Kansas Sinaloa Investment Co. (la compañía que financiaba el proyecto de colonización desde 1889 y que también había financiado la construcción del canal de Tastes) y tras un largo pleito quedó en 1902 como único propietario de dicho canal que pasó a llamarse canal de Los Mochis. A continuación, una vez expulsados los colonos, emprendió la construcción de un nuevo ingenio que, inicialmente, tuvo la misma capacidad de molienda –200 toneladas diarias– que El Aguila. El año siguiente creó la United Sugar Company (USCO) encargándole la administración de los bienes de sus dos ingenios de El Aguila (El Aguila Sugar & Refining Company) y Los Mochis (Sinaloa Sugar Company) y, tras la constitución en 1909 de la Compañía Explotadora de las Aguas del río Fuerte (encargada del sistema de irrigación del canal de Los Mochis), quedó en una magnífica posición para emprender el proceso de concentración de la industria azucarera sinaloense.
    Para acabar de esbozar el contexto empresarial, nos falta por mencionar el principal negocio del estado al finalizar el siglo XIX que contaba con una inversión calculada en más de dos millones de pesos. Se trata de la compañía de los hermanos Almada que en 1893 invirtieron medio millón de pesos en la creación de un ingenio moderno en Navolato (La Primavera)
con capacidad para procesar 200 toneladas/día, cifra que en 1898 se había incrementado hasta las 600 toneladas/día. La traemos a colación, además, porque la Sinaloa Land Company era una compañía norteamericana que, entre 1904 y 1910, se dedicó a deslindar tierras y obtener concesiones de colonización y, en el caso del río Culiacán, consiguió interesar a los Almada hasta el punto que, como veremos, llegaron a asociarse.

Figura 5: Compuerta principal del canal de irrigación del ingenio La Primavera, 1898
Fuente: En: CRESPO, H. (dir.) (1988-1989): Historia del azúcar en México, México, Fondo de Cultura Económica, vol 1, p. 103

    Llegados hasta este punto, hay dos elementos cruciales que deben ser tomados en consideración para poder comprender que se planteasen proyectos de irrigación-colonización en Sinaloa entre 1908 y 1909. En primer lugar, durante los años anteriores a la Revolución los ingenios sinaloenses se enfrentaron a limitaciones de mercado. Así éstos, se vieron obligados a vender el azúcar en los estados del centro de la República y competir a precios de dumping con el azúcar de Morelos y Veracruz. Ello llevó a la quiebra a muchos trapiches aunque los grandes ingenios que acabamos de enumerar, gracias a su elevada eficiencia, consiguieron capear las dificultades hasta que en 1909, con el incremento del arancel al azúcar de EE.UU. hacia el norte de México, pudieron mejorar extraordinariamente sus perspectivas de negocio (Grammont, 1990: 68). Para ello, sin embargo, pasó a ser prioritaria la obtención del mayor número posible de caña que permitiese aprovechar al máximo la elevada potencialidad productiva de los ingenios. En este sentido encajaría el intento de extender el regadío y ampliar la superficie cultivada de caña en sus propias tierras. En segundo lugar, el gran problema pendiente que limitaba las perspectivas de crecimiento de los ingenios era la escasez de mano de obra, especialmente en la época de zafra. El establecimiento de colonos contemplado en los proyectos tenía que permitir compensar este déficit. Puede resultar incomprensible, en este sentido, la no inclusión de este aspecto en el caso del proyecto de Diego Redo. No obstante, si tenemos en cuenta que desde antaño los Redo organizaban una migración temporal de campesinos pobres de los altos de Sinaloa y del vecino estado de Durango para atender a las necesidades de su ingenio, nos será más fácil comprender el porqué de su propuesta centrada únicamente en la irrigación.
    Para que se concediese un contrato de subvención era preciso, primero, que la compañía dispusiese de tierras y aguas y, en segundo lugar, que ésta y el Gobierno llegasen a un acuerdo concreto. Disponemos, en este sentido, de la documentación suficiente para permitirnos seguir con especial detenimiento los escollos que tuvo que superar la Sinaloa Land Company para plantear una petición de subvención en 14 de octubre de 1908, así como el proceso negociador iniciado con el gobierno federal hasta que, finalmente, en 26 de mayo de 1909, se formalizó dicho contrato.
    Un importante factor que condicionó los planes de la Sinaloa Land Company en la margen izquierda del río Culiacán fue que, cuando su representante solicitó una concesión de aguas (29 de enero de 1906) con la intención de construir un canal de 30 Km. con una capacidad de 10.000 l/seg para regar sus terrenos (Baldío de San Pedro, Yevabito y demás) en la margen izquierda del río Culiacán, se encontró con la oposición de la Almada Sugar Refineries Company. Esta última compañía disponía de un título de aguas desde el 10 de abril de 1902 y estaba tramitando desde febrero de 1905 una concesión para establecer un canal que le permitiese regar sus posesiones en Navolato (en la margen derecha del río Culiacán). En consecuencia la Almada afirmaba tener preferencia y, como creía que el caudal del río no sería suficiente para atender a ambas concesiones, se oponía a las pretensiones de la Sinaloa Land Company. Tras el intento de una junta de avenencia entre los apoderados de las dos compañías ante la sección quinta de la Secretaría de Fomento que acabó sin ningún acuerdo (4 de abril de 1906) el asunto tomó un cauce inesperado pues el 20 de abril de 1906, Abraham Manriquez y Jesús Valenzuela, por sí y en nombre de los demás indígenas del pueblo de San Pedro, se opusieron por escrito a la concesión solicitada por la Sinaloa Land Company. Afirmaban que dicho terreno en realidad respondía al nombre de “El Camainero” del que se consideraban dueños. El título de propiedad presentado por la Sinaloa Company era, por tanto, “notoriamente nulo“ y respondía a “un verdadero despojo” pues “y si dicho terreno fue medido y titulado con aquel nombre, lo fue sin nuestro conocimiento y debida titulación, y si en él hubiese demasías, debíamos de la misma manera haber sido citados para localizarlas”. Tras este escrito, sin embargo, se escondía, presumiblemente, la mano de la Almada para forzar la Sinaloa Land Company a aceptar un draconiano convenio (finalmente suscrito en 5 de enero de 1907) (24). En síntesis, suponía el reconocimiento del derecho principal y de toda preferencia a la Almada para usar el agua del río Culiacán en los términos del título de concesión de 1902 y de la solicitud de 1905 y, aunque permitía a la Sinaloa Land Company la apertura del canal proyectado en la margen izquierda basándose en la concesión que tenía solicitada, le obligaba a dimensionarlo con capacidad suficiente para regar los terrenos de ambas empresas. En consecuencia, el canal debía llegar hasta la línea divisoria de los terrenos de Yevabito y Navolato y la Almada podría usar el agua que circulase en cualquier época del año tanto para regar hasta 2.800 ha como a usos industriales.
    Teniendo como punto de partida este convenio, suscrito por ambas compañías en escritura pública ante el notario Evaristo Paredes, el gobierno otorgó un contrato el 8 de mayo de 1908 (publicado en el diario oficial con fecha 28 de mayo) concediendo el aprovechamiento, como riego, de las aguas del río Culiacán a la Sinaloa Land Company por un volumen de 8.000 l./seg., tomándolas a 800 metros río abajo del puente de la ciudad de Culiacán.
    Una vez dotados ya de tierras y aguas, en 14 de octubre de 1908 Nelson Rhoades Jr., Gerente de la Sinaloa Land Company, solicitó a la Secretaria de Fomento un contrato de subvención para llevar a cabo las obras de irrigación, cultivo y colonización de Yevabito, La Cuchilla, La Palma, Cañada, Ochoa, San Pedro y Aguaruto en el distrito de Culiacán. Entre la documentación presentada se incluía un proyecto de contrato donde se consignaban tanto las obligaciones de la compañía como las del gobierno. Entre estas últimas destaca la petición de una subvención de 25 pesos/ha que respondería a los siguientes conceptos: un 40% por la construcción de las obras de irrigación, otro 40% por la preparación de las tierras y un 10% para el cultivo y colonización mientras que el restante 10% sería retenido por el gobierno como garantía.
    La siguiente noticia de que disponemos es de los primeros meses de 1909. Entonces la Secretaría redactó un borrador de contrato de subvención que incluía sustanciales diferencias con respecto a la propuesta inicial de la compañía. La principal es que, de acuerdo con el artículo 27 de las bases, el gobierno se comprometía a pagarle una subvención de 60 pesos por cada hectárea que entregase cultivada, regada y colonizada. Esta cantidad tan elevada respondía, en buena medida, a promover la concreción de la vertiente colonizadora de la empresa. En este sentido, se estipulaba que la Sinaloa Land Company contraía la obligación de “colonizar con el cincuenta por ciento de familias nacionales y con el cincuenta por ciento de europeas, procedentes directamente de Europa y de las nacionalidades que acepte la Secretaría de Fomento”. Por lo demás, se definía familia como “un matrimonio de un hombre y una mujer con uno o más hijos”, se entendía por “familia establecida” la que cultive su terreno permaneciendo en él durante tres años y se estipulaba que la compañía concesionaria sería responsable durante diez años de la conservación y existencia de la colonia con el mismo número de familias que exigía el contrato. Durante este periodo la compañía se vería obligada, como garantía, a constituir hipoteca sobre las obras de irrigación y las 10.000 ha a favor de la Secretaría.
    Entre este borrador y el texto definitivo del contrato del 26 de mayo de 1909 medió una carta en la que el licenciado Joaquín D. Casasus (apoderado de la Sinaloa Land Company) expuso al Ministro de Fomento (Olegario Molina) algunas peticiones. En primer lugar, pidió que –al igual que en el contrato del gobierno con la Compañía Agrícola la Sauteña– se suprimiese la palabra “matrimonio”, ya que tener que comprobar la celebración de éste podría ser un serio obstáculo para la colonización cuando “para los efectos de la colonización lo que menos se necesita es la legitimidad de la unión de los colonos, sino que sean verdaderos pobladores”. En segundo lugar, no le parecía justo que la compañía quedase como responsable de la colonia durante diez años “porque no está en sus manos evitar que la colonia pueda desaparecer después de haber quedado establecida y organizada”. Por último, reclamaba el anticipo de 25 pesos/ha de la subvención total de 60 pesos/ha después de que los terrenos fuesen irrigados (25).
    Para valorar la importancia de dicha carta cabe señalar que en el articulado definitivo del contrato de subvención se incorporó dicho anticipo (arts. 29 a 33) y, así mismo, se limitó a tres años la responsabilidad de la compañía concesionaria en la conservación y existencia de la colonia (art. 38). En cambio, no se suprimió la palabra “matrimonio” en la definición de la familia de colonos (art. 16).
    Desde una perspectiva general, el seguimiento de este proceso negociador nos ha permitido poner de manifiesto que, aunque los grandes terratenientes fueron el sujeto preferente de las políticas agrarias, como mínimo desde la primera década del siglo XX en México se habían dado ya los primeros pasos hacia la articulación de un dominio burocrático-administrativo en el tema del agua . Ello respondía, en última instancia, a las primeras conclusiones obtenidas en el debate entonces en boga en torno a cuál debía ser el grado de implicación de los poderes gubernamentales en la construcción de grandes obras hidráulicas destinadas a la irrigación. Es significativo, en este sentido que, ya en los últimos años de la presidencia de Porfirio Díaz, se limitase la “carta blanca” concedida a la iniciativa privada en materia agraria durante las últimas décadas del siglo XIX merced a una mayor intervención del gobierno en la vida económica del país. Intervención que, como puso de manifiesto Kroeber (1994: 257), pretendía reducir la dependencia de las decisiones de los extranjeros y de sus gobiernos en un momento en el que, de forma paradójica, se recurría cada vez más a los préstamos del exterior para sostener la economía. Precisamente en estos términos dicho autor valoraba las cláusulas insertadas en las concesiones que obligaban a los concesionarios a actuar como mexicanos, de acuerdo con las leyes mexicanas, sin derecho a apelar a sus propios gobiernos nacionales para que intervinieran en su defensa (también introducidas en los tres contratos de subvención concedidos en Sinaloa) además de enfatizar la resistencia desplegada ante las presiones de la compañía Tlhahualilo (que desde junio de 1888 disponía de una concesión para tomar agua del río Nazas con fines de irrigación y colonización) respaldadas por los gobiernos de EE.UU. y Gran Bretaña.

5. Los límites del modelo tras el Porfiriato. Entre la teoría y la praxis en Sinaloa.

    La convulsión revolucionaria de 1910 comportó el cuestionamiento y la pérdida de legitimidad de esa vía de modernización del agro “desde arriba” ensayada a fines del Porfiriato. De todas formas, la liquidación del modelo oligárquico no fue algo inmediato sino que éste se prolongó hasta que el Estado posrevolucionario pudo armar un proyecto alternativo, la denominada “irrigación revolucionaria” (Aboites, 1988) articulada a partir de la Ley sobre Irrigación con Aguas Federales y la creación en 1926 de la Comisión Nacional de Irrigación, que suponía el involucramiento directo del Estado en el desarrollo agrario. Aboites lo expresó con rotundidad: “Por aquí se consumaba la cancelación de la vía oligárquica o latifundista de la gran irrigación, que en lo subsecuente sería asunto exclusivo del gobierno federal. Amor en Morelos, Luján en Chihuahua, Cusi en Michoacán, Noriega en Tamaulipas, Johnston en Sinaloa, González Treviño en Coahuila y la Richardson en Sonora podían despedirse de sus proyectos de irrigación-colonización. Su tiempo se había ido” (Aboites, 1998: 108-109). Faltan, sin embargo, estudios de caso debidamente documentados que nos permitan seguir con detenimiento el proceso de quiebra de este modelo (26). Precisamente, en las próximas páginas intentaremos contribuir a la verificación de dicha tesis, a partir de la aportación de unos ejemplos empíricos –los contratos de subvención en Sinaloa–. Para ello nos interesará averiguar cual fue el grado de cumplimiento de los objetivos iniciales así como hacer explícitos los motivos que nos permitan entender la progresiva pérdida de vigencia de la vía oligárquica-empresarial de la gran irrigación con el apoyo del poder público hasta su quiebra final.
    A título de contextualización es preciso señalar que, por lo que atañe al tema de las subvenciones en el conjunto de México, en los años inmediatamente posteriores a 1910 no nos consta que se concediesen nuevos contratos (27) mientras que varios de los ya otorgados sufrieron modificaciones considerables (tabla 1). Así, la Compañía Agrícola Tepiqueña consiguió en 29 de agosto de 1911 que se le eximiese de la obligación de colonizar las 10.000 ha contempladas en el contrato firmado en 1910. Para ello se comprometió a irrigar y cultivar una extensión superior (24.000 ha) y a aceptar una reducción de la subvención por hectárea transformada de 60 a 25 pesos, aunque el monto global de la subvención (600.000 pesos) no experimentó ninguna variación. En el caso de la Compañía Agrícola y Ganadera de San Diego el préstamo concedido en el contrato para irrigar y cultivar 35.000 ha en Coahuila pasó a ser sustituido por un nuevo contrato firmado en 7 de marzo de 1912 en el que tras incorporar la tarea colonizadora (con colonos de preferencia mexicanos repatriados) y reducir la superficie a 25.000 ha se le estipuló una subvención de 70 pesos/ha. Finalmente, la Compañía Agrícola de la Sauteña que disponía de un contrato de subvención de 60 pesos/ha para irrigar, cultivar y colonizar hasta 100.000 ha en Nuevo León y Tamaulipas, tras la modificación de 30 de abril de 1912 pasó a denominarse Compañía Agrícola del Río Bravo y se convirtió la subvención en un préstamo de seis millones de pesos.
    Además, Kroeber (1994: 208-209) se hizo eco del punto de inflexión que supuso –como ya señalara Herrera– el año 1911 en las políticas del gobierno federal para el fomento de la irrigación en el campo mexicano: mientras que hasta ese momento se habían centrado únicamente en la utilización efectiva de los recursos por medios capitalistas, a partir de esa fecha pusieron el énfasis en los resultados sociales. En otras palabras, la política porfirista se reducía a interesar a los capitalistas, mediante préstamos y subvenciones, en la construcción de grandes obras de irrigación con las que, presumiblemente, se mejoraría de forma espectacular la producción agrícola. La prioridad de los gobiernos revolucionarios y posrevolucionarios, por contra, pasó a ser el fraccionamiento de los grandes predios (la liquidación del latifundismo) y la apuesta por la irrigación que permitiese a las pequeñas propiedades resultantes su afianzamiento en términos económicos y sociales. Cabe tener presente, sin embargo, que como mínimo durante la década de 1910 continuaron siendo bien vistas por las altas instancias gubernamentales los proyectos que, impulsados por grandes terratenientes, pretendían combinar la irrigación con el establecimiento de colonos en parte de sus predios. De ahí la necesidad de no quedarse en el texto de las declaraciones de intenciones efectuadas por los gobernantes y confundirlas con una realidad que tenía muchos más matices que los textos legales aprobados.
    Sirvan como ejemplos algunas citas extraídas de los casos sinaloenses. Durante el Porfiriato, la propia Secretaría de Fomento reconocía explícitamente como el contrato de subvención a Redo encajaba en el objetivo principal del gobierno mexicano que “consiste en despertar el interés de los propietarios de predios rústicos, con objeto de someter a cultivo de riego la mayor extensión posible de sus terrenos de labor” (28). Para el segundo extremo nos remitimos al caso de la Sinaloa Land Company. El 10 de enero de 1912 Nelson Rhoades, gerente de dicha empresa, solicitó una reforma del contrato de subvención que permitiese eximir a la compañía de las obligaciones contraídas en materia de colonización. Tras afirmar que se habían construido ya las obras de canalización aludía de una forma muy ambigua a las razones que impedían efectuar la colonización (“y por varias circunstancias que no escaparán al ilustrado criterio de Ud., esa colonización no ha podido, ni podrá, llevarse a cabo en los términos estipulados, no obstante los esfuerzos hechos para conseguirlo”) y ofrecía como alternativa la reducción de la subvención de 60 a 25 pesos/ha, “para lo cual, estoy conforme en celebrar un contrato en los mismos términos que el que esa Secretaría ha celebrado con la Compañía Agrícola Tepiqueña con fecha 29 de agosto próximo pasado”. Esta petición, no obstante, se rechazó de forma tajante mediante la siguiente anotación manuscrita a pluma el día 29 de enero de 1912 por parte de la sección 5ª de la Secretaría de Fomento, después mecanografiada y enviada:

“Dígase en respuesta que entrando precisamente en los propósitos del Gobierno, tener por medio de la iniciativa privada la colonización de nuestro territorio, toda vez que de ese modo debe resultar más fructuosa, el Ciudadano Presidente de la República tuvo a bien acordar se diga que espera que del contrato celebrado con la Compañía se obtenga uno de los primeros ejemplos de la colonización, debidos a esa iniciativa privada, como son sus vehementes deseos, y que por lo tanto no estima procedente modificar el contrato en el sentido que lo propone” (29).

    Inmediatamente después, el 31 de enero de 1912, Nelson Rhoades concretaba sus peticiones en la modificación de varios artículos del contrato de tal forma que se admitiesen como colonos a individuos que radicasen en los EE.UU., dada la imposibilidad de traer colonos directamente de Europa por la conmoción que acababa de sufrir el país mientras que en los EE.UU. había muchos inmigrantes europeos que habían adquirido los hábitos (costumbres) de trabajo de EE.UU. y además disponían de un pequeño capital para explotar las tierras. Es más, llegaba a proponer que todos los colonos pudiesen ser extranjeros o, en todo caso, que únicamente el 25% tuviesen que ser mexicanos porque así se lograría mejor el objetivo de aumentar la población del país. Además, siguiendo el modelo farmer , pedía que se pudiese dotar con una superficie mayor a las 20 ha a cada familia de colonos (aunque eso implicase establecer menos familias) y que no fuese obligatorio el establecimiento del poblamiento concentrado para facilitar que cada colono pudiese residir dentro de su propiedad (así no se perdería tiempo en desplazamientos y los agricultores podrían vigilar de cerca sus explotaciones). Aunque en un primer momento (17 de abril de 1912) la Sección 5ª informó al Sr. Ministro –tras eludir la cuestión de fondo (la colonización con ciudadanos estadounidense)– que creía posible acceder a buena parte de las peticiones de la Compañía con la salvedad de la disminución del número de familias establecidas porque “de esa manera se restringe el principal objeto de la colonización, que es la subdivisión de las propiedades, o lo que es lo mismo, la formación de pequeños propietarios”; el Ministerio resolvió, en 25 de junio de 1912, que no era posible acceder a lo que se solicitaba.
    Esta negativa gubernamental, tanto a eludir el aspecto colonizador de la empresa como a relajar los criterios de selección de los colonos y las características estipuladas inicialmente, tiene mucho que ver con el peso de las ideas decimonónicas en relación con la necesidad de la colonización. Ideas que aún servían de lastre para las élites mexicanas y que, como mostró Aboites (1995), tuvieron continuidad hasta la tercera década del siglo XX. De acuerdo con ellas México era visto como un país que contaba con una población escasa para llevar a cabo una ocupación efectiva de un territorio con grandes riquezas inexploradas. El arraigo de esta tesis es perfectamente observable en las reflexiones sobre la colonización que, a título personal, añadía un abogado de los servicios jurídicos, al final de un informe elevado a la Secretaría de Agricultura y Fomento, sobre la posible caducidad de los contratos de aprovechamiento y subvención concedidos a la Sinaloa Land Company. Nótese, además, como pese a calificar las subvenciones acordadas de exageradas concluía, en definitiva, con la defensa del modelo de irrigación-colonización oligárquico:

“En mi calidad de Abogado Consultor sólo me está encomendada la parte legal cuando se presentan dificultades de carácter jurídico en un negocio, y en este concepto debería limitarme a las consideraciones antes expuestas, pero juzgo mi deber expresar ligeramente mis ideas sin que esto signifique el que la Superioridad las acepte, ni mi pensamiento quiera modificar su programa y desenvolvimiento, en la marcha general de los intereses del país, pero como mexicano juzgo mi deber hacer una consideración en el orden de las ideas de colonización.

    Nosotros poseemos una extensión para más de noventa millones de habitantes y somos quince millones para la ocupación de nuestro territorio. Partiendo de este hecho y relacionándolo con leyes de orden económico, nos encontramos con que si la producción está en relación directa del consumo, nuestra agricultura, y con ella todos los ramos de la industria, no podrán calcularse para 20, 30 o 40 millones, supuesto que la circulación se encuentra limitada por un número menor de habitantes (...).
    Tengo entendido que los grandes latifundios que existen en la República deben su principal origen a la falta de habitantes y que en tiempos pasados quisimos remediar con las leyes de colonización, leyes que en general no fueron aplicadas sino para explotaciones y negocios de orden reprobado por las mismas leyes de colonización y de la moral.
    El contrato que celebró “La Sinaloa Land Company”, es un contrato de colonización en terrenos propios de la Compañía y aun cuando contiene algunas cláusulas onerosas para la Nación, por las subvenciones exageradas, si este contrato se cumpliera fielmente en los términos en que está concebido, sería el principio, podemos decirlo así, de la colonización que tanto necesitamos para el desarrollo no solo de la agricultura sino de las industrias en general” (30)
    El proceso de capitalización de las grandes propiedades en Sinaloa tuvo continuidad durante la Revolución y la posrevolución. Se articuló mediante la inversión de elevadas cantidades en la construcción de infraestructuras de riego y la apertura de nuevas tierras al cultivo, especialmente de la caña de azúcar. Es por ello que empresas agroindustriales como las de Redo, Almada y Johnston –que disponían de modernos ingenios azucareros– alcanzaron unos niveles de prosperidad nunca vistos que les permitió concentrar entre 1922-1935 en torno al 20-25% de la producción de azúcar en México (ver tabla 2). La peculiaridad estriba, sin embargo, en que algunos de estos procesos de transformación agraria fueron iniciados por los empresarios contando con la seguridad de percibir cuantiosas subvenciones gubernamentales una vez llevados a cabo que, sin embargo, en ningún caso llegaron a hacerse efectivas. Expresado en otros términos, aunque los contratos de subvención otorgados en 1908-1909 sirvieron para impulsar la vía oligárquica de la irrigación no jugaron un papel clave en el crecimiento de la economía sinaloense ya que ésta se basó en el aprovechamiento de las oportunidades brindadas por el azúcar al gran capital y los productos hortícolas a los pequeños propietarios y colonos.

Tabla 2: Producción de azúcar por ingenios (toneladas)

Años

Los Mochis (USCO-Johnston)

La Aurora (Redo)

El Dorado (Redo)

La Primavera (Almada)

Total ingenios

Total México

% total

1922

11.000

9.400

0

2.500

22.900

127.780

17'92

1923

17.000

11.400

0

5.000

33.400

139.200

23'94

1924

24.000

11.600

0

6.000

41.600

165.030

25'21

1925

14.000

12.600

0

6,700

33.300

163.420

20'38

1926

19.000

9.600

0

8.000

36.600

191.940

19'07

1927

21.500

10.000

0

1.000

32.500

184.050

17'66

1928

22.000

0

10.900

6.500

39.400

167.240

23'56

1929

27.000

0

11.800

7.800

46.600

180.980

25'75

1930

27.000

400

7.500

10.450

45.350

215.600

21'03

1931

32.960

600

16.750

11.940

62.250

262.615

23'70

1932

30.109

0

15.807

8.952

54.868

228.088

24'06

1933

29.444

250

10.942

9.969

50.605

184.451

27'44

1934

36.250

265

9.850

7.296

53.661

188.245

28'51

1935

43.817

349

11.085

9.127

64.378

266.214

24'18

Fuente: Aboites (1991, tabla A12).

    De acuerdo con Grammont (1990: 261), no hay razones para pensar que la gran propiedad sinaloense no podía seguir respondiendo a las necesidades del crecimiento nacional si el presidente Lázaro Cárdenas no hubiese cancelado de tajo esta vía de desarrollo por razones políticas mediante el reparto que entregó los cañaverales a los ejidatarios. El cuestionamiento de las medidas de apoyo a la irrigación implementadas a fines del Porfiriato para consolidar el sistema latifundista se había ido agudizando, sin embargo, durante los años inmediatamente anteriores y en ello influyó también el miedo a una “invasión silenciosa”, dada la extraordinaria influencia de los EE.UU. Así, en última instancia, los tres contratos de subvención suscritos en Sinaloa tuvieron finales bien distintos: en el caso de Redo se declaró su caducidad; se anuló el correspondiente a la Compañía Explotadora de las Aguas del Río Fuerte y el de la Sinaloa Land Company acabó siendo olvidado en el proceso por el que se le despojó del canal Cañedo (que había construido en el río Culiacán) y de algunos de sus predios en beneficio de Jorge E. Almada.
    Los Redo fueron los únicos que reclamaron reiteradamente (20 de agosto de 1912 y 8 de octubre de 1921) la recepción por parte del gobierno de diversos lotes de tierras que habían regado y puesto en cultivo en la margen derecha del río San Lorenzo mediante el canal de San Diego de tal forma que, seguidamente, pudiesen recibir la correspondiente subvención de 25 pesos/ha estipulada en 1908. Aunque en diciembre de 1921 la Secretaría dictaminó que se debía aplazar la recepción de la subvención hasta que se concluyesen las obras pendientes en el canal no fue hasta una fecha tan tardía como el 20 de febrero de 1936 en el que la situación cambió radicalmente. No en vano, mediante acuerdo presidencial, en esa fecha Lázaro Cárdenas dictó la caducidad del contrato de subvención “en vista de que la Sucesión del señor Joaquín Redo no cumplió con ninguna de las obligaciones contraídas” y, en consecuencia, “no tendrá derecho a percibir cantidad alguna por concepto de la subvención a que se refiere el artículo quinto de dicho contrato”.
    Contra esta resolución de caducidad Redo y Cía. presentó un escrito el 30 de mayo de 1936 en el que, tras reconocer que “debido al estado revolucionario que prevaleció en el país durante algunos años, obran en el expediente varios escritos en que la concesionaria alega el caso de fuerza mayor que le impide continuar las obras y pide la suspensión de los plazos del contrato, solicitud que fue acordada de conformidad, concediéndose sucesivamente las prorrogas necesarias”, afirmaba que los Redo habían cumplido todas las obligaciones impuestas en los contratos de 1904 y 1908 y concluía afirmando que “la no recepción de las tierras es imputable a la Secretaría que tienen la obligación de recibirlas en las condiciones del contrato de 1908 y dicha renuencia, rehusando y aplazando la recepción está encaminada a nulificar la subvención ofrecida”. Además anexaron una información protocolizada en 1933, levantada por las autoridades judiciales, según la cual el ingenio El Dorado contaba con 15.030 ha de tierras regadas (9.760 ha destinadas al cultivo de la caña, 4.750 ha a maíz y fríjol y el resto a árboles frutales) merced a la construcción del canal de San Diego (en 1912) y del canal de la Loma (en 1928) de un total de 44.630 ha de su propiedad en Culiacán. Esfuerzo en vano, pues, el 28 de noviembre de 1942 se dictaminó no revocar el acuerdo de caducidad en base a dos motivos: la información testimonial presentada no tenía fuerza legal suficiente para revocar el dictamen y, desde 1917, ya no se podía alegar como excusa para no construir las obras hidráulicas la agitación porque en México ya existía un estado de derecho (31).

Figura 6: Colocación de la primera piedra del edificio del ingenio El dorado, Sinaloa, el 28 de marzo de 1901


En la sección central de la fotografía aparecen, tomados de la piedra inaugural, a la izquierda don Joaquín Redo y Balmaceda y a la derecha el gobernador de Sinaloa general Francisco Cañedo, quien apadrinó la ceremonia en representación del presidente de la República.
Fuente: CRESPO, H. (dir.) (1988-1989): Historia del azúcar en México, México, Fondo de Cultura Económica, vol 1, p. 105

Figura 7: Retrato de don Joaquín Redo y Balmaceda

Fuente: CRESPO, H. (dir.) (1988-1989): Historia del azúcar en México, México, Fondo de Cultura Económica, vol 1, p. 106

Figura 8: Retrato del general Francisco Cañedo

Fuente: CRESPO, H. (dir.) (1988-1989): Historia del azúcar en México, México, Fondo de Cultura Económica, vol 1, p. 106

    En el caso de la Compañía Explotadora de las Aguas del Río Fuerte en noviembre de 1913 su representante, para justificar una petición de prórroga por cuatro años para empezar las obras de riego, aludía directamente a las destrucciones llevadas a cabo durante la Revolución y al estado de revuelta en el que se encontraba la zona que impedía, de momento, el restablecimiento de la confianza necesaria para continuar con la gran empresa iniciada. Es preciso señalar, sin embargo, que todos los documentos de 1913 en adelante tienen sobreimpreso el sello de “Nulo”. No hemos localizado el documento de anulación del contrato de subvención pero –dado que el único motivo para ello contemplado en su articulado era que la compañía fuese de otro país o perteneciese a un gobierno extranjero y teniendo en cuenta que Johnston reorganizó sus empresas en 1917 de tal forma que la United Sugar Company (USCO) concentraba todos sus negocios– cabe suponer que se consideró que la concesión había acabado en manos de una compañía extranjera. Esta tesis encaja, por otra parte, en la secuencia –minuciosamente descrita por Grammont (1990: 70-71 y 261)– que a grandes rasgos puede sintetizarse como sigue: la prosperidad de Johnston tras la década revolucionaria era de tal magnitud que su ingenio de Los Mochis llegó a ser en los años veinte el mayor del país y, sobre todo, pasó a ser percibido como un grave problema su formulación de un macro proyecto de desarrollo regional basado en la adquisición en 1928 del ferrocarril Kansas City-México Oriente con un tramo de 510 Km por casi 200.000 dólares y en la proyectada construcción de la gran presa de Balajoqui, que costaría 20 millones de dólares y además de generar electricidad regaría medio millón de hectáreas. No le fue posible llevar a cabo este último plan dado que el presidente de la República, general Álvaro Obregón, se opuso frontalmente porque se hubiese convertido en un enclave demasiado poderoso en pleno territorio nacional en manos de un estadounidense que, con cualquier pretexto, EE.UU. podría intentar anexionar (32). Finalmente, con el presidente Lázaro Cárdenas se convirtió en objetivo prioritario por ser además extranjero y –tras el fallecimiento de Johnston en 1937– el 9 de diciembre de 1938 se entregaron 83.442 ha de las tierras de USCO a 4.663 jefes de familias campesinas de la región de Los Mochis, como propiedad colectiva ejidal, quedando el ingenio en manos de los herederos de Johnston (Crespo, 1988: 111).

Figura 9: El ingenio Los Mochis en la década de 1930

Fuente: En: CRESPO, H. (dir.) (1988-1989): Historia del azúcar en México, México, Fondo de Cultura Económica, vol 1, p. 107

Figura 10: Retrato

Fuente: CRESPO, H. (dir.) (1988-1989): Historia del azúcar en México, México, Fondo de Cultura Económica, vol 1, p. 107

    Por lo que atañe a la Sinaloa Land Company, ésta jugó un importante papel en el establecimiento de agricultores y compañías de EE.UU. en el centro del estado de Sinaloa pero paradójicamente es bien poco lo que se conoce de sus actividades. Extremo éste último fácilmente constatable pues, de forma significativa, Grammont únicamente mencionaba que, tras las grandes dificultades financieras que atravesó el ingenio de la Almada a fines del Porfiriato, “en 1910 se vio obligada a firmar con la Sinaloa Land Company un contrato de promesa de venta de la unidad agrícola-industrial de la hacienda La Primavera que tenía en esa fecha una superficie de 48.000 ha (...). Para buena fortuna de los Almada la venta del ingenio no se formalizó porque estalló la Revolución” (1990: 63-64). Y, seguidamente, añadía que no obtuvo demasiado éxito en la instalación de una colonia en Culiacán atribuyéndolo a la situación de incomunicación en que se encontraba esa zona.
    La documentación consultada nos permite profundizar algo más en su trayectoria y ver como también hubo otros factores en juego. Así, nos consta que emprendieron con prontitud las obras del canal General Cañedo en la margen izquierda del río Culiacán de tal forma que, a fines de 1911, estaba ya construido el tramo principal con un desarrollo de 26 Km. Según Ricardo Tena –representante de la Sinaloa Land Company– se habían invertido hasta ese momento casi 460.000 pesos y había llegado a entrar en servicio irrigando algunos terrenos de la compañía. Esta esperanzadora situación, sin embargo, se vio drásticamente alterada con la extensión del proceso revolucionario, pues condujo a que la empresa dejase de atender sus negocios en la zona durante varios años y, en consecuencia, a que la Secretaría de Agricultura y Fomento pasase en 1917 a proponer la declaración de caducidad tanto de la concesión de aguas de 1908 como del contrato de subvención de 1909 (33).
    Aprovechando esta ausencia, de carácter total pues el personal de la Sinaloa Land Company también se fue, la Almada pasó a aprovechar el tramo de canal ya construido para regar sus tierras en el vecino predio de Navolato y mover las fábricas de su ingenio La Primavera. Circunstancia que fue objeto de dos interpretaciones radicalmente contrapuestas y que dio lugar a largas pugnas judiciales por la posesión de las obras, de la concesión de aguas, de los terrenos irrigables por el contrato de subvención e, incluso, por el pago de los impuestos correspondientes al aprovechamiento de las aguas a partir de 1917. Mientras la Sinaloa Land Company hablaba en términos de despojo por parte de la Almada, ésta se remitía al convenio firmado en 1907 entre ambas compañías (la Sinaloa Land Company habría faltado a sus obligaciones) y consideraba que al hacerse cargo de la infraestructura de riego derivada del río Culiacán había evitado su destrucción a la vez que generaba un beneficio para el interés general (34).
    La buena acogida de los motivos que arguyó la Almada se tradujo en un acuerdo de la Secretaría de Agricultura y Fomento de 20 de noviembre de 1919 concediéndole el permiso provisional para seguir derivando las aguas del río Culiacán por las obras hidráulicas construidas por la Sinaloa Land Company, aunque sin tenerlo como cesionario de la concesión de aguas otorgada en 1908 a dicha compañía hasta que terminase el juicio. Por último, en virtud de la ejecutoria pronunciada por el Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Sinaloa en 6 de julio de 1920, el Juzgado de Primera Instancia de lo Civil de Culiacán adjudicó a la Almada el 19 de julio de ese mismo año –mediante escritura de venta y en rebeldía por parte del apoderado de la Sinaloa Land Company– el canal Cañedo, la concesión de aguas de 1908, los predios rústicos que debían haber regado de acuerdo con el contrato de subvención (que suponían un total de 9.956 ha correspondientes a Baldío de San Pedro, Yevabito, La Palma, La Cuchilla, La Cañada y Los Ochoa) además de diversos animales y útiles por un precio total de 495.790 pesos (35).
   Las actuaciones de la Secretaría de Agricultura y Fomento fueron combatidas por la Sinaloa Land Company desde dos frentes. Por una parte, mediante la presentación de numerosos escritos de su representante Ricardo Tena, oponiéndose a la caducidad de los contratos y entablando diversos juicios contra la compañía Almada, cuyo mejor logro fue la obtención el 4 de marzo de 1920 de fallo favorable por parte del Juzgado de distrito de Mazatlán en el juicio de amparo contra actos de la Secretaría al haber concedido permiso provisional a Jorge E. Almada para continuar derivando las aguas en cuestión. Por otra parte, hizo llegar sus quejas al gobierno de los EE.UU. y ello se tradujo en la presentación por parte del encargado de negocios de la Embajada de este país, George T. Summerlin, de dos representaciones el 11 de agosto de 1919 y el 30 de mayo de 1921. En ambas se criticaba que la Secretaría exigiese a la Sinaloa Land Company una prueba absoluta de desórdenes en la zona (“Así, por primera vez, se pidió a la Compañía probara un estado de cosas que había sido anteriormente aceptado por el Gobierno como evidente”) para después cuestionar la participación del gobierno mexicano en un asunto que en ese momento proseguía su curso normal en el juzgado con la evidente intención de prejuzgar la decisión del tribunal. Además, es importante recordar, en relación con estas actuaciones, que tanto en la concesión de aguas de 1908 como en el contrato de subvención se establecía explícitamente que los agentes diplomáticos extranjeros no pudiesen tener ningún tipo de injerencia en la defensa de la compañía.
    Finalmente, el 15 de mayo de 1929, al cabo de nueve años de la adjudicación de los bienes y derechos que tenía la Sinaloa Land Company en Culiacán, la Suprema Corte de Justicia dictó resolución sobre el juicio de amparo promovido por esta compañía. Dicho tribunal consideró probado que “Los actos de la Secretaría de Agricultura no están por consecuencia arreglados a derecho y han violado en perjuicio de la sociedad quejosa las garantías consignadas en el artículo dieciséis constitucional” y, en consecuencia, resolvió confirmar la sentencia de 4 de marzo de 1920 y amparar y proteger a dicha compañía. Esto en la práctica no iba a alterar en lo más mínimo una situación caracterizada por la victoria de la Almada, como pone de manifiesto un informe de la Secretaría de Agricultura y Fomento fechado el 6 de agosto de 1929 que incluía un último comentario que nos sirve para finalizar nuestra exposición:

“El resultado final del Juicio de Amparo es en favor de la “Sinaloa Land Co.”; pero como con posterioridad a la iniciación del mismo, la “Almada Sugar Co.” terminó el primer juicio a que ya se hizo referencia, en virtud del cual se adjudicaron al Sr. Jorge E. Almada los predios “San Pedro”, “Yebabito” y otros, así como el canal y concesión respectiva, según escritura pública de venta judicial que se acompañó y en vista de la cual se tuvo al Sr. Jorge Almada como cesionario legal de los derechos de la “Sinaloa Land Co.”, en todo lo que se refiere a la concesión, ya no tiene ningún efecto la ejecutoria que en copia se ha recibido, por lo que procede archivarse” (36).

6. A modo de conclusión.

    La apuesta por vía oligárquica de la gran irrigación con apoyo público en el México porfiriano tenía como metas iniciales potenciar la producción de cultivos comerciales y favorecer la ocupación efectiva de los territorios cercanos con EE.UU. Por ello la irrigación acostumbraba a ir acompañada del aspecto colonizador y tenía en la modernización de las haciendas su objetivo último. Los procesos revolucionarios de la década de 1910 comportaron, sin embargo, una progresiva erosión de la legitimidad de ese modelo modernizador del agro “desde arriba”.
    Esta evolución estaba íntimamente ligada a la creciente intervención del Estado mexicano en la vida económica del país y, en el caso que nos atañe, en el manejo del agua. A fines del siglo XIX, en coherencia con el modelo de política agraria liberal adoptado (fundamentado en el respeto a la propiedad privada y en atribuir al mercado la función de asignar los recursos productivos), limitó su actividad a las concesiones de aguas confiado en que el capital privado se convertiría en el motor del fomento del regadío. En los últimos años del Porfiriato se dio un paso más al incentivar, mediante préstamos y subvenciones, a los terratenientes y grandes empresas para que construyesen obras hidráulicas y promoviesen la efectiva transformación en regadío de grandes extensiones. Apoyo que ponía de manifiesto los límites de la iniciativa privada en esta materia pero que también apuntaba ya la cada vez mayor importancia y capacidad de maniobra del gobierno federal. Sería, en última instancia, con la articulación de la irrigación revolucionaria durante el Callismo cuando se pusieron las bases que, junto a la sustitución del ideal colonizador por la vía ejidataria con Cárdenas, permitieron consumar la liquidación del negocio de terratenientes y compañías privadas en relación a la gran irrigación y a la colonización.
    A lo largo de las páginas precedentes hemos intentado poner de manifiesto la riqueza de la serie documental “Aprovechamientos Superficiales” conservada en el Archivo Histórico del Agua para el estudio de la cada vez mayor implicación del Estado mexicano en el proceso de modernización agraria a través de la política de fomento a la irrigación. El ámbito de esta primera aproximación ha sido el del estado de Sinaloa, y el período cronológico escogido el correspondiente al primer tercio del siglo XX. La propia naturaleza de la fuente imposibilita, por su carácter sesgado, un estudio exhaustivo. Por contra, facilita una aproximación cualitativa que nos introduce en una vertiente microeconómica.
    Así, a partir de la constatación de la continuidad de la estructura agraria sinaloense articulada durante el Porfiriato hasta principios de los años treinta (basada en el predominio de las grandes haciendas azucareras y su coexistencia con los agricultores privados dedicados a la producción hortícola), hemos incidido en la configuración y la crisis de la vía oligárquica de la gran irrigación apoyada con subvenciones públicas. En este sentido, el seguimiento pormenorizado de la historia empresarial de las tres empresas que formalizaron sendos contratos de subvención para proyectos de irrigación (Redo y Compañía) y de irrigación-colonización (Sinaloa Land Company y Compañía Explotadora de las Aguas del río Fuerte) permite entender que fue la necesidad de extender el regadío para ampliar la superficie cultivada de caña la que les llevó a plantearse estos proyectos entre 1908 y 1909. Además, la larga negociación del correspondiente a la Sinaloa Land Company muestra que en la primera década del siglo XX ya se habían dado los primeros pasos hacia la articulación de un dominio burocrático-administrativo en el tema del agua. Finalmente, respecto a la progresiva pérdida de legitimidad de este modelo durante el periodo revolucionario y posrevolucionario, los tres concesionarios no llegaron a recibir ninguna subvención pero las empresas agroindustriales de Redo, Johnston y Almada experimentaron unos niveles de prosperidad nunca vistos por lo que –a diferencia del resto– no tuvieron necesidad de negociar su conversión en préstamos. De hecho, Redo y Compañía fue el único que pidió reiteradamente al gobierno el cobro de la subvención estipulada en el contrato hasta que se acabó dictando su caducidad mientras el miedo a “una invasión silenciosa” parece estar detrás de la nulidad del contrato de la Compañía Explotadora de las Aguas del Río Fuerte y del olvido del correspondiente a la Sinaloa Land Company en el proceso por el que se le despojó del canal Cañedo y de varios de sus predios en beneficio de Jorge E. Almada.

Notas

* Una primera versión de este trabajo fue presentada como comunicación al II Encuentro sobre Historia y Medio Ambiente celebrado en Huesca (España), del 24 al 25 de octubre de 2001. Agradezco a los evaluadores anónimos de la revista las sugerencias e indicaciones aportadas, que han permitido enriquecer el texto original.

(1) Con esta expresión se hace referencia a la consolidación jurídica y política del poder público y a la centralización de facultades y funciones en el gobierno federal o nacional (Aboites, 1998: 13-14).

(2). Para poder valorar correctamente lo que ello suponía es necesario sintetizar la evolución de las políticas de irrigación a partir de Aboites (1998). Así, a lo largo del ochocientos, en un contexto de crisis fiscal del poder público en el México independiente, el manejo del riego y la ampliación de las superficies regadas correspondían a los propios agricultores. Agricultores que podían estar organizados colectivamente (comunidades de riego) o de forma individual (empresas agrícolas) y que competían por el agua, aunque a veces grandes y pequeños propietarios unían sus fuerzas para construir obras de riego (por ejemplo el aprovechamiento del río Evora o Mocosito a la altura del pueblo de los Capomones, Sinaloa, en 1878) generalmente situadas muy cerca y a lo largo de los ríos. En un segundo momento, a partir de la década de 1880, coincidiendo con los inicios de la “gran hidráulica”, el gobierno federal otorgó numerosas concesiones sobre aprovechamiento de aguas a grandes empresarios que emprendieron la construcción de proyectos de irrigación de una envergadura (tanto por la importancia de las obras precisas como por las superficies irrigadas) antes inimaginable. Con todo, el punto culminante se alcanzó a principios del nuevo siglo cuando se produjo un interesante debate sobre el papel que debía jugar el Estado en la construcción de obras de riego (implicarse directamente en su construcción o aumentar los estímulos a la iniciativa privada) que se zanjó provisionalmente con la ley de aguas de 1910 –vigente hasta 1929– y que estaba diseñada para favorecer a las empresas de gran envergadura.

(3) A ello cabe añadir, según Katz (1992: 40) el dominio o propiedad en manos extranjeras de importantes sectores económicos mexicanos como los bancos, la minería, la industria y los transportes.

(4) Aboites (1995: 23-24). Los soportes ideológicos del diagnóstico precedente fueron puestos de manifiesto por Aboites y Bretón (1995: 268-269): el progreso de los países se asociaba con la existencia de una población abundante, se consideraba que el motor de la economía era la actividad agraria y, por último, la colonización sería la herramienta ideal para fraccionar la gran propiedad territorial y lograr el ideal liberal del pequeño propietario privado.

(5) Contó también con toda una serie de alicientes o medidas de apoyo para los inversionistas como otorgar generosas concesiones de aguas, dádivas de tierras, facilidades para adquirir mano de obra e inmunidad a las leyes y tributos mexicanos. El crecimiento, desde luego, también es atribuible a los abundantes recursos del país y a su ventajosa situación geográfica: al lado del mercado norteamericano en plena expansión y relativamente cerca de Europa (Glade, 1991: 15).

(6) La hacienda mexicana ha sido objeto de numerosos estudios aunque cabe el riesgo de caer en generalizaciones apresuradas dado que no es unitaria (Tortolero, 1996: 156). En efecto, las situadas en marcos regionales vinculados al cambio –no únicamente restringidos a los cultivos de exportación– eran claramente capitalistas mientras las más apartadas tendían a mantenerse en la autosuficiencia (Oñate, 1991: 63; Fujigaki, 1995). Además, de acuerdo con Tortolero (2003: 124-129), en el debate en torno a la hacienda se pueden distinguir tres grandes tradiciones: 1) Desde fines del siglo XIX hasta los años veinte su caracterización constituye el caballo de batalla entre liberales y conservadores; 2) Entre 1930 y 1960 predomina la corriente liberal que veía a la hacienda como el fundamento de la ineficiencia en el campo, y 3) En las últimas décadas se suceden las aproximaciones funcionalistas, paternalistas y economicistas. La minería, por otra parte, experimentó dos innovaciones con el cambio de siglo (la cianurización de los metales y la electrificación de las minas) que tuvieron un “efecto revolucionario” en la producción (Kroeber, 1994: 40-41).

(7). Véase Cerutti (1994: 98-101), Wobeser (1991: 278-279) y Glade (1991: 37).

(8). Las tareas de deslinde se dejaban en manos de compañías privadas que recibían a cambio un tercio de las tierras deslindadas y, en total, se vendieron a particulares 44 millones de hectáreas de baldíos entre 1877 y 1910 (Aboites, 1995: 104-109). Otros autores hablan, sin embargo, de 58 millones de hectáreas deslindadas (Rodríguez y Scharrer, 1991: 254).

(9) Nos remitimos, sobre esta cuestión, a Sánchez Rodríguez (1995) y Aboites (1998: 82-89)

(10) Tortolero (1996: 170) puso de manifiesto la disputa por los recursos, ejemplificándolo en la política indiscriminada de apropiación del agua y de los bosques, “(...) que alcanza su punto más álgido durante el porfiriato cuando los empresarios parecen confundirse con la élite estatal”.

(11) “El término ‘rancho' es muy ambiguo. En ocasiones se utiliza para definir territorios anexos a la hacienda (los de los arrendatarios), en otras para señalar terrenos independientes de la hacienda que generalmente no exceden las mil hectáreas, y finalmente para designar núcleos poblacionales aledaños a la hacienda” (Tortolero, 2003: 125). Así, por una parte, varios ranchos podían pertenecer a una misma hacienda y al lado del ranchero “libre”, o sea dueño de su tierra, tenemos un ranchero “arrendatario” con lo cual no puede definirse simplemente como una unidad de producción de tipo familiar por oposición a la hacienda que generalmente recurriría a asalariados y aparceros. Y, por otra parte, mientras en el centro de México se refería a una unidad de pequeño tamaño en el norte podía tener una superficie de hasta 1.000 ha y, en consecuencia, ser incluso mayor que una hacienda del centro o sur del país (Grammont, 1990: 28).

(12) Los gobiernos posrevolucionarios “no tocaron recursos de empresas en plena producción, ya que México seguía siendo un país agroexportador y la política de crecimiento económico, a los ojos de los caudillos revolucionarios, era la única a seguir” hasta el punto que durante la presidencia de Plutarco Elías Calles el 80% del erario federal dependía de la exportación de petróleo mientras el resto correspondía a productos agrícolas y minerales (Martínez Saldaña, 1991: 306-307).

(13) Bretón (2000: 312-316). La colonización tuvo desde principios del ochocientos un carácter elitista y excluyente que dejaba de lado a la población realmente existente. No en vano las premisas ideológicas eran que México tenía una población escasa y de mala calidad y un territorio con grandes riquezas inexploradas. Sin embargo, mientras a fines del siglo XIX constituía una política avanzada, que intentaba formar una capa de pequeños propietarios, a partir de la revolución de 1910 tuvo un cariz mucho más conservador porque insistía en la ocupación de tierras supuestamente vacías con lo que eludía la apropiación de las superficies no vacías (Aboites, 1995: 276). En consecuencia, los gobernantes posrevolucionarios, en pro de la necesaria modernización, recurrieron a la irrigación para fortalecer directamente a los terratenientes y para impulsar a través de la colonización un cambio moderado y gradual en las formas de tenencia de la tierra (Aboites, 1995: 113-118 y 143-155; Aboites y Bretón, 1995).

(14) Tal como habían propuesto años atrás autores como Gayol en 1906 (reeditado en 1994) y Covarrubias en 1912.

(15) Cuando no se precisa la fuente, la información sobre el desarrollo capitalista en Sinaloa proviene de Grammont (1987 y 1990).

(16) Un estudio pormenorizado de dicho proceso en el distrito de Culiacán puede consultarse en Aguilar (1994) a partir del seguimiento de las siete grandes haciendas azucareras surgidas entre 1878 y 1903 (La Aurora, La Constancia, La Florida, La Primavera, El Aguila, The Sinaloa Sugar Company y El Dorado). Una investigación, de carácter más general, sobre las casas comerciales establecidas en Culiacán a partir del análisis de la documentación ubicada en el Archivo General de Notarías del Estado de Sinaloa está disponible en Rico (1994).

(17) Para poder contextualizar adecuadamente el despegue de la industria azucarera en Sinaloa es preciso sintetizar la historia de la producción azucarera en el México contemporáneo. En el siglo XIX los principales centros productores del país eran Morelos, Michoacán, Puebla y Jalisco. Durante el porfiriato asistimos a una fase de modernización productiva en el interior de los ingenios (una verdadera transformación) que requirió también de una gran expansión del cultivo de la caña, sólo posible mediante una ampliación notable de los sistemas de irrigación. Expansión que se experimentó no únicamente en los tradicionales centros productores sino que también se concretó en la apertura de nuevas fronteras al cultivo en Veracruz y Sinaloa, en algunos casos con inversión extranjera directa. La primacía mantenida durante siglos por Morelos parecía incuestionable en vísperas de la Revolución: la producción de azúcar pasó de poco más de 8.000 toneladas en 1870 a más de 52.000 en 1909 y, en 1910, producía el 29% del azúcar del país. Sin embargo, el afán acaparador del recurso hidráulico de la oligarquía azucarera de esta zona se encuentra detrás del incendio de cañaverales e instalaciones en 1912 que supuso que en 1912/1913 la producción de Morelos se redujese a la mitad. A partir de entonces asistimos a una redistribución regional de la producción con el despegue del Golfo y el Pacífico Norte (los primeros productores del país serán Veracruz y Sinaloa) mientras se exacerba la tendencia a la centralización en grandes ingenios (Crespo 1988; Mentz 1999; Valladares 1996).

(18) Valga en este sentido el ejemplo de la actuación de los primeros gobiernos revolucionarios en Culiacán que, ante la inexistencia de una intensa presión de las bases, a partir de 1915 terminaron con las confiscaciones a los propietarios cañadistas y les fueron devolviendo sus posesiones (Carrillo, 1994).

(19) Con esta expresión se alude en la historiografía mexicana a la sucesión en la presidencia de país de tres sonorenses: Adolfo de la Huerta en 1920, Álvaro Obregón entre 1920-1924 y Plutarco Elías Calles entre 1924-1928.

(20) Con el término “mixto ” nos referimos a su ambigua naturaleza ya que era privada pero contaba con un fuerte amparo gubernamental: “Ello era evidente en la formación del capital: los primeros 10 millones de pesos serían aportados por los bancos Nacional de México, de Londres y México, Central Mexicano y Mexicano de Comercio. Pero otros 50 millones serían obtenidos mediante una emisión de bonos para colocarse en el extranjero con garantía gubernamental” (Aboites, 1998: 106). Respecto a sus objetivos, inicialmente representaba un triple intento: 1) sanear las finanzas de los bancos privados de emisión; 2) salvar a los hacendados endeudados de la bancarrota, y 3) modernizar las haciendas (Fujigaki, 1995: 67 y 447). Además, su historia (de banco de las clases altas a instrumento de los diferentes gobiernos para impulsar procesos de reforma agraria que en 1922 llegó a poseer o administrar casi dos millones de hectáreas, convirtiéndose en el mayor latifundista del país) puede sintetizarse diciendo que fue el puente que unió dos grandes épocas de la historia bancaria de México –la segunda de las cuales se inició con el Banco de México, en 1925, y el Banco Nacional de Crédito Agrícola, en 1926– y, aunque tuvo un impacto real insignificante en el mejoramiento del riego y la infraestructura agrícola, acabó representando una carga para la deuda pública federal de aproximadamente 35 millones de pesos (Oñate, 1991: 231-239).

(21) Se trata de Elizaga/Ibarra en el estado de Guerrero y Luis Gorozpe en el estado de Veracruz, en ambos casos para regar, cultivar y colonizar 10.000 ha; y de G. Richarson en el estado de Coahuila para regar y cultivar 5.000 ha. Véase Oficio de la Secretaría de Agricultura y Fomento (SAyF, en adelante) al Secretario de Hacienda (21 de julio de 1909) en Archivo Histórico del Agua (AHA, en adelante), Aprovechamientos Superficiales, caja 900, expediente (exp., en adelante) 12849. Es preciso señalar que Herrera y Lasso no pretendía recoger de forma exhaustiva todas las concesiones efectuadas en México aunque sí las más significativas como pone de manifiesto el título del capítulo XI: “Algunas de las concesiones de aguas otorgadas a individuos o empresas por la Secretaría de Fomento durante los años de 1888 a 1912” y entre las que también incluía la Compañía Mexicana de Luz y Fuerza Motriz, S.A. sin ningún vínculo con la irrigación.

(22) Son los siguientes: caja 727, exp. 10589 y caja 1031, exp. 14520 (ambos sobre la familia Redo); caja 979, exp. 13783 (referido a la Sinaloa Land Company); y caja 900, exp. 12849 (referido a la Compañía Explotadora de las Aguas del Río Fuerte). Además, resultó especialmente fructífera la revisión exhaustiva de los otros tres expedientes que sobre las actividades de la Sinaloa Land Company en el río Culiacán se encuentran en el mismo fondo documental: caja 154, exp. 3659; caja 975, exp. 13731; y caja 2517, exp. 35130.

(23) Para ello nos serviremos básicamente de los trabajos de Grammont (1990: 51-71), Aguilar (1994) y Crespo (1988: 104-111).

(24) Únicamente así se entiende la falsa oposición hecha por algún malintencionado a nombre de los indígenas del pueblo de San Pedro que salió a la luz cuando tanto Jesús Valenzuela como Abraham Manríquez (que no sabían firmar) mostraron, en sendos escritos, su extrañeza al serles notificado que debían comparecer ante el juzgado de distrito para formalizar su oposición a la solicitud de la Sinaloa Land y, tras negar tanto el haberla presentado como el tener algún derecho para oponerse a ella, ambos concluían diciendo que “solamente la mala fe de alguna persona me hizo aparecer como uno de los opositores a la referida concesión”. Véase Telegrama de los Señores Valenzuela y Manríquez desistiendo de la oposición que formularon (18 de diciembre de 1907), en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 975, exp. 13731. La cita anteriormente reproducida procede del Escrito de los señores Abraham Manríquez y Jesús Valenzuela por sí y en nombre de los indígenas del pueblo de San Pedro oponiéndose a la solicitud de la Sinaloa Land Co. (20 de abril de 1906) en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 975, exp. 13731.

(25) Carta del Lic. Casasús dirigida al Sr. Ministro Molina (21 de mayo de 1909) en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 979, exp. 13783.

(26) La excepción es el estudio, por parte de García Canales y Morales Cosme (1995), de la subvención otorgada al hacendado de Chihuahua Ramón F. Luján.

(27) Es ilustrativo, en este sentido, el caso del hacendado Emmanuel Amor. Pretendía realizar un gran proyecto agropecuario formulado en 1907 para irrigar, cultivar y colonizar entre 10.000 y 12.000 ha en el estado de Morelos que no pudo realizar por falta de liquidez, por no conseguir captar inversionistas extranjeros y, en especial, porque la Secretaría de Fomento le negó una subvención de 50 pesos/ha el 15 de febrero de 1911 debido a que “por acuerdo del presidente de la república se suspendían las subvenciones para obras hidráulicas, mientras se resolvía la ejecución de las obras de mejoramiento para el aprovechamiento de las aguas del río Nazas” (Valladares, 1996: 135).

(28) Oficio a los secretarios del Congreso de la Unión remitiéndoles para su aprobación el contrato de referencia (9 de junio de 1908) en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 727, exp. 10589.

(29) Oficio al Sr. Nelson Rhoades, manifestándole que no se estima conveniente la modificación del contrato en el sentido que él indica (29 de enero de 1912) en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 979, exp. 13783.

(30) Escrito de los Servicios Jurídicos a la SAyF (28 de febrero de 1919) en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 979, exp. 13783.

(31) AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 727, exp. 10589.

(32) Otra visión más matizada es la siguiente: “Las razones que se aducen para explicar esta actitud de Obregón son varias: desconfianza nacionalista frente a la acumulación de poder que la presa hubiera significado en manos de un no muy confiable extranjero, competencia con un proyecto similar que el Presidente tenía diseñado para el valle del Yaqui y, quizás, irritación porque a la oferta de compra de Los Mochis por parte de Obregón por quince millones de dólares, Johnston había respondido pidiéndole una suma muy superior. Sean cuales fueren las causas, una o múltiples, éste comprendió que su proyecto no era realizable y con prudencia se replegó a su gran negocio azucarero (…)” (Crespo, 1988: 111).

(33) Escrito de Ricardo Tena, apoderado general de la Sinaloa Land Co., dirigido al Secretario de Fomento (7 de marzo de 1917) en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 979, exp. 13783.

(34) Exposición de Ricardo Tena como apoderado general de la Sinaloa Land Co. (10 de marzo de 1919) en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 154, exp. 3659 y Memorial de Jorge E. Almada dirigido a la SAyF (24 de octubre de 1919) en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 975, exp. 13731, respectivamente.

(35) Un hito importante en este proceso lo constituyó la presentación del informe efectuado, tras la correspondiente inspección sobre el terreno, por el ingeniero Leobardo M. Parrés de la agencia de Mazatlan en 13 de junio de 1919. En él se ponía de manifiesto que, de los 8 m3 de agua por segundo de la concesión, el canal principal sólo podía conducir 3, y arreglándolo llevaría 5. Con esos 3 m3/seg en 1918 se habían regado 984 ha en Navolato, en 1919 tenían abiertas 2.000 ha y con los 5 m3/seg podrían regarse de 7.000 a 8.000 ha Pero, además, desde hacía varios años todas las propiedades de la Sinaloa Land Company en la zona (sin regarse) estaban siendo administradas por la Almada y el canal de la Almada era, en realidad, una prolongación del tramo principal del canal Cañedo al que le faltaban construir un total de 59 km. de canales laterales y secundarios. Véase Informe relativo a la inspección de las obras hidráulicas construidas por la Sinaloa Land Co, S.A. en el río Culiacán, Estado de Sinaloa en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 975, exp. 13731.

(36) Informe número 185 firmado por el oficial primero J. F. Carranza (6 de agosto de 1929), en AHA, Aprovechamientos Superficiales, caja 975, exp. 13731.

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Fecha de recibido: 17 de diciembre de 2004
Fecha de publicación: 9 de noviembre de 2006

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