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Mundo agrario

versión On-line ISSN 1515-5994

Mundo agr. vol.10 no.20 La Plata ene./jun. 2010

 

ARTÍCULOS

Variedades de uva en Chile y Argentina (1550-1850). Genealogía del torrontés

Grape varieties in Chile and Argentina (1550-1850). Genealogy of torrontés

Lacoste, Pablo*; Yuri, José Antonio**; Aranda, Marcela***; Castro, Amalia****, Quinteros, Katherine***; Solar, Mario***, Soto, Natalia***, Gaete, Jocelyn***, Rivas, Javier*** (1)

*Instituto de Estudios Avanzados, Universidad de Santiago de Chile
pablo.lacoste@usach.cl
**Universidad de Talca, Centro de Pomáceas
*** Universidad de Santiago de Chile
**** Universidad Católica Silva Henríquez

Proyecto FONDECYT 1080210

Resumen
Cuyo y Chile central constituyen, desde el siglo XVIII hasta hoy, el principal polo vitivinícola de América Latina y uno de los con mayor desarrollo del mundo. Su producción de vinos y aguardientes ha tenido fuertes implicancias sociales, económicas, políticas y culturales en la región. En la base de este proceso se encuentra el cultivo de la vid, trabajo agrícola intensivo y especializado, en el cual los vidueños tienen una relevancia central. Este artículo examina las variedades cultivadas en la región a partir de documentos originales inéditos, sobre todo de fondos notariales y judiciales de archivos de Santiago, Mendoza y San Juan. Sobre esta base se conformó un corpus documental de 3,5 millones de plantas, con vistas a identificar el proceso de ingreso, adaptación y propagación de las variedades de vid, desde la llegada de los españoles hasta el ingreso de las cepas francesas a mediados del siglo XIX. Particular atención se presta al inicio de la coexistencia entre la uva País y la uva de Italia (moscatel de Alejandría), situación que generó las condiciones para el surgimiento del torrontés, única variedad criolla de alto valor enológico y actual cepa emblemática de los vinos blancos argentinos.

Palabras claves: Viticultura tradicional; Uva de Italia; Moscatel de Alejandría; Torrontés.

Abstract
From the eighteenth century until today Cuyo and central Chile have been the main viticulture centers in Latin America and one of the most developed in the world. Their wine and spirits making have had important social, economic, politic and cultural implications in the region. Behind this, there has been viticulture, intensive and specialized farm-working, and viticulturists, who have had key roles. This article, based on originals and unpublished documents from Santiago, Mendoza, and San Juan notaries and court archives, examines varieties cultivated in the region. At the end, a document corpus was generated with 3.5 million plants in order to identify time of entry, adaptation, and propagation of grape varieties from Spanish colonization until French strains entered the region during mid nineteenth century. In particular, coexistence of Pais grape and Italia grape (muscat of Alexandria) is examined, which had direct influence over the appearance of the Torrontes variety. The latest is the only high value wine-making Creole variety that prevails until today and is the most important in white-wine-making in Argentina.

Keywords: Traditional viticulture; Italia grape; Muscat of Alexandria; Torrontés.

   La importancia de la viticultura de Chile y Argentina es evidente. Con 400.000 hectáreas de viñas, ambos países son los líderes latinoamericanos en producción y exportación de vino y se encuentran entre los ocho grandes países vitivinicultores del mundo. Esta situación no es improvisada, sino resultado de un largo proceso histórico, iniciado a mediados del siglo XVI, cuando los conquistadores españoles introdujeron diversas cepas de vid en la región. A partir de entonces, los viticultores chilenos y argentinos trabajaron con intensidad en la tarea de cultivar la viña y elaborar el vino. Como resultado, ya en el siglo XVIII se constituyeron en la principal región vitivinícola de América, situación que lograron mantener por dos siglos. En las últimas décadas, fueron superados por EEUU pero conservan el liderazgo latinoamericano y una posición destacada a nivel mundial.
   Las bases de este proceso se establecieron en el ciclo tradicional de la vitivinicultura regional, que se extendió desde el inicio de la colonización española hasta el proceso de transformación y modernización de mediados del siglo XIX. En ese periodo, la industria vitivinícola tuvo relevantes implicancias políticas, sociales, económicas y culturales. Numerosos actores y grupos sociales se vieron afectados por la vid y el vino, incluyendo agentes del estado y del sector privado, laicos y religiosos, civiles y militares, hombres y mujeres, ricos y pobres. La vid y el vino influyeron en una amplia gama de actividades y sectores sociales, desde los productores hasta los consumidores, pasando por transportistas (arrieros, troperos) y comerciantes (sobre todo pulperos), como así también en espacios sociales (viñas, bodegas, pulperías). La complejidad de la industria vitivinícola y sus implicancias despertó el interés de los historiadores dedicado a estudiar la historia vitivinícola en Perú, Chile y Argentina dentro de ese periodo(2).
   Dentro de la amplia temática vitivinícola, los aspectos más estudiados guardan relación con los impuestos, el comercio y el consumo. Así, por ejemplo, los problemas impositivos están en el centro de los trabajos de Acevedo (1958 y 1999), Mishkin (1975), Rivera Medina (2006) y Aballay Meglioli (2008). La venta y consumo de vino en las pulperías generó otro campo interesante de trabajo, como se refleja en los estudios de Silva (1969), Mayo (2000), López Chávez (2001), Solar (2005) y Lacoste (2008). La competencia de los vinos cuyanos con los europeos, los precios y otros problemas comerciales estuvieron en el foco de los trabajos de Barrionuevo (1979), Silva (1982), Amaral (1990), Acevedo (1999), López Chávez (2001), Cortés Olivares (2005) y Rivera Medina (2005, 2006). Otros autores se han centrado en un producto especifico de esta industria: el aguardiente, tema que originó un rico desarrollo, tal como muestran los trabajos de Cortés Olivares (2005), Huerta Vallejos (2004) y López Chávez (2005).
   Antes del transporte, el comercio y consumo de vino, se encontraba la actividad principal: la producción. Sin embargo, este primer eslabón de la cadena recibió menos atención que los posteriores. De todos modos, en los últimos tiempos, se han logrado avances significativos. Algunos autores se dedicaron a examinar los centros productivos, con idea de identificar dónde se elaboraban los caldos, en qué magnitud, con qué características y con qué medios técnicos. Estos temas fueron abordados por Retamal Avila (1985), Rice (1989, 1996), Muñoz (2001, 2005), Cortés Olivera (2005), Barentzen (2005), Premat, (2007) y Rivera Medina (2006, 2007).
   Dentro de la producción vitivinícola, se distinguen dos etapas claramente diferenciadas: el cultivo de la viña y la elaboración del vino. Por lo general, la bibliografía especializada se ha dedicado a la segunda parte. Así lo reflejan los estudios focalizados en la infraestructura, las instalaciones y el equipamiento de las bodegas, incluyendo lagares, vasija, envases y tipologías de vinos (Rice, 1989, 1993; Rivera Medina, 2006, 2007; Premat, 2007; Muñoz, 2008; Lacoste, 2007, 2008). En cambio, la viña como conjunto de plantas de la vid, con sus problemas específicos de variedades y modos de cultivo, ha recibido una atención menor.
   Tal como destaca Maby (2004), la viticultura es una actividad compleja, donde concurren aspectos naturales (dados por la naturaleza) y aspectos culturales (aportados por el hombre). Por un lado está la planta, con sus características específicas, y por otro, el trabajo cultural del hombre durante todo el año. Los autores dedicados al estudio de la vitivinicultura en los últimos años, mencionan estos aspectos y las brindan algunas líneas pero, en general, no han realizado trabajos específicos sobre este problema, salvo para algunos temas muy precisos como la mano de obra (Barentzen, 2005), y los aspectos técnicos de la viticultura como, riego, limpieza, poda, y sistemas de sostén y conducción (Corona Páez, 2004: 204-214; Lacoste, 2010).
   En el caso específico de las variedades de vid cultivadas en las viñas del sur de América para el periodo 1550-1850, la bibliografía especializada tiende a limitarse a dedicar unas escasas líneas. Por lo general, los autores se han limitado a señalar que se cultivaba la uva negra, llamada también uva misión en California, uva país en Chile y uva criolla en Argentina. También se menciona la presencia de otras variedades, pero en referencias acotadas y circunstanciales (Del Pozo, 1999: 27-28; Corona Páez, 2004: 26-28; Cortés Olivares, 2005: 58; Rivera, 2005: 25); Soldi, 2006: 53). Estos textos mencionan algunas variedades, pero sin mayores precisiones de tiempo y lugar ni de la importancia relativa de cada una dentro del contexto general de la viticultura. Hasta el momento, no se ha realizado un estudio sistemáticamente focalizado en este tema. Ha quedado pendiente conocer las variedades de vid que se cultivaron en el período tradicional, antes del ingreso de las llamadas uvas francesas a mediados del siglo XIX. Este es, precisamente, el objetivo del presente artículo.
   El estudio de las variedades de uva del periodo anterior a 1850 puede parecer un poco técnico e inclinado hacia aspectos naturales más que a los culturales, sociales y económicos. Sin embargo, resulta relevante afrontar este problema por sus implicancias socioeconómicas y culturales. Estas se advierten al considerar que la capacidad de cultivar variedades específicas de uva era, justamente, un indicador del temprano despertar de una actividad económica especializada.
   La valoración de las cepas de vid, como aspecto central de la calidad y la identidad del vino, ha alcanzado singular avance en los últimos años, sobre todo cuando los países del llamado nuevo mundo vitivinícola advirtieron que era muy difícil competir con los grandes actores de Europa y sus tradicionales denominaciones de origen. Como alternativa, propusieron fortalecer la identidad de sus vinos en los varietales; cada país del nuevo mundo vitivinícola trató de posicionarse con su propia cepa emblemática: Australia eligió el syrah; Uruguay, el tannat; Argentina, el malbec; Chile, el carménère, entre otros. Estos dos últimos casos son particularmente interesantes. El carménère y el malbec entraron a Chile y Argentina a mediados del siglo XIX, en el marco del afrancesamiento de la viticultura del Cono Sur y antes de la plaga de filoxera, que destruyó los viñedos franceses. Esto facilitó que, en los últimos años, los viticultores de Chile y Argentina reivindicaran el liderazgo en el cultivo de esas variedades. Además, la Argentina ha desarrollado el torrontés, su cepa emblemática para vinos blancos, única variedad criolla de alto valor enológico.
   Dentro del desarrollo de la industria vitivinícola, uno de los procesos más delicados es la incorporación de una nueva variedad a la producción comercial e industrial. Como las viñas eran originarias de Europa, para desarrollarlas en el Nuevo Mundo se requería trasladarlas y luego, adaptarlas a los suelos y climas de América. Ello planteaba una serie de problemas prácticos, que demandaban mucho trabajo y esfuerzo para alcanzar el éxito. Por ello, cada nueva variedad incorporada con éxito a la viticultura americana, ha sido un paso de singular importancia para el desarrollo de la industria. Al disponerse de una diversidad de variedades, se abrían las condiciones para elaborar distintos tipos de mostos, vinos y aguardientes; e incluso se hacía posible el cruce de variedades para dar origen a otras nuevas, lo cual ocurrió y fue el caso del torrontés.
   Este estudio se propone examinar qué variedades se cultivaban en la región descrita durante la época colonial y desde cuándo. Para ello, el primer paso ha sido examinar los antecedentes de los primeros observadores de las cepas, principalmente las obras del jesuita cuyano expulso anónimo (1787), el científico francés al servicio del gobierno chileno, Claudio Gay (1855) y el intelectual cuyano Damián Hudson (1867). En segundo lugar, nos hemos apoyado en los trabajos del agrónomo chileno Manuel Rojas (1950) y los agrónomos argentinos Carlos Storni (1927) y Alberto Alcalde (1989). Sobre esta base se ha armado el marco teórico que será confrontado con los referentes empíricos. El estudio considera, entonces, las viñas y parrales de La Serena, San Felipe, Santiago, Rancagua, Rengo, San Fernando, Curicó, Talca, Parral y Cauquenes, hasta la cuenca del Itata en Chile, juntamente con las actuales provincias argentinas de Mendoza y San Juan.
   Las regiones geográficas seleccionadas para el presente estudio resultan suficientemente representativas de la vitivinicultura de Chile y Argentina. Basta señalar que Mendoza y San Juan comprenden el 80% de la industria vitivinícola actual de Argentina y casi la totalidad de las exportaciones. Esta situación no es nueva pues en la época colonial estas provincias eran las principales productoras de vinos y aguardientes del espacio que a fines del siglo XVIII se integró como Virreinato del Río de la Plata, base de la actual República Argentina. Fuera de esa zona también había regiones con viñas, sobre todo en el noroeste (Acevedo, 1965; Luna, 2004). Incluso, en el periodo estudiado, los caldos de esas zonas llegaron a otros mercados, como los vinos de La Rioja a Córdoba (Segreti, 1981: 74). De todos modos, el mercado principal se encontraba en el litoral rioplatense, sobre todo en Buenos Aires cuyas pulperías vendían vinos y aguardientes de Mendoza y San Juan (Mayo, 2000:15). El mejor acceso a los mercados de Buenos Aires favoreció la expansión de estas actividades en las tierras cuyanas, que podían llegar a través de un servicio regular de transporte terrestre de carretas que circulaba por las planicies pampeanas, sin los enormes obstáculos geográficos de las provincias norteñas. A medida que Buenos Aires fue creciendo, esta ventaja se tornó decisiva, hasta consolidar a los cuyanos como los referentes de la industria vitivinícola, sobre todo desde mediados del siglo XVIII en adelante. Con respecto a Chile, la situación es parecida. Las jurisdicciones examinadas no abarcan la totalidad del espacio vitivinícola, ya que a ellas podrían sumarse las zonas de Concepción y Valparaíso. Pero las regiones estudiadas resultan suficientes para conocer la corriente principal de la industria de la vid y el vino en la región.
   Las fuentes son los protocolos notariales y expedientes judiciales obrantes en el Archivo Nacional de Chile y en los archivos de Mendoza y San Juan. Se han procesado 3,5 millones de plantas, incluyendo 1 millón de Santiago, 530 mil de Mendoza, 490 mil de La Serena y Cauquenes; 310 mil de San Fernando, 270 mil de San Felipe; 220 mil de Parral y 110 mil de San Juan(3). Fue necesario formar un corpus documental de estas dimensiones porque es muy bajo el porcentaje de casos en los cuales la descripción de las plantas incluye información sobre la variedad. En esta investigación, sobre un total de 3.458.420 plantas inventariadas, sólo se consignó definición específica de la variedad para 115.169 ejemplares, equivalentes al 3,33% de la muestra. Los motivos de esta baja proporción de datos pueden ser varios: por un lado, el desinterés o ignorancia de notarios y jueces; por otro, la irrelevancia de la información de variedades por el predominio de un vidueño en determinadas regiones, sobre todo de uva negra. Cuando ésta era la única cepa cultivada, directamente se daba por supuesto el dato de la variedad; sólo se consignaba el vidueño cuando era distinto a la uva negra. Esto explica las escasas menciones a ésta en los siglos XVII y XVIII; a medida que se extendieron los cultivos de otros vidueños, se hizo más relevante la mención de la uva negra, tal como ocurrió en Mendoza en la primera mitad del siglo XIX.
   En la redacción del presente artículo se abarcan las distintas variedades en forma desigual. La uva negra recibe un espacio menor, por ser la más conocida y mencionada en la bibliografía. En cambio, se ha dado mayor desarrollo a las otras variedades, que apenas se han considerado en estudios de otros autores. Se trata, fundamentalmente, de llenar un vacío bibliográfico a partir de las fuentes originales compulsadas.
   Desde el punto de vista conceptual y a fin de evitar repeticiones, se han utilizado algunas palabras como sinónimos. Por un lado, se emplean las palabras "cepa" y "planta" como similares, pues en las fuentes originales se las usaba en forma indistinta. También se utilizan como sinónimos los conceptos "varietal", "variedad", "cultivar" y "vidueño". El concepto "cultivar" es un anglicismo que fusiona las palabras cultivated y variety, y que reemplaza a la antigua acepción "variedad". La palabra "vidueño" no es de uso corriente en la actualidad, pero fue empleada en la ampelografía de Storni (1927). Sobre la base de su autoridad y por tratarse de un texto de historia, nos inclinamos a utilizar esas palabras en la redacción definitiva de este trabajo.

1. La uva negra y su papel hegemónico en la viticultura tradicional (1550-1850)

   La introducción de las cepas de vid en el Reino de Chile se produjo al inicio mismo de la conquista española, a mediados del siglo XVI. Desde el punto de vista de los cepajes, el hecho más importante del período colonial fue la introducción y propagación de la uva negra, la variedad más importante en América en general, y en Chile y Cuyo en particular. Esa variedad era llamada también uva misión en California, negra peruana o negra corriente en Perú y uva negra en Chile y Argentina. A fines del siglo XIX comenzó a denominarse uva país en Chile y criolla chica en Argentina; así las llamaron Rojas y Storni, respectivamente. Este tipo de uva ocupaba la inmensa mayoría de las viñas de Argentina y Chile, desde mediados del siglo XVI hasta mediados del XIX. Su hegemonía fue absoluta hasta la introducción de las llamadas uvas francesas (malbec, cabernet, pinot, sauvignon, merlot, etc.). A partir de entonces comenzó una competencia que se mantuvo vigente durante más de un siglo.
   La uva negra se caracteriza por sus hojas con indumento de telaraña y pubescencia. La hoja es alargada y lustrosa. Los pecíolos tienen un color intenso. Los racimos son grandes y ramosos, de forma cónica y alargada. La baya es negro-rojiza y rosada. Los vinos elaborados con esta uva son de poco color (Alcalde, 1989: 40).
   La uva negra fue comentada por los observadores. Gay la definió como "la más común, la más productiva y la que sirve principalmente para la fabricación del vino" (Gay, 1855: 175). Más atención le dedicó Rojas, quien entregó una descripción ampelográfica interesante de esta variedad(4). La presenta como de madurez muy tardía. Además, como característica notable, el autor destaca que "su carácter dominante es la rusticidad, pues se acomoda en los más variados suelos y bajo climas muy diversos" (Rojas, 1950: 93). Con respecto al valor enológico de esta planta, este autor tiene una mirada bastante negativa: "su vino no tiene aroma ni distinción; pero posee la gran ventaja de poderse beber al mes de fabricado, ya sea bajo forma de chicha cruda o cocida, o ya transformado en vino tinto que en el país se llama mosto. Este vino no gana nada con su añejamiento después del primer año; al contrario, se desmejora" (Rojas, 1950: 93-94). De todos modos, en sus observaciones en terreno, el autor detectó que esta uva, a pesar de todo, era capaz de generar vinos de cierta calidad:

Con la uva asoleada se fabrica, en la región del sur, entre el Maule y el Bíobío, los mostos asoleados que se transforman en vinos generosos de primer orden cuando provienen de buenos suelos de faldeo y se cuidan con esmero durante cuatro o cinco años. En los suelos regados el mosto es ligero, descolorido y de poco cuerpo; su grado glucométrico es reducido, 10° Baumé, más o menos, y su conservación, difícil. Pero en terrenos de rulo, de lomajes, colorados, sustanciales, el caldo toma mucho grueso, color, azúcar, y por su añejamiento semeja al Oporto (Rojas, 1950: 94).

   Dentro de sus contradicciones, y a pesar de su parcialidad a favor de la hegemonía de las uvas francesas, el autor admitía que la uva país, la principal de las variedades criollas para vinificar, tenía un potencial enológico atractivo. Más adelante, Del Pozo realizó su propio aporte sobre esta variedad de uva:

Nadie sabe con certeza cuál fue el origen de la variedad Misión. Se supone que es originaria de España pero también puede haber procedido de Italia, ya que es muy semejante a la llamada Mónica, que se da tanto en Cerdeña como en España. Si este vidueño se implantó en diferentes países de América fue por sus calidades de adaptación a las condiciones climáticas adversas ya que resiste bien tanto al calor como a la sequía y a la humedad. Es también una variedad que puede ser empleada en lugares donde la producción no está muy bien organizada ya que sus granos siguen en buenas condiciones aunque la cosecha se efectúe tardíamente (Del Pozo, 1999: 27-28).

   La uva negra fue incorporada por los conquistadores españoles que se asentaron en el Reino de Chile a mediados del siglo XVI. Representaba casi la totalidad de las viñas de La Serena, Santiago, Cuyo (San Juan y Mendoza) y del Valle Central en los primeros siglos de la conquista de América. La uva negra fue la materia prima para elaborar los mostos, vinos y aguardientes a lo largo de todo el período. Por sus características enológicas, se infiere que los vinos de esos años eran de color claro, por lo que no se podía elaborar vino tinto tal como se conoce en la actualidad.
   En las fuentes examinadas, cuando los registros entregaban información sobre la variedad de la uva, la mayor parte de las veces mencionaban "uva negra". Sobre un total de 115.169 ejemplares con variedad identificada, 64.505 casos correspondieron a uva negra, lo cual representaba el 56% del total. A ello hay que sumar numerosas viñas que estaban cultivadas con esta variedad, pero los notarios no consideraron necesario su registro en forma explícita, porque estaba sobre entendido. Los relatos de los cronistas y viajeros así lo demuestran. Por lo general, los parrales cerca de las casas podían tener uva moscatel u otras variedades; pero las viñas eran casi exclusivamente de uva negra.
   Todas las viñas grandes con cultivar identificado eran de uva negra. Así, por ejemplo, en Mendoza se pueden citar varios casos. Don Joseph de Coria (1750) cultivó una viña de 5.874 plantas de uva negra; Juan Joseph Peralta (1775) poseía un majuelo de tres mil y tantas plantas de esa variedad. Don José Simeon Moyano (1835) cultivaba una viña de 7.208 ejemplares. Vicente Zapata (1844) tenía 7.513 plantas de uva negra. Don Juan José Lemos (1849) poseía una viña con 4.027 individuos de este cultivar. En la viña del padre Eduardo Larreta (1851) había 3.782 ejemplares de uva negra; y José María Baro (1864) tenía otros 4.280 de este vidueño. Mientras las viñas de uva negra se podían contar en miles de plantas, las de otras variedades se enumeraban en unidades o decenas; raramente en cifras mayores.
   A mediados del siglo XIX la uva país o criolla chica comenzó a competir con las cepas francesas y estas últimas fueron ganando terreno hasta arrinconar a las primeras. Sin embargo, la variedad tradicional logró mantener un espacio relevante, a pesar de las tendencias declinantes. En 1985 se cultivaban todavía 29.400 hectáreas de esta variedad en Chile, pasando a 15.990 en 1994 y 14.950 en 2003. Ello representaba todavía el 18% de las uvas tintas de vinificar. A pesar de la superioridad enológica de las uvas francesas, la cepa país logró mantenerse vigente gracias a su buena adaptación al medio natural, lo cual significó una salida para los pequeños viticultores pobres del secano. Por lo tanto, 450 años después de su ingreso a Chile, la cepa país seguía cumpliendo una importante función social en la región.
   La documentación compulsada coincide en señalar el predominio de la uva negra en la mayor parte de las viñas de Argentina y Chile a lo largo de todo el período estudiado. La superioridad de esta variedad era tan abrumadora que, por lo general, los notarios no la mencionaban; y cuando se anotaba "viñas de uva", por defecto, puede interpretarse que se trataba de uva negra. Con frecuencia, sólo se mencionaba la variedad cuando era una alternativa distinta, sobre todo moscatel. Por lo general, como se examina a continuación, las cepas diferentes se cultivaban en parrales, mientras que las viñas eran casi exclusivamente de uva negra. Y si los parrales se cultivaban para consumo de uva en fresco, las viñas eran de uva para vinificar. Esta superioridad es lo que ha desalentado el estudio de las variedades, pues los análisis de fuentes encuentran escasa proporción de menciones a vidueños diferentes a la uva negra. Sólo se pueden detectar en cantidades útiles para establecer trayectorias históricas, a partir del procesamiento de millones de ejemplares. Este fue el camino realizado en la presente investigación y, por tal motivo, conviene pasar entonces a esas variedades distintas de la uva negra.

2. El largo camino del moscatel: de la España árabe al Cono Sur de América

   Después de la uva negra, la variedad más cultivada en la viticultura tradicional de Chile y Argentina fue la moscatel. Las fuentes consultadas revelaron la presencia de 43.382 ejemplares de dicha cepa. Considerando las plantas con variedad identificada diferentes de la uva negra, moscatel representaba el 85%. Tal como muestra la tabla 1, la mayor cantidad se encontraba en Cuyo, sobre todo en Mendoza (73%) y San Juan (17%). En Chile Cisandino, el principal polo de cultivo de moscatel se hallaba en Santiago (7%). La propagación de moscatel fue el resultado de un largo proceso histórico, iniciado en el medioevo con la presencia de los pueblos árabes en la península ibérica. La cepa moscatel recorrió un largo camino en Europa. En Grecia y Turquía se desarrolló una tradición importante de elaboración de estos vinos, sobre todo para el importante mercado de Constantinopla:

Buena parte de este vino era dulce y estaba elaborado a base de uva moscatel, cuyas bayas solían secarse para aumentar el contenido de azúcar; ya en el período medieval, cuando este vino comenzó a exportarse en grandes cantidades a la Europa septentrional, a menudo viajaba bajo el nombre de 'Romania', denominación genérica que aludía a su origen, en el Imperio romano de Oriente (Unwin, 2001: 206).

Tabla 1: Variedades de vid (distintas de la uva negra) en Chile y Argentina, 1700-1860.

Jurisdicción Moscatel Italia Blanca Mollar Otra Total %
Serena   304 14   2 320 0,63
San Felipe   315       315 0,62
Santiago 945 897 1.062 29 9 3.482 6,87
San Fernando   143 11 16   170 0,34
Parral            
Cauquenes   2       2 0,00
San Juan 7.852 10   1.103   8.965 17,70
Mendoza 34.585 2.809 11 4 1 37.410 73,84
Total 43.382 4.480 1.638 1.152 12 350.664 100,0
% 85,6 8,8 3,2 2,2 0,02 3100

Fuente: Fondos Notariales y Judiciales, AN, AHM, AGPSJ y APJSJ.

   La ocupación árabe de la península ibérica tuvo efectos importantes en el mundo de la vid y el vino. Como se sabe, la religión musulmana restringía el consumo de bebidas alcohólicas. De todos modos, estos preceptos se aplicaron con cierta flexibilidad: basta recordar que la etimología de palabras españolas como alcohol y alambique remite a los términos árabes kohól y nbic (Corominas, 2000: 35 y 38). Además, en la industria del aguardiente del sur de España, parte del equipamiento y las instalaciones de destilación de alcoholes reconoce la influencia árabe en objetos específicos, como las "cabezas de moro" que se usan para elaborar el brandy de jerez. De todos modos, los árabes interesados en el vino, el alcohol y los alambiques fueron sólo una parte de la comunidad; el grueso de los musulmanes procuró mantenerse dentro de los preceptos de su religión. Y esto tuvo un efecto muy significativo en la evolución de la viticultura ibérica.
   Los árabes ortodoxos introdujeron una nueva mirada en España: la vid es una fruta valiosa en sí, independiente del vino. Estimulados por las buenas condiciones que los suelos y climas ibéricos ofrecían para el cultivo de la vid, los moros desplegaron una energía singular para cultivar uvas para consumo en fresco y para elaborar subproductos, como pasas, arropes y dulces. Este nuevo enfoque tuvo efectos en la selección de variedades, porque para consumo en fresco o para pasas se requieren variedades con bayas grandes y dulces (Unwin, 2001: 211). En este contexto, se generaron las condiciones para un mayor desarrollo de variedades como moscatel blanco y moscatel de Alejandría en la península ibérica.
   Dada la abundancia de moscateles en España, no tardaron en trasladarse a América, tanto en el Virreinato de Nueva España (México) como en el Virreinato del Perú. En México, durante su visita pastoral al pueblo de indios de San Juan del Río (Durango) en el siglo XVII, el obispo Mota y Escobar detectó viñas con uvas "blancas, tintas y moscateles" (Corona Páez, 2004: 28). Paralelamente, el inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) mencionaba algo parecido en el Perú, atribuyendo la introducción de la vid en ese virreinato a Francisco de Caravantes, el cual "envió a España por plantas y el que vino por ellas, para llevarlas más frescas, la llevó de las islas Canarias de uva prieta y así salió casi toda de uva tinta y el vino es todo aloque, no del todo tinto, y aunque han llevado ya otras muchas plantas, hasta moscatel, más con todo no hay vino blanco" (Inca Garcilaso, 1967: IV, 149). La literatura especializada ha confirmado que, a comienzos del siglo XVII, ya se cultivaba moscatel en el Perú (Soldi, 2006: 53).
   Después de penetrar en Perú, la uva moscatel se expandió hacia el sur y llegó a Chile. Se cultivó en distintas localidades de este Reino, pero tuvo particular importancia en el sur, donde los españoles tenían dificultades por el clima. En este contexto, la cepa moscatel fue una de las que ofreció soluciones prácticas. Al menos así lo detectó Herrera en sus Décadas: al referirse a la zona de la Araucanía, señala que "tiene buenas tierras para pan y no para vino, porque no maduran las uvas que hasta entonces tenían, aunque las albillas y moscateles maduran por ser tempranas"(5). Poco a poco estas variedades ganaron terreno dentro de la economía chilena y a comienzos del siglo XVII se hizo necesario reglamentar su explotación comercial. Por tal motivo, el Cabildo de Santiago, en la sesión del 6 de junio de 1614, acordó que los comerciantes "puedan vender vino mollar y moscatel y albillo... dando tres cuartillos por un real, y con que el dicho vino sea claro y visto por el fiel ejecutor, con cuya licencia por escrito y de mí el presente escribano se ha de vender firmada"(6). Del otro lado de la cordillera también se encontró documentación que menciona la uva moscatel y corresponde a una operación de compra de vino registrada en Mendoza a mediados del siglo XVII, que se encuentra en el codicilio de doña Mayor Carrillo (1648):

Declaro que el licenciado Bernardo Gómez Pardo, cura y vicario de esta ciudad, tuvo cuentas con el capitán Juan Amaro de Ocampo, difunto, mi marido, que fue que se le debía alguna cantidad y a cuenta de ella recibió 112 arrobas de vino, en cuya cantidad entraron 30 arrobas de vino moscatel que se entregaron a precio de lo que vale el vino negro(7).

   El vino de moscatel se comercializaba a ambas bandas de los Andes en el siglo XVII. En La Serena, el capitán Diego Pizarro del Pozo se destacó como elaborador de vino moscatel y lo utilizó para pagar censos que debía al convento de Nuestra Señora de la Merced (1643) (8). Posteriormente realizó operaciones comerciales de otras 14 arrobas de vino moscatel (1655) (9). También se ha documentado un parral de moscatel en esa centuria. En efecto, en el testamento de Fernando Martínez de Medina, protocolizado en su hacienda de San José de Curicó (1674), el testador enumera, entre sus bienes, un parral de moscate(10).
   Una variedad nueva, incorporada a partir del cambio de dinastía, fue la llamada moscatel blanca. No fue considerada en las ampelografías de Gay (1855) ni en la de Alcalde (1989), pero sí en las de Jesuita (1787), Hudson (1867) y Storni (1927). Desde su exilio en Italia, el religioso apeló a sus conocimientos en terreno para describirla en los siguientes términos: "uva de figura esférica o redonda, el grano mediano y bien unido uno con otro al racimo" (Jesuita, 1787: 49). El autor aclaró que, por lo general, la cepa moscatel se cultivaba en parrales encatrados o embracerados. Compartía este criterio Hudson, quien, además, detectó dos variedades de moscatel blanco en Cuyo. Una de ellas se caracterizaba porque "cuando llega a su entera madurez se dora su película verdosa, el racimo es grande y separados sus granos". En cambio, la otra, la moscatel blanca redonda, tenía un racimo en el cual los granos "están muy juntos entre sí" (Hudson, 1867: 5). Medio siglo después, Storni (1927) retomó este tema para señalar que la moscatel blanca se caracteriza por tener racimo grande, a veces enorme, cónico, alado. Los racimos muy voluminosos son algo apretados, en cambio son sueltos los racimos de tamaño mediano. Las bayas son medianas y de forma elíptica. En la maduración normal, su color es blanco ligeramente verdoso; en la parte expuesta al sol, y en la maduración avanzada, su color es blanco dorado. El hollejo es resistente, la pulpa jugosa, poco ácida.
   La difusión de la cepa moscatel blanca, según Storni, fue de norte a sur, para extenderse desde el Alto Perú hacia el norte del actual territorio argentino. El autor no tenía pruebas empíricas; pero sus observaciones del terreno lo inclinaban a pensar en este camino en la difusión de la variedad. Según Storni:

(…) no podemos excluir que en los primeros años de su cultivo en nuestro país, haya habido aporte de sarmientos o plantas introducidas de las provincias del Alto Perú, pues por datos y sarmientos que he recibido de Bolivia, me considero autorizado a afirmar que allí prospera su cultivo desde épocas muy anteriores que han de remontarse a los días de la conquista (Storni, 1927: 29).

   El autor identificó la existencia temprana de moscatel en el Alto Perú, pero no parece haber indagado si ocurrió lo mismo en Chile. En tal caso, el cepaje también pudo llegar a Cuyo a través de esta vía, lo cual hubiese sido más natural. La alternativa sería el ingreso directamente desde el Atlántico por Buenos Aires, para adaptarse en las haciendas cuyanas e irradiarse desde allí al resto de la región. Este es un punto de discusión que deberá esclarecerse. De todos modos y más allá del camino recorrido para llegar a Cuyo, lo que está fuera de dudas es que una vez allí, el cultivar moscatel logró adaptarse en forma sobresaliente para liderar la expansión hacia el resto de la actual Argentina. El autor enfatiza al respecto:

Sin duda alguna, este cepaje ha sido primitivamente cultivado en mayor escala en la provincia de San Juan, en cuyas condiciones de ambiente responde admirablemente bien. Y aceptando que aquella provincia fue la cuna de su primer cultivo, desde allí radió en distintas direcciones hacia las ciudades del interior (…). Si bien no hay antecedentes de que este vidueño ocupara grandes extensiones en la primitiva expansión de la viticultura nacional, forzoso es reconocer que abarcó una gran área geográfica en el norte, centro y oeste del país. En efecto, en las distintas provincias de las regiones mencionadas, es fácil encontrar la moscatel blanca, pues lo excelente de su fruto como uva de mesa, fue y será la causa de su difusión, sin contar que vegeta satisfactoriamente aún en condiciones de ambiente poco semejantes (Storni, 1927: 29).

   La cepa moscatel rosada acompañó a la moscatel blanca en su rápida y exitosa expansión. Al parecer, ambos vidueños compartían características similares, lo cual facilitó su cultivo en la región. "En su difusión, esta planta (moscatel rosada) ha debido seguir las mismas corrientes que aquella (moscatel blanca), ya que casi siempre se las halla cultivadas conjuntamente" (Storni, 1927: 35).
   La confrontación de la hipótesis de Storni con los referentes empíricos ha permitido avanzar en el conocimiento del tema. Los documentos originales relevados en los archivos, tanto en la época colonial como en los dos primeros tercios del siglo XIX, se refieren en general a la uva moscatel; aunque no aclaran si es la cepa rosada o blanca puesto que sólo se indica el color en caso de moscatel negra.
   La tierra de mayor desarrollo del cultivar moscatel fue Mendoza. Los primeros registros corresponden a la década de 1740 y se verificaron en las viñas de dos pioneros de la innovación vitivinícola regional: Clemente Godoy y Miguel de Arizmendi. En el inventario de bienes de don Clemente Godoy (1744) se registró "un parral de uva moscatel"(11). Paralelamente, don Miguel de Arizmendi (1748) tenía un parral de 13 cepas de moscatel, frutales, y otro de 272 plantas de moscatel y uva negra, frutales, todo embracerado(12). No es casualidad que los primeros moscateles se hayan cultivado en las casas de estos viticultores, pues ambos se destacaban por su capacidad de innovación. Don Clemente Godoy fue pionero en la modernización de las instalaciones y equipamiento vitivinícola: fue el introductor de los recipientes de madera, en sustitución de las antiguas tinajas de barro cocido, las que fueron usadas durante 200 años como vasija vinaria en el Cono Sur. En realidad, don Clemente fue parte de un grupo mayor, pues toda su familia fue un actor permanente de la innovación económica, política, social y cultural, incluyendo dentro del grupo al poeta Juan Gualberto Godoy y al patriota y estadista Tomás Godoy Cruz (Lacoste, 2007). Paralelamente, don Miguel de Arizmendi, el otro pionero del cultivo de moscatel en Mendoza, también se caracterizaba por su capacidad de innovación; en sus bodegas llegó a elaborar vinos de alta calidad, incluyendo vinos añejos y de crianza bajo velo de flor. Por los precios alcanzados con esos vinos en los mercados, y el liderazgo reconocido por los demás viticultores de Salta, San Juan y Mendoza, don Miguel de Arizmendi fue, posiblemente, el más destacado viticultor de la región en el siglo XVIII (Lacoste, 2007 y 2008).
   Tras ingresar a Mendoza en la década de 1740, el cultivar moscatel se expandió en los decenios siguientes. En 1750, en la propiedad de don Joseph de Coria, se registró un parral con "trece pies de moscatel con sus horcones de algarrobo, y cercada de adobón por 3 costados", junto con una viña "con 210 cepas de moscatel y uva negra que están enferma, de bracero, en 3 costados de dicha viña con algunos horcones"(13). En 1751 se detectaron en Mendoza otras 20 plantas de moscatel, valuadas en 2 reales(14). En 1758, don Juan Crisóstomo Jiménez declaró en su testamento que tenía "dos parrales de moscatel y uno y de uva negra (el otro), embracerados, y dos horcones grandes de algarrobos y diez medianos"(15). En 1767, entre los bienes de doña Antonia Coria, se registraron "184 cepas de moscatel grande embracerados, a 5 reales cada una"(16). Los jesuitas también se interesaron en esta variedad. En el Colegio de Mendoza, según el inventario levantado con motivo de la expulsión, se registró "un parral de uva moscatel" juntamente con "un corralito de moscatel recién plantado, con sus rodrigones de algarrobo, con 275 plantas"(17). Don Ignacio Moyano cultivó "184 plantas de moscatel embraceradas, a 4 ¾ reales"(18). En el último tercio del siglo XVIII, el cultivar moscatel se extendió en forma notable, tanto en Mendoza como en San Juan, hasta que, a mediados de la centuria siguiente, abarcó casi la totalidad de los parrales y un cuarto de la superficie cultivada con viñedos.
   La variedad de moscatel negra fue otra cepa interesante, sin embargo, algunos ampelógrafos no lo mencionaron: Gay (1855), Storni (1928) y Alcalde (1989). En cambio, otros especialistas sí consideraron que merecía la pena dar cuenta de esta planta: Jesuita (1787), Molina (1810), Hudson (1867) son buenos ejemplos. El primero de ellos señaló al respecto: "de pocos años a esta parte se ha introducido en esta provincia y ha comenzado a aumentarse su cultivo. Esta es en todo semejante a la primera (moscatel blanca) en el racimo y en la fragancia de su olor. Sólo se diferencia en el color, que éste lo tiene negro perfecto" (Jesuita, 1787: 49). Mientras tanto, su camarada de infortunio, el abate Molina, también prestaba atención a la moscatel negra en Chile:

Algunos años antes de mi partida, un campesino -habiéndose internado en los valles desiertos de la cordillera contigua a la provincia de Maule, en busca de un caballo extraviado- encontró una planta de moscatel negro, desconocida hasta entonces en el país. Enamorado de la belleza y fragancia de sus racimos que estaban entonces en perfecta madurez, llevó algunos sarmientos, que resultaron bien en su huerto; de allí se comenzó a propagarla en las provincias vecinas, donde se hacía óptimo vino (Molina, 1810: 170).

   Más adelante, el abate agrega:

Como aquellos valles no han sido jamás habitados -al contrario, ni siquiera conocidos- por el hombre y el moscatel negro no se encontraba en parte alguna de Chile, yo tengo motivos para dudar si esta vid es de origen europeo o chileno, tanto más cuánto este utilísimo arbusto no es extranjero en América, porque antes del arribo de los europeos crecía en gran cantidad en la América septentrional. Él es totalmente diverso de la moscatel negra de Europa: por sus hojas más recortadas y la forma de sus racimos, que son perfectamente cónicos, con granos tan tupidos que no se puede desprender uno, sin romper todos aquellos que están a su alrededor (Molina, 1810: 170).

   Después de las descripciones de los dos jesuitas expulsos, llegó el turno de don Damián. El intelectual cuyano señaló que se cultivaba en Mendoza moscatel negra o morada oscura; dentro de este grupo, distinguió dos variantes: negra redonda y negra oblonga (larga). Este último tenía "la figura y tamaño de un huevo (poco menos) de paloma casera" (Hudson, 1867: 5 y 8).
   La variedad moscatel negra aparece muy escasamente en los registros de inventarios de bienes en los viticultores de la región. Sólo se registró un caso de precisión sobre el tipo de moscatel: en la hacienda de don José María Videla se identificaron "diez cepas de moscatel negro y uva sanjuanina", todas ellas cotizadas de 18 centavos cada una(19). Esta definición es muy pequeña, dentro del total de 43.000 plantas de moscatel mencionadas en los documentos. Si sólo una vez se mencionó la presencia de moscatel negra, ello se debe posiblemente a su rareza en el medio. Asimismo, las fuentes no permiten aclarar si las restantes cepas eran de moscatel blanca o rosada.

3. Mollar de América (uva San Francisco) albilla, sanjuanina, blanca y colorada: su acotada presencia

   Además de la uva negra y las moscateles, en el período tradicional de la viticultura de Argentina y Chile, también hubo espacio para el desarrollo de otras variedades como blanca, mollar de América (uva San Francisco), albilla, colorada y sanjuanina. En general, el despliegue de estas variedades fue acotado. Tal como refleja la tabla 1, en las fuentes consultadas se detectaron 1.638 ejemplares de uva blanca, 1.152 de mollar de América, 9 de colorada, 1 de albilla y 1 de sanjuanina. Considerando su importancia relativa dentro de las cepas distintas de la uva negra, sólo alcanzaron cierta significación la uva blanca (3,2%) y la mollar de América (2,2%).
   La uva mollar no es considerada relevante en la viticultura de Argentina y Chile, quedando excluida de la ampelografía de Alcalde. Sin embargo, en algunas regiones se ha comenzado a valorar nuevamente, sobre todo por su potencial para elaborar aguardientes Premium. En Perú, la medalla de oro de Pisco 2006 fue para un aguardiente elaborado a partir de uva mollar. Con estos antecedentes, puede ser interesante observar este vidueño.
   Las ampelografías de Gay (1855), Storni (1927) y Rojas (1950), dedicaron sendas páginas a la cepa mollar. El primero hizo mención expresa de la "uva de San Francisco, cultivada especialmente en Copiapó y cuyos granos, de diverso volumen en el mismo racimo y de un hollejo muy fino, son de un excelente gusto" (Gay, 1855: 175). El segundo usó el concepto de uva San Francisco como nombre principal, añadiendo el de mollar negro como sinónimo. Luego caracterizó esta variedad por producir "uva de mesa muy conocida en Chile" y la definió por presentar "racimo grande, apretado, con granos redondos, gordos, no bien negros. Hollejo grueso, crujidor al romperse. Pulpa poco jugosa, poco azucarada, pero muy agradable. Se da admirablemente en parrones y espalderas" (Rojas, 1950: 94). Finalmente, Storni (1927) utilizó el nombre de mollar de América y la incluyó dentro del grupo de bayas vinosas o negras prunosas, en el subgrupo de bayas negruscas, para especificar luego que tiene "bayas aovadas, de 20 a 25 mm de largo, completamente lisas; racimos densos, cónico-cilíndricos, granados desde el pezón a la extremidad" (Storni, 1927: 26).
   La uva mollar llegó tempranamente al Virreinato del Perú y al Reino de Chile. En las viñas peruanas ya se cultivaba a comienzos del siglo XVII (Soldi, 2006: 53). Casi al mismo tiempo se plantaba en Chile y se producían vinos especiales con ella. Por tal motivo, en 1614 se elaboraron reglamentos municipales para regular su comercialización, tal como se ha indicado. En el estudio empírico de la presente investigación, la uva mollar se encontró en muy contadas oportunidades, entre las que cabe mencionar las jurisdicciones de San Fernando (1767), Santiago (1833), San Juan (1838 y 1847) y Mendoza (1848). Los primeros antecedentes se registraron en San Fernando: un parral de dos plantas de uva mollar fue anotado en 1767; luego se documentó otro con tres pies en 1784, ambos embracerados y encatrados(20). Ese mismo año se localizó allí otro parral de 11 plantas de uva mollar. Todos los parrales de San Fernando se valuaron a un peso la planta. En 1848 se registró en Mendoza una viña que tenía tres plantas de uva mollar de cabeza, valuadas a un real cada una. Posteriormente, en 1866 se fechó otra planta en Mendoza, valuada en 3 reales. En San Juan, don Casimiro Rodríguez (1838) tenía una viña de "1536 cepas nuevas, frutales de moscatel y uva mollar de cabeza de buen trato; taso unas con otras a $ 4 ½ reales", juntamente con "un parral de 15 cepas de uva mollar y 18 horcones y sus varillas en $ 20"(21). En esa misma ciudad (1847) se registró un parral de 80 cepas con sus varazones y horcones, valuadas en dos reales cada una. En esa misma ciudad, poco después, se detectó otro parral de 14 plantas de uva mollar, valuado a nueve reales cada una, y otro de 472 parras, entre moscatel y mollar, a $0,75 cada una (1865).
   La uva mollar no alcanzó a desarrollarse a gran escala y los viticultores de Chile y Cuyo le dedicaron un lugar secundario en sus viñas y parrales. Era una cepa complementaria, que se cultivaba para consumo doméstico, sin fines comerciales. La escasa cantidad de ejemplares detectados de este vidueño inclina a pensar que no logró un crecimiento significativo.
   La uva albilla también estuvo presente en la región estudiada, pero en cantidades muy exiguas. En las viñas del Perú se cultivaba uva albilla a comienzos del siglo XVII (Soldi, 2006: 53). En ese mismo tiempo fue detectada también en el Reino de Chile: Herrera destacó su presencia en la Araucanía (22); y el Cabildo de Santiago reglamentó la venta de vinos elaborados en esta uva en 1614(23). En La Serena, el capitán Diego Pizarro del Pozo, viticultor y bodeguero, comercializaba vino albillo: en un documento fechado en 1655 consigna una operación comercial de 12 arrobas de este producto(24). Sin embargo, esta variedad tuvo un escaso desarrollo en la región. Los inventarios de bienes prácticamente no la registraron. El único caso se localizó en La Serena (1841) y consistía en "dos matas de uva albilla"(25).
   La uva sanjuanina es la cepa que las ampelografías denominan criolla grande (Storni, 1927; Alcalde, 1989). Se caracteriza por tener "racimo grande, suelto, cónico-alargado; baya negro-rojiza y rosada, esferoide, mediana a grande; pulpa blanda" (Alcalde, 1989: 42). Apareció en las fuentes compulsadas, pero con otro nombre: uva sanjuanina. Se registraron sólo dos casos: el colegio de los jesuitas (1767) y las casas de Videla (1857), ambos en Mendoza.
   La presencia de la uva blanca en América del Sur fue bastante temprana. En las viñas del Perú ya se cultivaba a comienzos del siglo XVII (Soldi, 2006: 53). Desde este lugar, al parecer, demoró 150 años en extenderse hacia Chile. El registro más antiguo data de 1793 y corresponde a un parral de Santiago con siete plantas de uva blanca y negra, algunas de ellas embraceradas, apoyadas en ocho horcones y valuado en 39 reales cada planta. En el segundo cuarto del siglo XIX se amplió el cultivo de esta uva en los parrales de la capital chilena. En 1823 se identificaron "19 pies de parra de uva blanca a seis reales"(26). Luego fue documentada en registros de 1824 (dos plantas sostenidas por horcones y valuadas a un peso cada una), 1823 (19 pies de parra de uva blanca a seis reales), 1828 (dos plantas), 1831 (20 parras) y 1833 (dos parras en una propiedad y cinco en otra).
   En la década de 1840 se produjo un importante salto adelante en el registro de cepas de uva blanca en Santiago, siendo lo más relevante un majuelo de uva blanca con "1462 parras frutales al precio de dos reales cada pie"(27). En 1841, la hacienda de doña Micaela Frías incluía un parral de cuatro pies de uva blanca y negra, valuado en $10. En 1844 se registró otro caso interesante: un parral con uva blanca, negra y colorada con 26 plantas. En 1849 se detectaron otros dos parrales con uva blanca, uno de 11 y otro de 14 plantas: doña Mariana Escobar tenía "un parrón de uva blanca con 11 matas en su encatrado de varas de álamo y sauce y 10 horcones de espino, aprecio todo en 13 pesos 6 reales". Y también había "14 plantas de uva blanca con sus varas de canelo y 14 rodrigones de talguén que aprecio en 11 pesos 3 reales"(28). Por su parte, don Calixto Erazo tenía "26 plantas de parras blanca, negra y colorada en otros tantos horcones de espino y vara de álamo todo lo aprecio en 45 pesos"(29). Asimismo, en el callejón de Asolas se registraron "cien plantas de parra frutal con sus respectivos horcones de madera blanca, de uva blanca y negra en $50"(30). Es importante señalar que la uva blanca aparecía siempre en parrales y no en viñas; y por lo general estaba sostenida por horcones.
   Consolidada la presencia de la uva blanca en Santiago, se expandió hacia otras localidades de la región. El registro más antiguo de Mendoza corresponde a un parral encatrado con horcones de álamo que sostenía 15 plantas de uva negra y blanca fechado en 1835. Posteriormente se detectaron cuatro plantas de uva blanca, con buenos mugrones, valuados en un real cada una. En La Serena (1841) se registraron "14 plantas de parra enramada de uva blanca"(31).

4. La uva de Italia y su expansión

   Después de la uva negra y la cepa moscatel, la variedad más importante de la viticultura tradicional de Argentina y Chile fue la uva de Italia. Las fuentes registraron 4.480 ejemplares, lo cual representa el 8,8% de las plantas con vidueño identificado, fuera de la uva negra. La propagación de este cultivar fue resultado de un largo proceso histórico y, a la vez, generó las condiciones para el surgimiento de una nueva cepa, como se examina más adelante.
   Los cambios políticos de la época colonial tuvieron su impacto en la viticultura. Si en el período en el cual la corona española estuvo en manos de la casa de Austria, el hecho vitícola más relevante fue la introducción y propagación de la uva negra, después del advenimiento de los Borbones se produjo un cambio relevante: la introducción y expansión de la cepa moscatel de Alejandría. Esta situación, sin embargo, no vino a alterar la hegemonía de la uva negra, que se mantuvo hasta fines del siglo XIX, pero aportó una nueva dinámica, llamada a ejercer profundas y fecundas consecuencias en la viticultura criolla regional.
   Las ampelografías de Jesuita (1787), Gay (1855), Hudson (1867), Rojas (1950) y Alcalde (1989) prestaron atención a la cepa moscatel de Alejandría. Ésta se caracteriza por su racimo grande y suelto, con forma cónica, tamaño mediano; su baya es grande a mediana, de forma elipsoide, color blanco-amarillento, pulpa carnosa y perfume moscatelizado; y sus hojas son poco lobuladas, no muy grandes, frecuentemente extendidas, con dientes agudos. Es una variedad muy difundida en el mundo. En Italia se utiliza para elaborar un vino célebre: el moscato licoroso di Pantelería. En la Argentina tiene actualmente mucho éxito como uva de mesa: es la que alcanza mejores precios y mayor demanda de mercado. Esta cepa tiene distintas denominaciones: Zibbibo de Pantellería, White Hanepot, moscatel romano; mientras que en tierras cuyanas es llamada también moscatel blanco o moscatel sanjuanino (Alcalde, 1989: 78).
   En la época colonial y hasta mediados del siglo XIX, esta variedad se llamaba uva de Italia; así figura en los documentos de ambos lados de la cordillera de los Andes y en las primeras ampelografías. Posteriormente tomó más fuerza el nombre de moscatel de Alejandría (Alcalde, 1989). En los documentos oficiales de Chile y la Unión Europea de comienzos del siglo XXI, se considera sinónimos "moscatel de Alejandría" y "blanca Italia" (Wine Agreement, 2003: 25).
   La primera descripción de la uva de Italia data de 1787 y se hizo a partir de una comparación con la moscatel blanca. Con respecto a esta variedad, la uva de Italia se percibía "de grano mucho mayor y no tan apretado y unido en el racimo como la otra, y su figura no es perfectamente esférica" (Jesuita, 1787: 49). Un siglo después, este vidueño volvió al centro del interés y fue descrita en los siguientes términos: "La Italia y blanca madura un poco antes que las otras y sirve para hacer el moscatel, vino muy buscado en el país: esta uva se consume con preferencia a las demás" (Gay, 1855: 175). Volviendo a Mendoza, la tercera ampelografía también destacó la relevancia de la moscatel de Alejandría: "la llamada uva de Italia (es) de un racimo grande, conteniendo gran cantidad de granos, muy adheridos unos a otros, color blanco, forma esférica, más pequeña que la uva de viña (uva negra) y es dulcísima" (Hudson, 1867: 8).
   Evidentemente, los autores no coincidían en la descripción ampelográfica de la uva de Italia o, posiblemente, el paso del tiempo había cambiado algunas características externas de la planta. De todos modos, sí había consenso en el potencial de esta variedad. Para el religioso expulso:

(…) si esta especie, conocida comúnmente como uva de Italia, se multiplicase y aumentase, como merece su calidad excelente, daría una entrada de bastante consideración a las dos ciudades de San Juan y Mendoza, que ya tienen no poca experiencia en su utilidad, por ser en ellas más atendida y cultivada esta planta (Jesuita, 1787: 49).

   También se valoraron los vinos de moscatel de Alejandría, sobre todo en Chile. Así lo reflejaron las crónicas de Juan y Ulloa: "La mayor parte de los vinos son tintos, pero se hace también un moscatel, cuyo sabor sobre pasa a cualquiera de su tipo en España" (Juan y Ulloa, 1748: 239). Esta observación resultó verosímil para otros cronistas que le dieron crédito y la reprodujeron en sus propios textos, como el caso del abate Molina (Molina, 1810: 198). Poco después, Claudio Gay retomó estos antecedentes para redondear el concepto:

Moscatel: este es el vino de preferencia y el que más estimado se halla como vino de postres. Debe este privilegio a la excelencia de su gusto y a las demás cualidades reconocidas desde hace mucho tiempo y muy apreciadas por los extranjeros, por el padre Feuillée, don Jorge Juan y don Antonio Ulloa y por todos los viajeros modernos que han tenido ocasión de probarlo. Es de color blanco, sonrosado, muy dulce, muy espirituoso y de un sabor muy agradable. Se fabrica con la uva blanca de Italia, que es la que más se come, razón por la cual se fabrica en poca cantidad. En 1840 me aseguraron que lo más que se habían fabricado eran 6.000 arrobas; su precio era de tres pesos (Gay, 1855: 1994).

   De acuerdo al actual estado de las investigaciones sobre el tema, se puede afirmar que el principal centro de cultivo de uva de Italia se localizó en Mendoza. A comienzos del siglo XVIII, los jesuitas ya se interesaban en esta variedad. En el Libro del Gasto de los Jesuitas de Mendoza, correspondiente a octubre de 1701, se registraron "dos botijas de vino y otra de lagrimilla de Italia y todo lo demás necesario para su avío de cosechas de Casa"(32). Los jesuitas valoraban positivamente la uva de Italia y procuraron ensanchar el cultivo de esta variedad. Al realizar el balance de las mejoras realizadas en la viña entre octubre de 1701 y enero de 1703, el libro señala: "tiene la Viña antigua cultivada y con muchas tapias nuevas dentro de ella se plantó un pedazo que estaba sin cepas y entraron 1300 plantas de uva de Italia"(33). Estas representaban cerca del 10% de las viñas de los jesuitas, al menos en esa localidad.
   Esta variedad no tardó en irradiarse hacia los viticultores laicos. En efecto, a partir del segundo tercio del siglo XVIII ya comenzó a registrarse en otras viñas laicas de Cuyo. En San Juan, la valerosa Juana Carrizo cultivó un parral de uva de Italia (1731) (34). Don Simón de Videla Pardo, en el terreno que aportó su esposa como dote, plantó un majuelo de 1.500 plantas de uva de Italia, tal como declaró en su testamento (1733) (35). Por su parte, José Ríos (1868) cultivó "un parralito de uva italiana compuesto de seis cepas, encatrado y muy bien acondicionado en $5 y tres cepitas nuevas de la misma uva a 12 centavos cada una"(36). Los jesuitas insistieron en el desarrollo de esta variedad pues la consideraban de gran potencial enológico, no sólo para ellos mismos, sino para el desarrollo vitivinícola de toda la región. Así lo expresó el jesuita expulso en la descripción natural de Cuyo elaborada en Italia (1787).
   Una vez consolidada la uva de Italia en Mendoza y San Juan, se produjo el traspaso de la cordillera de los Andes y la adaptación en Chile. Dentro de este país, el registro más antiguo corresponde a San Fernando. En la estancia Santa Gertrudis se cultivó un parral de dos plantas de uva de Italia. El mismo fue inventariado dos veces con un intervalo de 17 años de diferencia y, en ambos casos, se detectó el mismo parral (1767 y 1784) (37). Poco después, la estancia de Paniagua (1790) poseía, además de su viña de 6.366 plantas, un grupo de "137 plantas de viña frutal de uva de Italia prendidas"(38). Apenas unos años más tarde, la expedición de Malaspina (1794) al recorrer el Valle Central entre Curicó y San Fernando, detectó abundantes viñas en las cuales se cultivaban uvas blanca, negra, de Italia y moscatel (Neé, 1794: 862).
   Un importante polo de desarrollo para la uva de Italia fue La Serena. El registro más antiguo corresponde a la hacienda que la Compañía de Jesús tenía en el valle del Elqui (1767), donde se cultivaron 80 plantas de uva de Italia(39). Poco después se dataron 57 plantas que cultivó Javier Rojas (1775) (40). También se detectaron 300 plantas más de uva de Italia, en un cuartel junto a la viña de 10.000 plantas, ambas cultivadas por Fernando Varas (1819) (41). Paralelamente, la Hacienda de San Guillermo (1827) tenía tres parrones de uva de Italia, valuados en 4 reales cada uno(42). Mientras tanto la Hacienda San José (1828) tenía sus parrones de uva de Italia(43). Don Francisco Bascuñan (1836) cultivó esmeradamente un parrón con 16 matas de Italia(44). Y en la casa de don Andrés Callejas (1841) se cultivaron "85 plantas de Italia, frutales, embraceradas"(45).
   La uva de Italia se extendió también al norte de La Serena, en la zona de Coquimbo. A mediados del siglo XIX se registraron ejemplares de esta variedad en la huerta Chañaral, en el departamento de Ovalle. Don José Francisco Aguirre cultivó un parral de 56 cepas de uva de Italia, valuado a 10 reales cada uno(46).
   La zona central chilena también se interesó por la uva de Italia. En Santiago, el presidente de la Real Audiencia, don Francisco Sánchez, cultivó esta variedad; después de la muerte suya y de su esposa, en el inventario de bienes se identificó un majuelo de "13 pies de parra de uva de Italia"(47). Luego se registró un parral con ocho parras de uva de Italia, en 1780(48). En la chacra Macul, ubicada en Ñuñoa, tras el fallecimiento de don Nicolás de Gandarilla (1805), se identificaron "52 pies de parra de uva de Italia y negra a 4 reales"(49). Don Jerónimo de Ugarte (1821) cultivó un parral con cuatro cepas de Italia(50). Por su parte, doña Josefa Coral (1831) tenía una viña de 8.700 plantas frutales y por separado, un plantelito de 83 plantas de uva de Italia a 4 reales(51). Hacia 1841, en la hacienda de doña Micaela Frías se registró un parral de uva de Italia negra, con seis horcones, valuada en $8; otro parral de tres pies uva de Italia negra, con 20 horcones, por $12; y otro parral encatrado de ocho pies de uva de Italia y común, con 12 horcones, seis de espino y seis de palo blanco, valuado en $10 con dos reales(52).
   En el valle de Aconcagua, la uva de Italia tuvo cierta relevancia. En San Felipe (1787) se registraron "cuatro plantas nuevas de uva moscatel de Italia; tasamos a dos reales cada una con reflexión a estar muy mal criadas"(53). Por su parte, en Curimón, Jerónima Ojeda (1791) poseía "31 plantas de uva de Italia que se hallan en el huerto de la casa, todas nuevas"(54). Poco después, entre los bienes de don Francisco de Borja Fuentecilla (1800) se registraron "en la huerta, el parral que hace crucero con 55 plantas de parras de uvas de Italia blancas y negras y sus correspondientes horcones de algarrobo de 3 ½ varas de alto envarado y cruzado de varas lo taso en 160 pesos"(55). En 1803 se registró una propiedad con 229 plantas de uva de Italia; dentro de ese grupo había 150 bien desarrolladas, frutales, sostenidas en horcones de algarrobo, y valuadas a 6 reales por planta; las otras 79 eran nuevas, de apenas dos años, y todavía no daban fruto; por tal motivo se cotizaron a 2 reales por planta.
   En el sur del valle Central, la presencia de la uva de Italia fue muy débil. En Cauquenes, don Sebastián Villalobos, en la estancia Margarita, cultivaba una viña de 16.000 plantas, junto con dos de uva de Italia (1804) (56). En San Fernando se registró una planta de esta variedad en el parral de doña Rosa Quinteros (1812) y otra en casa de Carlos Zamorano (1825). Estos fueron los escasos registros de uva de Italia en la región.
   El cultivo de la uva de Italia se realizaba con especial esmero. Había excepciones y casos de maltrato, como el citado de Pedro Pérez en San Felipe; pero por lo general, no era una planta más y recibía un tratamiento diferente. Con frecuencia, se le dedicaban los mejores lugares de la propiedad. Como reflejan los documentos citados arriba, se sostenían con buenos horcones y braceros. Pero, además, los parrales de uva de Italia se llegaron a engalanar con ornamentos de interés paisajista. Un buen ejemplo se registró en la casa de Francisco Bascuñán (La Serena, 1836). El notario detectó la existencia de:

(…) 16 matas de parrón Italia, frutales, que se hallan en medio de la huerta de 46 varas de longitud; piso enladrillado que sirve de paseo, y su descanso, en la medianía de dicho parrón, con asientos de adobe. En los costados (hay) costaneras con guioncitos arriba. Tasé todo en $102 con cuatro reales(57).

   La descripción resulta sugerente. El propietario de esta hacienda había diseñado un paseo con eje en el parrón de moscatel de Alejandría. Como en todo parrón, las cepas se sostenían en horcones; pero en este caso, el piso estaba pavimentado con ladrillos y había asientos de adobe en medio del parral. También había costaneras en los costados. Un despliegue estético notable.
   La expansión del cultivar moscatel de Alejandría siguió su curso y mantuvo su relevancia hasta mediados del siglo XX. Logró mantenerse, a pesar de la competencia que le significó la uva francesa desde mediados del XIX. Ésta avanzó considerablemente en el Valle Central, sobre todo en las zonas de riego donde se hallaban las grandes empresas. En cambio, en el secano costero, donde las viñas seguían en manos de pequeños viticultores, se mantuvo la tradición. Hasta las vísperas del cambio de paradigma generado por el golpe de Estado de 1973, entre las viñas dedicadas a variedades blancas del secano costero, la más importante era la uva de Italia, con el 49,6% del total (Del Pozo, 1999: 224). Por su satisfactoria adaptación al medio y su productividad, el cultivar moscatel de Alejandría fue un buen aliado de los pequeños productores pobres de las zonas periféricas de la viticultura chilena.
   La adaptación y expansión de la uva de Italia en una región tan poblada de uva negra, generó las condiciones para el surgimiento de una nueva variedad: el torrontés. Se trata de la hasta ahora única uva criolla (originada en América) de alto valor enológico. Los vinos de uva torrontés han logrado un notable reconocimiento en el mercado y actualmente constituyen la segunda exportación de vinos blancos de Argentina. Se trataría de una variedad derivada del cruzamiento de moscatel de Alejandría y uva negra (criolla chica), de acuerdo a los estudios moleculares de la Universidad de California, Estados Unidos (Agüero, 2003).

Tabla 2. Nuevas variedades de uva en Chile y Argentina siglos XVIII-XIX. Identificación de vidueños por décadas y por región.

Década Actual ARGENTINA Actual CHILE
Mendoza San Juan San Fernando La Serena Santiago San Felipe Cauquenes
1700 Ax 1300
1730 Ax 1500 Ax 10
1740 M 202
1750 M 253 M 2
1760 M 459
SJ: 1
M 2 LL 2 - Ax 2 Ax 80
1770 M 22 M 805 Ax 57 Ax 13
1780 M 583 LL 14 - Ax 2 Ax 483
M 475
1790 M 184 M 454 Ax 137 B 4 C: 9 Ax 31
1800 Ax 52
M 92
Ax 284 Ax 2
1810 B 11 Ax 1 Ax 300
1820 M 5689 M 213 Ax 1 Ax 10 B 23 / Ax 4
1830 M 10721
B 7
M 1573
LL 783
Ax 16 B 27 / Ax 83
LL 29
1840 M 9360
LL 3
M 603
LL 80
B: 14
Ax 85 ALB 2
Ax 14 /
B 1548
1850 M 3498
B4
SJ 5
M 1944
1860 M 4197
LL 1 Ax 9
M 1659
LL 250
56 Ax
Total M: 34585
Ax: 2809
LL: 4
B: 11
SJ: 1
M: 7.852
Ax: 10
LL: 1103
B: --
M: --
Ax: 143
LL: 16
B: 11
M: --
Ax: 304
LL: --
B: 14
ALB: 2
M: 945
Ax: 897
LL: 29
B: 1602
M:--
Ax: 315
LL: --
B: --
M:--
Ax: 2
LL: --
B: --
Referencias: Ax: Uva de Italia (Moscatel de Alejandría) B: Blanca - M: Moscatel - LL: Mollar o San Francisco - SJ: Uva Sanjuanina - C: Colorada - ALB: Albilla

Fuente: Fondos Notariales y Judiciales, AN, AHM, AGPSJ y APJSJ.

5. Genealogía del torrontés

   El surgimiento del torrontés, actual cepa emblemática argentina para sus vinos blancos, fue posible por el cruzamiento genético de dos variedades incorporadas durante el largo período colonial: uva negra y moscatel de Alejandría o uva de Italia, las que serían las antecesoras del torrontés (Agüero, 2003). La identificación de esta nueva cepa fue un proceso complejo y accidentado.
   La vid es una especie de cruzamiento abierto, altamente heterocigota. Además, los caracteres que contribuyen a que una cepa sea apetecida son poligénicos y controlados por numerosos genes menores (Mullins et al., 1992). De ahí que la única forma de conservar sus características sea mediante la propagación vegetativa (clonal) de las nuevas cepas. Ello fue con certeza lo que sucedió con el torrontés en sus inicios; un ejemplar distinto fue propagado por décadas mediante estacas, hasta lograr un número lo suficientemente alto de individuos que lo hiciera destacable.
   Al principio, el torrontés convivió mezclado con otras cepas, sin que los viticultores notaran que era un vidueño distinto. Sucedió algo parecido a lo que un siglo más tarde ocurrió con el carménère que prosperó con el merlot en viñas chilenas sin que se advirtiera, hasta que por circunstancias fortuitas se produjo el descubrimiento de la cepa oculta. Si el carménère se detectó en el año 2000, el torrontés se identificó 130 años antes. El proceso tuvo similitudes y diferencias. El principal paralelismo fue la convivencia silenciosa e invisible de esas cepas, confundidas con otras. La diferencia de ambos casos se encuentra en que la invención del carménère significó recuperar una variedad que se había conocido antes y se consideraba perdida; por lo tanto, ya tenía un lugar definido en las ampelografías antiguas y, como tal, poseía sus propias características y hasta su nombre (Pszczolkowski, 2004). En cambio el torrontés no tenía nada de eso. Cuando los viticultores lo encontraron entre las viñas cuyanas, no tenían una categoría donde encuadrarlo. Desde el punto de vista teórico, esa cepa no tenía ni descripción ampelográfica ni nombre. Simplemente no existía.
   El torrontés comenzó a tener existencia posiblemente entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Durante un período de tiempo que se puede estimar en unos cincuenta años, la nueva cepa prosperó mezclada con otros vidueños en viñas y parrales cuyanos. Convivió en silencio con ellos hasta que, poco a poco, los viticultores comenzaron a advertir que era diferente a las demás. Al no encontrar una referencia mejor, ni entre las uvas criollas ni entre las francesas, estimaron que lo más parecido era el torrontés de La Rioja española y, por este motivo, comenzaron a llamarlo así.
   En la viticultura argentina el nombre "torrontés" se comenzó a utilizar a mediados del siglo XIX. El registro más antiguo que hemos encontrado corresponde al estudio de Damián Hudson en la década de 1860. Después de describir la uva de Italia, el autor se refiere al torrontés como cepa distinta y a la cual atribuyó origen europeo:

La uva torrontés, planta traída de la provincia de La Rioja, blanca dorada, de forma redonda, un poco mayor en tamaño que la uva de viña. En San Juan se ha propagado más que en Mendoza y hay propietarios allí que tienen de ella cortos plantíos y de la que hacen una, dos y hasta tres pipas o bordalesas de vino blanco, semejante al jerez en el color, de una fuerza y consistencia superiores y de un gusto y aroma exquisitos. Hasta ahora no se propaga mucho esta uva ni entra al consumo general (Hudson, 1967: 8).

   Es poco probable que la cepa llamada "torrontés" por Damián Hudson haya tenido origen en España. Se trata sólo de una suposición del autor, quien no aporta ninguna prueba que confirme o valide su afirmación. Ésta resulta poco probable porque la renovación de la viticultura argentina y chilena de mediados del siglo XIX tendía a incorporar cepas francesas y no españolas; los grupos dominantes estaban convencidos que el progreso consistía en alejarse del paradigma español y acercarse al modelo francés, cuya viticultura se consideraba la mejor del mundo. En este contexto se realizaron importantes inversiones de tiempo, dinero y energía para incorporar uvas francesas y no españolas. Como se sabe, el traslado de plantas europeas a América y su adaptación a sus suelos y climas suponen altos costos; y para el paradigma mental de los viticultores argentinos y chilenos de mediados del siglo XIX, sólo se justificaba realizar esas inversiones para incorporar cepas francesas y no españolas. Por este motivo, es poco probable que la variedad que Damián Hudson denominó "torrontés" en 1867 haya tenido origen español.
   La variedad nueva que Hudson encontró en las viñas cuyanas no era española; tampoco era francesa, pues el autor estaba muy sensibilizado con estas cepas y lo hubiera detectado con cierta facilidad. ¿Qué uva era entonces? La descripción entrega una pista interesante al mencionar sus características organolépticas. Como toda fruta de clima templado, la uva no tiene aroma, salvo la moscatel. En este sentido, es importante destacar que el torrontés que conoció Damián Hudson tenía "aroma exquisito". Por lo tanto, se trata de un vidueño emparentado con alguna variante de moscatel, como por ejemplo, moscatel de Alejandría.
   La incorporación del nombre "torrontés" fue un hecho importante, resultado de un proceso cultural e intelectual: a.- Un observador (posiblemente Hudson o alguien anterior que no hemos podido conocer) detectó una variedad de uva distinta y buscó la forma de clasificarla; b.- No la pudo incluir dentro de las uvas francesas por sus características ampelográficas; c.- También se diferenciaba de las criollas conocidas hasta entonces pues era distinta de la uva negra, de las moscateles y de la uva de Italia. d.- De acuerdo a los usos y costumbres de la época, es probable que el autor haya realizado las consultas habituales a gente de "ciencia y conciencia", para finalmente deducir que se trataba de ejemplares de uva torrontés de origen riojano, y así lo consignó en el informe que elevó a los Anales de la Sociedad Rural Argentina. De acuerdo al estado actual de las investigaciones sobre el tema, se puede considerar que la cepa española no entró físicamente a las viñas cuyanas, pero ocurrió algo importante, pues se importó su denominación. En efecto, aunque físicamente no se haya trasladado la planta desde La Rioja española hasta Mendoza, sí se trasladó su nombre, el cual se utilizó para denominar la nueva variedad que había nacido en América.
   El uso del nombre torrontés se difundió cada vez más en la región y fue nuevamente utilizado por Eusebio Blanco en 1870. En su afán de promover el mejoramiento de la vitivinicultura en la Argentina, Blanco tradujo al español el tratado de vinificación de Henry Machard, con la incorporación de comentarios sobre las viñas locales. Al enumerar las variedades que se cultivaban en Mendoza, distinguió racimos rosados, tintos y blancos; entre estos últimos incluyó la uva "sauvignon, llamada vulgarmente torrontés o correntosa" (Blanco, 1870: 10).
   La confusión de nombres en torno al torrontés se prolongó en los siguientes 150 años. Para complicar más la situación, hay que considerar la evolución paralela de tres variantes: torrontés riojano (llamado malvasía en San Juan y moscato d'Asti en Mendoza), el torrontés sanjuanino (moscatel de Austria en Chile, moscatel Romano en Mendoza) y el torrontés mendocino (chichera, palet, loca blanca en Río Negro). Fueron necesarios muchos años de investigación para terminar de definir las identidades de estas cepas. En este sentido, fue relevante la ampelografía de Alcalde (1989), quien estableció las diferencias entre estas variedades y las cepas europeas, a la vez que aclaró sobre las confusiones generadas por sus nombres, señalando: "no conocemos su origen pues aún no se ha podido identificar con alguna variedad europea y conocer así sus antecedentes en el viejo mundo" (Alcalde, 1989: 199). Pero, en definitiva, de las tres variantes de torrontés (mendocino, sanjuanino y riojano), la más importante es el torrontés riojano, pues es la única uva criolla originada en América, de alto valor enológico y relevancia comercial que ha logrado un notable reconocimiento en el mercado, constituyendo la segunda exportación de vinos blancos de Argentina.

6. Conclusiones

   El estudio ha examinado el período menos conocido de la viticultura de Argentina y Chile: se trata del lapso que va desde la conquista española hasta la introducción de las cepas francesas (1550-1850). Sobre un total de 3,5 millones de plantas relevadas, las fuentes entregaron información de la variedad de 115.169 ejemplares (3,33%). A partir de esa documentación se han alcanzado las siguientes conclusiones.
   1.- Se confirma que la uva negra fue el cultivar más difundido en la viticultura tradicional de ambos países. Los datos compulsados revelaron la presencia de 64.505 ejemplares (56%). Por testimonios de cronistas y viajeros se sabe que ésta era la cepa hegemónica. Muchas veces los notarios no lo aclaraban, pero, por defecto, se interpreta que, cuando no se mencionaba la variedad, se trataba de uva negra. Casi la totalidad de las viñas estaban dedicadas en forma exclusiva al cultivo de este vidueño.
   2.- La segunda cepa en importancia fue la moscatel. Los registros identificaron 43.382 casos. El cultivar moscatel representaba el 85% de las variedades distintas de la uva negra. Introducido a comienzos del siglo XVII, la uva moscatel logró también una buena adaptación a la región. Se propagó en todo Chile, pero principalmente en Cuyo, donde llegó a representar cerca de un quinto de las cepas cultivadas en la primera mitad del siglo XIX. Dentro de los moscateles se registraron algunas variantes como moscatel blanco, rosado y negro.
   3.- También se cultivaron otras variedades menores, entre las cuales se destacaron la uva blanca (1.638 ejemplares) y el mollar de América (1.152), las cuales representaron respectivamente el 3,2% y el 2,2% de los vidueños distintos de la uva negra. Menor propagación tuvo la uva colorada (9), albilla (2) y sanjuanina (1). Algunas de ellas ingresaron temprano, a comienzos del siglo XVII, como la uva mollar y albilla. La presencia de estos vidueños fue acotada, pero permitió avanzar en la diversidad, riqueza vitícola y especialización cultural.
   4.- Mayor trascendencia comercial alcanzó la uva de Italia, tercera variedad más relevante en la región: se registraron 4.480 ejemplares (8,8% de las cepas diferentes a la uva negra). Introducida a comienzos del siglo XVIII por los jesuitas en la viña de Mendoza, logró adaptarse satisfactoriamente a los suelos y climas de la región. Rápidamente se difundió a las viñas laicas de ambos lados de la cordillera de los Andes. La propagación de la uva de Italia entre viñas donde abundaba la uva negra, generó las condiciones para el origen del torrontés. Éste surgió entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX; al principio convivió en forma silenciosa con otras variedades, hasta que fue detectado como cepa distinta al comenzar el tercer tercio de esa centuria; por error, se le denominó torrontés, por considerarlo similar a la cepa española homónima de La Rioja; pero en realidad, lo que viajó a América fue el nombre y no la planta. Tal como ha señalado Alcalde (1989), no existe coincidencia ampelográfica entre el torrontés argentino y el torrontés español. Al contrario, como ha descubierto Agüero (2003), el torrontés argentino proviene de la combinación genética de uva negra y uva de Italia (moscatel de Alejandría).
   5.- De acuerdo a las fuentes examinadas hasta ahora, se puede estimar que el torrontés nació en Mendoza. La causa aparente se encuentra en el liderazgo de los jesuitas. Ellos introdujeron el cultivo de la uva de Italia en la viña del Colegio de Nuestra Señora del Buen Viaje, y desde allí, se propagó por la región. Los jesuitas mantuvieron el interés en este cultivar durante casi todo el siglo XVIII, y lo recomendaron, tal como se refleja en los escritos del expulso anónimo de fines de esa centuria. En estas condiciones, la cepa moscatel de Alejandría se expandió por buena parte del espacio vitivinícola de Chile y Argentina, pero Mendoza fue su principal polo de interés. Por lo tanto, su integración genética con la uva negra pudo ocurrir en cualquier zona de esta región, teniendo Mendoza mayores oportunidades. Además, el informe hasta ahora más antiguo que menciona la existencia de torrontés, también corresponde a Mendoza.
   6.- Sobre la base biológica de la uva negra, introducida y propagada por los conquistadores españoles, y la uva de Italia aportada por los jesuitas, el trabajo de los viticultores chilenos y argentinos contribuyó al proceso de selección natural y cultural que hizo posible el nacimiento del torrontés, única cepa criolla de alto valor enológico y actual variedad emblemática de los vinos blancos argentinos.

Notas

(1) Pablo Lacoste: es doctor en Historia (Universidad de Buenos Aires), doctor en Estudios Americanos (Universidad de Santiago de Chile, USACH), y profesor titular del Instituto de Estudios Avanzados (USACH); José Antonio Yuri: es doctor en Ciencias Agrarias (Technische Universität München-Alemania), profesor titular de la Universidad de Talca, UTalca y director del Centro de Pomáceas (UTalca); Marcela Aranda: es doctora en Historia (Universidad Nacional de Cuyo, UNC), profesora adjunta (UNC) y pos-doctoranda de la USACH; Amalia Castro: es licenciada en Historia (Universidad Finis Térrae), master en Estudios Amerindios (Universidad Complutense de Madrid, UCM), doctoranda en Cuestiones Históricas y Antropológicas de América Latina (UCM) y docente de la Universidad Católica Silva Henríquez; Katherine Quinteros, Natalia Soto y Mario Solar son licenciados en Historia graduados en la Universidad Andrés Bello, USACH y Universidad Nacional de San Juan respectivamente. Además, K. Quinteros es alumna del magister en Historia de la Universidad Católica de Santiago y M. Solar es alumno del doctorado en Historia (UNC); Jocelyn Gaete y Javier Rivas: son estudiantes de la carrera de Historia (USACH).

(2) Así se ha reflejado en los estudios de Acevedo (1958, 1982, 1999), Maurín Navarro (1967), Mishkin (1975), Segreti (1981), Silva (1969, 1982), Barrionuevo (1979), Retamal Ávila (1985), Rice (1989, 1993), Coria (1989, 2006); Amaral (1990), Del Pozo (1999), Mayo (2000), Huertas Vallejos (2004); Corona Páez (2004 y 2006), Muñoz, (2001, 2005 y 2008), Cortés Olivares (2005); López Chávez (2001 y 2005), Solar Mancilla (2005), Lacoste (2004, 2006, 2007, 2010), Barentzen (2005), Soldi (2006), Rivera Medina (2005, 2006 y 2007) y Premat (2007), y Aballay Meglioli (2008) entre otros.

(3) Se procesaron 1.028.086 cepas de la jurisdicción de Santiago, 533.218 de Mendoza, 492.485 de Cauquenes, 491.988 de La Serena, 309.312 de San Fernando, 269.533 de San Felipe, 223.146 de Parral, 110.652 de San Juan, para totalizar 3.458.420 plantas. Desde el punto de vista cronológico corresponden 5.000 al siglo XVI, 302.152 al XVII, 925.736 al XVIII y 3.458.420 al XIX.

(4) "Cepa de las más vigorosas y rústicas. Sarmiento grueso, duro. Hojas irregulares en la misma planta, pero en general grandes, muy sinuosas, color verde amarillento; senos profundos, dando lóbulos puntiagudos. Racimo grande, enorme a veces, flojos, ramificado, sostenido por fuerte pedúnculo. Uvas redondas, más bien chicas, de hollejo grueso, taninoso. Pulpa azucarada, sabor simple, buena para comer" (Rojas, 1901: 93).

(5) Herrera y Tordesillas, A. Década VIII. Libro VII, Capítulo X, 1551, 201.

(6) Citado en Muñoz, J. G. (2008).

(7) Codicilio de doña Mayor Carrillo, Mendoza, 5 de agosto de 1648. Archivo Histórico de Mendoza (AHM), Protocolo nº 14, Folio 11.

(8) Testamento de Diego Pizarro del Pozo, La Serena, 28 de enero de 1643. Archivo Nacional de Chile (AN), Fondo Notariales La Serena (FNLS), Volumen 4, Folio 12.

(9) Inventario de bienes del capitán Diego Pizarro del Pozo, Valle de Limarí, La Serena, 11 de setiembre de 1655. AN, FNLS, Volumen 4, Folio 34v.

(10) Testamento de Fernando Martínez de Medina. San José de Curicó, 29 de enero de 1674. AN, Fondo Notariales de Talca (FNT) Nº 3, Folio 294.

(11) Inventario de bienes de don Clemente Godoy, Mendoza, 17 de agosto de 1744. AHM, Carpeta 246, Documento 21, Folio 9 v.

(12) Inventario de bienes de Miguel de Arizmendi, Mendoza, 4 de mayo de 1748. AHM, Testamentaria de Miguel de Arizmendi, 1748, Folio 118 v.

(13) Inventario de bienes de Joseph de Coria, Mendoza, 1 de octubre de 1750. AHM, Carpeta 238, Documento 10, Folio 9 v.

(14) Tasación de bienes de Beatriz Moyano, Mendoza, 8 de noviembre de 1751. AHM, Carpeta 274, Documento 3, Folio 5 v.

(15) Testamento de Juan Crisóstomo Jiménez, Mendoza, 13 de noviembre de 1758. AHM, Protocolo de Escribanos nº 71, Folio 130 v.

(16) Testamentaria de Antonia de Coria, Mendoza, 9 de noviembre de 1767. AHM, Carpeta 239, Documento 11, Folio 21.

(17) Temporalidades de los Jesuitas, Mendoza, 18 de setiembre de 1767: pp. 204 y 206.

(18) Tasación de bienes de Ignacio Moyano. Mendoza, 24 de mayo de 1794. AHM, Carpeta 259, Documento 1, Folio 2 v.

(19) Testamento de José Maria Videla, Mendoza, 18 de noviembre de 1859. (La tasación se realizó en 1863). AHM, Carpeta 62, Documento 1, Folio 37.

(20) Inventario de bienes de Petronila Miranda, San Fernando, 20 de abril de 1784. AN, Fondo Judiciales San Fernando (FJSFdo), Legajo 21, Pieza 7, Folio 24.

(21) Inventario de bienes de Casimiro Rodríguez. San Juan, 18 de agosto de 1838. Archivo Provincial de San Juan (APJSJ), Carpeta 30, Tercer Estante, Folio 4.

(22) Herrera y Tordesillas, A. Década VIII, Libro VII, Capítulo X, 1551, 201.

(23) Citado en Muñoz, J. G. (2008).

(24) Inventario de bienes del capitán Diego Pizarro del Pozo, Valle de Limarí, La Serena, 11 de setiembre de 1655. AN, FNLS, Volumen 4, Folio 34v.

(25) Inventario de bienes de Andrés Callejas, Los Diaguitas, 27 de octubre de 1841. AN, FNLS, Volumen 91, Folio 366 v.

(26) Tasación de bienes de doña María Santander, Santiago, 1823. AN, Fondo Judiciales Santiago (FJStgo), Volumen 412, Pieza 3, Folio 3.

(27) Don Julián Sánchez Erázuriz de mandato por el doctor don José Santos Errázuriz sobre el cobro de pesos, 1841-1850. AN, FJSgo, Volumen 328, Pieza 3, Foja 12.

(28) Tasación de casa de doña Mariana Escobar, Santiago, abril de 1849. AN, FJSgo, Volumen 332, Pieza 3, F. 5.

(29) Tasación de bienes de don Calisto Erazo, Santiago, 3 de setiembre de 1844. AN, FJSgo, Pieza 4 (1844-1845), Folio 115. Esta es la única referencia que hemos encontrado de uva colorada. No se ha podido identificar a qué variedad corresponde.

(30) Tasación de bienes de la quinta situada en el callejón de Asolas, Santiago, 3 de julio de 1848. AN, FJSgo, Volumen 388, Pieza 14, Folio 4 v.

(31) Inventario de bienes de Andrés Callejas, Los Diaguitas, 27 de octubre de 1841. AN, FNLS, Volumen 91, Folio 361 v.

(32) Libro del Gasto de los Jesuitas, Mendoza, octubre de 1701. AHM, Eclesiástico Colonial, 279: 1, Folio 70.

(33) Libro del Gasto de los Jesuitas, Mendoza, enero de 1703. AHM, Eclesiástico Colonial, 279: 1, Folio 76.

(34) Testamento de Juana Carrizo, San Juan, 1 de setiembre de 1731. Archivo General de la Provincia de San Juan (AGPSJ), Fondo Tribunales, Caja 3, Carpeta 18, Documento 8, Folio 1 v.

(35) Testamento de Simón de Videla Pardo, Mendoza, 3 de noviembre de 1733. AHM, Protocolo 4, Foja 44.

(36) Tasación de bienes de José Ríos, Mendoza, 15 de abril de 1868. AHM, Carpeta 49, Documento 18, Folios 3 - 3 v.

(37) Partición de bienes de don Ignacio Chacón, San Fernando, 3 de noviembre de 1767. AN, FJSFdo, Legajo 11, Pieza 22, Folio 10. Inventario de bienes de Petronila Miranda, 20 de abril de 1784. AN, FJSFdo, Legajo 21, Pieza 7, Folio 4.

(38) Inventario y partición de bienes de Fernando Mardones, 12 de marzo de 1790. AN, FJSFdo, Legajo 49, Pieza 6, Folio 24.

(39) Inventario, información y avalúo de la hacienda de viña y tierras del Valle del Elqui que fue de los padres jesuitas. La Serena, octubre de 1767. AN, Fondo Jesuitas de Chile (FJCH), volumen 5, pieza 4, folio 247.

(40) Inventario de bienes de Javier Rojas. La Serena, 25 de setiembre de 1775. AN, FNLS, Volumen 10, Folio 386 v.

(41) Inventario de bienes de Fernando Varas, La Serena, 16 de enero de 1819. AN, FNLS, Volumen 68, Folios 6 v - 7.

(42) Tasación del sitio de Juan Villalobos, La Serena, 28 de mayo de 1827. AN, FNLS, Volumen 73 Folio 120.

(43) Escritura de arriendo, Coquimbo, 18 de agosto de 1828. AN, FNLS, Volumen 74, Folio 246 v.

(44) Tasación de bienes de de Francisco Bascuñán y Ovalle, La Serena, 12 de marzo de 1836. AN, FNLS, Volumen 86, Folio 411v.

(45) Inventario de bienes de Andrés Callejas, Los Diaguitas, 27 de octubre de 1841. AN, FNLS, Volumen 91, Folio 366.

(46) Tasación de la huerta Chañaral, provincia de Coquimbo, departamento de Ovalle, subdelegación Guatulana, 22 de agosto de 1850. AN, FNLS, Volumen 102, Folios 542-542v.

(47) Inventario de bienes de Isabel de Espinosa, viuda del doctor don Francisco Sánchez de la Barrera, presidente de la Real Audiencia. Santiago, 21 de abril de 1773. AN, FJSgo, Volumen 339, Pieza 5, Folio 95.

(48) Embargo y tasación de finca. Santiago, 1 de julio de 1780. AN, FJSgo, Legajo 105 Pieza 1, Folio 52.

(49) Inventario de bienes del finado don Nicolás de Gandarilla, chacra de Macul, doctrina de Ñuñoa, Santiago, 14 de octubre de 1805. AN, FJStgo, Volumen 407, Pieza 1, Folio 18.

(50) Retasación de los bienes de don Juan Jerónimo de Ugarte, Santiago, 12 de enero de 1821. AN, FJStgo, Legajo 15, pieza 9, Folio 11v.

(51) Inventario de bienes de doña Josefa Coral, Santiago, 20 de julio de 1831. AN, FJSgo, Legajo 266, Pieza 5, Folio 15.

(52) Partición de bienes de Micaela Frías, Santiago, 1841. AN, FJSgo, Legajo 383, Pieza 17, Folios 28-30v.

(53) Inventario de bienes de Pedro Antonio Pérez. San Felipe, 3 de Octubre de 1787. AN, Fondo Judiciales San Felipe (FJSFpe), Primera Serie. Legajo 42.Pieza 18. Folio 51.

(54) Inventario de bienes de Jerónima Ojeda. Valle de Curimón, partido de Aconcagua, 9 de mayo de 1791. AN, FJSFpe, civiles, Legajo 39, Pieza 9, Folios 6-7.

(55) Tasación de bienes de don Francisco de Borja de Fuentecilla, Valle de Curimón, jurisdicción de San Felipe el Real, 26 de febrero de 1800. AN, FJSgo, Legajo 374, Pieza 2, Folio 54 v.

(56) Tasación de bienes de la Estancia Margarita, Cauquenes, 29 de abril de 1804. AN, Fondo Judiciales de Cauquenes (FJCQ), Legajo 24, Pieza 8, Folio 2.

(57) Tasación de bienes de Francisco Bascuñán y Ovalle, La Serena, 12 de marzo de 1836. AN, FNLS, Volumen 86, Folio 411v.

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Fecha de recibido: 23 de junio de 2009.
Fecha de publicado: 28 de julio de 2010.

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