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Mundo agrario

versión On-line ISSN 1515-5994

Mundo agr. vol.13 no.25 La Plata dic. 2012

 

DOSSIER

Tributo y armas en Bolivia. Comunidades indígenas y estrategias devisibilización ciudadana, siglo XIX (1)

 

Marta Irurozqui Victoriano

GEA-CCHS-CSIC, Madrid. España
marta.irurozqui@cchs.csic.es

Tribute and weapons in Bolivia. Indigenous communities and strategies of visibility citizen, 19th century

 


Resumen
El artículo aborda la acción y la capacidad transformadoras de los procesos políticos nacionales ejercidas por las comunidades indígenas bolivianas a lo largo del siglo XIX, a partir del desempeño de las funciones cívicas de trabajador-contribuyente y de soldado de milicias. Tales actividades las hicieron sujeto y objeto de un complejo proceso de ciudadanización y desciudadanización en un contexto de sufragio censitario en el que la violencia y la ley coadyuvaron en el proceso de institucionalización del Estado.

Palabras Clave: Comunidades indígenas; Estado; Ciudadanía; Tributo; Violencia política; Pueblo en armas; Constitucionalismo siglo XIX.

Abstract
The article deals with national action and transforming political processes capacity exerted by the Bolivian indigenous communities during the 19th century from the performance of the civic functions trabajador-contribuyente and militia soldier. Did such activities subject and object of a complex process of improvement and desciudadanizacion in a context of suffrage based on which violence and the law helped in the process of institutionalization of the State.

Key words: Indigenous communities; State; Citizenship; Tribute; Political violence; Weapons; Constitutionalism 19th century.


1. Presentación

Con el telón de fondo de la "Masacre de Mohoza" de 1899 (2), a inicios del siglo XX la población aymara del Altiplano, y con ella la población indígena en general, fue declarada en los tribunales inhábil para participar en calidad de sujeto político en la nación boliviana y, debido a su incapacidad para desprenderse de su ignorancia recalcitrante y sus costumbres arcaicas, de sus anhelos de revancha étnica histórica y de un pasado de degeneración racial, fue condenada, sino al exterminio, sí a una subordinación natural. Esa percepción de la cohesión social nacional a partir de clichés étnicos naturalizó el conocimiento pretérito de la acción pública del indígena en la medida en que la narrativa sobre su desinterés o incapacidad para insertarse en la sociedad a causa de su ajenidad y resistencia a la nación tornó impensable considerarlo un actor positivo en la construcción de la misma. Aunque esa elaboración discursiva sobre su inmutabilidad identitaria precolonial ha moldeado la producción historiográfica de los siglos XX y XXI, y ha asentado dos tópicos complementarios sobre el indio -subvertidor de la modernidad y excluido de la sociedad por la maldad congénita de las elites (3)-, su constante acción política siguió desmintiendo su encasillamiento como un "otro" inalterable en el tiempo y ajeno a los intereses de la nación por ser ésta siempre contraria y perjudicial a la conservación de su identidad grupal y a su devenir histórico. De hecho, fue esa descalificación social sobre sus capacidades públicas y políticas la que obligó a esta población a continuar interviniendo en la conformación nacional, debido a que le generó una mayor necesidad de conquista de ese espacio en calidad de legítimos miembros del mismo.

Con el objetivo de poner en valor las dimensiones históricas de sujeto político y de sujeto nacional republicano desarrolladas por la población englobada bajo la compleja categoría indio/indígena, este texto va a abordar el modo en que a lo largo del siglo XIX actuó para obtener oportunidades de existencia social individual y corporativa, sosteniéndose que esa búsqueda de restitución de recursos comunitarios y de fortalecimiento de espacios jurisdiccionales se realizó a partir de referentes de tradición política compartidos con el resto de la sociedad. Tal acción a favor de su reconocimiento público favoreció tanto la conversión de demandas locales corporativas en problemas nacionales, como la institucionalización del Estado en el medio rural. Con esta perspectiva, que subraya la capacidad de los sujetos colectivos e individuales para alterar el desarrollo de un espacio o territorio, y que cuestiona el reducir a resistencia la acción de las sociedades locales frente a las dinámicas de ciudadanización y politización de la sociedad (Guaraglia, 2010), se insiste, desde la complejidad y las ambiguedades que conlleva toda categoría identitaria (Grieshaber, 1985: 45-63; Mucke, 1999: 219-232; Barragán, 2000: 143-167; Lavaud y Lestage, 2002: 11-50; Irurozqui, 2009b:231-284), en que las marginaciones experimentadas por la población indígena se sustentan en factores múltiples y, en ocasiones, contradictorios, que no sólo no le impidieron formar parte activa de la construcción nacional boliviana sino que la forzaron a hacerlo.

La centralidad de la acción política indígena en lo relativo a la definición gubernamental y a su inserción nacional van a abordarse a partir de analizar cómo la ciudadanía, en tanto institución con capacidad de resignificación social, se convirtió en un objeto de deseo para esta población; cómo se percibieron su adquisición y su disfrute y cómo cambiaron en el tiempo sus posibilidades y requisitos de acceso a la misma. Se discutirá sobre ello, no para establecer si los individuos designados como indios podían ser o no ciudadanos, sino para reconstruir las claves políticas y sociales que les podían permitir hacerlo. Si bien la conversión del indígena en ciudadano es un tema que ha comenzado a trabajarse en los últimos años (Escobar y Falcón (coords.), 2002; Guerrero (comp.); Irurozqui (ed.), 2005; Ortiz Escalonilla (coord.), 2005); Méndez (coord..), 2006; Quijada (ed.), 2011), todavía se mantiene la inercia historiográfica de considerar que tal fenómeno no se llegó a concretar de la manera esperada debido a la naturaleza intrínsecamente autoritaria, antidemocrática y antigua del mundo hispánico; se da por sentado que los indios no podían beneficiarse o interesarse por el nuevo sistema, tanto porque durante el periodo colonial la esclavitud a la que habían sido reducidos los había imposibilitado como sujetos políticos, como porque durante la etapa republicana las prácticas excluyentes de los criollos lo impedían. Consecuencia del calado social de esta lectura es que, pese a que las leyes republicanas no incluían restricciones de participación ciudadana específicas para ellos, se haya hecho mayor hincapié académico en los elementos que los desahuciaban de la ciudadanía que en aquellos otros que los autorizaban al disfrute de la misma. Frente a la doble postura, primero, considerar cualquier elemento limitador de la ciudadanía como maquinado contra los indios para mantenerlos marginados de la nación y no como claves generales políticas de reorganización social; y, segundo, ignorar el valor universalista de las leyes frente a las prácticas sociales, este texto pretende ofrecer una visión renovada de su inserción pública, basada en dos funciones cívicas desarrolladas bajo los parámetros patrióticos de utilidad, solidaridad y servicio a la sociedad: trabajador-contribuyente y soldado de milicias.

Antes de narrar el modo en que a lo largo del siglo XIX y en un contexto de sufragio capacitado/censitario los indios fueron socialmente considerados ciudadanos y se autopercibieron como tales, es preciso exponer brevemente las claves conceptuales que sustentan tal operación comprehensiva. Para ello se ofrece una conceptualización que subraya la naturaleza historiable de la ciudadanía y matiza tres equívocos epistemológicos: su vocación igualitaria y universalista; su reducción nominal al voto; y la vinculación mecánica del sufragio censitario con la exclusión política. Así, se interpreta la noción de ciudadanía como un estado social de aceptación y reconocimiento públicos y de integración territorial, ambicionado tanto porque posibilitaba movilidad social como porque generaba poder al ser un estatus otorgador de existencia y respetabilidad sociales, y que, en tanto práctica, implicaba una constante iniciativa particular de intervención, participación y gestión de lo público. Tales actos se ejercitaban tanto bajo el amparo de las leyes como mediante su vulneración. La ciudadanía no ha sido, por tanto, sólo una institución jurídico-formal que articulaba los deberes y derechos legalmente reconocidos de la población de un Estado nacional. Constituía una aventura política colectiva, ambigua en su dinámica de inclusión y exclusión, y dependiente de las diferentes estrategias adoptadas por los diversos actores que participaban en el conflicto social, ya que fue entendida por éstos no sólo como un derecho universal sino también como una facultad que debía ser aprendida y un privilegio que debía ser ganado, siendo la lucha y la capacidad de acción de las fuerzas enfrentadas fundamentales en la ampliación y la reforma ciudadanas. Con independencia de lo establecido en las leyes, su adquisición y formalización públicas dependió del peso social que tuvieran sus dos componentes básicos: los deberes y los derechos.

El dominio de los deberes dio lugar a la ciudadanía cívica, constituida por sujetos colectivamente comprometidos con su medio, cuyos derechos procedían del libre e individual ejercicio de las obligaciones comunitarias; la conversión de los miembros del pueblo soberano en ciudadanos dependía de criterios como los de patriotismo, cooperación, servicio o utilidad a la nación. Mientras éstos estuvieron asociados a los valores comunitarios del bien común, la conversión del sujeto en ciudadano se articuló en torno al principio de vecindad. Al ser ésta una pauta de catalogación local y adscripción socioterritorial, sujetos de ciudadanía fueron todos aquellos individuos que sirviesen a la comunidad de manera reconocida por ésta y que al hacerlo expresasen virtudes cívicas en favor de la patria; buen ejemplo de ello son las figuras del trabajador productivo, el contribuyente (o tributario) y el vecino armado. En contrapartida, la primacía de derechos individuales â€"en concreto, de los derechos civiles-conformó la ciudadanía civil, mucho más cercana al pensamiento liberal conservador. Esta segunda modalidad de ciudadanía estaba integrada por consumidores o poseedores exclusivos de derechos, quienes para su disfrute no estaban obligados al cumplimiento de "cargas" colectivas o a la demostración de méritos comunitarios, sino sólo al respeto de la ley. En torno a las décadas de 1870, 1880 y 1890, sin producirse necesariamente cambios en la legislación electoral y en un contexto en el que, en aras de la estabilidad gubernamental y del devenir constitucional se reducía la capacidad soberana del pueblo ligada al recurso revolucionario y en el que la ciencia de la época legitimaba una narrativa de racialización de la política a partir del criterio de progreso, comenzó a tomar cuerpo una corriente de opinión política y pública que provocó la progresiva sustitución de la primacía del reconocimiento local y del refrendo comunitario en el cumplimiento de la norma característica de la ciudadanía cívica por la supremacía de ésta en la definición de quiénes debían ser ciudadanos. Ahora, la determinación de si un sujeto lo era o no ya no se podía resolver mediante la demostración, por parte del aspirante, de utilidad, cooperación y compromiso patrióticos, sino que dependía de su grado de civilización en términos de homogeneidad cultural; eran individuos ajenos a los que se quería ciudadanizar y no a los sospechosos de taras arcaicas o corporativas quienes debían estimarlo (Irurozqui, 2000; Irurozqui, 2005a; Irurozqui, 2008: 57-92).

El estudio sobre el modo en que los indios se vieron afectados por los cambios de la tipología ciudadana mencionada se estructurará en tres acápites. Mientras el primero está referido al entramado jurídico normativo del sufragio censitario y a las discusiones de las que resultó y a que dio lugar, el segundo y el tercero abordan la conversión del tributo y del recurso a las armas en instrumentos de materialización ciudadana, cuestionándose con ello los tópicos que niegan la presencia del Estado en el espacio rural, que restringen la acción pública indígena al ámbito local y que dudan de su participación transformadora de los procesos políticos nacionales.

2. Los indios y la normativa ciudadana

Las Cortes de Cádiz concedieron a los indígenas el pleno estatuto de ciudadanía sin despojarlos de sus privilegios legales (Constitución 1812, art. 18: 8), refrendando con ello lo dicho por la Comisión ultramarina de las Cortes de Cádiz (Diario, 1811: 460) referente a que "los indios eran iguales a los españoles para todo y en todo lo que no se opusiese a sus privilegios concedidos por unas causas justísimas y que aún subsistían". La Constitución boliviana de 1826 revocó el sufragio universal masculino e impuso que la ciudadanía sólo podían ejercerla los varones mayores de edad, alfabetos, con propiedad o renta no adquirida en calidad de domésticos (1826, arts. 14 y 18: 179). A través del modo en que fueron discutidos y entendidos estos requisitos en la Asamblea Constituyente de 1826 encargada de la redacción constitucional, se muestra a continuación bajo qué códigos sociales y mediante qué condiciones políticas podían asumirse los indígenas como ciudadanos.

En las sesiones del 16 y 21 de agosto, el único de los tres requisitos que causó una discusión prolongada y fue posteriormente modificado fue la exigencia constitucional de saber leer y escribir. Durante el debate, el ministro de gobierno y otros diputados dejaron claro en reiteradas ocasiones que esa medida no estaba dirigida a la población indígena, con el objetivo de castigarlos o de "contraerlos", sino a todos aquellos bolivianos iletrados, tal como figuraba en otras constituciones europeas. Los diputados a favor de la exigencia de ser alfabeto alegaron, así, que no serlo provocaba dos males interrelacionados: primero, el desconocimiento de la constitución y de las funciones que tenía que ejercer el cuerpo electoral; y, segundo, la permanencia a merced de cualquier influencia y seducción externas "de los superiores que les leerían las leyes como mejor les conviniese". En ambos casos, el resultado serían errores de grave trascendencia política que al ser cometidos por una porción importante de la población del país pondrían en peligro su desarrollo. Sin embargo, estas objeciones no iban encaminadas a "privar a los indígenas de la ciudadanía, sino a ponerles para ejercerla un impedimento que estaba en su mano levantar" y, así, conseguir estimularlos en la adquisición de "las luces" necesarias para aprovechar "sus talentos y su virtud" y situarse socialmente donde estos merecimientos los llevasen. De lo contrario, no deberían "mezclarse en los actos públicos", ya que "la soberanía en los gobiernos representativos no debe ejercerla el pueblo sino los que tengan las luces suficientes para hacer su felicidad" (Redactor 1826, 418-420, 444-446 y 452).

En rechazo a ese razonamiento, otros diputados expusieron cuatro argumentos. El primero se refería a que esta población había gozado del derecho al voto durante el gobierno constitucional español; luego, impedirles su disfrute "podía acarrear mil males", al llevarlos a comparar la situación en la que se hallaban en el pasado con aquella en la que iban a encontrarse "bajo un gobierno libre". Además, esa experiencia electoral había demostrado que no sólo eran "superiores a las clases inferiores de la Europa", sino que conocían muy bien sus intereses aun sin saber leer y escribir, porque "para dar un voto se necesita cuanto más de sentido". De hecho, "votaban según su opinión, denegándose a sugestiones extrañas" y poseían más aptitud que otros "para elegir sus inmediatos superiores, por haberlos experimentado muy de cerca". El segundo señalaba que era difícil evitar que los poderosos ejercieran influencia social, ya que todos los cuerpos colegiados estaban sometidos a la influencia de tres o cuatro individuos de su seno. Por tanto, lo único que podía hacerse al respecto era esperar que ésta estuviese regulada "por la acción popular, por la libertad de prensa y por las penas que señala la misma Constitución contra los que compran los votos". De ello daban fe dos hechos. Por una parte, los indios actuarían con discernimiento tanto porque "desde el año ochenta tenían ideas de libertad, aunque no de ilustración", como probaba "que a pesar de ser estúpidos", después de que "oyeron el grito de libertad se levantaron en masa para defenderla" por conocer "los bienes que ésta debía traerles"; y, por otra, porque "los actuales diputados han sido electos por los que lo fueron por esos hombres a quienes llaman enteramente estúpidos". El tercer argumento planteaba que la mayor parte de la nación estaba "compuesta de la clase indígena" y que "eran dueños del país y más naturales que los blancos". Era injusto privarlos del voto si no habían tenido culpa alguna de no saber leer ni escribir, y resultaba mucho más conveniente que se exigiese que esa condición tuviese efecto a los diez años "para estimular así a los indígenas a que procurasen instruirse". Cuando esto se hubiera generalizado, sería tiempo de dictar leyes análogas; mientras tanto, era prioritario "conformarse a la opinión nacional". Y el cuarto argumento mostraba que en el país había "infinidad de propietarios y de otros hombres de aptitudes" que eran analfabetos, de manera que si sólo la cuarta parte de los bolivianos sabía leer y escribir, el Congreso iba a establecer a ciencia cierta una aristocracia del Estado. Esto era contrario al principio de que la soberanía residía en el pueblo. Si éste lo componían todos los bolivianos, "siendo indígenas cuanto menos las dos terceras partes de estos", su exclusión no sólo sería contraria a la voluntad general sino que "extinguiría el principio motor de la prosperidad pública, el amor de la patria, pues los indígenas no podrían amar a una patria que los desconoce: de suerte que si no participan en todos los bienes de la sociedad, el pacto social respecto a ellos será nulo y de ningún valor, quedando la mayor parte del país sin representación" (Redactor 1826: 418-420, 444-447, 451-452 y 469).

Como resultado de la discusión se impuso la opinión de que "no era gracia sino justicia la que se haría a los indígenas y demás clases que se hallan en el mismo caso concediéndoles la ciudadanía" y se pospuso para el año 1836 la petición de saber leer y escribir para ejercer el voto. La aceptación de la medida, aunque no de la fecha de entrada en vigor, daba cuenta de que todos los participantes en la asamblea estaban de acuerdo acerca de que sólo la ilustración garantizaba un correcto ejercicio de la soberanía (Redactor 1826: 418-452, 469-475). Por tanto, si se admitía el retraso de su exigencia era por un doble convencimiento. Por un lado, el supuesto descuido educativo del que se acusaba al régimen español no podía mantenerse bajo un régimen representativo; de ahí que se asumiera que la instrucción pública debía ser una prioridad estatal (4). Por otro lado, aunque se era consciente del alto porcentaje de iletrados, se consideraba también que instruirse estaba "en manos de todos", porque con ello se probaba la voluntad de contribuir al bien general; lo que implicaba creer en el esfuerzo y el mérito personales como elementos acreditativos de ciudadanía. Si la "sacralidad de la ley" (5) por sí misma podía cambiar el mundo y construir el sujeto nacional a pesar de su pasado, la legitimidad de las nuevas instituciones públicas dependía de una hipotética o forzosa voluntad política de los ciudadanos más que de una identidad común (Quijada, 2004; Annino, 2005: 114-116). En este sentido, en un contexto en el que un objetivo fundamental del régimen constitucional era reducir a normas comunes la lucha política en una sociedad heterogénea atravesada por profundos desequilibrios sociales, el sufragio censitario a través de la exigencia de saber leer y escribir no buscaba discriminar entre "indígenas, blancos o negros", sino obligar a los bolivianos a tomar conciencia de su responsabilidad nacional (6).ésta abarcaba tanto una exigencia al Estado (Irurozqui y Galante, 2011: 7-24) de dignificar a la población dotándola de los conocimientos o medios necesarios, como una autoexigencia personal de aprender lo imprescindible para tener juicio propio y evitar influencias externas.

Si el requisito de saber leer y escribir fue muy discutido, no ocurrió así con los otros. Bajo el dictado de que "ser laborioso, sobrio y fiel en sus contratos" constituían los adornos que daban a un republicano acceso al "precioso título de ciudadano", hubo acuerdo acerca de que no tener "industria o profesión" era contrario al mantenimiento del orden y la tranquilidad públicas. Sin "industria ni ejercicio" era imposible que un individuo profesase amor a las instituciones, respeto a las autoridades o deseos por el bien de sus conciudadanos, debido al riesgo de estar "casi siempre dispuesto a vender su conciencia y a dejar corromper su alma a la venalidad". En consecuencia, la manera de distinguir a "los hombres que sólo mirasen la causa pública" de los que no lo hacían residía en el trabajo, en las propiedades o en las rentas consecuentes, ya que la actividad laboral ligaba a los nacionales a su país, y tornaba sus esfuerzos en beneficios colectivos y desnudándoles "de afecciones particulares" (7). La propiedad identificada con trabajo actuaba, así, de criterio para el pleno ejercicio de la ciudadanía, y la prosperidad económica era un objetivo esencial de la vida pública por entenderse como una prueba de la contribución del sujeto al bienestar de la comunidad. La asunción de la propiedad como posible resultado del desempeño de un empleo u oficio convertía a la nación de súbditos en una asociación de ciudadanos productivos. De ello resultaba que el mayor delito del boliviano era la condición de "vago". A éste se lo consideraba un vicio destructor de la "moral, el orden", de la dicha "de las familias y de la sociedad", sobre todo porque "el empleo en las democracias es una justicia a la que cada ciudadano se juzga acreedor", y en consecuencia eran indignos de la ciudadanía "la bestia, el salteador, el mendigo por su indolencia u ociosidad" (8).

Estas discusiones mostraban que estaba presente el principio de que los derechos se recobraban o adquirían a partir del cumplimiento de los deberes. Tal axioma quedaba aún más claro en un contexto de postguerra. Como en éste lo local y lo familiar estructuraba las relaciones cotidianas, no bastaba tener trabajo o propiedades, sino que era imprescindible que ello permitiera a quienes los poseyeran ser reconocidos como sujetos cooperativos por la comunidad en que se integrasen. Esto es, se necesitaba contar con una reputación social que atestiguara su contribución y compromiso públicos, que actuara como prueba de los lazos de los nacionales con "la naturaleza y la sociedad" y, en consecuencia, de virtud cívica. En este sentido, en la medida en que el trabajo no sólo era un factor de producción, sino también una expresión identitaria definida por la adscripción y el prestigio locales, su exigencia para el ejercicio de la ciudadanía hacía vigentes en ésta los atributos de la vecindad. Ello tuvo tres consecuencias: primera, favoreció que el domicilio constituyera un factor más poderoso que el parentesco en la definición de una identidad grupal; segunda, permitió que el trabajo/propiedad/renta y la residencia se erigieran como las dos calidades básicas que identificaban al ciudadano; y, tercera, hizo que la restricción electoral se basara en el principio de que los derechos estuviesen en relación con las cargas (Irurozqui, 2005c:451-484). A continuación, se verá qué cargas recaían sobre la población indígena, cómo éstas garantizaban la propiedad de la tierra a través del desempeño de un trabajo socialmente reconocido y demostrado por el tributo y cómo la ciudadanía se concedía en clave de servicio al Estado. Con respecto a este último aspecto, se discutirá también la conflictiva relación de alianza y enfrentamiento mantenida entre el Estado y las comunidades indígenas en torno a la propiedad de la tierra.

3. Amores y lodos de la tributación

Si William Lee Lofstrom (1983: 448) sostuvo que el fracaso de las iniciativas reformistas de Bolívar y de Sucre en materia agraria y fiscal perjudicó a los indios en su capacitación nacional como ciudadanos, pues permanecieron como víctimas explotadas y ajenas al discurrir nacional, Tristan Platt (1982 y 1986) (9) llamó la atención acerca de que la remodelación fiscal no afectaba sólo a la tenencia comunitaria de la tierra, sino que amenazaba también con minar toda la estructura regional de la comunidad. Ante ese hecho, y aprovechando las carencias financieras del Estado, la población indígena afectada optó por reeditar el pacto colonial por el que el tributo se mantenía como un servicio estatal que facilitaba el disfrute de los derechos territoriales, con lo que quedaban rehabilitados los mecanismos que convalidaban la autoridad estatal frente a los ayllus. Aunque la interpretación de Platt sobre la formación de un nuevo pacto colonial ha ayudado a comprender el apoyo indígena a la conservación del tributo, el hecho de que estudiase la negociación entre el Estado y las comunidades inserta en una lógica continuista del Antiguo Régimen ha limitado la comprensión del accionar político y su relación con la ciudadanía. Con la intención de abordar ese tema, este texto defiende que durante el periodo republicano la apuesta indígena de negociación con el Estado y de preservación territorial estuvo estructurada por referentes del orden político hispánico y virreinal que habían sido rearticulados y resignificados por lógicas extraídas de los principios y prácticas representativas de Cádiz en un contexto de guerra intra e intercontinental (Cortés, 1861: 46 y 125; Morales, 1925: 66; Soux, 2010; Irurozqui, 2012: 157-178). La incorporación nacional de los indígenas, en tanto sujetos fiscales organizados como una entidad corporativa que no socavaba la integridad del Estado y la del orden cívico que lo definía, se gestionó y negoció durante la primera mitad del siglo XIX a partir de las coordenadas aprendidas y aprehendidas con el primer liberalismo y su proyecto de reorganización territorial de fuerte impronta municipalista; de manera que cuando los valores que sostenían este sistema de referencias cambiaron también lo hizo la percepción pública y social de los indígenas, que se vieron forzados a recrear su existencia comunitaria en virtud de nuevos parámetros ideológicos, ante los que reaccionaban pero además interactuaban. De ahí que a continuación se vaya a examinar el valor del tributo como un elemento de legitimación ciudadana y la redefinición gubernamental de las funciones públicas de la población india a partir del pago del mismo. En lo concerniente a la relación entre el Estado y las comunidades indígenas a través del tributo se insistirá en la ambiguedad de la misma, ya que si, por un lado, la protección de las comunidades por parte del Estado asentaba el poder territorial de éste en el medio rural, por otro, la existencia corporativa de las primeras y sus reacomodos locales suponían un cuestionamiento de la potestad unitaria estatal.

A la concesión hecha a los indígenas por las Cortes de Cádiz del pleno estatuto de ciudadanía sin despojarlos de sus privilegios legales se añadieron la eliminación de los servicios forzados y de los castigos corporales y la abolición de la mita y el tributo. Se consideraron lesivos contra la libertad civil, el derecho de propiedad y la seguridad individual y se interpretaron contrarios al progreso agrícola y al ejercicio libre de "una profesión, arte o cualquier otro género de industria". Asimismo, se decretó la distribución de tierras, sin que ello implicase la abolición de las comunidades, cuya parcial escisión, según el Decreto del 4 de enero de 1813, quedó a juicio de los poderes locales (Rieu-Millan, 1990: 107-146). A juzgar por las promesas de los realistas y de los patriotas durante la guerra, tendientes a desarrollar medidas y actividades que favorecieran los intereses indígenas, las comunidades parecían estar de acuerdo con las nuevas disposiciones fiscales y contrarias a prescindir de los beneficios legales otorgados por la Constitución (Soux, 2011; Sala y Vila, 2011: 693728). Sin embargo, esta aparente posición favorable a la eliminación del tributo (Sotomayor, 1874:17-18) cambió durante el gobierno de Sucre.

Entre 1824 y 1825 Simón Bolívar había expedido una serie de decretos que afectaban el sistema de autoridades y de tenencia de la tierra de la población indígena. En nombre de "los progresos de la agricultura y prosperidad del Estado" se declaraba a los indios dueños de las tierras en posesión y se ordenaba la realización de nuevos repartimientos entre los indígenas desposeídos. Además, al reconocerse al Estado como el propietario legítimo de todas aquellas tierras que los particulares tuvieran en posesión precaria, no de aquéllas que hubiesen sido adquiridas en la época colonial a título de remate, composición o adjudicación, aquél los nombraba dueños de ellas, con la limitación de no poder enajenarlas hasta 1850, y determinándose que las tierras sobrantes de comunidad se venderían en beneficio público (Antezana, 1992: 25-37). Esta medida vino acompañada de la prohibición de utilizar el trabajo de los naturales sin pagar un salario y sin que le precediera un contrato libre y de la sustitución del tributo por una contribución general (10). Si las primeras disposiciones implicaban que las tierras poseídas por los indios como usufructo pasaban a convertirse en propiedades con títulos de dominio, las segundas suponían que se les otorgaba en materia agraria y fiscal igualdad jurídica frente a los demás bolivianos. Este último aspecto llevaba implícita la desarticulación del sistema comunitario y, por tanto, la pérdida grupal de autonomía jurisdiccional y territorial. Las razones para ello eran de doble índole. Por un lado, de acuerdo con la necesidad postindependencia de unidad territorial, de unicidad en el ejercicio del poder y de uniformización poblacional las antiguas estructuras corporativas podían actuar como micropoderes que impedían la integración de los indios a la sociedad republicana. Su eliminación a partir de la creación de una nueva clase de pequeños propietarios no sólo borraría las distinciones de casta, sino que les daría la oportunidad de contribuir a la creación de un próspero mercado de tierras y de productos agrícolas, y se terminaría, así, con la decadencia de las provincias, que provocaba trabajadores en posesión precaria o arrendamiento. Por otro lado, el Estado necesitaba financiarse y ello exigía una racionalización de las contribuciones fiscales. Bajo la consigna de que los españoles habían impuesto "a los pueblos excesivas contribuciones" con miras de enriquecerse sin trabajar (11) se hacía imprescindible encontrar un sistema contributivo que solucionase el gasto público "con el menor gravamen de los ciudadanos". En él tenían que participar todos los nacionales, ya que si el gobierno debía "proporcionar la más grande libertad a la industria para que los ciudadanos tengan más comodidades", ellos debían de un modo u otro "concurrir a las erogaciones de la nación" (12). De ese doble razonamiento resultó la decisión de Sucre de sustituir todos los impuestos, y con ellos el tributo indígena, por una única contribución directa. Sin embargo, esa medida no fue bien recibida.

Los argumentos en su contra fueron variados. En unos casos se consideraba que esta imposición era superior a las exigidas durante el periodo colonial, en otros que en los gobiernos libres no se debían pagar contribuciones (13), siendo los más aquellos que se negaban a aceptarla porque les convertía en tributarios "como a los indios". En respuesta a las protestas, el gobierno señaló que el objetivo de la nueva contribución era que los impuestos nacionales se repartiesen equitativamente entre todos los ciudadanos y que actuasen sólo en beneficio del Tesoro. El primer deber de todo nacional era servir a la patria y una forma fundamental de hacerlo consistía en cumplir las obligaciones que afectaban a los negocios públicos. Sólo así podrían disfrutarse los derechos que los bolivianos debían gozar y, por tanto, superar "el hábito de esclavitud y la apatía" legado por la dominación española y que dificultaba la adquisición de espíritu público, único modo de "formar el carácter republicano" (14). Además, si todos los habitantes del país debían ser por ley "protegidos, gobernados y juzgados" no tenía sentido que los indígenas continuaran "reatados al tributo, a vejámenes perpetuos, a fiestas y otros gastos del culto, a servicios personales" y a otra "multitud de contribuciones indirectas sobre los artículos de primera necesidad". Como ellos también tenían derecho a "una nueva vida", a salir del "estado de esclavitud política en que se hallaban" y a gozar de las comodidades y ventajas garantizadas "por las leyes y por las armas cuyo sostenimiento necesitaba gastos y rentas", nadie debía creerse "de una clase privilegiada" a ellos y menos "bajo un gobierno libre" (15).

Para sorpresa de Sucre, también la población indígena receló del nuevo impuesto. Oficialmente se dijo que su "repugnancia por la contribución directa" se debía a la conducta displicente de los gobernadores de las provincias a quienes se había encargado la formación del catastro, a la actitud de los caciques u otros "magnates" de persuadir a los comunarios para que pidiesen la restauración del tributo y evitar tener que aportar al fisco de acuerdo al valor de su ganado o a las diatribas de los curas acerca de que la ley no sólo sería "gravosa" sino que también les haría perder sus propiedades (16). Con independencia de que el empadronamiento no tuvo lugar pese a que el reglamento correspondiente fue aprobado el 29 de enero de 1826, de las consecuentes dificultades para recaudar a tiempo sin él los impuestos, de los intereses particulares y de los pasquines y anónimos que circularon en contra de la medida, lo cierto es que cuando se restableció el tributo el 31 de julio de 1827 (Sánchez-Albornoz, 1978: 190-199) no parece haber habido movilizaciones indígenas contrarias a su existencia.

Al revés de lo sucedido durante el gobierno de Sucre, durante el mandato de Andrés de Santa Cruz no hubo esfuerzos por eliminar la tributación indígena, sino más bien críticas a los experimentos "de los primeros héroes de la independencia y a la imprudencia con que abolieron las contribuciones". Como tras los desórdenes de la guerra no había tenido lugar el vigoroso crecimiento del comercio externo que daría fuertes ingresos a las aduanas y haría innecesarias las contribuciones directas impopulares, se hacía imperioso reconstruir la red de recaudación; lo que pudo hacerse con relativa eficacia gracias a la autonomía de facto de los tesoros departamentales, cuya capacidad de gasto, empezando por el pago de sus propios haberes, dependía directamente de lo que ellos mismos recaudasen. Así, ante "los delirios de las directas", Santa Cruz proponía para el aumento de los fondos públicos generalizar y rectificar las existentes, de manera que a los individuos hasta ahora exentos de todo gravamen se les fijara una contribución personal, ya que no valían en compensación los impuestos indirectos por estar también sujetos a ellos mujeres y niños. Tal decisión mostraba que la negativa a abolir el tributo no era un mero conservadurismo del pasado, sino que se inscribía en una redefinición del mismo acorde al desarrollo de una concepción cívica de las contribuciones. Se consideraba que sin ellas "no existiría ni la sociedad ni las garantías para su disfrute", ya que sin un pequeño sacrificio por parte de todos los bolivianos sería imposible mantener la administración del Estado y sostener su seguridad interior y exterior. Este esfuerzo tributario debía hacerse de forma proporcional a los bienes de cada individuo; con ello se reafirmaba el principio de reciprocidad de derechos y deberes según el cual, si había la obligación de dar y de servir más, había también el derecho de pedir y reclamar más (17). Como los que tributaban contribuían "al fondo público para las atenciones y gastos de la nación", tal acto les convertía en hombres necesarios y virtuosos, "verdaderos ciudadanos útiles al Estado", y no debía considerarse "ciudadano y ni aun boliviano" a aquellos que no lo hicieran, sino "ociosos, vagos y mal entretenidos" (18). Como "los ciudadanos más pobres y laboriosos" del país, como eran los indígenas en su calidad de comunarios, de colonos de fincas o de forasteros sin tierras, pagaban sus contribuciones, no sólo debía desarraigarse de la sociedad la idea de que tributar era contrario al ciudadano libre, sino asentarse la idea de que el pago del tributo (Sotomayor, 1874: 45) les permitía reclamar más y, por tanto, recibir del Estado mayores beneficios en concepto del deber cumplido. Al ser los indios percibidos "por sus útiles ocupaciones, por su condición miserable y por su falta de ilustración" necesitados de guía, tal ventaja fue establecida en términos de protección.ésta no resultaba contraria al principio liberal de igualdad formal, porque se insertaba en la lógica de que el Estado debía propiciar y garantizar la adquisición entre todos los bolivianos de las condiciones morales y materiales que los redimieran del pasado colonial y los tornara sujetos amantes del progreso y orden del país, de las leyes, de la buena moral y de la civilización. La regeneración de un pueblo no se consideraba la obra exclusiva del tiempo, sino que debían coadyuvar "los patrióticos esfuerzos de filantrópica conducta de los funcionarios públicos de la sociedad", ya que los inmediatos gobernantes debían ser "los celadores de su suerte y responsables de los abusos que la opriman" (19).

De ahí que las medidas protectoras para esta población que el gobierno había empezado a desarrollar desde 1829 tuviesen como objetivo regenerarla y "restablecer su dignidad ciudadana". En un principio, tales iniciativas se concretaron en órdenes coercitivas tendientes a impedir que "los curas, gobernadores, corregidores, caciques" empleasen "a la fuerza a estos ciudadanos en las labores de sementeras, casas u obras de su provecho" sin pagarles, que se les pidiera fondos para costear fiestas "involuntarias y caprichosas obsesiones" o que se les pegasen azotes. A ellas se añadieron decretos que les aseguraban la propiedad de la tierra en "cuya pacífica posesión" se hubieran mantenido por más de diez años o que les garantizaban que sus intereses comunes estuviesen representados "por medio de apoderados que nombren de acuerdo entre ellos, a quien deben instruir en sus derechos" para impedir el "influjo y sugestión de hombres díscolos" de los pueblos. Además, como los indígenas privados de la protección que les brindaban las leyes antiguas habían desmejorado de condición, y como las garantías constitucionales no los habían libertado de diferentes vejámenes, el gobierno se consideraba autorizado extraordinariamente a restituir el amparo de sus personas, propiedades y demás derechos a sus protectores. El resultado fue el restablecimiento en 1837 del Ministerio del Protector de Indígenas, aunque este cuerpo quedó derogado el 7 de julio de 1838 por no corresponder "a las esperanzas del gobierno ni mejorado la suerte de aquellos de cuya imbecilidad se ha abusado", con lo que las causas civiles y criminales de los indígenas fueron juzgadas de acuerdo a las leyes anteriores al decreto (20).

Si el gobierno debía instruir a los bolivianos "en las verdaderas virtudes sociales", éstos, en tanto miembros de una sociedad, debían contribuir con "un cierto caudal de bienes físicos, industriales o intelectuales" para originar la riqueza común (21). Tal intercambio definía la actividad laboral como un acto de consagración al servicio de la patria y, por tanto, la identificaba como una vía de adquisición de la ciudadanía. El modo en que los indios servían y eran útiles a la nación, y demostraban su espíritu de industria para ser asumidos como patriotas, residía no solo en el trabajo agrícola, sino fundamentalmente en que éste les posibilitaba tributar, y proveer así al Estado de recursos públicos (22). Y ello los colocaba en una posición central en la consolidación nacional del Estado en su calidad de benefactores del mismo. En este sentido, pese a que algunas medidas protectoras de Santa Cruz se dieron en el contexto de la guerra de la Confederación Perú-Boliviana y pueden pensarse destinadas a asegurarse el apoyo indígena, no tanto como soldados, sino como proveedores económicos a través del tributo o de impuestos patrióticos sobre la coca, puede afirmarse que remitían también a un proyecto de reafirmación estatal (Sotomayor, 1874: 73 y 302-304).

La defensa gubernamental del indígena conllevaba una reiterada crítica a los poderes locales que encerraba una voluntad política de reforzamiento de las competencias estatales.

En su esfuerzo de penetrar y de reestructurar la administración de lo público local, el Estado requirió estratégicamente explicitar su preeminencia en el control de las poblaciones a través de la defensa del mundo indígena visto como fuerza organizada que le ayudase a equilibrar a su favor el ejercicio de la autoridad. Tal requerimiento coincidía con la necesidad de las comunidades de un apoyo extralocal que les asegurase el disfrute de sus posesiones territoriales y de las ventajas jurisdiccionales que conllevaban. Esto resultaba en cierta forma acuciante debido a la supresión de los ayuntamientos constitucionales llevada a cabo por el gobierno de Sucre. Bajo el supuesto de que en un gobierno liberal los agentes del poder civil no podían dedicarse "a la administración de justicia", por el Decreto de 23 de enero de 1826 y por la Ley de 21 de junio de 1826 aquéllos se suprimieron, y se decidió que sus fondos pasaran al Tesoro y la jurisdicción de los alcaldes, a los jueces de letras (23). La reestructuración de los municipios, la reducción de sus funciones a las de ornato y policía y la consiguiente pérdida de competencias, como las de crear impuestos municipales, impartir justicia o, incluso, intervenir en actividades colectivas como la construcción de altares en la festividad del Corpus Christi, implicó que la población afectada buscara que el Estado les proporcionara otro tipo de régimen autonómico.éste consistió en un reconocimiento legal de prácticas territoriales de ejercicio del poder a través de la preservación de sus terrenos y del rescate de las comunidades como instituciones corporativas que se mantenían como tales debido a la indefensión de sus miembros. A cambio, tal restitución territorial confirmaría la creación de un entramado social de disciplinamiento de las fuerzas locales en términos de lealtad, donde los indios serían los agentes del Estado. El restablecimiento del tributo fue la vía para que éstos coadyuvasen al control de las autoridades locales del medio rural y originasen riqueza. Implicó dos acciones básicas.

Por un lado, fueron renovados las exenciones y privilegios gozados por los tributarios en la época colonial, y también fueron exonerados de otros impuestos -alcabala- y del servicio militar, y autorizados a organizarse como milicianos (24). Por otro, el aumento de la recaudación exigía que los comunarios hicieran más productivos sus terrenos y que dinamizasen el mercado con la comercialización de parte de sus cosechas. Ello supuso ampliar el número de tributarios mediante nuevos repartos de tierra, resolver el problema de la población rural que se "desincribía" de su comunidad originaria para escapar del control fiscal, empadronar a los contribuyentes, "incluso los denominados forasteros y mostrencos", y evitar la venta de los terrenos (25). El resultado inmediato de tales acciones fue que el fortalecimiento de la capacidad económica del Estado conllevara el fortalecimiento de las comunidades (26). En la medida en que el Estado no era autónomo en sus ingresos y estaba obligado a pactos fiscales con la sociedad civil, la contribución aseguraba a los indígenas cierta ascendencia sobre el mismo. De ahí que la reivindicación indígena de sus privilegios y propiedades fuese potenciada y propiciada por el poder central siempre que ello reafirmara la autoridad gubernamental y con ella la eficacia de las instituciones del Estado en adquirir presencia territorial y en rearticular una administración nacional.

Si bien este intercambio podría entenderse como la prolongación de la dualidad fiscal entre españoles e indios, el mantenimiento del tributo no supuso un mero retorno al pasado. Fue el medio por el que el Estado encontró una vía de financiamiento que lo fortaleciera para poder cumplir con su papel de ente benefactor de la sociedad a la que debía dignificar mediante su acción pedagógica (Dalence, 1975: 313-323). Sin fondos en el Tesoro resultaba imposible la construcción de una nueva sociedad. Como las circunstancias habían hecho que los indígenas fueran los proveedores del Estado a través del servicio estatal llamado tributo, aquél actuó como su protector no sólo por asumirlos como ciudadanos productivos, sino también porque al desempeñar tal papel aseguraban que pudiera ejercer su objetivo de vertebrador nacional y de sanador institucional y, en consecuencia, legitimar su autoridad política y pública. Luego, la protección del Estado facilitando a las comunidades la renovación de los derechos territoriales no era un resabio colonial, sino una recompensa a su patriotismo. Y los miembros de éstas no se aferraron a la memoria idealizada del "viejo Estado colonial", sino que reivindicaron sus ventajas corporativas como ciudadanos útiles y laboriosos de la República.

Ahora bien, aunque a través del tributo la población india ejercía poder sobre el Estado para asegurarse jurisdicción territorial, y con ella presencia pública, éste se reservaba un as en la manga para tener control sobre las comunidades: el origen de la propiedad de la tierra poseída por ellos. Si hasta la década de 1850 las medidas gubernamentales tendían a reconocer la propiedad indígena sobre las tierras trabajadas, a restituirles terrenos enajenados o vendidos y a ampliar sus posesiones comunitarias, años más tarde se cuestionó que sólo fueran tierras fiscales los terrenos sobrantes y baldíos. A partir del vacío legal generado por la no materialización de las revisitas y empadronamientos decretados para asegurar la propiedad indígena de la tierra, por las revocaciones y reposiciones de leyes al respecto y por la misma presión de los indios a favor de la consolidación de sus posesiones o del reparto de terrenos para que aquellos que no disponían de tierras pagaran la contribución, se reasentó la idea de que el Estado era el propietario final de las tierras que asignaba y redistribuía en calidad enfitéutica, siendo el tributo y los sucesivos reglamentos la prueba de tal potestad (Antezana, 1992, 54-62; Ovando, 1985: 65-67; Rodríguez, 1991:179189; Calderón, 1996: 99-110 y 1997: 108-123; Platt, 1990: 261-302; Langer, 1989: 61). Esta fortaleza del Estado se convirtió en una amenaza para las comunidades en la medida en que sus acciones a favor de las mismas siempre estuvieron asociadas a su proceso instituyente. El Estado, con sus discusiones, experimentaciones y acciones armadas en torno al modelo que designarse, generó situaciones de recelo e indefensión en los indígenas, que favorecieron en el agro dinámicas defensivas de interrelación de naturaleza múltiple entre éstos, las autoridades locales y los vecinos de los pueblos. Como resultado de ello, se reforzaban liderazgos locales que en ocasiones hicieron que las comunidades dejaran de actuar como abanderados del Estado en el medio rural. Esa "dejación de funciones" en un contexto de progresiva mercantilización de las relaciones de autoridad y poder (Platt, 1990: 261-302; Platt, 1993: 360), unida al hecho de que no se hubiera producido la revolución agraria esperada, hizo que el dinero procedente del tributo dejase de verse como crédito industrial y que la estructura comunitaria se asumiese como una rémora arcaica que impedía la civilización y riqueza nacionales. De ser concebido como un trabajador productivo, generador de impuestos y de ganancia agrícola, el indio pasó a ser visto como un individuo arcaico que debía ser incorporado humanitariamente a la sociedad civilizada desvinculándolo de sus tradiciones y prácticas, ya que se había demostrado que su conservación atentaba contra el desarrollo del país.

La década de 1860 fue un primer escenario de pérdida de reconocimiento social del indio en tanto contribuyente, pese a que el tributo seguía siendo fundamental. Sus formas de subsistencia fueron cuestionadas oficialmente por parte de reputados intelectuales y políticos de la época, como Jorge Mallo, Melchor Urquidi, Miguel María Aguirre, José Vicente Dorado o Pedro Vargas, quienes protagonizaron un amplio debate en la prensa y a través de folletería sobre las formas, mecanismos y estrategias más eficaces para lograr la abolición de las comunidades y, con ello, la creación de nuevas vías de riqueza nacional (Langer, 1989: 64-69; Peralta y Irurozqui, 1992a: 163-190). El debate volvió a reactivarse en términos semejantes en la década de 1880, al tenor de la derrota boliviana en la Guerra del Pacífico (Irurozqui, 1994, 84-93). Dos fueron las propuestas básicas sobre el lugar que se asignaba a los indígenas en el desarrollo histórico de la civilización futura. Mientras una planteaba la disolución jurídica de las comunidades mediante la individualización de la propiedad territorial colectiva, otra abogaba por la asimilación nacional de los comunarios bajo la forma de colonos de haciendas. Aunque de ambas opciones fue la primera la que contó con mayor proyección en lo relativo al reconocimiento ciudadano del indígena, las dos incidieron en: primero, la comunidad ya no actuaba como la base positiva de provisión económica que le permitía cumplir con los deberes patrióticos porque era una estructura que amenazaba la solidaridad nacional al favorecer lealtades grupales y heterogeneidades étnicas; y, segundo, las cargas públicas desempeñadas dentro de una corporación ya no lo elevaban "a la noble clase de ciudadano en ejercicio", sino que impedían su civilización. Pese a su relevancia pública, esta discusión no fue acompañada de peticiones en el congreso o de reformas en la legislación que implicasen un tratamiento jurídico específico para la población indígena, y el sufragio censitario continuó vigente hasta 1952 tal como había sido diseñado en 1826. Sin embargo, consecuencia de la devaluación de la comunidad como espacio de adquisición jurisdiccional de tierra fue la devaluación del estatus fiscal de indio originario y forastero, y el progresivo abandono de su comprensión social como sujeto productivo. A ello contribuyó que en las últimas cuatro décadas del siglo XIX el liberalismo compatible con el corporativismo y con matriz republicana había ido dando paso a un liberalismo individualista y conservador que abogaba por la separación entre derechos civiles y derechos políticos, entre sociedad civil y sociedad política. Si bien la retórica sobre la necesaria desmovilización y desarme políticos de la población y la restricción del sistema representativo a los profesionales podía interpretarse como una forma de liberar al individuo del peso de lo político, también implicaba un acceso más restrictivo y pautado a la vida política. Como ya se ha indicado, esta redirección discursiva de la actividad pública no fue acompañada de cambios en la legislación en materia de ciudadanía, pero sí reflejó en la práctica una tendencia a disciplinar a la población en su comportamiento político a partir de normas y prejuicios sociales de naturaleza civilizatoria (Irurozqui, 2009b: 231-284); los indios fueron â€"al igual que cualquier colectivo percibido como cuerpo-víctimas de criterios de progreso/degeneración avalados por la ciencia de la época. Como se verá a continuación, ese proceso devaluador no ocurrió de manera lineal ni fue absoluto. Las razones fueron diversas y variaron regionalmente, pero puede aventurarse que, en un contexto de poderes sociales en equilibrio (o de un reparto del poder político en muchas instancias sociales), los espacios con población comunitaria resultaron favorecidos, no sólo por su centralidad en la producción agraria y minera, sino también por lo básico de su apoyo en la competencia partidaria. Ello, además de incidir en el tema de la fortaleza de las comunidades pese a las diferentes reformas agrarias y a las narrativas de degradación de lo indio, también explica en parte que en las disputas interétnicas primase la negociación frente a la imposición (Méndez, (coord.), 2006, 13-95; Brienen, 2011).

4. Armas y revolución

Con la reactualización en la década de 1860 del proyecto de reforma agraria bolivariano (Platt, 1986; Langer, 1989 y 1991; Klein, 1993; Larson, 1998), el procedimiento de las revisitas provocó un proceso generalizado de movilizaciones indígenas en aquellos departamentos con mayor población comunaria.éste no se redujo a un simple enfrentamiento entre autoridades gubernamentales e indígenas en torno a la conservación del régimen comunal, sino que también estaba en debate el modelo de administración fiscal y la responsabilidad de su control, así como un cuestionamiento de las dimensiones y formas del ejercicio de la autoridad en el agro. De ahí que ni los representantes del Estado actuaron de un modo coordinado, debido a que no siempre subprefectos y corregidores favorecían las revisitas por entender que las reformas agraria y de la tributación perjudicaban sus negocios locales; ni los comunitarios dejaron a un lado conflictos seculares por los linderos y pastizales entre tierras de diferentes comunidades o entre éstas, las de los arrendatarios y las de las haciendas. A esta compleja trama de interacciones y competencias no fueron ajenos los "vecinos de los pueblos", ya que unas veces se aliaron con las comunidades para poseer tierras y en otras actuaron en su contra para consolidar o ampliar sus propiedades y espacios jurisdiccionales. Las necesidades y rivalidades consecuentes fueron aprovechadas por los partidos políticos en liza, y se produjo una constante dinámica de diálogo y de negociación con la población indígena que se tradujo en su masivo y proselitista involucramiento en la definición del poder gubernamental (Platt, 1990; Calderón, 1996, 99-110; Peralta e Irurozqui, 2000; Shelchkov, 2008; Mendieta 2010). Resultado de la incardinación de la protesta indígena en el juego partidario fue que sus objetivos grupales trascendieron el espacio local, y adquirieron dimensiones nacionales tanto sus preocupaciones e intereses como las estrategias para resolverlas.éstas consistieron en el recurso a los tribunales y en la apelación a las oportunidades de transformación social que les brindaba el empleo de la violencia, tanto la grupal-coyuntural como la corporativo-cívica organizada desde las prefecturas.

Si bien hubo numerosos episodios de violencia que se dirimieron con desigual suerte para la población indígena, en este texto sólo se va a hacer mención a aquellos en los que intervinieron convertidos en el pueblo en armas o en ciudadanos armados (27). Entraban en esta categoría porque su estatus de tributarios les impedía ser enrolados como soldados de línea en el ejército regular y, por tanto, ver temporalmente congelada su acceso a la ciudadana; y estaban, desde las reformas de José de Ballivián (1841-1847), autorizados a organizarse en cuerpos de defensa civil (Quintana 1998; Irurozqui 2011). Si en las primeras décadas republicanas los indios habían ayudado a reforzar la autoridad del Estado mediante el tributo, haciendo viable con ello la nación boliviana, en un contexto en el que estaba en discusión la pervivencia fiscal y territorial de las comunidades el ejercicio constitucional de las armas como servidores de la sociedad los reciudadanizaba y con ello tornaba en nacionalmente legítimas sus demandas corporativas. Es decir, su actuación armada en las rivalidades políticas regionales y nacionales les generaban oportunidades de negociación de su existencia social corporativa e individual, porque su transformación en una fuerza militar auxiliar al servicio de la Constitución volvía a hacer coincidentes los intereses comunitarios, amenazados por las reformas agraria y fiscal, y el proceso de institucionalización del Estado en el medio local. Como ejemplo de esta dinámica de reinvención pública gracias al ejercicio constitucional de la violencia, se van a abordar dos de sus actuaciones bélicas: la Guerra de 1870 y la Guerra Federal de 1899.

En ambos casos la población indígena luchó en una guerra civil bajo la creencia de que no sólo la defensa de intereses nacionales le posibilitaría la restitución de recursos grupales y el fortalecimiento de espacios jurisdiccionales, sino que tal acción era compatible con lo nacional, lo republicano y lo liberal bajo la lógica representativa municipalista asentada desde la Constitución de 1812. Con su visibilización pública a través del ejercicio constitucional de la violencia arbitrado por el juego entre partidos, los indios mostraban no sólo no vivir de espaldas al proceso de construcción nacional ni ser ajenos a las concepciones, proyectos o empresas políticas decimonónicas, sino que también se constituían en sujetos sustanciales en la institucionalización/rearticulación territorial del Estado gracias a que asumían como propia la narrativa ciudadana de cooperación nacional en su defensa grupal. Pero si en la guerra de 1870 la conversión del indio en ciudadano armado actuaba como un mecanismo de regeneración patriótica y consolidación pública, expresando ello el triunfo de los condicionantes de utilidad, solidaridad y servicio a la sociedad contenidos en la ciudadanía cívica, la violencia india ejercida en 1899 condenó a esta población a la exclusión a causa de su degeneración racial, animalidad y sectarismo, e ilustró el asentamiento de la ciudadanía civil al quedar vinculados los controles de reconocimiento público con el criterio de civilización en términos de homogeneidad cultural. Esto es, en el primer caso su presencia armada otorgó a este colectivo la posibilidad de transformar en nacionales sus peticiones corporativas, mientras que en el segundo sus exigencias nacionales se interpretaron como grupales y segregadoras.

En las guerras de 1870 y 1899 se dieron tres coincidencias. Se produjo un cambio de gobierno favorable a los sublevados, el Departamento que articuló la trama revolucionaria fue el de La Paz y sus autores movilizaron a la población aymara del Altiplano como ejército auxiliar. Sin embargo, tales similitudes escondían conflictos de diferente naturaleza. En primer lugar, la sublevación del coronel Agustín Morales en 1870 respondía a una regeneración de los hábitos políticos de los bolivianos, ya que el gobierno del general Mariano Melgarejo (1866-1870) había violado el principio fusionista desarrollado por la presidencia del general José María de Achá (1862-1866) para evitar las dictaduras encubiertas amparadas en el criterio de unanimidad. Como la democracia en esa época se concebía como un sistema representativo en el que la titularidad del poder y el ejercicio del mismo no se percibían divididos -de manera que el pueblo era el titular originario de la soberanía y por lo tanto estaba autorizado en todo momento a ejercerla reapropiándosela-, Achá había considerado que la resolución del tema de la representación de intereses sin el recurso a la revolución no radicaba en condenar la competencia entre las facciones o partidos a partir de imponer la unanimidad de opinión desde la presidencia. Ese criterio cuestionaba la premisa de deliberación y vigilancia permanentes de los asuntos públicos propia del pensamiento republicano y, en vez de asegurar la estabilidad o la paz social de la República, había hecho retornar a ésta a la época colonial. Para evitarlo estaba el principio de fusión, consistente en la formación por parte del presidente electo en las urnas de gabinetes ministeriales multipartidistas (Irurozqui, 2009a: 137-158). El coronel Morales mantuvo la máxima de que sólo mediante una actuación representativa conjunta sería posible establecer un pacto partidario en torno al saneamiento de la administración pública y a la rearticulación institucional del territorio; así, autodefinía su levantamiento como una "guerra de civilización" destinada a desterrar los hábitos de la tiranía que retrotraían al país al periodo preindependencia. En contraste, lo acaecido en 1899 obedecía a un cambio intraelitario de hegemonía regional que se sintetizó en un enfrentamiento entre unitarios â€" Partido Conservador-y federales â€"Partido Liberal-; fueron estos últimos los que iniciaron el conflicto al oponerse a la Ley de Radicatoria que fijaba la capital de la República en Sucre, pedir una nueva constitución y establecer la Junta de Gobierno de La Paz.

En segundo lugar, en la sublevación de 1870 el liderazgo en ambos bandos fue de índole militar, sin que tal expresión hiciera referencia a regímenes armados sino a gobiernos representativos liderados por militares (Dunkerley, 1987; Peralta e Irurozqui, 2000). A partir de la ley electoral de 1839 que prohibía el voto a los soldados -no así a los oficiales-, y del principio constitucional acerca de que el pueblo tenía el derecho y el deber de tomar las armas cuando la ley en tanto expresión de su voluntad soberana era vulnerada, se generó una estructuración partidaria caracterizada por una fuerte imbricación política entre civiles y miembros del ejército, de manera que, por un lado, hubo presidencias civiles gracias al apoyo de los jefes militares, y, por otro, motines de cuartel liderados por civiles. En todo caso, aunque fuese un militar el que alcanzase la presidencia a través de un episodio de violencia, su acceso constitucional a la misma conllevaba su desmilitarización identitaria, manifestada en un proceso por el cual todo gobierno provisional estaba obligado a organizar una asamblea constituyente que convocase elecciones para el nuevo periodo presidencial. En 1899 esa naturaleza dual de los partidos se mantuvo en los mismos términos, con la diferencia de que tras la Guerra del Pacífico (1879-81) y desde las elecciones de1884 la presidencia había recaído en civiles vinculados al control económico y financiero del país cuya experiencia política procedía de haber ocupado cargos ministeriales en los gobiernos pre-guerra. Así, las fuerzas del coronel Manuel Pando, jefe del Partido Liberal, se enfrentaron al ejército gubernamental del presidente civil Severo Fernández Alonso (18961899). Y, aunque el triunfo fue del primero, ello no redundó en la militarización de la escena pública, sino en el afianzamiento de la formalización democrática por medio de la profesionalización de las fuerzas armadas.

Por último y en tercer lugar, aunque hubo una notable participación india a favor de las fuerzas rebeldes, la coyuntura nacional hizo que su apuesta política y su intervención militar tuviesen objetivos y resultados grupales distintos. Tanto en 1870 como en 1899 los aymaras del Altiplano se convirtieron en pueblo armado que apoyaba un pronunciamiento revolucionario a cambio de que a su triunfo fueran desestimadas las medidas que, primero, habían declarado pertenecientes al Estado para su posterior venta o arrendamiento todos los terrenos comunales cuyos títulos de propiedad no fueran presentados ante los funcionarios; y segundo, obligaban a pagar valores muy elevados para consolidar la propiedad absoluta de las tierras indias. Si en 1870 las actuaciones contra el régimen comunal para solventar el déficit del Estado â€"pago de deuda externa, sueldos devengados a soldados y funcionarios, etc.â€" se concretaron en el Decreto del 20 de marzo de 1866 y la Orden Suprema de 31 de julio de 1867, ambos sancionados por la Ley del 28 de septiembre de 1868, cuyo complemento fue el decreto del 8 de octubre de 1868 que suprimió el tributo (Rodríguez, 1991:186-187; Sánchez Albornoz, 1978: 208); en 1899 la Ley de Exvinculación del 5 de octubre de 1874 y el Decreto de 16 de septiembre de 1879 ratificados en la revisita de 1881 (28) representaron a una legislación que promovía la conversión del comunero en pequeño propietario y la transformación de la tierra en una mercancía de libre circulación. En ambos casos, terminada la guerra civil y finalizada su acción como pueblo armado, los aymaras del Altiplano buscaron asegurarse la conservación de las tierras de comunidad y el ejercicio del poder jurisdiccional consecuente sobre las mismas a cambio de ser reconocidos públicamente como garantes locales del poder del Estado. Pero si en 1870 su colaboración en la rearticulación local de una administración nacional se preveía organizada desde las prefecturas, en 1899 debía hacerse desde los municipios. Por un lado, esto sucedía porque en las décadas de 1880 y 1890 la oposición liberal había construido a partir de éstos su base de poder electoral para ganar la presidencia. Por otro lado, la apelación de los liberales a una retórica federalista -que más que a la reorganización territorial del Estado remitía a una descentralización del ejercicio del poder en clave municipalista-entroncaba con las aspiraciones jurisdiccionales de las comunidades, que desde la experiencia constitucionalista de 1812 veían en la hegemonía municipal una fórmula representativa capaz de conciliar sus demandas corporativas con lo nacional. Y en consecuencia, se ofrecían a apoyar el proceso de estatalización del agro en tanto miembros gestores de municipios nacionales.

A fin de hacer más explícita esa diferencia, a continuación se va a tratar de distinguir qué les deparó en cada caso su actuación como ejército auxiliar y cómo fue percibido y juzgado públicamente su comportamiento armado. A pesar de que en ambos acontecimientos se conoce poco sobre las negociaciones y acuerdos entre los revolucionarios y los líderes indígenas, el material documental y bibliográfico disponible hasta ahora, referido a cómo se organizó la colaboración entre las fuerzas rebeldes y la indiada, quiénes integraban el ejército auxiliar indio y cómo se ejercía la autoridad militar, atestigua tanto la importancia de su colaboración como su carácter político, al tiempo que sugiere el protagonismo y autonomía indígenas a la hora de resolver cuestiones grupales mediante una acción militarizada (Condarco, 1983; Platt, 1990; Irurozqui, 2000; Mendieta, 2010).

En 1870, (29) el llamado que los rebeldes hicieron a los indígenas para "ayudar al triunfo de la santa causa que debe regenerar el país" dio lugar a dos ofertas institucionales a esta población; el desarrollo de una de ellas fue coincidente con la etapa de guerra y el de la otra con la de paz. En lo relativo a la primera, ¿qué significado le dieron los revolucionarios a la participación de los indios y cuál fue la oferta que creyeron estar haciéndoles? Los gerentes de la revolución de 1870 defendieron que este movimiento "interesa[ba] a los indios" por dos razones que les permitirían ser asumidos colectivamente como sujetos productivos y, por tanto, legítimos merecedores de la redención ciudadana. La primera era de índole material. Su participación en el conflicto no sólo les posibilitaría "la recuperación de sus propiedades", sino que la restitución de su medio de vida -la tierra-les daría de nuevo la oportunidad de conformarse en individuos útiles a la sociedad boliviana y contribuyentes al progreso material de la nación. La segunda razón afectaba a su percepción pública. Su apoyo "a la santa causa de la libertad" implicaba ser reconocidos por la sociedad como individuos que aceptaban cumplir con el deber nacional de "la salvación de la patria". Este gesto, en la medida que presuponía contribución a un asunto nacional en términos de generosidad cooperativa, les brindaba una posibilidad de reincorporación pública a través de su redignificación identitaria.ésta consistía en volver a adquirir una perdida imagen grupal compatible con la unidad nacional que contradijese su fundamentalismo comunitario y que combatiese la heteroge-neidad étnica que limitaba su absorción nacional. Pese a que durante la Guerra de Independencia y las primeras décadas republicanas los indios fueron reconocidos como "vecinos" y designados ciudadanos, en torno a 1870 las fuentes oficiales se referían a ellos con el sustantivo aglutinador de la indiada. Sin entrar a discutir la dinámica y las razones por las que este sector hubo podido experimentar un posible proceso de "reindianización" y la naturaleza del mismo, esa variación nominal llevaba implícita un cambio en la forma en que era percibida su lealtad a la nación boliviana. En la medida en que el término indiada se identificaba con una peligrosa colectividad del Antiguo Régimen con exigencias particulares sobre el control del territorio y con sistemas de autoridad y justicia propios que dejaban fuera al Estado del proceso de su regulación, sus miembros adquirían progresivas y acumulativas culpas en el logro de la unidad nacional boliviana. Pero ese pecado de fundamentalismo comunitario que representaba la indiada encontraba en la participación revolucionaria un medio de remisión. Cuando los sublevados decían a las comunidades que su levantamiento ayudaría "al triunfo de la santa causa que debe regenerar el país", estaban brindándoles también la oportunidad de autorregenerarse identitariamente frente al resto de la sociedad. A cambio de no permanecer indiferentes a la defensa de "la libertad y de la democracia", y de asumirla como un deber patriótico ante el que sería válido cualquier sacrificio -donaciones tributarias y de víveres y "hacer la guerra sin tregua al enemigo"-, obtendrían una liberación definitiva de los resabios coloniales que les impedían gozar del pleno bienestar nacional. La extirpación de "la tiranía" de Melgarejo, entonces, les ayudaba a establecer vínculos de hermandad con el resto de los bolivianos y permitía que su despreciada identidad grupal de indiada se transfigurara nominalmente en la de "pueblos". En "tanto pueblos combatientes" daban muestras de patriotismo y ello les transformaba de nuevo en "habitantes de los pueblos", y de ahí en "el resto del pueblo", "vecindario" o "vecinos de los pueblos a su mando". En suma, el ejercicio indígena de la violencia revolucionaria en favor de "la causa de los pueblos" los tornaba en sujetos nacionales y, por tanto, en delegadores de soberanía: primero como "pueblos en armas" y luego como miembros del "pueblo nacional". Tal mutación pública remitía a una ciudadanía definida como una comunidad unitaria en la que la tradición y experiencia comunes no se concebían necesariamente como preexistentes, sino que podían adquirirse a través de actos patriotas en los que la violencia militar permitía el desarrollo de la lealtad nacional, siempre que fuera ejercida en términos de cooperación. En este sentido, los actos bélicos indígenas expresaban una voluntad de homogeneización cultural basada en la cohesión social de sus integrantes, y ésta quedaba manifiesta en la asunción por parte de los combatientes de una causa diferente de la propia y en una autoinmolación grupal al servicio de un proyecto general.

En lo concerniente a la etapa de la paz y de la reconstrucción nacional, ¿qué significaba para el gobierno de Morales que uno de los objetivos fundamentales de la revolución hubiera sido "devolver a esos infelices sus garantías individuales y de propiedad"? Para la resolución parcial de este interrogante hay que tener en cuenta que la revolución de 1870 fue presentada por sus autores como una empresa moralizadora en contra del "caos administrativo", financiada con el tributo indígena y "los donativos exigidos a todos los empleados y servidores de la Patria". La designación de Morales como "el salvador de las instituciones de la patria" sugería que no se trataba simplemente de resolver una crisis política con un cambio de titularidad del poder ejecutivo. Mediante la movilización de recursos de carácter extraestatal en coordinación con instancias administrativas y militares se buscaba desde dentro del sistema de poder un reforzamiento de las competencias estatales. Ese propósito "nacionalizador" propició que el nuevo gabinete se interesara en el bienestar indio en la medida en que su logro reafirmaba la autoridad gubernamental y con ella la eficacia de las instituciones del Estado en adquirir presencia territorial. No se trataba de negar radi-calmente a las fuerzas locales una modalidad de gobierno en la circunscripción de un espacio y sobre el conjunto de sus habitantes, sino de reglamentar esa delegación de la soberanía republicana. En este esfuerzo de penetrar y de reestructurar la administración de lo público local, el Estado requirió estratégicamente explicitar su preeminencia en el control de las poblaciones a través de una alianza con el mundo indígena, visto como fuerza organizada que le ayudase a equilibrar a su favor el ejercicio de la autoridad. Tal requerimiento coincidía con la necesidad de las comunidades de un apoyo extralocal que les evitase entrar en el ámbito de control privado de los organismos locales y ser gobernadas como "cosa particular". Por tanto, la reivindicación indígena de sus derechos y propiedades fue potenciada y propi-ciada por el poder central siempre que ello supusiese una demostración con éxito de la capacidad de injerencia y de arbitraje del Estado en el mundo local. En este sentido, los indí-genas ganaron presencia pública no sólo por participar como ejército auxiliar en un conflicto que les permitió ejercer de patriotas y lograr "la reconquista de las libertades y garantías públicas", sino también por compartir el objetivo institucional de reforzar la potestad estatal en el medio rural.

En la Guerra Federal de 1899 los indígenas volvieron a participar en calidad de ejército auxiliar del bando sublevado, pero con la experiencia en términos de ganancias y decepciones materiales e inmateriales que había significado esta guerra nacional. ¿En qué consistía este bagaje? Terminado el conflicto de 1870, aunque de inmediato se emitieron órdenes a favor de devolver a los indígenas sus garantías individuales y su propiedad (30), también se procedió al rápido desmantelamiento de las "centurias y compañías de indios" y a la posterior emisión de circulares que abolían el sistema de posesión comunal (31). Además de las dificultades gubernamentales para hacer cumplir la legislación, su aparente contradicción reflejaba la compleja respuesta que se dio a las demandas indias sobre la tierra atendiendo, de un lado, a su diverso peso regional y a los procesos de cambio y percepción que habían experimentado sus estructuras originarias, y, de otro, a la mutable recepción social de la utilidad india.

Respecto de lo primero, en el área de La Paz se disolvieron las nuevas haciendas, con lo que se corroboró que su formación no había contribuido a subsanar el déficit del Estado a causa de que muchas de las ventas habían sido clandestinas, realizadas con tasaciones sin mensura, con mensuras falsas o con títulos de propiedad extendidos sin pago de tasación; pero en los departamentos de Chuquisaca y Cochabamba no ocurrió lo mismo porque, a causa de las dificultades con los créditos, el incremento de propiedades provino de la subdivisión de unidades mayores y no del asalto a las comunidades. Asimismo, éstas tampoco pudieron ser compradas como unidad, porque el sistema de herencia español obligaba a realizar múltiples compras parciales y porque los compradores se limitaron a adquirir sólo parcelas contiguas, pues poseían una concepción unitaria de su propiedad y no por pisos ecológicos. Además, los indios también adquirieron tierras de origen pues estaban interesados en librarse de los controles comunales y en extender sus posesiones a expensas de otros comunaríos; se beneficiaron, como el resto de compradores, de la dificultad del sostenimiento individual de las disputas en los juzgados, las deudas resultantes con los abogados, los impuestos y el adeudo de mercaderías a los comerciantes (Klein, 1987: 559-582 y 1988: 45-63; Langer y Jackson, 1990: 9-32; Rodríguez, 1991: 135, 192199; Langer, 1989: 70-75; Grieshaber, 1991: 113-143; Larson, 1998).

Respecto de lo segundo, aunque la actuación armada india había ayudado a frenar la disolución material de las comunidades, su consideración como parte del "pueblo soberano de quien debía emanar todo poder" fue en retroceso. A ello ayudó que el Estado contara con nuevas entradas fiscales asociadas a la minería que desdibujaban la capacidad contributiva de la propiedad comunaria, pero sólo a finales del siglo XIX el tributo sólo fue suprimido en las áreas donde hubo revisitas; se produjo así el fenómeno de la percepción paralela del impuesto antiguo y el nuevo impuesto territorial y se asimilaron los pagos comunales a las tesorerías departamentales (Barnadas, 1978: 329; Platt, 1982: 134-135). Por ello, en la pérdida de reconocimiento social de la población india es necesario atender a dos fenómenos: uno general de naturaleza política y otro particular. De un lado, estaba la tensión entre el principio de autoridad y el de soberanía popular, a causa del recurso de la sociedad a la rebelión mediante pronunciamientos para precautelar el orden constitucional. El esfuerzo gubernamental por invalidar el uso popular de la violencia conducía, a finales del siglo XIX, a soluciones políticas representativas que separaban titularidad y ejercicio de la soberanía, con lo que la revolución pasaba, de ser entendida como la realización del programa de la constitución, a serlo como la causa de su naufragio. Ese rechazo a una soberanía autorregulada se acrecentó tras la Guerra del Pacífico a partir de una retórica anticaudillista y antimilitarista (Irurozqui, 1994, 56-72). Implicó que las demostraciones públicas -individuales y colectivas-de servicio a la patria no sólo perdieran relevancia frente a criterios de orden sino que se vieran como la amenaza del salvajismo y el atavismo al progreso nacional. De otro lado, estaba el impacto que la trayectoria reivindicativa india y su materialización en acción armada habían tenido en la sociedad. Si, de una parte, la formalización de sus protestas en un marco constitucional había afirmado su voluntad cooperativa en términos patrióticos, también habían quedado asentados su poder y sus posibilidades públicas. Mientras en las primeras décadas de vida republicana toda demostración colectiva por el bien nacional dignificaba a sus ejecutores, en un contexto marcado por pérdidas territoriales con Chile y bajo la influencia del pensamiento socialdarwinista la acción corporativa podía verse contraria al progreso y a la cohesión nacionales, y sus autores como refractarios a la civilización a causa de taras ancestrales y de un determinado origen étnico. En consecuencia, en un contexto de reorganización de la expresión pública del pueblo soberano, la percepción social de la importancia de la potencia y la autonomía indígenas radicalizó la competencia por los recursos y la mano de obra, y los indígenas fueron tanto contendientes como objetos y objetivos de la contienda. Por ello, si bien amortiguaron los ataques a la propiedad comunal gracias a su reinvención como fuerzas auxiliares revolucionarias, su desdibujamiento identitario como la indiada no cesó a medida que la desigualdad natural se culturizaba y reinventaba a partir del principio de jerarquización de las razas. Como esta categorización expresaba su marginación del espacio público y de los bienes materiales y simbólicos que éste proveía, su intervención en el conflicto de 1899 puede interpretarse como una nueva oportunidad de redención grupal. La nueva ocasión de demostrar públicamente un esforzado sentimiento patriota estuvo estructurada por las rivalidades entre el Partido Liberal y los partidos conservadores que ocuparon la presidencia hasta 1899. En los Departamentos de La Paz, Oruro y Potosí, a través de una actividad proselitista explicitada en clubes, apoyo legal y administrativo o lazos clientelares, el primero capitalizó con mayor éxito que los segundos las demandas indias contra el sistema fiscal, las revisitas, el ataque a sus autoridades o apoderados, las usurpaciones de terrenos colindantes, los servicios forzados, las exigencias militares de vituallas y los vejámenes en general. Aunque bajo el liderazgo del coronel Eliodoro Camacho el Partido Liberal negó su actividad conspiradora y no fue favorable a acceder a la presidencia mediante una revolución popular, no ocurrió lo mismo con su sucesor el coronel José Manuel Pando, quien merced a su experiencia en la Guerra de 1870 y a sus recursos familiares orquestó, por medio de una red de autoridades aymaras encabezadas por Zárate Villca, la participación indígena como ejército auxiliar del partido sublevado (32).

Sin embargo, al contrario de lo que sugiere la larga y estructurada alianza política entre indígenas y liberales, terminada la Guerra Federal de 1899 los primeros no sólo no fueron reconocidos como "el pueblo armado", sino que, acusados de ampararse en la violencia revolucionaria para iniciar una "guerra de razas", se los condenó pública y judicialmente por traición a la patria: razón y condición legal de pérdida de ciudadanía. El detonante de esta inversión identitaria fue la masacre de Mohoza, en la que el 29 y 30 de febrero (Ver nota 2) de 1899 ciento veinte integrantes del batallón liberal Pando, varios vecinos del pueblo y hacendados locales fueron asesinados en esta localidad y en sus inmediaciones por un grupo de indios liderado por Lorenzo Ramírez, lugarteniente de Zárate Villca. Aunque a raíz de la matanza perpetrada por sus aliados el coronel Pando trato de disminuir sus competencias militares, su ayuda siguió siendo solicitada contra el enemigo y sólo después de terminada la guerra se tomaron medidas policiales y judiciales contra ellos. El resultado fue la anulación discursiva de los méritos bélicos que en 1870 les había otorgado reconocimiento nacional, de manera que el atentado contra el batallón liberal los hizo bolivianos indignos de participar en la construcción nacional. Los procesos de Mohoza y Peñas acaecidos entre 1901 y 1904 fueron un escenario donde no sólo se juzgó y condenó a los implicados en las matanzas, sino también a la población aymara en su conjunto; ésta quedó invalidada en sus actitudes públicas, acusada de iniciativas salvajes, brutales y sádicas, prueba de su falta de civilización.

La traición aymara a los liberales fue entendida también como venganza aymara contra la sociedad, lo que hizo evidentes tres deficiencias que incapacitaban a esta población para ser asumida como parte activa del pueblo boliviano. Primera, desconocían la solidaridad entre individuos en la consecución de una causa que no fue la suya propia. En el cuerpo procesal de Mohoza constaba que, antes de que Lorenzo Ramírez fuera informado en Tolapampa de que el cura Escobar se había visto obligado a darle al escuadrón Pando un empréstito forzoso de 250 bolivianos para socorrer a la tropa, ya habían sido asesinados los hermanos José y Santiago Hidalgo, vecinos de Mohoza asociados al levantamiento indio a favor de la causa federal. Su muerte sobrevino después de la discusión mantenida con Lorenzo Ramírez acerca de quiénes lideraban las fuerzas indígenas y cuál era la autonomía de éstas en la toma de decisiones. Se dijo que Ramírez declaró que su causa no era "la de Pando ni la de Alonso" sino el exterminio de la raza blanca. Esta actitud de segregación grupal y de ruptura de los compromisos intergrupales se había manifestado también en la quema y robo de algunas casas de los vecinos de los pueblos o en obligarlos a vestirse "con ropas de indio (…) ya que en el futuro las autoridades serían indias". Por tanto, la presunta negativa indígena a abandonar su fundamentalismo corporativo y a combatir el déficit de progreso que su heterogeneidad racial ocasionaba en el país a ojos de la sociedad sólo podía reindianizarlos, con lo que se asentó identitariamente lo indio como antónimo de lo boliviano. Segunda, eran contrarios a la unidad nacional. En la defensa realizada por el liberal Bautista Saavedra de sus clientes Tomás Ramírez, Pedro Churqui y Domingo Guayraña, aquél argumentó que eran autores de un crimen colectivo de carácter social y político a favor de "un plan preconcebido de sublevación indigenal" para el que la justicia común no establecía penas. Con "astucia y rencor", los indios habían intervenido en la guerra civil movidos por sus propios fines de desencadenar una guerra de extinción de los blancos que les deparase "un gobierno y predominio autóctono". Como de esta lucha de razas, "perpetuo antagonismo factor de todo progreso y civilización", resultaba el triunfo de "los blancos, porque somos más fuertes y más civilizados aunque seamos los menos", los encausados debían ser indultados, al igual que el resto de los bolivianos que habían participado en el conflicto, porque en "una guerra no hay delitos, sino estrategia, recursos, represalias, venganzas, triunfos y descalabros, victoriosos y vencidos". Es decir, la razón por la cual Saavedra pedía el indulto de los acusados también era el motivo por el que la raza indígena debía quedar marginada de la construcción nacional, ya que sus anhelos grupales tanto amenazaban la cohesión del país y su integridad territorial como imposibilitaban el sueño de convivencia de un cuerpo nacional heterogéneo.

Y tercera, con su comportamiento en la guerra civil los indios no sólo habían demostrado su insolidaridad, corporativismo y sed de venganza, sino también que eran "una raza atrofiada moralmente y degenerada hasta la deshumanización" que no podía ser utilizada en las contiendas civiles. En su insistencia por demostrar la inculpabilidad de sus clientes, Saavedra argumentó que la asociación aymara a favor del exterminio de la raza blanca era un fenómeno de "muchedumbres" que redundaba en la deshumanización de sus componentes. Si bien esta afirmación implicaba la imposibilidad de exigir responsabilidades penales individuales, también significaba confirmar que la fiebre homicida de los victimarios de Mohoza respondía a las taras idiosincrásicas de sus componentes.éstas favorecían la ausencia de compasión por el sufrimiento de sus semejantes, "mucho más por los que pertenecen a otra raza superior" que sólo les inspiraba "odio y venganza" y el dominio de la animalidad. De hecho, la naturaleza de la violencia ejercida por los indios confirmaba a la sociedad que éstos no se comportaban como soldados, sino como bárbaros deshumanizados incapaces de hacer la guerra como gente civilizada. Presos del alcohol, con crueldad y saña mutilaban, torturaban, asesinaban y se comían a sus víctimas, sin ser capaces de respetar el espacio sagrado de una iglesia ni las convenciones de derecho internacional. Paradójicamente, fruto de su degeneración racial era también su naturaleza influenciable, que los convertía en "bestias" al servicio de pasiones mezquinas, como manifestaba el hecho de que su enardecimiento contra el batallón Pando proviniese de las sugestiones realizadas por el corregidor Juan Belloq, el cura Jacinto Escobar y su hermana Hilaria (33).

Aunque esta triple incapacitación contenía contradicciones -por un lado, se reconocía a la indiada la autoría de un plan de subversión preestablecido y, por otro, se la hacía dependiente de las pasiones que otros levantasen en sus instintos-, implicaba también que si lo primero les daba entidad política, por contraria que fuera a los intereses nacionales, su animalización, criminalización y atontamiento disminuía la entidad adquirida y degradaba su causa. Consecuencia del juicio y la condena de los implicados fue la desciudadanización discursiva de la población indígena. La ayuda que ésta prestó a los liberales en su triunfo contra el gobierno quedó oficialmente olvidada al igual que negada la responsabilidad de éstos en la movilización india. En su lugar se erigió la matanza del batallón Pando como la síntesis de todo lo que podían llegar a ocasionar los indígenas si tenían presencia política. No importó el confuso conflicto rural entre militares, vecinos de los pueblos e indígenas que encerraba la masacre, ni tampoco la coparticipación de los últimos en todos los sucesos. La matanza de Mohoza, interpretada no sólo como una traición al Partido Liberal sino también como una traición de los indios a Bolivia, a cuya población odiaban y querían masacrar en venganza a siglos de opresión, condenó a la población aymara a una cuarentena y una minusvalía públicas. Tachada de poco confiable e inestable en sus afectos, quedó reducida a un colectivo insolidario, corporativo, atrofiado y deshumanizado y, por tanto, carente del espíritu patriótico necesario para su individualización y el reconocimiento público de sus miembros como constructores de la nación. Ante la amenaza que representaba su barbarie, había que evitar en el futuro su presencia en conflictos nacionales. De lo contrario, su llamado a auxiliar a una de las fuerzas en conflicto únicamente infundiría "al indio el sentido de la fuerza y predominio sobre el blanco" con la consecuente reiniciación de una guerra de razas que interrumpiría el progreso del país. Convertidos discursivamente en un colectivo bárbaro, sangriento, inasimilable por la civilización occidental, y, por tanto, necesitado de una tutela disciplinadora de su potencial arcaico, los indios fueron objeto de una política de invisibilización pública a través tanto de condenarlos a una criminalidad innata, explicitada en su deseo de una guerra de razas, como de convertirlos en una población eternamente infantil incapaz de comprender el juego político. Ambas posturas, al acusar a la población india del pecado de heterogeneidad cultural y responsabilizarla de la ausencia de cohesión social y tradición cultural, le negaban un papel activo en la confección de la nación y la dejaban recluida en una imagen esencialista y apolítica que la tornaba en objeto de políticas públicas (Irurozqui, 2005b, 285-320).

Aunque la coparticipación armada con el Partido Liberal en una contienda nacional no reportó a las comunidades las ganancias esperadas respecto de su dignificación y reconocimientos sociales, sí evidenció que intervenir en el juego político era ineludible en la defensa y conquista de demandas. Si las rebeliones habían favorecido su entrada a lo público, una más coordinada acción legal y un mayor involucramiento en diferentes niveles con los partidos políticos y otras asociaciones políticas les ayudarían a negociar instancias de poder, y el ejercicio de la violencia sería un remedio extremo. Así, a partir de 1900 la presencia pública y política de los indios y sus peticiones en torno a la restitución de las tierras comunales, la abolición del servicio militar obligatorio, la supresión de las diversas formas del tributo colonial que aún subsistían y el acceso libre al mercado, o en torno a la efectiva generalización de la instrucción en castellano y el establecimiento de escuelas en comunidades y haciendas, conllevó no sólo escribanos propios, una red organizativa articulada a partir de los "caciques-apoderados" y medidas coactivas de autopreservación grupal, sino también una mayor presencia en las instancias institucionales de representación y organización políticas (Irurozqui, 2000).

Notas

(1) Proyecto I+D HAR2010-18750. Este texto resume un variado conjunto de fuentes, debates historiográficos, argumentos y reflexiones ya expresados en Irurozqui, 1999: 705-740; Irurozqui, 2000; Irurozqui, 2004: 143-178; Irurozqui, 2005b: 285-320; Irurozqui, 2005c, 451-484: Irurozqui, 2006: 3566; Irurozqui, 2008: 57-92.

(2) En el contexto de la Guerra Federal de 1899, matanza de ciento veinte integrantes del batallón Pando, varios vecinos y hacendados locales del pueblo de Mohoza cometida los días 29 y 30 de febrero por los aliados políticos indígenas del Partido Liberal ([Ver p. 2).

(3) Crítica a esos dos tipos de visiones en Adelman, 1999; Méndez, 2001; Quijada, 2004; Guiraudo y Martín-Sánchez (eds.), 2011.

(4) El Cóndor, Sucre, 23, marzo 1826; 28 de mayo de 1826 y 4 de mayo de 1826.

(5) El Iris. La Paz, 25 de julio de 1829.

(6) El Cóndor. Chuquisaca, 7 de septiembre de 1826; El Iris. La Paz, 2 de enero de 1830; 17 de julio de 1830; 22 de abril de 1832; 6 de mayo de 1832.

(7) Redactor de la Asamblea Constituyente del año 1826: 418, 448-453; El Cóndor. Sucre, 10 de enero de 1828.

(8) Al respecto, véanse los comentarios aparecidos en El Cóndor. Chuquisaca, 7 de septiembre de 1826; 30 de noviembre de 1826; El Iris. La Paz, 11 de julio de 1829, 8 de agosto de 1829, 22 de agosto de 1829, 3 de octubre de 1829, 7 de noviembre de 1829, 2 de enero de 1830, 27 de mayo de 1832, 6 de enero de 1833, 5 de mayo de 1833.

(9) También Gustavo Rodríguez y Erick Langer han subrayado que el Estado, a través de su política fiscal, mantuvo un comportamiento colonial que favoreció la supervivencia e integridad territorial de las comunidades, con lo que ponen en duda el discurso sobre la continua agresividad del Estado sobre éstas: Rodríguez, 1991: 179; Langer, 1988: 61-83.

(10) El Cóndor. Sucre, 3 de agosto de 1826.

(11) El Cóndor. Sucre, 17 de septiembre de 1825, 18 de enero de 1827, 2 de febrero de 1826.

(12) El Cóndor. Sucre, 12 de enero de 1826, 2 de febrero de 1826.

(13) El Cóndor. Sucre, 23 de febrero de 1826, 22 de marzo de 1826.

(14) El Cóndor. Sucre, 8 de marzo, 17 de mayo y 24 de mayo de 1827.

(15) El Cóndor. Sucre, 2 de febrero de 1826.

(16) El Cóndor. Sucre, 16 de marzo, 18 de mayo, 27 de septiembre y 5 de octubre de 1827; O’Leary, T. II, 1919: 111 y 191; Bosquejo, 1994: 61-62.

(17) El Iris, La Paz, 23 de marzo de 1830; 13 de mayo de 1832; 10 de agosto de 1834.

(18) El Iris, La Paz, 30 enero de 1831; 20 de mayo de 1832; 14 de julio de 1833. El principio de que el disfrute de los derechos dependía del cumplimiento de los deberes comunitarios quedó expuesto en el proyecto de ley del 3 de noviembre de 1833 del ministro de Interior, José María Lara, en el que se decía que aquel que no contribuyese no podría optar en lo sucesivo a los empleos públicos, ni elegir ni ser elegido en comicios públicos.

(19) El Iris, La Paz, 15 de agosto de 1829.

(20) Colección oficial de leyes, 1840 T. II: 33, T. III: 125, 136-137, T. IV: 251-253, T. V: 249-250. El Iris. La Paz, 21 de agoto de 1830, 24 de junio de 1832, 23 de febrero de 1834, 27 de diciembre de 1837, 8 de enero de 1838, 9 de enero de 1838, 14 de enero de 1838.

(21) El Iris. La Paz, 8 de agosto de 1829; 5 de febrero de 1832.

(22) El Iris. La Paz, 8 de mayo de 1830; 2 de marzo de 1834; 9 de marzo de 1834; 15 de abril de 1832; 10 de agosto de 1834; 7 de diciembre de 1834.

(23) Colección Oficial de leyes, años 1825-1826, 1926: 102 y 127; Morales, T. II, 1925: 78 y 92; El Cóndor. Chuquisaca, 2 de febrero de 1826.

(24) De hecho, las órdenes que regían el empadronamiento de los artesanos señalaban que la policía debía perseguir a los "menestrales, artesanos y jornaleros holgazanes o viciosos o que no estén enrolados en las matrículas generales" para ser destinados al servicio de las armas. Colección Oficial de leyes, T. V. año 1838: 379-382.

(25) Colección oficial de leyes, T. V, 1838, pp. 89-90; El Iris. La Paz, 4 de marzo de 1838; Contreras, 2004: 56; Platt, 1982: 41, 42, 50, 52 y 53; Platt, 1993: 349-380.

(26) Durante el gobierno de José Córdova, por la resolución del 22 de diciembre de 1855, previo dictamen fiscal, se declaró que los indios contribuyentes tenían expeditos sus derechos civiles y políticos, por lo que eran aptos para emitir su voto en las elecciones, agregando que su ejercicio no los privaba de las excepciones acordadas por ley. Citado en Barnadas, 1978: 44.

(27) Se entiende por ciudadanía armada el ejercicio constitucional de la violencia por parte de la población para participar, gestionar y transformar el ámbito público (Irurozqui 2011: 235-276).

(28) Proyecto de ley, 1874; Informe y proyecto de ley, 1874.

(29) La documentación referente a los acontecimientos de 1870-71 pertenece en su mayoría a Archivo de La Paz/CN. Expedientes Judiciales 1854/1898, ff. 1-230 y al ABNB. Circular del 29 de abril de 1871. Actos administrativos, 1870-1871: 131; Corral, 1871.

(30) Consúltense Decreto de 12 de noviembre de 1870; Suprema Orden Circular de 19 de enero de 1871, Orden del 1 de marzo de 1871, Orden Circular de 10 de abril de 1871, Orden del 13 de abril de 1871, Ley del 31 de julio y Ley del 9 de agosto de 1871.

(31) Revísense Circular de 1° de septiembre de 1871 y Orden Circular de 25 de abril de 1872, suspendida por la Resolución Suprema de 16 de septiembre de 1873.

(32) El material documental referente a las estrategias de competencia partidaria y a los acontecimientos de 1899: Colección Rodríguez Forest 1899, 1999; ALP. Proceso Mohoza (19011904); Colección Julio César Valdez; Boletines oficiales e Informes de la Prefectura de La Paz; El Comercio, La Paz, 1890-1899; El Nacional, La Paz, 1894-1899; La Nación, La Paz, 1898-1899; La Unión Liberal, La Paz, 1899; Condarco, 1983.

(33) El material documental referente a los acontecimientos de post-1899: Colección Rodríguez Forest 1899, 1999; ALP. Proceso Mohoza (1901-1904); Saavedra, 1902; Saavedra, 1903; Fernández Antezana, 1905; Polo y Fernández Antezana, 1905.

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Fecha de recibido: 4 de septiembre de 2012
Fecha de aceptado: 20 de enero de 2013
Fecha de publicado: 19 de febrero de 2013

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