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Mundo agrario

versión On-line ISSN 1515-5994

Mundo agr. vol.13 no.25 La Plata dic. 2012

 

De propiedad comunal a propiedad individual en el escenario agrario republicano de Venezuela. El caso de Timotes, Mérida

 

Edda O. Samudio A.

Universidad de Los Andes. Venezuela.
edda.samudio@gmail.com

From communal property to individual property in the republican agrarianscenario of Venezuela. The case study of Timotes, Merida

 


Resumen
Tratamos aquí el largo proceso de acontecimientos experimentados por la propiedad comunal indígena en Venezuela desde sus orígenes en el siglo XVI, la política anticorporativa de los Borbones, hasta su extinción o supresión, al institucionalizarse la propiedad individual en el siglo XIX, con referencia particular a la Mérida venezolana. El análisis comprende los factores que intervinieron en su progresivo deterioro, propiciadores de la aplicación de la legislación que determinó su liquidación para culminar una etapa del dilema individuo versus comunidad que caracterizó la política agraria del siglo XIX.

Palabras clave: Mérida; Venezuela; Resguardos; Propiedad comunal; Derechos; Usufructo; Comunidades indígenas; Pueblos de Indios.

Summary
We dealed with here the long process events experienced by indigenous the communal property in Venezuela from its origins in century XVI, the anticorporative policy of the Borbones, to its extinction or suppression, when institutionalizing the individual property in Venezuela in century XIX, by referring particular to the Venezuelan Mérida. The analysis includes/understands the factors that took part in their progressive deterioration, propiciadores of the application of the legislation that determined its liquidation to culminate a stage of the individual dilemma versus community that characterized the agrarian policy of century XIX.

Key words: Mérida; Venezuela; Defenses; Communal property; Rights; Usufructo; Indigenous communities; Towns of Indians.


1. Introducción

El presente estudio trata sobre las tierras comunales indígenas, problema sustancial del mundo rural, parte fundamental de la historia agraria americana. Ubicado temporalmente en el siglo XIX, constituye un tema de investigación de significativa importancia. No se puede perder de vista la concepción que las comunidades indígenas tienen de la tierra y, por ende, la relación vital que la tierra ha tenido y tiene en la existencia de gran parte de ellas, circunstancia que explica la abundancia, aun en la actualidad, de conflictos (algunos ya centenarios) provocados por ese bien raíz en distintas regiones del continente. En Venezuela, esta materia ha adquirido una gran significación, particularmente a partir de la promulgación de la moderna Carta Magna de 1999 y otras leyes proclamadas entre los años 2001 y 2009 (Amodio, 2007:175-188), en las que se contemplan, entre otros asuntos, la participación y representación política de la población indígena y la delimitación de sus tierras; no obstante, hoy abogan por liquidar los obstáculos que dificultan el avance del proceso de demarcación nacional de tierras y hábitat.

En la actualidad se escucha el reclamo altivo de aquellas comunidades indígenas venezolanas a las que no llegó la colonización española, reconocidas por la Ley de "Reducción, Civilización y Resguardos Indígenas", a la cual Guzmán Blanco puso el ejecútese el dos de junio de 1882 (Armellada, 1977: 176-178). En esta ley de la república, si bien se determinó la extinción de los antiguos resguardos, con la obligatoriedad de dividir y repartir las tierras comunales, se reconocieron los derechos de las comunidades nativas exentas de las acciones desvinculadoras (Armellada, 1977: 177).

Los territorios habitados por estos grupos, para ese entonces prácticamente desconocidos e inaccesibles, ubicados en el Alto Orinoco, el Amazonas y la Guajira, estaban bajo administración especial de gobierno (Armellada, 1977). En la actualidad, las etnias que habitan esos espacios conservan su idiosincrasia colectiva ancestral, expuesta básicamente en su cosmovisión, lengua y estructura de parentesco, de la Guajira venezolana (estado Zulia), Sierra de Perijá (estado Zulia), Mesa de Guanipa (estado Anzoátegui), Gran Sabana (estado Bolívar) y del estado Amazonas, exigen sus derechos y, al demandar la definición de sus territorios, se encuentran con la desidia de los entes oficiales.

El resto de los elementos aborígenes que formaron parte de la población rural predominante en Venezuela hasta bien entrado el siglo XX debió acogerse a las disposiciones gubernamentales sobre la desvinculación de tierras comunales, procesos que originaron una información significativa, motivo de investigaciones. Actualmente, algunas comunidades de vecinos que habitan pueblos andinos que acogieron las acciones desvinculadoras decimonónicas reclaman amparo al derecho ancestral a la tierra y al agua, derecho que en un buen número de casos concluyó cuando, mediante un proceso judicial, la tenencia colectiva de la tierra fue suprimida. Esto recibió, en esos momentos, el consentimiento de los comuneros, quienes, al concluir el juicio de partición, pasaron a disfrutar individualmente la propiedad plena de un lote de tierra, al igual que los no comuneros que adquirieron derechos de tierra. Sin embargo, en Mérida, en algunos de los asentamientos de resguardo, se mantienen todavía lotes destinados al uso común que se conocen, en unos casos, como tierras del común, derechos de páramo y, en otros, como derechos de cría; área que estuvo reservada para el pastoreo debido a sus características topográficas, edafológicas y, en algunos casos, altitudinales. Al presente, en uno de esos espacios, denominado El Paramito, en la población de Timotes, se establecieron y asociaron un grupo de campesinos en mancomunidad, quienes se reconocen como descendientes de los antiguos comuneros y se rigen por normas comunitarias, apelando a ligaduras socio-étnicas ancestrales que fortalezcan su identidad local.

Las medidas desvinculadoras de las propiedad comunal tienen sus antecedentes al otro lado del Atlántico, en el medio británico del mil seiscientos, pero fue en el siglo XVIII tardío que se produjo la acometida feroz de las desamortizaciones en Francia y en otros países europeos, cuando el proceso de reformas liberales inspiradas en la Revolución Francesa (Marie Damielle Demelas Bohy:1999:29), acopiadas en el Código Napoleónico, sentaron las bases de la nueva concepción de la propiedad, que fue recogida en la Constitución de Cádiz en 1812. A partir de entonces, tanto en España como en Hispanoamérica republicana se manifestaron las disposiciones que se correspondían, previamente, con el ideal ilustrado y luego con los principios liberales emergentes.

La historiografía andina y mesoamericana de las últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI se ha enriquecido con importantes aportes sobre el proceso complejo de transformaciones y también permanencias que experimentaron las tierra comunales indígenas ante la acometida del proyecto individualista liberal, que propugnaba una propiedad inmobiliaria particular, plena y movible (Abelardo Levaggi, 1997:52), en aras de demoler el régimen productivo y las condiciones socio-culturales de las comunidades indígenas, consideradas uno de los puntos obstaculizadores del progreso (Rodríguez Ostria:1991:169). Sin lugar a dudas, el reconocimiento de la diversidad geográfica y cultural de la sociedades rurales del territorio bajo el dominio español, el de las circunstancias políticas y la revisión de fuentes primarias, prácticamente desconocidas, han renovado los planteamientos sobre la materia: tal como lo expone el historiador holandés Raymond Buve (1996:25), al exponer sus dudas respecto a las generalizaciones planteadas acerca del patrón de enajenación masiva en la individualización de las tierras comunales indígenas en el siglo XIX. Y, respecto de la disyuntiva sobre las consecuencias ocasionadas por las disposiciones estatales en la sociedad rural andina y, en su caso, la boliviana, Rodríguez Ostria (1991:172) señala que "[...] en la globalidad, el enigma puede subsumirse peligrosamente" y propugna la necesidad del análisis micro, sin dejar de observar la perspectiva general.

Aportes que han contribuido al conocimiento de la propiedad comunal indígena en México, entre otros, son los de Jean Meyer (1984), J. Guy P.C. Thomson (1991), John Tutino (1990:94-143), Raymond Buve (1996), Antonio Escobar Ohmstede (1993, 1996,1998, 2001), Leticia Reina (1996:259-279) y Romana Falcón: apoyados en información documental, muestran una tendencia hacia la elaboración de monografías dedicadas al tema de la desamortización en México, en los ámbitos regional, subregional y local. En esos espacios sus protagonistas, a través de una actitud ponderada y concertadora, lograron desarrollar estrategias para mantener y usufructuar los espacios comunales de sus pueblos, con su consecuente proyección social.

También Bolivia cuenta con importantes estudios sobre la desvinculación de las tierras comunales, entre ellos los de Tristan Platt (1990), Erick Langer(1991), Luis Miguel Glave Testino, Herbert Klein (1996), Erwin P Grieshaber (1991) y Gustavo Rodríguez Ostria (1991), quienes con enfoques regionales y posturas distintas sobre las causas de la sobrevivencia comunal, imputada mayoritariamente a la fortaleza de los comuneros, coinciden en que la propiedad comunal mantuvo su vigor hasta la segunda mitad del XIX, cuando se inició un pujante proceso de ventas que, con altos y bajos, se prolongó al siglo XX, tal como lo analiza Marie Danielle Demelas Bohy (1999: 153). Esta historiadora francesa analiza las formas de resistencia indígena a la desvinculación de las tierras comunales, la que tuvo su centro en el departamento de La Paz, y considera que se mantuvieron hasta bien entrado el siglo XX; además, contempla sus diferencias regionales, el liderazgo protagonizado por apoderados de origen común y objetivos diferentes y explica las estrategias destinadas a recuperar sus tierras, las que comprendieron desde la alianza con el partido liberal y la protesta legal hasta la violencia.

Por su parte, Jean Piel (1996, 1999) plantea la violenta agresión a las tierras comunales peruanas, desde el decreto de Bolívar de 1824, la que con interrupciones se prolongó hasta mediados del siglo XX; mientras, Alberto Flores (1977) y Nelson Manrique (1988) examinan las intensas e insospechadas consecuencias que produjo la guerra del Pacífico, en diferentes formas, en la existencia de las comunidades en las provincias.

La historiografía colombiana sobre el comportamiento de la propiedad comunal y sus repercusión en la sociedad rural constituye referencia esencial en nuestras investigaciones, pues además de que Mérida, área que nos ocupa, estuvo bajo la jurisdicción neogranadina por más de dos centurias, la trayectoria jurídica y las transformaciones que esta institución experimentó en Colombia y Venezuela, hasta el siglo XIX, mantienen similitudes (Samudio, 1999:157-188). Dentro de esa producción historiográfica, destacamos la obra de Juan Friede (1944), considerado el primer historiador que se ocupó de la resistencia indígena a la pérdida de sus tierras, investigación que enfocó en el macizo central colombiano. Otro estudioso que trató tempranamente el problema del resguardo fue Guillermo Hernández Rodríguez (1949), tema del que también se ocupó Magnus Morner (1963), historiador sueco, quien en un excelente artículo, analizó la legislación segregacionista en el Nueva Granada respecto de las comunidades indígenas.

Ya en las décadas de los sesenta, Indalecio Liévano Aguirre (1968), dentro de los conflictos sociales y económicos de la historia colombiana, examinó el problema de las tierras comunales indígenas con claridad. También Juan Friede (1969) analizó la influencia del resguardo en el proceso de mestizaje, hecho arrollador en la meseta chibcha en el siglo XVIII y que sin esa intensidad se manifestó en las tierras andinas venezolanas, en las últimas décadas de dominio hispánico. Margarita González, seguidora de los planteamientos de Juan Friede y partícipe en el giro de la historiografía colombiana, conocido como la Nueva Historia, estudia de manera particular el resguardo en la Nueva Granada, o sea en el periodo colonial, con referencia particular a las provincias de Santa Fe y Tunja, las cuales considera espacio específico de desarrollo de esta institución (González, 1970: 5). A partir de estas investigaciones se produjo un despertar por el estudio de la tenencia de la tierra y particularmente sobre la propiedad de la tierra comunal indígena en Colombia.

Uno de aquellos estudios (Martínez Garnica, 1993) trata sobre los orígenes y las transformaciones de los pueblos de indios en Santander durante las centurias coloniales, con énfasis en el deterioro que experimentaron con las reformas administrativas borbónicas, al determinarse la conversión de los pueblos de indios en parroquias secularizadas. Se destaca que la visita del criollo Francisco Antonio Moreno y Escandón significó la eliminación de gran parte de los asentamientos indígenas y de sus resguardos, los que por remate pasaron a manos de particulares en las últimas décadas del siglo XVIII (Martínez Garnica, 1993: 130-133). En este período (1750-1800), y en el altiplano boyacense, se contextualiza la investigación de Diana Bonnet (2002), quien examina el catastrófico descenso de la población indígena y el importante incremento de la población mestiza que se asentaba en los resguardos y buscaban adquirir o agrandar su propiedad, circunstancias que socavaban la existencia de esas comunidades. Esta situación, sin el corolario que tuvieron los asentamientos de Santa Fe y Tunja, observados por Bonnet, guarda similitud con la diferenciación sociodemográfica que se produjo en los pueblos de Mérida a finales del XVIII y primeras décadas del XIX. Tampoco en Mérida se realizaron las visitas de los funcionarios reales que se realizaron en el oriente venezolano y en Santander; en este caso, para solucionar la anarquía pueblerina boyacense, y cumpliendo las disposiciones de liquidar los pueblos de indios, remataron sus tierras comunales a los ávidos vecinos y crearon las parroquias.

En un contexto geohistórico distinto, se sitúa la investigación de Sergio Paolo Solano y Roicer Flórez Bolívar (2007) sobre los resguardos indígenas en la costa llanera del Caribe colombiano en el siglo XIX. Los autores subrayan que en la extinción de esos resguardos, proceso que culminó en las primeras tres décadas del siglo XX, con los decretos emanados del gobierno del departamento Bolívar, confluyeron el desarrollo de la actividad ganadera, el fraccionamiento interno de las comunidades, los planteamientos respecto al mestizaje y la ciudadanía como cimiento de la nacionalidad, y el reordenamiento político y administrativo republicano que buscaba otorgar el manejo de las tierras comunales a las instancias distritales que estaban, mayoritariamente, en manos de no indígenas.

El interés por la propiedad comunal indígena en Venezuela surge en los años setenta con los dos estudios de Alberto Valdés (1971,1974), quien ofrece un perfil sobre el proceso de otorgamiento de las tierras comunales en Venezuela, desde la colonia hasta nuestros días. Otro estudio orientador, con una visión general sobre la legislación relativa a esta institución, es el de María Antonieta Rodríguez Guarda (1982:97-115). A partir de entonces, se inicia el estudio sistemático del problema del resguardo en Mérida, tema prácticamente virgen en la historiografía andina venezolana y que vio su primer resultado con el trabajo de grado de Luis Enrique Subero (1979), a partir del cual se han producido una serie de tesis.

Otros estudiosos de la región andina, con un enfoque más antropológico que histórico, se han ocupado de estudiar aspectos socioculturales del resguardo merideño. Uno de ellos encontró que los asentamientos indígenas merideños y sus resguardos en el siglo XVII, reservorios de mano de obra encomendada en ese siglo, eran núcleos de una importante actividad económica. En la ocupación y defensa de pueblos que se negaron a perder sus tierras comunales en la región oriental venezolana, ha centrado su investigación Emanuel Amodio (1991:267-308); en cambio, trabajos de micro historia recientes e interesantes, se ocupan de la liquidación de la propiedad comunal en localidades de la región central del país, al acoger simplemente las leyes republicanas, demoledoras de los resguardos.

En este trabajo centramos nuestro análisis en el proceso de deterioro de la propiedad comunal o resguardo, que es producto de un tiempo de larga duración que se inicia en la Mérida andina desde el temprano siglo XVII, se acentúa en las últimas décadas del XVIII y se enmaraña en el siglo XIX, con la presencia de una serie de factores internos y externos que favorecen la aplicación de las leyes desvinculadoras que sentenciaron su liquidación: con ello se garantizaba la participación de esas tierras y de sus propietarios en el mercado libre de ese bien raíz y de mano obra, acorde con el proyecto de la elite gobernante que respondía a una sociedad burguesa emergente.

En Venezuela el tema ha sido poco estudiado y en el caso andino venezolano todavía queda mucho por hacer; en esta ocasión, la investigación se apoya en información documental recabada particularmente en expedientes sobre repartos de los resguardos de Mérida que se conservan en el Registro Principal de la misma ciudad. Igualmente, las fuentes bibliográficas y hemerográficas comentadas constituyen una valiosa orientación, tanto en el aspecto teórico como metodológico del estudio presentado. Los resultados que se muestran forman parte de un proyecto de investigación más amplio y ambicioso sobre el tema.

2. La propiedad comunal en los tiempos de dominio hispánico

Al examinar la propiedad comunal indígena, modalidad de tenencia de la tierra en el medio rural venezolano, tema de indudable significación en la Historia Social y Económica de Venezuela y por ende de América Hispana, es oportuno recordar que, si bien la Corona justificó la existencia de esta institución con el propósito de resguardar a la población aborigen de los ambiciosos encomenderos y garantizó su arraigo a la nueva modalidad de organización espacial y socio-económica impuesta, los indígenas impregnaron sus propias características a esos espacios y a su organización social, y se asieron a ellos para mantener recelosamente sus costumbres y creencias ancestrales, circunstancia que los enraizó y llevó a defenderlas tenazmente (Samudio, 1997: 17-26).

Esta circunstancia revela no sólo el apego a su tradicional naturaleza comunitaria, a su manera de organizarse y relacionarse, sino también su resistencia al ordenamiento impuesto. Sin embargo, en ese proceso gradual de fijar y organizar la población aborigen en sitios específicos o pueblos –en el que se conjugaron factores, económicos, políticos y religiosos– se propició la disponibilidad de extensiones importantes de tierra, las cuales ampliaron gradualmente la frontera de las unidades de producción del blanco.

El deterioro de la propiedad comunal, modalidad de tenencia de la tierra institucionalizada, en el ámbito neogranadino, en la última década del siglo XVI (1593) e instituida en Mérida en 1594, se percibe a partir de las contradicciones que se produjeron desde sus orígenes, en su propia estructura interna, en las que participaban elementos de índole colectiva e individual, en su uso y usufructo. Esas circunstancias propiciadoras de fragilidad desde sus inicios se acentuaron en la medida que se desarrollaba y fortalecía el sistema colonial. Otro factor que afectó, sin lugar a dudas, a la propiedad comunal, fue el temprano, tenaz, prolongado y demoledor desarraigo de los indígenas de sus asientos previos. Ese traslado forzoso implicó el abandono de sus haberes, entre ellos, sus tierras comunales, para agruparlos en asientos modulares, donde se concentraban comunidades de procedencia y características étnicas diversas. En ellos se les impuso el pago de una cuota de su población tributaria para cumplir, no siempre con retorno, por tandas y turnos, labores en la ciudad y en las unidades de producción de los vecinos que los solicitaran. Estos núcleos principales de población, que se constituyeron en centros cardinales de adoctrinamiento religioso, fueron incorporados compulsivamente a la trama del control político, económico y religioso establecido por la Monarquía en sus provincias de ultramar (Samudio, 2010: 680).

La movilización y reacomodo de los indígenas para la formación de pueblos fue un proceso que se prolongó en Mérida hasta el siglo XVIII, y que produjo importantes modificaciones en los paisajes campesinos, al sustituir espacios modestamente poblados por áreas de explotación agrícola de los vecinos de la ciudad; mientras, los nativos en los nuevos lugares, donde hacían de la tierra un elemento de atadura comunal, reelaboraban su cosmovisión y acomodaban su existencia a esa reciente realidad espacial, su forma de vida, sus relaciones sociales, sus vínculos con el poder y hasta sus costumbres y tradiciones.

Así, el indígena merideño fue progresivamente desarraigado de su hábitat y luego de los asientos donde tentativamente se lo fijaba. Lo despojaron de sus pertenencias, muchas veces consumidas por las llamas para obligarlo a abandonar el lugar y facilitar su traslado al pueblo principal, donde se lo confinaba a espacios limitados que fueron calculados, medidos y frecuentemente constreñidos. Esa movilización se justificaba por la necesidad de congregar la población nativa para su adoctrinamiento religioso y para el racionamiento de su fuerza laboral, hecho que constituyó un importante factor de mengua y disgregación de la población aborigen. Ello justificó el poblar y repoblar, con lo cual se fue despojando gradualmente al aborigen de la tierra que ocupaba (Samudio, 1996:16).

En la segunda mitad del siglo XVIII, al empobrecimiento del paisaje aborigen, reducido a unas escasas decenas de aldeas cardinales, con una población nativa significativamente disminuida, se le sumó el desplazamiento a ellas, ya no en forma forzosa, pero seguramente ocasionada por motivos económicos, de una población indígena, mestiza y blanca, pobre y sin tierras que se aposentaba en las aldeas indígenas como arrendataria y forastera. Esta circunstancia promovió el establecimiento de nuevos modos de relación comunitaria y étnica, hecho que fue fortaleciendo paulatinamente la dualidad indio-no indio; así, se fue dando paso a sociedades locales multiétnicas de derechantes (Escobar Ohmstede, 1996). Obviamente, la conversión de Pueblos de Indios a parroquias tuvo que ver con ese comportamiento sociodemográfico, acontecimiento producido, al igual que en otras provincias, en algunos de los pueblos de Mérida en los últimos quinquenios coloniales. Asimismo, ese nuevo estatus religioso alteró la existencia de esos asentamientos; no obstante, los poblados mantuvieron rasgos de su estructura indígena.

Ciertamente, en el caso de los pueblos de resguardo de Mérida (Fig. 1), al igual que en los de otras provincias venezolanas, los registros parroquiales de los últimos lustros coloniales atestiguan la participación de indígenas forasteros y miembros de otras etnias en los hechos sacramentales, quienes lograron acceso a la tierra comunal a través del arriendo y la compra-venta de derechos, y se constituyeron en condueños del usufructo en esos terrenos. Esta situación generó, entre otras consecuencias, un complejo fraccionamiento del resguardo que ya se percibía como individualidades enmarañadas; ello se originaba en la indefinida atomización de la propiedad comunal, trama compleja que se acentuó en el siglo siguiente (Samudio, 1998: 289-306).

Fig 1: Pueblos de Indios con Resguardo en Mérida

FIGURA 1

Así, en las últimas décadas de dominio hispánico, la marcada presencia de una población forastera avecindada en forma permanente en los poblados indígenas aceleró el proceso de diferenciación social (Buve, 1996: 27), circunstancia no particular de la provincia merideña, tal como lo revela el estudio de Escobar Ohmstede sobre las Huastecas (1996: 21). Esta realidad socioétnica marcó diferencias importantes con las primeras centurias.

Además de la nueva jerarquía de los pueblos, tanto eclesiástica como civil, de doctrina a parroquias y, sobre todo, con la reducción de la población tributaria (al Rey), las autoridades tradicionales, caciques y principales, quedaron sin el cumplimiento de una importante función comunal (Buve, 1996), y relegaron su poder y significación social, hecho que luego se reafirma en la Venezuela independentista, con el establecimiento del nuevo orden político-territorial y el consecuentemente nombramiento de nuevas autoridades locales.

A lo expuesto, se sumó el complejo proceso desvinculador de la propiedad comunal indígena, cuyo antecedente es la política anticorporativa implementada por la Corona española en sus provincias de ultramar en la segunda mitad del siglo XVIII (Arrioja Díaz, 2010: 143-180). En Venezuela, aquella afectó de manera particular el tamaño de las tierras de los pueblos misionales del sector oriental del territorio (Amodio, 1991: 267-308), mientras que las tierras comunales indígenas andinas estuvieron bajo el acoso y despojo por parte de terratenientes. Estos, iluminados por el individualismo posesivo del liberalismo en boga, encontraron en ellas la posibilidad de sacar provecho o incrementar sus propiedades rústicas.

3. La política borbónica y las tierras comunales en el siglo XVIII

La política dual de los Austrias (1516-1700) –monarcas que no estuvieron exentos de apremios fiscales–, de un lado protectora de los indígenas y, del otro, condescendiente con las demandas de los encomenderos, usufructuarios de la mano de obra indígena y propietarios de tierra, quienes se enfrentaron tenazmente a las disposiciones preservadoras y lograron su ineficacia, tuvo sus propios matices con los monarcas borbónicos. Ellos, junto a sus ministros, se plantearon el logro de los mayores rendimientos económicos para la Metrópoli, en detrimento de la protección al indígena. Este propósito, inspirado en las ideas ilustradas, se reflejó muy pronto en las providencias tomadas a partir de entonces. Justamente, la Real Cédula emitida por Fernando VI de Borbón (1746-1759), el 15 de octubre de 1754, ha sido considerada una nueva postura sobre las tierras de resguardo y sus usufructuarios. Con ella se conoció en las provincias de ultramar la real instrucción sobre mercedes, ventas y composiciones de bienes realengos, sitios y baldíos efectuadas hasta aquel año, como sobre las que se hicieran posteriormente. Con esta disposición real se inicia el compromiso de labrar la tierra, sobre la cual la Corona mantenía su dominio, que estaba supeditado al correspondiente uso económico.

En aquel conjunto de dieciséis disposiciones en las que se planteaba la regularización de la tenencia de la tierra, el problema de los resguardos tuvo un tratamiento prácticamente marginal; tan sólo aparece en una de ellas. La segunda disposición de la Real Instrucción establecía que en la venta y composición de tierras realengas y baldías, como en las que poseían y necesitaran los indígenas para sus cultivos y cría de ganado, los jueces y ministros subdelegados lo hicieran con "[...] suavidad, templanza y moderación, con procesos verbales y no judiciales en las que poseyeran los indios, y en las demás que hubieran menester [...]" (Ots Capdequí, 1946: 245-246). Además, contemplaba que en lo concerniente "[...] a las de las comunidades y las que están concedidas a sus pueblos para gastos y egidos [...]" se mantuvieran tal como las habían poseído, se restituyeran las usurpadas y se ampliara la extensión de acuerdo al requerimiento de la población. Para llevar a cabo semejante trámite legal de componer o legalizar sus tierras comunales, los indígenas, al igual que el resto de propietarios y ocupantes de la tierra, debían presentar el título que los certificaba como verdaderos dueños –faena e instrumento tan ajeno a ellos–. Asimismo, se dispuso que si en el término establecido no cumplieran con ello, "[...] serán despojados y lanzados de las tales tierras y se hará merced de ellos a otros [...]" (1946: 245-246).

La Real Instrucción de 1754 contenía una diversidad de aspectos sobre los problemas de la tierra, tanto de orden fiscal como socioeconómico, lo que ha llevado a considerarla un verdadero intento de reforma agraria (Ots. Capdequí, 1946: 250). No obstante, es posible percibir en este instrumento legal, con antecedente en la Real Cédula del 15 de octubre de 1715 (Ots. Capdequí, 250), el interés de la Corona de activar un instrumento para legalizar la propiedad de la tierra, tanto a poseedores como a desposeídos y, de esa manera, ordenar la confusa y problemática situación que reinaba en las distintas provincias americanas, generada por el rápido y anárquico proceso de ocupación de tierras realengas y baldías, y el atropello y desorden que experimentaban los terrenos de los Pueblos de Indios. Esta herramienta jurídica que daba legalidad a lo obtenido fraudulentamente acentuó en la práctica el acaparamiento de tierras por los ávidos terratenientes. Por cierto, si bien esta legalización de la propiedad de la tierra proporcionaba ingresos monetarios al necesitado erario real, los beneficios obtenidos se concedían en un tiempo en que buena parte de las tierras fértiles, codiciadas y accesibles ya tenían dueños.

Carlos III (1759-1788) estableció con las provincias de ultramar relaciones distintas a las que habían establecido sus antecesores. Ellas se expresaron en las medidas tomadas abiertamente para optimizar la administración y estimular la expansión de la economía colonial, a fin de que las colonias fuesen productoras y proveedoras de materias primas y, a su vez, mercado para las manufacturas españolas. Se recuerda que la política intervencionista borbónica buscaba dar solución a los problemas económicos que aquejaban a España, para lograr su recuperación económica y el desarrollo alcanzado por, sobre todo, Inglaterra, y seguidamente, Francia (Valdés, 1974: 219-220).

De esa manera, la política borbónica, influida por las ideas y prácticas del colonialismo francés, se propuso el logro de los máximos beneficios económicos. Con ese propósito, las Leyes de Indias, benefactoras de las comunidades aborígenes, fueron consideradas inconvenientes y, como tales, debían relegarse o abolirse (Samudio, 1992: 27). A José Bernardo Gálvez y Gallardo, Marqués de la Sonora, hombre de los más influyentes en la monarquía borbónica, se asigna la nueva orientación que tuvo la política colonial de Carlos III. Este funcionario atribuía la carestía de capitales americanos a las restricciones impuestas por las disposiciones indianas relativas a la protección del indígena (Liévano, 1972:418), para lo cual planteó olvidar aquellas leyes y consentir el auge económico de los terratenientes, quienes a través de la imposición del sistema tributario trasladarían parte de sus beneficios al erario real. En ese contexto, era obvio que los factores que quebrantaban la propiedad comunal se fortalecerían en la medida que se desarrollaba la economía agrocomercial (Solano, 1971: 359).

En efecto, la política del Despotismo Ilustrado estuvo orientada a lograr la decadencia progresiva de todo lo que constituyera protección al indígena, por lo que el resguardo, espacio que otorgó esencia y pertenencia a la comunidad indígena, y permitió cimentar formas particulares de organización económica y social con reminiscencias ancestrales, logrando erigirse en una modalidad de control comunitario, fue un claro objetivo de aquel deliberado proyecto borbónico. Así, la composición que en parte se dio a costa de las tierras comunales, la nueva fundación de pueblos y la nueva medición de las tierras de los Pueblos de Indios no sólo motivó el incremento de las propiedades rusticas de los blancos, sino que forzó a los nativos a abandonar sus pueblos y buscar garantía de subsistencia en las unidades de producción vecinas.

El propósito de hacer de la tierra comunal indígena un bien significativamente rentable se compadecía con los principios económicos liberales que sustentaban que la propiedad plena e individual de la tierra y el libre juego de los factores económicos eran elementos esenciales en la productividad. Esta noción de hacer producir la tierra para conservar su dominio fue formulada en las providencias tomadas por los Borbones de entonces, dentro de las cuales también estuvo la Real Cédula de Tierras, dada en San Ildefonso, el 2 de agosto de 1780, nueva disposición sobre el régimen de la tierra, dirigida al virrey Flores de la Nueva Granada.

Esta disposición real amplió la promulgada en 1631, en la que se formulaba abiertamente el principio de diferenciación social en la distribución de la tierra, bajo un criterio eminentemente socioeconómico, al ordenarse que "[...] a ningún sujeto se conceda más porción de tierra que las que buenamente pudiere labrar, atendiendo su caudal y posibles, cuyo requisito se examinará atentamente y con brevedad [...]" (Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 1982: 236). Este mandato nada tenía que ver con la política defensora del resguardo indígena, al plantear que "[...] procuréis con eficacia pero por medios suaves que los actuales legítimos poseedores de tierras incultas las hagan fructificar o por sí mismos, o arrendándolas o vendiéndolas a otros" (Samudio, 1992: 27). El notorio designio de la Corona de beneficiar a los tenedores de tierra quedó expresado al disponerse que "[...] no se inquiete a los poseedores de tierras realengas en aquellas que actualmente disfrutan y de que están en posesión, en virtud de correspondientes títulos de venta-composición con mi Real Patrimonio, contrato particular, ocupación u otro cualquiera que sea capaz de evitar la sospecha de usurpación, ni obligarles a que las vendan ni arrienden contra su voluntad." (Samudio, 1992: 28).

El poco aprovechamiento que obtenía la Corona de los resguardos indígenas y la imperiosa necesidad de hacerlos rentables propició en la Nueva Granada el paso atropellado de tierras de propiedad comunal a propiedad individual, particularmente a manos del sector más acomodado de la sociedad de la época. Por ello no sorprende que, a pocos meses de promulgada la Real Cédula de 1780, se aprovechara aquella situación para incorporar a los indígenas a la sublevación de los comuneros, movimiento contra la política fiscalista, los gravosos impuestos y el mal gobierno, que tuvo repercusión en Mérida.

La participación de los aborígenes en el levantamiento comunero no significó que en las conocidas Capitulaciones de Zipaquirá, del 5 de julio de 1781, se plantearan reivindicaciones fundamentales para los Pueblos de Indios. En las Capitulaciones VII, XIII, XIV y XV, referentes a problemas de los indígenas, quedaron afuera la conservación y devolución de tierras, la eliminación del agobiante tributo personal y la explotación y maltrato al indígena. La capitulación séptima planteaba, de manera particular, la disminución del tributo per cápita, la exoneración de las obvenciones del cura, por el cumplimiento de los sacramentos de bautismo, matrimonio y extremaunción; la restitución de tierras sólo a los indios ausentes y, finalmente, la disposición de los resguardos, no únicamente como usuarios, sino en plena propiedad "[...] para poder usar de ellos como tales dueños". Se debe destacar que esta última propuesta traducía el ideal liberal de sustituir la propiedad comunal por la individual y de esa manera incorporar la mano de obra y las tierras de las comunidades indígenas a la economía de mercado. De hecho, en las sonadas Capitulaciones comuneras quedó manifiesta la "[...] ideología liberal y el estilo paternalista de los representantes del patriciado criollo y de las capas medias socarronas." (Prato Parelli, 1986: 442).

En los últimos decenios coloniales, la producción agrícola y pecuaria de la provincia de Venezuela había logrado un importante incremento, particularmente en las zonas de la costa, vinculadas al comercio caribeño y atlántico, en los valles montañosos con fácil acceso al litoral y en las tierras piedemontanas y llaneras, dedicadas a la explotación pecuaria, beneficiadas por la navegación del Orinoco; esta arteria fluvial hacía posibles los intercambios comerciales con el exterior, circunstancia que originaría coacción sobre la tierra y motivaría la consecuente aplicación de una política de cercenamiento de las tierras comunales.

De esa manera, la provincia de Venezuela fue también escenario constante del cercenamiento de las tierras de las comunidades indígenas, hecho acentuado en la segunda mitad del siglo XVIII, en la medida que se expandía la frontera de la colonización y se incorporaban los territorios a las actividades agropecuarias. Los vecinos de las ciudades, ubicadas fundamentalmente en el área costero-montañosa hasta el piedemonte llanero, establecieron y ampliaron sus unidades de producción, tanto agrícolas como ganaderas, a costa de las tierras de las comunidades indígenas. En el área barquisimetana, por ejemplo, la misión de Bobare fue abandonada debido a que, en sus tierras, el corregidor estableció haciendas con el trabajo de los indios de la propia misión (Carrocera, 1972: 157). En 1749, ya en pleno llano, el intento de refundación de Canaguán, en el cálido sitio de Guatarama resultó infructuoso, por ser esas tierras propiedad de don Alonso Blanco, vecino de Caracas (Carrocera, 1972: 157); y en 1770, los vecinos de las villas de San Carlos y Araure despojaban de sus tierras, a los indígenas de San Francisco de Cojedes, aduciendo que las habían compuesto en beneficio del erario real (Carrocera, 1972: 165).

La situación debió ser igualmente difícil y compleja en otros sectores llaneros para aquellos pueblos indígenas que no eran de misión ni de doctrina y tampoco poseían tierras comunales. Para garantizar el disfrute de ellas se les dio la opción de acogerse al instrumento legal de la composición si eran realengas, o al arriendo si pertenecían a los propios de la capital provincial. Esa alternativa fue dada mediante orden de don Fernando Miyares Pérez y Bernal, comandante militar y político, subdelegado general de la Real Hacienda y vice real patrono de la incipiente provincia de Barinas, en la última década del siglo XVIII. Se aseguraba que esa disposición estaba apegada a las reglas adoptadas en la provincia de Caracas para el arreglo de los Pueblos de Indios y erección de Curatos, dispuestas conforme a las leyes del Real Patronato y, particularmente, para los asentamientos indígenas barineses que no eran misionales, ni sujetos a doctrina. En este sentido, se determinó proceder al reconocimiento de esos asentamientos, sus iglesias y territorios, formándose detallada y discriminadamente el padrón o matrícula de los aborígenes; además, como pueblos bajo la jurisdicción del ordinario, se les señalaría el área parroquial que comprendería dos, tres o más leguas a cada viento, según la distancia a las poblaciones de españoles y castas. De hecho, la situación respecto a esas poblaciones sería la que, en buena medida, definiría el tamaño de las tierras para las labranzas, crianzas, sementeras o conucos de comunidad.

Si bien estaba dispuesta la dotación de tierras, su forma de posesión estaba supeditada a la pertenencia previa de ellas y, obviamente, también a la capacidad económica de las poblaciones aborígenes, para satisfacer la transacción. Sin embargo, el mandato de Miyares Pérez y Bernal determinaba que la extensión del área del pueblo se llevara a cabo con criterio eminentemente demográfico. De esa manera, a los asentamientos con más de cien familias tributarias se les debía asignar una legua cuadrada de tierra de labor, monte y pastos para sus ganados; a los que tenían doscientas familias, dos leguas continuas o separadas; y a los que tenían más de doscientas y hasta trescientas, les corresponderían tres leguas cuadradas, aproximadamente, según la calidad del terreno y el cálculo del aumento de la población, quedando el resto dentro del término parroquial. No obstante, es importante hacer notar que esa supuesta asignación estuvo sujeta a su condición de realengas, en cuyo caso debían componerlas con el Rey; en caso de ser las tierras de los propios de Barinas, las podrían usufructuar mediante arriendo a la capital provincial, para que esa renta contribuyera al sostenimiento de los doctrineros (Samudio, 1992: 30).

Al igual que en otras provincias coloniales, en Venezuela se hizo ostensible la idea de liquidar la propiedad comunal indígena, planteamiento acorde a los principios liberales que se propagaron e impusieron en el siglo XIX, y cuyo antecedente inmediato se encuentra en esas últimas décadas de dominio hispánico. A la sazón, se insistía en el poco provecho de las tierras de las comunidades nativas, protegidas por legislación indiana, y a las que se rotulaba de estar prácticamente improductivas, debido a la supuesta dejadez del aborigen. En el nororiente venezolano, las medidas que afectaron la propiedad comunal de los Pueblos de Doctrina y de Misión se sustentaron en la inadecuada inteligencia que habían tenido las leyes indianas, a las que se imputaba haber favorecido a esos núcleos de población indígena al otorgarles una considerable extensión de las mejores tierras para cultivo, de las que no obtenían provecho alguno, hecho que se atribuía a la natural miseria y presumida desidia del aborigen. Además, se hizo notar que, por ello, los vecinos de los asentamientos de españoles estaban faltos de buenas tierras, circunstancia a la que atribuían el poco incremento de los hatos y las haciendas de la región.

El texto de la Real Cédula, otorgada en Aranjuez el 19 de abril de 1782, fundamentado en la propuesta de Pedro José de Urrutia, Gobernador y Comandante de la provincia de Nueva Andalucía (1765 y 1766, 1768 y 1775), estableció la nueva medición de las tierras comunales en el sector nororiental del territorio venezolano. En esta real disposición se justificó la designación de Luis Chaves de Mendoza, oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo, para que visitara los Pueblos de Indios de Doctrina de aquella provincia, quienes habían experimentado una gran decadencia. Se recuerda que estos asentamientos que pasaron de pueblos misionales a pueblos de doctrina, bajo la administración del ordinario, el tutelaje de religiosos seculares, eran objeto de arbitrariedades de corregidores y hacendados españoles.

En la disposición real de 1782 se reconocía, entre otros asuntos, que los habitantes de aquellas provincias dedicados a la agricultura carecían de tierras aptas para sus cultivos y la cría, debido a que los pueblos de Indios, por haberse fundado antes que los asentamientos de españoles, ocupaban las mejores tierras y una considerable extensión, todo lo cual se atribuía a la mala inteligencia de las Leyes. Se insistía sobre las pérdidas que causaba al Estado el escaso aprovechamiento de los indígenas sobre las tierras útiles, y se hacía notar la falta de incremento que tenían los hatos y haciendas de los españoles. Asimismo, se aseveraba que la existencia paupérrima del indígena se debía a la propagada

"[...] natural miseria, y desidia, ninguna ganancia sacaban de ellas, y cuando mas, cultivaban un corto terreno para una pequeña sementera que estrechamente producía lo preciso para su sustento, siéndoles forzoso para cubrir su desnudez valerse del jornal que ganaban con su o personal trabajo en el servicio de los españoles[...]"

Cabe señalar que a los ojos de los funcionarios y miembros más destacados de la sociedad colonial, la existencia de los resguardos se oponía a la racionalidad económica imperante. La propiedad comunal fue considerada un verdadero obstáculo a la expansión de las unidades de producción de los vecinos de las ciudades (Solano, 1984). Mientras tanto, la Corona mantenía su postura con respecto al abuso y explotación del indígena e insistía en conservar las tierras de los pueblo indígenas, circunstancia que obedecía más a motivos utilitarios que "religiosos y humanistas".

En gran medida, aquella visión económica determinó las modificaciones que experimentaron las tierras comunales de los asentamientos indígenas de Cumaná y Barcelona, asignadas desde el temprano siglo XVIII, conforme avanzaba el proceso de agregación y fijación de población aborigen en Pueblos de Misión. Es preciso acotar que las medidas de las tierras de esos pueblos se definieron en base a la actividad económica, agrícola o ganadera, realizada en cada asentamiento indígena; se aseguraba que las reducciones más recientes contaran con un área de mayor extensión.

La mensura del área medida de cada pueblo misional comprendió originalmente una legua desde el centro del poblado hacia cada punto cardinal y se medía "[...] tirando una línea desde el centro del poblado a cada rumbo; de forma que ocupaban dos leguas de viento a viento, mientras en las tierras de ganado, en las que se asignaron legua y media hacia cada dirección quedaron con tres leguas de rumbo a rumbo y a las nuevas reducciones se concedía tres leguas desde el centro del pueblo o sea que tenían, finalmente, un total de seis leguas" (Samudio, 1992: 31). Las tierras de los poblados Indígenas de la Provincia de Cumaná fueron disminuidas a la mitad o sea que a los asentados en tierras de labor se les midió solamente

"[...] desde el centro del pueblo hasta cada viento media legua, según se practica en la provincia de Caracas, y aplicando de las tierras para ganados a cada pueblo, de los de antigua reducción, la legua y media que le conceden las Leyes; y tres a los de nueva reducción, entendiéndose legua y media a cada viento desde el centro del pueblo [...]"

La imprecisión de los linderos de las tierras de las comunidades indígenas fue motivo de conflictos permanentes con los propietarios circunvecinos, quienes ordinaria e intencionalmente los desconocían, con la pretensión, no siempre frustrada, de ampliar sus propiedades o bien expandir sus actividades económicas. Esos problemas se agudizaron en la medida que se aceleró el proceso de expansión y de consolidación de la propiedad individual de la tierra. Para algunas comunidades, las usurpaciones de sus predios fueron motivo de frecuentes y largos pleitos que debieron sostener con propietarios de las tierras circunvecinas e intrusos, para preservar ese espacio que las unía e identificaba. Hubo casos y momentos en que los indígenas fueron inquilinos dentro de los propios resguardos, mientras que otros los dejaron desamparados.

Los resguardos indígenas de la región andina venezolana de la que forma parte Mérida, desvinculada directamente de aquellas zonas influidas por el comercio marítimo, por limitaciones geográficas, tuvieron un comportamiento particular, desde sus orígenes hasta su extinción. Esto obliga a estudiarlos a la luz de sus particularidades físico-naturales y humanas, circunstancia que plantea la existencia de diferencias regionales y hasta locales, hecho que no permite hacer generalizaciones respecto de los resguardos merideños (Samudio, 1992: 31). Ello no significa que las tierras comunales de indígenas merideños estuvieran ajenas al acecho, atropello y despojo de los ávidos propietarios de unidades de producción agrícola, tanto laicos como eclesiásticos, lo que originó interesantes y largos litigios. En efecto, en el medio rural merideño, compartido por asentamientos distintos, en cuanto a uso y tenencia de la tierra, los pueblos de resguardo experimentaron un constante asedio de aquéllos.

Una disposición real en 1722 que ordenaba la legalización de la propiedad de la tierra en la jurisdicción de Mérida llevó al procurador general a señalar la no disposición de tierras realengas, asegurando que, al desembarazar las de los resguardos, los vecinos podrían establecer crías de ganado mayor para que la ciudad no padeciera la falta del abasto de carne (Samudio, 2003: 131). El acostumbrado pretexto de la falta de tierras acarreó la intromisión de foráneos en las tierras comunales; ello originó litigios, que muestran tanto el decisivo rechazo de la comunidad indígena ante la penetración de extraños a sus predios como la tenacidad que mantuvieron en la recuperación de sus tierras. En 1797, un sector privilegiado de la ciudad, las monjitas de Santa Clara, institución eminentemente rentista que participó activamente en la reyertas de tierra y desempeñó la más importante actividad financiera en la Mérida de entonces, reclamó judicialmente, como en otras ocasiones, a los indígenas de Pueblo Llano un sector de sus tierras comunales. Estas esposas de Dios, embriagadas con las novedosas ideas económicas del momento, alegaban que "[...] los españoles cultivan y trabajan sus tierras y los indios las tienen escasas y Io poco que siembran sin aliño, ni disposición, con que es mala política y sería perderse todas las Américas, si se siguiera el sistema de que vamos hablando [...]"; y apelaban a un decir callejero de haber "[...] oído a personas bien intencionadas y de maduro conocimiento en estas materias, que dicen que a los indios lejos de darles más de las doce mil varas que tienen señaladas de resguardo, les quitaría y daría a los españoles para que bien cultivadas, produjesen las rentas reales." Algunos de aquellos litigios, con apoyo de protectores de indios y hasta de religiosos, llegaron a la Real Audiencia de Santa Fe; ello no aquietaba el atropello a las tierras comunales.

De lo expuesto se deduce que a partir de las últimas décadas del siglo XVIII y primera mitad del XIX ocurrieron importantes transformaciones en los Pueblos de Indios de Mérida; cambios atribuidos de manera particular a las presiones sociales ejercidas en esa atmósfera de "modernidad liberal" (Escobar Ohmstede, 1996: 1-24). De esa manera, el resguardo en Mérida, con un marcado debilitamiento en su naturaleza comunitaria, su homogeneidad étnica y cultural y un territorio frecuentemente disminuido, sobrevivió hasta el siglo XIX. Con el comienzo de la vida republicana se inició un proceso pertinaz para suprimir la propiedad comunal indígena de la tierra, que culminó con su individualización definitiva, la que se llevó a cabo mediante juicios lentos, engorrosos e inciertos, que además hicieron palpable la existencia de una estratificación social pueblerina.

4. Las tierras comunales indígenas en la legislación del siglo XIX

El ideal ilustrado de una propiedad individual y libre de toda atadura que se respiró en las postrimerías del siglo XVIII, legado que la Corona española dejó a las nacientes repúblicas con el programa desamortizador de los bienes civiles y eclesiásticos, fue asumido muy pronto por las élites criollas de las nacientes repúblicas hispanoamericanas. Por ello no sorprende que en el artículo segundo del decreto de 24 de septiembre de 1810, se concediera igualdad de derechos a los indígenas y, consiguientemente, se determinara la repartición individual de los resguardos, con base en el número de familias y con la prohibición de enajenar o donar las parcelas adquiridos por el lapso de 20 años, seguramente previendo lo que significaría aquella medida para la población aborigen y que en ese tiempo, atados a ellas, lograrían asimilar el individualismo agrario (Jean Piel,1999: 111). Asimismo, esa población no obstaculizó que en las primeras páginas de la historia republicana quedará impregnado el espíritu liberal que embriagaba las mentes de los paladines de la gesta emancipadora respecto de la propiedad individual, completa, libre y movible y que ella fuera reglada en la Constitución Federal para los Estados de Venezuela, sancionada del 21 de diciembre de 1811, primera Carta Magna en América Hispana.

Justamente, aquellos principios se reflejaron muy tempranamente en las primeras leyes republicanas, dirigidas a la esquilmada población indígena, a la que se buscaba integrar a la vida nacional y al nuevo patrón político de molde liberal para imponerle los patrones socioeconómicos imperantes.

Los principios liberales que bullían en el ambiente de las élites de Hispanoamérica colonial desde el siglo XVIII impregnaron las mentes de los hombres de la Independencia, quienes, leales a ellos, los esculpieron en la primera Constitución venezolana, aunque el país aún no era territorio independiente. Así, en la Constitución Federal del 21 de diciembre de 1811 quedó plasmada la filosofía que definiría la problemática del derecho a la tierra indígena durante el resto del siglo XIX. Por cierto, en su articulado se estableció el pretendido igualitarismo, al equiparar los derechos del indígena con los del resto de los ciudadanos (Armellada, 1977: 17-18), procurando "[...] por todos los medios posibles atraer a los referidos ciudadanos, naturales a estas casas de ilustración y enseñanza [...] y que no permanezcan por más tiempo aislados [...]" (Armellada, 1977: 17-18), y encargaba a los gobiernos que se empeñaran en conseguir que se ilustraran todos los habitantes del Estado. Como muestra liberadora, se eliminó el pago del tributo, con lo cual se derogaron las leyes que se referían a las medidas que tomaban al indígena como menor de edad y la concerniente a prestación de servicios personales.

5. De propiedad comunal a propiedad individual en Mérida. El caso de Timotes

En el siglo XIX, las aldeas merideñas dedicadas a labrar modestamente sus tierras comunales, que habían tenido su origen en una fundación doctrinaria, iniciaron el proceso de su liquidación, y ya a principios del siglo XX habían resuelto la división y adjudicación de esas tierras que otrora fueron el resguardo de los Pueblos de Indios de Mérida. Tal como se ha expuesto, en la labor misma de medición y fraccionamiento de las tierras comunales intervinieron en forma diversa, factores humanos y naturales, todo lo cual lleva a considerar que la individualización de las tierras comunales indígenas merideñas no fue un hecho uniforme.

El proceso formal de individualización de las tierras comunales indígenas se inició en la Mérida andina a partir de los años treinta del siglo XIX, con San Antonio de Tabay, capital del actual municipio Santos Marquina (para entonces pueblo del cantón capital, del primer circuito judicial de Mérida), el cual se acogió a lo establecido en la Ley del 2 de abril de 1836, seguido por Bailadores a inicios de la década siguiente; mientras que Timotes lo hizo en 1889, proceso de partición que analizaremos en este trabajo. En la última década, en 1890, culminó su reparto Santa Bárbara de Chachopo, capital de la parroquia Andrés Eloy Blanco del Municipio Miranda, asentada en el valle alto y longitudinal del río Motatán, y en 1895, Santiago de la Mesa. Seguramente, esta última estuvo menos presionada por las circunstancias o más renuente a liquidar su propiedad comunal, pues cumplía los trámites finales del juicio de partición a finales del siglo XIX. (Samudio, 2010: 679-709).

La ciudad de Timotes, capital del Municipio Miranda, ubicada al norte del estado Mérida y asentada en una meseta, a 2.025 m de altitud, en el valle alto del caudaloso río Motatán, tuvo su origen como Pueblo de Indios, o de doctrina, en 1619. En 1811, con los primeros cambios de la organización política administrativa venezolana, Timotes fue erigida en Villa, y a partir de allí fue gobernada por un alcalde y un concejo municipal, hecho que relegaba el poder y la importancia social del cacique y los principales. En 1881, con la creación del Gran Estado los Andes, se reconoce a Timotes la jerarquía de ciudad y, como estuvo dispuesto por la Ley de 1885, en marzo de 1887 se inició el juicio de partición de sus resguardos.

Las transacciones de compra y venta de tierras en los resguardos de Timotes entre 1866 y 1887, cuando estaba prácticamente por iniciarse el juicio de partición, revelan que esos espacios eran no sólo motivo de comercialización de vieja data, sino que ya eran compartidos con una población ajena a la comunidad. En esas compra-ventas de derechos de las tierras comunales, práctica de vieja data en los asentamientos de resguardos emeritenses, Timotes no fue una excepción: se comprueba la presencia de individuos que participaban activamente en esas transacciones pero residían fuera del poblado, unos en la cercana localidad de La Mesa de Esnujaque, poblado de origen colonial, del vecino Estado Trujillo, mientras otros tenían vecindad en Mérida. Además, entre ellos figuraban comerciantes, el sacerdote y el juez; también entre los compradores estuvieron vecinos casados con indígenas de la comunidad. Este hecho sumado a los casamientos y otras relaciones de parentesco, debió diluir progresiva y paulatinamente el dualismo étnico indio-no indio, para dar paso, tal como sucedió en Timotes, a una sociedad campesina mestizada en las tierras andinas venezolanas.

Así, el 21 de marzo de 1887, empezó el juicio de partición de los resguardos de Timotes con la solicitud de José Ceferino Rivas, quien se identificaba como vecino de esa ciudad, indígena y comunero, acompañado por algunos otros partícipes. Este anuncio judicial fue publicado doce veces, cada cinco días en el Registro de Anuncios, periódico de Mérida, para que al culminar su difusión comparecieran los demandantes y cualquier otra persona que se considerara con derechos en los resguardos, a contestar la demanda. Éstos últimos lo hicieron mediante poder que otorgaron a un general de la República, para que los representara y abogara por sus derechos en la partición; a nombre de ellos, solicitó que procediera el juicio.

Sin lugar a dudas, la Ley constituyó un elemento de presión en la liquidación de la propiedad comunal, tal como lo manifiestan la petición y el escrito de prensa. En este libelo los comuneros expresaron que recurrían a la partición por el temor al daño que ocasionaría el vencimiento del plazo, fatalmente establecido y que estaba por ocurrir. Asimismo, ofrecían presentar los títulos de las tierras, o sea el documento de fundación doctrinaria que probaba el dominio, posesión y propiedad de los resguardos.

Al juez del distrito Miranda se le comisionó la ejecución de todas las diligencias, desde la formación del padrón de indígenas hasta la aprobación de la partición de los resguardos que discriminó la población entre los vecinos propietarios. Estos constituían 75 familias indígenas con un total de 301 miembros, que incluían menores e incapacitados, y 47 individuos compradores. A los indígenas menores de edad e incapacitados se les nombró un curador para que los representara, cargo que recayó en uno de los compradores.

Seguidamente, el 20 de septiembre de 1889, el apoderado demandante, el apoderado demandado y el curador especial nombraron al bachiller Florencio Carrillo, agrimensor partidor, quien tenía que acogerse a lo dispuesto por la ley vigente y a las instrucciones que constaran en el expediente de partición. Casi al mes, el 15 de octubre, los comisionados nombraron al ciudadano Benito Quintero, vecino de Timotes, como único perito evaluador. Este funcionario y varios vecinos, en compañía de testigos e interesados, se trasladaron al resguardo y procedieron a establecer sus linderos y a dividir los terrenos en seis sectores, por no ser un área geográficamente homogénea. A cada sector se le asignó su respectivo valor, tal como se consigna en el cuadro 1.

Cuadro 1

Avalúo de los terrenos del resguardo de Timotes. 18 de octubre de 1889
Sector Ubicación Valor (Bs x ha)
Vegas del río Motatán De la quebrada de Bailón a la de Mucusé 100
Llanos de regadío Entre las mismas quebradas 400
Loma del Salado Bajo regadío 300
Terrenos de Bailonsito y del centro 200
Loma del Garabato Mucuse Entre el zanjón de Zaras y la quebrada 160
Terrenos del Paramito 40

Fuente: Registro principal del Estado Mérida. Partición de los resguardos de la comunidad de indígenas de Timotes, 1887 a 1889, f.22.

Un hecho que vale la pena destacar de los resguardos andinos merideños, y en este caso de Timotes, es el de su superficie: según la medición realizada en ese entonces por el agrimensor público, era de 907,2 ha, o sea un 29% de las 3.105,5 ha que tenía en la asignación original. Sin embargo, la medición efectuada por el geógrafo Cristóbal Rincón con base en los límites y en información proporcionada por los documentos, dio al resguardo una extensión de 1.334 ha, o sea un 49% del área que debería poseer, aun menos de la mitad que debió tener en sus orígenes. Ese espacio fue discriminado entre áreas repartibles y no repartibles, tal como se aprecia en el cuadro siguiente.

Cuadro 2

Discriminación del resguardo discriminado por áreas repartibles y no repartibles
Área Hectáreas % Ha.
Total 1.334,0
Repartida 660,5 49,5
No repartida 673,5 50,4

Fuente: Registro principal del Estado Mérida. Partición de los resguardos de la comunidad de indígenas de Timotes, 1887 a 1889, f.22.

Del área "no repartida", 36 has correspondieron al pueblo y sus ejidos, o sea el 5,3% de esa superficie, mientras, el resto, 637,5 has o sea 47,9 % de la extensión total del resguardo, el sector de mayor pendiente y menor disponibilidad de agua, pertenecía a El Paramito, señalado por los mismos indígenas como terrenos de la comunidad, hoy día en mancomunidad.

De hecho, en la división de las tierras comunales merideñas hubo siempre un área repartible, destinada a propiedad plena, individual o particular, y otra no repartible, que fue destinada a la venta y al uso común, tal como en el caso de El Paramito, en Timotes. Para la distribución de los lotes a los indígenas y vecinos partícipes en la partición, el agrimensor debía tomar en cuenta la clasificación y el valor de los terrenos. Asimismo, a juicio suyo y con anuencia del Concejo Municipal, señalaría el área destinada al cementerio y al aumento de la población (por no haber baldíos en la localidad, debía indemnizarse el valor de los terrenos destinados a dicho incremento, carga que recaía proporcionalmente en los partícipes). También se dispuso que El Paramito, cuyo poco valor puede apreciarse en el cuadro 1, con linderos definidos, fuese destinado exclusivamente para beneficio de los indígenas de la comunidad. Finalmente, se establecieron los términos del resguardo y se hizo constar que los gastos de la partición serían cancelados en efectivo por los partícipes, en proporción a su participación; además, se encargó a uno de los compradores prorratear las sumas y recolectarlas. Los gastos del juicio fueron calculados en más de ocho mil bolívares, y su cancelación recayó sobre los participantes, agricultores dedicados especialmente al cultivo de legumbres. Seguramente, esta decisión tuvo que ver con su capacidad económica, circunstancia que no ocurrió en todos los juicios, pues hubo casos en los que se separó un lote y hasta dos para sufragar los gastos.

En seguida, el agrimensor señaló y delimitó las 15 hectáreas para el aumento de la población, sector representado en el plano con una especie de malla reticular, y delimitó los 96 lotes que se distribuirían individualmente, los que se señalaron en el plano topográfico. A propósito, es oportuno aclarar que el plano es una simple referencia, básicamente para determinar la ubicación relativa de los lotes (sector y lotes colindantes): no existe la pretensión de brindar información matemáticamente precisa. De allí que nos centramos en examinar la concentración de lotes, hecho que se puede observar en el plano. No podemos precisar su tamaño individual; manejamos las medidas que se dieron al momento de la adjudicación, cuyo análisis es motivo de otra investigación.

Figura 2

Fuente: Plano de los resguardos de la comunidad indígena de Timotes, realizado sobre la base del Plano Topográfico original. Registro Principal de Mérida

El 19 de septiembre de 1889 se realizó el padrón de la comunidad indígena: con la inclusión de los vecinos propietarios se totalizaron 122 consignatarios, cantidad que correspondió al final a las cartillas de propiedad entregadas. Dentro de esos consignatarios estaban registradas 75 familias comuneras con 301 miembros, que representaban el 64,4% de las cabezas de familias del padrón. Este registró los 47 compradores, quienes representaban el porcentaje restante, consignados prácticamente en forma unipersonal, sumando apenas un total de 54 miembros.

Es significativo el hecho de que, de las 75 familias e individuos de la comunidad indígena del padrón, tan solo a 23 (o sea al 31% de ellas) se les adjudicaron lotes en los terrenos de los resguardos, pues las otras 52 familias e individuos comuneros (o sea el 69%) no tuvieron tierras asignadas, por haber enajenado, unos personalmente y otros sus antecesores, sus respectivos derechos, de acuerdo con los títulos mostrados.

Además, aquellas familias de la comunidad indígena adjudicatarias que no llegaron a representar el tercio de la población comunera recibieron aproximadamente 62 hectáreas con 14 áreas y 59 metros en total, o sea, prácticamente el 9% del área repartida. A una buena parte de esos comuneros se les concedió tierras en sectores de pendiente baja y muy baja con disponibilidad de agua, aptos para la agricultura; sin embargo, el promedio de tierra adjudicado fue de apenas 2,69 has por familia; a más de la mitad no llegó a adjudicársele siquiera una hectárea de tierra.

Al concluir la partición de los resguardos de Timotes, el 26 de octubre de 1889, de conformidad a las leyes vigentes, se hizo constar que comparecieron al Juzgado del Distrito de Timotes el apoderado demandante, el apoderado de mandado, el curador especial de los menores e incapaces y los vecinos e indígenas adjudicatarios en la participación, con el objeto de revisar las 122 cartillas adjudicadas. Después de cumplir con este requisito, se confirmó que todos quedaron satisfechos, las aprobaban en todas sus partes y firmaron y exigieron al tribunal que fuesen remitidas al Juzgado de Primera Instancia para su definitiva aprobación. El 19 de noviembre de 1889, concluyó finalmente el proceso de transformar la propiedad comunal indígena de Timotes en propiedad plena e individual, cuando el Juzgado "administrando justicia, en nombre de la República y por autoridad de Ley" al revisar la partición, el plano topográfico y ratificar que se había cumplido con las leyes sobre la materia y aprobado las adjudicaciones por todas su partes, le dio su aprobación.

Un hecho revelador de las modificaciones que había experimentado el resguardo de Timotes se constata al momento de su individualización, cuando de las 660,5 ha, el 90,5% (598.36 ha) quedaron legal y definitivamente en manos de los compradores adjudicatarios; aún más: de ese 90,5% de tierras que promediaban 12,73 ha por individuo, el 23% fueron adjudicadas a 4 individuos, con lotes que oscilaron entre 21,6 ha y 49,9 ha.

La información documental permite establecer, tal como se puede visualizar en el plano, una alta relación entre la disponibilidad de agua y la concentración de lotes; las zonas bajo riego son precisamente áreas planas cercanas al río Motatán y a la quebrada Bailón. De hecho, en el plano se advierten dos áreas de marcada concentración de lotes: una en las proximidades al pueblo, en los sectores llamados Los Resguardos y la Haciendita, y otra en el extremo norte, en la confluencia de la quebrada Bailón con el río Motatán.

Por cierto, en los resguardos de Timotes se aprecia que la geomorfología está directamente relacionada con la pendiente y el tipo de suelo; los depósitos cuaternarios (conos de deyección y conos-terrazas) se corresponden con los sectores de menor pendiente, mayor disponibilidad de agua y mayor concentración de lotes.

Para concluir, se debe señalar que, sin lugar a dudas, en la sociedad de Timotes se habían producido modificaciones significativas. Era palpable la existencia de una sociedad multiétnica, estratificacada socialmente con base en la tenencia de la tierra y la creación de nuevos servicios. Asimismo, esos espacios otrora comunales habían experimentado un proceso de deterioro y desconcierto con el permanente arribo de forasteros, ventas y arriendos de derechos, acontecimientos que tuvieron su origen en el tiempo de la dominación española. Este comportamiento, que se acentuó en el siglo XIX, favoreció finalmente la aplicación de la Ley desvinculadora de la propiedad comunal indígena, de 1885; diligencia que no tuvo resistencia ostensible de los comuneros y que bien podría explicarse por el temor a que los resguardos fueran declarados baldíos por incumplimiento de la Ley. A partir de entonces, un nuevo proceso que se caracteriza por la progresiva atomización de esas tierras, heredadas por descendientes de sus viejos dueños, por traspasos, donaciones, compras y venta, dio expresión a la pequeña propiedad o minifundio, característica de las tierras altas merideñas.

Notas

(1) Entre las obras más recientes sobre legislación del resguardo, véase: Fernando Mayorga García (2012). La propiedad territorial indígena en la Provincia de Bogotá. Del proteccionismo a la disolución (1831-1857). Bogotá: Academia Colombiana de Jurisprudencia. Y Roque Roldán Ortega (2000). Pueblos Indígenas y leyes en Colombia. Aproximación Critica al estudio de su pasado y su presente. Bogotá: Tercer Mundo Editores.

(2) Para la costa caribeña colombiana, el estudio de: Lola Luna (1993). Resguardos coloniales de Santa Marta y Cartagena y resistencia indígena. Bogotá: Banco Popular, pp. 22-31. También: Jairo Rivera Sierra (1985). El Resguardo Indígena en la República. Una política y unas perspectivas, Boletín de Historia y Antigüedades, n.° 751, Bogotá, octubre-diciembre, pp. 780-805. Se trata el tema del resguardo, entre otros, en las obras de: Orlando Fals Borda (1975). Historia de la Cuestión Agraria en Colombia. Bogotá: Publicaciones de la Rosca; Hermes Tovar P. (1997) "Los baldíos y el problema agrícola en la Costa Caribe colombiana (1830-1900)", en Fronteras, N° l, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1997, pp. 35-55.

(3) También en este escenario se desarrolla el estudio de: Jorge Conde. (2002): "Pueblos de indios y resguardos en el departamento del Atlántico". En Ensayos históricos sobre el departamento del Atlántico. Bogotá: Ministerio de Cultura, pp. 43-67.

(4) Sobre los conflictos que generó la expansión de la ganadería y que concluyeron con la expropiación de las tierras comunales, véase de los mismos autores: Sergio Paolo Solano y Roicer Flórez, "Resguardos indígenas, ganadería y conflictos sociales en el Bolívar Grande, 1850-1875", Historia Crítica N°. 34, Bogotá, Universidad de los Andes, 2007, pp. 92-117; también de los mismos autores:. Expropiación de las tierras del resguardo indígena de Tubará y las normas jurídicas de la época. Justicia, N° 12, Barranquilla: Universidad Simón Bolívar, 2007, pp. 81-89.

(5) Luis Bastidas Vallecillos (1998 Una mirada etnohistórica a las tierras indígenas de Mérida. (III. El Problema en la actualidad)), Mérida, Boletín Antropológico, N º 44, Universidad De Los Andes, septiembre-diciembre. pp. 34-59. Del mismo autor: (2003) De los timoto-cuicas a la invisibilidad del indígena andino y a su diversidad cultural. Mérida, Boletín Antropológico. Año 21, Nº 59, Septiembre-Diciembre, 283-312.

(6) Nos referimos a: Nelly Velázquez. (1991). Los resguardos de indios en la Provincia de Mérida siglo XVII, Fermentum, N° I: 7-18. Y de la misma autora: (1992). Los resguardos de indios en la Provincia de Mérida del Nuevo Reino de Granada (siglo XVII) y la integración sociocultural, en Pilar Garda Jordan y Miquel Izard (eds.). Conquesta i resistiéncia en la historia d'América. Barcelona: Publicacions Universidad de Barcelona, 111-121.

(7) Archivo del Registro Subalterno del Distrito Pedraza del Estado Barinas. Libro de copias de Escrituras Antiguas. Escritura de reclamo de propiedad de tierras de los indígenas de Santa Bárbara. Pedraza, Pedraza, 27 de octubre de 1845, ff. 65-68.

(8) Reproducido en: Documentos para la Historia Colonial de Venezuela. Caracas, Editorial Crisol, 1946, pp. 11-16.

(9) Documentos para la Historia Colonial de Venezuela, pp. 146-147.

(10) Biblioteca Nacional. Sala Tulio Febres Cordero. Documentos Históricos (091-C188, 16-797). Presentación hecha por el convento de Santa Clara y por vecinos de Las Piedras sobre tierras. Pleito de indígenas. Biblioteca Sala Febres Cordero.

(11) El 7 de enero de 1879, Felipe Uzcátegui, vecino de La Mesa de Esnujaque, vendía a Ignacio Bustos, del mismo vecindario, una pieza de teja y tapia; el 12 de noviembre de 1780, Juan Ignacio González, vecino de La Mesa, vendía una posesión al cura Juan Bautista Rivera; todos estos apellidos aparecen en la lista de compradores. Registro Principal de Mérida. Protocolos. Municipio Miranda. Años 1874.1879. Y Protocolos. Municipio Miranda. Años 1880-1883,

(12) Carmen Gómez, quien el 26 de julio de 1866, al comprar a Trinidad Paredes y María Antonia Franco, indígenas, un cercado de piedra con colgadizo de teja encerrado que lindaba con el comprador, dice ser del vecindario. Registro Principal de Mérida. Protocolos. Municipio Miranda. Años 1865.1873. El mismo Carmen Rangel, el 21 de mayo de 1874 como vecino de Mérida, vendía a Avelino Rivas una casa de paja, tapia y terreno que había comprado a varios indígenas y al finado José Matheos, no indígena; mientras que el 22 de mayo, el mismo Carmen Rangel, vecino de Mérida, vendía a su hijo Francisco Rangel, vecino de Timotes, un retazo de posesión, compuesto de 3 trozos de tierra.

(13) Registro Principal de Mérida. Protocolos. Municipio Miranda. Años 1874.1879. Registro principal del Estado Mérida. Partición de los resguardos de la comunidad de indígenas de Timotes, 1887 a 1889. ff. 1-1v.2.

(14) Ibídem, f.16v.

(15) Ibidem. ff. 22-23.

(16) Registro Principal del Estado Mérida. Partición de los resguardos de la comunidad de indígenas de Timotes, 1887 a 1889. f.23v.

Documentos

-Registro Principal del Estado Mérida. Partición de los resguardos de la comunidad de indígenas de Timotes, 1887 a 1889.

-Registro Principal del Estado Mérida. Plano Topográfico de los Resguardos de la comunidad indígena de Timotes. Octubre de 1889.

-Registro Principal de Mérida. Protocolos. Municipio Miranda. Años: 1865-1873, 1874-1879 y 1887 a 1889.

-Biblioteca Nacional. Sala Tulio Febres Cordero. Documentos Históricos (091-C188, 16-797). Presentación hecha por el convento de Santa Clara y por vecinos de Las Piedras sobre tierras. Pleito de indígenas.

-Documentos para la Historia Colonial de Venezuela. Caracas, Editorial Crisol, 1946.

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Fecha de recibido: 4 de septiembre de 2012
Fecha de aceptado: 7 de noviembre de 2012
Fecha de publicado: 14 de febrero de 2012

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