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Mundo agrario

versión On-line ISSN 1515-5994

Mundo agrar. vol.14 no.27 La Plata dic. 2013

 

DOSSIER

Diferencias e intercambios culturales entre el campo y la ciudad respecto de las mujeres en la España del siglo XVIII
Differences and cultural exchanges between the countryside and the city seen through Eighteenth-century Spain women experiences

Ofelia Rey Castelao (*)
Universidad de Santiago de Compostela (España)
ofelia.rey@usc.es

Fecha de recibido: 1 de julio de 2013
Fecha de aceptado: 10 de febrero de 2014
Fecha de publicado: 14 de febrero de 2014


Resumen: Este artículo es una síntesis que pone en relación los niveles culturales femeninos en el campo y en las ciudades de España en el siglo XVIII con los movimientos migratorios femeninos entre ambos mundos. La autora propone algunas vías para estudiar las diferencias de alfabetización y la diversidad de idiomas, y para observar si las migraciones temporales o permanentes a las ciudades sirvieron como forma de transmisión de ideas o costumbres entre las ciudades y el campo. El texto subraya en especial las diferencias territoriales entre el Norte y el Sur españoles, y ofrece explicaciones sobre estos contrastes.

Palabras clave: Mujeres; Cultura; Intercambios; Migraciones; Campo; Ciudades; España.

Summary: This article is a synthesis that compare rural and urban female cultural levels in the 18th century Spain, taking into account female migratory movements. The author proposes some ways to study the differences in literacy and languages skills knowledge, to observe whether or not women migrations to the cities helped the transmission of ideas and customs between the cities and their rural hinterland. The text emphasizes territorial differences between the North and the South Spanish patterns and offers explanations on these contrasts.

Key words: Women; Culture; Exchanges; Migrations; Countryside; Cities; Spain.


Introducción

En las páginas que siguen nos proponemos comparar los diferentes niveles educativos y de alfabetización entre las mujeres del campo y de las ciudades en la España en el siglo XVIII, y ponerlos en relación con los movimientos migratorios femeninos entre ambos medios y con las ocupaciones de las mujeres rurales incorporadas a los núcleos urbanos. El análisis de esa relación se lleva a cabo mediante la identificación de los factores que explican y vinculan esos tres planos de estudio y se plantea en qué medida las migraciones temporales o permanentes a las ciudades sirvieron como forma de transmisión de ideas o costumbres entre las ciudades y el campo. Nos interesan de modo especial las diferencias territoriales entre el Norte y el Sur, y la interferencia de un elemento cultural de gran importancia, la diversidad lingüística, que constituye un factor de gran interés en los estudios referidos a la movilidad femenina reciente, pero cuya captación es difícil para el siglo XVIII.

Es preciso aclarar previamente la diferencia entre mujeres rurales y urbanas en una España donde, gracias al censo de 1787, se calcula que un 26% de la población era “urbana”, un porcentaje de simple referencia, ya que variaba tanto del Norte –rural– al Sur –urbano–, como lo hacía el propio concepto de ciudad. Pondremos un ejemplo significativo, el de dos entidades de tamaño diferente que en la segunda mitad del siglo XVIII mantenían un intenso contacto a través de la emigración: Tuy, situada al suroeste de Galicia, tenía en 1752 sólo 978 vecinos pero era una ciudad, capital de provincia y de diócesis y con todo lo que caracterizaba a un núcleo urbano; en esa misma fecha, Utrera, en la provincia de Sevilla, tenía 2.000 vecinos y aunque contaba con una estructura urbana, era más bien una agro-villa, y mientras las mujeres tudenses eran propiamente urbanas, las de Utrera vivían en realidad en un pueblo grande donde los jornaleros agrícolas constituían una parte esencial de la población, de modo que las actividades cotidianas de unas y de otras eran diferentes (Rey Castelao, 2006).

¿Y a qué nos referimos con diferencias e intercambios culturales? No vamos a arriesgar nada: sólo trataremos de aportar los indicios referidos a la cultura organizada o institucionalizada (escuelas) y a la cultura escrita, de modo especial a través de uno discutible pero, al menos, mensurable: la alfabetización; a sabiendas de que poco podremos ofrecer sobre la transmisión verbal por falta total de información directa, aunque hay alguna indirecta, como luego se verá. Finalmente, debemos subrayar que trataremos de seguir el hilo que vinculaba dos ámbitos, el campo y la ciudad, entre los que el contacto era constante porque eran interdependientes; pero en este aspecto es preciso diferenciar movilidad regular e irregular o discontinua con respecto a las migraciones y recordar que, en ambas dimensiones, las mujeres tenían comportamientos diferentes en distancia, duración, objetivos y tasas de retorno respecto de los hombres.

En definitiva, nos interesa establecer las diferencias de nivel en el acceso de las mujeres urbanas y rurales de la España del siglo XVIII a la cultura escrita y sugerir los modos y medios mediante los cuales el contacto entre ellas –cotidiano o temporal–repercutía en el ámbito rural. Dicho de otro modo, por una parte nos movemos en el espacio cultural y por otro en el de la movilidad y las migraciones, que ni por la documentación disponible ni por los métodos aplicados tienen relación entre sí en la investigación. Por estas razones, este texto tiene más propuestas que resultados y pretendemos encuadrarlo en la investigación sobre las experiencias cotidianas de las mujeres –preferimos esta expresión a la de "vida cotidiana"–, que debe basarse en lo general –y en el recurso a datos cuantificables– para poder contextualizar, identificar y definir lo individual, lo grupal o lo colectivo. Esta última tendencia está cada vez más asentada en medios académicos españoles, pero el dominio de los estudios de carácter territorial dificulta la comparación por el momento.

La cuestión fundamental que nos planteamos es indagar las posibilidades de contacto que podían tener las mujeres rurales y urbanas entre sí y con el resto de la sociedad, y cómo aquellas que transitaban de un espacio al otro se convertían –sin saberlo– en agentes de transmisión cultural. Para llevarlo a cabo, en la primera parte daremos algunos datos relevantes sobre la movilidad y las migraciones femeninas entre el campo y la ciudad en la España del siglo XVIII, esenciales para contextualizar y medir las posibilidades de intercambio, y para detectar sobre todo a aquellas mujeres que a lo largo de su vida residieron en ambos espacios. Esa intención de poner en contacto el campo y la ciudad a través de los canales de intercambio en gran medida nos obligará a entrar en el ámbito laboral femenino, que era donde se producían la mayoría de los encuentros entre las mujeres de ambos sistemas. Nos interesa de modo especial el retorno de las mujeres de la ciudad al campo, pero en general se sabe más de las migraciones campo-ciudad, gracias a investigaciones que no tienen como objetivo inicial el estudio de la movilidad socio-cultural, sino que se trata de estudios demográficos en los que se analiza el origen zonal de las mujeres que se casaban en los núcleos urbanos o ingresaban en los centros asistenciales y que, por lo tanto, se integraban en el entramado urbano, pero en los que no se observa el retorno.

En la segunda parte, dado que no es posible captar la transmisión verbal oral, nos centraremos en la cultura organizada o letrada, fundamentalmente observando los niveles de lectura y escritura en términos de alfabetización comparada; en medir, dentro de lo posible, los desfases culturales y educativos entre el ámbito rural y el urbano, y entre territorios, y, además, algo que consideramos esencial y que se olvida de modo habitual en la investigación: el efecto de las diferencias idiomáticas, un elemento que en las mujeres tenía una influencia decisiva, debido en general a su baja alfabetización y a su mayor anclaje rural y en la lengua materna.

Consideraciones sobre las fuentes documentales y sobre los métodos

Incluso limitándonos al siglo XVIII por ser el que tiene más y mejor información, es difícil calcular cuántas mujeres rurales se incorporaron a las ciudades porque solían dedicarse a trabajos domésticos o irregulares que casi no dejaban huella documental y porque su movilidad respondía a diversos tipos, entre los que no eran infrecuentes los trasvases; es decir, que no era raro que una estancia temporal pasase a definitiva o a la inversa. Por otra parte, la información archivística disponible es inconexa en el espacio, en el tiempo y socialmente selectiva, y no integra los desplazamientos de corta duración y corta distancia. Los movimientos internos se controlaron algo mejor en la segunda parte del siglo, pero sólo para prevenir el vagabundeo o los peligros morales que se le suponían a la movilidad. Los censos de 1768, 1787 y 1797, en especial el de 1787, son numéricos y no identifican a las inmigrantes, pero son esenciales para detectar la división sexual de la población urbana y las macro-cifras de la inmigración; los archivos parroquiales permiten calcular cuántas foráneas se casaban en las ciudades y villas –puede suponerse que se avecindaban allí al casarse con hombres locales–, pero dejan fuera a las solteras y viudas, o a las que hubieran llegado ya casadas –salvo que tuvieran hijos después–,. Los archivos asistenciales suelen dar los datos de las ingresadas en los diferentes centros, pero en los hospitales sólo entraban quienes sufrían un problema físico; y en los hospicios y casas de acogida, sólo las que estaban en verdadera situación de pobreza o en la marginalidad, de modo que dejan afuera a quienes no hubieran sufrido esos problemas.

En cuanto a la faceta laboral, las fuentes fiscales, sobre todo el Catastro de La Ensenada de 1752-53, permiten controlar buena parte del trabajo femenino, al menos el servicio doméstico, el que tenía repercusión fiscal y el de las mujeres que ejercían trabajos diferentes de los del cabeza de casa, pero no así las actividades no remuneradas directamente en talleres, tiendas y negocios familiares de artesanos o de pequeños tenderos. En este siglo aparece la documentación de las Reales Fábricas y de las industrias privadas, y se desarrolla la prensa periódica, que aportan información complementaria, y también la normativa estatal, municipal y gremial –ordenanzas, actas, cuentas–, destinada a vigilar las actividades regulares pero sobre todo las irregulares, de las que podía derivar algún desorden cívico, aunque no conocemos bien si se aplicaba o cómo podía aplicarse.

En lo que atañe a la cultura, la escasez de datos sobre el ámbito rural dificulta mucho su estudio, que se ciñe a la escolarización y a la alfabetización. En lo primero, el Catastro de La Ensenada podría valer para saber cuántas escuelas había a mediados del XVIII, pero se refiere sólo a la Corona de Castilla, no informa de quiénes asistían y los maestros y maestras de ejercicio libre constan únicamente en las listas de oficios o en los libros personales, por lo que su búsqueda sólo es factible en territorios o localidades concretos. Las únicas cifras globales disponibles son las del censo de 1797, de las que se ignora cómo las reunió el gobierno de la monarquía; por lo tanto, no se puede calibrar su calidad. Para la alfabetización, se han realizado diferentes estudios que se refieren sobre todo a las ciudades y la mayoría de los cálculos se basan en las firmas en escrituras notariales, en declaraciones de pobreza y en algunos censos locales que generan dudas sobre su fiabilidad. La encuesta dirigida por Jacques Soubeyroux, única hasta ahora –aunque luego mejorada y completada por Antón Pelayo–, se centró en ciudades y villas y, aunque utilizó las firmas en los testamentos, escrituras que consideramos muy selectivas, sus resultados son útiles, por cuanto informan de las diferencias entre núcleos y entre los dos sexos, y dan al menos una referencia básica del nivel de alfabetización (Soubeyroux, 1998).

El problema está en encontrar las fuentes documentales que permitan captar los intercambios y los contactos, ya que la transmisión verbal oral se nos escapa casi en su totalidad. Pero la falta de documentación –que explica los escasos estudios sobre este tema– es en realidad un reto porque obliga a buscar información utilizable sin caer en sesgos o errores de contexto. Uno de los recursos pueden ser los textos literarios y los comentarios de coetáneos y de viajeros extranjeros, pero se necesitarían textos narrativos de mujeres o sobre mujeres que hubieran hecho el tránsito del campo a la ciudad y que no pertenecieran a las elites cultas de la Corte o de las ciudades importantes, sino a otros medios sociales y al dominante mundo rural. La historia de las mujeres ha privilegiado a las de grupos elevados y cultos, y en general se ha olvidado que la inmensa mayoría de ellas nunca escribió nada porque nadie se ocupó en enseñarles a escribir; sin embargo, era sobre esas mujeres anónimas que se hacían más juicios de valor y a las que más atendían los textos morales, porque se consideraba que de su ignorancia o de sus limitaciones formativas derivaban todos los males. Por otra parte, las pocas que escribieron eran urbanas, sobre todo las que alcanzaron mayor notoriedad, y eran mujeres de personalidad compleja y singular que sólo a retazos permiten entrever a las demás. De modo que habrá que buscar los medios para ir más allá de lo que se escribía de ellas y averiguar si su comportamiento daba alguna base a prejuicios y prevenciones que se basaban en la ignorancia y falta de educación formal que en ellas se detectaba Esos textos deberán apoyarse en su contexto social, económico y cultural, medido a través de indicadores generales, para situar a sus protagonistas en su lugar en la pirámide social y para obtener una visión de sus experiencias personales en los medios familiares y socio-económicos en los que se movían, y que podían ser cambiantes en el tiempo. Así, evitaremos repetir casos singulares no siempre representativos o significativos, reduciremos los peligros de anacronismo (Lipp, 1990) y aportaremos nuevas maneras de contribuir a la historia social y cultural de las mujeres. La escasez de textos escritos por mujeres corrientes no permite llegar a donde querríamos, pero veremos luego uno especialmente expresivo, único en su género por el momento, que plantea no sólo los problemas educativos de las mujeres rurales sino también el problema lingüístico.

Finalmente, debemos subrayar que el gran problema radica en que las mujeres jóvenes, sanas y que hubiesen trabajado en una ciudad como criadas o en una actividad no regulada, que nunca hubieran necesitado ir a una institución asistencial o que nunca hubieran sido objeto de amonestación de las autoridades, o que no hubieran ido al notario para dar un poder o para cualquier otra escritura, y que luego retornaran a sus casas, podían no dejar rastro alguno en la documentación, lo que limita las posibilidades de análisis de los intercambios. Este sector es que el realmente nos interesaría. ¿Qué se llevaban de las ciudades a las aldeas y pueblos? ¿Qué hábitos, qué costumbres, qué información verbal o visual? ¿Cómo la transmitían? ¿Servía para algo esa transmisión?

La movilidad femenina campo/ciudad en la España del siglo XVIII

La movilidad femenina en España está insuficientemente estudiada por razones ya expuestas de falta de información pero también porque la historiografía ha dado por supuesta una estabilidad general. La inmensa mayoría de las mujeres rurales se iba de la casa paterna cuando se casaba y luego se estabilizaba de por vida, salvo en caso de una migración familiar, de modo que el campo era su escenario vital permanente. La movilidad entre localidades o pueblos situados en el mismo contexto rural implicaba un intercambio de información y de costumbres, más todavía en aquellas zonas y sectores rurales que generaron una movilidad intra-rural de cierto alcance, pero en estas páginas nos interesan menos esos dos niveles que la movilidad entre el campo y la ciudad, el más importante, aunque esta afirmación se base en difíciles mediciones para el caso español (Eiras Roel y Rey Castelao, 1994). Muchas solteras, pero también numerosas viudas y casadas, movidas por la necesidad pasaron a los núcleos urbanos y en ciertos momentos y zonas se trató de desplazamientos de notable amplitud. En realidad, ellas preferían ir a otras zonas rurales para trabajar como jornaleras o criadas, esto es, sin salir de su medio natural, y las ciudades no se consideraban como un destino ideal por temor moral, por lo que era el recurso si no había opciones laborales cercanas a la casa familiar, como solía suceder en toda Europa occidental (Pumain, 2003; Rygiel y Lillo, 2006; Oso y Catarino, 1997; Courgeau y Lelièvre, 2003; Rey Castelao 2009 y 2012b).

En ese contexto, conviene partir de que en el siglo XVIII, las ciudades españolas, sin ser grandes, recibieron a un número creciente de mujeres, ya que aumentó la demanda de mano de obra para el servicio doméstico –cada vez más femenino–, los centros asistenciales, el pequeño comercio, las actividades artesanales e incluso las fábricas reales; obviamente, los trabajos urbanos eran cubiertos en primera instancia por las propias mujeres urbanas, pero había espacio para las forasteras. La movilidad femenina del campo a la ciudad respondía a varios niveles y a diferentes ritmos, y no todos generaban oportunidades de intercambio cultural. El más efectivo era el de tipo diario o cotidiano: el de las mujeres que iban a los núcleos urbanos para hacer tareas de suministro o de ayuda doméstica y volvían a sus casas. En segundo lugar, el de tipo temporal, y más si era de varios años que de varios meses, ya que la vuelta a casa después de una estancia en una ciudad implicaba necesariamente volver con experiencias que se incorporaban a las familias, aldeas y pueblos de los que ellas habían partido. Los desplazamientos definitivos, es decir, los que suponían la incorporación vitalicia en las ciudades, eran muy poco efectivos; las mujeres que se quedaban en las ciudades ejercerían una influencia en sus familias rurales si mantenían contacto con ellas, pero el analfabetismo de la inmensa mayoría dificultaba que hubiera una relación escrita, en tanto que el encuentro personal dependería de la distancia entre la ciudad de residencia y la casa paterna. En España está por estudiar el movimiento a la inversa, dando por supuesto que no existía, aunque diversos análisis realizados en Francia revelan que el número de mujeres que se casaban con campesinos era relevante porque la vida rural se consideraba positiva (Fauve-Chamoux, 2002).

Otro elemento determinante del intercambio entre ambos medios era el modo en el que se producía la inserción de las mujeres en los núcleos urbanos. Lamentablemente, la movilidad y el trabajo urbano se han estudiado de modo separado y se conoce mejor el mercado laboral femenino que la movilidad y las migraciones femeninas, aunque la actual importancia de estas ha obligado a buscar sus antecedentes históricos (Aubarell, 2000, Rey Castelao, 2008). Lo que sabemos no difiere de lo que sucedía en la Europa occidental y muchas mujeres se implicaron en desplazamientos de corta, media y larga distancia para trabajar en las ciudades y con esto reunir una dote o ayudar a sus familias; otras iban con sus maridos o padres –si se trataba de migración familiar–, o con las familias para las que trabajaban como criadas, y muchas lo hicieron para pedir limosna o amparo, o para ocultarse.

Los censos de población del último tercio del XVIII prueban que en un amplio número de ciudades y villas españolas la presencia de mujeres era mayor que la de hombres, lo que certifica la importancia de la movilidad desde el campo, algo que se ha relacionado casi en exclusiva con la oferta de trabajo en el servicio doméstico. La consecuencia de una tasa femenina mayor era un alto grado de soltería y viudedad femeninas definitivas o el elevado porcentaje de mujeres que vivían solas. En teoría al menos, estas mujeres no volvían a sus lugares de origen y su aporte al intercambio cultural era el más limitado, sobre todo entre aquellas que por razones personales preferían no mantener contacto con sus familias y sus pueblos.

A la hora de valorar el intercambio cultural, debe considerarse no sólo el tamaño y características de los núcleos urbanos sino también los caracteres del campo circundante –en este caso, deben tenerse en cuenta el hábitat, concentrado o disperso y la densidad de población–, además de la distancia entre unos núcleos y otros. El área de captación era mayor o menor y crecía en función de las necesidades de las ciudades y villas, pero la capacidad de atracción de ambas era selectiva, y en lo que se refiere a las mujeres obedece a todo lo dicho. Las ciudades más grandes y diversificadas en sus funciones, como Madrid por ejemplo, atraían sobre todo a jóvenes cuya inserción favorecía el cambio social, económico y cultural (Ortega, 2006). Pero fueran grandes o pequeñas, la movilidad femenina dependía de la relación entre el campo y la ciudad, de la distribución por sexos del trabajo agrario y en las actividades complementarias, de la intensidad y duración de las migraciones masculinas –ellas tendrían que permanecer en la casa para sustituir a los hombres–, de la transmisión patrimonial, de los prejuicios culturales sobre los desplazamientos femeninos y de la demanda de mano de obra en sectores "femeninos".

El círculo rural inmediato a las ciudades generaba una movilidad de ancianas y pobres que buscaban la acogida o la ayuda de los hospitales y centros asistenciales; también de jóvenes embarazadas en busca de anonimato, que abandonaban a los niños en hospitales o, si tenían suerte, se empleaban como nodrizas o criadas, y, si no la tenían, caían en la prostitución, aunque muchas volvían a sus lugares de origen (Fauve-Chamoux, 2002). De un círculo más amplio procedían las jóvenes solteras que buscaban formar o aumentar su dote, mejorar de condición o cambiar de estado, es decir, esperaban sobrevivir o prosperar, y esto podía significar quedarse en la ciudad o volver al campo para casarse con jóvenes de sus pueblos; muchas no conseguían lo que pretendían, como lo demuestra el elevado número de las que terminaban viviendo solas o con otras mujeres en las ciudades, al borde de la marginalidad. Para las criadas no era fácil encontrar novio porque sus tareas las mantenían encerradas en la casa donde trabajaban; más fácil era para las vendedoras callejeras y para las trabajadoras artesanales, precisamente por lo contrario (Fauve-Chamoux, 2004 y 2009). En cuanto a las casadas, muchas iban a las ciudades para ser nodrizas; esta variante era polianual y la más asidua con respecto al retorno a casa, dado que allí habían dejado a sus propios hijos, y porque su emigración a la ciudad respondía a una estrategia familiar para reunir dinero, pero suponía también un cambio de modo de vida que implicaba que ellas volvieran a sus lugares de origen con costumbres y hábitos urbanos.

A partir de ese modelo teórico, en el caso español no debe sobrevalorarse la atracción urbana, ya que en 1787 la población de ciudades y villas era sólo el 26% de la total y sólo un 12% vivía en núcleos de más de diez mil habitantes –y eran numerosos los de menos de cinco mil–; el tamaño medio era de 12.200. Grandes o pequeñas, dependían de la incorporación de foráneos para sostener y aumentar su población, pero el sexo y la edad de quienes llegaban variaban en función de los caracteres demográficos y económicos de las ciudades, y las diferencias tendieron a aumentar, ya que algunas iniciaron una actividad industrial o militar que modificó el tejido laboral y su organización, alejándose de las de tipo tradicional –rentista, agrario, administrativo–. Por otra parte, hablando de mujeres, al lado de la capacidad para acogerlas era importante el factor de la distancia, ya que ellas tendían a ir a las ciudades y villas más próximas a sus casas, prefiriendo los destinos que no implicaban desarraigo, aunque la necesidad impulsó a muchas a ir más allá.

En general, en las ciudades españolas, aunque muchas tenían una población femenina mayor que la masculina –como en muchas ciudades europeas (Fauve-Chamoux, 1997)–, se puede hablar de dos bloques zonales. En uno, el número de hombres era mayor que el de mujeres y el de solteros mayor que el de solteras, y ellos eran mayoría en los tramos de edad laboral. Teniendo en cuenta que la media española era una relación de masculinidad entre 16 y 25 años de 93 hombres por cada cien mujeres en 1787, por debajo estaban Andalucía, Canarias, Castilla la Vieja / León, Cataluña, Galicia, Asturias, País Vasco y Navarra, en cuyos núcleos urbanos había más mujeres que hombres en esa edad. Por encima de 93 estaban los de los otros territorios –con Aragón a la cabeza–, y el dominio era de los hombres, aunque en cada zona había cifras a la inversa, como es lógico (Pérez Moreda, 1997).

El bloque con más mujeres incluía ciudades muy diferentes: Barcelona, en plena expansión de su industria, o ciudades rentistas como Granada, León, Santiago, Oviedo, etc. En Granada, los estudios demográficos constatan, con las actas matrimoniales, una vía de integración: en las bodas celebradas allí en el siglo XVIII, el máximo aporte lo hacía la comarca inmediata a la ciudad –un tercio de las novias–; en total, la provincia aportaba algo más de la mitad (54%) y el resto procedía de Andalucía. En una ciudad diferente, Málaga, el 24% de las novias eran de la zona próxima, la Axarquía, y el resto procedía sobre todo de la misma Andalucía (Sanz Sampelayo, 1988 y 1998). En las ciudades del Norte, las mujeres eran ampliamente mayoritarias; los hogares unipersonales de solteras eran el 7,2% del total en Oviedo y había muchos grupos de solteras o de viudas en viviendas económicas de los arrabales (Menéndez González, 2006). En Galicia, casi la mitad de las mujeres que se casaron en Santiago de Compostela procedía de fuera de la ciudad; la inmigración era mayor en sectores poco cualificados, como peones o sin profesión específica, entre los que la mayoría de las mujeres eran de afuera –el 82.4% y el 74.2% en esos dos grupos–, quizá porque eran los sectores más móviles; las foráneas eran mucho menos numerosas entre el artesanado (40%) y procedían casi todas de la misma Galicia, y en especial del ámbito rural de la provincia de Santiago (Martínez Rodríguez, 2002). De las casadas en Lugo, el 29% eran forasteras en la primera mitad del XVIII y 43,5% en la segunda, y procedían de la zona rural próxima, o a lo sumo de la provincia, como correspondía a una pequeña capital provincial (Sobrado Correa, 2001). En ambos casos y en otras ciudades gallegas, se acumulaban mujeres en situación precaria (Rial García, 1999 y 2004). Así sería el comportamiento de los pequeños y poco dinámicos núcleos norteños.

En el bloque de predominio masculino, Madrid estaba en la cúspide: no en vano era el mayor núcleo español, con 130.000 habitantes en 1730, 150.000 en 1769, 175.000 en 1787, y 176.374 en 1804. Allí había 111 varones por cada 100 mujeres en 1757 y 1768, y 117,6 en 1804; en las bodas, siempre hubo menos novias foráneas que novios, aunque la diferencia se redujo a fines del XVIII (Carbajo Isla, 1985). Las forasteras procedían de la provincia de Madrid y de Castilla la Nueva –60,8% a principios del XVIII, 50,8% a mediados y 61% al final–; Castilla la Vieja y León aportaban el 12.4% a principios de siglo, 21,4% a mediados y 16,8% a finales; y los territorios del Norte –de Galicia al País Vasco y Navarra–, el 18% en 1700, 16,4% en 1750 y 11,2% en 1780-1789; los territorios del Sur y del Este –Andalucía, Levante, Cataluña, Aragón– aportaban cifras modestas. Zaragoza, otra ciudad de interior y sin industrialización, con 30.159 habitantes en 1723 y 42.600 en 1787, recibía inmigración aragonesa; a principios del XVIII, la provincia aportaba el 20,1% de las novias y otro tanto las otras dos provincias de Aragón, y eran pocas las que llegaban del resto de España o del extranjero; en definitiva, ellas provenían de un radio de unos setenta kilómetros (Ramiro Moya, 2006).

También en ese bloque estaban, en el siglo XVIII, las ciudades elegidas por la Corona para establecer grandes instalaciones navales y militares, que conocieron la llegada masiva de hombres jóvenes. Esto atrajo a mujeres rurales de un radio mayor que en los otros casos mencionados, unas buscando marido y otras buscando trabajo en los nichos laborales que se abrieron en esas ciudades. En el Mediterráneo, Cartagena, con 28.467 habitantes en 1756, 45.217 en 1787 y 49.957 en 1797, pasó de 269 hombres por cada cien mujeres en el primer tercio del XVIII, a 163 en 1730-70 y a 137 después (Torres Sánchez, 1998); Murcia hacía el aporte más numeroso de chicas, pero muchas otras procedían de Castilla la Nueva y de Levante, lo que implicaba un desplazamiento importante. En el Suroeste, Cádiz, centro del comercio americano y complejo naval y militar, en 1768 tenía sólo 29.204 mujeres frente a 35.634 hombres, y las novias que se casaban allí eran andaluzas en un 80,5% (Molín Martínez, 2003). En el Norte, Ferrol pasó de 1.251 habitantes en 1752 a 24.993 en 1787 y en esta fecha había 5.840 solteros y sólo 1.323 solteras; de 1750 a 1860, el 49,3% de las bodas incluían a novias forasteras, gallegas sobre todo (87,4%), pero había un 11,2% procedente de Asturias y Castilla, que habían llegado para trabajar como criadas o como miembros de familias inmigradas (Martín García, 2003 y 2005). En estos casos, una parte de las casadas no viviría para siempre en esas ciudades, sino que seguiría a sus maridos en los desplazamientos que implicaba la dedicación militar, lo que generó una peculiar vía de transmisión de información a media y larga distancia.

Las diferencias de comportamiento entre las mujeres eran territorialmente profundas en lo concerniente a la movilidad. En el Sur, el territorio más urbanizado de España y caracterizado por el hábitat concentrado, con una economía agrícola de latifundio y gran cultivo mediante trabajo a jornal, ellas se casaban muy jóvenes –20 a 21 años– y lo hacían casi todas porque pertenecían casi todas a familias de jornaleros y se casaban con jornaleros, de modo que al depender de un salario más que de la herencia, adelantaban las bodas; esto no evitaba que, antes de esa edad, una parte de ellas fuese a las ciudades y entrara a servir como criadas para reunir una dote (Rey Castelao, 2005). Una vez casadas, tenían muchos más hijos que las mujeres del Norte, por lo que no podían abandonar sus casas para buscar recursos, como lo hacían estas (Sarasúa y Gálvez, 2003). Lo mismo sucedía en La Mancha: en Cuenca, las solteras trabajaban en las fincas familiares o como jornaleras, o en el servicio doméstico, cada vez menos numeroso y más femenino, y en las zonas serranas de pequeñas explotaciones predominaban las migraciones femeninas hacia las ciudades. Pero en general se trata de un modelo femenino estable y mucho más arraigado al lugar de origen que en el caso del Norte. En cualquier caso, cuando se producía, el movimiento no comportaba diferencias drásticas de hábitat –concentrado– ni de idioma –el castellano–.

Por el contrario, en el Norte y Noroeste de la Península, donde la emigración masculina era un fenómeno amplio e intenso, la emigración femenina fue significativa. A falta de una red urbana dinámica y en un ámbito de pequeñas explotaciones agrarias donde los recursos eran muy limitados, salir de casa para ir a trabajar era habitual en Galicia y en Asturias; en estas zonas la herencia solía favorecer a las mujeres, y las herederas solían ser estables, pero el resto tenía que buscar un complemento material para casarse o para independizarse. En Cantabria, País Vasco y Pirineo de Navarra, la división generacional de los patrimonios obligaba a los hombres jóvenes a emigrar, y también ellas se iban, aunque lo hicieran a distancias menores. La ausencia masculina influía en el comportamiento nupcial –la edad de matrimonio y el celibato femeninos eran los más altos de España–, pero sobre todo quebraba la estabilidad: emigraban las jóvenes que tenían que reunir su dote o reforzarla para formar una familia, o las que no se casaban y necesitaban recursos para vivir solas o para colaborar con su familia, y lo hacían muchas casadas si precisaban buscar dinero, y se empleaban como nodrizas (Domínguez Martín, 1996).

La incorporación de las inmigrantes rurales a las actividades urbanas

Cuando necesitaban trabajar fuera de casa, las mujeres buscaban opciones en su propio entorno y en donde pudieran llegar a pie o en trayectos cortos, pero dependían de si había posibilidades en sus comarcas, limitadas por lo general a trabajar como criadas o jornaleras. Si en ese ámbito no las había o no eran ágiles o remunerativas, las mujeres pasaban a las ciudades, en lo posible las más próximas, pero en determinadas zonas el factor de la distancia fue menos importante que la necesidad de obtener recursos; por eso las norteñas iban a segar a Castilla, o a emplearse como criadas o nodrizas en Madrid y en otras ciudades y villas desde Castilla a Andalucía –Valladolid, Granada, Cádiz–, haciendo a pie recorridos de más de quinientos kilómetros. Una parte no regresaba a sus casas porque, como vimos, se casaban allí, pero otras, en especial las casadas, retornaban al cabo de varios meses o de dos o tres años, y repetían la migración a las ciudades al poco tiempo. Madrid, dotada de nobleza, profesiones liberales, burocracia, comercio e industria artesana, necesitaba mano de obra para trabajos eventuales y poco cualificados, así como un abundante servicio doméstico. Por eso las norteñas iban allí ya en el siglo XVII y continuaron haciéndolo en el XVIII: les convenían los salarios que recibían, aunque estos tendieran a bajar en ese siglo precisamente por la competencia entre ellas en el servicio doméstico.

Las norteñas, en buena medida, sustituyeron en los nichos laborales abiertos a las mujeres del círculo en torno a la capital de la monarquía, ya que en ese espacio surgieron en el siglo XVIII otras opciones laborales que tendieron a afianzarlas en sus pueblos: nos referimos al trabajo textil, tanto de tipo protoindustrial como la producción a destajo para las fábricas reales. Esas nuevas opciones hicieron que el radio de captación de mujeres para el servicio se extendiera ampliamente. Desde ya, la atracción vino a sumarse a la necesidad de recursos y a cierta disponibilidad laboral por parte de las norteñas; por ejemplo, en las comarcas de alta montaña de Cantabria, el trabajo agrario, concentrado estacionalmente, permitía ausencias prolongadas de las mujeres, que iban a vender quesos, manteca y telas producidas en el invierno, a Burgos, Logroño, Vitoria o Bilbao, de modo que la inclusión de Madrid y de ciudades más lejanas, como las del Sur, ha de interpretarse como un caso en el que el espacio laboral se amplió tanto como lo requirió la urgencia por obtener ingresos (Sarasúa, 1994a).

En todas las ciudades y villas, la ocupación femenina fundamental era el servicio doméstico aunque en la segunda mitad del siglo XVIII, la industria abrió otras oportunidades. El servicio era idóneo para las solteras de condición social humilde y especialmente para las que procedían del ámbito rural, porque no exigía cualificación y porque a ellas les interesaban el alojamiento, la manutención y la capacidad de ahorro. Madrid era el núcleo que ofrecía más puestos, de modo que en 1757 había 11.959 empleados domésticos –el 10% de la población– y 17.273 en 1787 –el 11%– (Sarasúa, 1994a). Se acogía a un gran número de jóvenes de los pueblos castellanos, aunque en el proceso de feminización del servicio que se produjo en el siglo XVIII –era femenino el 48,4% en el XVII y el 67,7% en 1845 (Ringrose, 1985)–, se necesitó ampliar el área de captación. S. Pelletier-Petch (2011) ha demostrado el dominio de las inmigrantes en el siglo XVIII, mujeres que llegaban de un ámbito mucho más amplio que en el XVII: de las provincias de las dos Castillas y del Norte y Noroeste peninsulares. Su reclutamiento se basaba en la relación verbal, en cartas de notables provinciales o del clero, en la tradicional figura de los padres o madres de mozas, en redes de solidaridad femenina, en los hospitales de originarios de determinados territorios, en los albergues y pensiones, y en la información controlada por las mujeres de los artesanos o comerciantes. Desde el siglo XVII, esas criadas no pretendían volver a su tierra sino que buscaban asentarse en Madrid, casarse en la capital con artesanos, tenderos, miembros de la baja administración o de la policía, pero los salarios eran bajos y en esos casos más de una caía en la prostitución; es decir, el servicio podía llevar a la movilidad social descendente, como refugio de la pobreza para quienes habían perdido nivel y no contaban con formación o medios para liberarse de caer en la delincuencia o en la marginación. En esos casos, la vuelta al campo era imposible.

Pero entre las mujeres que iban a Madrid había un sector que, en principio, no tenía intención de asentarse allí. Se trata de las nodrizas casadas, que se contactaban con sus contratantes urbanos mediante la intervención de parteras, cirujanos o abastecedores de combustible y de otros productos; es decir, de quienes controlaban información y disponían de contactos personales, y de quienes utilizaban las comunicaciones entre Madrid y los demás territorios (Sarasúa, 1994b; Ortega, 2006). Una parte de las nodrizas criaban en sus casas, y en este caso su contacto con la ciudad se producía a través de sus amas; hacia 1758, se correspondía con un radio que oscilaba entre treinta y doscientos kilómetros –provincias de Madrid, Cuenca, Toledo o Guadalajara–. Pero otra parte, muy importante, eran nodrizas internas que buscaban un salario, alimento y casa para ellas y sus hijos; en esta variante, en la segunda mitad del XVIII se intensificó la presencia de cántabras, asturianas, gallegas o castellano-leonesas, mujeres casadas que dejaban a sus hijos en los pueblos, y retornaban al cabo de dos o tres años con dinero para pagar deudas o invertir en tierras. Se trataba de una movilidad de retorno que formaba parte de una estrategia familiar en la que la vuelta a casa era esencial y que sin duda colaboró con el tránsito de información, de hábitos y de prácticas, y en el que interfirió el elemento lingüístico, habida cuenta de que procedían en muchos casos de provincias con idiomas diferentes del castellano que hablaban las familias con las que convivían.

Madrid no era un caso único y aunque podríamos citar otros, la conclusión sería la misma: es de suponer que las mujeres procedentes del ámbito rural estaban en los escalones más bajos y que la experiencia urbana se entendía como una situación temporal –importante para reunir una dote o independizarse– y no como un fin en sí misma, pero se convertía en definitiva si se frustraban las previsiones, lo que no era difícil; las que se casaban dejaban de servir, solían casarse con artesanos humildes u hombres de sectores semejantes. Así pues, aunque diversos estudios han revelado que las criadas tenían una tasa de alfabetización comparativamente alta, lo que se ha interpretado como un refuerzo para las estrategias de integración y de mejora en la situación social, no es posible probarlo.

La incorporación de las mujeres rurales en el trabajo artesanal parece más difícil, salvo que se casaran con artesanos o fueran sus criadas, tanto porque los oficios tenían una base familiar y endogámica como porque había impedimentos legales y gremiales que dificultaban el trabajo de las mujeres en general. En la segunda mitad del siglo XVIII se produjeron cambios legales que, si bien escondían el interés en conseguir mano de obra barata para ocupaciones donde el trabajo masculino se consideraba caro, abrieron algunas oportunidades. Bajo Carlos III, en 1779 se permitió a todas las mujeres aprender cualquier manufactura propia de su sexo y en 1784 se les dejó trabajar en las fábricas de hilos y manufacturas "adecuadas"; desde el gobierno, Campomanes y Jovellanos fomentaron la actividad manufacturera femenina favoreciendo su libertad laboral, formando a niñas y adolescentes de sectores humildes, y fundando escuelas gratuitas. En muchas ciudades, las Sociedades Económicas, los Reales Consulados o la Junta de Comercio las pusieron en práctica: la Sociedad Matritense en 1776 y la de Valencia en 1777, la Junta de Comercio en Barcelona en 1784, entre otras (López-Cordón, 1982).

En ciudades y villas, las mujeres tenían un amplio espacio en el sector de la alimentación –panaderas, horneras, confiteras, etc.–, que solía tener detrás cierta tradición familiar y no necesitaba una cualificación especial, y aunque se intentó controlar su aumento, no se consiguió porque cada vez más mujeres necesitaron obtener ingresos. La producción de pan era una de las actividades que conectaba a las mujeres rurales con la ciudad, ya que era muy frecuente que ellas lo produjeran para venderlo en los núcleos urbanos; lo llevaban por sí mismas y volvían a sus casas (Rial García, 1995). El lavado de ropa, en el que se fueron especializando las mujeres de los pueblos cercanos a las ciudades, también conectaba ambos espacios. Lo mismo sucedía con la actividad comercial de pequeña escala: las regatonas se dedicaban a mercadear porque no requería preparación alguna y porque ellas conocían las necesidades y oscilaciones del mercado local y lo conectaban con las redes de suministro rural. Había muchas otras actividades y otros oficios, pero no todos eran permeables a las inmigrantes salvo que se casaran con hombres urbanos, ni todos generaban intercambio entre las ciudades y el campo. La relación con el ámbito rural es más clara en los sectores comerciales que en los artesanales, tanto porque no era difícil introducirse en ellos como por la movilidad femenina que propiciaban, por el constante trasiego entre los dos espacios y por la capacidad de control sobre la información respecto de las oportunidades en las ciudades para las jóvenes rurales, ya que mantenían contactos con sus propias familias y comunidades.

En el siglo XVIII hubo algunas novedades con efectos dispares pero nada fáciles de analizar porque parecen contradictorios. Una novedad tardía fue la industria manufacturera particular o de iniciativa privada, en especial en Cataluña, que empleó mano de obra femenina, lo que significó un cambio importante para las mujeres. En Barcelona, según un informe oficial de 1784 realizado por la Compañía de Hilados de Algodón, había sesenta fábricas donde trabajaban 1.380 mujeres y 360 en veinte no acogidas a las ordenanzas, cuya posición era precaria, empleadas sobre todo como devanadoras a destajo y situadas en las escalas salariales más bajas. Es presumible que por esto mismo fueran todas urbanas, pero en el mundo rural se mantenía una fuerte actividad textil, y en núcleos como Mataró o Cervera había una intensa dedicación a la hilaza y los encajes como parte de los ingresos domésticos (Ayala, 1987; Thomson, 1990).

En ese mismo contexto catalán de la última parte del XVIII se puede ver un ejemplo de cómo otra novedad de la Ilustración generó un contacto habitual entre el campo y la ciudad mediante las instituciones asistenciales. Nos referimos a centros como la Casa de Misericordia de Barcelona, que acogían mujeres y les daban una formación profesional. Pasó a ser otra opción para encontrar un trabajo urbano pero también para adquirir una destreza en la producción textil con la que retornaban a sus pueblos de origen. Los seis mil expedientes de mujeres asiladas allí entre 1762 y 1805 revelan el nexo entre pobreza, emigración y aprendizaje. Debe tenerse en cuenta que dos tercios de las acogidas eran de la Cataluña central y pirenaica, de la zona protoindustrial, hijas o esposas de hombres con un alto componente de ocupaciones manufactureras y de oficios. Ingresar en la Casa era para la mayoría una forma de emigración protegida: unas entraban por sí mismas y en la mayoría de los casos las familias las dejaban allí cuando eran muy niñas con la idea de recuperarlas; muchas chicas rurales entraban alegando desamparo o pobreza, pero su edad, entre 15 y 19 años, coincide con el período de aprendizaje y de entrada en el mercado laboral y luego en el matrimonial, lo que permite pensar en una estrategia en la que estas jóvenes se formaban para luego trabajar como sirvientas o para optar a las dotes que se sorteaban en la Casa; pero el 52,3% fueron reclamadas por sus familias y de estas, el 53,8% lo fueron por sus padres, el 38,5% por parientes y el 8,6% por sus maridos; no en vano se esperaba de ellas que generasen ingresos o trabajo gracias a las destrezas alcanzadas (Carbonell, 1990, 1994, 1997).

Las reales fábricas significaron la incorporación de numerosas mujeres a sus actividades, en especial en las textiles y en escuelas de hilazas u otras de caracteres semejantes y de impulso estatal. Las Reales Fábricas de Guadalajara empleaban, en 1791, 18.394 hilanderas de 168 escuelas de hilar dispersas por las provincias de Guadalajara, Toledo, Madrid, Ciudad Real, Cuenca y Soria; en la villa de Brihuega a mediados del XVIII, el 30% de las mujeres eran población activa, un 22.99% de ellas eran empleadas de la fábrica real y 38,4% hilanderas en casa. Se trataba de trabajadoras de las familias más pobres de las zonas rurales donde se ubicaban las fábricas o de los pueblos de su entorno, reclutadas por las juntas de caridad, las justicias y los notables locales, como mano de obra para las escuelas de hilazas, que no pasaban de ser talleres donde las hilanderas trabajaban a destajo, aunque se mantenía la ficción de que se les enseñaba el oficio. Precisamente por ese trato salarial y por la dureza del trabajo, reunir y mantener este tipo de mano de obra no era fácil, al menos mientras las mujeres pudieran obtener recursos en el servicio doméstico, pero no hay duda de que este filón laboral sirvió para estabilizar a muchas otras que hubieran emprendido el camino hacia las ciudades y no es arriesgado vincular este hecho con la ampliación del área de inmigración femenina de Madrid hasta el Norte peninsular (Sherwood, 1988; López Barahona 2010; García Ruipérez, 1988; Nieto Sánchez, 2000; Nieto Sánchez y López Barahona, 2001). En los territorios del Norte, en esa misma etapa se desarrollaron también las actividades protoindustriales textiles que ayudaron a muchas mujeres a reunir una dote o a resolver una vida independiente sin tener que abandonar su lugar de residencia, al menos mientras la protoindustria no tuvo que competir con la industria moderna –cuando así sucedió, acabó provocando emigración– (Domínguez Martín, 1996).

Las ventajas económicas, sociales y morales de esta actividad doméstica fueron alabadas por los ilustrados, en especial por Campomanes, y el gobierno trató de promoverla con el objetivo de evitar el ocio femenino y que las mujeres se apartaran de sus familias y abandonaran el campo. Lo cierto es que las mujeres, sin dejar sus tareas agrarias, hilaban la materia prima que les suministraban algunos miembros de los gremios urbanos, comerciantes, representantes de las fábricas reales y, claro está, los nuevos industriales textiles, que buscaban mano de obra más barata que la urbana. Esto sucedía con la seda en Andalucía, con el lino en Galicia o Asturias, con el algodón en Cataluña, pero quizá el caso más interesante es el de la mencionada industria textil castellano-manchega, porque su desarrollo se produjo en un área que desde antiguo suministraba criadas y nodrizas a Madrid. La cuestión está en que la actividad textil podía hacerse desde la primera infancia y la tarea manual apartó a las niñas de las escuelas, como veremos en las siguientes líneas.

Las diferencias culturales femeninas en la España del siglo XVIII: la escolarización

En el siglo XVIII, al que nos limitamos por razones de información, la situación de las mujeres mejoró en el plano cultural, merced al reconocimiento por parte de los ilustrados de las capacidades intelectuales femeninas, y, con retraso, a una legislación que las incluía en el sistema educativo (Rodríguez Pacios, 2007). Sin embargo, opiniones y normas no iban por el mismo cauce que la realidad, y los datos dejan claro que las reformas ilustradas apenas obtuvieron resultados en lo referente a las niñas o incluso los tuvieron negativos, como la orden de 1771 que las separaba de los niños en las escuelas primarias, ya que, si se obedeció, debió limitar las posibilidades de escolarizar a las niñas donde fue imposible sostener escuela de niños y escuela de niñas. En realidad, la inmensa mayoría de las mujeres permaneció al margen de la formación escolar y sólo una minoría femenina tuvo muchas opciones. Como ya dijimos, las estadísticas del siglo XVIII son escasas y poco precisas, pero permiten decir que la asistencia a la escuela no entraba en la vida habitual de la mayoría de las niñas, lo que, aun habiendo otras formas de acceder al aprendizaje, como la vía intrafamiliar, en general las ponía en mala situación con respecto a la alfabetización y las condenaba a ser adultas sin contacto con la lectura y la escritura.

En 1797, año para el cual sí hay cifras generales, se observan las disparidades entre ambos sexos: solamente 88.513 niñas de cinco a doce años asistían a alguna de las 2.303 escuelas existentes y a las clases de las 2.575 maestras que las atendían; eran el 11,9% de las niñas, de forma que otras 665.881 desconocían esa experiencia. La situación de los niños era mejor: había 8.704 escuelas con 8.962 maestros, y los alumnos eran 304.613: el 39% de los niños. Estas cifras revelan la precaria escolarización del final del siglo XVIII y por muchos otros indicios se sabe que la asistencia escolar de las niñas era irregular y que terminaba pronto, sin contar el escaso nivel formativo de las maestras. Las enormes diferencias que se registran en el siglo XVIII dependían de cada sector social, pero también del lugar de residencia y en este aspecto era clave vivir en las ciudades. Entre estas, Madrid –el núcleo con mayor inmigración femenina– fue una excepción por su proximidad al poder emisor de las medidas ilustradas sobre la educación: en 1797 concentraba 79 de las escuelas de niñas con 92 maestras y 3.145 alumnas (el 38% de las niñas de cinco a doce años); sin embargo, la alfabetización femenina estuvo estancada en esa ciudad –33,5% en 1700, 32,3% en 1750, 40,95% en 1770, 35,72% en 1797–, lo que en parte se explica por la llegada de inmigrantes rurales analfabetas.

Dado que las escuelas se concentraban sobre todo en los núcleos urbanos y que estos sumaban poco más de una cuarta parte de la población, el desfase de las niñas rurales era enorme (Laspalas,1991). La peor situación estaba en el Norte –en 1752, tenían maestros el 17% de los pueblos de la actual provincia de Pontevedra, el 21,9% los de Burgos y Santander–, pero los había en el 52,6% de los de Andalucía, debido sobre todo al hábitat concentrado en grandes pueblos (Amalric y otros, 1987; Ponsot, 1987) –. En 1797, salvo en Navarra y Guipúzcoa, de Cataluña a Galicia se extendía una franja donde las escuelas de niñas eran muy escasas, mientras que la zona más dotada estaba en Sevilla, Madrid, Toledo, La Mancha, Granada, Jaén, Valencia, Extremadura y Aragón. Se trata de una distribución diferente de la de los niños: Álava y Vizcaya, casi toda Castilla la Vieja, Aragón o Cataluña tenían una red escolar densa, mientras que Sevilla, Granada, Jaén, Toledo, Valencia se contaban entre las peor dotadas. Galicia, tierra de emigración masculina y femenina muy intensa, estaba en las peores condiciones para ambos sexos: en 1797 se contaron 561 escuelas de niños con 567 maestros y 14.533 alumnos, y 89 para niñas con 94 maestras y 1.699 alumnas: 16.232 escolares, es decir el 4,1% del total español, cuando la población gallega de esa edad era el 12,4%; allí, sin embargo, las escuelas eran compartidas por niños y niñas, y las fundaciones escolares que se hicieron en el siglo XVIII no hacían diferencias a pesar de la norma de 1771; allí, era el trabajo infantil femenino lo que explica la diferencia entre sexos, como en otros territorios del Norte.

En efecto, el tipo de vida y la organización del trabajo dominantes en la franja noroccidental española hacían que pocos niños y menos niñas fueran a la escuela, debido a la temprana dedicación laboral, ya que la pobreza o la incertidumbre material no permitían que invirtieran un tiempo que era necesario para ayudar a la familia. Por otra parte, en ese modelo de comportamiento, que se repetía de generación en generación, no estaba clara la utilidad de aprender a leer o a escribir; por eso el número de escuelas y de maestros era reducido, y en su mayoría se concentraba en parroquias grandes de las zonas más ricas –valles próximos a la costa, penínsulas– y escaseaban en las zonas pobres del interior, salvo donde había oficios relacionados con la construcción o el transporte. El aumento numérico –en la provincia de Pontevedra los había en el 12% de los pueblos en 1708 y en el 17% en 1753– oculta la escasa estabilidad de los maestros o que la mayoría eran pagados por los padres, y fue en la segunda mitad del siglo cuando se reforzó el número de maestros, gracias a las fundaciones creadas por clérigos y emigrantes que pretendían asegurar la estabilidad de la educación y una mejor formación de aquéllos, pensando en la atención de niños y de niñas, pobres preferentemente, a los que se daría una enseñanza elemental junto con la formación religiosa. Pero el trabajo infantil, y más el de las niñas, restó efectividad a las buenas intenciones de unos y otros; por otra parte, sí se veía una utilidad en aprender para tener éxito en la emigración, con lo que se favorecía la escolarización de los niños (Rey Castelao, 2003).

Un tema pendiente de profundización es el efecto diferenciado del trabajo infantil femenino en el acceso de las niñas a la alfabetización y a la escuela. Dado que desde muy pequeñas se involucraban en tareas caseras o extradomésticas y con diez o doce años muchas iban a servir, hay que deducir que difícilmente se escolarizaban. En el País Vasco, las niñas trabajaban como criadas desde los diez años, en Navarra se iniciaban a veces antes de los diez y en la Huerta valenciana, a los once o doce, por lo que si había escuelas en sus pueblos y los padres tenían voluntad para que asistieran, las niñas habrían tenido un margen de tiempo para hacerlo. Sin embargo, hay indicios de que en las zonas de protoindustria textil ese margen era menor: en Cataluña las niñas trabajaban ya entre los cinco y nueve, y en La Mancha, C. Sarasúa (2013) lo ha probado a partir de los memoriales del Catastro que dan la edad de las menores. Sobre una muestra de 4.943 niños y 4.697 niñas, Sarasúa obtuvo una tasa de actividad en relación inversa con el porcentaje de niños escolarizados; y aunque en casi todos los pueblos había escuelas, solo asistía el 8,9% de los niños pero únicamente el 2,5% de las niñas y en la mayoría de los casos no se llegaba a esa cifra; además, las escuelas de niñas eran sólo de labor y acudían de los cinco a los diez años y luego dejaban. Este efecto colateral del trabajo femenino rural es de gran interés porque ayudaría a comprender las diferencias de escolarización y alfabetización de las niñas, que todavía subsistían a fines del siglo XIX.

El analfabetismo femenino y el factor lingüístico

En cuanto a las tasas de alfabetización en la España del siglo XVIII, se han publicado diversos estudios, pero se refieren sobre todo a las ciudades, como sucede con la encuesta dirigida por J. Soubeyroux (1998). Sus resultados –a pesar de sus problemas– indican que la alfabetización femenina era muy inferior a la masculina y su progreso, más débil y diferente entre ciudades y villas. Entre 1700 y 1760, el analfabetismo superaba el 90% en Ávila, Ciudad Real, Barbastro, Zamora, Jaca y Valencia; entre el 80% y el 90% estaban Palencia, Murcia, Toledo, Huesca, Burgos o Alicante; del 70% al 80%, Logroño, Santander, Salamanca, Jaén, Córdoba y Barcelona, y únicamente Madrid no llegaba al 60%. Después de 1760, el mejor nivel se encontraba en Sevilla, Zafra y Bilbao, pero las demás ciudades se mantenían en niveles negativos: Madrid, Salamanca y Córdoba entre 60% y 70%; diez tenían entre el 70% y el 80%, siete, entre 80% y 90% y tres superaban el 90%. El semianalfabetismo femenino confirmaba la diferencia entre hombres y mujeres, y entre núcleos.

La diferenciación social es sin duda lo más difícil de estudiar y no abundan los datos. Por ejemplo, en la Galicia occidental firmaban el 98,8% de las testadoras urbanas de las clases privilegiadas de Santiago de Compostela, y el 77,9% de las rurales de ese nivel; el 52,9% y 30,8% de las mujeres de sectores medianos urbanos y rurales, y el 4,2% y 1,5% entre las más pobres de los dos ámbitos. Pero esa escala, tan clara en apariencia, no era automática en las ciudades, ya que en 1797 había unas once mil expósitas, huérfanas y niñas pobres recogidas en centros asistenciales que recibían cierta formación y las escuelas urbanas gratuitas acogían a las hijas de pequeños comerciantes, artesanos y empleados. Soubeyroux señala que, por el contrario, en el Madrid de esa misma fecha la quinta parte de las esposas de hombres de la administración y de leyes no sabía firmar, y tampoco lo hacía un sector no desdeñable de cónyuges de abogados, procuradores y otros miembros de la burguesía administrativa; y en Girona, sólo firmaban el 10,61% de las mujeres de comerciantes y artesanos –entre estos, lo hacía el 75%–. Mientras, entre las domésticas de grandes familias y de conventos de Barcelona firmaban el 18,5% en 1750, y el 37,5% en Madrid a fines del siglo XVIII. Dado que muchas posibles amas de criadas rurales no estaban alfabetizadas, difícilmente influirían en aquéllas, y más bien el aprendizaje era entendido por las criadas como una vía de ascenso que emprendían por su cuenta.

En el campo, los datos son menos abundantes y más dispersos, pero son reveladores del analfabetismo global. En 1750, en Valencia, el 99% de las mujeres de labradores eran analfabetas y en Murcia, el 96,5%, aunque estas zonas tenían en 1797 la mejor tasa de escolarización, lo que indica que esas mujeres no asistían a la escuela. En la Galicia rural del suroeste, en las compraventas de tierras, menos selectivas que los testamentos, firmaba el 10,6%, sin que se note una evolución positiva a lo largo del siglo; y en comarcas de la costa noroccidental, se pasó de un analfabetismo general a comienzos del XVIII al 2,3% en 1775 / 1779 y al 10,4% en el primer tramo del siglo XIX, mientras que en la Galicia interior hay firmas en el 1,7% de las escrituras en la primera mitad del XVIII, en el 2,5% en la segunda y en el 6,4% en el siglo XIX inicial (Rey Castelao, 1998, 2003). En líneas generales, se deduce una evolución positiva pero lenta y diferenciada por grupos sociales, no obstante, los porcentajes no se refieren a todas las mujeres sino sólo a las adultas e independientes, y serían inferiores si se midiesen sobre la totalidad.

Finalmente, la comparación de la distribución territorial de la población urbana con la tasa de escolarización –e incluso con el mapa lingüístico– establece dos bloques territoriales. Vivir en una ciudad, en una villa, en un pueblo o en una zona de hábitat disperso era determinante porque la dotación educativa era muy diferente, como lo era vivir en donde se hablaban idiomas diferentes del castellano: es este uno de los vacíos más llamativos en la historiografía sobre las mujeres, ya que al hablar de su formación casi nunca se tiene en cuenta, a pesar de que en 1787 el 38% de la población española vivía en espacios donde se utilizaban idiomas propios y se da la circunstancia de que eran los de mayor movilidad femenina.

La relación entre el idioma y el aprendizaje fue un tema frecuente en autores del siglo XVIII que reivindicaban las lenguas diferentes del castellano, pero no se trataba desde la perspectiva de las mujeres, salvo en casos concretos. Por ejemplo, Luis Antonio Verney, recogiendo ideas ajenas, decía que las madres de familia eran las primeras maestras, ya que enseñaban el idioma a sus hijos desde el primer momento y les daban las primeras ideas de las cosas, una afirmación en la que todavía es más extenso e insistente el benedictino fray Martín Sarmiento al hablar del gallego, dado que la educación de las primeras letras se impartía en Galicia en castellano y, por lo tanto, los niños y niñas de familias castellano-hablantes partían de una situación de ventaja con respecto a los demás; Sarmiento reclamaba la enseñanza en la lengua materna como medio instrumental para un aprendizaje más rápido y sin escalones. En la cuestión del idioma se fijaron también el jesuita M. de Larramendi en 1728 con respecto al eusquera, Carlos Ros sobre el valenciano (1733-34) y Baldiri i Reixac sobre el catalán (1752), pero ninguno habla de las niñas sino de los niños y su modo de plantear el problema es utilitario y pensando en su inserción socio-laboral (Canes Garrido, 1987; Filgueira Iglesias, 1995). Sin embargo, hay una diferencia entre Galicia y los demás territorios, y es que en los demás hubo cartillas escolares en los idiomas propios, mientras que en aquella región no hubo cartillas en gallego y nadie intentó preparar su traducción, de modo que la educación escolar se hacía en castellano: dado que los niños estaban más escolarizados, también estaban más “castellanizados” y mejor preparados para entenderse en las ciudades y territorios castellano-hablantes a los que emigraban.

Además, en la baja escolarización femenina se añadían elementos como las tareas domésticas o el trabajo –la protoindustria tuvo un efecto negativo, el contrario quizá que el del servicio doméstico–, o el sistema demográfico –en especial la emigración masculina– y de organización de la familia y de la herencia –sobre todo, el lugar que se ocupara en la sucesión–. En la niñez, la selección actuaba por parte de las familias: en lo que se refiere a los niños, ir o no a la escuela para aprender a leer y escribir dependía del nivel de fortuna y de residir en núcleos urbanos o rurales, pero en las niñas esos factores se reforzaban y se combinaban con los laborales –las niñas se ocupaban en tareas de casa desde muy temprano–, los morales y sociales.

Todo indica que la desigualdad socio-económica se diluía en el ámbito rural dependiendo de esos factores pero, fueran ricas o pobres, urbanas o rurales, quedan claros el descuido o el desinterés, con relativa independencia de la posición socioeconómica de las familias, en la educación de las niñas y en el tipo de lecturas que estuvo a su alcance en algunas casas: lecturas piadosas, que con frecuencia eran sólo el acompañamiento de las labores de manos de ellas y de sus madres. Más allá de que hubiera mejoras en el siglo XVIII y de que los teóricos, por una parte, y los legisladores, por otra, establecieran unos principios favorables a las mujeres, siguió sin resolverse el problema educativo. En este sentido, la apertura de los colegios de la Compañía de María y otras organizaciones supuso una mejora en el ámbito urbano que agrandó las diferencias con respecto al rural.

La ignorancia de las mujeres rurales es sin duda la causa de la creación de una imagen negativa de ellas y de tópicos que tuvieron un éxito permanente, una vez asentados en el lenguaje común. Arrastrados de textos escritos por literatos importantes del Siglo de Oro, su difusión fue amplia, tanto por figurar en libros y folletos de obras dramáticas y de novelas, y –bien entrado el siglo XVIII– en la prensa, como por su constante presencia en el teatro popular. Dicho de otro modo, los prejuicios y opiniones populares sobre las mujeres rurales –en especial, de las norteñas que hablaban idiomas diferentes del castellano– se incorporaron al teatro y, por la fácil reacción de los espectadores ante referencias que les eran familiares y propias, del teatro pasaron a medios populares, en un círculo vicioso que no se resolvió hasta el siglo XX. Esas imágenes se referían a las mujeres rurales residentes en Madrid o en otras ciudades a las que habían emigrado para trabajar e incluso a los casos, menos frecuentes, de las que fueron a parar a ventas y mesones de pueblo o a las que de modo temporal se ocupaban en las siegas castellanas. La fama de buena parte de los escritores que dieron entrada a esos tópicos en sus obras –figuras clave como Cervantes, Lope de Vega o Quevedo– legitimó a largo plazo su repetición, pero no era únicamente el uso fácil de lugares comunes, sino que todos ellos habían visto y tratado a esas mujeres en espacios donde hacían trabajos rudos, socialmente despreciados o poco valorados –criadas, mozas de mesón, taberneras–, donde sobraban ocasiones para caer en la marginalidad. Esos comentarios no eran peores de los que esos y otros escritores hacían de los inmigrantes masculinos, de modo que el desprecio no se basaba sólo en el género ni en el origen geográfico, ya que los norteños y norteñas recibieron el mismo trato que los extranjeros.

Así pues, los tópicos sobre las mujeres rurales presentaban una parte genérica derivada de que eran forasteras y de que ejercían trabajos rudos como acarrear maletas y bultos, hacer camas o llevar paja y cebada a los establos. La tendencia que se les suponía al robo o la prostitución era el peligro que bordeaban por su pobreza y su juventud, como otras inmigrantes, no por su origen rural. En su mayoría, constan en escritos destinados al entretenimiento que recurrían a personajes reconocibles por el público –sobre todo en el teatro y en la novela picaresca–, y eso era lo que se buscaba, por ejemplo, al describir a las gallegas como mujeres poco agraciadas, entradas en carnes, descuidadas en la limpieza y en la apariencia, vulgares, ignorantes, chismosas y enredadoras, idea que se repite y que se relaciona con la brusquedad de estas mujeres. Mesoneras, venteras, sobre todo criadas, se consolidaron en el teatro más allá del Siglo de Oro, de modo que en 169, el cómico Domingo Canonjil llevaba en su repertorio de Valladolid el entremés titulado Las gallegas y aun en 1790, la compañía teatral de Rivera representaba en Madrid el “fin de fiesta” titulado Las gallegas celosas, y en el sainete Almacén de criadas, de 1791, las gallegas seguían siendo feas y desabridas pero, eso sí, cantarinas y trabajadoras. Las ideas que corrían en Castilla, y en especial en sus ciudades, sobre la ligereza de las norteñas se enraizaron porque valían para conjurar el temor a su condición forastera (Haidt, 2009a y 2009b).

Las mujeres rurales que conocían quienes escribían o hablaban de ellas eran mujeres jóvenes, curtidas e independientes, sin educación alguna, obligadas a hacer trabajos duros y, a veces, dispuestas a añadir ingresos poco limpios a sus soldadas, pero cabría preguntar por qué, si la opinión era tan mala, se reclutaba a las norteñas para trabajar en las casas y para emplearlas como nodrizas. La respuesta para lo primero era su capacidad de trabajo y su fuerza; para lo segundo, su aspecto de mujeres bien alimentadas –la gordura denostada por los literatos era su garantía para amamantar niños–, sin que se hable de sus faltas en tema de honra, ya que no era condición que estuvieran casadas para ejercer esa función tan íntima.

Sin embargo, conviene tener en cuenta que los tópicos se fueron quebrando. Ya en el Barroco, Tirso de Molina dio un giro y contribuyó a un cambio de imagen de las mujeres rurales, en sentido positivo, en su obra Mari Hernández, la Gallega, ambientada en la Galicia rural y no en Madrid o en las ciudades castellanas como era habitual. En el siglo XVIII se alzaron más voces favorables a las mujeres, las de escritores notables y reconocidos como el benedictino gallego fray Martín Sarmiento, que enfocó en las gallegas su defensa de las mujeres y en especial de las rurales, lo que no impedía que mantuviera fuertes prejuicios contra las foráneas, en especial las portuguesas. Sarmiento decía de sus paisanas que eran “puras, naturales y no poco expresivas”, llegando a afirmar “que de esta multitud de gallegas salen las naturales poetisas, músicas y cantarinas sin necesitar del arte poético, del arte de música ni del canto de órgano”, y centró sus elogios en las mujeres rurales –él mismo procedía de un medio campesino y se basaba en la observación– por eso distinguía tres clases de mujeres: la de las señoras y semiseñoras “que o guardan el estado o salen poco de casa”, la de las “de la plaza y calle, y que llaman mozas de cántaro” y “las rústicas y aldeanas que siempre andan en el campo si son de tierra adentro, y si son de puertos de mar alternan en el campo y en los arenales […]” (Obra de 660 pliegos, Madrid, 1762, p.223).

El padre Feijoo, el jesuita Manuel de Larramendi y otros autores defendieron a las mujeres del Norte, y también lo hizo Pedro Rodríguez de Campomanes, asturiano y componente del gobierno de Carlos III, quien se pronunció con contundencia en sus escritos (1774-75) sobre su laboriosidad frente a la perniciosa ociosidad de las mujeres del Sur. Igual de favorables son los comentarios de los visitantes foráneos, que al verlas en su medio natural elogiaron su esfuerzo laboral y la diversidad de sus ocupaciones, aunque en más de un caso dejasen ver que iban en detrimento de la limpieza de la casa o de las tareas domésticas. El conde de Fernán Núñez (1777) las consideraba “verdaderas esclavas, dobladas por el trabajo” y Alexander Jardine (1788) informaba de que “conducen el carro, manejan el arado y trajinan estiércol (…) en tanto que los hombres emigran anualmente a Castilla o Portugal”. Es decir, los tópicos se habían invertido (Rial García, 2002).

Todo indica que el modelo teórico femenino que de forma monolítica se sostiene en los siglos modernos, basado en la obediencia, humildad, modestia, discreción, vergüenza y retraimiento, no cuadraba con las mujeres rurales, porque si bien estaba contenido en normas civiles y eclesiásticas, y se explicaba en los tratados de moral, llegaba mal al ámbito rural, donde la vigilancia de las autoridades laicas y eclesiásticas chocaba con la dificultad de aplicarlo en un medio rural de hábitat disperso que favorecía una sociabilidad difícil de controlar. Así pues, da la impresión de que las autoridades se rindieron a la evidencia de que se evitarían males mayores regularizando lo que se podía regularizar. Esto fue así en lo concerniente a la movilidad femenina rural, que hubo de consentirse porque era imprescindible para la supervivencia; lo más que podían hacer era publicar prevenciones contra la promiscuidad sexual implícita en los desplazamientos a las siegas en Castilla y a las ciudades.

Enlazando la condición rural con la movilidad y la educación, tomaremos un ejemplo individual, antes mencionado: el de la monja carmelita María Antonia Pereira do Campo, cuyos textos abordan casi todos los aspectos referidos al tránsito del campo a la ciudad, a la educación femenina y al contacto con la lectura y la escritura, añadiendo el problema idiomático y el trasvase familiar de su experiencia, ya que como madre de un niño y una niña –ella entró en religión tras separarse de su marido– tuvo que tomar decisiones sobre su formación y eso permite contrastarlas con lo que pensaba. Se trata de un caso singular porque corresponde a la periferia cultural española, Galicia, donde, como hemos visto, el analfabetismo femenino era general, a lo que se añadía la existencia de un idioma propio que constituyó, como se ha dicho, motivo de burla cuando las gallegas se empleaban como criadas en Madrid y en otras ciudades. María Antonia dejó una amplia obra escrita –su autobiografía (1737-1738 y 1754-55) y cientos de cartas y textos místicos–, carente de originalidad, porque imita a otras religiosas escritoras, pero introduce elementos de enorme interés, sobre todo la cuestión lingüística, al referirse a las dificultades que tuvo para hacerse entender y en general para expresarse de modo oral y, más por escrito, debido precisamente a que su lengua materna era el gallego. Es este un valor añadido al relato de su vida, que permite ver la cultura femenina a través de su experiencia personal y de una trayectoria que se inicia con la vida propia de una niña nacida en 1700 en una parroquia rural próxima a una pequeña villa, Cuntis, y a una ciudad, Santiago, que sigue con una adolescencia en una villa del interior, Caldas de Reyes, y después en otra de la costa, Bayona, y en una capital diocesana y provincial, Tuy, antes de realizar un periplo que la llevaría a Sevilla y Madrid, para finalizar en Santiago de Compostela, donde fundó el último convento abierto en Galicia, el de carmelitas descalzas de Santiago, donde murió en 1760 (Rey Castelao, 2012).

La familia de María Antonia, con pretensiones de hidalguía, tenía escasos recursos –el padre era labrador, según las listas fiscales de 1708, y su abuelo, molinero–. Como otras monjas narradoras, asegura haber recibido “ciencia infusa”, empezando a leer por sí misma a los veintiséis años y más tarde a escribir gracias a las nociones que le dio una discípula. En su relato se intuye, sin embargo, el verdadero proceso formativo de María Antonia en una familia alfabetizada: su abuelo era aficionado a los libros y su padre sabía leer y escribir, pero mientras se limitó a enseñar doctrina cristiana a su hija, envió a la escuela a los dos hijos varones, menores que ella; en su autobiografía, María Antonia se queja de que no le enseñaron, pero también reconoce no haber advertido necesidad de hacerlo –“de mi nadie se acordó y por cortedad o porque no alcanzaba a comprender si me estaría bien el que me enseñaran a leer, no lo expliqué a nadie; y así me crecí tan remota y ajena de consejos espirituales y doctrina”–. Cerca de la casa de los Pereira había al menos tres escuelas en 1708 y la alfabetización masculina oscilaba en 1700-1709 del 22,9% al 34,2%, pero la femenina se situaba en 1,23% a comienzos de siglo y en el 2,9% a mediados, lo que revela el contexto en el que se crió esta niña.

Los hombres alfabetizados solían enseñar a sus hijos pero no hay pruebas de esto entre las niñas, como no las hay en el caso que tratamos. La madre envió a María Antonia en 1710 a vivir con una tía de esta que era terciaria franciscana y sostenía una especie de escuela de niñas en la villa de Caldas de Reyes –de unos cuatrocientos vecinos–, aunque sólo enseñaba doctrina, oraciones y labor de manos. En Caldas había un maestro por entonces y la tasa de alfabetización masculina era del 33,8%, y siendo un núcleo tan pequeño, sin duda hizo que María Antonia viviera experiencias diferentes de las de su aldea. Se intuye por lo tanto, la importancia de las madres y de otras mujeres de la familia que, como era habitual en el ámbito rural, liberaban a las más jóvenes de ocuparse de las tareas agrícolas o artesanales, y aportaban a las niñas el idioma, los valores sociales y la formación en alguna actividad. María Antonia subrayaba que por entonces su lengua habitual era el gallego, con el que se comunicaba con las otras niñas, y se deduce que, al no haber recibido una enseñanza formal ni haber ido a la escuela, su contacto con el castellano fue posterior a esa primera infancia y que nunca pasó de ser oral y superficial. Esto marcaría su vida posterior, ya que al no haber tenido un aprendizaje básico del castellano en el que se impartía la docencia en Galicia, una vez fuera de esta, María Antonia tuvo que salvar el problema del idioma, lo que sin duda fue sufrido por incontables criadas y nodrizas que hicieron, con menos fortuna, una migración parecida.

Al morir su padre, María Antonia tenía catorce años y pasó en 1714 a vivir a la villa de Bayona, donde su madre sería ama de llaves del abad de la colegiata, quien se ocupó de la educación de los hermanos de María Antonia y los envió a Cádiz. Ella revela que era consciente del trato educativo privilegiado que se les dio por parte de su padre y de su tutor, que después desperdiciaron –ambos hermanos emigraron a América sin lograr éxito alguno–. Pero también se intuye que María Antonia se benefició del cambio de vida y de ubicación. Bayona era una activa villa marinera con una cierta dotación educativa y un convento de dominicas que ella solía visitar, aunque su familia carecía de medios para ingresarla como educanda. Antes de casarse, María Antonia residió también en Tuy –ciudad pequeña pero capital de diócesis y de provincia–, en una casa acomodada donde trabajó como doncella. En esta zona, la tasa de alfabetización masculina era algo más elevada que en la comarca de procedencia, aunque la ciudad no tenía una cifra alta –28,8% en 1700-9–, pero la joven tuvo más posibilidades de contacto con la cultura escrita; visitó también Pontevedra y Santiago de Compostela, donde estuvo algún tiempo, lo que le permitió conocer la capital cultural de Galicia, con universidad, colegio jesuítico, impresores y libreros, y ricos conventos femeninos con numerosas educandas de las clases acomodadas. De nuevo en Bayona, María Antonia se casó con un notario apostólico de parecida condición social a la suya y también de familia alfabetizada. Cuando se refiere a esa fase de su vida, ella afirma “carecer de noticias de libros”, pero ya entonces se había vinculado con el movimiento de las terciarias y con un grupo de mujeres que estaba bajo el influjo de frailes predicadores que se valían de las lecturas piadosas y de vidas de santos para acentuar su religiosidad.

Así pues, María Antonia pasó de una aldea a vivir en núcleos urbanos de provincias y por lo tanto de un medio gallegohablante a otro donde el castellano era el idioma de los grupos acomodados con los que se relacionaba. Su proyecto de separarse de su marido para hacerse monja la llevó a Sevilla y a residir en Madrid, con lo que la inmersión en el castellano fue total. En 1738, en sus escritos, María Antonia se disculpa por su mal estilo al escribir en castellano, y reconoce que el gallego se mantuvo a lo largo de su vida; se expresa con más facilidad en “mi ruda lengua” y con “términos a mi modo toscos, por ser una pobre gallega nacida en este Reyno"

[…] y aun en las cosas naturales casi no sé darlas nombre en castellano porque naturalmente mejor me entiendo en mi lengua gallega y assí como los vocablos castellanos, como se verá en lo que escribo, que no pongo las letras correspondientes a ello. Pues si esto me sucede con las cosas naturales, que no las sé nombrar, como los que fueron criados en esta lengua Castellana qué habré menester para poderme dar a entender algo en cosas espirituales? (cit. en E. de la Virgen del Carmen, La Monjita del Penedo, Madrid, 1931-1948, p.213).

Se refiere también la escritora a la dificultad de dominar el castellano escrito porque “quando me pongo a escribir suplico al Señor me dé luz para saber explicarme algo, pero que sea en mi propia lengua, y con mis propios términos…”(Rey Castelao, 2012).

María Antonia Pereira se quejó siempre de la ignorancia femenina, nacida “del poco saber que padecemos las pobres mujeres” y defendía la necesidad de que se educaran, aunque su posición fue contradictoria. Esto es más llamativo por cuanto su vida en la capital de la monarquía se desenvolvió entre familias acomodadas que le permitieron contactarse con formas y medios culturales nuevos y desarrollados. Las contradicciones de María Antonia –producto de su déficit formativo– radican en su opinión de que las mujeres no debían escribir y en la educación de sus hijos, en la que repitió el comportamiento de sus padres: a su hija la dejó al cuidado de su madre y de las dominicas de Bayona, luego la llevó a Madrid y la internó como pensionista en el colegio de Nuestra Señora del Refugio, centro de patronato real destinado a niñas pobres, y finalmente, la metió en el convento de Loeches como educanda; mientras, a su hijo lo puso bajo tutela de un clérigo que lo llevó a Roma, donde el niño prosiguió sus estudios, de modo que su formación le permitió luego escalar puestos importantes en la orden franciscana. La última contradicción de María Antonia estuvo en su empeño en fundar un convento de carmelitas en Santiago, en contra de la voluntad del arzobispo, don Bartolomé Rajoy y Losada, que era favorable a crear un colegio de la Compañía de María, en consonancia con el giro que parte del clero ilustrado quería dar a la educación femenina. Era algo normal en la época, pero no tanto en una mujer que defendía lo contrario.

Conclusiones

En este texto hemos tratado de poner de relieve que en la España del siglo XVIII existía un conjunto de movimientos migratorios femeninos del campo a la ciudad –como en el resto de la Europa occidental–, territorialmente muy diferenciados y cambiantes en el tiempo. Madrid, la capital, constituyó el núcleo de mayor atracción, y por eso mismo reunió todos los tipos posibles de migración y ha merecido más atención que otras ciudades, pero su modelo, a menor escala, se repetía en otras ciudades. Las investigaciones de los últimos años han privilegiado el estudio de esa movilidad y su vinculación con los nichos laborales disponibles, mayoritariamente en el servicio doméstico, pero cada vez más en los nuevos tipos de industria. Sin embargo, las investigaciones ponen su atención e la intensidad de estos movimientos y en su sentido campo-ciudad y apenas en la posible influencia de los niveles culturales y educativos sobre esos la movilidad y a la inversa. Como hemos expuesto, los niveles de escolarización y de alfabetización femeninos marcan enormes diferencias entre los dos ámbitos, de modo que las inmigrantes procedían de zonas de muy baja alfabetización y se incorporaban a núcleos urbanos con cifras mucho mejores, aunque socialmente diversas; trabajar en casas particulares como domésticas o nodrizas, o hacerlo en tiendas, talleres, tabernas, mesones, etc., tenía efectos diferentes sobre las inmigrantes, negativos en muchos casos, pero positivos en otros: los de aquellas mujeres que aprendieron a leer y escribir y esto les sirvió para mejorar socialmente.

Tampoco se ha atendido hasta ahora a las diferencias idiomáticas, que en el siglo XVIII afectaban al menos a un 38% de la población española, coincidiendo con espacios como el País Vasco, Asturias, Galicia y otros, de los que salían una gran parte de las mujeres que se incorporaron a ciudades castellanohablantes. El problema para establecer las posibles relaciones entre estos factores radica en la ausencia de relatos de experiencias propias de aquellas mujeres que tuvieron que ir a las ciudades a trabajar y luego volvieron a sus pueblos y aldeas, precisamente porque procedían de las zonas menos alfabetizadas, y en determinados trabajos –criadas, nodrizas– provenían de territorios donde se hablaban lenguas distintas del castellano; el caso de las nodrizas sería uno de los más interesantes porque era su idioma el primero que oían los niños que criaban (Mollfullda, 1990), pero no lo es menos el de las otras mujeres que fueron objeto de menosprecio por hablar un mal castellano.

La importancia de los retornos necesita todavía un gran esfuerzo investigador, habida cuenta de la relevancia de los movimientos temporales, polianuales generalmente, de mujeres jóvenes solteras que trabajaron en las ciudades o estuvieron en centros asistenciales donde había algún tipo de formación y luego volvían a sus lugares de origen cargadas de experiencias; pero también mujeres casadas, en especial las nodrizas, cuya inserción temporal en casas de familias acomodadas sin duda hacía que su retorno a casa implicara la llegada de nuevos hábitos y costumbres. La documentación de tipo narrativo da algunas referencias, pero no suficientes porque suelen basarse en prejuicios o en tópicos, de modo que es obligado buscar más información, probablemente en las escrituras notariales, en especial aquellas más próximas a las experiencias cotidianas femeninas.

Notas

(1) Investigación financiada por los proyectos Cultura e identidades urbanas en la Castilla moderna, su producción y proyecciones, Ministerio de Ciencia e Innovación, HAR2009-13508-C02-02 y Ciudades, gentes e intercambios culturales en la Monarquía hispánica durante la Edad Moderna, Ministerio de Economía y Competitividad, HAR2012-39034-C03-03.

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