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Mundo agrario

versión On-line ISSN 1515-5994

Mundo agrar. vol.14 no.27 La Plata dic. 2013

 

DOSSIER

Barones, bandidos y rebeldes en la Sicilia española (1)
Barons, bandits and rebels in spanish Sicily

Marina Torres Arce (*)
Universidad de Cantabria (España)
Dpto. de Historia Moderna y Contemporánea
Facultad de Filosofía y Letras
torresm@unican.es

Fecha de recibido: 1 de agosto de 2013
Fecha de aceptado: 11 de diciembre de 2013
Fecha de publicado: 20 de diciembre de 2013


Resumen: Este estudio parte de la caracterización del fenómeno del bandolerismo siciliano en la temprana Edad Moderna que la historiografía reciente nos ofrece, a partir del modelo general de bandolerismo mediterráneo, y adelanta el marco temporal de análisis hasta el final del dominio español en la isla. En concreto, el trabajo centra su interés en comprobar hasta qué punto el comportamiento del bandolerismo siciliano se ajusta al patrón de evolución del bandolerismo mediterráneo comúnmente aceptado por la historiografía, según el cual el carácter político y faccional de la actividad bandolera, vinculada a los intereses de las oligarquías –los grandes señores feudales en el caso de Sicilia–, se fue diluyendo a partir de mediados del siglo XVII, por motivos diversos relacionados con el avance del poder monárquico, para pasar a caracterizarse como una expresión de desorden social, protagonizada por miembros de los sectores más débiles y peor integrados de la sociedad con objetivos propios que no iban más allá del mero botín económico.

Palabras clave: Bandolerismo; Feudalidad; Justicia; Poder; Control social; Sicilia.

Abstract: This article takes into consideration the characterization and evolution that historiography provides for the Sicilian banditry in 16th and 17th centuries in order to check to what extent the behaviour of the Sicilian brigandage fit the pattern of evolution of the Mediterranean banditry commonly accepted by scholarship, according to which from mid-seventeenth century onwards, banditry lost their links with the oligarchy´s political and factional interests –the great feudal lords in the case of Sicily–, to become a social phenomenon of public disorder, led by members of the weaker and worst integrated groups of society whose targets were mere economic spoils.

Key words: Banditry; Feudalism; Justice; Power; Social control; Sicily.


El reino de Sicilia fue en la Edad Moderna un territorio de ciudades. Fue, además, tierra de bandoleros. Mundo rural y mundo urbano nutrieron y sufrieron en Sicilia el fenómeno del bandolerismo durante los siglos modernos. Bandidos, ladrones, scorridori di campagna, agrupados en bandas de mayor o menor tamaño, asolaron caminos y campos, actuaron en pueblos e incluso traspasaron los muros urbanos, constituyendo un potente reto para la pax publica y, así, para la consolidación de las aspiraciones centralizadoras de la autoridad monárquica, en las que ocupaban un puesto esencial tanto el control del territorio como la asunción del soberano como supremo árbitro y garante de la ley y el orden (Aymard 1986).

La comprensión del problema histórico del bandidismo mediterráneo ha planteado no pocos desafíos. Fue una cuestión social, con fuertes connotaciones económicas y serias implicaciones políticas; la naturaleza del fenómeno bandolero, las condiciones en las que surgió y se desarrolló, su imbricación en la sociedad de cuyo orden oficial se apartaba, su significación en el proceso de construcción y consolidación de las monarquías modernas han sido algunas de las cuestiones que han ocupado y preocupado a la historiografía en los últimos tiempos.

En el caso de Sicilia, advertía recientemente una monografía dedicada al bandolerismo y la justicia en el reino mediterráneo del siglo XVII, respecto a la clamorosa ausencia de trabajos que ofrezcan una valoración y comprensión global del fenómeno del bandolerismo a lo largo de toda la Edad Moderna, más cuando, paradójicamente, su caso ha sido utilizado muy frecuentemente para analizar y ejemplificar muy distintas cuestiones referentes a esa problemática histórica (Pomara 2011). Siendo esto absolutamente cierto, contamos con estudios que, aunque de modo todavía parcial y fundamentalmente poniendo en relación el caso siciliano con otros contextos mediterráneos, permiten comprender algunos de los principales rasgos del bandolerismo de Sicilia, al menos durante la primera Edad Moderna.

El bandolerismo mediterráneo, en palabras de F. Manconi (2003a), fue un

[...] fenomeno parapolitico di straordinaria dimensione fra Cinque e Seicento; un fenomeno che coinvolge in maniera trasversale i diversi ceti sociali, s’innerva nei legami fra signori e banditi, tocca in molti casi realtà urbane al pari di quelle rurali e muove valori morali e sentimenti che vanno molto al di là della semplice protesta “sociale”.

Según ha constatado la historiografía reciente, todas y cada una de esas circunstancias podrían aplicarse, con ciertos matices, al caso específico de la Sicilia española, al menos hasta principios del siglo XVII. De lo que ocurrió después, en el período final del dominio español en la isla, se conoce relativamente poco. Avanzar en este sentido es el objetivo general de este trabajo que tiene como interés particular entender hasta qué punto el comportamiento del bandolerismo siciliano se ajusta al patrón de evolución del bandolerismo mediterráneo comúnmente aceptado por la historiografía, según el cual el carácter de político y faccional del fenómeno bandolero de la primera Edad Moderna, vinculado a los intereses de las oligarquías locales se fue diluyendo a partir de mediados del siglo XVII, como resultado del proceso de aculturación y avance en las tendencias centralizadoras del estado monárquico en construcción. En adelante, el bandolerismo pasaría a ser un fenómeno liderado por miembros de los sectores más débiles de la sociedad campesina, con objetivos propios que generalmente no iban más allá del mero botín económico.

1. Sicilia y el bandolerismo mediterráneo en la primera Edad Moderna

La vinculación del bandolerismo mediterráneo con los profundos cambios de naturaleza económica, social, cultural y religiosa, política e institucional que experimentó Europa occidental al inicio de la época moderna, marcando el paso del feudalismo al capitalismo, es una cuestión cumplidamente tratada en la bibliografía especializada.

R. Villari (1980, 1981) encontró que el bandolerismo en el reino de Nápoles, inicialmente activado por campesinos pobres empujados por el hambre y la necesidad, fue también alimentado en las últimas dos décadas del siglo XVI por grupos intermedios del mundo rural, pequeños y medianos propietarios agrícolas que, duramente afectados por ese contexto de crisis de amplio alcance, hallaron en esas prácticas un medio de resistencia a la presión fiscal regia, eclesiástica y señorial que amenazaba con arrojarlos “a la masa indiferenciada de campesinos”. Igualmente, la ruptura de la unidad cristiana, con los debates internos y resistencias suscitadas por el proyecto tridentino explicarían, según Villari, la inclusión en el mundo del bandolerismo de eclesiásticos reacios a los cambios promovidos desde Roma, excluidos o marginados en ese marco de crisis generalizada que también afectó a la Iglesia católica, en su ascendente en la sociedad, y al mundo de la espiritualidad y la religión.

G. Marrone (2000) ha constatado circunstancias muy similares en el bandolerismo del reino de Sicilia. Conclusiones como ésas y muchas otras más avanzadas en un mismo sentido sobre otros espacios mediterráneos han conllevado la matización del clásico planteamiento de F. Braudel (1976) que reconocía en la miseria y la superpoblación el germen de un bandolerismo concretado en la figura de un pastor montañés que, empujado por la necesidad, bajaba al llano a expoliar, para refugiarse después en zonas fronterizas o de montaña donde el control estatal se mostraba más débil. Así, según el acuerdo general de la historiografía reciente (Ortalli 1986; Manconi 2003), el bandolerismo en amplias áreas del Mediterráneo no se nutrió a lo largo del siglo XVI y principios del XVII ni fundamental ni únicamente de pastores de la montaña, ni sólo de campesinos pobres y desesperados. Entre los bandoleros aparecieron también individuos procedentes del mundo eclesiástico, militar, del artesanado urbano, además de pequeños y medianos propietarios agrícolas e incluso miembros de la nobleza, a veces venidos a menos. Mundo rural y mundo urbano proporcionaron, por tanto, integrantes al bandolerismo en la Edad Moderna. Fueron hombres, y muy raras veces mujeres, que por muy distintas circunstancias personales y por motivaciones de naturaleza socio-económica adoptaron un modo de vida, en parte o del todo, separado de la comunidad ordenada (Torres i Sans 2003). Su implicación en delitos criminales o civiles les llevaron en muchos de los casos a salir de sus lugares incluso antes de haber sido llamados por el bando o de haber sido empujados al exilio por sentencia.

Aunque al día de hoy el debate en torno a la naturaleza del bandolerismo continúa abierto, la visión del bandido de Hobsbawn (1986, 2001) como bandido social, como expresión de protesta primitiva de las comunidades rurales que lo aceptaban y apoyaban, llegando a idealizarlo como héroe de la lucha entre el opresor y el oprimido, ha sido, cuanto menos, ampliamente matizada (Blok 1969, 1972).

En Sicilia encontramos a lo largo de los siglos modernos ejemplos que podrían encuadrarse en esa debatida categoría de bandolerismo social: así de Giovanni Giorgio Lancia, quien operaba en Val Demone a finales del XVI, encabezando unos doscientos hombres, escribía Di Blasi (1842) que hacía “la guerra principalmente agli usurari, e a’ricchi, e quanto toglieva loro, lo dispensava a’ suoi, ed a’ poveri”. No obstante, la propia excepcionalidad de la actividad de Lancia debió ser lo que llevó al erudito benedictino Di Blasi a describirlo como un bandido de carácter “veramente singolare”. Exactamente lo mismo ocurriría con Antonino Catinella, quien actuó más de cien años después en Val di Mazara y fue definido en la cronística del mismo siglo XVIII como “una nuova specie di ladro, che la ruberia impiegava in beneficio degli indigenti” (Lanza 1836). Su caso pasó efectivamente al imaginario colectivo siciliano mitificado como un héroe que combatía a los ricos y la injusticia frente a los pobres indefensos. Sin embargo, la novedad con la que se le categorizó contemporáneamente lo señala también como un caso insólito en ese momento; un caso del que, por cierto, aún quedaría bastante por conocer, pues al parecer en tiempos de Catinella las madres mazaresas les decían a sus hijos: “Zitto, figliuol mio, che sen viene Saltaleviti”, lo que evidencia el temor que suscitaba el bandolero entre los pobladores de los lugares en torno a los cuales solía cometer sus robos (Zambrini 1877; Pitré y Salomone 1882).

Las investigaciones históricas más recientes apuntan a un modelo bastante distinto al del bandido social tanto en el bandolerismo mediterráneo en general como en el siciliano en particular. En la evolución del bandolerismo en esos espacios, su vinculación con la pobreza y con coyunturas económicamente desfavorables se ha venido probando menos significativa que sus nexos con el poder y la riqueza (Blok 1972). A lo largo de la Edad Moderna, el bandolerismo golpeó a ricos y poderosos, a autoridades y justicias locales, a viajeros y comerciantes, pero no menos a los campesinos, labradores y pastores, más vulnerables y con menos capacidad de oponer resistencia y defenderse frente a esa violencia organizada. Así, el conjunto de la sociedad, de arriba abajo, fue tocado por la actividad delictiva y criminal de un bandolerismo que, de modo generalizado, lejos de proteger los intereses de los más pobres y desfavorecidos, actuó a favor de sus propios objetivos y de los de los grupos dominantes.

La relación central del bandidismo mediterráneo con el mundo de la feudalidad, señorial y eclesiástica, y con la lucha faccional constituye otro destacado punto de consenso general entre los especialistas (Braudel 1976; Raggio 1990; Torres i Sans 1999; Ortalli 1986; Manconi 2003). El bandolerismo siciliano moderno –como el catalán, valenciano, sardo o genovés– se expandió a la sombra de los intereses de sus oligarquías (Marrone 2000). Al menos desde el siglo XIV, tanto los grandes señores feudales como los potentes locales sicilianos se apoyaron en bandas independientes de hombres armados, a veces incluso encabezándolas personalmente, para favorecer sus intereses económicos y políticos, y para solucionar sus enfrentamientos privados y venganzas de carácter personal, familiar o faccional. Así, “all´interno del feudo, le bande armate servivano a garantire la sottomissione dei vassalli di fronte agli abusi baronali”, mientras en las ciudades “costituirono anche la manovalanza per il contrabando dei grandi mercanti, sopratutto genovesi, e furono i mediatori degli illeciti perpetrati dagli ufficiali regi” (Sciuti Russi 2003; Cancila 1984; Koenigsberger 1989; Giarrizzo, 1989).

La geografía represiva del bandolerismo siciliano moderno refleja un impacto de su presencia más intenso en los espacios económicamente más dinámicos de la isla. En realidad, el bandolerismo, que tuvo su principal refugio en montañas y bosques y un espacio preferente para sus acciones delictivas en los pasos y trazzere (2), afectó de manera más o menos homogénea a las comarcas tanto de montañas y colinas como del llano de la isla. No obstante, de los tres valli o distritos en los que quedó definitivamente dividida la isla desde 1583, fueron Val de Mazara y particularmente Val Demone –los más densamente poblados y más activos económicamente por entonces– los que aparentemente sufrieron el azote del bandolerismo con mayor rigor, impactando además en torno a los núcleos urbanos de esos territorios tanto o más que en sus áreas rurales (Pomara 2011).

En Sicilia no podría hablarse, por tanto, del bandolerismo como de un fenómeno estrictamente rural. En esta circunstancia tuvo que ver, en primer lugar, el tipo de asentamiento que predominó en la isla durante la Edad Moderna, articulado en centros urbanos, algunos muy densamente poblados, con una escasa presencia de pueblos y casales en los espacios rurales; sólo en el área montañosa de Val Demone predominó un tipo de asentamiento de pequeños centros habitados, con una parte significativa de su población viviendo en casas aisladas en el campo (Benigno 2003).

En el siglo XVII, el 92% de la población siciliana habitaba ya en ciudades. Palermo, epicentro del área centro-oriental de la isla (Val di Mazara) dedicada a la producción y exportación de trigo, y Mesina, cabecera del área noroccidental (Val Demone) dedicada a la producción y comercialización de la seda, fueron las ciudades más densamente pobladas y las más importantes del reino, enfrentadas entre sí en una larga pugna por la supremacía que sólo se resolvería a lo largo del Seiscientos a favor de la primera (Benigno 1990; Ribot 1982). Ambas ciudades como Catania, Augusta o Mazara, otros de los principales núcleos urbanos de la isla, fueron ciudades de realengo. Sin embargo, fueron las ciudades feudales, señoriales y eclesiásticas las que dominaron la red urbana siciliana, sobre todo a raíz de las nuevas fundaciones, auspiciadas por la venta de licentia populandi por parte de la corona española –150 entre los siglos XVI-XVIII–, a costa casi siempre de tierras y casales de municipios regios (Marrone 2000; Benigno 2001).

Con la colonización generada por esas ventas se reordenó la distribución de la población en el territorio. Hasta entonces concentrada en centros urbanos, la mayoría de realengo, superpoblados y situados en la costa (3), aquella se desplazaría hacia zonas del interior, sobre todo en el área centro-occidental de la isla, para pasar a poblar nuevas ciudades, todas de carácter feudal.

Las relaciones campo-ciudad se verían profundamente modificadas con esas nuevas fundaciones, configuradas bajo el modelo del agro-town, pequeñas y medianas ciudades rodeadas de tierras de cultivo que eran arrendadas en pequeñas parcelas bajo la fórmula del terraggio a sus pobladores, quienes tendrían en la agricultura del cereal su principal actividad económica (Davies 1985; Ligresti 1992, 1993, 2002, 2005).

Con esa distribución de la tierra, la organización social de las comunidades rurales también cambió. La figura del campesino libre con capacidad de arrendar extensiones de tierra y trabajarlas autónomamente, difundida durante la etapa de bonanza de la producción y exportación de cereal del siglo XVI y de expansión del dominio regio en la isla, fue progresivamente sustituida por la de un campesino pobre que explotaba pequeñas parcelas en absoluta dependencia de los grandes propietarios –señores feudales–, a quienes debían recurrir para obtener todos los medios de cultivo (Benigno 2003a).

En este particular marco urbano, la penetración del bandolerismo siciliano intramuros estuvo estrechamente conectada a su vinculación con la feudalidad que, además de controlar la amplia red de ciudades señoriales de la isla –en el siglo XVII, el 75% del entramado urbano estaba situado en territorios feudales–, tuvo una creciente presencia no sólo física sino también política en las principales ciudades de realengo (Benigno 2001).

Desde el siglo XIV, las grandes familias feudales se habían ido instalando en centros urbanos, preferentemente en Palermo, y dejado la gestión de sus posesiones agrícolas en manos de gabellotti y affittatori, quienes formarían parte de la grupos de poder locales, siempre dependiente de los intereses del señor de las tierras y rivalizando entre sí por la hegemonía en sus lugares (Cancila 1989). Por su lado, la nueva nobleza, uno de los sectores más favorecidos por la venta de las licentia populandi que dieron origen a las nuevas ciudades feudales, era de carácter netamente urbano; procedía del mundo de las finanzas, el comercio y la oficialidad del reino, y dedicaría sus recursos y los rendimientos de las explotaciones agrícolas de sus feudos a la especulación y la gestión de réditos, gabelas y oficios urbanos o regios (Ligresti 1992, 1993; R. Cancila 2008).

Las bandas armadas de bandidos penetraron en las ciudades feudales y también en las de realengo bajo el amparo de una nobleza que había hecho “de sus castillos y de sus residencias en la ciudad el refugio para bandidos” (Mack Smith 2005). Desde allí actuarían a favor de los intereses señoriales y participarían en las rivalidades entre linajes y grupos de poder en su pugna por el control del territorio, los recursos económicos, los cargos de gobierno y justicia y también el prestigio; pugnas en las que, a través de las redes de parentela, clientela e interés, acababa por quedar implicada toda la comunidad (Marrone 2000).

Aunque a lo largo del tiempo hubo en Sicilia bandas que llegaron a contar con decenas de miembros, lo habitual fue que actuaran en pequeños grupos de 3 a 5 personas, a veces unidas entre sí por vínculos de sangre, de paisanaje o vecindad, las cuales se presentaban casi siempre en cabalgadura y armadas con escopetas y armas blancas para perpetrar sus delitos. Los desórdenes, abusos, violencias que cometían esos grupos de bandidos, forajidos, ladrones y salteadores de caminos, ya fuese sirviendo un propósito ajeno o por propia iniciativa, atentaban contra la propiedad y contra las personas. Contrabando, robos de ganado y otros animales domésticos, incendios y saqueos a granjas y casas, monasterios o conventos, asaltos a transportes de mercancía y a viajeros que iban de una población a otra, extorsiones, atracos, secuestros y asesinatos... dañaban gravemente pax publica y la economía del reino –fundamentalmente el comercio interno, pero también la agricultura y ganadería–, no sólo por el hecho delictivo en sí, sino también por la gran inseguridad que generaban, desalentando la realización de actividades fuera de los muros de la ciudad. Además, esto acababa por repercutir directa o indirectamente, pero siempre de modo negativo, en las recaudaciones fiscales y en las arcas municipales y regias (Mack Smith 2005).

En marzo de 1677, uno de los momentos más duros de la guerra de Mesina, el número de bandoleros presente en los campos y despoblados en torno a Randazzo había provocado que nadie se atreviera a salir ni a entrar en la ciudad, interrumpiéndose así el comercio, con grave daño para la recaudación de las gabelas con las que pagar los donativos regios. Eran, al parecer, al menos seis cuadrillas de bandidos las que operaban en la zona, actuando con total impunidad y desprecio de la justicia, llegando incluso a pasearse delante de los oficiales que, según los jurados que denunciaron la situación, fingían no verlos (Ribot 2002). Las redes de protección en las que se amparaban los bandoleros, que incluían exponentes de la oligarquía local, autoridades y justicias, miembros del Santo Oficio y de las instituciones eclesiásticas, permitía excesos de ese tipo y evidenciaba la fragilidad del sistema que controlaba el orden público y la justicia en el territorio.

No era el bandolerismo sólo un problema social con serias repercusiones económicas, sino también una cuestión política, pues en sí mismo cuestionaba el orden del que era tutor último el monarca. Significativa resulta la actitud del capo de una banda de ladrones de campagna de mediados del XVI, un tal Vincenzo Agnello, quien, según relata Di Blasi, llegó hasta las puertas de Palermo para matar a un caballero enemigo suyo de la familia Afflitto y coincidiendo ahí con la salida del virrey hacia Mesina, se colocó en una colina, en compañía de muchos hombres en formación con una bandera con la muerte pintada, e hizo sonar las trompetas, casi desafiando al virrey, duque de Medinaceli, a la batalla (Di Blasi 1842). En palabras de R. Villari (1980), el bandolerismo fue, de hecho, el único movimiento organizado que superaba el ámbito de las luchas municipales y era capaz de resistir al poder público, hasta el punto de poder disgregarlo en ciertas zonas.

2. Bandolerismo, sociedad y justicia en la Sicilia española

A principios del siglo XVII, Sicilia era descrita como un territorio dominado por la anarquía impuesta por los nobles, ya que

[...]i ladri della città, e della campagna sotto l’ombra della loro protezione commetteano alla giornata furti, ed omicidi. Un prodigioso numero di sicari si era sparso per tutto il regno, i quali con poco denaro erano gli strumenti della vendetta di coloro, ch’erano fra di loro nemici (...). Se alcuno di questi misantropi cadea nelle mani della giustizia, s’imbarazzava per modo co’ maneggi de’ protettori il processo, che o ne sortiva innocente, o era condannato ad una lieve pena (Di Blasi 1842).

El bandolerismo suponía un potente desafío para el control del territorio, un reto para el control social y un grave obstáculo para el ejercicio de la justica institucional, cuestiones todas ya ampliamente dificultadas tanto por los muchos particularismos jurídicos y la multiplicidad de privilegios existentes como por el arraigo de las prácticas violentas y de los usos extrajudiciales en la resolución de conflictos al interior de la comunidad (Hespanha 1993).

Expone R. O. Fradkin (2005) que

[...] en un contexto de sistemas normativos heterogéneos (cuando no directamente contradictorios) las consideraciones sociales acerca de la ley, la justicia y el delito estaban claramente en tensión. La proliferación del bandolerismo y su aceptación social era una de las manifestaciones de estas tensiones

En el caso de Sicilia, no parece que fuera la aceptación social sino la protección e instrumentalización del bandolerismo por parte de las oligarquías, encabezadas por la poderosa feudalidad, a favor de sus intereses privados, lo que se reconocía por parte de las autoridades regias como el principal motivo de su difusión y así, como uno de los mayores impedimentos para “la istaurazione di una vita pubblica più ordinata” (Galasso 1983; Braudel 1986).

A este respecto, un importante sector de la bibliografía especializada ha argumentado a favor de la progresiva pérdida del carácter político y señorial del bandolerismo mediterráneo a lo largo del siglo XVII. I. Fosi (1985, 1986, 2003), por ejemplo, ha analizado cómo en los Estados Pontificios fue desapareciendo la presencia de exponentes de la nobleza provincial entre los bandoleros a lo largo de esa centuria, de modo que la acción oficial contra los bandidos no se configuraría ya en adelante fundamentalmente como una lucha contra nobles revoltosos, sino que asumiría características de policía dirigida contra quienes, tras haber sido llamados por un bando y verse obligados a salir al campo por sentencia o por decisión propia previa a ella, practicaban el contrabando, asaltaban campesinos, robaban ganado, secuestraban o mataban a caminantes y viajeros. La atracción hacia Roma de las familias de la nueva y vieja nobleza –que controlarían sus feudos a través de vicarios, mientras ellos eran ya controlados por las magistraturas romanas–, el recurso al bando y la pena del exilio de manera menos expeditiva que antes, la aplicación de una legislación premial y la capacidad de mediación de los órganos centrales de justicia con quienes gobernaban en provincia, podrían explicar, según Fosi, el éxito, relativo, de la política de orden público puesta en marcha por la autoridad pontificia a lo largo del Seiscientos.

Torres i Sans (2003, 1999) ha constatado una evolución similar en Cataluña. El bandolerismo político y faccional que había caracterizado predominantemente el caso catalán parece extinguirse también en el curso de la segunda mitad del siglo XVII. Lo mismo habría sucedido en los demás territorios de la corona de Aragón, según apunta el referido historiador. La merma de la jurisdicción feudal acaecida tras la guerra de los segadores de 1640-1652 pudo ser, según Torres i Sans, una causa de tal evolución en Cataluña. La atenuación de la presencia de la nobleza entre las filas de los fuorilegge se pudo deber, también, a su urbanización e integración en el sistema de la corte, lo que, entre otros aspectos, habría cambiado el comportamiento aristocrático respecto al uso privado de la violencia, de modo que la resolución de conflictos habría pasado progresivamente a otros planos más institucionalizados.

En todos esos territorios el bandolerismo no desapareció, pero no se habría mantenido ya como expresión de la lucha política de las facciones elitistas sino como un fenómeno endémico, que reemergía con más violencia en momentos de crisis, protagonizado por proscritos y criminales violentos, quienes llevarían a cabo acciones con un fin fundamentalmente económico.

Ése no fue el caso de Córcega donde, como el mismo Torres i Sans (2003) reconoce, todavía en el siglo XIX el bandolerismo formaba parte de la fuerte competencia existente entre las elites locales, con los bandoleros sirviendo a los intereses de las distintas facciones. Y lo mismo ocurriría en Cerdeña, donde todavía a lo largo del siglo XVIII el bandidismo participaba activamente en las luchas de poder de la nobleza sarda, que pugnaba por el control en las comunidades rurales de la isla (Lepori 2010; Manconi 2003b; Pira 2003). Incluso en el reino de Nápoles, donde generalmente se ha considerado que la vinculación del bandidismo con la nobleza habría declinado tras la acción represiva emprendida por el marqués del Carpio (Gaudioso 2003, 2006), no parece todavía clara la extinción de tales nexos ni a finales del Seiscientos, ni, como mínimo, a principios del siglo siguiente (Ambron 2003).

Sería interesante conocer en profundidad las razones de esas diferenciaciones en la evolución del bandolerismo en unos y otros espacios mediterráneos. En el caso de Sicilia, faltan todavía estudios que se ocupen de cómo evolucionó el problema del bandolerismo y su relación con las oligarquías isleñas y las violencias faccionales después de las primeras décadas del siglo XVII (Pomara 2011) y al menos hasta principios del siglo XIX, cuando la feudalidad ya había sido abolida pero, según ha demostrado G. Fiume (1986, 1991), los bandidos siguieron siendo empleados por las familias de potentes locales para proteger sus intereses económicos y políticos, así como para solventar sus vendettas. El bandidismo habría permanecido, así, ligado a la política e intereses de clase, constituido como un fenómeno endémico en muchas áreas rurales de Sicilia.

¿Qué ocurrió entonces en Sicilia con el bandolerismo y con sus nexos con las luchas oligárquicas de poder entre los siglos XVII y XIX? ¿Esos lazos con los grupos de poder no se fueron diluyendo allí, como en otros territorios, a medida que las elites quedaron integradas en el proceso civilizador cortesano y en el sistema político-social de la Monarquía, mientras se encontraban en paralelo medios para alcanzar y solventar objetivos personales por mecanismos no violentos? ¿No llegó, por tanto, a reducirse en Sicilia el bandolerismo a una expresión de la violencia y criminalidad rural, y a quedar ya como un problema de orden público cuyas consecuencias se prolongaban sólo a la economía del reino, tal y como habría ocurrido en Cataluña, Valencia o los Estados Pontificios?

A tenor de lo que reflejan las fuentes y crónicas coetáneas y, aunque sea parcialmente, también la bibliografía, todo apunta a que en Sicilia la alianza oligarquías-bandolerismo continuó a lo largo de todo el siglo XVII y aún a inicios del XVIII.

En Sicilia, la potencia de la nobleza feudal, lejos de debilitarse, fue ampliamente reforzada entre finales del siglo XVI y la primera mitad del XVII (Aymard 1972; Guiffrida 1976; Ribot 1978). El número de titulados aumentó de manera significativa tanto entre los más altos niveles de los príncipes como en los simples barones –se pasó de 80 a 145 titulados (Ligresti 1993) –. Lo mismo ocurrió con su control sobre el territorio, pues dos tercios de la isla llegaron a ser de carácter feudal, de señorío y eclesiástico, la mayor parte además con el mero y mixto imperio (R. Cancilla 2008, 2009, 2013; Benigno 2001). Por otro lado, la vieja nobleza parlamentaria, fuertemente endeudada y en decadencia, y la nueva nobleza, con finanzas mucho más saneadas, se integraron sin grandes problemas y coaligadas, no sin tensiones, con la magistratura y la oficialidad del reino, conformaron un potente bloque de poder en la isla (Ligresti 1984; Ribot 1991, 2008; Sciuti Russi 1976).

La celosa defensa de la autonomía y de los privilegios de la feudalidad siciliana provocó fricciones con el poder regio, que en ocasiones derivaron en situaciones de abierta confrontación, aunque sin llegar –una vez superada la severa crisis política de principios del siglo XVI– a una ruptura definitiva, al menos hasta la guerra de Mesina, coyuntura en la que, por otro lado, la aristocracia feudal, mayoritariamente radicada en Palermo, se mantuvo esencialmente fiel a la Monarquía española. Tal comportamiento se ha explicado por el hecho de que la hegemonía política y socio-económica de la oligarquía siciliana en la Edad Moderna se había ido construyendo en estrecha dependencia de la Corona española (Ribot 1991, 2002, 2008).

Es bien sabido que la Monarquía española sustentó el control de sus amplios territorios en la alianza con los grupos dominantes locales (Elliott 2009; Koenigsberger 1989). A cambio de su fidelidad y auxilio, el rey mantendría con ellos un contacto continuo y vigilante, respetando su estatus y privilegios, satisfaciendo una parte de sus demandas, mediando en sus problemas económicos y en sus conflictos jurisdiccionales, políticos e incluso personales, considerando sus opiniones y ejerciendo con prudencia la acción represiva sobre ellos. Aunque de manera quizá menos intensa que las elites de otros espacios italianos de la Monarquía, las oligarquías sicilianas se fueron integrando también en el sistema cortesano y sus intereses políticos, económicos y sociales se fueron implicando cada vez más con los de la Corona. Obtuvieron así oficios cortesanos y, sobre todo, militares, también cargos judiciales y beneficios en la isla –por la vía de la gracia o de la venalidad–, se vincularon además con las facciones cortesanas madrileñas y en algunos casos se unieron, vía alianza matrimonial, a las familias de la aristocracia peninsular (Ligresti 2005, 2002a, 1984).

Este sistema de relaciones que, fundamentado en compromisos y pactos tácitos de mutuo interés, garantizaría la fidelidad del reino y la conservación del territorio, demostró su efectividad en las complicadas coyunturas que la Corona española hubo de afrontar en el siglo XVII, marcadas por las alteraciones de Palermo y otras ciudades en el verano del ´47 y los sucesos de Mesina, iniciados con una serie de tumultos populares en el ´72 y culminados con la guerra contra la Monarquía española, una vez que Francia entró a apoyar a los rebeldes mesineses que inicialmente habían aspirado a constituirse en república independiente. En palabras de L. Ribot, la clave del mantenimiento del dominio español sobre los reinos del sur de Italia no estuvo tanto en su capacidad militar, ya bastante mermada en la segunda mitad del siglo XVII, como en la lealtad latente en el seno de las masas sociales y en la existencia de potentes redes de interés entre la Monarquía y los grupos dominantes del Mezzogiorno (Ribot 1991, 1995, 2002; Benigno 2003a).

Precisamente, la centralidad de esos pactos con las oligarquías sicilianas –la nobleza, la magistratura y oficialidad– como garantía del mantenimiento de la cohesión y fidelidad del reino al monarca español condicionaría la posición de las autoridades respecto a la vinculación de esas elites con actividades fuera de la ley, el uso privado de la violencia y, por extensión, sus vínculos con el bandolerismo.

En realidad, en la relación de las autoridades virreinales con la nobleza siciliana estuvo casi siempre presente la mutua desconfianza, en ocasiones devenida en abierta hostilidad. Sin embargo, desde un principio, la Monarquía española, con una estructura de poder institucional fuertemente limitada por la propia constitución del reino siciliano, potenció la implicación en la política de control del territorio y preservación de la quietud pública de las elites sículas, empezando por su nobleza feudal, con capacidad de movilizar hombres armados entre sus vasallos y con extensas conexiones por lazos familiares y clientelares en todo el conjunto social (Sorice 2009).

En 1545, el virrey Gonzaga proveyó entre nobles del reino el cargo de capitán de armas que, comandando grupos de soldados a caballo, debía dedicarse a erradicar la criminalidad en los caminos y territorios extraurbanos de la isla (Marrone 2000; Ligresti 2013). Los cargos de capitanes extraordinarios o vicarios generales, asignados para cada uno de los distritos de la isla con el mismo objetivo en casos de extrema urgencia, recaerían también en los principales señores de vasallos de la isla, que participaron así en la lucha contra la criminalidad fomentada en buena medida por su propio estamento (Di Blasi 1842).

Igualmente, desde el gobierno se procuró aprovechar la cesión de licentia populandi para responsabilizar del mantenimiento del orden público y la erradicación de la criminalidad a los señores de las nuevas ciudades, donde mayoritariamente gozaban de las jurisdicciones penal y civil, tras ser esas puestas en venta de forma generalizada a partir de 1610. Se ampliarían entonces las competencias de los tribunales feudales para gestionar composiciones, que suponían la liberación de los imputados por un delito a cambio del pago de distintas cantidades. En una misma dirección habría ido la concesión, a partir de 1634, del uso del ex abrupto tanto a barones como a capitanes de armas con mero y mixto imperio –unos en sus feudos, los otros en las ciudades de realengo–. Esta medida extraordinaria, hasta entonces privativa de los tribunales regios, suponía la posibilidad de encarcelar y torturar a cualquiera, nobleza incluida, bajo el presupuesto de la simple sospecha (R. Cancilla 2008, 2009, 2013).

Sin embargo, muy pronto se evidenciaron las dificultades que implicaba la lucha contra los bandidos si quienes se encargaban de ella eran sicilianos, pues “ellos mesmos les avisan y son sus parientes y amigos y atienden solamente a gozar del sueldo” (Marrone 2000). Tampoco la extensión de la jurisdicción señorial se traduciría en resultados demasiado positivos para el funcionamiento de la justicia en el reino y la restauración del orden público (Cancila 2013).

De modo paralelo a tales iniciativas, las autoridades virreinales activaron políticas preventivas, como las referidas a la tenencia y porte de armas, controlando la emisión de licencias o a través de prohibiciones bajo “la pena de la vida”. También se dispusieron severas medidas penales contra quienes cooperasen con los bandoleros y les prestasen auxilio. La extensión de la responsabilidad de la vigilancia y control del territorio a las propias comunidades –empezando por los administradores de justicia y la oficialidad de tierras de realengo y señoriales– buscaba la disolución de los lazos entre los delincuentes y la comunidad (Braudel 1976; Gaudioso 2005; Corcioni 2002; Cancila 2013). La política premial se movió en torno a un objetivo similar, procurando el quebranto de la cohesión entre los propios delincuentes y entre éstos y la comunidad, así como ofreciendo la posibilidad de reintegración del bandido en la sociedad ordenada, de mano de la gracia regia.

Directamente respecto al bandolero, el gobierno desarrolló dos líneas principales de actuación. Una fue dirigida a su instrumentalización, bien a través de los giudatici o indultos concedidos a cambio de su empleo en tareas de control del territorio y en la persecución de otros bandidos, o bien enrolándolos en el ejército, de modo que, luchando por los intereses de la Monarquía, lograsen el perdón de sus culpas previas (Braudel 1976; Corcioni 2002).

Otra línea de actuación oficial se dirigió hacia la persecución y castigo del bandido por la vía penal. Bandidos, proscritos y rebeldes, como los herejes, eran considerados en los textos jurídicos y teológicos de la época como effractores pacis, incursos en el delito de lesa majestad. Como rebeldes a la autoridad del príncipe, hierro y fuego eran los medios contemplados para castigarlos y eliminarlos (Sbriccoli 1986; Braudel 1986; Corcioni 2002; Sorice 2009).

La figura 1 ha sido elaborada con los ajusticiados en Palermo por delitos típicamente asociados al bandolerismo (scorridor di campagna, publico stradario, ladro di campagna, bandito, cattivatore, omicidiario in campis, incendiario...), tras haber sido sentenciados por el Tribunal de la Gran Corte o la real Corte capitaneal y reconfortados por la Compagnia dei Bianchi entre 1566 y 1714 (Crutera 1917) (4). Atendiendo a los resultados que ofrece el recuento, se observa que la represión oficial más intensa contra el bandolerismo se desarrolló en la década de los 70 del siglo XVI y fundamentalmente a lo largo de la primera mitad del siglo XVII, con picos más acusados en 1577 y entre 1613-1615, en la década de los años 30-40 y en 1653 y 1661. La represión persistirá, aunque atenuada, a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XVII hasta los inicios del siglo XVIII que, coincidiendo con la coyuntura de la guerra de Sucesión española, traerá una renovada actividad represiva contra el bandolerismo en la isla, aunque sin llegar nunca a las cotas de principios del siglo anterior.

Aun cuando los resultados que nos ofrece la lista de ajusticiados recopilados por A. Crutera tengan una representatividad limitada en el conjunto de la acción represiva llevada a cabo en la isla contra el bandolerismo (5), parece ineludible plantear la posible correlación de los momentos de más intensa actividad de represión con situaciones de especial tensión social en la isla, coincidiendo con coyunturas económicas delicadas –como, de hecho, ocurrió a lo largo de prácticamente toda la primera mitad del Seiscientos, período de alzas de precios y crisis de carestía y fuertes dificultades en las finanzas del reino–, o bien con momentos de desequilibrios políticos, ya fuera por acontecimientos político-militares concretos o por tensiones entre las oligarquías del reino y la autoridad virreinal de turno. Así, 1577 coincidiría con la puesta en marcha de una combativa política contra los barones y de represión contra los bandidos por parte de Marco Antonio Colonna (Scuiti Russsi 1983, Sorice 2009); 1613-1615 fueron años de fuertes choques entre el duque de Osuna y el senado de Mesina (Benigno 1989); en 1633 se desataron fortísimas tensiones entre las oligarquías isleñas y el duque de Alcalá, lugarteniente y capitán general de Sicilia que ese mismo año sufría el secuestro y asesinato de su hijo (Di Blasi 1842); 1648 fue el año de una grave carestía y del estallido de serios tumultos urbanos en la isla y 1653 coincide con un momento de duros enfrentamientos entre el duque del Infantado y exponentes de la aristocracia siciliana, y de nuevo, con una fase de gran tensión en torno a los privilegios de la ciudad de Mesina (Ribot 1982).

Significativa es también la coincidencia de los picos represivos de las primeras décadas del siglo XVII con las convocatorias de Parlamentos (Mongitore 1718), momentos en los que se negociaban con el brazo militar de los barones, el brazo eclesiástico y el de las ciudades de realengo unos donativos ordinarios y extraordinarios vitales para una Monarquía inmersa en durísimas empresas bélicas en Europa. El hecho de que la coyuntura de más fuerte y continuada represión al bandolerismo tuviera lugar precisamente entre finales de los años 20 y los años 40 del Seiscientos no puede dejar de vincularse tampoco, al menos como hipótesis, con una respuesta siciliana a la puesta en marcha de los proyectos de Unión de Armas del conde-duque de Olivares -aunque autores como Aymard (1972) apunten a una posición no muy desfavorable de parte de las elites sicilianas- y a las posteriores consecuencias de su fracaso (Elliott 1990).

Resulta complicado determinar si la represión oficial más intensa se dio como respuesta a una intensificación del bandolerismo, coincidiendo con coyunturas de dificultades económicas, inquietud política o intranquilidad social en la isla, o si por el contrario aquella se activaba de modo preventivo precisamente en esos momentos. Quizá confluían ambos aspectos. La generalización del bandolerismo en los tres valles del reino durante la guerra de Mesina, por ejemplo, tuvo interrumpido el comercio y las comunicaciones, generando un estado de emergencia tal que, en junio de 1677, se consideró necesario el nombramiento de un capitán extraordinario de armas para todo el reino, atendiendo a

[...] que la mayor y más sensible calamidad de las infinitas que han causado los incidentes de la guerra (...) ha sido y es la de haberse levantado en los valles (...) numerosas escuadras de ladrones y salteadores de campaña.

Según L. A. Ribot (2002), al desorden generado por la guerra y a la interrupción de las actividades productivas se habían unido, en la segunda mitad del año 77, la carestía y la crisis frumentaria, con lo que se incrementaron todavía más las escuadras de bandidos que operaban en Valdemone. Aún en la primavera de 1678 se notificaba la abundancia de ladrones y bandas de campesinos que asolaban también Val de Noto, sobre todo en los campos del territorio de Piazza, de donde los “poveri massari et arbitranti” rehusaban salir para ir a trabajar sus campos, por miedo a ser atacados. Ya durante la gran carestía de 1671-1672, se había producido una intensificación de las acciones bandoleras, en particular en Valdemone, si bien, el mismo L. Ribot (1982) indica que “el incremento del bandolerismo no se dio únicamente en el año de la escasez, entre junio de 1671 y junio de 1672, sino que se localizó esencialmente en los meses posteriores”, coincidiendo con momentos de fortísima tensión social.

La reducida información que manejamos con respecto a los ajusticiados como bandoleros de la lista de Crutera -de quienes conocemos poco más que sus delitos, nombres y sólo en ciertos casos su procedencia-, no permite presentar más que conclusiones muy provisionales respecto de su caracterización. No obstante, merece destacarse que, para el 92% del total de ajusticiados sobre los que hay noticia de su procedencia o residencia, ésta se situaba en territorios feudales, señoriales y eclesiásticos, de la isla. El área de procedencia de la mitad de los ajusticiados por delitos de bandolerismo en el periodo considerado fue Val Demone, rica y activa comarca al menos hasta mediados del Seiscientos, encabezada por la combativa y privilegiada Mesina. Coincidiría así la procedencia dominante entre los bandoleros con la geografía de la actividad represora en la que los territorios de Val Demone tuvieron un destacado protagonismo. A este respecto, B. Pomara (2011) se ha planteado, atendiendo a la gran incidencia del bandolerismo que su estudio detecta en torno a Mesina entre finales del siglo XVI y la década de los años 20 del XVII, si tal comportamiento habría respondido a que efectivamente el bandolerismo actuaba en esas que eran las zonas de mayor bienestar y económicamente más dinámicas de la isla, o bien a que, puesto que las fuentes que emplea son de carácter judicial, la atención de las autoridades se concentró precisamente en esos territorios, ya fuera por su interés en proteger sus importantes actividades económicas o por la intención de la autoridad regia de practicar una política de presión sobre la susceptible e independiente Mesina.

Entre quienes recibieron la pena capital en Palermo acusados de delitos relacionados con el bandolerismo, rara vez aparecen personajes como Don Antonio Raffiota, de Aidone, ajusticiado por bandido y portar armas en 1668, o Don Stefano Longitano, discorsore di campagna, noble e hijo de Doctor, sentenciado en 1650. En ambos casos la justicia fue aplicada de modo diferente al conjunto de los bandoleros: Raffiota fue ejecutado “senza pompa”, mientras que a Logitano, a diferencia de dos de sus compañeros que fueron ahorcados, le fue conmutada la soga por la decapitación, atendiendo a su condición de noble (Crutera 1917). Los miembros del estamento nobiliario implicados con el bandolerismo podían ser llamados al bando, castigados a prisión y secuestro de sus bienes, incluso sentenciados a muerte, pero la ejecución pública de la pena capital, aplicada además con extrema crueldad en los casos considerados más graves, fue excepcional.

Bien conocido es el caso de Ana Requesens, baronesa de la Ferla, estrechamente vinculada a la potente banda dei Ferlesi, quien a pesar de haber sido sentenciada a muerte en 1616, acusada de gravísimos delitos, continuó impunemente con sus actividades criminales, mientras consolidaba su preeminencia social (Pomara 2011; Marrone 2000). Prácticamente un siglo más tarde, tras la llegada de Vittorio Amedeo II al trono de Sicilia, el estado de inseguridad de los territorios de la isla hizo necesaria la disposición de medidas para actuar contra los bandoleros que entorpecían el comercio, motivo por el cual se encargó a los capitanes que actuasen contra ellos en ciudades y tierras, mientras se amenazaba con duras sanciones a aquellos barones que les dieran asilo y protección (Di Marzo 1869). En breve, se encarcelaría, con secuestro y confiscación de bienes, al Príncipe de Mezzoiuso, Blasco Corvino, que había “osato ricoverare e soffrire in alcuno dei suoi feudi pubblici grassatori, ladri e simil gente facinorosa contro il servitio pubblico et ordini reali”. A pesar de las duras medidas dispuestas contra este noble, “stimato complice e fautore di banditi”, sólo dos años más tarde aparecía investido como conde de Altavilla y unido, vía matrimonio, con la casa del Príncipe de Castelforte (Fiume 1986; Cancilla 1984, 2013).

La capacidad de represión a los bandidos y el control del uso privado de la violencia por la vía del derecho positivo estuvieron sometidos a múltiples restricciones jurídicas y mediatizados por intereses de muy diversa naturaleza, política, social o económica. Así, el gobierno hubo de combinar represión con tolerancia, al menos hasta ciertos límites, hacia las prácticas de violencia en la resolución de conflictos, mientras buscaba colocarlas en un plano más institucionalizado, procurando articular fórmulas de negociación y de mediación, incluso al margen de la justicia ordinaria, que permitiesen mantener, aunque fuese de modo precario, los delicados equilibrios sociales y políticos de la comunidad (Broggio 2011).

La progresiva sumisión de los enfrentamientos señoriales al ámbito del derecho positivo, a través por ejemplo de mecanismos no institucionales como las cofradías, y el relativo éxito de la política premial y del sistema de gracias para la recomposición de la paz social, pudieron favorecer la progresiva disolución de los nexos entre la nobleza siciliana y el bandolerismo, debilitando su participación en la resolución de los conflictos privados. Ésta es una cuestión sobre la que aún queda mucho por conocer (Pomara 2011). Sin embargo, si atendemos a las noticias parciales que nos ofrecen las fuentes y la bibliografía, parece que los vínculos entre las oligarquías sicilianas y el bandolerismo continuaron vigentes llegado el siglo XVIII.

Refiere C. Messina (1986) que el pretor de Palermo reconocía, a la altura de 1712, que los nobles implicados en el contrabando confiaban, para salir indemnes, en la clemencia de las autoridades locales, o en la amistad o parentela que pudieran tener con ellas. Esa misma protección permitía que personajes como Pietro Pistici, famoso discorsore di campagna de Santo Stefano, pudiera pasearse tranquilamente por la ciudad de Corleone y sólo tras haberse establecido un taglione, un precio a su captura, pudo ser apresado. Lo mismo ocurría al otro extremo de la isla, en el territorio de Licata, donde un grupo de bandoleros, conocidos como los licattotti, tenía absolutamente amedrentados a los pobladores de esa y otras ciudades del entorno, que debieron recurrir a los tribunales e incluso a la Diputación del reino a la espera de un alivio a la grave situación que padecían, según su propio testimonio, debido a la “comodidad de la que gozaban los bandidos en aquella ciudad y tierras de la comarca.

Así, mientras la comunidad recurría en casos extremos como los mencionados a los ámbitos institucionales de la justicia regia ordinaria buscando protección frente a la violencia bandolera, los grupos de poder locales continuaban asistiéndola y utilizándola. Podría considerarse que la relación poder-bandolerismo discurría ya entonces en una vertiente más económico-social que política, aunque lo cierto es que, en la percepción de las autoridades, el bandolerismo siguió siendo considerado un grave obstáculo al control del territorio y un menoscabo a la justicia regia, con una potencialidad de instrumentalización política a tener muy en cuenta. La centralidad de esta última cuestión se plantearía en toda su extensión en momentos de particular tensión política y social como los de principios del siglo XVIII, en la coyuntura de la guerra de Sucesión española. No obstante, como se tratará de inmediato, aún entonces la prudencia y flexibilidad frente a las posibles conexiones de las oligarquías del reino con el mundo de la criminalidad fueron las líneas dominantes de la actuación gubernamental, que priorizaría la negociación para la preservación del consenso social del que tanto dependían el dominio y conservación del territorio en un momento políticamente tan delicado como fue el de los primeros años del siglo XVIII.

3. Bandolerismo y disidencia política en la guerra de Sucesión española

A principios de septiembre de 1707, el virrey de Sicilia, marqués de los Balbases, advertía gravemente desde Palermo con respecto al

[...] daño que están haciendo en este reino los bandidos y (...) en la constitución presente sería bien retirarlos, para en caso de hacerse los enemigos algún desembarco por las partes de la Calabria, no se sirvan de ellos a favor de sus designios (6).

Hacía poco más de un mes que habían sido renovados los bandos prohibitorios de armas blancas y de fuego publicados por el cardenal Giudice en octubre de 1702 y también por el duque de Veraguas en agosto de 1701, vetándose además la concesión de nuevas licencias para portarlas..Los años 1705 y 1706 habían sido activos en cuanto a represión de bandoleros, pero la situación de Sicilia en 1707 aconsejaba al virrey la publicación de un bando como el que se había publicado en 1674, el cual ofrecía un indulto general a los delincuentes del reino (7).

Durante la guerra de Mesina, la Monarquía española había recurrido a los indultos para aquellos bandidos, no sólo de Sicilia sino también de otros territorios como Cerdeña y Calabria, que se alistasen en su ejército. En septiembre de 1674, el marqués de Bayona publicaba uno en tal sentido, que fue el que tomaría como referencia el marqués de los Balbases en 1707. En palabras de Ribot (2002), el recurso a los bandidos no sólo aumentaba las propias fuerzas de la Corona, sino que también impedía que esos grupos armados pudieran apoyar desde dentro al enemigo, que a finales del siglo XVII había sido Francia, y a principios del XVIII, el Imperio y sus Aliados, que justo en el verano de 1707 acababan de conquistar el reino de Nápoles. El problema era entonces, en primer lugar, que los bandidos habían hecho “unión”, en particular en Valdemone, y esto había incrementado su fuerza y su capacidad de acción. Allí se cometían homicidios, continuos robos y extorsiones que impedían el comercio público y, puesto que se atrevían a ejecutarlos incluso dentro de las casas, los habitantes de los lugares tampoco salían a atender sus tierras y ganados en el campo. No obstante la relevancia de todas estas circunstancias, la mayor gravedad del asunto residía, a ojos del gobierno español, en que esos bandoleros actuaban en un territorio que por la zona de Mesina estaba separado de Reggio Calabria por menos de 3 kilómetros de agua y se sospechaba que “andan en sediciones fomentadas de napolitanos y calabreses”.

Los nexos del bandolerismo siciliano y napolitano se remontaban a siglos atrás (Braudel 1976), pero la reciente conquista del reino de Nápoles por los imperiales hacía temer que los bandoleros, unidos

[...] en multitud puedan venirse con los enemigos o malcontentos, por los perjuicios que eso puede producir al servicio de Su Majestad y a la causa pública y a la defensa del reino a que tanto se debe vigilar en la constitución presente de la guerra y vecindad de los enemigos.

Los inicios del siglo XVIII estuvieron marcados en Sicilia, como en el resto de los territorios de la Monarquía española y Europa, por el conflicto sucesorio derivado de la negativa de los Austrias imperiales a aceptar el testamento de Carlos II y del apoyo recibido a su causa por una Inglaterra y Holanda muy interesadas en el espacio ultramarino español. En Sicilia, que fue el único gran territorio italiano que permaneció bajo el dominio borbónico hasta 1713, la guerra no se tradujo en acciones bélicas significativas, pero afectó a su sociedad, en sus distintos niveles, de muy diversos modos y generó un escenario de fuertes tensiones latentes. Las continuas demandas del gobierno borbónico español de trigo y dinero y las necesidades defensivas de la propia isla, en forma de mantenimiento y refuerzo de sus tropas y adecuación de las fortificaciones costeras, derivaron en una creciente presión fiscal, así como en un incremento notable de la concesión tanto de títulos de nobleza como de magistraturas y oficios, particularmente de naturaleza militar, a cambio de donativos económicos (Álvarez-Ossorio 2007). El contexto bélico agravaría además las dificultades del reino, especialmente en sus actividades comerciales, que en el ámbito exterior se vieron seriamente entorpecidas por el bloqueo al que sometieron a la isla los Aliados a medida que controlaban el área mediterránea circundante (Ligresti 2007, 2007a). Esto se tradujo, entre otras cuestiones, en carestías y crisis de abastecimiento de trigo y otros productos básicos, así como en una creciente omisión de parte de los municipios de realengo y feudales, señoriales y eclesiásticos, en el cumplimiento de los pagos al fisco regio. En este complejo y delicado marco estallaron protestas populares en distintas ciudades del reino (Ligresti 2008, 2013; Tufano 2009), que simpatizantes y agentes pro-imperiales, identificados por la historiografía fundamentalmente entre el estamento eclesiástico y los grupos medios y populares urbanos, con sospechadas conexiones con la nobleza, intentaron aprovechar para hacer derivar el malestar social en agitación política.

Bajo estas circunstancias, el control social y la preservación de la fidelidad del reino a la casa Borbón se imponían como tareas prioritarias para el gobierno virreinal de Sicilia. En estas preocupaciones, los efectos de las actividades delictivas y criminales del bandolerismo fueron una cuestión muy a tener en cuenta. Sin embargo, no fue menos relevante su organización y el manejo de la violencia armada, su capacidad de actuación en todo el espacio insular –gracias a su conocimiento del territorio y movilidad– y, sobre todo, su imbricación en los distintos niveles de la sociedad, particularmente con las oligarquías. Este conjunto de circunstancias hacía de la potencial vinculación del bandolerismo con la opción política contraria al gobierno borbónico que regía la isla un asunto de extrema gravedad, tal y como advertía en 1707 el virrey Spinola, pues podía trascender su carácter de fenómeno parapolítico, para entrar a participar activamente en las opciones políticas que la contienda sucesoria planteaba a la sociedad siciliana.

Lo cierto es que desde incluso antes de que se abriese oficialmente el escenario bélico en Europa, se tuvieron más que fundadas sospechas sobre las posibles conexiones del bandolerismo en Sicilia y Nápoles con la causa imperial, a través de sus vínculos con miembros de la nobleza del Mezzogiorno. En septiembre de 1701 se destapó en Sicilia la primera trama pro-imperial, preparada en coordinación con quienes activaban en Nápoles, justo por entonces, la conocida como conjura del príncipe de la Macchia (Granito 1861; Galasso 1982; 2000; Gallo 2011). El primero en ser descubierto y capturado en Palermo fue Gennaro Antonio Cappellani, exjesuita napolitano, abad y antiguo servidor del entonces papa Clemente XI, que había sido enviado desde Roma a Sicilia con objeto de captar adeptos con los que apoyar un levantamiento a favor de la causa imperial. Tras él, fueron apresados un sacerdote mesinés, Giacome Aly, y Don Nicolás de Torres, napolitano que tras haber sido acusado años atrás de pasador de moneda falsa, se había trasladado a Mesina con dos de sus hijos: uno jesuita, que estaba en esos momentos en Nápoles, y otro seglar, que como su padre también había sido bandido por la justicia napolitana y que sería apresado en Roma, donde estaba tras haberse pasado a la corte de Viena en nombre de Guiseppe Capece, uno de los cabecillas de la conspiración napolitana de la Macchia (8). A través de las declaraciones de Torres, Cappellani y Aly se reveló una amplia trama que discurría entre Viena, Roma, Nápoles y Sicilia, en la que se vieron inicialmente implicados altos jerarcas de la Iglesia napolitana y siciliana, miembros de la nobleza meridional, junto a algunos españoles y mesineses calificados “de la primera esfera”. Los estrechísimos vínculos de las familias nobiliarias napolitanas y sicilianas, que poseían intereses y posesiones a ambos lados del Estrecho, favorecerían, sin duda, la extensión de las redes conspiratorias en uno y otro reino.

Por otro lado, en Mesina, donde, al parecer, se había previsto en un primer momento iniciar la sublevación pro-imperial, nobles y otros ciudadanos, según recoge L. Riccobene (1996), ya se habían armado con sus siervos y habían introducido ocultamente en sus palacios y casas a “gente chiamata dalle campagne”. En el reino de Nápoles se había ido aún más lejos. Según declaró Cappellani, Vincenzo Carafa, duque de Bruzzano, le había confiado en una ocasión que un tal Santuccio –se refería a Santo Lucidi, alias Santuccio di Froscia, capo de los bandidos de Abruzzo en tiempos del marqués del Carpio y por entonces en Venecia- se correspondía con el marqués del Basto a quien había asegurado que “sarebbe entrato a favore del imperatore nel reyno di Napoli per la parte degli stati del marchese”. Asimismo, el exjesuita refirió que el embajador imperial en Roma, conde de Lamberg, le había comunicado, un día de abril de ese mismo año de 1701, que tenía la notica de que el príncipe della Riccia, refugiado en territorios papales del Benevento tras haber sido bandido de Nápoles, estaba en esos campos con gente. Poco después, en junio, Lamberg le habría dicho a Cappellani lo mismo sobre el marqués del Basto, quien supuestamente tendría también gente preparada en los campos, de modo que se habrían logrado reunir mil personas dispersas por el territorio entre Benevento y Nápoles a la espera del moto del príncipe de la Riccia, que era quien estaba más cerca de aquellas partes de Benevento. De que el propio príncipe de la Macchia había dejado también “movidos algunos capobandidos” en Nápoles nos hablan otras fuentes (9).

Parece así que la sedición del partido patricio napolitano se ideó para ser llevada a cabo contando con el apoyo de grupos armados de bandoleros, con los que los nobles conspiradores mantenían un contacto tan estrecho como para movilizarlos a favor de sus intereses políticos en los territorios. El fracaso de la conjura nobiliaria en la ciudad de Nápoles y la desarticulación de la trama en Sicilia, auspiciada por la delación de dos exponentes de la alta nobleza palermitana y la presencia del virrey en Mesina, tras haber sido advertido desde Roma de la posibilidad de que aquella trama existiese, evitaron que los bandoleros entrasen en acción en Nápoles y probablemente también en Sicilia.

Es importante señalar que, hasta donde llegan mis noticias, la vinculación del bandolerismo con esos movimientos antiborbónicos vino a través de sus conexiones con la nobleza meridional, no como resultado de una iniciativa propia (Blok 1972), tal y como se ha evidenciado en otros territorios de la Monarquía española, como Cataluña o Valencia, donde miembros de los sectores medios y populares campesinos y urbanos que nutrieron las filas austracistas optaron en un momento dado, sobre todo en la etapa final de la guerra de Sucesión española, por la actividad bandolera, casi guerrillera, para hostigar a las autoridades y ejércitos borbónicos (Pérez 2008). Destacó entre estos la presencia de eclesiásticos, sacerdotes y religiosos, que, tal y como describiera Bacallar y Sanna en sus Comentarios de la guerra de España (1957), dejaban sus hábitos para pasar a actuar como bandoleros en apoyo de la causa austracista en Cataluña.

En Sicilia, la sospecha de que la mayoría de los frailes eran pro-austríacos, así como muchos de los eclesiásticos profundamente antifranceses, llevó al gobierno borbónico a plantearse en 1702 la aplicación de una medida como la adoptada en Nápoles, con resultados satisfactorios, según escribía su virrey: la expulsión del reino de todos los eclesiásticos sospechosos de disidencia, pues “en lugar de dar ejemplo con sus palabras y obras a los demás son por lo común los más perniciosos a la quietud pública” (10) . La disposición se concretó entonces sólo parcialmente en Sicilia, aunque los integrantes del estamento eclesiástico, con un sector de su jerarquía incluido, estuvieron a lo largo de todo el período bélico en el punto de mira del gobierno, que se valdría de los Tribunales de la Monarquía y del Santo Oficio para controlarlos y contrarrestar las inmunidades tras las que se parapetaban tanto en los casos en que fueron directamente acusados de lesa majestad como cuando amparaban en sus iglesias y monasterios a prófugos de la justicia.

Durante estos años, sostuvieron no pocas tensiones con la jurisdicción regia jerarcas de la Iglesia siciliana como el obispo de Lípari, Gerolamo Ventimiglia, sobre el que recayeron sospechas más que fundadas de su posición pro-austriaca que acabarían por llevarlo definitivamente fuera de su diócesis tras la ruptura de Felipe V con la Santa Sede en 1709. La férrea defensa de sus inmunidades, particularmente en el derecho de asilo, y la protección ofrecida tanto a bandoleros como a sediciosos colocaron a otros obispos en posiciones muy comprometidas. Se sabía que Francesco Ramírez, obispo de Agrigento, había ofrecido su amparo al famoso bandido mazarés Antonino Catinella, que acabaría siendo ajusticiado en mayo de 1706, como varios de sus compañeros procedentes de la tierra de Sambuca, acusado de los delitos de “furti magni, omicidi gravissimi, scassato carceri, fatto composizioni, entrato e derrubato monasteri di donne” (Crutera 1917). El obispo de Catania, por su lado, se vio envuelto en 1711 en un agrio conflicto con su sobrino, el vicario general de Valdemone, Príncipe de Campofiorito, por la extracción efectuada por este último de un posible agente imperial calabrés refugiado en una iglesia de la diócesis catanesa. La vulneración de la inmunidad que protegía el espacio sacro abrió un enfrentamiento que no pudo llegar a resolverse por la vía del Tribunal de la Monarquía (11), pues justo entonces estallaba la controversia liparitana entre Roma y el monarca español en torno a la legacía apostólica sobre la que el poder regio fundamentaba su control sobre ese Tribunal y sobre la Iglesia siciliana. Precisamente, los obispos mencionados, Andrea Riggio de Catania y Francesco Ramírez de Agrigento, junto al catanés Nicola María Tedeschi, nuevo obispo de Lípari desde 1710, y el obispo de Mazara, el palermitano Bartolomeo Castelli, tuvieron un protagonismo central en la deriva inicial de ese enfrentamiento jurisdiccional entre la Santa Sede y Madrid (Catalano 1950, 1973).

El conspirador que se había refugiado en la iglesia catanesa en la primavera de 1711, colocándose la protección de su obispo era Vincenzo Lavenia, alias Pitarrillo, miembro de un activo grupo de agentes pro-austríacos que llevaba tiempo operando entre el reino de Nápoles y Sicilia.

La conquista de Nápoles en junio de 1707 había consagrado a ese reino como plataforma desde la que se organizaba la actividad proselitista pro-imperial en Sicilia. Articulados a partir de lazos de carácter personal, de amistad o familia, y organizados en grupos reducidos que utilizaban espacios de reunión fundamentalmente privados y necesariamente clandestinos, los agentes pro-imperiales descubiertos en Sicilia en estos años se movían, a menudo, vestidos como clérigos, frailes mendicantes, vagabundos o bandoleros, porque lo eran o querían pasar por serlo, aprovechándose de la movilidad que les proporcionaban tales condiciones. Exactamente esta fue la estrategia utilizada por la red de agentes imperiales a la que pertenecía Pitarrillo. Su cabecilla, el calabrés Don Alfio Nicolosi, había pasado al menos en tres ocasiones, entre 1709 y 1711, desde el reino de Nápoles a Sicilia para recabar información sobre las condiciones defensivas de la isla, buscar apoyos al partido austríaco e intentar organizar levantamientos en distintos lugares, con el objetivo final de facilitar el arribo de los ejércitos austríacos a sus costas. Cada una de sus estancias se prolongó durante varios meses, períodos en los que recorrió la isla junto a distintos compañeros, que habían venido con él desde Calabria o bien reclutó entre sicilianos –frecuentemente amigos y parientes de otros de Nápoles–. El medio que utilizaron para encubrirse a lo largo de todo ese tiempo fue el de hacerse pasar por bandoleros.

En realidad, Nicolosi y varios de sus compañeros calabreses y sicilianos habían sido formalmente bandidos en Sicilia en 1709, tras haber sido descubiertas sus intenciones sediciosas (12). La asunción de la identidad del bandolero en sus viajes posteriores permitió a los conspiradores, organizados en grupos que llegaron a tener hasta 24 miembros, una gran libertad de movimiento por la isla, así como la posibilidad de mantenerse operando en sus campos y ciudades durante largo tiempo sin ser descubiertos. Su estrategia fue permanecer mientras era de día en los bosques, actuando como bandidos, para por la noche, parapetados en la oscuridad y disfrazados, penetrar en las ciudades, donde realizaban sus reuniones clandestinas con el apoyo de sus contactos locales. Ni otros bandoleros, ni vecinos de las zonas donde estuvieron escondidos esos hombres los descubrieron ante las autoridades, que hubieron de valerse de sus espías para desmontar esa trama.

En este caso, como en tantos otros a lo largo de ese período bélico, aun cuando hubo fuertes sospechas respecto de las conexiones de un sector de la nobleza isleña con el partido austríaco, desde el gobierno virreinal no se tomaron más que medidas preventivas al respecto. La actitud de las autoridades españolas con la oligarquía siciliana continuó moviéndose entre la profunda desconfianza y la suma prudencia. Significativas serían, en este punto, las órdenes dirigidas en 1709 a magistrados y nobles de Palermo para garantizar su permanencia en la ciudad, con la expresa prohibición de salir hacia sus feudos o residencias en otros lugares del reino sin licencia del virrey.

En 1710, el genovés Luca Spinola, teniente general del ejército siciliano, incidía en “cuan vidriosos son estos naturales y cuan insolentes por estar todos armados y en el país tan fuertes” (13) . El virrey, marqués de los Balbases, avalaba entonces la pretensión a la grandeza de España presentada por el príncipe de Mirto y conde de San Marco, justificándose en argumentos que recogían idénticas percepciones. Señalaba el virrey que aquel noble pretendiente debería ser atendido puesto que pertenecía a una de las primeras y más ilustres familias del reino, con servicios prestados a la Monarquía, pero, sobre todo, porque al “ser este caballero muy desconfiado y tener algún séquito en el reino por parentela y estados” no convenía descontentarle (14). La necesidad de contar con el apoyo de las oligarquías para poder continuar con las crecientes imposiciones fiscales, en algunos casos claramente contrarias a los privilegios del reino, con la militarización de la isla y, desde luego, con el mantenimiento de la quietud pública, condicionó la práctica política del gobierno virreinal.

Así, aun cuando las evidencias de las actividades ilegales cometidas con el consentimiento, si no con la directa implicación, de los barones sicilianos, fueran de peso (15), tal y como ocurría con su relación con el bandolerismo o con la disidencia política, la aplicación de la justicia penal ordinaria tendió a derivarse en negociación y composiciones económicas. Álvarez-Ossorio (2007) nos da noticia de un príncipe implicado en el negocio del bandolerismo en tiempo del marqués de los Balbases, quien pudo librarse de los cargos que tenía en su contra a cambio del pago de la cuantiosa suma de 10.000 escudos. Igualmente se levantaron destierros del reino a particulares, a cambio del pago de 800 escudos. El mencionado historiador sitúa tales decisiones en el marco de la intensa venalidad y del afán recaudatorio que caracterizó el mandato del que sería último virrey de la Corona española en Sicilia, acuciado por las necesidades de ingresos impuestas por la coyuntura bélica. No obstante, tales determinaciones serían reflejo además de una actitud política, protectora del pacto elites-monarquía, tan necesitada de estabilidad en esos momentos.

Prueba de eso puede considerarse el hecho de que los puestos de vicarios generales, encargados del control de los territorios y de la extirpación de bandidos, recayeran también entonces en los mismos barones y exponentes del ministerio togado implicados en el fraude fiscal, sospechosos de dar protección a bandidos e incluso de infidelidad política. Así, el príncipe de la Cattolica, Guiseppe del Bosco Sandoval, sobre el que recaían sospechas de no pocas actividades fraudulentas, así como indicios de conexiones pro-imperiales, fue designado vicario general en la comarca de Agrigento en 1708. En esta zona, donde los del Bosco y los Bonanno, que ostentaron el título de príncipe de la Cattolica, poseían amplios territorios feudales, actuaban por entonces distintos grupos de bandoleros. Uno de ellos, que se movía en una amplia franja de territorio del sur de la isla (desde la tierra de Santo Stefano, pasando por Licata hasta las campiñas de la ciudad de Noto), además de robar, atacando el ganado y las casas, de secuestrar y asesinar, desarrollaba actos tan refinados de violencia como el envío de cartas de extorsión, con amenaza de muerte (Messina 1986). Como resultado de la actividad del príncipe de la Cattolica y del duque de Sanfilippo, vicario general de Val de Noto, caerían algunos de los componentes de ese peligroso grupo (Di Blasi 1842).

El éxito de la actividad llevada a cabo por esos señores sicilianos en la represión de bandidos le fue reconocido por el propio virrey, quien consideraba fundamental, en su papel central de mediación rey-reino, usar con las elites “del disimulo por excusar mayores inconvenientes” (16) . Algo diferente a esa actitud prudente y conciliadora fue, como se ha visto, la mantenida con aquellos jerarcas y eclesiásticos que ofrecían su protección a bandoleros y sediciosos a través de sus inmunidades y privilegios, afrontada de manera más agresiva por parte de una autoridad regia con una marcada línea política de carácter regalista.

La firma de los tratados de paz en Utrecht conllevó la salida del gobierno español de Sicilia y la instauración de la casa piamontesa de los Saboya como cabeza del reino mediterráneo. Para entonces, el problema del bandolerismo y sus vinculaciones con las oligarquías isleñas, cuya posición había salido muy fortalecida de la coyuntura política de principios de siglo, se presentó como uno de los primeros retos a afrontar por la nueva administración saboyana (Cancila 2013).

Conclusiones

A lo largo de este trabajo se ha efectuado un acercamiento superficial, por espacio y fundamentalmente por la limitación de las fuentes que maneja, a una problemática que aún necesita de ulteriores investigaciones. No obstante, el análisis de la caracterización y evolución del fenómeno del bandolerismo efectuado permite plantear para el caso siciliano la continuidad del modelo de cooperación oligarquías-bandolerismo hasta al menos principios del siglo XVIII.

Los intereses económicos, sociales y políticos de esas oligarquías se apoyaron, con más o menos intensidad, en el bandolerismo, que, por su lado, se adaptó en buena medida a tales objetivos y así garantizó su pervivencia. A través de esta alianza con el poder, el fenómeno se enquistaría en la sociedad siciliana a lo largo del tiempo.

Espacios urbanos y rurales fueron afectados por el bandolerismo en Sicilia. Sociedad urbana y rural también, presentándose como un fenómeno trasversal en cualquiera de esas comunidades. El bandolerismo asistió al poder y los poderosos, pero también los atacó. El bandolerismo se nutrió fundamentalmente de los sectores más vulnerables y débiles, de desarraigados o mal integrados en la comunidad, pero no por ello dejó de llevar a cabo actuaciones criminales y violencias contra los mismos sectores de la sociedad de donde muchos procedían. La población, en particular la campesina, aunque pudo apoyar circunstancialmente al bandolerismo (por redes de solidaridad familiar o vecinal, o presionados por la amenaza del ejercicio de la violencia sobre ellos por parte de los propios bandoleros, o a través de su dependencia de las oligarquías que les ofrecían su protección), fue, sobre todo, víctima de sus actividades delictivas y principal sufridora de las consecuencias socio-económicas que aquellas conllevaban. No aparece, al menos a lo largo del análisis realizado, una clara identificación entre los intereses de esas comunidades y los del bandolerismo más allá de ataques a las autoridades locales que, por otro lado, eran las que, en principio, podían ofrecer cierto marco de protección institucional a la población campesina frente a la feudalidad y el propio bandolerismo.

La Monarquía española, interesada en mantener la estabilidad y el orden en todos sus territorios, procuró cauces de protección a la población por medio del desarrollo de políticas de control social y policía, de la aplicación y el refuerzo de un marco normativo que buscaba lograr una cierta homogeneidad, y de la extensión de la administración de la justicia por el territorio, implicando en tales funciones a las oligarquías. Sin embargo, el sometimiento de la violencia a marcos de control institucional era todavía a principios del siglo XVIII un proceso inconcluso. Los episodios analizados evidencian que la constitución política del reino y la propia percepción de la ley y el orden de parte de la sociedad fueron frenos potentes para la extensión del derecho positivo y la administración de justicia por parte del poder regio. El propio sistema de gobierno de la Corona española en la isla dejaba amplios espacios abiertos a la negociación y los esenciales pactos con las elites regnícolas para garantizar la conservación del control del reino condicionaron esos procesos centralizadores. De todo ellos se benefició, sin duda, el bandolerismo.

Figura 1

(*) Es autora de tres monografías: La Inquisición en su entorno: servidores del Santo Oficio de Logroño en el reinado de Felipe V (2001); Un tribunal de la fe en el reinado de Felipe V: reos, delitos y procesos en el Santo Oficio de Logroño: (1700-1746) (2002) e Inquisición, regalismo y reformismo borbónico: el tribunal de la inquisición de Logroño a finales del Antiguo Régimen (2006), así como de numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales y capítulos de libro en obras coordinadas. Entre los más recientes: “Swimming against the tide: the entry of Jews in Spain. Religious mobility, social control and integration at the end of Ancien Règime” (2013), “Hogueras, demonios y brujos: significaciones del drama social de Zugarramurdi y Urdax” (2012), “L’ Inquisizione di Sicilia tra la rivolta di Messina e la guerra di Successione spagnola” (2010) e “Inquisición, jurisdiccionalismo y reformismo borbónico: el tribunal de Sicilia en el siglo XVIIII” (2008).

Notas

(1) Investigación financiada por el proyecto «Policía» e identidades urbanas en la Castilla moderna, expresiones y proyecciones, MEC HAR2009-13508-CO2-01/HIST.

(2) Los llamados trazzere eran tanto los caminos usados por la transhumancia como también vias y calles extraurbanas que discurrían desde el interior de la isla a las costas, sobre todo del área palermitana, mesinesa y catanesa.

(3) El número de habitantes en Sicilia aumentó sólo en la primera mitad del siglo XVI de 500.000 a 1.000.000 de personas, cifra en torno a la cual se mantendría la población hasta el siglo XVIII.

(4) Aunque la lista de ajusticiados recogida por Crutera se inicia en 1541, hasta 1566 no aparece especificado ninguno por esos delitos relacionados con el bandolerismo.

(5) La falta de datos, por ejemplo, sobre los ajusticiados de Palermo entre los años ´72 a ´75, debida a una controversia entre la compañía de los Bianchi y el presidente del tribunal de la Gran Corte, nos deja a oscuras sobre la incidencia de los delitos asociados al bandolerismo en esta fase tan relevante de la historia de la Sicilia moderna.

(6) Archivio di Stato de Palermo (ASP), real segreteria, dispaci, 164, Palermo 7/9/1707. Ibíd. 1140, Palermo 24/10/1707 y 26/10/1707.

(7) ASP, real segreteria, dispaci, 1140, Palermo 25/7/1707. Ibíd. 164, Palermo 7/9/1707. La Mantia, V. (1866) Storia della legislazione civile e criminale di Sicilia comparata con le leggi italiane e straniere (rist. anast. 1866-75), libro III. Palermo: Tipografia del giornale di Sicilia, p. 31.

(8) La documentación usada para este caso, en: Archivo Ducal de Medinaceli (ADM), Archivo Histórico leg. 16, ramo 1, varias cartas año 1701. Archivo Histórico Nacional de Madrid (AHNM), Inquisición, leg. 2300. Ibíd., Estado, leg. 2084 y lib. 365.

(9) AHNM, Inquisición, leg. 2300, Palermo 6/10/1701.

(10) ADM , Archivo Histórico, leg. 16, Napoli 22/12/1701.

(11) ASP, real segreteria, dispaci, 346, Mesina 16/2/1712. Archivo General de Simancas (AGS), Estado, leg. 6121, Md 9/2/1713. Ibíd., leg. 6120, Mesina 14/11/1711. Ibíd., leg. 6119, Mesina 22/12/1711.

(12) Sobre este caso: AHNM, Estado, leg. 8700, Barcelona 28/2/1711. AGS, Estado, leg. 6119, Mesina 12/12/1711. Ibíd., leg. 1621, febrero 1713. ASP, real segreteria, dispaci, 344, Mesina 24/10/1710.

(13) ADM, Archivo Histórico, leg. 44, Mesina 16/1/1710 y 7/2/1710.

(14) AGS, Estado, leg. 6118, Mesina 12/1/1710.

(15) ASP, real segreteria, dispaci, 345 y 343

(16) AGS, Estado, leg. 6120, Mesina 17/10/1711

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