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Mundo agrario

versión On-line ISSN 1515-5994

Mundo agrar. vol.14 no.27 La Plata dic. 2013

 

DOSSIER

Interculturalidad y dinámicas comerciales: interacciones entre indígenas y españoles en la América colonial hispana (1)
Intercultural and commercial dynamics: interactions between Indigenous and Spaniards in Spanish colonial America (1)

Benita Herreros Cleret de Langavant (*)
Universidad de Cantabria, España
herreros@alumni.stanford.edu

Jorge Díaz Ceballos (**)
Universidad de Cantabria, España.
diazcj@unican.es

Fecha de recibido: 29 de julio de 2013
Fecha de aceptado: 10 de noviembre de 2013
Fecha de publicado: 20 de diciembre de 2013


Resumen: En este artículo se plantea el análisis de la complejidad de las relaciones comerciales entre castellanos e indígenas a lo largo del periodo colonial. Para ello, se comparará la práctica sobre el terreno desde el siglo XVI hasta el XVIII con los debates teóricos medievales y modernos alrededor del comercio intercultural y de las diferencias en las formas de vida rural y urbana. Se tratará, asimismo, la dualidad campo-ciudad en relación con el traslado a América del importante papel que el pensamiento occidental otorgó tradicionalmente a la ciudad como núcleo de civilización y como foco irradiador de la misma. Dicho planteamiento arroja una perspectiva muy compleja sobre las relaciones interculturales, ya que ambos grupos –castellanos e indígenas– actuaron de maneras muy diversas según el contexto social, político y económico de cada momento. Frente a la idea de una actitud siempre hostil entre los dos grupos, se presenta un panorama de búsqueda de la amistad por medios pacíficos, entre los que se destaca el comercio como principal catalizador.

Palabras clave: Comercio; América colonial; Intercambio; Amistad; Chaco.

Abstract: This paper focuses on the complexity of the commercial relationships between Spaniards and Indigenous peoples over the colonial period. In order to accomplish this objective, we will compare the practice on the ground from the 16th to the 18th century with the Medieval and Early Modern theoretical debates about inter-cultural commerce and the differences between rural and urban lifestyles. Likewise, we will analyze the opposition between country and city in the framework of the transfer to America of western thought, which judged cities were centers of civilization able to foster its expansion. This approach provides a very complex perspective about these relationships given that both groups –Castilians and Indigenous peoples– acted in many diverse ways depending on the social, political, or economic context. In opposition to the traditionally prevailing idea of a constant hostile attitude between the two groups, we have ascertained a search for amity through pacific means among which commerce became a central piece.

Key Words: Commerce; Colonial America; Exchange; Amity; Chaco.


Introducción

El arribo de Colón y sus hombres al Nuevo Mundo el 12 de octubre de 1492 abrió la puerta a un sinfín de complejas relaciones entre castellanos e indígenas americanos. Estas relaciones se vieron sometidas a multitud de avatares a lo largo de los más de tres siglos que duró el periodo colonial, y fueron replanteándose y reconfigurándose continuamente a lo largo del mismo, todo lo cual ha permitido el florecimiento de una gran diversidad de enfoques a la hora de estudiar el encuentro colombino (2).

Las tendencias tradicionales en la historiografía han destacado la hostilidad, la confrontación y el enfrentamiento como característicos del contacto entre europeos e indígenas, así como la división de la sociedad colonial en dos esferas independientes denominadas “República de los indios” y “República de los españoles”. Frente a ellas, la historiografía reciente ha puesto el énfasis en la tolerancia intercultural e inter-religiosa y en el mestizaje, así como en el intercambio más o menos pacífico tanto de productos como de prácticas o elementos culturales (3). En la línea de esta última tendencia, nuestro trabajo pretende aportar un estudio comparativo de discurso y práctica que enriquezca este debate en lo relativo a la Monarquía de España, subrayando la complejidad de las relaciones entre los castellanos y las diversas sociedades indígenas, así como su cambiante carácter a lo largo del proceso de conquista y en la pluralidad de territorios.

A lo largo del dilatado proceso castellano de conquista, colonización y control de los territorios del Nuevo Mundo y las distintas fases por las que transcurrió, se pusieron en práctica diferentes estrategias de toma de contacto y relación con los indígenas, tanto violentas como pacíficas. Sin duda, uno de los usos pacíficos más importantes fue el comercio, tan practicado como debatida su pertinencia y aun su licitud desde el propio momento del primer contacto colombino en las costas del Caribe. El comercio, entendido como instrumento de paz y amistad entre culturas y entre individuos, poseía una importante carga simbólica y ritual, vinculada a la práctica del intercambio de presentes tan arraigada en las sociedades humanas. El don, que fue reconocido como fundamental para la cohesión social por Mauss (1925) y cuya circulación en las islas Trobriand fue descripta por Malinowski (1922) en obras clásicas de la antropología, era también central en la sociedad europea de la Edad Moderna. El ofrecimiento de obsequios que Colón hizo a los taínos a poco de arribar a San Salvador no hace sino reflejar el papel del don en su propia sociedad, en la que impregnaba desde las relaciones cotidianas hasta las negociaciones diplomáticas, de las que el intercambio de presentes era parte esencial (Andretta, Péquignot, Schaub, Waquet, y Windler, 2010).

Debido a la consideración del intercambio y el comercio como fuerte herramienta para el entendimiento entre sociedades, dedicamos la primera parte de este trabajo a analizar las principales teorías desarrolladas desde la Antigüedad hasta el siglo XVI acerca del comercio intercultural. Además, exploramos algunos casos concretos relativos a los primeros años de la conquista castellana en los que ya se percibe una actitud conciliadora hacia los indios a través del comercio, frente a las actitudes más hostiles que se plantearon en los primeros momentos tras la llegada de Colón en 1492. En la segunda parte, desplazamos la mirada hacia las fronteras chaqueñas del Virreinato del Perú, analizando los contactos entre españoles e indígenas en diferentes momentos entre los siglos XVI y XVIII. Lejos de pretender ser exhaustivos, proporcionamos ejemplos que reflejan las formas más frecuentes de relación comercial e incorporamos, además, casos que revelan la discordancia existente entre los discursos de frontera, que exaltaban la violencia e inseguridad como características dominantes de la región, y las prácticas pacíficas cotidianas, en las que el comercio y las relaciones interculturales fueron importantes.

Como demostraremos, los motivos que generaron los debates del siglo XVI seguían vivos en el XVIII a pesar de que ya no se discutiera efectivamente sobre ello en universidades o juntas de expertos, como sí sucedía, desde luego, en la primera mitad del siglo XVI. El comercio, muchas veces en forma de intercambio de presentes, continuaba siendo una de las más recurrentes vías de acercamiento a los pueblos indígenas de América, si no la más importante, y normalmente la primera a la que se apelaba. El origen de este uso del comercio, como de la mayoría de las acciones castellanas en el Nuevo Mundo, hay que buscarlo en los debates clásicos y medievales europeos que definieron el marco legal y doctrinal dentro del cual los castellanos actuaron en las nuevas tierras.

El comercio se tomó desde el mismo inicio de la conquista como el método más efectivo para generar un clima de “amistad”, acercamiento y confianza mutua, y continuó siendo de esa manera, a pesar de los inevitables conflictos y tensiones en los que se vieron envueltos castellanos e indígenas. En este sentido, los diferentes casos expuestos ilustrarán de qué manera se pusieron en práctica las estrategias para lograr esa amistad mutua.

Por otra parte, fue fundamental en estas relaciones la oposición campo-ciudad, puesto que los castellanos aspiraban a colonizar a los indígenas por medio de la vida urbana. Frente a la práctica de buena parte de los pueblos americanos, que vivían en pequeñas aldeas o tolderías que podían ser trasladadas según los condicionantes de la actividad económica de caza y recolección, los castellanos promovieron un modelo de civilización urbana. En ese sentido, la estrategia castellana de construcción de ciudades en el contexto de un mundo predominantemente rural (estrategia que pervivió a lo largo de todo el periodo colonial) sirvió como vehículo fundamental para las relaciones de intercambio. La ciudad actuaba como el centro civilizador asentado en las nociones, constantemente expresadas en la documentación, de “policía” o “conversación”. Desde prácticamente el comienzo de la colonización, las autoridades insistieron en la necesidad de que los indígenas fueran agrupados en poblaciones para evitar que vivieran “derramados” en los montes, como solían. El comercio se incardinaba con esos conceptos y convertía la ciudad en el centro en el que llevar a cabo los contactos necesarios para la extensión de la forma de vida castellana. Independientemente de que las ciudades se consolidaran o fueran abandonadas, o de que se tratara de grandes urbes o tímidos asentamientos, la teoría respecto a su necesidad como centro neurálgico de la colonización no ofrecía ninguna duda frente a la consideración del mundo rural como carente de civilización y de posibilidades de desarrollar una vida ordenada y política.

Por otro lado, el desplazamiento de la frontera de contacto entre castellanos e indígenas a medida que avanzaba la colonización desde Centroamérica hacia el norte y el sur del continente ofrece un amplio abanico de oportunidades para el análisis de los contactos interculturales. Si bien el contexto geográfico y social fue importante, los presupuestos teóricos o doctrinales en los que se asentaban las interacciones fueron similares en uno y otro extremo del territorio. Hemos optado por concentrar nuestro análisis en los contactos comerciales desarrollados en los entornos fronterizos de la región natural del Gran Chaco (4), un inmenso territorio habitado por multitud de poblaciones indígenas sobre el que tanto españoles como portugueses pretendieron extender su control. Ello hace de él un escenario inigualable a la hora de analizar la multitud de contactos que tenían lugar en los espacios de frontera, desde los primeros encuentros hasta la segunda mitad del siglo XVIII, época en la que buen número de pueblos indígenas hasta entonces considerados “de guerra” se incorporó a las reducciones jesuitas. Asimismo, gracias a la complejidad sociológica de los diferentes pueblos indígenas de la zona, se abre la posibilidad de analizar la diversidad de relaciones entabladas entre los castellanos y los diferentes pueblos, las estrategias utilizadas por los primeros para atraer a los segundos hacia formas de vida consideradas civilizadas y las prácticas desarrolladas por los indígenas ante la llegada de los europeos a sus tierras.

Las estrategias castellanas encaminadas al control de los indígenas incluyeron acciones múltiples, que abarcaron desde la plena hostilidad hasta movimientos de acercamiento pacífico. Nos proponemos explorar estos últimos vinculando la teoría y la práctica en dos momentos históricos determinantes de la colonización castellana y dos territorios distantes pero con problemáticas comunes. Asimismo, profundizaremos en las discrepancias entre el discurso dominante sobre las fronteras y las prácticas cotidianas en ellas desarrolladas, y demostraremos que, frente a la hostilidad de los indígenas y los enfrentamientos frecuentemente destacados en los discursos tradicionales, los intercambios comerciales con los indígenas no sometidos, calificados en las fuentes de “bárbaros” o “salvajes”, eran de gran importancia para el sostenimiento de la empresa colonizadora.

En definitiva, analizaremos la complejidad de las relaciones de los castellanos e indígenas en torno al comercio a lo largo del periodo colonial, combinando el estudio de las teorías con algunos casos prácticos sobre el terreno. Examinaremos la pervivencia de prácticas nacidas de los primeros contactos y debatidas durante el siglo XVI, prácticas que con el avance de la conquista se trasladaron hacia las periferias imperiales, y demostraremos la discordancia existente entre el discurso oficial de la teoría y los debates y las prácticas cotidianas sobre el terreno, caracterizadas por la complejidad derivada del hecho de que ambas partes –indígenas y castellanos– tuvieran intereses particulares que fomentar.

El primer contacto

Recién llegado a las costas de Guanahaní en la madrugada del 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón se encontró ante un grupo de personas desnudas, extrañas y desconocidas. Tras llevar a cabo las ceremonias de posesión del territorio y levantar acta del hecho, decidió actuar para ganarse la confianza del gran número de indígenas que presenció los actos: “yo”, anotaba el Almirante,

[...] porque nos tuviesen mucha amistad, porque cognosçí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra sancta fe con amor que no por fuerça, les di a algunos d’ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidro que se ponían al pescueço, y otras cosas muchas de poco valor, con que ovieron mucho plazer y quedaron tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los navíos adonde nos estávamos, nadando, y nos traían papagayos y hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocavan por otras cosas que nos les dávamos, como cuentezillas de vidro y cascaveles. En fin, todo tomavan y daban de aquello que tenían de buena voluntad, mas me pareció que era gente muy pobre de todo (Colón, 1982: 30).

Colón, siempre hábil para identificar la forma más adecuada de actuar en función de las circunstancias, comprendió que el intercambio de objetos, independientemente de su valor, ayudaría al acercamiento con los habitantes de las islas recién encontradas. A lo largo de sus primeros días en el Caribe, se repitieron escenas en las que los castellanos ofrecieron objetos a los indígenas y estos correspondieron de acuerdo a sus posibilidades, mientras el Almirante buscaba quién le informase sobre las fuentes del oro con que los caribeños decoraban sus cuerpos. El día después del descubrimiento, Colón anotó en su Diario cuál era la actitud de los indígenas hacia el intercambio de productos: “y esta gente farto mansa, y por la gana de aver de nuestras cosas, y temiendo que no se les a de dar sin que den algo y no lo tienen, toman lo que pueden y se echan luego a nadar; mas todo lo que tienen lo dan por cualquier cosa que les den” (Ibid., 32). El desprendimiento de los indígenas sorprendió a Colón, quien unos días más tarde, en la isla Fernandina, encontró otro pueblo

[...] semejante a aquella de las dichas islas, y una fabla y unas costumbres, salvo qu’estos ya me pareçen algún tanto más domésticos gente y de tracto y más sotiles, porque veo que an traído algodón aquí a la nao y otras cositas, que saben mejor refetar el pagamento que no hazían los otros” (Ibid.: 36).

El comportamiento de este grupo indígena resultaba a todas luces más familiar para el Almirante. A Colón no le importaba que aquellos isleños estuviesen desnudos, no hablasen su misma lengua ni compartiesen su religión mientras estuviesen dispuestos a intercambiar productos. De hecho, consideraba que sería este intercambio el que los acercaría a la verdadera fe a través de la amistad; incluso, “dava yo graciosas mil cosas buenas que yo llevava porque tomen amor. Y allende d’esto se farán cristianos, que se inclinan al amor e servicio de Sus Altezas y de toda la nación castellana, e procuran de aiuntar de nos dar de las cosas que tenen en abundançia que nos son necessarias” (Ibid.: 142). Es decir, el comercio debía ser el primer paso para llevar a cabo la labor que Colón consideraba prioritaria en virtud de las órdenes de los Reyes Católicos: la conversión de los indígenas. El hecho simbólico por medio del cual europeos e indígenas intercambiaban presentes que, en sus respectivos contextos, no eran necesariamente valiosos, constituía para Colón suficiente motivo para considerar que el acercamiento sería fructífero para sus intereses. Si bien este intercambio no puede ser calificado de comercio, el simbolismo que rodea al intercambio de objetos o dones tiene una gran relevancia en el contexto de los encuentros culturales, ya que constituía el primer paso hacia un entendimiento de mayor calado, como se destacará más adelante.

El acercamiento a los indígenas por medio del comercio no fue una estrategia plenamente original de Colón sino que fue una solución habitual de quienes entraban en contacto con pueblos extraños en general. El interés del Almirante no estaba, únicamente, en los productos que –al menos en ese momento– los indígenas le pudieran ofrecer, sino en crear un vínculo a través del intercambio que permitiese comenzar una relación beneficiosa para ambos, según los criterios castellanos. El primer contacto entre el Viejo Mundo y el Nuevo se desarrolló, pues, en términos de intercambio de productos de forma pacífica, con el deseo de fomentar los lazos de amistad que garantizasen el inicio de una relación que favoreciese los objetivos colonizadores castellanos, tanto materiales como inmateriales.

El debate medieval sobre el comercio con miembros de otras religiones

Los continuos contactos interculturales y comerciales desarrollados durante la Edad Media en el ámbito mediterráneo originaron un profundo debate en torno a la conveniencia y legitimidad de los mismos, que acabó trasladándose al otro lado del Océano tras el descubrimiento.

El debate sobre la conveniencia de los tratos comerciales con otros pueblos y, en especial, con miembros de otras religiones fue muy fecundo durante la Edad Media, aunque su origen se remonta a la Antigüedad. En su Política, Aristóteles definía el comercio como un natural desarrollo de las comunidades con el fin de abastecerse de lo necesario, incluso “entre las naciones bárbaras” (Aristóteles, 1988: 69), y añadía que el comercio no es “contra la naturaleza” ya que se creó para satisfacer las necesidades naturales. Dentro de la comunidad básica, la familia, el comercio no sería necesario, pero con el desarrollo de las sociedades su uso se convirtió en imprescindible. Aristóteles imbricaba el desarrollo del comercio con el nacimiento de la moneda, la cual considera menos natural que el intercambio de productos, y critica su carácter artificial como mero instrumento de cambio carente de valor real. Sin embargo, como es bien sabido, la práctica que merece la mayor condena del Filósofo como contraria a la naturaleza es la del préstamo a interés porque “deriva su provecho del dinero mismo y no de aquello para que lo que éste se introdujo” (Ibid.: 71). No aludía Aristóteles a la idoneidad o no del comercio entre los diferentes pueblos, pero dejaba la puerta abierta a las interpretaciones posteriores sobre la conveniencia de la circulación de los bienes y su valor como vehículo de contacto entre sociedades.

Los teólogos del siglo IV San Basilio el Grande y San Juan Crisóstomo, tomando las enseñanzas del filósofo pagano Libanio, argumentaban sobre la conveniencia del comercio para fomentar la amistad. Su argumentación, que ya aparecía en Séneca, consistía en enfatizar que la Divina Providencia había favorecido que no todos los territorios tuviesen los mismos recursos, de forma que se hacía expresamente necesario el comercio, lo cual, a su vez, facilitaba las relaciones entre pueblos diversos. Séneca aludía en su tratado De beneficiis al intercambio en forma de regalos más como una forma de unir a los hombres en amistad que con un fin material; así, definía el beneficio en términos morales como

[...] el acto de benevolencia, que causa placer y lo recibe, dándolo, inclinada a hacerlo por gusto y disposición natural. De suerte que no es la obra o el don lo que importa, sino la intención, porque el beneficio no consiste en lo que se hace o se da, sino en la disposición del espíritu del que da o del que hace” (Séneca, 1958: 247) (5)

En el primer siglo antes de Cristo, Cicerón había argumentado de manera similar en su tratado De officiis, escrito hacia finales del año 44 a. C., respecto de la importancia del manejo de los intercambios y los servicios como fórmula para organizar y mantener la sociedad (Cicerón, 1980). Ambos autores, Cicerón y Séneca, habían situado el comercio como uno de los mayores logros de los humanos, junto a las ciudades amuralladas (Pagden, 1988: 112). El amor al que aludía Cristóbal Colón, a través del cual los indígenas se acercarían a la verdadera fe por medio del intercambio de objetos independientemente de su valor, reflejaba por tanto una tradición clásica que premiaba más el valor inmaterial adosado al intercambio que el propio beneficio efectivo.

San Juan Crisóstomo comparaba el mundo con una mesa en la que todos los comensales podían tener acceso a toda la comida con sólo estirar la mano. Por su parte, San Basilio el Grande enfatizaba la relevancia del comercio para garantizar el bienestar tanto de ricos como de pobres por igual: unos para desprenderse de lo que les sobraba, otros para conseguir aquello que necesitaban. Durante la Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna, antes de cruzar el Océano, el mayor objeto de debate en la Europa católica sobre el comercio con infieles fue el relativo a los intercambios con musulmanes. La In coena domini, publicada por primera vez por Urbano V en 1363, fue una bula de censura en la que se condenaba una serie de prácticas diversas, entre las cuales se encontraban el tratamiento de la herejía, los peajes, la falsificación o el comercio de armas (Gelabert, 2010). A pesar de la periódica reiteración de esta bula a lo largo de la Edad Media prohibiendo expresamente la venta de armas a “sarracenos, turcos y otros enemigos en nombre de Cristo” (Ibid.), se puede encontrar en multitud de tratadistas una actitud mucho más laxa hacia ese comercio, que subrayaba la labor de acercamiento y la amistad –e incluso integración– entre los pueblos a través del intercambio.

Desde los dos márgenes –cristiano y musulmán– del debate hubo opiniones fundamentalmente dirigidas a favorecer el comercio, por motivos diversos. Durante la época de las Cruzadas, los cristianos enfatizaban el encuentro en el mercado como una parte sustancial del proceso de paz con los musulmanes (Balard, 2003). Se conocen también debates teóricos en el mundo musulmán sobre la conveniencia o no de traficar con productos cristianos, en concreto el papel, por el riesgo de contaminación religiosa que entrañaría a la hora de imprimir sobre él textos sagrados. Este debate, desarrollado particularmente en una fatwa (una opinión legal autorizada aunque no vinculante emitida por un experto en ley islámica) publicada por Ibn Marzuq a comienzos del siglo XV, tras la toma de Ceuta en 1415, incluye las dos tendencias en boga en el mundo musulmán: una que priorizaba la pureza religiosa y la inconveniencia del intercambio y otra, más tolerante, que implicaba “el reconocimiento de que intercambios comerciales habituales y básicamente no regulados con no-musulmanes eran inevitables y, en ocasiones, necesarios económicamente y socialmente beneficiosos” (Halevi, 2008: 921). El autor de esta consulta se alineó finalmente con la segunda de las opciones, especialmente valorando la calidad del papel que los cristianos ofrecían para comerciar (Ibid.).

En el contexto del temprano imperialismo portugués se plantearon cuestiones de similar naturaleza. De nuevo, la captura de Ceuta marcó un punto de inflexión ya que desde entonces se relajaron las prohibiciones en torno a las relaciones comerciales entre portugueses y musulmanes (Marcocci, 2010). Durante el comienzo de la era colonial portuguesa, primaba sobre la idea de Guerra Santa la de una fluida relación comercial entre cristianos y musulmanes en general (Abulafia, 2000). En el contexto colonial portugués, como se podrá observar en el castellano, coexistieron los intentos por observar fielmente la doctrina católica con aquellos dirigidos a dinamizar el comercio. De esta forma, religión y comercio constituían las dos caras de una misma moneda, con la que se aspiraba a tomar control y sacar rentabilidad de unos territorios nuevos y potencialmente importantes. Aunque los argumentos a favor de tolerancia del comercio eran abundantes, ya como forma de desarrollar la paz en un contexto concreto o apelando a cuestiones morales relativas a la amistad “intercultural”, en muchas ocasiones lo que primaba realmente era el interés material de los diferentes pueblos sobre las consideraciones de carácter religioso, étnico o cultural (Gelabert, 2010; Truchuelo, en prensa).

Teoría y práctica en el Nuevo Mundo durante el siglo XVI. La ciudad como lugar de encuentro

El descubrimiento del Nuevo Mundo abrió una nueva puerta a los debates sobre multitud de cuestiones de índole jurídica y teológica. La relación con los indígenas y la manera de tratarlos fue uno de los temas más recurrentes entre los teólogos y juristas implicados en los mismos. La cimentación teórica de dichos debates fue la tradición medieval y clásica, pero las soluciones que los implicados fueron planteando fueron novedosas y configuraron nuevos paradigmas. A continuación, analizaremos algunos de los planteamientos teóricos, junto con algunas de las soluciones prácticas que se aplicaron sobre el terreno del Nuevo Mundo.

Santo Tomás de Aquino había retomado la teoría aristotélica en muchos aspectos, entre ellos el relativo al comercio y a la organización de la sociedad para alcanzar la plena felicidad; para ello, enfatizaba la asistencia mutua a través del desarrollo del derecho de gentes como una derivación lógica del derecho natural (Boucher, 2009). En este sentido, enlazaría con un autor central en la definición del derecho natural y también en todo el debate relativo a los derechos castellanos en Indias como fue Francisco de Vitoria. Sin embargo, antes de entrar en el análisis de los argumentos de Vitoria y otros autores sobre el comercio con los indígenas, desarrollados a partir de los años 20 del siglo XVI, resulta interesante destacar diferentes ejemplos que, como el de Colón con el que se iniciaba este texto, permiten contextualizar los argumentos que luego permitirán estudiar, a su vez, en la segunda parte de este trabajo, los casos relativos a la frontera del Chaco.

La exploración de la zona continental centroamericana, llamada por Colón la Costa de las Perlas hacia 1498 por la supuesta abundancia de este producto, supuso un punto de inflexión en la consideración de las Indias como escenario de riquezas. Uno de los primeros autores que contribuyeron a extender las noticias sobre el Nuevo Mundo en Europa, el humanista milanés Pedro Mártir de Anglería, recogió en sus Décadas de orbe novo que los conquistadores en la costa de las Perlas “han traído de allí la mayor parte de ellos joyas de oro y abundancia de incienso, parte a cambio de cosas nuestras con los isleños, y parte venciéndolos en cruda guerra” (Anglería, 1989 [1511]: 88). Es decir, los exploradores habían entrado en contacto con los indígenas o bien por medio del comercio, o bien por medio de la guerra, que eran, en general, los dos modelos más comunes de acercamiento a los indios. Las noticias relativas a la riqueza de la zona continental del Nuevo Mundo fueron tan intensas que una parte más amplia del territorio del istmo de Panamá se dio en llamar Castilla del Oro, un lugar donde, según las noticias tomadas por Las Casas de los procuradores Caicedo y Colmenares, “se pescaba el oro con redes” (Las Casas, 1927) (6). Es en ese territorio que el cronista y regidor Gonzalo Fernández de Oviedo ofrece un elocuente ejemplo de relación con los indígenas a través del comercio en un entorno urbano.

Oviedo fue uno de los primeros regidores de la villa –posteriormente ciudad– de Santa María del Antigua del Darién, fundada en 1510. Durante unos años, hasta la fundación de Panamá en 1519, Santa María fue el principal núcleo urbano de la zona, convertida en ciudad en 1515 cuando arribó el obispo Juan de Quevedo. Tras muchos avatares, y a causa sobre todo del interés del gobernador Pedrarias Dávila, la ciudad sería paulatinamente vaciada en beneficio de Panamá y, hacia 1523, completamente abandonada. Fernández de Oviedo, firme defensor de su ciudad, rememoraba con cierta nostalgia algunos de sus logros como regidor, entre los que destacaba que una de las mejores cosas que había hecho para beneficio de la ciudad, de sus residentes y de todos en general fue destinar una carabela de su propiedad con una tripulación, provisiones y armas de paz y de guerra para entrar en contacto con los caribes de Cartagena, las islas Codego y otros lugares. De forma que “sin ayuda del rey y otros y a su propio coste, comenzó a hacer comercio con los indios y comenzó su pacificación” (Fernández de Oviedo, 1959: 266). En consecuencia, desde la plataforma que otorgaba la ciudad, y de forma individual, había emprendido una labor de pacificación con el comercio que, según él, sirvió de ejemplo a otros habitantes del Darién, con gran beneficio. El mismo Oviedo refería que otros antes que él –Cristóbal Guerra, Juan de la Cosa, Bastidas, Juan de Ledesma, Ojeda– habían intentando desarrollar un flujo comercial con los indios de las islas vecinas pero que, en realidad, se habían dedicado a “robar y molestar” con el pretexto de estar haciendo comercio (Ibid.). En el momento en el que la ciudad se estaba despoblando, Oviedo reclamaba su crédito por haber sido el primer y mayor impulsor del comercio con los indígenas y, en oposición a lo que critica de los otros castellanos del Darién, lo que él había hecho “fue rescatar, pacificando e amansando lo alterado”. En efecto, según Fernández de Oviedo, el comercio era una fuente de beneficio para los castellanos en varios aspectos. Por un lado, el obvio beneficio económico asociado a los intercambios pero, por otro, el hecho de que permitía tener una relación pacífica con los indígenas que repercutía en el bienestar de la ciudad. En ese sentido, el simbolismo asociado al acto del intercambio era interpretado como un instrumento válido de acercamiento que permitía mantener y extender el control de los castellanos sobre los indígenas.

Es importante destacar el papel que Fernández de Oviedo otorgaba en su Historia a la ciudad como impulsora del comercio con los indígenas. La colonización castellana se articuló alrededor de la fundación de ciudades, con las cuales se buscaba cumplir con varios objetivos, entre los que se destaca la idea de atraer a los indígenas –rurales– a las formas de vida castellana –urbanas–. El teórico castellano Sánchez de Arévalo, escribiendo en el siglo XV y siguiendo a Aristóteles, incluía como una de las razones para construir ciudades “las comutationes, que son troques, compras o ventas o contratos necesarios a la vida humana” (Sánchez de Arévalo, 1944 [1455]: 48). Alonso del Castrillo, hacia 1520, enfatizaba el valor de la “conversación” que se produciría en la ciudad, de manera que se desarrollase una forma de vida adecuada basada en la “buena policía” (Castrillo, 1958 [1521]).No debe sorprender, por tanto, el énfasis de Oviedo en las ventajas de la vida urbana para acercar a los indígenas a la correcta forma de vida y en el papel del comercio en ese proceso. Esta idea experimentará, como veremos, una vida propia en el Nuevo Mundo.

El seis de septiembre de 1521, el rey Carlos otorgaba licencia a todos los habitantes de Castilla del Oro para que hiciesen comercio con los indígenas. De hecho, enfatizaba que la relación comercial debía hacerse de forma “muy clara e abiertamente e libre” y que los indios no fueran “inducidos, atemorizados ni apremiados” para comerciar. Se subrayaba, a su vez, que los productos que debían preponderar fueran el oro y las joyas y se excluían las armas, tanto defensivas como ofensivas. Los argumentos a favor de esta regulación directa de la relación comercial con los indígenas por parte de la Corona eran, efectivamente, que

[...] nuestro principal deseo a siempre seydo y es que los yndios naturales dellas vengan a conocimiento de nuestra santa fee católica e vivan en la poliçía e de la manera que viven los cristianos españoles para que se salven y conserven y para esto por lo que por experiencia se ha visto el principal remedio que hay es la conversación entre los dichos indios y los dichos cristianos y porque esta se puede mucho mejor tener habiendo entre los unos y los otros trato y contratación por vía de rescates y comercio”. (Archivo General de Indias (AGI), Panamá, 233, L.1 ff. 300r-301r)

De esta manera, los indígenas serían atraídos a conversación con los cristianos a través del comercio, lo cual facilitaría su integración en buena policía. Todo ello sucedería de manera más efectiva, por supuesto, en el entorno urbano de la recién fundada Ciudad de Panamá, que fue la que solicitó y obtuvo esta carta de provisión (AGI, Panamá, 233, L.1 ff. 300r-301r.).

Por su parte, el teórico utopista Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, insistía en toda su obra Información en derecho, escrita en los años 30 del siglo XVI, en términos similares a los de la Corona sobre la conveniencia de que los indios no vivieran “derramados” en el campo, sino en una correcta policía, y que “más convendría que se atrajesen y cazasen con cebo de buena y cristiana conversación, que no que se espantasen con temores de guerra ni espantos de ella” (Quiroga, 2002: 85). En la práctica, Quiroga enfatizaba la conveniencia de acercar a los indígenas con métodos pacíficos, entre los que se encuentra el comercio, para lo que la ciudad es el perfecto –y casi único– entorno. La misma expresión “derramados”, que aparece mencionada ya por Cristóbal Colón en 1499, triunfó como metáfora de lo que significaba para los castellanos el desorden propio de la vida rural y la ausencia de policía, que sólo podría evitarse en un entorno urbano (Kagan, 1999). A finales del siglo XVI, el jesuita José de Acosta sostuvo una opinión similar a la de Quiroga, al recalcar que había que “atraer, pues, a estos hombres salvajes y enfierecidos a géneros de vida humana, y acomodarlos al trato civil y político, éste debe ser el primer cuidado del gobernante. Será en vano enseñar lo divino y celestial a quien se ve que ni siquiera cuida ni comprende lo humano” (Acosta, 1984, [1587], 539). Y todo ello debe ser realizado tras “presionarles para que abandonen la selva y convivan humanamente en ciudades” (Ibid.: 39).

El comercio se planteaba, por lo tanto, como un mecanismo para el acercamiento a los indígenas con el fin de lograr su conversión de una manera pacífica, primero a una forma de vida acorde con los valores castellanos y, posteriormente, al cristianismo. El lugar más apropiado para llevarlo a cabo serían, por supuesto, los núcleos urbanos. A lo largo del siglo XVI hubo otros planteamientos prácticos de conversión por medio del comercio, que se pusieron en marcha tras el fracaso de muchas de las políticas basadas exclusivamente en la imposición por la fuerza. En la Real Cédula otorgada a Francisco de Garay para poblar la provincia de Amichel en Nueva España, en el año 1521, se le prohibía expresamente hacer repartimientos de indios porque ya había conciencia de que aquellas decisiones habían resultado mal para la Corona en la isla Española y de San Juan. En cambio, se le indicaba que “lo que con ellos contratáredes, ha de ser por vía de comercio y contratación, e de su voluntad, y no de otra manera”, ya que sería a través del “amor y del buen tratamiento”, no de la coerción, como los indígenas se convertirían de manera más efectiva y de acuerdo con la voluntad real (Codoin, t. 39: 522).

En el mismo sentido de rectificación del primer planteamiento colonizador se puede entender el famoso proyecto de Las Casas para el establecimiento de la Vera Paz en Guatemala. Las Casas consiguió el permiso para intentar pacificar esa zona de Centroamérica en el año 1537 tras haber presentado el marco teórico para llevarlo a cabo en su tratado El único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, según refiere Lewis Hanke (1967 [1949]: 144). Cuando Las Casas planteó su intención de lograr la pacificación de ese territorio conocido como “Tierra de Guerra”, en la que los indígenas eran “feroces, bárbaros e imposibles de subyugar” (Ibid.), los colonos se burlaron de él. Las Casas, acompañado por otros tres frailes, a pesar de las burlas, emprendió el proyecto y comenzó por componer unos romances en lengua indígena con una somera explicación del evangelio. Para hacer llegar esta información a los indios guerreros, el padre dominico contó con la colaboración de cuatro mercaderes indios ya cristianizados, quienes estaban acostumbrados a hacer negocios en esa zona. Estos mercaderes aprendieron de memoria los textos y, además, a cantar de forma agradable para transmitirlos.Como estos hechos demuestran, Las Casas, apologista de la conversión pacífica, entendía el comercio como una forma de acercamiento válida y efectiva. Así, en agosto de 1537 se preparó la primera expedición, en la que los cuatro indios solos con su mercancía –“a la que Las Casas había añadido algunas chucherías españolas tales como tijeras, cuchillos, espejos y cascabeles, muy solicitadas por los indígenas” (Ibid.: 145) – se acercaron donde se encontraba el cacique más belicoso de la zona. Durante ocho noches estos mercaderes intercambiaronproductos en la “Tierra de Guerra” al tiempo que cantaban las canciones que explicaban el evangelio, y lograron que los indígenas aceptaran recibir a los frailes para que ampliasen la información. El primero de esos frailes, fray Luís Cáncer, fue recibido con arcos triunfales de flores y grandes fiestas, y rápidamente promovió la construcción de una iglesia en la región. Por lo tanto, el comercio sirvió en este caso como puerta de entrada a la relación con los indígenas, una forma de los castellanos para ganar la confianza de los caciques con el fin de cumplir con sus propios intereses. A pesar de que el proyecto de pacificación no terminó de la manera que Las Casas hubiera preferido, ya que se abandonó definitivamente en 1556 (Ibid.), aporta información valiosa que nos permite observar cómo el comercio se consideraba tanto parte del debate teórico como fórmula de aplicación práctica en el momento de acercamiento a los indígenas.

A ese debate teórico en torno a la relación de los castellanos con los indígenas dedicaremos las siguientes páginas, así como a la licitud del comercio con unos pueblos que tenían una religión diferente y de cuya humanidad, incluso, en algún momento se llegó a dudar.

Vitoria y sus seguidores ante el comercio con indígenas

Los teólogos de la Escuela de Salamanca se ocuparon de prácticamente todos los temas que componían los debates públicos durante el siglo XVI. Lo hicieron, además, defendiendo la posición de la teología frente a los estudios jurídicos y el análisis moral sobre el penal. El fundador y principal miembro de esa escuela fue Francisco de Vitoria, quien escribió el tratado teológico más importante sobre la licitud de la presencia castellana en Indias y la manera más correcta de enfrentarse a la cuestión del indio: la Relectio de Indis. En esta obra, el teólogo dominico rechaza el poder temporal del Papa para otorgar dominio sobre cualquier territorio a un príncipe y pone el énfasis sobre los argumentos del derecho natural para justificar la presencia castellana en Indias, sobre cuya licitud, por otro lado, no deja de arrojar dudas.

Es en la primera parte de su obra en la que más delibera sobre los asuntos concernientes al comercio entre castellanos e indígenas. Uno de sus argumentos centrales para justificar la conquista es la defensa de los derechos naturales de los castellanos, en concreto dos: el derecho de peregrinación (ius peregrinandi) y el derecho de predicación (ius praedicandi). Vincula la defensa de estos derechos naturales con el derecho al comercio como vehículo, precisamente, de intercambio, no sólo de bienes sino también de amistad y, por supuesto, de la fe cristiana. Vitoria, como otros autores, centra su argumento en que “la amistad entre los hombres es de derecho natural y es contra la naturaleza estorbar el comercio y la comunicación entre hombres que no causan ningún daño” (Vitoria, 1989 1532]: 100). El argumento de Vitoria funciona en ambos sentidos ya que tampoco los castellanos podrían estorbar el derecho de los indígenas a comerciar con estos en virtud de su derecho natural, pero también por derecho divino y de gentes, lo cual no hace sino reforzar su argumento:

[...] es cierto que los bárbaros no pueden excluir de su comercio a los españoles, por la misma razón y del mismo modo que los cristianos no pueden tampoco impedirlo a otros cristianos. Porque es claro que si los españoles prohibieran a los franceses comerciar en España, no por el bien de ésta sino con el fin de evitar que los franceses lograran beneficios, esta ley sería inicua y contra la caridad (Ibid.: 101).

Es precisamente en virtud del ius gentium que el derecho a comerciar libremente puede ser causa de guerra justa. Enlaza, por fin, Francisco de Vitoria el derecho a comerciar con el argumento fundamental para justificar la presencia castellana en Indias, que no es otro que la predicación del Evangelio:

[...] si [los españoles] tienen derecho a recorrer aquellos territorios y comerciar con sus habitantes, pueden también enseñar la verdad a los que la quieren oír, mucho más tratándose de lo que se refiere a la salvación y felicidad eterna que en lo referente a cualquier otra actividad humana (Ibid.: 105).

Concluye Vitoria su argumentación con un recurso a la teoría providencialista más arriba analizada, al argumentar que “no habría por qué cesar en el comercio, ya que como se ha dicho antes, hay muchas cosas en que los bárbaros abundan y que pueden por cambios adquirir los españoles”, y abre la puerta a su vez a las teorías de otro de los autores fundamentales en este debate, Hugo Grocio. Vitoria concluye que “además hay otras muchas que no tienen dueño y son comunes a todos los que las quieran utilizar” (Ibid.: 112). Francisco de Vitoria dotará, por tanto, de contenido doctrinal a las teorías sobre el comercio, uniendo la posibilidad del comercio a los derechos naturales de los castellanos y, en concreto, a su derecho a la peregrinación y a la predicación (Pagden, 1988).

Hugo Grocio, por su parte, retoma la idea providencialista de San Juan Crisóstomo al vincular la existencia en común de mares, ríos o campos con el derecho natural a la comunicación. De acuerdo con Brett, el “intercambio, comercio y viaje –el tránsito inocuo– adquirieren así un significado teológico como un remedium peccati, restaurando a la humanidad caída más cerca de su condición original” (Brett, 2011: 199). Tanto para Vitoria como para Grocio, el comercio tenía un componente de necesidad, como reflejo de la tradición que hemos venido analizando. Para otros autores de la época, sin embargo, como Suárez, Vázquez, Arriaga, Molina o Hobbes, el comercio está más vinculado con el derecho de gentes y su desarrollo político. Luís de Molina, por ejemplo, aunque garantiza el derecho a la comunicación, niega la idea de Vitoria de que la prohibición de la inter-comunicación pueda ser causa de guerra justa (Ibid.). Ya en el siglo XVII, el teórico castellano González Téllez argumentaría en sus Commentaria a favor de una estatalización mayor del derecho común al promover que los príncipes podrían prohibir el comercio en determinadas circunstancias para garantizar la seguridad. Vitoria y los escolásticos, así como Grocio, habían recogido una tradición más laxa en cuanto a los derechos de comercio que la que después se comenzó a definir, más centrada en la defensa de la seguridad: “el ius de comercio es un ius fundado en la equidad y al defender la seguridad se consigue más justamente que equitativamente. La ley del comercio es justa pero la de preservar la seguridad es más justa” (González Téllez citado por Pennington, 2004: 134).

Las teorías relativas al comercio entre los diversos pueblos ocuparon a numerosos autores desde la Antigüedad y algunos de sus argumentos fueron recurrentes a lo largo de los siglos. Como se ha expuesto, la llegada de los castellanos a América abrió un nuevo escenario para la aplicación práctica de esas teorías que, a su vez, se vieron afectadas por las nuevas circunstancias. Los debates abiertos en la primera mitad del siglo XVI constituyeron la base doctrinal que seguiría en boga durante casi todo el periodo colonial a medida que la frontera se iba desplazando por el continente. A continuación, analizaremos de qué manera estas trayectorias confluyeron en las fronteras del Chaco hasta el siglo XVIII, así como el papel conferido a la ciudad y el comercio como focos e instrumentos de civilización por medio de los cuales asimilar a los indígenas.

Las fronteras del Chaco: contactos interculturales, violencia y comercio

La paulatina expansión castellana a través del continente americano conllevó que la experiencia vivida por Cristóbal Colón tras su desembarco en Guanahaní, referida al inicio de nuestro artículo, se reprodujera prácticamente hasta los últimos años del periodo colonial. Los principales escenarios de estos encuentros fueron las regiones periféricas de la Monarquía de España, áreas de frontera (7) en las que el control del territorio y de las poblaciones nativas era limitado y el contacto con grupos indígenas que permanecían fuera de la órbita colonial, constante. Las zonas fronterizas, como el norte novohispano o las Tierras Bajas de América del Sur, eran espacios primordialmente rurales donde el contacto y los intercambios con grupos indígenas no sometidos fueron frecuentes, lo que dio lugar a que los debates planteados en el siglo XVI pervivieran hasta bien entrado el XVIII. Si bien para entonces la legitimidad o conveniencia del comercio con indígenas no cristianos había perdido su lugar central en el debate intelectual europeo, en las áreas de frontera permanecía vigente, y en las fuentes abundaban las referencias a argumentos teológicos y legales en torno a la pertinencia y conveniencia del comercio con infieles. Con el objetivo de probar estas afirmaciones y ahondar en la trayectoria que dichos debates tuvieron, analizaremos en este apartado las prácticas comerciales que se desarrollaron en las regiones fronterizas del Chaco y las argumentaciones planteadas en torno a este comercio, las cuales reflejaban situaciones y prácticas paralelas a las de los primeros años de contacto con el Nuevo Mundo y sus habitantes.

Los intentos por extender el control castellano tanto hacia el territorio chaqueño como sobre los indígenas que lo habitaban fueron especialmente enérgicos a partir de la primera década del siglo XVIII. En esta época se multiplicaron las campañas militares lanzadas desde la frontera oeste del Chaco, correspondiente a las regiones del Tucumán y el Alto Perú. De manera paralela a la estrategia militar, se impulsó el establecimiento de misiones entre los indígenas, en las cuales jugó un papel muy importante el acercamiento a través del comercio o del intercambio de regalos, ya fuera para iniciar conversaciones de paz o como medio para alentar el asentamiento de los indígenas en las misiones. En todo caso, además de como estrategia “oficial” de contacto, el comercio entre castellanos e indígenas se practicó también de manera independiente por los beneficios que reportaba para unos y otros.

Las ciudades, polos de atracción de la actividad económica de un medio rural en el que proliferaban las haciendas ganaderas, fueron escenario de complejas y contradictorias dinámicas fruto de su posición en un espacio multiétnico que hizo de ellas un entorno tan conflictivo como singular. Estos núcleos urbanos fueron objeto ordinario de asaltos llevados a cabo por grupos de indígenas no sometidos que habitaban el área chaqueña, así como punto de partida de expediciones de castigo. Si bien la documentación tendió a centrarse en estos asuntos, subrayando la inseguridad de la región y el carácter indómito de los indígenas chaqueños, proporciona también innumerables referencias a contactos comerciales pacíficos. Estas informaciones son de especial relevancia para nuestro propósito, ya que revelan una faceta generalmente oscurecida de los enclaves coloniales fronterizos: su papel como punto de encuentro entre culturas y sociedades distintas. En este contexto, los intercambios comerciales pacíficos cumplían una importante función como método para establecer contactos con grupos indígenas que permanecían sin someter en el área chaqueña retirada de todo entorno urbano y favorecer, así, su progresiva incorporación a los esquemas coloniales.

A las ciudades acudían los indígenas en busca de productos característicos del mundo colonial hispano, especialmente herramientas de hierro, tejidos o ropas de estilo europeo, aguardientes, abalorios, objetos decorativos o plata; bienes valorados no sólo por su utilidad sino también por su valor inmaterial o simbólico, capaz de dotar de prestigio a sus poseedores. A cambio, ofrecían productos propios de la región que habitaban, como pieles, pescado, algarroba, cestas elaboradas con fibras vegetales, así como miel y cera de abejas (Lozano, 1733: 63; Gullón, 1993: 231). Probablemente fueron estos últimos productos, la miel y la cera, los géneros más intensamente intercambiados, lo cual generó una dinámica comercial con una gran continuidad y estabilidad a lo largo de los siglos.

La elevada demanda de miel y cera en las ciudades castellanas, unida a la gran calidad de la cera chaqueña, que la hizo ser altamente valorada, posibilitaron que las ciudades del Tucumán, en especial Santiago del Estero, se convirtieran en distribuidoras del producto hacia Chile y el Alto Perú (Lizárraga, 1609:414; Lozano, 1733:36, Dobrizhoffer, 1784, I:50-56). Si bien se ha documentado el comercio de cera por parte de diversos grupos indígenas (sobre los abipones, ver Dobrizhoffer, 1784, I: 517-518), parece que los lules y vilelas fueron quienes practicaron con mayor intensidad tanto este comercio como el de la miel. Estos pueblos recolectaban los productos en las zonas boscosas del interior del Chaco y los vendían en las ciudades de Esteco y Santiago del Estero, o bien los intercambiaban con los soldados partidarios de los fuertes o con cuadrillas recolectoras de miel que se adentraban en el Chaco desde Santiago del Estero. La entrada de estas cuadrillas en los territorios de los indígenas con el objetivo de cosechar un producto como la miel, pilar fundamental de la dieta indígena, acabó provocando conflictos, como el que relata Dobrizhoffer (1784, III: 51-52) que tuvo lugar en un lugar denominado El Hierro. Según el jesuita, éste era un paraje localizado aproximadamente a cien leguas de la ciudad de Santiago, donde había especial abundancia de colmenas y donde una cuadrilla de santiagueños se encontró en competencia por el recurso con un grupo de abipones, lo que dio lugar a un enfrentamiento violento en el que murieron la mayoría de los santiagueños.

Además del comercio de bienes propios del Chaco, es de especial relevancia resaltar que los indígenas también comerciaron con los españoles bienes obtenidos a través de asaltos a caravanas comerciales o de ataques a haciendas del campo o ciudades diferentes de aquellas con las que comerciaban de manera regular. Fue especialmente importante la venta de ganado robado, pero también de bienes como el oro o esclavos (Dobrizhoffer, 1784, III: 18-19; Garavaglia, 1984: 28; Paz, 2003: 350; Saeger, 2000: xi; Lucaioli y Nesis, 2007). Este último hecho, en el que profundizaremos más adelante, nos permite percibir, por una parte, las fisuras que atravesaban el mundo colonial y, por otra, las nuevas dinámicas de integración, contacto y convivencia que fueron surgiendo en los marcos urbanos fronterizos, así como la capacidad de los indígenas para crear situaciones provechosas a partir del cambio de realidad que supuso la presencia castellana en la región. En este contexto, la conveniencia o no de comerciar con indígenas, especialmente cuando se trataba de bienes obtenidos a través de acciones violentas contra los españoles, fue un tema debatido y duramente criticado por algunos, debate que contrasta con la evidente continuidad de estas prácticas comerciales.

En el entorno sobre el que focalizamos nuestro estudio, la complejidad e inestabilidad de las relaciones entre indígenas y colonos dieron lugar a la alternancia de etapas de buenas relaciones y otras de tensiones y enfrentamientos. La tendencia entre los castellanos fue, por regla general, a recelar de los indígenas, y las fuentes destacan su carácter naturalmente inconstante y pérfido, a pesar de lo cual el acercamiento a aquellos era algo deseado y el comercio, un instrumento para lograrlo.

Esta situación es claramente perceptible si comparamos el discurso generalizado referente a los indígenas chiriguanos con las prácticas cotidianas en las que se vieron implicados. Los chiriguanos, que pertenecían a la familia lingüística Tupí-Guaraní, controlaban desde el siglo XV el territorio situado entre las actuales Santa Cruz de la Sierra y Tarija y parte del norte de Tucumán (García, 1988: 81-82), desde donde pusieron freno a la expansión incaica primero y a la castellana después, hecho que, sin embargo, no obstó para que comerciaran de manera regular e intensa con uno y otro imperio.

Los chiriguanos adquirieron pronto gran fama entre los españoles por su capacidad bélica, y generaron serias dificultades para la pervivencia de los asentamientos castellanos, pues arremetían contra las haciendas y pueblos de encomienda situados en las zonas fronterizas, donde obtenían grano, herramientas, caballos y armas, además de capturar prisioneros a los que someter, revender o por quienes solicitar rescates. La recurrencia de las incursiones, que incluyó la destrucción de las poblaciones de La Barranca y Nueva Rioja en 1564, ocupó un lugar primordial en la correspondencia de la administración colonial. A pesar de todo, las actuaciones que probablemente más ofendieron a las autoridades fueron dos. En primer lugar, el asalto a un pueblo situado a tan sólo cuatro leguas de la Villa Imperial de Potosí, del que se llevaron los indios y el tributo (Levillier, 1924b: 370-371), con lo que dejaban en evidencia la inseguridad de uno de los enclaves más importantes del imperio. En segundo lugar, el que los chiriguanos obligaran a algunos pueblos de indios chichas y yanaconas a “pagar parias y tributo” (Levillier, 1924b: 428) mediante la entrega de parte de sus cosechas, y que hicieran lo mismo con algunos estancieros castellanos de Tarija, quienes debieron entregar abalorios, tijeras, cuchillos o hachas como medio para comprar la tranquilidad de sus haciendas (Lizárraga, 1609: 233-5). Estas acciones fueron duramente criticadas por el virrey del Perú Francisco de Toledo [1569-1581] en sus cartas al Rey enviadas entre 1571 y 1574 (8), no sólo por lo que en sí mismas constituían sino también porque representaban un claro desafío a la autoridad colonial. Los chiriguanos se apropiaban de los tributos que correspondían al Rey y cuestionaban de esta manera, ante el resto de las poblaciones indígenas –sometidas o no–, la capacidad de los españoles para gobernar y mantener el orden. El virrey, por tanto, expresaba con franca vehemencia su opinión sobre cómo afrontar el conflicto:

El crédito que los christianos y nación nuestra a perdido y va perdiendo en esta tierra con estos ynfieles bárbaros que es una de las principales causas que me hizo hazer la guerra a los yngas rebelados apóstatas y ynfieles de la provincia de Vilcabanba y la que me haze hazer a estos caribdes chiriguanaes de estas fronteras cordilleras y montañas (Levillier, 1924b: 426-7).

Al mismo tiempo, Toledo proporcionaba un argumento que atendía a esa necesidad de ejercer y explicitar el control castellano en esa zona tan conflictiva “pues ningún peligro mayor puede venir a todos los de esta tierra que yr perdiendo el crédito los que las an de habitar, conservar y defender contra la soberanía de estos animales que ansí en las provincias de Chile como en esta an ydo exercitando” (Ibíd.).

Toledo planteó finalmente la realización de una ofensiva militar para acabar de manera definitiva con el “problema chiriguano”. Antes de lanzarla, y como era acostumbrado, reunió una junta compuesta por el deán del cabildo catedralicio de Chuquisaca, los prelados de las órdenes religiosas de la ciudad y otros sacerdotes y frailes, junta que dictaminaría sobre la justicia de llevar a cabo esta guerra. Los religiosos no sólo fueron del parecer de que la guerra tenía justa causa sino que, además, juzgaron que “se podrían dar por esclavos los dichos indios chiriguanaes a las personas que en la guerra los tomasen” (AGI, Patronato, 235, R. 5, Lizárraga, 1609: 342-345). Así, con el respaldo de la Real Audiencia de La Plata y de las diversas Órdenes religiosas, el virrey publicó en el año 1574 la guerra “a sangre y fuego” contra los chiriguanos, iniciando una campaña que él mismo lideraría (AGI, Patronato, 235, R.6; Levillier, (1924b: 426-427)).

La imagen que estas fuentes muestran de los indígenas chiriguanos y de sus relaciones con los castellanos difiere de otros datos que aparecen, aunque de manera dispersa, en la documentación y en los que se evidencia la existencia de prácticas comerciales pacíficas entre ambos bandos. El fluido contacto comercial permitió que un año antes de que La Barranca y Nueva Rioja fueran destruidas, el jesuita Díaz Taño encontrara en el mismo corazón del Alto Perú, en la plaza de la ciudad de Charcas, “algunos chiriguanás que iban a comerciar con los españoles”, oportunidad que aprovechó para llevarlos al colegio de la Compañía de Jesús en la ciudad, agasajarlos e intentar convencerlos de considerar la posibilidad de la reducción de su comunidad (Lozano, 1733: 132). De hecho, era común que los chiriguanos suministraran a los castellanos géneros de consumo como charqui (carne desecada), maíz, miel y cera de abejas, frutas, pescado y huevos de ñandú, que solían cambiar por utensilios metálicos o ropas (García, 1988: 123; Saignes, 2007: 85-86). Pero además, ocasionalmente recibieron en trueque productos expresamente prohibidos por la legislación, como caballos o plata, e incluso armas de fuego y pólvora, hecho de gran importancia para nuestro propósito, puesto que refleja la discordancia existente entre el tratamiento homogeneizante que de los chiriguanos hacían las fuentes del gobierno toledano, y la práctica cotidiana, en la que se alternaban las relaciones pacíficas con los choques violentos, dependiendo tanto del momento como de si se trataba de un grupo u otro dentro de la diversidad que componía el pueblo chiriguano (Saignes, 1989: 32, Martínez, 1992: 105). De modo similar, lo aprobado por la junta reunida por Toledo en Charcas, que permitió que numerosos chiriguanos fueran convertidos en esclavos en Tarija y demás asentamientos de frontera durante las campañas toledanas (Oliveto, 2012) contrasta de manera significativa con prácticas que fueron habituales en áreas más norteñas de la frontera altoperuana, donde algunos grupos chiriguanos actuaron como comerciantes de esclavos, vendiendo indígenas chanés o yucarares a los españoles para que sirvieran como mano de obra esclava en las haciendas de Santa Cruz y los centros mineros (Jolís, 1789:256; Santamaría, 1990:749).

La contraposición de las fuentes que exaltan la belicosidad chiriguana y los conflictos con los españoles con aquellas que revelan la existencia de intercambios pacíficos nos obliga a plantearnos la necesidad de reconsiderar las relaciones entre estos dos grupos; por ello, hay que matizar esa conflictividad que tradicionalmente ha sido considerada una característica definitoria de las fronteras y resaltar que, precisamente en estas áreas, se abrieron infinitas posibilidades para el acercamiento y la forja de relaciones interculturales, y que el comercio, junto con otras que aquí no tratamos, como el mestizaje, fue una de sus principales vías de realización.

Casos similares reflejan lo cambiante de las relaciones entre indígenas y castellanos, y el hecho de que la existencia de comercio no siempre conllevaba un seguro avance hacia la consolidación de las relaciones pacíficas e integración de los indígenas, como en su tiempo lo habían esperado Fernández de Oviedo o el mismo rey Carlos I. Las ciudades de Concepción del río Bermejo y Santiago de Guadalcázar representan un caso paradigmático de la complejidad y la ambivalencia de las relaciones entre castellanos e indígenas en este contexto. Ambas fueron frecuente escenario de interacción pacífica entre indígenas chaqueños y españoles y, sin embargo, tuvieron que ser abandonadas a causa de asaltos o revueltas indígenas (Vitar, 1997: 59).

Concepción del río Bermejo fue fundada en 1585 a orillas del río que le dio nombre, en pleno corazón del Chaco; se esperaba de ella que sirviera de punta de lanza favorecedora del avance hacia el interior de las tierras indígenas y que facilitara el dominio de aquella porción del territorio. Su fundación se incluía también dentro del programa de apertura de una nueva vía de comunicación entre el Paraguay y el Alto Perú que buscaba reducir sensiblemente el tiempo de viaje entre estas dos regiones con respecto al itinerario que circulaba por el sur a través de la gobernación de Tucumán. Entre las referencias a esta ciudad, se encuentra una que afirma que el jesuita Gaspar Cerqueira “por ser nacido en la ciudad de la Concepción del río Bermejo, entendía bien el idioma de esta gente [abipones] y aún el de otras” (Lozano, 1733: 185). Los abipones no habitaban la ciudad sino su entorno selvático, y pocos fueron los misioneros que llegaron a dominar su idioma (especialmente en épocas tan tempranas), del que algunos dijeron que era uno de los más complicados del Chaco. El hecho de que Cerqueira conociera la lengua abipona por vivir en Concepción sugiere su contacto frecuente con los indígenas, así como la normalidad y regularidad de las relaciones entre españoles e indígenas que habitaban el entorno de la ciudad, si bien éstas fueron empañadas por las también frecuentes rupturas de la tranquilidad que provocaron el abandono de la ciudad en 1631.

Similar suerte corrió Santiago de Guadalcázar, fundada en 1624 en los márgenes más occidentales del Chaco, en el entorno del camino que ligaba las regiones del sur con el Alto Perú, con el fin de proteger el tráfico comercial y consolidar el control sobre la zona. Cuatro años después de la fundación de la ciudad, el jesuita Osorio “procuró ganar a los indios más principales de las naciones comarcanas a Guadalcázar, que venían pacíficos a comerciar en la ciudad con los españoles: en especial se le dieron por amigos los tobas y mocovís” (Lozano, 1733: 166). Este testimonio atestigua claramente la existencia de relaciones comerciales interétnicas en una ciudad con un tiempo de vida muy breve, de tan sólo nueve años, entre 1624 y 1633. Los abusos ejercidos por los castellanos sobre los indios de encomienda provocaron su sublevación, a la cual se unirían chaqueños no sometidos, entre los que se encontraban, paradójicamente, grupos tobas. Finalmente, tanto el objetivo de mantener un polo urbano que organizara el área y protegiera el tránsito comercial, como la idea de controlar aquella porción del territorio chaqueño, debieron ser abandonados.

Policía y comercio, fronteras y misiones

Teniendo en cuenta el pensamiento dominante entre los castellanos, no es sorprendente la recurrencia de las referencias a la ausencia de civilización entre los chaqueños. Las fuentes están cuajadas de ejemplos, como la siguiente observación sobre los abipones, de quienes afirmó el jesuita Lozano (1733: 91) que vivían “como bestias sin policía, ni gobierno” y a quienes el obispo de Tucumán, Pedro Miguel de Argandoña (1748-1762), calificó de “lobos hambrientos” (AGI, Charcas; 372). Estas observaciones que como vemos son especialmente categóricas cuando se refieren a comunidades de cazadores-recolectores como los abipones, solían suavizarse al describir aquellas que practicaban la agricultura, aunque fuera de manera incipiente, que eran considerados indios “algo políticos” (AGI Charcas, 184).

El comercio con gentes que, como los chaqueños, eran consideradas “bárbaras” y “traicioneras” por los españoles, conllevaba numerosos riesgos que no impedían su consideración como una práctica conveniente. Por un lado, aportaba ventajas económicas y productos difíciles de conseguir de otra manera y, por otro, la práctica contribuía a satisfacer los intereses de la Corona, ya que se la juzgaba dotada de capacidad para civilizar a los indígenas. Si el comercio era uno de los signos de razón y civilización, tal y como la había definido Vitoria, junto con otros indicadores como la existencia de la institución de la familia, de ciudades, religión, industria, leyes, y un cuerpo judicial (Pagden, 1988), era necesario, por lo tanto, fomentarlo entre los indígenas, del mismo modo que se intentaba atraerlos hacia la vida urbana y la religión católica (Herreros y Mantecón, 2013).

De este modo, el camino hacia la civilización pasaba por la introducción de nuevos estímulos económicos por medio del comercio, así como por el asentamiento de los chaqueños seminómadas en poblaciones estables y la sustitución de la economía de caza y recolección por una economía agrícola, además de por la erradicación de aquellas costumbres consideradas propias de salvajes. El énfasis en el comercio como una de las llaves de la civilización que, como vimos, ya subrayaban Carlos I y Acosta, fue también generalizado en la América portuguesa (Domingues, 2000:321), y fue recogido por ilustrados como Diderot o el barón de Montesquieu. Incluso, en el siglo XVIII, el mercader fue visto como un agente de la transmisión de civilización (Pagden, 1993:169-172) y las leyes del comercio tenían el poder, de acuerdo con Montesquieu ([1748] 1977), de “perfectioner les moeurs” o “perfeccionar las costumbres”.

La confianza en la capacidad civilizatoria del comercio dio lugar a que se potenciara en las conversaciones de paz establecidas con los indígenas, al igual que se hizo con la agricultura y el sedentarismo, con el objetivo de hacerlos “más políticos” e ir alumbrándolos con las “luces de la razón”, condición indispensable para poder evangelizarlos (Vitar, 2001). El comercio era presentado a los indígenas, por tanto, como una razón de peso que los persuadiera de la conveniencia de mantener relaciones pacíficas con los españoles. Como afirmaban San Basilio el Grande y San Juan Crisóstomo, el comercio serviría al fomento de la amistad y, del mismo modo, la paz posibilitaría el comercio.

Durante la campaña al Chaco dirigida en 1671 por el gobernador de Tucumán, Ángelo de Peredo (1670-1674), se trató de convencer a los indígenas tobas de aceptar una paz, argumentando varios beneficios que se obtendrían de ella, entre los que se hallaba, como era de esperar, el comercio (9). Así, frente a la posibilidad de guerra a sangre y fuego, establecer una paz aportaría importantes beneficios de diversa índole. Se destacaron como especialmente relevantes el intercambio de prisioneros, el auxilio de los españoles frente a los chiriguanos, con quienes tenían frecuentes enfrentamientos, y la entrada de jesuitas en sus tierras, “los quales les sacarían de su barbaridad, les instruirían en la vida política y civil de racionales” (Lozano, 1733: 211). Asimismo, los españoles subrayaron las ventajas comerciales que traería la paz, gracias a la cual “tendrían salida y podrían expender los géneros de su país como miel, cera, pescado, cueros y otros rescates que ellos adquieren, llevando en trueque hachas, cuñas y otros instrumentos de que ellos necesitan” (Ibid.). Como este encuentro muestra, el comercio era uno de los principales argumentos utilizados para avanzar las relaciones pacíficas con los indígenas, y con él se buscaba, también, su progresiva “civilización”.

A mediados del siglo siguiente, en 1745, durante la campaña del gobernador Espinosa de los Monteros (1743-1749) se repitieron situaciones similares, en las que se utilizaba el comercio y la agricultura para atraer a los indígenas a la amistad de los españoles. El maestre de campo Félix Arias Rengel, comandante de los soldados partidarios de los fuertes establecidos en las periferias del Chaco, ordenó a sus hombres que prepararan campos de cultivo para un grupo de indígenas isistinés, a los que también suministró maíz, tras lo cual “quedaron en mucha amistad y que saldrían libremente a tratar y comerciar con los españoles, con la esperanza de reducirlos a nuestra santa religión oyendo con gusto la expresión que les hizo de que havían ser christianos como nosotros” (AGI, Charcas, 284 fls. 514r-v).

Los variados ejemplos analizados a lo largo de esta segunda parte de este artículo, referidos al contexto de la frontera chaqueña, muestran de manera clara cómo el comercio continuaba siendo considerado en el siglo XVIII una vía hacia la amistad entre los pueblos y una práctica con capacidad civilizatoria. El entorno urbano era, además, el contexto ideal de este comercio, lo cual estimuló el carácter ya de por sí típicamente urbano de la expansión castellana. Por ello, el comercio con los indígenas no sometidos fue fomentado por las autoridades, si bien este fomento no hacía sino constatar las prácticas de intercambio que se llevaban a cabo de manera cotidiana desde la llegada de los primeros colonizadores, incluso con aquellos grupos indígenas que eran considerados “de guerra”.

Conclusiones

A lo largo de este trabajo, hemos analizado y comparado las teorías y debates mantenidos en torno al comercio con las prácticas cotidianas del mismo en la América colonial hispana. Hemos comprobado cómo la tendencia general de las teorías clásicas, medievales y temprano-modernas acerca del comercio intercultural e inter-religioso fue a considerarlo lícito y aun beneficioso para el desarrollo de las sociedades. Ello nos ha permitido analizar la experiencia en el Nuevo Mundo y demostrar cómo, en circunstancias sensiblemente diferentes de las del Viejo Mundo, el patrón de actuación fue similar y, desde el comienzo de la colonización, el comercio se fue convirtiendo en un instrumento permanente de contacto que actuó como un catalizador de las relaciones. En este sentido, el papel de la ciudad como punto de unión cultural es muy destacable, ya que facilitaba el contacto y actuó como un espacio de conversación, aunque también de coerción en determinadas circunstancias.

Por otro lado, el prolongado proceso expansivo de los castellanos dio lugar a la continua necesidad de establecer relaciones pacíficas con aquellos indígenas que permanecían fuera del control colonial. Hemos centrado el análisis de este flujo continuado de contacto en el estudio de las prácticas comerciales, y demostrado que, si bien las fuentes subrayaron intensamente el carácter hostil de gran parte de las comunidades chaqueñas y la inseguridad de la frontera, este discurso se ve contradicho por las intensas dinámicas comerciales que se desarrollaron en el área. Como hemos visto, el comercio se promovió como un método para conseguir la paz, para animar a los indígenas a la incorporación en las misiones y para civilizarlos. Conviene destacar la falta de uniformidad tanto de las relaciones entre indígenas y castellanos como de las opiniones mantenidas por éstos sobre los indígenas porque, como se ha visto en las páginas anteriores, si bien algunos consideraban a los indígenas como “salvajes”, eso no era óbice para que se produjeran intercambios amistosos con ellos. Esta actitud, como también ha quedado demostrado, era muy habitual en el contexto mediterráneo medieval, en el que la diferencia en la religión o la cultura no impedía necesariamente los contactos por intereses económicos, pues el comercio era ya entonces, como lo sería en América, una práctica más integradora que causante de enfrentamientos.

(*) Benita Herreros Cleret de Langavant pertenece al Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Cantabria, donde realiza su tesis doctoral sobre las relaciones de frontera en el Chaco tucumano. Ha publicado diversos artículos de revista y capítulos de obras colectivas, entre ellos: “Portugueses, españoles y mbayá en el alto Paraguay. Dinámicas y estrategias de frontera en los márgenes de los imperios ibéricos (1791-1803)”; ““Adelantando la tierra” en los márgenes de la Monarquía Hispánica: las fronteras del Chaco” y “Les Indiens cavaliers, changements dans les sociétés guaicuru en raison de l’emploi de montures”.

(**) Jorge Díaz Ceballos es becario pre-doctoral del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Cantabria y realiza su tesis doctoral sobre el desarrollo urbano de la región de Castilla del Oro a lo largo de la primera mitad del siglo XVI. Sus publicaciones incluyen, entre otros, los siguientes capítulos en obras colectivas: “La Conquista de México en Pedro Mártir y Juan G. de Sepúlveda”; “Una relectura de ‘De Insulis Oceanis de Palacios Rubios”; “Calvinist discourses on cannibalism in the context of the French Religious Wars: Jean de Léry and the cultural exile of the Tupí”.

Notas

(1) Esta investigación se enmarca en el proyecto de investigación ‘Policia’ e identidades urbanas en la España Moderna (HAR2009-13508-C02-01), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España (investigador principal: Tomás A. Mantecón Movellán). Agradecemos las constructivas sugerencias de los evaluadores de la revista Mundo Agrario, que han contribuido a mejorar este artículo.

(2) La llegada de Colón al Nuevo Mundo y sus primeros encuentros con los indígenas han sido analizados desde muy diversas perspectivas, que abarcan desde el intercambio biológico, como en los clásicos Crosby (1972) y Gerbi (1975), pasando por el análisis del impacto del descubrimiento en la mentalidad europea de la época: Elliott (1972), Pagden (1993) y Kupperman (1995). De igual modo, se ha prestado atención a los debates jurídicos y culturales generados en torno a los primeros contactos tras el descubrimiento, por ejemplo Pagden (1988) y más recientemente Abulafia (2008), mientras que otros autores se han concentrado en el análisis del encuentro con “el otro”, por ejemplo Todorov (1982), Mason (1990) o Greenblatt (1991).

(3) Sobre la pervivencia de la primera tendencia véanse ejemplos recientes como Livi Bacci (2006), que profundiza en las causas de la caída de la población indígena durante el siglo XVI, incluyendo las interpretaciones tradicionales tomadas de los cronistas sobre el maltrato inherente al sistema económico implantado en el Nuevo Mundo; ver en especial pp. 39-61; y Day (2006), en que se analizan diferentes procesos de colonización desde la perspectiva de la imposición social y política por la fuerza, así como el reciente trabajo de Espino (2013) sobre la estrategia militar de la conquista. Ejemplos de la segunda dinámica se pueden encontrar en Ellison (2002) y Schwartz (2008). Son además de gran relevancia los trabajos enfocados al estudio del mestizaje y su vinculación con las relaciones interculturales, entre los que sobresalen Gruzinski (1988 y 1999) y Bénat-Tachot y Gruzinski (2001). Para un valioso resumen de las tendencias relativas a interrelaciones culturales e “hibridación”, ver Burke (2010), en especial las páginas 63-72. Una síntesis de los principales asuntos que han preocupado a la historiografía americanista, así como de las corrientes más importantes dentro de la misma, se puede encontrar en Benzoni (2012).

(4) El Gran Chaco es un gran espacio geográfico hoy día dividido entre los Estados de Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay, cuyos límites naturales están formados por el río Salado al sur, las sierras subandinas al oeste, los llanos del Mamoré y los bordes de la meseta brasileña al norte y, al este, los ríos Paraná y Paraguay.

(5) Marcel Mauss (1925) desarrolló similares concepciones del intercambio; para Mauss, el valor inmaterial que reside en el objeto donado es el factor esencial que da lugar a la reciprocidad, un sistema de prestación total en el que existen tres obligaciones que convierten el don en una de las instituciones esenciales para la cohesión social: la obligación de dar, la de recibir y la de devolver.

(6) Este mito, del que rápidamente se demostró que era falso, se convirtió en uno de los reclamos fundamentales para los pobladores del istmo de Panamá.

(7) Las modernas corrientes historiográficas sobre la frontera han abandonado su tradicional consideración como “límite” lineal de separación y han basculado hacia su comprensión como “espacio” no sólo geográfico sino también social, caracterizado por el dinamismo y la porosidad. Dentro de esta tendencia son ya clásicas las obras de White (1991) y Weber (2005); para un resumen del estado de la cuestión, ver Mena (2011), pp. 11-17; y para profundizar en los nuevos aportes relativos a las fronteras americanas, consultar el dossier “Atravesando fronteras. Circulación de población en los márgenes iberoamericanos. Siglos XVI-XIX” coordinado por Celestino de Almeida y Ortelli en Nuevo Mundo Mundos Nuevos (2011 y 2012) y el libro Bernabéu, Giudicelli y Havard (2013).

(8) “Carta de Don Francisco de Toledo a S. M. sobre materias y negocios de guerra”, en Levillier (1921: 451); “Carta del Virrey Don Francisco de Toledo a S. M. sobre su viaje y visita...”, en Levillier (1924ª: 90); “Carta del Virrey Don Francisco de Toledo a S. M. exponiendo cuanto había hecho para traer de paz a los Chiriguanaes y cómo estaba dispuesto a reducirlos de guerra”, en Levillier (1924b: 431). Toledo ya se había referido anteriormente a este asunto, afirmando que “se pierde el crédito y ánimo de nuestra nación con estos bárbaros ynfieles y la anydo cobrando ellos”: “Carta del Virrey Don Francisco de Toledo a S. M. sobre diferentes materias referentes al gobierno” 1572, en Levillier (1924ª: 457).

(9) Las conversaciones y tratados de paz son una temática en la que merece la pena profundizar, algo para lo cual no tenemos espacio aquí. Un análisis y relectura del principal tratado hispano-indígena firmado en el Chaco en el siglo XVIII se encuentra en Nesis, F. (2008).

Archivos

Archivo General de Indias, Sevilla, España.

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