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Mundo agrario

versión On-line ISSN 1515-5994

Mundo agrar. vol.17 no.35 La Plata ago. 2016

 

DOSSIER

La apertura al mundo y el mundo rural, doscientos años después

Julio Djenderedjian

Instituto Ravignani, Universidad de Buenos Aires, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
juliodjend@yahoo.com.ar


Resumen

El texto repasa el impacto de la apertura comercial al mundo traída por la Revolución en el Río de la Plata. Se enfoca en las condiciones que el nuevo paradigma trajo al mundo rural y en las consecuencias para los distintos espacios de esa región. Se trata de un ensayo basado en fuentes éditas, inéditas y bibliografía.

Palabras clave: Apertura al mundo; Revolución; Mundo rural; Producción rural; Siglo XIX; Río de la Plata

The Opening to the World and the Rural Milieu, two hundred years later

Abstract

The text addresses the impact of the commercial opening to the World in the Rio de la Plata region, which started shortly before the May Revolution of 1810. It is focused on the conditions brought to the rural world by that new paradigm, and on the outcomes for the different areas inside that region. This is an essay build on published and non-published sources, as well as bibliography.

Keywords: Opening to the World; Revolution; Rural world; Rural production; 19th. Century; Río de la Plata.


Introducción

Si bien es cierto que los aniversarios son útiles para recapitular trayectorias, resulta algo turbador dar con ellos en lo que atañe a la historia económica del mundo rural. A diferencia de los acontecimientos políticos, las fechas concretas son esquivas, dudosas o no necesariamente sirven como guías en el confuso flujo de los acontecimientos. Su peso relativo en ellos, por lo demás, aun cuando pueda haber sido decisivo, sólo rara vez ha sido acompañado por inmediatas movilizaciones de masas de hombres y recursos, como sí ocurre con las fechas precisas e indiscutibles de una declaración de guerra, una toma del poder o el triunfo final en cierta gloriosa batalla. Pero en la economía, por fortuna, aun cuando el punto de partida de un proceso secular esté plagado de inciertas candidaturas, a menudo todas ellas giran en torno a un quiebre identificable, al menos al mirarlo en perspectiva; quiebre que, más allá de sus antecedentes, puede, por sus consecuencias, de una u otra forma ser considerado decisorio. Tampoco es inocente que en ese quiebre termine concurriendo un origen político: pero de todos modos, si esa fecha o período han sido elegidos con acierto, quien los busque podrá encontrar, mucho tiempo después, ecos y consecuencias del fenómeno cuyo abultado aniversario se pretende conmemorar.

Puestos entonces a elegir en este tema un punto de partida significativo para el largo período revolucionario en el Río de la Plata, deberíamos echar mano de las progresivas medidas de apertura comercial que tuvieron lugar entre 1791 y 1809, que marcaron un acompasado pero no menos sólido derrumbe de casi tres siglos de monopolio y prohibición con los que el régimen colonial había buscado preservar la crema de un vasto mercado interior (y sus suculentos retornos en metálico) en las manos de un selecto grupo de mercaderes y puntos de intercambio. Todo ello sin duda por razones estratégicas, justificativo usual de muchas restricciones similares; todo ello sin demasiado efecto en la práctica, como suele ocurrir en esos casos, y a juzgar por los indicios de prosperidad del comercio no fiscalizado. Pero es indudable que ese punto de partida está justificado: sólo dos o tres lustros después del último de esos años, cualquier observador no demasiado distraído hubiera podido afirmar que la vieja economía colonial se había derrumbado por completo. Con la apertura atlántica se puso repentinamente en valor la producción rural, que desde entonces, y por mucho tiempo, proveerá no sólo el núcleo principal de los bienes exportables y por tanto buena parte del poder de compra en el mercado internacional, sino también la masa principal del ingreso fiscal; constituirá asimismo un componente significativo de la demanda de trabajo, y el activo más conspicuo en la acumulación de valor e inversión de capital. Puede discutirse si el impacto había sido realmente cardinal en las estructuras; es decir, si sólo se había tratado de una sustitución de objetos y de personas. Lo concreto es que, si en 1820 aún podían intuirse rémoras operativas de las viejas formas de la economía, en 1840 el cambio era completo: basta considerar los inventarios de las tiendas, tanto en las ciudades como en el campo.1

La apertura externa había sido así una revolución; tan absoluta como el reemplazo de los símbolos de la fe y de la monarquía en las armas del nuevo Estado independiente. Sus consecuencias, por consiguiente, también habrían de ser duraderas. Porque si con ese nuevo paradigma de apertura comercial el sector rural pasó de la periferia al centro de la economía rioplatense, entonces también se volvió clave imprescindible de la ecuación política.

En las últimas dos o tres décadas, nuestro conocimiento de todo ese proceso ha adquirido mucha más precisión: los estudios sobre el mundo rural, tanto en los aspectos productivos o comerciales como aun en los de corte social o político, nos brindan hoy un panorama detallado del impacto concreto de esa irrupción del mundo exterior como factor cardinal. Si algo nos ha enseñado esa renovación historiográfica es que los cambios rápidos y lentos se entremezclan, que los factores a considerar son demasiados y que el surgimiento de esa nueva realidad fue muy traumático. Sin pretender resumir esos aportes, aquí intentaremos recapitular algunos de los puntos que creemos fundamentales para comprender tanto esa transición como sus consecuencias, buscando delinear un recorrido de las difíciles particularidades en que la misma se desplegó, y que podrían de algún modo explicar por qué, al menos en una visión de largo plazo, los frutos sazonados de la nueva libertad sólo hayan podido comenzar a recogerse largas décadas después de su arribo, y apenas hayan logrado brillar en plenitud durante unas cuantas más desde entonces.

1. La deformada emergencia de un nuevo paradigma

En primer lugar, es menester cuestionar el punto de partida. En efecto, el cambio de paradigma de 1809 tenía antecedentes que llegaban al menos hasta mediados del siglo XVIII. Luego de las críticas décadas iniciales de esa centuria, en que la vieja economía de los adelantados terminó de desarticularse asediada por el desgranamiento de las últimas encomiendas, las ofensivas de indígenas irredentos y el marasmo de la producción de metal precioso potosino, el espacio rioplatense ingresó en una larga (aunque al comienzo casi imperceptible) etapa de prosperidad. Durante los años 1740 y 1750 las fronteras se tranquilizan, y a partir de entonces el área ocupada por los criollos se expande; desde el sur cordobés hasta las selvas paraguayas los avances son concretos y consistentes, ya sea bajo el vistoso liderazgo de alcaldes o tenientes de gobernador particularmente activos, o como olas silenciosas de población anónima.2 Aparte de las contraofensivas exitosas sobre las parcialidades indígenas hostiles, esa expansión sobre las fronteras fue impulsada por un leve pero constante aumento demográfico y un probable descenso de la morbilidad epidémica; pero, sobre todo, se labró dentro de un proceso de recomposición mercantil, llevado a cabo aún bajo los marcos tecnológicos y operativos propios del Antiguo Régimen. Dicho proceso incluyó una mayor competencia entre comerciantes (muchos de reciente inmigración peninsular) por captar proveedores y clientes; quizá un aumento en la oferta monetaria, subproducto de la recuperación de la fuente del metálico altoperuano; en todo caso, se abrieron nuevos nichos de valor para la concurrencia, como ocurrió por ejemplo con la desarticulación del vasto oligopolio comercial que había sostenido la Compañía de Jesús.3 Los intercambios se hacen más intensos, los precios descienden y tienden a converger; miríadas de mercachifles se aventuran en las soledades del interior, llevando y trayendo bienes de comercio incluso hasta las más apartadas comunidades rurales. La otrora vasta población de las antiguas misiones guaraníes comienza a abandonarlas y a integrar el creciente sector de labradores y pastores mestizos en las campañas del Paraguay, Santa Fe, Entre Ríos o Buenos Aires.4 Se expanden los hatos de ganado vacuno y, a medida que avanza el siglo, los productores rurales del litoral reorientan sus explotaciones a satisfacer una emergente demanda atlántica, que desde los años 1780 se muestra cada vez más sólida. Todo ello no alcanza para obliterar el hecho de que, aun en 1810, la gran riqueza seguía en manos de los conspicuos mercaderes tradicionales y el metal precioso era el rubro de exportación más destacado. Pero nos dibuja un sector, y sobre todo algunas regiones, potencialmente capacitados para aprovechar, más tarde o más temprano, esa apertura comercial recién llegada.

Sin embargo, queda en pie la circunstancia inicial: la apertura respondió a necesidades fiscales y a una decisión política, no a presión ordenada desde un sector agrario emergente, ansioso de vincularse con el mundo.5 Este sector, solo consigo mismo y sin esa liberación completa y casi súbita, apenas se habría hecho realmente visible luego de un largo período de transición, y aun eso podría argumentarse que es dudoso. No hubo, así, un profundo cambio cultural previo que sustentara la nueva etapa; y, ante los desafíos que ésta pronto planteó, no es por tanto sorprendente encontrar aquí y allá, detrás del relato aperturista que a menudo no hace más que aceptar hechos consumados, soluciones de corte neomercantil antes que liberal. No se trata sólo de la resurrección, luego de un impasse motivado entre otras cosas por la guerra, de algunas prácticas comerciales de vieja data: por ejemplo, la habilitación a crédito de productores de las periferias en mercancías de precios recargados.6 Incluso en el centro mismo del poder, la presencia de altas tarifas aduaneras para sostener algunos rubros contra las amenazas de la importación era recurrente y a menudo significativa en el esquema de derechos fiscales. A ello se deben agregar las medidas de protección de sectores específicos o los intentos de establecer clivajes por origen geográfico de los actores, a fin de defender a unos contra otros.7 Más allá de la emergencia de las soberanías provinciales, que permitían disponer sin restricción ni solidaridad de los puertos propios, y de los caprichos de la geografía, que les había otorgado a Buenos Aires el único punto relevante de contacto ultramarino para todo el territorio de las remanentes Provincias Unidas, no es tampoco del todo ajena a ese enfoque neomercantilista la insistencia de los gobiernos porteños en concentrar en su beneficio el monopolio de los vínculos con el exterior. Esos gobiernos porteños (sobre los cuales habrá de labrarse con el tiempo el nacional) surgen entonces desde el inicio no sólo con peso propio, sino también con una dinámica fundamentalmente destinada a satisfacer objetivos también propios, aun a costa de imponerlos por la fuerza a los demás sectores de la economía. Ninguno de los cuales (ya por la decadencia del sector mercantil tradicional, o por la aún vacilante emergencia de un reemplazo productivo rural de envergadura) tendrá hasta muy tarde fuerzas suficientes para elaborar e imponer una agenda alternativa.

2. La agonía del interior

Se trataba también, sin duda, de allegar algo de pragmatismo en el manejo de los quebrantos de la década revolucionaria, por desgracia demasiado amplios: junto con la secesión del Alto Perú, fuente de metal precioso y principal mercado de consumo, hubo que contabilizar la pérdida de casi toda el área guaraní, con la destrucción de las misiones y el vuelco del Paraguay hacia al comercio con el Brasil a través de Itapúa. Esa área constituía una pieza de enorme valor en el esquema mercantil del otoño colonial: un vasto conjunto de población, el más considerable dejando a un lado el altiplano; y la fuente de muchos bienes fundamentales para el consumo diario de la plebe en todo el virreinato, en especial yerba mate, tabaco y basto lienzo de algodón.8 Buena parte de los productores del interior rioplatense debió, así, sobrevivir con sólo uno de los tres grandes mercados consumidores con los que contaba en la última etapa colonial; y ese remanente aun recortado por estar ahora bien servido por vía marítima, menos costosa que la terrestre. Así, si la apertura atlántica tenía antecedentes, la casi simultánea pérdida de esos mercados regionales y la concentración del tráfico externo en un solo punto de salida desbalancearon de forma estructural la economía del conjunto.9 Más aún, si la secesión de esas dos áreas pudo abrir al interior la posibilidad de cubrir al menos en parte los bienes que habían dejado de aportar, de inmediato la realidad recortó sustancialmente esas expectativas: los tucuyos cochabambinos o los lienzos guaraníes fueron reemplazados por algodones de Manchester, lo que apenas dejó campo, por el momento, a los tejidos de lana autóctonos; con ellos, los artesanos santiagueños, correntinos, cordobeses o catamarqueños pudieron medrar todavía algunas décadas. Pero nada pudo reemplazar otros rubros, como la yerba mate: traída a mayor costo desde Brasil, en la década de 1820 figuraba entre los pocos productos cuyo precio había aumentado sustancialmente desde 1809 para el consumidor de Buenos Aires, y sin duda más aún para el del interior.10

La reapertura del tráfico con la nueva república de Bolivia luego de la conclusión de la guerra pareció augurar una nueva etapa de prosperidad; pero la competencia de los puertos del Pacífico modeló ese tráfico bajo otras condiciones, más impredecibles si no más duras que las de antaño. El eclipse de la antigua estructura de producción de plata impuso también las suyas, paliadas durante un tiempo por la liquidación de viejos tesoros aún intactos; pronto, sin embargo, terminaría obligando a echar mano de aleaciones con metales más pobres para generar los medios de pago faltantes. Y, en todo caso, si los comerciantes de Salta y Jujuy lograron más o menos reconstruir su viejo rol de intermediarios, el espacio que servían estaba ahora mucho más fragmentado, y era por tanto mucho más costoso recoger de él retornos aceptables.11

Ese desalentador inventario encubre otro cambio cardinal: la concurrencia internacional imponía un uso eficaz de los factores y premiaba los costos más competitivos.12 Trabajo y capital eran necesariamente caros en esas vastas extensiones de escasa y dispersa población; los grandes conjuntos de mano de obra barata que aún podía ofrecer en su ocaso el régimen colonial habían desaparecido para siempre. La generación de valor agregado incluía ahora un nuevo componente: tierras de frontera de módico acceso, único medio de labrar productos transables cuya venta soportara los costos de intermediación hasta los consumidores. Pero, durante la primera mitad del siglo XIX, no todas las provincias contaban con fronteras o recursos para conquistarlas. Buenos Aires fue al respecto, en esos años, por lejos la más exitosa. Si hasta finales del siglo XVIII la tierra rural era allí un bien de escaso o nulo valor relativo, a partir de la apertura atlántica pasa a formar parte cada vez más consistente de los inventarios, aun cuando recién logrará en ellos cifras proporcionales significativas hacia la quinta o sexta décadas del siglo XIX; y aun en 1871, una de las mayores fortunas en tierras de la provincia apenas alcanzaba el valor de las propiedades urbanas de su dueño13. La inversión realizada en la frontera, tanto en bienes públicos como privados, será significativa y creciente: inmediatamente luego del corrimiento de la línea de fortines y del avance de los productores pioneros, proliferarán los pueblos y con ellos una densa trama de instrumentos de control social, a través de autoridades eclesiásticas, civiles y milicianas. A ello se superpondrían oficinas públicas en el centro del poder, destinadas a llevar el catastro; un rápido traspaso a bajo costo al sector privado de la tierra obtenida, y la habilitación, formal o informal, de una infraestructura de comunicación básica.14

En ese convulso período, además de Buenos Aires, sólo Entre Ríos logró expandir su área ocupada, pero dentro de sus propios límites, y sin implementar otras necesarias medidas concurrentes: la fundación de centros urbanos jalona allí esos avances, pero el catastro recién logrará concretarse en la década de 1860, y no sin fuertes conflictos15. En el resto, salvo algunos casos específicos, las fronteras de 1850 estaban poco más o menos en el mismo punto que cuatro décadas atrás. No es sorprendente, entonces, que esas provincias sin tierras de frontera tampoco pudieran ofrecer a su población trabajadora rubros de progreso comparables a los que sí estaban abiertos en las muy pocas que lograron avanzar sobre los vacilantes límites heredados del virreinato. Corrientes, San Juan, Santiago del Estero, Córdoba, incluso Santa Fe, pueblan con sus hijos las campañas de Buenos Aires y Entre Ríos; allí, formarán parte de un amplio y dinámico espectro de productores, algunos generando innovaciones sobre las cuales podrán sustentarse ulteriores conquistas de tierras nuevas o de hitos tecnológicos a ellas relacionados.16

La larga agonía del interior habrá entonces de prolongarse. No es casual, dijimos, que apenas unas pocas provincias logren ampliar su economía a través de la expansión de su inventario de tierras; menos casual aún es que algunos emblemáticos casos de avance tardocolonial sufran tremendas decadencias. No sólo la San Juan nostálgicamente descripta por Sarmiento, con su coro evocador de riquezas perdidas y familias otrora poderosas caídas en la miseria; aun Córdoba, que había sabido ser muy próspera, languidecía estrechada por el infortunio, con miríadas de productores rurales apenas capaces de subsistir en la para otros febril década de 184017. Sin duda que los nichos seguirán teniendo importancia: los productores cerealeros del "corredor santafesino" incorporarán mejoras técnicas llamativas para su época y lugar; los ganaderos salteños avanzarán sobre el Chaco y fundarán allí dominios de rústica magnitud.18 Pero se trata de casos puntuales: Salta se beneficia todavía de los lazos con el antiguo Alto Perú y con el Pacífico; Mendoza, de su vínculo transcordillerano con este último; el sur santafesino extrae ventajas de los altos precios del trigo, tanto en las coyunturas como en el largo plazo, y recoge, así, migajas de las recurrentes restricciones establecidas para beneficiar a sus competidores porteños. En concreto, el panorama es bastante desolador: aun el único experimento exitoso de permanencia de una vieja élite mercantil y rural habría de fracasar luego de 1839.19

Desde el inicio, entonces, hay algo que no cuadra en ese nuevo esquema: uno solo de sus muchos actores parece haberse quedado con demasiadas cosas. No es extraño, así, que el sector productivo rural comience a diferenciarse cada vez con más intensidad. La muestra más cabal al respecto es la decadencia de las viejas fortunas labradas en el interior, paralela al rápido ascenso de las del litoral, pero sobre todo de las de Buenos Aires: a mediados del siglo XIX la distancia entre unas y otras era ya abismal.20 La nueva etapa implicaba girar en torno a pocos rubros, en esencia de origen ganadero, los únicos que quedaban de valor transable; y eran esos justamente los que más se expandían en todas partes, lo que generaba ruinosa competencia. A mayor distancia del único puerto, con menor riqueza agronómica, soportando a menudo una dura ecuación de costos, buena parte de las explotaciones menos dotadas depende, así, cada vez más de los ciclos de altos precios: y éstos, aun cuando no habrán de escasear, habrán de ser también enormemente volátiles.

3. Las alternativas y sus límites

Además, para ingresar en ese escaso haz de rubros transables hacía falta capital: más aun donde la guerra, consumiendo frenéticamente los rebaños, había impuesto su arreglo desde cero. Por eso mismo, la reconstrucción de las fortunas en el interior se hará mucho más difícil; por eso mismo, la acumulación de capital habrá de aparecer allí como algo cada vez más utópico. La más amplia dotación demográfica de que aún podía hacer gala el mundo rural del interior no bastaba ahora para extraer una cuota decente de beneficios; si la inserción no sólo internacional sino incluso regional podía y aun debía realizarse manejando una escala productiva cada vez más considerable, y el éxito del emprendedor se medía ahora por su eficacia para combinar los recursos escasos con los abundantes, la nueva desventaja del interior en la generación de negocios rentables se hacía aun más dura justamente porque la inversión de capital era allí más necesaria. La escasez de dinero se reflejaba patéticamente en el circulante, casi desde el inicio reducido a metal de ínfima calidad, acompañado intermitentemente por irrisorios (y pronto fracasados) intentos de representarlo en papel; los pocos casos de acuñación metálica tendrán un rol apenas menos lamentable.21 Sólo siguieron medrando los sectores mercantiles de las ciudades, en tanto puntos de tránsito para todo lo que pudiera aún transarse; salvo ello, y las economías mejor posicionadas para el intercambio, el mundo rural del interior vegeta o aun decae, reducido a convalecer en torno a unos pocos rubros en los que es necesariamente el más débil competidor.

La búsqueda de alternativas no ofrece tampoco resultados auspiciosos. Incluso la llegada de una etapa más promisoria al abrirse la segunda mitad del siglo XIX no habría de lograr torcer del todo las bases fundamentales de ese esquema, al menos para buena parte de los involucrados. El éxito de la expansión cerealera en Santa Fe, y la apertura de Rosario, se logran en buena medida merced al aporte de capital e iniciativa extranjeros; y esta última ciudad, al convertirse en una suerte de emporio del interior para el tráfico ultramarino, le hizo a éste pagar muy caros sus servicios, quizá no mucho menos de lo que lo había hecho Buenos Aires. Entre las décadas de 1860 y 1880, Rosario absorbe ingentes cantidades de moneda metálica de mejor ley en pago de las mercancías destinadas a las provincias del centro y del norte, incluyendo en ellas tanto las provenientes del Atlántico como las derivadas de la propia producción santafesina de trigos y harinas. Hurtaba, así, aún más calidad al circulante de las provincias internas, y secaba a la vez sus plazas de capital de inversión y de rubros de agricultura rentable. Poco habría de durar, sin embargo, esa nueva hegemonía: el cambio de patrón de plata a oro, y la imposición de la moneda nacional desde 1886, marcarían, bajo el espejo de la crisis de ese año, otro punto de quiebre en la relación entre metrópoli y provincias. Poco tiempo más tarde, la fenomenal expansión triguera bonaerense; y el vuelco sobre Córdoba de dinero ávido de crear colonias y producir cereales y harinas, habrán de completar el esmerilado de la primacía de Santa Fe en la provisión de abastos hacia el resto del país. No llama la atención encontrar aquí y allá recorridos similares: la gran expansión azucarera tucumana se montará en buena parte en subsidios recibidos desde afuera: sólidas tarifas proteccionistas, grandes capitales de inversión venidos de Buenos Aires. Quienes no los logren, habrán de sufrir marasmos: Entre Ríos, que había sabido labrarse un decente segundo lugar en el conjunto rioplatense por sus hatos de ganado criollo, tuvo graves dificultades para pasar a una pauta más intensiva de explotación, que justificase el alto precio relativo de sus tierras: la falta de un área de frontera útil en ello no fue más que un emergente de otra deficiencia fundamental, la incapacidad de atraer capital de inversión de envergadura, en un contexto donde otros competidores más dotados ofrecían mejores tasas de ganancia.

4. Epílogo

De ese modo, a mediados del siglo XIX la concentración de la riqueza y el poder en Buenos Aires había consumado la pintura del nuevo país: sólo el Estado nacional, construido sobre las ruinas de aquella hegemonía, podría ofrecer alguna compensación material al interior por todo lo que éste había ido perdiendo. Pero esa compensación, de todos modos, en buena parte de los casos sólo podía ejercerse bajo la humillante forma de subsidios: barreras arancelarias para ciertos productos clave; tarifas ferroviarias parabólicas por las que las mercancías pagaban menos flete a mayor distancia recorrida; acción promotora de diversos organismos públicos sobre los sectores productivos más vulnerables; en su versión más descarnada, pagos directos del presupuesto para sostener las finanzas de las provincias de economía demasiado endeble. Nada de ello podría compensar del todo aquella gran desigualdad inicial, aun cuando haya logrado mitigarla; quizá más importante aún, esa desigualdad, y estos intentos por revertirla, habrán generado vastos sectores estructuralmente dependientes, de cuya propia potencialidad productiva todos parecían a priori haber renunciado a esperar nada.

Si los condicionantes de la política habían impuesto al Estado nacional el respeto a la existencia de catorce provincias más allá de las reales condiciones de sustentabilidad de cada una de ellas, la falta paralela de representación del sector rural más dinámico en ese mismo ámbito político habrá de ser su necesaria contracara. Debiendo obtener de él algo tan básico como el sustento, muchas viejas estructuras de poder provincial harán lo imposible por mantener su presión hasta el límite mismo de lo soportable; y, cuando durante el siglo XX se hagan más raros y menos intensos los ciclos de precios favorables en el mercado internacional, esa presión incluso habrá de superar aquellos límites, echando mano de los más heterodoxos instrumentos. No es extraño, así, que el núcleo de la región pampeana, constructo de la apertura mercantil, y base fundamental durante tantas décadas de la imposición fiscal destinada a solventar esa lucha inacabable contra demasiadas desigualdades, haya sido y continúe siendo cardinal en el esquema económico; no es extraño tampoco que esa centralidad no le haya nunca asignado un rol político acorde, ni la haya puesto a cubierto de duras y recurrentes crisis.

Sin duda que muchos individuos dueños de porciones destacadas de la riqueza de esa región pampeana ejercieron puestos de poder en todos los niveles de gobierno; sin duda que la evidente sobrerrepresentación de personajes salidos de provincias subsidiadas en el estrecho círculo de quienes ejercieron la máxima magistratura del país no es necesariamente una prueba definitiva del magro rol político de aquella región. Pero no puede negarse que ese Estado nacional, que tanto había costado construir, por todo ello fue siempre a los ojos de la política un objeto demasiado precioso como para aceptar para él un papel menos decisorio en la inestable ecuación del poder; ni que ese papel haya estado siempre constreñido por la trascendente obligación de cerrar la brecha de aquella desigualdad inicial, aun cuando ésta, por su propia naturaleza, pareciera fatalmente irreductible. Es lógico entonces que los logros de esa cruzada secular hayan sido, por desgracia, muy magros; lo es también que la vieja matriz federal, impuesta por la fuerza luego de un siglo de intensas luchas políticas, continúe aún hoy estando contrahecha.

Notas

1 Sobre el consumo rural, ver Mayo y otros, 2005; el elocuente relato de Carlos Pellegrini sobre los cambios en la ciudad de Buenos Aires entre 1810 y 1830, en Pellegrini, 1853, pp. 20-21.

2 Las ofensivas criollas, seguidas de tratados de paz y fundación de reducciones y pueblos, logran estabilizar las fronteras y recuperar espacio anteriormente perdido, todo ello sin dudas merced a un importante esfuerzo miliciano. Sobre el Paraguay durante el gobierno de Rafael de la Moneda y años posteriores, ver por ejemplo Susnik, 1990-91, p. 5; también Garavaglia, 1987, p. 227). Sobre Córdoba, por ejemplo Arcondo, 1992.

3 Djenderedjian y Martirén, 2015.

4 Ver al respecto Telesca, 2009. Luego de la expulsión de los jesuitas, y ante la apertura de los tratos con el exterior, los cabildantes de los pueblos misioneros dirigían conmovedoras cartas a las autoridades que daban cuenta de su impotencia ante la desestructuración del viejo régimen de comunidad: "... a los Naturales de este nuestro Pueblo (...) quando los rreprehendemos porno qeurer trabaxar luego coxen sucamino y seban ael paraguay (...) quicieramos fuera que vmd. estubiera presente para que biera vmd. por subista los modelos conqueserreportan estos nuestros pobres hijos. pues noaspiran a otracosa sino que destruir quanto topan por delante...". El Cabildo a Juan Anjel de Lazcano, San Ignacio Guazú, 13 de junio de 1774. En Museo Mitre, Archivo, B, 21, 12, 12.

5 Carlos Mayo (1995) ha mostrado hasta qué punto los productores rurales eran un sector absolutamente marginal en la economía del virreinato; las mayores fortunas eran de comerciantes.

6 Como las retratadas por Chiaramonte, 1991, pp. 21-54.

7 Son conocidos los diversos esfuerzos por proteger industrias porteñas, como la del sombrero; ver por ejemplo Mariluz Urquijo, 1969. Durante la primera mitad del siglo XIX, se multiplicaron en las provincias las resoluciones orientadas a reservar porciones del mercado o el manejo de los recursos a los nativos de ellas, con lo que se intentaba poner frenos al accionar de los extranjeros o incluso al de los nativos de otras. En Tucumán, en 1823 se diferenciaban los costos de las patentes para apertura de tiendas; el forastero debía abonar el doble que el hijo del país; en Santa Fe, para 1821 ocurría lo mismo con respecto a los derechos a que estaban sujetos los extranjeros, los americanos y los provincianos nuestros, con ventajas para éstos; en San Juan, en 1832 se estableció un pago de un 10% y una patente de 200 pesos a los introductores de mercancías que no fueran vecinos de la provincia; los sanjuaninos, en cambio, sólo abonarían el 4%. Para esos y muchos otros casos, ver Walter, 1987, pp. 510-511.

8 Algunos de esos productos, sin reemplazo más barato por vía atlántica, se encarecieron para el consumidor del interior al dejar de obtenerse por la vía fluvial de Santa Fe y el Paraná. La yerba mate es uno de los pocos productos que suben de precio (y prácticamente al doble) entre 1810 y 1825, según Newland y Ortiz, 2001.

9 Aun sin mencionar otros graves problemas, como el impacto de las guerras.

10 Newland y Ortiz, 2001.

11 Ver al respecto Conti, 2003.

12 Como ha sido señalado por Miguez, 2008.

13 Los estudios de Roy Hora, 2012 sobre el patrimonio de los Anchorena son una muestra significativa. Todavía en 1884 en Buenos Aires la actividad ganadera abarcaba sólo un 30% del ingreso, mientras que el comercio, la banca, los servicios y la manufactura ocupaban un 42% (Mulhall y Mulhall, 1885, pp. 268 y 409).

14 Entre otros, Barral y Fradkin, 2005; Infesta, 2006.

15 Entre Ríos fundaba Feliciano (1823), Concordia (1824), La Paz (1829), Diamante (1836) o Federación (1847). Sobre los problemas derivados por las medidas de regularizaciòn de tenencias, ver Djenderedjian, 2008.

16 Como ejemplo, el aporte sanjuanino a la agricultura comercial de Chivilcoy en las décadas de 1830 a 1850 (Andreucci, 2011).

17 El contraste con los avances de la Córdoba virreinal es notable. Ver Garavaglia, 1987, pp. 25-34, y Romano, 2002.

18 Sobre el sur santafesino en la primera mitad del XIX, Frid, 2007, 2013. Sobre Salta, Mata, 2005.

19 La exitosa élite correntina descripta por Chiaramonte (1986) fue aquel año derrotada en Pago Largo.

20 Ver Gelman (Comp.), 2011). El estudio de Romano (2002, esp. pp. 202-13) exhibe en Córdoba sólo fortunas máximas de nivel paupérrimo comparadas con las del litoral ya en la década de 1840.

21 Como lo han mostrado, por ejemplo, los estudios de Romano, 2002: 117 y ss., y Mitchell, 1974, pp. 46-48.

Bibliografía

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Fecha de recibido: 1 de diciembre de 2015
Fecha de aceptado: 6 de junio de 2016
Fecha de publicado: 22 de agosto de 2016

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