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Mundo agrario

versão On-line ISSN 1515-5994

Mundo agrar. vol.23 no.52 La Plata jun. 2022

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.24215/15155994e188 

Artículo

De campesinos arrendatarios a indígenas kollas: las paradojas de la comunidad en los Andes de Jujuy, Argentina

From tenant farmers to indigenous kollas: the paradoxes of community making in the Andes of Jujuy, Argentina

1Instituto de Antropología de Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba/CONICET, Argentina

Resumo

En este artículo analizo las transformaciones ocurridas en las formas locales de organización social en la comunidad de Tumbaya (Jujuy, Argentina), a partir de la institucionalización de las familias arrendatarias de una hacienda latifundista como comunidad kolla.A través de un análisis cualitativo que combina la etnografíay el estudio de las memorias locales, analizo el impacto que supuso la organización de las familias en torno a la figura jurídica de la comunidad indígena en Tumbaya, en el marco del contexto mayor del arribo del neoliberalismo y las políticas sociales focalizadas en la región a fines de la década de 1990, y el rol que jugó la incipiente acumulación generada en este contexto. Mostraré, finalmente, cómo la organización de las familias arrendatarias como comunidad indígena, coincidió, paradójicamente, con los procesos de desarticulación y desunión familiar.

Abstract

The purpose of this paper is to analyze the transformations of local forms of community in Tumbaya (Jujuy, Argentina) derived from the institutionalization of tenant families of a large estate (latifundio) into a Kolla indigenous community. Through a qualitative analysis that combines ethnography and the study of local memories, I dissect the impact of the organization of families around the legal figure of the “indigenous community”, in a context marked by an incipient accumulation generated by the arrival of neoliberalism and the implementation of focalized social policies in the region in the late 1990s. I will show how the organization of tenant families as an indigenous community coincides, paradoxically, with the processes of disarticulation and family disunity.

Keywords Community; Andes; Jujuy; Neoliberalism; Kollas; Anthropology; Peasants; Indigenous

Introducción

La Comunidad Aborigen Kolla de Finca Tumbaya se organizó en el año 1998, cuando el Estado nacional expropió la hacienda Tumbaya, un latifundio de poco más de 24.000 hectáreas, y las transfirió en forma de posesión comunitaria a las familias arrendatarias, que en ese proceso se organizaron como comunidad. Este caso, se inscribe en un contexto mayor de (re)emergencia indígena luego de la vuelta a la democracia en la mayoría de los países del cono sur, y la estructura de oportunidades que se abrió para canalizar demandas indígenas de larga data; la influencia de movimientos de derechos humanos, ecuménicos y ecologistas, y el encuadre de estos procesos en las políticas del multiculturalismo neoliberal de los años ’90 en la región. En el caso de Argentina, esta (re)emergencia indígena tomó la forma de un proceso de juridización que a nivel constitucional reconoció la preexistencia étnica de los pueblos indígenas del actual territorio nacional al Estado, y creó un sujeto colectivo de derecho a través de la figura jurídica de la “comunidad indígena”. En la provincia de Jujuy fueron inscriptas casi trescientas personerías jurídicas de comunidades, aproximadamente cien de ellas en la región de quebradas y altiplano andino. Este proceso hizo cimbrar la estructura agraria que durante al menos un siglo organizó las relaciones de propiedad de la tierra en la región, y prometía a mediados de los ’90 comenzar a revertir el despojo al que habían sido sometidas las comunidades indígenas durante la colonia y la república (Bernal, 1984; Madrazo, 1986; Espósito 2014).

Este artículo se enmarca en una investigación de mayor envergadura que se centró en explicar las condiciones que posibilitaron la organización de comunidades indígenas kollas en la Quebrada de Humahuaca, en la provincia andina de Jujuya fines del siglo XX (Espósito 2017). En esta región, la identificación indígena era borrosa o ausente, negada y constituida como un estigma, y durante la década de 1990 comenzó a reivindicarse de modo positivo, desde un lugar colectivo y político de enunciación. En aquella investigación se pretendió dar cuenta de los conflictos y disputas de representación en torno a los cuales se fue canalizando el proceso de organización de comunidades indígenas en Jujuy, tomando como caso la Comunidad Aborigen Kolla de Finca Tumbaya.1 En esta ocasión, retomando algunos aspectos allí trabajados, el objetivo es analizar las transformaciones que acontecieron en las formas locales de organización social en Tumbaya, a partir de la institucionalización de las familias arrendatarias como comunidad kolla y propietaria comunal del territorio de la hacienda. Específicamente, interesa analizar el impacto que supuso la organización de las familias campesinas en torno a la figura jurídica de la comunidad indígena en las formas de organización locales, en el marco del contexto mayor del arribo del neoliberalismo y la política social focalizada a la región a mediados de la década de 1990, y el rol que jugó la incipiente acumulación generada en este contexto.

Fuente de información de imágenes: GOOGLE EARTH Image © 2016 Digital Globe. Recolección y sistematización de datos: GUILLERMINA ESPÓSITO. Mapeo y elaboración del producto cartográfico: MARÍA CELESTE COMES BRUNETTO [Noviembre 2016]. Software: QGIS 2.14.3. Essen.

Figura 1 Territorio de la Comunidad Aborigen Kolla de Finca Tumbaya 

1. La hacienda Tumbaya

Al momento de la conquista española, la Quebrada de Humahuaca era una de las regiones más densamente pobladas del actual noroeste argentino, convertida en uno de los principales ramales de la red incaica de caminos luego de su incorporación al Tawantinsuyu a fines del siglo XV (Nielsen, 2001; Sica y Ulloa, 2006). La institución de la soberanía colonial en la región, reorganizó las relaciones políticas entre las autoridades españolas e indígenas, e implementó las principales transformaciones que se dieron a partir de la conquista europea del territorio: aquellas vinculadas a la propiedad y acceso a la tierra, elemento central de la organización socioeconómica colonial. Junto al otorgamiento de mercedes de tierras, una de las primeras transformaciones se dio a través de la institución de la encomienda, en la que el rey se arrogaba el poder de otorgar a un particular el derecho de cobrar tributo en dinero, bienes o trabajo a un colectivo indígena circunscripto a un territorio específico (Madrazo, 1982; Zanolli, 2005; Mata de López, 2005). Junto a la institucionalización de las encomiendas y las mercedes de tierras, la corona también se abocó a la fundación de los llamados “pueblos de indios”, que nacieron de la obligación a la que fueron sometidos los grupos nativos —que ya habían perdido la posesión de sus antiguos territorios—de instalarse en pueblos establecidos en gran medida por los encomenderos (Sica, 2014; Palomeque, 2013). Bajo el patrocinio del derecho indiano, los indígenas reducidos en pueblos de indios tenían el derecho de poseer sus propias tierras agrícolas y ganaderas, con lo que los encomenderos se aseguraban su producción autosuficiente, así como su transferencia a través del tributo (Teruel y Fandos, 2009; Zanolli, 2005; Sica, 2014).

Con la apertura e integración de los mercados regionales a la economía mundial tras la independencia nacional en la década de 1810, comenzó un proceso de sustitución de las viejas estructuras coloniales que impedían la expansión de la propiedad privada en la región. Desde principios del siglo XIX, se comenzaron a implementar una serie de medidas que pusieron en jaque a las propiedades eclesiástica y monástica, la comunal indígena, las propiedades ejidales y, en general, a las tierras públicas que constituían resabios del orden colonial (Teruel y Fandos, 2009). En este período, y con mayor fuerza a partir de mediados de siglo, la reconfiguración de la legislación del derecho de propiedad existente en propiedad privada (Fandos, 2014) se dio a través de la legislación sobre antiguas formas de propiedad y tenencia, transformando la estructura agraria regional hacia formas que apenas se modificaron a lo largo de la vida republicana.

En 1811 quedó abolido el tributo indígena, en 1813 fue suprimida la institución de encomienda, y en 1825 la Junta de Salta autorizó la división de los terrenos comunales entre los mismos indígenas en forma de propiedad privada, dando fin al régimen comunal de tierras. En 1839, los resabios de tierras comunales fueron sometidas a un proceso de enfiteusis —cesión de un bien raíz a perpetuidad o por un largo tiempo a cambio de un canon—que priorizaba la concesión a los indígenas de los terrenos que ocupaban y de tierras baldías. Finalmente, en 1860 se dio el tiro de gracia a la privatización plena de las tierras comunales con la ley provincial de ventas de tierras de ese año 1860 (Bushnell, 1997; Fandos y Teruel, 2012). Todas estas medidas propiciaron la reconversión de los antiguos comuneros en arrenderos y propietarios minifundistas, a la par de que comenzaba a consolidarse la patrimonialización en tierras de un grupo de familias prominentes del ámbito local a medida que se afianzaba su poder político y económico en la provincia (Paz, 2003). A partir del proceso descripto, hacia 1880 la estructura agraria de la Quebrada de Humahuaca quedó conformada por un conjunto de haciendas instaladas en medio de un paisaje altamente fraccionado en minifundios, que superaban en gran medida la media provincial (Teruel, 1994; 2006). El binomio latifundio/minifundio quedaba así instalado para caracterizar el paisaje agrario de la Quebrada por un largo tiempo.

La hacienda Tumbaya se constituyó en el contexto histórico descripto. Las “haciendas de arrenderos”(Madrazo, 1982) de las tierras altas de Jujuy, fueron caracterizadas como unidades de producción de gran extensión con tierras de pasturas en las que se invertía en una producción diversificada (ganadera —en gran medida caprina y ovina—, agrícola —hortalizas y frutas— y artesanal), articulada en complejas relaciones sociales tanto al interior como al exterior de las mismas, con un dispositivo económico característico: la renta (Madrazo, 1982; 1986; Mata de López, 2005; Paz, 2010). Como será descripto más adelante, un conjunto de familias se afincaron como arrendatarios de la hacienda Tumbaya a fines del siglo XIX, y por más de cien años se articularon en relaciones basadas en la renta y en la obligación del servicio personal en la casa del patrón durante un mes al año.

2. La comunidad de Tumbaya

En la actualidad, Tumbaya es un pequeño pueblo ubicado a 2500 msnm, conformado por unos quinientas habitantes que se dedican mayormente a la actividad doméstica, el comercio, y al empleo público o privado, mayormente informal en el lugar o en otras localidades cercanas. Los tumbayeños distinguen un espacio que podríamos llamar urbano, el pueblo, del espacio que lo rodea, el campo, que se piensa entre otras cosas como el lugar donde se mantienen las costumbres que se están perdiendo en el pueblo. A diferencia del campo que lo rodea, el ejido del pueblo de Tumbaya no pertenece al territorio de la comunidad aborigen. Las costumbres, se refieren a prácticas hechas desde el tiempo de los anteabuelos, como el festejo del día de los muertos, las celebraciones a la Pachamama, las señaladas, las marcadas y el carnaval del campo, y también a un patrón de movilidad permanente entre las múltiples residencias que tienen las familias en el pueblo, el campo y ocasionalmente en otras localidades fuera de Tumbaya.

El campo también es el lugar en donde se originaron las acciones que desembocaron en la expropiación de la finca y la organización de las familias como comunidad aborigen, y esa experiencia aglutina de modo central las representaciones y sentidos de pertenencia tanto de los ex arrenderos como de las personas y familias que no necesariamente pertenecen a la comunidad aborigen y viven en el pueblo de Tumbaya. Ser tumbayeño también es provenir de una familia arrendera, aunque no excluye a los que, nacidos y criados, no poseen experiencia arrendataria. Las personas que tienen residencia permanente en el campo y las que viven en el pueblo se relacionan entre sí a través de una compleja red de relaciones fundamentalmente de parentesco y políticas. Además, estas relaciones se extienden en una red que excede el espacio geográfico de Tumbaya, ampliándose a otras localidades de la región, la capital provincial y otras ciudades como Córdoba, Mendoza o Buenos Aires. Esto genera una movilidad permanente de tumbayeños que van y vienen entre diversas localizaciones por razones principalmente comerciales, laborales y académicas. Uno puede ser tumbayeño por ser nacido y criado o puede devenir tumbayeño por el establecimiento de una relación de alianza con alguien del lugar a través del matrimonio. Ser tumbayeño se construye en relación a un universo que incluye al menos otras tres categorías: los foráneos o los de afuera, los del sur y los que se fueron. Junto a las aproximadamente quinientas personas que viven en el pueblo, en la zona del campo que rodea al pueblo residen otras tantas distribuidas en cerca de cien unidades domésticas, que componen la mayor parte de los miembros de la Comunidad Aborigen Kolla de Finca Tumbaya. Esta distinción territorial entre el pueblo y el campo, está regulada como dijimos por las relaciones residenciales y de parentesco que vinculan ambos espacios, y por una aguda memoria colateral (y en menor medida genealógica puesto que nunca va más allá de tres o cuatro generaciones) que hace que todas las personas se conozcan entre sí, configurando un mundo en el que, como me fue indicado en innumerables ocasiones, acá todos somos familia.

Los tumbayeños se definen primariamente por el parentesco, y este ser todos familia remite a la existencia de un conjunto de apellidos –Cruz, Sajama, Vilte, Galián, Vilca, Mamaní, Casimiro, Flores, Tapia, Lamas, Cañari, Arjona, Tinte, Toconás, Suárez, Tolaba, Lacsi, Menéndez, entre otros- que vinculan de modo bilateral a las personas, independientemente de su lugar de residencia en el pueblo o en el campo, en donde he observado un predominio de la residencia postmarital virilocal. Los tumbayeños se refieren a que alguien es “su familia” cuando hablan de sus parientes consanguíneos, aunque primariamente a quienes, en primer, segundo, tercer y eventualmente hasta cuarto grado comparten su mismo apellido. Además, se utiliza el término parientes para referirse a la parentela con quien Ego se vincula a través de lazos de afinidad y por lazos rituales como el compadrazgo y el comadrazgo, prácticas vinculantes que estructuran los derechos y obligaciones que definen los límites de los grupos de parentesco en Tumbaya. Estas relaciones se regulan en la vida cotidiana a través del establecimiento de ayudas intra e inter familiares: colaborar con recursos en situaciones de escasez, hospedar, dar de comer, acondicionar los rastrojos, manejar las tomas de agua y el riego, ayudar y colaborar en señaladas y eventos rituales, respetar la rotación y las obligaciones surgidas de padrinazgos, entre otros.

Los intercambios y el ideal de reciprocidad aparecen como conectores centrales a través de los cuales se articulan aquellos derechos y obligaciones: por un lado, experiencias y prácticas en torno a lo que Cavalcanti Schiel llamó “de subsistencia”, definidas primariamente por el “dispendio consorciado de esfuerzos (y no simplemente como producción de bienes, es decir, “producción económica”) [que] se dispone frente a la elemental estacionalidad agrícola” (Cavalcanti Schiel, 2015, p. 93). Y por otro, prácticas ‘seculares’ de mantenimiento de las sociedades locales, que sin embargo dependen de “esfuerzos bien aplicados [garantizados por el lenguaje de] la reciprocidad, también mediado por el leguaje ritual” (Cavalcanti Schiel, 2015, p. 94). A lo largo del año, tanto en el pueblo como en el campo de Tumbaya se realizan celebraciones y fiestas de carácter familiar —señaladas, Todos Santos, Pachamamas, invitaciones de carnaval— que se alternan con festivales y eventos organizados por instituciones como las escuelas, la municipalidad, el consejo de delegados de la comunidad aborigen, los comparsas, los clubes y las iglesias (católica y evangelistas). A excepción de los eventos organizados por la municipalidad y por el consejo de delegados, los demás eventos se llevan adelante a través de los aportes que hacen las propias familias e instituciones tumbayeñas a partir de la realización de bingos, rifas, venta de comidas y sistemas de padrinazgos.

En sus investigaciones en el departamento jujeño de Yavi, Carlos Cowan Ros (2017) acude al concepto de comunidad moral de Pitt Rivers(1968) para referir a este aspecto de la socialidad local que observamos también en Tumbaya, en el que priman sentimientos de pertenencia y trayectorias comunes, vínculos cara a cara y sobre todo relaciones idealmente reguladas por un conjunto de normas y principios éticos de comportamiento donde prima la unión. La comunidad en sentido nativo en Tumbaya es la de un colectivo donde prima la unión entre las familias y donde “nadie es más que nadie” (Espósito, 2009; 2017; Espósito y Fabbro, 2008) Veremos, sin embargo, que este concepto de comunidad se pluraliza en sus acepciones locales, cuando se distinguen estas formas de socialidad y organización, de las formas institucionales.

3. La(s) comunidad(es) en Tumbaya

Para comprender aquello que la organización de las familias arrenderas como comunidad vino a transformar, es central poder distinguir conceptual y analíticamente las formas de organización local de las formas institucionales, y esto por cuestiones empíricas, históricas y teóricas. El imperativo de distinguir las formas de organización social de las formas institucionales proviene de la lectura de Mossbrucker (1990), que fue retomado por varios autores que analizaron desde diversas perspectivas las relaciones entre ambas. Entre otros, Alber (1999) y Sendón (2003) analizaron dos comunidades campesinas de los Andes peruanos (Huayopampa y Pinhaya respectivamente) enfatizando la necesidad de descomponer analítica, teórica e históricamente la relación entre la comunidad como figura jurídica y las formas de organización social (Alber 1999) y entre el ayllu y la comunidad en el caso de Sendon (2003).

Para el caso de Jujuy, Isla muestra la (co)existencia de categorías censales propias del orden jurídico nacional, y prácticas vinculadas a un derecho consuetudinario paralelas a aquellas categorías oficiales, que garantizaba las transacciones locales respecto a la tierra (Isla, 1992, p. 171). En un análisis comparativo realizado a principios de la decada de 1990 entre un conjunto de poblados de los departamentos puneños de Jujuy y el cantón Tiwanaku en la provincia de Ingavi (Departamento La Paz) en Bolivia, Isla planteaba que ambas zonas compartieron “la forma ‘comunidad’ como modo de producción y distribución (…) hasta por lo menos la década del 70 del XIX” (Isla, 1992, p.171). La comunidad fue el nombre que, según el autor, adoptó el ayllu quechua producto de la imposición de las leyes españolas para el cobro del tributo, aunque la forma comunidad fue reforzada principalmente durante la república. Isla se refiere a la “forma comunidad” en relación a formas específicas de solidaridad que se dan en el mundo andino entre lo individual y lo colectivo, a vínculos intraétnicos fuertemente contrapuestos a los externos, y a una particular forma de apropiación del territorio (Isla, 1992, p. 172). Isla define la forma abstracta de “comunidad”, próxima al funcionamiento real de la economía de las comunidades del altiplano norte de Bolivia, a través de la interrelación de cinco principios: 1) control comunal por medio de la producción estratégica: la tierra; siendo la familia la unidad predominante de producción y consumo. Derivaciones del “control vertical”; 2) maximización de las actividades productivas: combinación en cada unidad doméstica, según la cantidad de trabajo disponible de agricultura, ganadería y artesanía. Relación de los ciclos productivos agrarios con los ciclos laborales; 3) control de la diferenciación interna. Los mecanismos de reciprocidad; 4) doble racionalidad simultánea. Intercambio externo: el estímulo a la diferenciación exterior al espacio comunidad; 5) búsqueda, por cada unidad doméstica, del excedente. El autor planteaba entonces que en algunos lugares de la puna jujeña encontró “ecos de la forma ‘comunidad’” (Isla, 1992, p. 196), y sostenía la existencia de “la forma comunidad como modo de producción y reproducción, por debajo de la encomienda y hacienda coloniales en la Puna argentina y Quebrada de Humahuaca” (Isla, 1992, p. 171, itálicas en el original). Alejandro Isla realizó su investigación en los años ‘80, en un momento anterior a los procesos que en la década de 1990 prescribieron la “comunidad indígena” como la forma jurídica que adquiriría la organización social de quienes luego se convertirían en sus miembros. En este sentido, Isla contrapone la comunidad en tanto forma de organización social al Estado republicano, que a través del despliegue de diversos dispositivos fue suplantando durante más de un siglo las formas de organización comunales: “En el caso argentino no se entiende el proceso de disolución de las formas organizativas políticas y sociales si no se analizan rol, objetivos y peso del Estado en cada región” (Isla, 1992, p. 202).

En este artículo, el uso que le damos al término comunidad se distingue del descripto por Isla. Sin la necesidad de embarcarnos aquí en una discusión acerca de las relaciones históricas entre ayllu y comunidad, utilizamos el segundo término para referirnos a la institución que en la década de 1990 rearticuló en agrupaciones de base comunitaria a grupos de familias bajo normas emanadas del corpus jurídico que para entonces comenzó a legislar la cuestión indígena en Argentina. En el año 1992 comenzó a gestarse en el ámbito de la Fiscalía de Estado un registro de comunidades aborígenes de la provincia, que se creó a través del decreto 3.346/92. Por esos años, el otorgamiento de las personerías jurídicas se hacía bajo las figuras de las asociaciones civiles —cooperativas, asociaciones vecinales— y para su concesión se requería el aval del COAJ (Consejo de Organizaciones Aborígenes de Jujuy). Fue recién en el año 1996 cuando se adecuó un modelo de personería jurídica específico para las comunidades aborígenes de Argentina a través de la resolución 4.811/96, a la que la provincia de Jujuy adhirió en el año 1997 a través de la firma de un convenio con el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) para la creación del Registro Provincial de Comunidades Aborígenes (decreto 3.371-G-97). En el año 1998, a través del decreto 6256-BS-98, se instrumentó la transferencia y organización del Registro Nacional de Comunidades Indígenas (RENACI) que validó las personerías jurídicas que de allí en más se hicieron a nivel provincial, aunque algunas comunidades, entre ellas la de Tumbaya, mantuvieron la personería jurídica nacional. En este sentido, no existe una “comunidad de Tumbaya” inmemorial que a lo largo del tiempo sufrió diversas transformaciones más o menos relevantes, sino que la comunidad irrumpe históricamente como una forma específica de organización institucional en un entramado complejo y heterogéneo de socialidades, prácticas y modos de vida muchas de las cuales son intraducibles al lenguaje jurídico del Estado moderno. Distinguir esta categoría jurídica de las formas de socialidades, prácticas y experiencias locales es fundamental, de este modo, para comprender las transformaciones ocurridas desde la organización de los ex arrenderos en torno a la Comunidad Aborigen Kolla de Finca Tumbaya.

4. Memorias arrenderas: socialidades, prácticas y experiencias locales

Cuando los ex-arrenderos hablan sobre las trayectorias y situaciones que derivaron en la instalación de sus familiares en la finca a fines del siglo XIX, resaltan la posibilidad que tuvieron de recibir un arriendo, en el marco de un acuerdo de palabra que implicaba la entrega por parte del patrón de una serie de unidades productivas —en tanto involucraban tierra, trabajo, capital y tecnología orientados a generar productos— que les permitía garantizar su autosubsistencia y generar un excedente: un área de pastoreo, con estancias o puestos de refugio, cocina y pernocte de quienes pastorean la hacienda; y terrenos de cultivo llamados rastrojos cerca de la casa principal o de los puestos y estancias en el cerro. La relación de arrendamiento se podía establecer entre el arrendero y el patrón de manera directa, o los arrenderos podían crear diversos convenios con personas o familias que no tenían necesariamente un contrato con el patrón.

Estas relaciones dieron lugar a diferentes categorías al interior de la finca Tumbaya: arrenderos directos o arrendatarios, arrenderos de tercera, yerbajeros o pastajeros, y peones o arrenderos pobres.[2] Como contraparte de la entrega de un arriendo, los arrenderos debían efectuar un pago cuyas formas fueron variando según la época y podían combinarse según las eventuales disponibilidades del arrendero y la buena voluntad del patrón, de modo más o menos coercitivo: fuerza de trabajo de los propios arrenderos o de sus peones, entrega de animales y en menor medida dinero, principalmente durante las dos últimas décadas del sistema de arriendo en las décadas de 1980 y 1990; y la obligación, hasta por lo menos la década de 1940, de la prestación de servicios personales por turnos (servidumbre llamada servicio, obligación, mensual y gratuito) durante un mes al año en la Sala, como se llamaba a la casa del patrón.

En Tumbaya, cada unidad doméstica hacía su pago al patrón por sus parcelas de cultivo y sus áreas de pastoreo de las que se decían dueños. Esta categoría nativa, paradójica en tanto evoca un sentido de propiedad sobre la tierra, tiene sin embargo un significado que vincula un sector de la finca al apellido de la familia que lo ocupa, y la expresión traduce aún hoy la práctica de residir en el lugar y utilizar ciertos rastrojos y áreas de pastoreo o, si ya no se vive en el campo, tener trayectoria familiar arrendataria. Entonces, estamos ante una historia estructuralmente opresiva, coercitiva, de despojo territorial y articulación en relaciones de semi servidumbre materializadas en prácticas violentas además de la obligación del servicio mensual en la Sala, que en determinado momento se revierte, dando lugar a un proceso que desarticula estas formas históricas de propiedad y reproducción social, desde una reivindicación étnica, justicia territorial y constitución de un específico sujeto de derecho.

Las “memorias arrenderas” son constitutivas de los sentidos de pertenencia e identificación grupal de los kollas de Tumbaya, así como de sus trayectorias como sujetos políticos, habilitadoras de los procesos de los años ‘90. La adjudicación de tierras en propiedad comunitaria, pero sobre todo la organización del consejo de delegados como espacio de representación política de la comunidad, se articuló a experiencias históricas, memorias y relaciones que tensionaban y hasta contradecían la novedosa figura jurídica de la “comunidad aborigen” prescripta por el Estado. Y es por eso que es importante como dijimos, distinguir las formas locales de organización social de las formas institucionales, puesto que el entramado de socialidades, prácticas y modos de vida entre las familias durante el sistema de arriendo, también se conceptualizan como comunitarias.

En la estructura general de dominación que fue el sistema de arriendo, los arrenderos construyeron sentidos de cooperación y memorias de unidad grupal. La unión como categoría nativa, lo unidas y comunitarias que eran las familias antes de la expropiación de la finca, fue un elemento soporte de las memorias y de sus sentidos de identificación como grupo. En mis entrevistas con ex arrendatarios, las familias emergían siendo muy unidas entre sí durante el sistema arrendatario, recordaban la abundancia de cultivos y animales, hablaban de prosperidad, desde un lugar idealmente igualitario donde “nadie quería ser más que nadie”. Las experiencias colectivas durante su vida como arrenderos, construyeron memorias idealizadas de unión interfamiliar y comunitaria e intercambios recíprocos que las mantenía unidas.

Esto puede sonar extraño si consideramos las categorías que distinguían entre sí a los arrenderos, como el arriendo de tercera y el peonaje, categorías elocuentes respecto a que no todos los arrenderos eran iguales. Pero a pesar de la heterogeneidad y jerarquías entre las categorías de arriendo, las familias participaban de un mundo común donde, a pesar de la siempre relativa y oscilante capacidad de acumulación, la relación de dominación estructural de la experiencia arrendataria inhibía el desarrollo de formas consolidadas de diferenciación en clases. Y en este sentido es que observé cómo el sentido primordial de comunidad y de unidad la constituía, paradójicamente, no la comunidad recientemente organizada, sino las relaciones interfamiliares durante el sistema arrendatario. Y estas memorias de la unión se inscribían sobre el fondo de una frase que como un mantra me era referida durante mi estadía en Tumbaya: “desde que se hizo la comunidad, empezamos a estar desunidos, dejamos de ser comunidad” ¿Cómo podía entender esta aparente contradicción? Como paso inicial, como dije, distinguiendo teóricamente las formas institucionales de las formas de organización social, y segundo, analizando el impacto y las transformaciones que supuso para las relaciones locales el proceso de institucionalización de las familias como “comunidad indígena”.

5. La Comunidad Aborigen Kolla de Finca Tumbaya

Sobre las agencias que llevaron a la organización de la comunidad kolla en Tumbaya, luego del regreso de la democracia en 1983 en Argentina, y en el marco de la presión de quien fue el último patrón —quien no vivía en el lugar y que a los ojos de los arrenderos era un patrón ilegítimo a diferencia de los patrones anteriores, quienes intervenían de diversos modos en la lógica de intercambios locales—comenzó a configurarse el contexto más reciente que originó la organización de las familias como comunidad aborigen. Esto involucró la expropiación por parte del estado nacional de la hacienda y su entrega en posesión comunitaria a la comunidad, en el marco del contexto mayor nacional e internacional al que me refería al inicio de la presentación, y que a nivel local operó bajo la forma de un conjunto de agentes religiosos y estatales que participaron activamente en la conducción y legitimación de los procesos de organización étnica kolla: ENDEPA; OCLADE; COAJ, funcionarios del gobierno provincial y la comisión municipal de Tumbaya. El proyecto de ENDEPA —Equipo Nacional de Pastoral Aborigen— cuya presencia de larga data en la región se articuló a este proceso convirtiéndolo en uno de los principales promotores de la organización de comunidades en la región, era crear organizaciones fuertes y autónomas y lograr la “intensificación de la producción y el fortalecimiento comunitario y revalorización cultural”, por lo cual, el hecho de que la propiedad de la tierra pasase a manos de los arrendatarios era la pieza fundamental para lograr el objetivo de autonomía en una región donde más del 80% de la propiedad de la tierra pertenecía a latifundios privados.

Las actividades que fueron encauzando la organización de la comunidad aborigen y el cese del pago del arriendo se dieron en el marco del arribo y adopción del neoliberalismo a nivel nacional. Las políticas neoliberales implantadas durante la década de 1990 en el país tuvieron un impacto profundo en toda la región. En Jujuy, estas políticas se aplicaron en una situación donde primaba el empleo público con altísimas tasas de desocupación. Durante la década de 1980, la provincia se había encargado de absorber gran parte de la mano de obra que había quedado desocupada en el sector privado durante la dictadura. La planta permanente del Estado provincial pasó de representar 33,75 % de los ocupados de la provincia en 1975, al 38,17% en 1982 (Stumpo, 1992; Lagos y Gutiérrez, 2006). Sin embargo, la mayor incorporación de empleados contratados en condiciones de extrema precarización laboral, se hizo en el año 1988 durante la gestión del gobernador De Aparici, situación que desembocó en la conflictiva escena local de principios de la década de 1990 con el ‘Perro’ Santillán como ícono de las luchas sindicales de principios de la década.

Uno de los elementos centrales de las respuestas del Estado a los llamados ‘efectos no deseados’ del nuevo modelo, fue un conjunto de programas sociales que redefinieron en gran medida las relaciones de ciudadanía imperantes, con políticas focalizadas de asistencia para los excluidos de la nueva matriz socioeconómica (Svampa, 2005; Torrado, 2010). A nivel nacional, el primer programa fue el Programa Intensivo de Trabajo (PIT) creado en el año 1993, que fue reemplazado por el Plan Trabajar en 1996 y por el Plan Jefas y Jefes de Hogar en el año 2002. En Jujuy, fueron tantos los programas sociales provinciales que se implantaron desde los primeros años de 1990, que en el año 1996 debió editarse una guía que sistematizara la información sobre los mismos (Lagos y Gutiérrez, 2006, p. 289). En Tumbaya, este período es recordado como el tiempo en el que llegaron los planes y los proyectos. La recepción de los planes sociales fue generalizada.

Según una pequeña encuesta que realicé en el año 2007, la casi totalidad de los hogares tumbayeños había sido beneficiaria de un Plan Trabajar y del Plan Jefas y Jefes que lo reemplazó. Desde un modelo participativo asistencial (Svampa, 2005) la llegada de los planes, que supuso el cobro de un subsidio mensual por cada jefe de familia, fue recibida con entusiasmo por los miembros de los hogares beneficiarios, en una provincia que para esos años ostentaba el desolador privilegio de estar en el puesto 22 según los indicadores de pobreza, entre los 24 distritos del país (Lagos y Gutiérrez, 2006, p. 279). El Plan Trabajar fue presentado como un “Programa público de empleo”, cuyo objetivo principal era proveer un trabajo transitorio a personas en condiciones de pobreza o vulnerabilidad (Sala y Golovanevski, 2003-2004).

Los planes sociales tuvieron un impacto sustancial en la estructura de las relaciones familiares en Tumbaya. Durante varios años antes de la expropiación, los arrenderos habían elaborado diversas notas pidiendo ayuda al gobierno provincial: para el arreglo de caminos, construcción de un puente, mantenimiento de acequias, construcción de una escuela nueva, herramientas para el trabajo de la tierra. Estas solicitudes no encontraban respuesta en el gobierno, que alegaba no poder intervenir en lo que era una hacienda privada. Desde el año 1996, una vez que la hacienda fue expropiada y pasó a ser propiedad comunal de los arrenderos, el Estado comenzó a dar respuesta a estas demandas a través de la mediación del gobierno municipal, que se erigió en el espacio donde los arrenderos empezaron a encontrar respuestas a los pedidos que por años habían sido desatendidas por el gobierno provincial. El Estado, personificado en “los políticos” que aparecían periódicamente en procesos electorales, había estado presente de diversas maneras en las trayectorias generacionales de los arrenderos (Espósito, 2017).[3] Sin embargo, nunca lo había hecho de ese modo, interviniendo con soluciones de infraestructura en el territorio de la finca y otorgándoles un dinero mensual a cambio de una contraprestación en horas de trabajo.

Según coinciden en indicar la mayoría de los pobladores de Tumbaya Grande, “la gente empezó a pedir mucho más, antes no se pedía casi, pero desde que llegó Guanco todo lo empezó a hacer la muni’. [4] “El Félix” fue el primer comisionado que se metió ¡con todo! en Tumbaya Grande”, como me decía Don Lucas Cruz. El énfasis de la frase de Don Lucas, ilustra uno de los sentidos construidos sobre un Estado que, habiendo estado presente de distintas maneras en sus trayectorias generacionales, nunca lo había hecho de ese modo, respondiendo y aportando soluciones a los pedidos que le hacían los arrenderos para intervenir en el territorio de la hacienda. Los abuelos no recordaban a ningún comisionado municipal que los haya ayudado y que haya colaborado con ellos como lo hizo Guanco: “El Félix es el político que más hizo por Tumbaya Grande”. Guanco reproducía la lógica paternalista de intercambios que los Álvarez Prado habían tenido durante generaciones con los arrenderos. Pero más allá de su figura en particular, de la llegada de asistencia y ayuda estatal a la finca y de la reorientación de la experiencia histórica de los arrenderos con la política, las maneras en que esto fue articulado es una de las claves para comprender las transformaciones que interesa analizar.

Las ayudas que empezó a brindar el Estado para el arreglo de los caminos, el mantenimiento de las acequias y la construcción de la escuela nueva, fueron instrumentadas a través de la mano de obra aportada por los beneficiarios del Plan Trabajar, cuyo pago a cada jefe de familia involucraba una contraprestación laboral de entre cuatro y seis horas diarias. Siendo todos ellos beneficiarios de esta ayuda social, los ex arrenderos comenzaron a realizar diversas actividades bajo un organigrama planificado por la comisión municipal. Los pedidos de ayuda que durante años habían elevado al Estado provincial desde sus comunes intereses como arrenderos, comenzaron a ser ejecutados por ellos mismos en su nueva condición de beneficiarios de planes sociales y miembros de la Comunidad Aborigen Kolla de Finca Tumbaya.Las actividades que hasta antes de la expropiación habían establecido la cooperación y reproducían los intercambios recíprocos que mantenían unidas a las familias, comenzaron a ser ejecutadas a través de la nueva lógica de intervención del Estado, que regulaba a través de la burocracia local las relaciones sociales de los ex arrenderos administrando los planes sociales y las contraprestaciones en el territorio de la finca.

La burocracia local en Tumbaya, históricamente circunscripta a la comisión municipal, fue reconfigurada con la creación de la comunidad, con la asamblea como órgano representativo y de toma de decisiones, y el consejo de delegados.[5]Desde que se formó la comunidad hasta el año 2016 en que se renovaron las autoridades del consejo de delegados, ambos espacios de representación estuvieron liderados por las mismas personas: Félix Guanco como comisionado municipal y diputado provincial y Carla Menéndez como coordinadora del consejo de la comunidad. Al indagar en el proceso de organización de la comunidad aborigen, los relatos se refieren invariablemente a que durante los primeros tiempos la muni y el consejo trabajaban juntos, pero que en determinado momento Félix Guanco y Carla Menéndez se pelearon. Esta “pelea” aparece como un enclave en la redefinición del espacio político local, a partir de lo cual la comisión municipal y el consejo de delegados se convirtieron en espacios cuyas fronteras comenzaron a demarcarse a través de una relación permanentemente conflictiva. Desde la perspectiva de la coordinadora de la comunidad aborigen, los problemas con el municipio comenzaron cuando la comunidad comenzó a gestionar proyectos y la comisión municipal intentó tener participación.

Cuando se formó la comunidad aborigen, el consejo de delegados comenzó a gestionar subsidios a través de los cuales se hicieron diferentes obras que tenía por beneficiaria a “la comunidad”. [6] En estos subsidios canalizados muchos de ellos a través el INAI, la entidad financiadora invertía en los materiales, y la mano de obra era puesta por la organización beneficiaria. En los hechos, la “organización beneficiaria” eran hogares y personas concretas, algunas de las cuales comenzaron a cuestionar la forma en que los recursos eran asignados por parte del consejo, acusando a la coordinación de la comunidad de querer llevar agua para su molino beneficiando a las familias que estaban de su lado. Sin embargo, las recriminaciones más fuertes que cayeron sobre el consejo de la comunidad fueron las de haber comenzado a adjudicar tierras de la comunidad a discreción, y a otorgar lotes y terrenos a gente de afuera, sin respetar cómo eran las cosas antes. Uno de los casos que generó más recelos de parte de los ex arrenderos fue el de las casas del barrio “Las Espinas” en el pueblo de Tumbaya. En el año 2001 se construyeron viviendas sobre tierras de la comunidad, a partir de un plan de obras gestionado por la comunidad. Algunas de esas casas fueron otorgadas a familias de Punta Corral (pequeño poblado a unas diez horas de camino al Este del pueblo de Tumbaya) sin experiencia arrendataria en la Finca Tumbaya, aunque algunos de ellos con relaciones familiares con tumbayeños.

Cuando se formó la comunidad, el mecanismo de adjudicación de terrenos en el territorio comunitario debía respetar los “usos y costumbres” que tenían las familias durante el sistema de arriendo. Según una clara metáfora que utilizó la coordinadora de la comunidad para explicarme el sistema:

cuando se formó la comunidad y se hizo el censo del ’96, es como que se sacó una foto desde arriba de cómo estaban distribuidos los terrenos, los pastoreos, y así es como quedaron, cada cual en el terreno que tenía (Entrevista a Carla Menéndez, Tumbaya, 30 de junio de 2007).

Sin embargo, la adjudicación de lotes por el consejo una vez conformada la comunidad, puso de manifiesto su inserción en procesos territoriales más complejos de experiencias y pertenencias en el campo y en el pueblo. Aunque el pueblo de Tumbaya pertenece en parte al territorio de la comunidad aborigen por haber formado parte del territorio de la finca, y aunque en el artículo 19 del Estatuto se estipula que: “Son miembros de la comunidad las personas que nacieron en la finca Tumbaya”, en los hechos se dio el caso de algunas personas que, habiendo nacido en la finca, tenían viviendas escrituradas dentro del ejido del pueblo y no pudieron disponer de tierras en el campo. Esto generó casos conflictivos como el de Adela, quien habiéndose criado en Tumbaya Grande y proviniendo de una familia arrendera, adquirió y escrituró una casa en el pueblo.

Desde la perspectiva del consejo de la comunidad, este hecho le hizo perder derechos sobre los terrenos en los que había vivido su familia como arrendatarios, donde se criaron ella y sus hermanos:

Nosotros no hemos sido censados, ¿por qué?, nosotros siempre le hemos preguntado a la coordinadora, ella dice porque nosotros no tenemos terreno en la parte de la finca. Siempre nosotros hemos peleado con ella porque no fuimos censados, ¡ninguno! y eso que nosotros nos hemos criado ahí, ninguno de mis cinco hermanos somos censados. Mi mamá que podría haber sido censada, nada, ¡Y ella nació en la finca, como nosotros, ella se ha criado allí también! Por eso yo no le entiendo por qué eso, ser aborigen es ser ellos, como de cuento de ella, no sé […] siempre nos hemos agarrado con ella, nosotros queríamos saber por qué, pero nunca, la única explicación es que nosotros no vivimos ahora en la parte de la finca. (Entrevista a Adela Cari, Tumbaya, 16 de septiembre de 2007)

Otro caso es el de Don Miguel, residente en el pueblo de Tumbaya, quien me contaba que:

…mi abuelo tenía posesión de pastoreo en esta zona, para ovejas, inclusive mi mamá era pastora de ovejas hasta los 18 años (…) Y escuché también que [el ex presidente Carlos Saúl] Menem decía que las tierras de los que eran aborígenes, donde habitaban aborígenes, por ese decreto le daba el derecho hasta la cuarta generación a reclamar posesión (…) O sea que yo, siendo de allá, estaría en primera generación, yo no estuve allá, pero mi mamá estuvo, yo estoy en primera, o sea que mis hijas estarían en segunda generación y mis nietos estarían en tercera generación para reclamar derechos, y hasta mis bisnietos también podrían reclamar. (Entrevista a Miguel Suárez, Tumbaya, 2 de agosto de 2007)

Casos como los de Adela y Don Miguel ponen de manifiesto las distancias entre las normativas impuestas por el Estado y las disposiciones del estatuto de la comunidad, y los sentidos de identificación y experiencias familiares locales; revelan además las divergencias entre la comunidad aborigen como figura jurídica prescripta por el Estado y las formas en que se disponen en Tumbaya los criterios de inclusión y pertenencia, así como las formas de legitimación e impugnación de esos criterios. Por otro lado, hay personas que sin pertenecer formalmente a la comunidad por no haber sido censadas (aun habiendo nacido y habiéndose criado en la finca durante el sistema arrendatario) participan de las actividades del campo orientadas por el sistema de disposiciones y de pertenencia que las vinculan con las familias de la comunidad. Como Sofía Cruz, que nació y vivió en Tumbaya Grande hasta cuatro años después de haberse organizado la comunidad aborigen, y no fue censada por haberse casado con un hombre de pueblo, adonde se fue a vivir: “La coordinadora no nos censó porque dice que no vivo más en el campo”. Sin embargo, a pesar de no pertenecer formalmente a la comunidad aborigen, Sofía es una participante activa de las distintas actividades que organizan las familias de Tumbaya Grande y que, como veremos enseguida, la vuelven perteneciente a la comunidad tumbayeña para los demás miembros.

Otros casos, aunque pocos, lo conforman aquellas familias que no reconocen la propiedad comunitaria de las tierras y se arrogan su propiedad privada, desconociendo lo establecido en la ley de expropiación de la finca. Tal el caso de los miembros de una familia residente en el pueblo de Tumbaya que, en el décimo aniversario de la comunidad en el año 2008, alambraron como si fueran propios terrenos comunitarios. La presencia de intereses de titulación individual reveló un aspecto que pudo haber incidido en los sentidos de desunión comunitaria, considerando que este tipo de propiedad fue una vía contemplada en la legislación, y que desde relevamientos tan tempranos como 1925 algunos pobladores de las tierras altas de Jujuy preferían esa forma de restitución individual (Espósito, 2017). Vemos entonces que pueden ser miembros de la Comunidad Aborigen Kolla de Finca Tumbaya quienes fueron arrenderos, así como se espera que estas mismas personas sean las que reciban lotes de tierra y sean adjudicatarias de los proyectos gestionados por el consejo de delegados. Sin embargo, por lo menos hasta el año 2016, el consejo otorgaba tierras y erigía en beneficiarios de proyectos a personas sin experiencia arrendataria en la finca; y no a todas las personas ni familias con experiencia arrendera les fue permitido inscribirse como miembros de la comunidad, aunque algunos de ellos participan activamente de las actividades colectivas organizadas por las familias.

En este marco, la experiencia familiar arrendera aparece como la coordenada principal de inclusión en la comunidad imaginada de las familias de la comunidad, y es lo que otorga unidad moral y establece el principal criterio de construcción de una imagen “más o menos unitaria y unificadora a experiencias grupales multifacéticas e históricamente cambiantes” (Briones, 1998, p. 7) como las experimentadas por las familias a partir de su organización como comunidad en el contexto socioeconómico descripto. En este proceso, la arbitrariedad con la que empezaron a percibirse las decisiones y los criterios de inclusión y membrecía por parte de la coordinación de la comunidad aborigen, que obviaba el estatuto y a la asamblea como el espacio de representación y decisiones consensuadas, fue comenzando a poner bajo la mira su legitimidad casi desde sus comienzos.

6. La politización y la desunión

El consejo de delegados, que comenzó a regular las relaciones entre las personas, los proyectos y la distribución de tierras desde una situación inicial de gran consenso y legitimidad, fue transformándose a medida que sus prácticas comenzaron a ser cuestionadas por “no respetar las cosas como eran antes”. La politización fue la categoría con la que los ex arrenderos objetivaban el malestar que les producía observar cómo, “desde que se formó la comunidad, la gente comenzó a estar más desunida”. La politización comenzó a generar desunión. El proceso de desunión percibido en Tumbaya se enmarcó en un proceso de redefinición faccional en el que la comisión municipal y el consejo de delegados se fueron conformando como espacios de disputas de intereses.

En este marco, la incesante llegada de planes sociales y proyectos y su penetración en las relaciones familiares luego de la expropiación, fue abonando la idea de que la gente no quería trabajar más, que se había “tirado a vaga” y vuelto "floja" y “conformista”. La pérdida del esfuerzo y el trabajo como valores centrales esgrimidos por las familias que habían sido arrenderas, era un tema referido de forma recurrente en los distintos encuentros que tenía con mis interlocutores en Tumbaya. Como me decía Luis, contraprestador de los planes sociales en diversas tareas organizadas por la muni:

Yo me acuerdo que nos empezaban a mandar a trabajar a las casas. Por ejemplo, supongamos que Don Borja pedía dos o tres muchachos que le vayan a ayudar a hacer la acequia o una cosa, otra, y empiezan a mandar gente del municipio y la misma familia empieza a dejarse un poco, ‘bueno van a venir los de la muni, nosotros no hacemos’. (Entrevista a Luis Tapia, Tumbaya, 8 de abril de 2008)

Una situación que me era referida en relación a la desunión, era la paradójica circunstancia por la cual luego de que las tierras fueron expropiadas, varias de las familias dejaron de sembrar y de tener hacienda. Uno de los sentidos de la unión durante el sistema de arriendo se nutría de los recuerdos de la abundancia de cultivos y de la posesión de muchos animales, junto al poder de distinción que esto les generaba a los arrenderos cuando bajaban al pueblo en épocas de carnaval con el dinero obtenido por las ventas del verano. Los recuerdos de que antes “la finca era un vergel” se articulan en los relatos a descripciones de familias que en la actualidad “botaron casi toda su hacienda” y dejaron prácticamente de cultivar. Como Don Daniel, de quien se dice que antes tenía mucha hacienda, pero que desde que empezó a cobrar el plan “dejó de cultivar casi, y hoy tiene un poquito de alfa, unos cuantos duraznos apenas y anda siempre tirado y machado”. [7]

De forma paralela a la recepción de los planes sociales, la participación de las familias en proyectos administrados por el consejo de delegados generó discordias entre los ex arrendatarios, y la inculpación a la coordinación de la comunidad de asignar algunos de ellos a su antojo, como los políticos. En este marco, la emergencia de intermediarios y delegados zonales y vocales como miembros del consejo de delegados y de la comisión municipal crearon conflictos en las tramas familiares por la participación y adhesión política y faccional a uno u otro espacio. Otro elemento recurrente en la percepción de la desunión fue el proceso de creciente posesión diferencial de capital educativo de los hijos de quienes habían sido arrenderos. Durante el sistema de arriendo, la obligación del trabajo en la Sala y la necesidad de generar excedentes para el pago al patrón, fueron los principales obstáculos para que las personas pudiesen ir a la escuela. Para el momento de mi trabajo de campo, la mayoría de los ancianos y algunas de las personas de mediana edad de Tumbaya Gran deno sabían leer ni escribir, y su paso por la escuela había sido extremadamente discontinuo: algunos de los abuelos tenían segundo o tercero, es decir, habían ido hasta segundo o tercer grado de la escuela primaria. Sin embargo, todas las personas que para entonces tenían alrededor de treinta años habían completado sus estudios primarios, un buen número había transcurrido al menos dos años en el secundario, y algunos jóvenes habían completado el nivel medio. Insertos en una posición paradójica, los ancianos, que sufrían el hecho de que el trabajo en las cosas del campo durante el sistema de arriendo les hubiese impedido ir a la escuela, lamentaban que los jóvenes no se ocupasen más de las cosas del campo por su inclusión en la educación formal y en el trabajo fuera del campo en la actualidad.

La política como categoría nativa es valorada en Tumbaya de diversos modos según los contextos de referencia: como un dominio perjudicial que causa desunión, o como una fuerza con capacidad de agencia valorada positivamente. La política es una categoría polisémica en sus usos. Como praxis y como idea, designa a la actividad formal, institucional y eventualmente partidaria, encarnada en personas y prácticas que gravitan en torno al Estado municipal o provincial, y a las disputas por la distribución de recursos que desde allí se genera. La política encuentra su definición nativa en estrecha relación con el ámbito de las personas, objetos y prácticas emanadas del Estado; sus funcionarios y recursos, sus códigos, sus intermediaciones y capacidad interventora y legisladora. Sobre la política se practican adhesiones y definiciones ambiguas. Por un lado, es el espacio de demandas legítimas de garantías ciudadanas que, a través de las ayudas y la colaboración, aseguran el bienestar colectivo: esta forma es valorada positivamente, y es ante esta concepción, prácticamente homologada a las instituciones gubernamentales, que se demanda reconocimiento en los espacios públicos. Por otro lado, la política es significada de modo negativo como desarticuladora de las experiencias vitales, como cuando se la culpa de desarmar y expulsar familias de la finca en distintos momentos políticos del siglo XX. Por otro lado, la política aparece como la agencia por cual la distribución arbitraria y diferencial de recursos puede causar desunión de las familias cuando se vislumbran procesos de diferenciación social entre ellas. En este sentido negativo, la política me fue reiteradamente enunciada como un agente autónomo, sucio, que impregnaba los intersticios de los espacios de la vida local produciendo división y desunión. Una agencia que en vez de generar cohesión y orientar la reproducción social en términos de una siempre relativa y oscilante igualdad, comienza a ser percibida como causa de la desunión intra e interfamiliar. En este marco, la politización se esgrime como una bisagra conceptual y práctica entre ambas concepciones valorativas, interviniendo en procesos de diferenciación social. A diferencia de la polisemia de la política, la politización siempre es conceptualizada de modo negativo, abyecto. Entre las dos conceptualizaciones nativas de la política, la politización es la categoría explicativa que da cuenta del proceso por el cual un espacio, una práctica o una persona significadas como política en el sentido de propiciar el ideal de igualdad y unidad entre las familias, se transforma en un espacio, una práctica o una persona con significado de política perjudicial que produce desunión. En el marco de la crisis de la década de 1990, la llegada de los planes y la intervención politizada del consejo de delegados y de la comisión municipal en las dinámicas de las familias arrendatarias, la desunión tomó su sentido más profundo: “algunos ya quisieron ser más que otros”. Como me decía Doña Nelly:

Yo veo que somos así, vecinos, pero la comunidad son desunidos, creció un poquito los que son más, ya pelean más, ya algunos quieren ser más que los demás. Parece que ellos nomás tendrían que tener y los demás nada. Así son, desunidos son ahora. (Entrevista a Doña Nelly Puca, Tumbaya, 19 de agosto de 2007)

Reflexiones finales

En Tumbaya, la unión y la desunión definen tiempos, lugares y personas, formas de socialidad y modos de vida. Los tiempos del arriendo y los primeros años de la organización de la comunidad aborigen, fueron significados como momentos donde la gente estaba unida y se ayudaba entre sí. Los sentidos de la unión primaban por sobre otras clasificaciones y percepciones, prevaleciendo incluso en muchas ocasiones sobre los recuerdos malos. Aún en la situación de dominación estructural que supuso el sistema de arriendo, las familias unidas emergían en los relatos vinculadas a recuerdos de abundancia de cultivos y prosperidad, a memorias de honor y distinción de los arrenderos respecto a la gente del pueblo, desde un locus de colectividad idealmente igualitaria donde “nadie quería ser más que nadie”. Paradójicamente respecto a mis supuestos iniciales de investigación, la organización de la comunidad aborigen coincide en los relatos con el inicio de la desunión. Como analicé a lo largo este artículo, los sentidos de la desunión se vinculan a la llegada de los planes y proyectos a Tumbaya y a su incidencia en los espacios y prácticas que hacían a la reproducción de las relaciones de cooperación, ayuda e intercambios entre las familias.

Lenton y Lorenzetti (2005) analizan la política indigenista argentina en 2002 y 2003 en términos de un proceso de construcción de hegemonía que apeló al discurso de “la crisis” y la “pauperización creciente”, subordinando la cuestión indígena y las demandas que durante años se configuraron en términos de autonomía y reconocimiento, a la administración y ejecución de planes sociales obturando los puntos de conflictividad entre el Estado y los pueblos indígenas. Tomando como punto de partida este “(neo)indigenismo de necesidad y urgencia” (Lenton y Lorenzetti, 2005) que en el caso de Tumbaya ocluyó los reclamos de autonomía indígena que habían comenzado a articularse desde la década de 1980, me interesa reorientar el análisis hacia los modos en que esta manera de intervención estatal se interpuso en los circuitos de reciprocidad interfamiliar en Tumbaya, incidiendo en los procesos locales de comunalización y de reproducción de la vida local. Como dijimos, las históricas demandas de los arrenderos para obtener ayuda del Estado provincial para el arreglo de diversos problemas dentro de los límites de la finca, empezaron a ser resueltas por ellos mismos a través del aporte de horas de trabajo que debían hacer bajo la autoridad de la comisión municipal de Tumbaya, en tanto beneficiarios de los planes sociales. Para los años 2007 y 2008, muchos de los beneficiarios de Tumbaya Grande me contaban que el plan les era pagado en la muni, que el propio comisionado municipal les daba el dinero en mano en las oficinas públicas del municipio. El precio de los pasajes hasta la capital provincial para extraer el dinero de un cajero automático, volvía aún menos valiosa la irrisoria cantidad de dinero del beneficio estatal. Desde el municipio se llevó a la práctica un sistema donde el comisionado retenía las tarjetas de débito de los beneficiarios, les cobraba el plan en la ciudad y las personas pasaban mes a mes a retirar su dinero por su despacho en el pueblo de Tumbaya. Algunas personas entendían que los planes sociales eran recursos que provenían del propio entonces diputado Guanco, y que por la intermediación del comisionado municipal les era pagado a los ciudadanos.

Durante mi trabajo de campo, este sistema era muy cuestionado en Tumbaya, y circulaban acusaciones de amenazas por parte del diputado de quitarles el plan a las personas que le fueran desleales. Además del modus operandi del cobro del plan, el sistema de contraprestaciones también era objeto de crítica, especialmente por la gente del campo. Referente de la comunidad de Tumbaya Grande, llamado por muchos “el gran cacique”, Don Fausto Vilte fue elegido delegado para representar a Tumbaya en el consejo consultivo del Plan Jefas y Jefes de Hogar en los primeros años de los 2000. Allí presentó un proyecto para que, como forma de contraprestación del plan, se estableciera un sistema de siembras y cultivos, que fue desoído por la comisión municipal: “Yo dije en el consejo que la gente del campo tenía que ir y ponerse a sembrar, ponerse a cultivar. Yo les dije:

les demos quince días para que cultiven toda su tierra, que rayen quince días la tierra, que preparen bien la tierra para cultivarla. Y en octubre les demos cinco días para que siembren, y noviembre también les demos otros cinco días, y en diciembre les demos quince días porque ya las plantas estarán altas, y en enero y en febrero directamente no se lo toca, y que se preparen para cosechar’ ¿Y cuál fue la respuesta? ‘No, que es un lío, que cómo se va a controlar, que va a llegar la gobernación, que el plan es para trabajar todos los días’… y bueno, ahí quedó la cosa. (Entrevista a Fausto Vilte, Tumbaya, 22 de agosto de 2007)

En el marco general de política social focalizada y cese del sistema de arriendo con desafección del pago por las tierras, los embrionarios procesos de diferenciación social entre las familias de Tumbaya no fueron frenados por su organización como comunidad aborigen, ni tampoco por la propiedad de las tierras en forma de posesión comunitaria. En el marco de las luchas por orientar y definir la representación de la comunidad, emergieron contradicciones donde el consejo de delegados no logró instituirse como un agente que operase sobre éstas, profundizando a través de sus prácticas de distribución arbitraria y diferencial de recursos, las desigualdades entre los arrenderos, abonando los sentidos más dramáticos de la desunión donde “ya todos quisieron ser más que todos”. Frente a este nuevo panorama donde las familias comenzaron a dividirse en sus adhesiones faccionales y bajo el nuevo cuño socioeconómico que se acopló a lo local, la experiencia arrendataria y el sistema de reciprocidades que operaba entre las familias, se mantuvieron como el núcleo central de identificación y pertenencia de los tumbayeños, propiciándose desde allí espacios de encuentro de relativa autonomía como las celebraciones colectivas a la Pachamama, prácticas rituales como las señaladas y el carnaval, que siguieron operando como formas ritualizadas de conciliar procesos de oscilante y por momentos desbordante diferenciación entre las familias, equilibrándose temporalmente las asimetrías derivadas de la transformación de la estructura social. La comunidad en sentido nativo son las familias unidas, y este criterio regula la propia existencia y legitimidad de la comunidad aborigen y orienta las diversas prácticas que hacen a su reproducción como grupo.

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Notas

1Los trabajos de campo etnográficos fueron realizados entre los meses de junio del año 2007 y mayo del 2008. Consistieron en estadías prolongadas de seis meses en el pueblo de Tumbaya, y de cinco meses en el área rural de la quebrada de Tumbaya Grande, enfatizando la generación de vínculos y la participación cotidiana en el universo de relaciones y prácticas locales como vía privilegiada de producción de conocimiento. En este artículo se utilizan seudónimos a fin de preservar la identidad de los interlocutores.

2Los arrenderos directos trabajaban sus rastrojos y pastaban su hacienda en las áreas de pastoreo, y tenían obligaciones de pago directas con el patrón. Quienes subarrendaban parcelas a los arrenderos directos eran llamados arrenderos de tercera. Éstos tenían un contrato con los arrenderos directos, con quienes solían establecer contratos al partir. Los contratos al partir no eran exclusivos de las relaciones entre ambos, sino que podían darse entre cualquier arrendero e incluso entre éstos y el patrón, y se siguen realizando en la actualidad. En términos de producción, los contratos al partir implican que las dos partes involucradas ‘comparten’ la inversión y los riesgos, establecidos en base a un acuerdo mutuo de reciprocidad. Una de las partes dispone la tierra, los rastrojos y en ocasiones parte de la hacienda, y la otra parte la fuerza de trabajo. En el caso de las actividades agrícolas, las semillas son en general aportadas por el propietario de la tierra (arrenderos directos en caso de contratos al partir con arrenderos de tercera durante el sistema de arriendo). En el caso del pastoreo una de las partes pastorea una parte o la totalidad de la hacienda del otro y al cabo del año se reparten en partes iguales los animales nacidos durante ese período. Los contratos al partir establecidos entre los arrenderos y el patrón, significaban un gran beneficio para este último, ya que podía aumentar su producción sin demasiada inversión en dinero, tecnología y mano de obra, situación que les resultaba altamente rentable. Además de las dos categorías de arrenderos descriptos, algunas personas que vivían en zonas lindantes a la finca sin ser arrendatarios, podían pastar sus animales dentro de los límites de la finca, y pagaban al patrón una cuenta o cuota de yerbaje. Estos yerbajeros, pastajeros o pastoreros -tales los nombres dados a estos pastores que no residían dentro de los límites de la finca pero podían pastorear allí su hacienda-podían criar además la hacienda del patrón o de los arrenderos. Tanto los arrenderos directos como los arrenderos de tercera podían tener peones, a quienes también se los llamaba arrenderos pobres. Éstos no tenían acceso a terrenos de cultivo, y en algunas ocasiones arrendaban tierras de pastaje y ampliaban sus ingresos con las ventas derivadas de la posesión de unos pocos animales. Los peones realizaban una variada cantidad de actividades, tales como pastorear la hacienda de los arrenderos o del patrón; mantener y/o arreglar acequias y canales, huertas, pircas y caminos; carnear animales; limpiar, acondicionar y mantener los rastrojos, las casas, las capillas y los puestos, entre otras muchas tareas a las que estaban dedicados. En ocasiones, los peones eran la mano de obra que cumplía el pago en trabajo que les correspondía a los arrenderos directos, debiendo ir a trabajar a la Sala o Casa hacienda, como era llamada la residencia del patrón. Para un análisis de estas categorías, ver Espósito (2017).

3Además, los arrenderos participaban activamente de la vida política local. Para un análisis de la política en Tumbaya en distintos momentos del siglo XX durante el sistema de arrendamiento, ver Espósito (2017).

4Félix Guanco inició sus periódicos períodos como comisionado municipal peronista en el año 1992, alternando con el cargo de diputado provincial hasta el año 2020.

5En Jujuy, las localidades con menos de 3000 habitantes se organizan en comisiones municipales. Cada comisión municipal está integrada por cuatro miembros, llamados vocales, elegidos de forma directa en comicios generales. Sus mandatos duran cuatro años y se renuevan por mitades cada dos años, pudiendo ser reelectos. Anualmente se deben elegir de su seno un secretario y un presidente, quien es el jefe de la administración y representa a la comisión municipal, aunque en los hechos el que gana las elecciones, coordina la comisión municipal durante el restante período. Por su parte, según el estatuto de la comunidad aborigen, los representantes del consejo de delegados, compuesto por las figuras de presidente, secretario y tesorero, deben ser elegidos cada dos años entre los catorce delegados de las cinco zonas en las que se dividió el territorio de la comunidad: Tumbaya Grande, Tumbaya Pueblo, Chañarcito, Huajra y Chañi Chico.

6A través del INAI fueron financiadas, entre otras: 1) una obra de canalización de agua en Tumbaya Grande, 2) un Plan de Viviendas en un barrio del pueblo, así como el otorgamiento anual de un número de becas, y la financiación de dos promotores culturales para “trabajar con los jóvenes de la comunidad”. La Comunidad Aborigen gestionó además un proyecto de entubamiento y canalización de agua para las distintas zonas de Tumbaya Grande y Huajra, financiado por el Banco Mundial, un proyecto de cría de pollos financiado por la Universidad de Granada (España), un proyecto de cría de chinchillas y un proyecto turístico que incluyó la construcción de una posada turística en Raya Raya, Tumbaya Grande, a través de la gestión de la ONG REDES. Además, existía el proyecto de construir la “Casa de la Comunidad” con financiamiento de la Secretaría de Desarrollo Social de la Nación.

7La palabra machado refiere a alguien alcoholizado. Durante mi trabajo de campo, muchas personas críticas de Félix Guanco lo responsabilizaban de haber inducido a la gente del campo a volverse alcohólica, entregándoles bebidas para “mantenerlos cautivos”.

Recibido: 12 de Noviembre de 2021; Aprobado: 28 de Mayo de 2022; : 23 de Junio de 2022

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