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Mundo agrario

versão On-line ISSN 1515-5994

Mundo agrar. vol.23 no.53 La Plata nov. 2022

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.24215/15155994e189 

Artículos

Otra vuelta a “la vuelta al campo”. Reflexiones sobre peronismo e historiografía

Another turn to the “return to the countryside”. Reflections on Peronism and historiography

Juan Manuel Palacio1 

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad Nacional de San Martín

Resumen

El trabajo utiliza el caso de “la vuelta al campo” –expresión que refiere al giro que dio Perón al promediar su primer gobierno en sus políticas económicas para favorecer al sector agropecuario– para proponer una reflexión más general sobre el peronismo y la historiografía reciente. En particular, para discutir la tesis que sostiene que, junto con el giro en materia de precios y créditos al sector, que se hizo necesario para solucionar la escasez de divisas por una disminución de las exportaciones agrícolas, Perón retrocedió también en otras políticas para congraciarse con los terratenientes. A la luz de los hallazgos de la historiografía reciente, se sostiene que, más allá de los cambios para mejorar la situación de los agricultores, no existió una marcha atrás o reversión de otras políticas (como aquellas en materia de tenencia de la tierra o las laborales) ni un retroceso en los beneficios que había otorgado a sus sectores más desfavorecidos, ni revocando medidas ni menguando la vigilancia de las agencias estatales encargadas de aplicarlas.

Palabras clave Peronismo; Historiografía; Política Agraria; Historia Rural

Abstract

The paper uses the case of "la vuelta al campo" ("the return to the countryside") –an expression that refers to the turn Perón made in his economic policies to favor the agricultural sector in the middle of his first government– to propose a more general reflection on Peronism and recent historiography. In particular, to discuss the thesis that, along with the shift in prices and credits to the sector, which became necessary to solve the shortage of foreign exchange due to a decline in agricultural exports, Perón also backed down on other policies to ingratiate himself with the landowners. In the light of the findings of recent historiography, it is argued that, beyond the changes to improve the situation of the agricultural sector, there was no reversal of other policies (such as those on land tenure or labor) or a retreat in the benefits he had granted to his most disadvantaged sectors, neither by revoking measures nor by reducing the vigilance of the state agencies in charge of applying them.

Keywords Peronism; Historiography; Agricultural Policies; Rural History

Se ha dicho que volvemos al campo.

Yo no vuelvo, porque no he salido nunca de él1

Juan D. Perón

Introducción

Pocas cosas han sobrevivido al huracán revisionista que padeció la historia del primer peronismo en los últimos años. Cientos de monografías, tesis de grado y posgrado, artículos, compilaciones, proyectos de investigación y ponencias presentadas y discutidas en jornadas, mesas redondas, simposios y congresos sobre el tema cada vez más multitudinarios conforman desde hace más de una década una verdadera fiebre de estudios sobre el tema. Eso y una historiografía cada vez más empeñada en su afán deconstructivo se han combinado para poner patas para arriba todo lo que creíamos saber sobre los primeros gobiernos peronistas.

O casi. Increíblemente, hay algunas cosas que han permanecido incólumes, como esas casas que por milagro se salvan de un incendio arrasador y quedan ahí, solitarias, en medio de la devastación. Una de ellas ha sido el fenómeno bautizado como “la vuelta al campo”, expresión acuñada en tiempos del primer gobierno de Perón que la historiografía sobre el peronismo hizo propia hace mucho tiempo y sigue sosteniendo de forma incuestionada hasta el día de hoy, a tal punto que ha pasado a formar parte de cierto sentido común sobre la economía de sus primeros gobiernos.

En sentido estricto, esta expresión refiere al giro que dio Perón al promediar su primer gobierno en sus políticas agrarias (más específicamente, en la política de precios de las exportaciones de cereales y de crédito al sector), pero que suele extenderse a su política económica en general hasta el punto de referirse a ella como un “cambio de rumbo”. El giro consistió en que, a mediados de 1949, el gobierno de Perón, urgido por la falta de divisas provocada, entre otras causas, por una marcada disminución de las exportaciones de cereales, quiso incentivar a los agricultores para que reactivasen su producción, a través de diversas políticas de fomento de la actividad. La más importante de ellas fue el mejoramiento de los precios pagados por el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), organismo creado por el propio Perón que monopolizaba el comercio exterior. Si en los tres primeros años de su gobierno este organismo había pagado a los agricultores precios muy por debajo de los del mercado internacional, con el propósito explícito de financiar la política industrialista promovida y dirigida desde el Estado con la diferencia que obtenía, a partir de 1949 el IAPI invirtió ese rol distributivo entre sectores de la economía, mejorando lo percibido por los productores agropecuarios y pagando precios esta vez por encima de los internacionales para favorecer a ese sector y reactivar las exportaciones (y con ellas, la entrada de divisas al país). A la inversión de este rol del IAPI se sumaban, con los mismos objetivos, otras medidas, como un aumento del crédito estatal, el fomento a la actividad cooperativa, el suministro de semillas subsidiadas a los agricultores e incentivos y facilidades a la producción e importación de maquinaria agrícola. De esta manera, Perón “volvía” al campo, luego de tres años de hacer cargar sobre el sector buena parte del peso de la política económica industrialista que había implementado.

Pero junto con su sentido estricto, la vuelta al campo –tanto en tiempos de Perón como ahora– entrañaba un sentido ampliado. Acuñada por la oposición a Perón –que, como es sabido, era encarnizada desde por lo menos 1945 y anidaba en distintos espacios de la política, el establishment económico y la opinión pública–, dicha expresión se utilizó como argumento para criticar su gobierno y señalar las limitaciones, debilidades y contradicciones de la gestión, y en particular de la política económica. La “vuelta” –se sostenía– no sólo demostraba que las políticas industrialistas que venía implementando eran insostenibles y su política económica en general, equivocada e inviable. También representaba una suerte de claudicación frente a los intereses del sector agropecuario (“el campo”) a los que debió volver, derrotado, para conjurar la crisis económica que atravesaba el país y en gran medida él había provocado.

Casi al pie de la letra, esta interpretación, en sus dos sentidos, fue retomada por la historiografía desde muy temprano y –lo que es más llamativo– se ha mantenido intacta hasta hoy. En efecto, los trabajos históricos –sobre todo los especializados en la economía y en el mundo rural– no sólo se encargaron de confirmar este giro en la política agraria de Perón, con nuevos datos. También retomaron su acepción extendida, argumentando que a esas medidas concretas y comprobables había que sumar una serie de gestos adicionales que tenían como propósito congraciarse con el sector y lograr con él una suerte de reconciliación. Estos iban desde giros en la retórica oficial hacia un lenguaje más amable y menos confrontativo, hasta la moderación –cuando no la reversión– de medidas que resultaban irritantes o conflictivas para el sector. Entre ellas, se destaca el haber detenido a partir de entonces su política de colonización (que se reputaba como todo un proyecto de reforma agraria) y el haber suavizado –v.g., bajando la intensidad de las instituciones estatales encargadas de vigilarlas– ciertas políticas sociales particularmente irritantes para “el campo”, como las que venían beneficiando a los trabajadores rurales y a los chacareros arrendatarios a través de normativas específicas que imponían rigidez a las relaciones contractuales y elevaban los costos de producción.

Es sobre este significado lato de la expresión –que aquí se denominará “la tesis de la vuelta al campo”– que se concentra el presente trabajo. Para tal fin, en primer lugar, se discutirán aquellos pilares argumentales que la han sostenido desde que fue formulada, para mostrar que desde sus orígenes la tesis tuvo bases endebles. En segundo lugar, se sostendrá que los hallazgos de la historiografía reciente –sobre todo la que ha trabajado con archivos judiciales y de los organismos encargados de supervisar las leyes laborales y las relaciones sociales en el campo– complican todavía más la viabilidad de la tesis. En efecto, se argumenta aquí que, más allá de que los cambios que se produjeron en materia de precios y otras medidas de fomento al sector marcaron un giro evidente en la política agropecuaria, no existió además una vuelta al campo en el sentido que, maliciosamente, le daban los contemporáneos que acuñaron la expresión. Es decir que, junto con mejores precios, Perón buscó congraciarse con el sector cortejándolo con palabras bonitas y dándole muestras adicionales de su nueva actitud y pruebas de su nueva lealtad, que incluían desandar siquiera parcialmente el camino de los beneficios sociales que les brindó a otros actores del agro (v.g., peones o chacareros). Por el contrario, se intentará demostrar aquí que Perón no retrocedió en sus políticas redistributivas dentro del agro ni dio marcha atrás en los beneficios que había otorgado a sus sectores más desfavorecidos, ni revocando medidas ni menguando la vigilancia de las agencias estatales encargadas de aplicarlas. Perón puede haber vuelto al campo, a finales de 1949, en un sentido estricto. Pero en otro sentido, el de la búsqueda del mejoramiento de la calidad de vida y seguridad económica y contractual de una mayoría de la sociedad rural (los trabajadores y los chacareros), no hubo retroceso alguno hasta que fue derrocado. Utilizando sus palabras del epígrafe, a ese campo no podía haber vuelto, porque nunca se había ido de él.

Por fin, el trabajo cierra con una reflexión más general sobre el peronismo y la historiografía reciente, a propósito de la tesis bajo examen. En particular, sobre los usos del pasado por parte del historiador y sobre cómo –y por qué– ciertos relatos o interpretaciones construidos por contemporáneos, que inevitablemente están teñidos de intereses diversos del historiográfico, pueden sin embargo tomarse al pie de la letra y pasar el filtro de más de un revisionismo, y seguir imperando hasta hoy, casi sin modificaciones, como una verdad consagrada.

1. Etimologías de “la vuelta al campo”

Como se deduce del epígrafe, ya hacia fines de 1949 sectores de la oposición enrostraban a Perón que “volvía” al campo, lo que ponía en evidencia lo equivocada que había estado su política económica hasta entonces, que había provocado una marcada disminución de la producción, de la superficie sembrada y de las exportaciones. En octubre de ese año, un editorial del diario La Prensa, publicado días después de que el ministerio de Economía anunciara que el IAPI había reajustado al alza los precios de los productos agrícolas, se encargaba de decir que esa corrección enmendaba un error largamente señalado por sus opositores, que había causado gran daño a la economía:

Si el I.A.P.I. ha puesto sus precios en línea con los internacionales, no ha hecho más que seguir el consejo de quienes le observaron que a costa de ganancias ocasionales perdía o, mejor dicho, hacía perder a la República Argentina sus mercados tradicionales. […] Si alinearse en materia de precios con los mercados internacionales y vender en competencia con otros países agrarios es la premisa que orienta la actividad del I.A.P.I., como dice la comunicación del Ministerio de Economía, será porque ha operado un gran cambio en la política de esa entidad […]. Comprendemos que un ministerio no quiera reconocer errores oficiales de modo público y manifiesto, aunque el cambio de actitud sea una admisión implícita de aquellos desaciertos (La Prensa, 22/10/49, p. 3).2

Perón no era indiferente a estos señalamientos y se preocupó en más de una oportunidad de desmentirlos. Luego de pronunciar la frase del epígrafe en Pergamino, un mes después del mencionado editorial, aprovechó el foro de la apertura de sesiones del Congreso del año siguiente para insistir en su defensa:

Nuestros opositores afirman, felices, creyendo que han comprobado un error nuestro, que ahora volvemos al campo. Errores, es verdad, hemos cometido; y seguiremos cometiéndolos, desde que errar es humano. Pero en este caso no hemos cometido el error que ellos nos atribuyen, porque no volvemos al campo como ellos dicen.3

En efecto, aunque evitando aceptar un error y presentándolo, por el contrario, como una etapa perfectamente planificada de una sola y coherente política económica, Perón no negaba el cambio en la política agraria. Sólo discutía que eso implicara una “vuelta” en el sentido que ellos –sus opositores– querían darle. Es decir, como la marcha atrás o el fracaso de su política:

Nuestro plan de gobierno, conjuntamente con los problemas del agro, encaró la industrialización amplia de un sector argentino. Lo ha realizado en los primeros tres años de gobierno con el centro de gravedad de toda su economía alrededor de la industria. […] Pensamos que en estos tres años próximos, el centro de gravedad de la economía argentina va a volcarse íntegramente en el agro. […] Los tres años que restan del gobierno, toda esa masa de poder económico que fuera colocada en la industria y que ahora comienza a dar beneficios, será volcada en el agro, lo cual permitirá darle un impulso sin precedentes en el país. Es decir, se le darán los créditos, se ayudará en toda forma a la producción mediante la mecanización del campo.4

En ese discurso Perón anticipaba lo que sería su política agraria de allí en más, confesando, con ropaje de perfecta planificación, el giro que iba a dar para incentivar la producción agrícola. En efecto, este cambio se justificaba por la crisis económica que atravesaba el país en ese año 1949 –que atribuía sobre todo a factores externos– y obligaba a su gobierno a tomar medidas excepcionales, pero a su vez perfectamente previstas:

[E]l año 1949 representa, dentro de nuestro plan, un año de contracción. Y es fácil comprenderlo si se observa el panorama del mundo en estos momentos. […] Nosotros previnimos esto para 1949. No hemos hecho un plan rígido, sino elástico, adaptado a las sinuosidades del terreno que vamos a transitar. El terreno del año 1949 está lleno de curvas; yo lo he llamado la cuneta del Plan Quinquenal, y en él debemos cuidarnos de no romper la punta del eje. Hemos limitado los créditos, fijado una política no tan liberal como en 1946, 1947 y 1948, porque en economía no se hace lo que se quiere sino lo que se puede.5

Y con ese mismo sentido pragmático y flexible de su planificación, la exigencia de la economía ahora le indicaba que la forma de salir de la “cuneta” del año 1949 era de la mano de incentivos al sector agropecuario:

Todo esto terminará, según nuestros cálculos, a fines de 1949. En 1950 podremos iniciar con el agro, lo mismo que hicimos en 1946 con la industria […] porque hasta ahora el campo ha sido el caballo, y todo lo demás ha sido el carro. Ahora trataremos de que el agro sea el carro y pondremos el caballo adelante.6

Como se sabe, el pronóstico de Perón sobre el fin de la crisis no se cumplió y la recuperación del sector agropecuario exigió todavía varios años más. Pero lo que sí ocurrió fue ese giro pragmático hacia políticas más favorables al agro que anunciaba en este discurso.7

Lo otro que revelan este y otros muchos mensajes de Perón a partir de estas fechas es que él no sólo no eludió reconocer esos cambios, sino que, por el contrario, los justificó y –sobre todo– intentó una y otra vez disputar la idea de que implicaban un fracaso o marcha atrás de sus políticas; eran, en todo caso, un giro necesario impuesto por la realidad de las cosas, que obligan siempre a hacer “no lo que se quiere sino lo que se puede”.

1.1. “La vuelta al campo” en la historiografía sobre el primer peronismo

Quizás la primera formulación de la tesis de marras en la historiografía que se ocupó del primer peronismo en el retorno a la democracia –que en los primeros años fue notoriamente escasa– se deba al trabajo ya clásico de Mario Lattuada sobre la política agraria peronista, publicado por el Centro Editor de América Latina en 1986 (Lattuada, 1986). Allí, desde su introducción, el autor anticipa que en las políticas agrarias de los primeros gobiernos de Perón “se distinguen nítidamente dos períodos”:

El período que comprende desde 1946 hasta fines de 1948, en el cual el Estado a través del monopolio del comercio, el manejo de la política cambiaria, y el sistema de precios, obtiene una canalización de ingresos del sector agropecuario a los sectores industrial-urbanos […] Y el período 1949-1955, en el cual debido a las crisis de la economía, el gobierno revierte su política económica para el sector rural […] mejorando sus precios, incorporando tecnología, otorgando créditos de fomento para la producción, y bloqueando todas aquellas medidas que pudieran crear o mantener conflictos en el sector rural, las cuales estaban relacionadas a las políticas de tierra y laboral (Lattuada, 1986, p. 12).

El espíritu que guiaba al segundo período –continuaba Lattuada– era el de “minimizar los conflictos” entre los sectores sociales rurales y entre éstos y el gobierno, ya que “a mayor necesidad de un aumento de la producción agropecuaria, en particular, la pampeana, mayores fueron los esfuerzos por minimizar las posibilidades de conflicto con alguno de los sectores sociales rurales” (Lattuada, 1986, p. 11). Estos esfuerzos –como desarrolla luego, en el acápite “La vuelta al campo”– se concentraron en dos áreas sensibles: “las políticas de tierra y laboral”. En cuanto a la primera, el método elegido fue la desaceleración y luego el “bloqueo” de la política de colonización, basada en expropiaciones, que había sido muy activa durante los dos primeros años de la presidencia de Perón bajo el paraguas de la ley 12.636 de 1940 y con créditos del Banco Nación. Si bien para el autor esto se explica por cuestiones económicas (la creciente escasez de recursos obligaba a optar entre utilizarlos para otorgar créditos para la adquisición de tierras o para fomentar la producción, decidiéndose por esto último), también ve detrás del giro en la política de asentamientos “una cuestión política”, en el sentido anteriormente señalado de minimizar conflictos con el sector rural (Lattuada, 1986, pp. 136-137). Y en cuanto a la política laboral, la forma en que el gobierno de Perón “bloqueó” medidas irritantes para el campo comenzó con la ley 13.020, de 1947, sobre trabajadores rurales temporarios, que al imponer la regulación de los trabajos de cosecha acotó el poder de los sindicatos rurales. En efecto, la promoción de la organización de los trabajadores rurales desde las delegaciones de la Secretaría de trabajo y Previsión (STP) había generado una situación de tensión entre los agricultores familiares y los trabajadores temporarios de cosecha (Mascali, 1986, pp. 31-48). Desde los Centros de Oficios Varios, dichos trabajadores imponían a los chacareros el empleo de sus afiliados durante las cosechas mediante el sistema de “bolsas de trabajo”, con lo que de hecho les impedían el uso de la mano de obra familiar para esas tareas e imponían condiciones laborales y escalas de salarios por actividad. Según Lattuada, la ley 13.020, al permitir a los productores agricultores utilizar el trabajo familiar en las cosechas, acotó (aunque explícitamente no prohibió) dichas prácticas, lo que constituye otra muestra de la voluntad de Perón de desescalar el conflicto al interior del sector rural.

Estas ideas, expresadas quizás por primera vez en forma sistemática en la investigación de Lattuada, fueron replicadas hasta el cansancio y casi de manera automática por la historiografía posterior, tanto en la que más específicamente se encargó del peronismo como en los trabajos más generales de historia económica y de historia rural argentina. “La vuelta al campo” pasó, así, a gobernar la cronología sobre los años del primer peronismo.

Sólo como ejemplos de lo que se dice –y sin ninguna pretensión exhaustiva, que demandaría mucho más espacio–, Noemí Girbal-Blacha (2000) afirma en uno de sus trabajos sobre la Argentina peronista que “[e]n el primer quinquenio de la década de 1950, el Estado hace menores concesiones a los asalariados del campo, que pronto ven estancados sus ingresos, y reduce al mínimo su intervención para entregar la tierra en propiedad a los productores arrendatarios” (p. 12).

Por su parte, Marcelo Rougier, en un trabajo de síntesis sobre la economía peronista sostiene:

La nueva política respecto de la comercialización de la producción agropecuaria tuvo correlato en las definiciones relacionadas con las formas de explotación y propiedad en el campo. En efecto, a partir de 1949 los discursos que promovían cambios radicales en el sistema de tenencia de la tierra comenzaron a ser desplazados progresivamente por la urgencia del aumento de la producción de bienes exportables. Ese año marcó el punto máximo de la política de colonización y el inicio de una estrategia discursiva y legislativa mucho más cautelosa y moderada (Rougier, 2012, pp. 117-118).

Javier Balsa, a su vez, en un trabajo sobre los discursos agraristas en Argentina, explica el giro en las políticas agrarias del peronismo de esta manera:

La respuesta oficial fue tratar de transmitir tranquilidad a todos los productores rurales, incluyendo a los grandes estancieros. Concomitantemente, en el discurso de Perón fue cobrando creciente importancia la preocupación por lograr un aumento en la productividad agropecuaria, pregonándose la “vuelta al campo”. […] Y esta preocupación productivista fue girando hasta tener una posición contraria a todo lo que pudiera llevar intranquilidad a los propietarios (Balsa, 2012, p. 119).

Por fin, en un trabajo reciente sobre la representación histórica del campo en la sociedad argentina, Roy Hora sostiene, en el acápite “Perón vuelve sobre sus pasos”, que ante el marcado derrumbe de la superficie sembrada y el volumen de la cosecha, y “ante el desplome del único sector con capacidad exportadora, el gobierno dio marcha atrás [y] volviendo sobre sus pasos, desde comienzos de la década de 1950 el líder justicialista se comprometió a crear un escenario de mayor seguridad jurídica y mejores incentivos para la inversión en el campo” (Hora, 2018, pp. 129-130), escenario cuyo principal decorado fue la sepultura de su proyecto de reforma agraria.

2. Los problemas de siempre de “la vuelta al campo”

Como se adelantó en la introducción, la idea de la vuelta al campo fue disputada desde el momento mismo de su enunciación por el propio Perón. En contraste, cuando la historiografía confirmó y profundizó su sentido extendido –es decir, el que sostiene que hubo además una marcha atrás en otras políticas para suavizar los conflictos–, la idea fue aceptada de manera más o menos unánime. Sin embargo, no obstante su éxito académico y su vigencia sostenida hasta el día de hoy, dicha tesis tenía problemas desde el momento en que fue enunciada, sobre todo en el terreno de las evidencias en las que se basaba –básicamente los discursos del propio Perón y sus ministros, y las reacciones de las organizaciones rurales y la prensa opositora– y en cierta imprecisión conceptual sobre quiénes eran los supuestos beneficiarios de ese giro y sobre aquellas cosas a las que Perón “volvía”.8

2.1. Precisiones semánticas: ¿qué vuelta y a cuál campo?

Uno de los mayores entre los viejos problemas de la tesis de la vuelta al campo es de corte semántico. Porque, como bien saben los historiadores rurales, hablar de el campo en singular o de “los intereses del campo” como si fueran algo unívoco es impreciso, cuando no equívoco. La “familia rural”, en efecto, se compone desde siempre –y esto ya implica simplificar bastante un paisaje mucho más complejo– de al menos tres sectores, cuyos intereses no siempre son coincidentes y muchas veces son contrapuestos: propietarios, arrendatarios y trabajadores. Y si bien todos pueden compartir un interés común muy general (que al sector “le vaya bien” en términos macroeconómicos), a poco que se desgrane el significado de esa bonanza comenzarán a aflorar las diferencias. Para ofrecer ejemplos obvios que ahorran mil palabras: un aumento en los precios de los cereales probablemente alegre a todo el sector (en particular a los productores, sin importar si son propietarios o arrendatarios, pero también a los asalariados, porque pueden suponer que la mayor prosperidad traerá, si no mejores salarios, una mayor demanda de trabajo). Pero un aumento de salarios agradará a los trabajadores y molestará a los empleadores (ya sean propietarios o arrendatarios), así como un aumento en el precio de los arrendamientos complacerá a los propietarios, pero disgustará a los arrendatarios (y viceversa). En nuestra historia rural –como en tantas otras de la región y el mundo–, eso se ha expresado en la tradicional contradicción que existió entre las organizaciones de los grandes productores y propietarios, las que agruparon a los medianos y pequeños y a los arrendatarios (los chacareros), y las diferentes agrupaciones gremiales de trabajadores, temporarios primero, y luego también, permanentes.

En ese sentido, es bueno preguntarse: ¿a cuál “campo” volvió Perón en 1949? O, mejor dicho, ¿a cuál campo sugiere la tesis de marras que volvió Perón a partir de esa fecha? Y, por otro lado, ¿cuál fue el sentido o contenido de esas “vueltas”? (en otras palabras ¿de qué cosas regresó o en cuáles dio marcha atrás?). Si se toma el caso de la política de tierras, esa vuelta –según los autores que llevan esta hipótesis más lejos– supuso cancelar un supuesto proyecto de reforma agraria. Ahora bien, es evidente que, de los sectores básicos mencionados que componen la familia rural, esta supuesta marcha atrás estaba destinada a aplacar los ánimos de los propietarios de tierra y muy en particular el de los grandes terratenientes, entre cuyas grandes extensiones podrían detectarse tierras ociosas que podrían convertirse en blanco fácil para dichas ambiciones distributivas. Pero no así el de los muchos más numerosos arrendatarios, que veían en esa “vuelta” frustradas sus expectativas de convertirse en propietarios de la tierra. Estos productores, medianos y pequeños, vieron, en efecto, con mucho desagrado esa desaceleración en la política colonizadora y lo hicieron saber muy ruidosamente, como puede apreciarse en las declaraciones surgidas de las reuniones periódicas de la Federación Agraria Argentina y en los editoriales de su órgano La Tierra a partir de 1950. Y en el caso de la otra vuelta fundamental, la supuesta marcha atrás en su política laboral –ilustrada por las restricciones que la ley 13.020 puso a las bolsas de trabajo–, si buscaba conformar a los agricultores, en particular a los medianos y pequeños productores familiares, no estaba destinada a conformar al numeroso universo de los trabajadores rurales transitorios del país y probablemente fuera indiferente para los grandes terratenientes y ganaderos. En definitiva, en la medida en que no define claramente cuáles serían los beneficiarios de la “vuelta”, dentro del complejo entramado de lo que se denomina “el campo” –y por el contrario, es evidente que los giros que se postulan benefician a unos, pero perjudican a otros–, la tesis se debilita, en particular en la parte que sostiene que estaba destinada a aplacar los conflictos al interior del sector rural.

Pero los problemas de la tesis se agravan si se enfatizan aquellas cosas de las que Perón claramente no volvió y que en algunos casos incluso profundizó luego de los años de ese viraje. Así, en materia de política de tierras, la que sostuvo durante la totalidad de sus dos mandatos y dejó como legado a los gobiernos posteriores: la prórroga forzosa de los arrendamientos rurales, el congelamiento de los cánones y la suspensión de los desalojos. Estas medidas, que sin temor a equivocarse pueden considerarse entre las más irritantes para los terratenientes, fueron sostenidas en forma continua por sus gobiernos, lo que implicó la aprobación periódica de diversas normas (decretos, pero también leyes que iban renovando el congelamiento y perfeccionando el cerco inmobiliario), lo que demuestra que, más allá de que eran siempre presentadas como medidas de emergencia, constituyeron sin duda una verdadera política de tierras (Blanco, 2007; Palacio, 2011). El punto culminante de esa política fue la ley de arrendamientos de 1948 (Ley 13.246), que, si bien fue aprobada en el Congreso con el amplio consenso de la oposición y celebrada unánimemente por todos los sectores del campo, contenía dos cláusulas que con seguridad no iban a conformar a algunos.

Una de ellas, temporaria, establecía una nueva prórroga obligatoria de los contratos de arrendamiento hasta 1953, con derecho a optar por otros tres años adicionales, es decir, en la práctica, hasta 1956, lo que arrojaba un manto de duda –que con el tiempo se demostró justificado– sobre la esperanza de que con la nueva ley las relaciones contractuales entre terratenientes y arrendatarios volvieran a la normalidad.9 La otra, permanente, por la que se creaban las Cámaras Paritarias de Conciliación y Arbitraje Obligatorio. Dichas Cámaras, que fueron constituidas recién en 1950, se transformaron muy rápidamente en verdaderas guardianas del cerrojo inmobiliario en todo el país, impidiendo los desalojos y constituyéndose mediante sucesivas reformas en jurisdicción exclusiva para los conflictos entre arrendatarios y terratenientes, lo que las convirtió, a la vez que en la garantía de estabilidad de los arrendatarios, en el principal dolor de cabeza de los terratenientes (Palacio, 2011; Blanco, 2013). Ninguna de esas medidas –ni la prórroga forzosa e indefinida de los contratos de arrendamiento, ni la conformación y posterior actuación de las Cámaras a partir de 1949– fueron revertidas o morigeradas durante los años de la vuelta al campo, contribuyendo a aplacar los conflictos entre los sectores rurales (y en particular el marcado resentimiento de los propietarios). Por el contrario, fueron sostenidas, aun cuando enfurecían a los terratenientes y generaban permanentes conflictos con sus arrendatarios.

Pero si la determinación con la que sostuvo su política de tierras es evidente, todavía más lo es la coherencia que mantuvo Perón durante sus dos mandatos en materia de políticas hacia los trabajadores del campo. Allí, un hito en la historia legal y laboral argentina como fue el Estatuto del Peón –concebido y dictado en 1944 en la STP que él dirigía– tenía ya plena vigencia cuando asumió su primer mandato, pero fue profundizado y mejorado por su decreto reglamentario en 1949, en la víspera de la vuelta al campo.10 El nuevo decreto ampliaba considerablemente algunas de sus disposiciones, establecía indicaciones precisas para la modalidad del pago de salarios y agregaba la obligación de los establecimientos de llevar libros rubricados, lo cual era decisivo a la hora de probar la relación contractual, así como la de cumplir con las tablas de salarios del Estatuto (Unsain, 1950), todas cuestiones que seguramente incomodaron a los empleadores rurales.

Por otro lado, la mencionada ley 13.020, sobre el trabajo rural temporario, si bien es cierto que intentó regular al detalle las labores de cosecha –y en ese sentido indirecto, limitar el poder de los sindicatos para imponer en soledad las condiciones laborales a los chacareros–, también lo es que establecía con gran precisión los derechos de estos trabajadores y reglamentaba todos los aspectos posibles de todos los trabajos rurales temporarios existentes en los diferentes rincones del país. Y en cuanto al organismo que creaba, la Comisión Nacional de Trabajo Rural (CNTR), el poder de supervisión de sus comisiones paritarias locales fue tan amplio y profundo que, al igual que las delegaciones de la STP, iban a convertirse en verdaderos celadores de los trabajadores temporarios en el campo.11 De manera que esta “buena noticia” para los empleadores no lo era tanto ni lo era para todos. Para los chacareros y productores familiares tal vez sí lo fuera, pero sólo en la medida en que la ley intentaba contrarrestar de forma eficaz el poder de los Centros de Oficios Varios, y no está bien claro hasta dónde lo lograba.12 Sin embargo, para el resto de los empleadores rurales, de todos los tamaños, la norma tuvo el efecto traumático que años antes había tenido el Estatuto del Peón Rural, ya que implicaba la regulación minuciosa (incluyendo los niveles salariales) de todos los trabajos rurales temporarios, hasta el más mínimo detalle, aun de aquellas tareas que nunca habían estado reguladas en nuestra historia rural,13 lo que venía a imponer una muy inconveniente rigidez a las relaciones laborales –y un aumento considerable en sus costos–, desconocida hasta entonces.

2.2. ¿Una fallida reforma agraria?

Para los sostenedores de la tesis de la “vuelta”, uno de los gestos más contundentes de acercamiento que dio Perón “al campo” fue la renuncia a su proyecto de reforma agraria, que por lo tanto datan a partir de fines de 1949, en coincidencia con el fin de años más activos en materia de expropiaciones y colonización.

Sin embargo, sostener tal cosa conlleva una obvia especulación sobre las verdaderas intenciones de Perón sobre este asunto. En otras palabras, supone que Perón consideró seriamente alguna vez un proyecto de reforma agraria para la Argentina –es decir, uno que fuera más allá de las palabras y de ciertas acciones específicas y limitadas–. Y el problema con esa presunción es que no tiene basamento empírico sólido, más allá de una serie de discursos encendidos, pronunciados antes de acceder a la presidencia –y sobre todo durante la campaña electoral de 1946–, y de algunas expropiaciones estratégicas para escenificar su lucha contra “la oligarquía” y su vocación por “dar la tierra al que la trabaja”.14 Por el contrario, tiene desde siempre poderosos argumentos en su contra. Algunos de ellos ya han sido señalados aquí: uno, que al igual que con el giro hacia políticas de precios y crédito al sector rural, la desaceleración del programa de colonización tuvo menos que ver con un cambio radical de políticas que con la administración de recursos escasos producto de la falta de divisas; dos, que al suspender ese programa no se congraciaba con todo “el campo” por igual sino sólo con los terratenientes, a la vez que contrariaba a los arrendatarios, y por lo tanto no cumplía con uno de los objetivos centrales que, según la tesis, perseguía la vuelta al campo: disminuir los conflictos al interior del sector.

Pero esos argumentos son secundarios frente al que quizás sea el más categórico: más allá de la eventual voluntad de Perón, en la Argentina de mediados de los años cuarenta no existían las condiciones estructurales para llevar a cabo un proyecto de reforma agraria, entendiendo por ello lo que se entiende en la bibliografía especializada (De Janvry, 1981; Dorner, 1992) y, sobre todo, lo que se entendía en esos años.15 Esto es, un plan integral que incluyera la expropiación extendida de grandes propiedades, con o sin compensación, el reparto de la tierra a productores desposeídos y un programa para el sector reformado que contemplara alguna combinación de las organizaciones conocidas, desde tierras concedidas en posesión perpetua a familias de tenedores individuales hasta extensiones mayores de tierra trabajada colectivamente bajo conducción estatal o mixta.

Y esas condiciones no estaban dadas no sólo porque, como sostienen algunos autores, durante el boom de la Argentina agroexportadora el mundo rural ofreció oportunidades para el ascenso social, o los terratenientes no eran todo lo poderosos que fueron en otros lugares, ni sus latifundios tan dominantes,16 sino fundamentalmente porque no existían contradicciones tan grandes y poderosas en el ámbito rural como las que se dieron en países donde sí ocurrió tal cosa como una reforma agraria o fue planteada seriamente. En particular, no existía en nuestro país la presión sobre la tierra de un campesinado desposeído y medianamente organizado, con derechos ancestrales sobre ella –como sí había ocurrido en Morelos en 1910 o, más tarde, en muchas otras regiones de América Latina–, ni tampoco esa combinación necesaria entre fortaleza relativa de esos movimientos campesinos frente a la de sus adversarios –los hacendados y, eventualmente, sus representantes en el Estado–, que los estudiosos del conflicto rural han establecido como condiciones indispensables para el éxito de las revueltas rurales que muchas veces fueron el origen de los proyectos de reforma (Paige, 1975; Popkin, 1979; Tutino, 1986).

Lo que existía en cambio en la Argentina de entonces, como bien indican algunos trabajos, eran proyectos agraristas de larga data, sostenidos desde publicaciones diversas por varios reformistas desde por lo menos la década de 1920 (Balsa, 2014), y la movilización de algunas organizaciones que levantaban la bandera de la reforma agraria (en el sentido de reparto equitativo de la tierra), como la Federación Agraria Argentina (FAA), que sin embargo tenían una influencia limitada en el variado universo de agricultores del país. Pero como había ocurrido con tantos otros proyectos de reforma social (v.g., los repetidos intentos de crear una justicia del trabajo), esas iniciativas no se habían transformado hasta los años cuarenta más que en proyectos de ley nunca aprobados o en instituciones nacidas con loables propósitos pero con escasa eficacia práctica, como fue el caso del Consejo Agrario Nacional (CAN) –creado por ley en 1940, pero que no se puso en funcionamiento antes del golpe de 1943–, o los mismos departamentos nacional y provinciales de trabajo, cuyo alcance concreto en la vigilancia de las leyes laborales fue muy limitado. Esto no implica que la idea de combatir el latifundio y promover la pequeña propiedad no fuera compartida, en el terreno de la retórica y del debate académico o político, por un amplio sector de la población y del espectro político (Girbal-Blacha, 1989; Balsa, 2012; Hora, 2018), algo que por otro lado estaba lejos de ser una originalidad argentina.

En efecto, tan cierto como que la Argentina de los años cuarenta no reunía las condiciones mínimas para realizar una reforma agraria es que ciertos enunciados de la retórica agrarista como “la tierra para el que la trabaja” o “la función social de la tierra” (consignas que se señalan como evidencia del compromiso de Perón con un proyecto de reforma agraria y pieza central de su discurso de campaña) eran verdaderos leitmotivs en el discurso de un amplio abanico de reformadores sociales de todo el mundo occidental desde principios del siglo XX (Palacio, 2018b). No sólo eso: para los años cuarenta, esos principios formaban parte del texto constitucional de una gran cantidad de países de Europa y América latina –de Alemania a Irlanda, de Rusia a Polonia o Yugoeslavia y, en nuestro subcontinente, del texto pionero de la constitución mexicana, a las de Perú y Chile en los años veinte o las de Brasil, Cuba o Paraguay en la década siguiente–, lo que demuestra que su inclusión en la Constitución de 1949, lejos de ser una gran audacia de Perón, que expresaba su sincero compromiso con una reforma agraria, era más bien una tardía incorporación del país al proceso de “constitucionalismo social” del que ya participaba buena parte del mundo, incluidos nuestros países vecinos (Palacio, 2018b; Linares Quintana, 1946). Y como ocurrió en la mayoría de esos países, levantar dichas banderas no implicó necesariamente embarcarse en un proyecto de reforma agraria sino sólo sumarse al clima de ideas en torno a “lo social” imperante en el mundo (Kennedy, 2003). De esta manera, proponer que el concepto de la función social de la tierra ocupó un lugar central en las políticas agrarias del primer peronismo –e incluso que guio toda su política agraria, como se ha sugerido (Lattuada, 1986, pp. 272 y ss.)– es dar demasiado crédito a un discurso claramente estratégico y electoralista y desconocer el contexto y el clima de época internacional que sustentaban esos lenguajes.

Como político astuto e informado de la realidad nacional e internacional que era, Perón no ignoraba ninguna de estas cuestiones: ni la tradición antilatifundista y agrarista de larga data de la Argentina, ni su arraigo profundo en un sector de las organizaciones chacareras del país, pero tampoco el clima de ideas internacional al que pertenecía ese discurso reformista, o las diferencias que tenía nuestro país con aquellos otros en los que sí se habían dado procesos de reforma agraria. No por casualidad, en sus discursos –tanto los de antes como los de después de “la vuelta”– siempre evitó utilizar la expresión “reforma agraria” y más bien utilizó la consigna “la tierra para el que la trabaja” o “la tierra debe ser un bien de producción y no de renta”. Y cuando sí se refirió a ella de manera directa, lo hizo para diferenciarse de las reformas conocidas en el mundo (la mexicana y la soviética) y adoptar también allí una tercera posición (que en el fondo dejaba entrever que nunca había proyectado una reforma stricto sensu):

Las reformas agrarias son una disconformidad con un estado de cosas que no reparte con justicia los bienes producidos por la tierra. Y este es el problema del mundo que da lugar a todas las reformas, las que se han producido siempre por tres sistemas: primero, por el sistema cruento, tipo México, repartiendo la tierra de todas las grandes estancias después de haber colgado a los patrones. Eso costó a México millares de hombres, que fueron colgados de los postes telefónicos. El otro sistema de las reformas es el sistema comunista. Los comunistas organizaron el trabajo colectivo, los koljoces. Tomaban un campo de ocho mil hectáreas, por ejemplo, y al dueño le decían: “Vamos a darle un puesto con trescientos rublos por mes de sueldo o, si usted prefiere, le dejamos cinco hectáreas de las ocho mil para que usted trabaje; el resto lo organizamos colectivamente”. El tercer método es el que me parece más racional. No se hace en forma cruenta, como el primero, ni en forma injusta, como el segundo. No se puede entronizar una justicia a base de entronizar también una injusticia. […] hay que empezar a crear valor en forma de poseer a una clase sin desposeer irracional e injustamente a la otra.17

En los hechos, esta tercera posición –su particular vía a la reforma agraria, como ha sido muchas veces señalado– se tradujo en su original forma de “darle la tierra al que la trabaja”, a través de su sistema de prórrogas periódicas de arrendamiento, suspensión de los desalojos y congelamiento de los cánones, que al final del camino –y por senderos diversos– terminó convirtiendo en pequeños y medianos propietarios hacia fines de los años sesenta a un elevado porcentaje de los arrendatarios que quedaron incluidos en esa dinámica sucesiva de prórrogas desde 1942, cuando se tomó la primera medida en ese sentido (Palacio, 2018a, cap. 5). Eso fue todo lo lejos que Perón fue en la afectación de los derechos de propiedad y todo lo cerca que estuvo de una reforma agraria, lo que para algunos fue claramente insuficiente (la FAA) y para otros, como los terratenientes, haber ido demasiado lejos –tanto, que cuenta entre las más grandes afrentas que recuerdan por parte de sus gobiernos–. El mismo Perón, no sin cierta picardía, se preocupó por formular esa política en términos de un proceso gradual por el que iba produciendo ese futuro deseado en el que la tierra fuera de quien la trabajara:

Entregar la tierra es fácil, pero lo difícil es entregarla bien. Por eso nosotros no nos apresuramos en este problema. Si durante cien años hemos sido arrendatarios, podemos continuar siéndolo durante dos o tres años más hasta que organicemos la entrega de la tierra. Con la ley de arrendamientos y aparcerías tenemos para defendernos.18

En efecto, eran estas prórrogas –y la amenaza de su renovación repetida sine die– lo que había llevado a los terratenientes a considerar cada vez más seriamente la posibilidad de vender total o parcialmente los predios en manos de arrendatarios. Contemplando esta posibilidad –y alentándola desde el Estado–, la misma ley 13.246 habilitaba al Banco Nación a otorgar créditos a los arrendatarios para que pudieran adquirir los predios que ocupaban.

3. Los nuevos problemas de “la vuelta al campo”

Según se vio hasta aquí, la tesis bajo observación, si bien abonada por una amplia bibliografía, es difícilmente sostenible. Medidas como las leyes sucesivas de prórrogas de los arrendamientos, las destinadas a la protección del trabajo rural o el despliegue de organismos de control de los arrendamientos y de las relaciones laborales en el campo –todas adoptadas o que siguieron teniendo plena vigencia en los años posteriores a 1949 y hasta el final de los primeros gobiernos peronistas– hablan a las claras de que, al lado de medidas que pueden ser interpretadas como gestos para disminuir los conflictos en el sector rural, existían otras que desde siempre habían sido irritantes y generado discordias entre los distintos sectores de ese heterogéneo “campo”, y que no sólo no se revirtieron ni se detuvieron sino que incluso se profundizaron. En otras palabras, esos elementos, que estuvieron siempre allí, a disposición de los historiadores, no fueron suficientemente contemplados, a pesar de que su sola existencia, como mínimo, permitía dudar de que la vuelta al campo, en el sentido que aquí se la trata, hubiera sucedido alguna vez.

Pero si esto ya era así desde antiguo, algunos hallazgos de la investigación historiográfica de los últimos años plantean nuevos y mayores problemas a la perdurable tesis. En particular, aquellos estudios que han trabajado con fuentes judiciales y de las reparticiones del Estado encargadas de la aplicación y supervisión de las leyes. En efecto, el “descubrimiento” de estas fuentes y de su enorme potencialidad para reconstruir la vida social desde una perspectiva más acotada ha arrojado nueva luz sobre diversos procesos históricos, lo que a su vez permitió revisar muchas verdades que habían sido consagradas por la evidencia recogida con fuentes más panorámicas e indirectas. En particular, para lo que interesa aquí, han iluminado nuevas aristas del conflicto social, de las prácticas cotidianas y los usos de la ley y las instituciones estatales por parte de los actores sociales, así como las racionalidades que guiaron su acción. Revelaron, así, las verdaderas dimensiones de ese mundo en miniatura que se observaba desde la altura de esas fuentes panorámicas, sobre cuya dinámica y reglas de funcionamiento sólo podía conjeturarse a la distancia.

En el caso que ocupa a este trabajo, las investigaciones recientes con archivos de la justicia laboral, y con los mucho más escasos y esquivos de las delegaciones de la SPT, la CNTR y las Cámaras Arbitrales de Arrendamiento, ponen seriamente en cuestión la idea de que Perón haya querido atenuar, desactivar o suavizar el accionar de alguna de estas agencias estatales con el propósito de disminuir el conflicto al interior del sector rural (o de este con el Estado). Por el contrario, dichas investigaciones indican que el proceso abierto por la creación o transformación de esas instituciones durante el primer peronismo fue irreversible y no hizo sino profundizarse durante sus primeras presidencias.

Así, el crecimiento de la STP a partir de su creación en 1943, tanto en su estructura organizativa como en su dotación presupuestaria y de personal, y en la cobertura geográfica a lo largo del país a través sus delegaciones y subdelegaciones regionales, fue incesante y redundó en visibles transformaciones en la experiencia del Estado de los trabajadores rurales de los distintos rincones de la Argentina. En particular, gracias a la función clave que cumplían en la difusión de la ley laboral, en el asesoramiento legal que brindaban a los trabajadores (que incluía representarlos gratuitamente en eventuales juicios), en la recepción de denuncias por incumplimiento de la ley y en el rol de primera instancia de conciliación que constituían ante la emergencia de un conflicto. Por todas esas razones, la acción de las delegaciones de la STP fue clave para la vigilancia de la ley por parte del Estado en los ámbitos rurales, para no mencionar el papel disuasorio que su sola instalación en una zona tenía sobre empleadores potencialmente incumplidores (Bohoslavsky y Caminoti, 2003; Canavessi, 2022; Luciani, 2014; Palacio, 2018). Lo mismo puede decirse sobre las delegaciones de la CNTR, de cuyas actuaciones apenas quedan rastros, como no sean las que quedaron insertas en expedientes judiciales o recogidas en fallos publicados o comentados en revistas jurídicas. La acción estatal fue allí constante y no se detuvo, en gran parte por la inercia que conllevaba la rutina burocrática de organismos creados recientemente, cuyo personal había sido además capacitado y dotado de una mística específica para encarnar y ejecutar la doctrina peronista –dentro de la cual los derechos del trabajador conformaban un capítulo central– en su ámbito de actuación (Berrotarán, 2008). Por otro lado, dichos organismos, al ejercer una función pedagógica de la ley entre los trabajadores rurales y de asistencia legal en sus demandas, y al alentarlos a defender sus derechos y denunciar los incumplimientos de la ley, habían abierto una caja de Pandora en el mundo rural cuyas consecuencias no podían prever, ni mucho menos revertir. Una vez abierta esa puerta y enseñado el camino a seguir –y, sobre todo, en la medida en que se iba comprobando que por ese camino podían alcanzarse beneficios tangibles–, los trabajadores no cesaron en sus demandas; antes bien, con el tiempo, fueron profundizando y perfeccionando sus habilidades, forzando al máximo la letra de las leyes y con seguridad poniendo límites a cualquier “marcha atrás” que se pudiera intentar desde esas oficinas de las que en buena medida se habían apropiado.

Lo mismo ocurrió con los organismos judiciales (o con atribuciones judiciales) creados por el primer peronismo. En el caso de las Cámaras de Arrendamiento, el acceso a algunos fallos de los años cincuenta ha permitido revelar en investigaciones recientes un mundo de tensiones y conflictos de alto vuelo que se sucedieron en sus estrados entre terratenientes y arrendatarios, que lejos de cesar fueron ganando en intensidad hasta el derrocamiento de Perón y muchos años después también, hasta que las Cámaras fueron disueltas en 1967. Allí, las disputas fueron encarnizadas y los argumentos esgrimidos por ambas partes, de alto vuelo, tanto jurídico como político. Los abogados de los terratenientes no ahorraron en esos estrados acusaciones al gobierno peronista en términos de inconstitucionalidad e ilegitimidad de sus afanes expropiatorios y violatorios de los derechos más sagrados, mientras que las voces de los arrendatarios levantaban estratégicamente las banderas de la justicia social, que había venido a contrarrestar el egoísmo insaciable de la “oligarquía”. Y si las educadas palabras de los años cincuenta que se intercambiaban públicamente Perón y la Sociedad Rural Argentina hicieron pensar a algunos que se estaba viviendo una vuelta al campo –en términos de reconciliación del líder justicialista con los terratenientes–, una lectura de los alegatos de ambas partes en estos juicios invita a mirar las cosas de otro modo: allí, el conflicto siguió abierto y en carne viva durante todos los años peronistas, y no cesó aun después de su derrocamiento.

Lo mismo puede decirse de la evidencia recogida en los archivos de la justicia laboral, uno de los yacimientos más prolíficos en los que ha abrevado la historiografía reciente sobre el primer peronismo. No hubo allí, en materia de conflictos entre trabajadores rurales y sus empleadores –fueran estos arrendatarios o propietarios, grandes o pequeños– ninguna vuelta al campo luego de 1949. En primer lugar, porque fue alrededor de esa fecha y en los años subsiguientes que se crearon los tribunales laborales de las diferentes provincias, necesarios para la aplicación efectiva de la ley en un país cuya constitución federal disponía que la ley laboral era de aplicación provincial. Estas creaciones no fueron espontáneas ni libradas solamente a la voluntad de las provincias, sino que el propio Perón fue el primer interesado en promoverlas, a través de diferentes caminos, con el mismo propósito que había inspirado la creación de los tribunales laborales de la Capital Federal por decreto de la STP en 1944: quitarle jurisdicción en materia laboral a la justicia civil –adonde temía que podía naufragar su programa legislativo en materia social– y poner las nuevas leyes en manos de una justicia que él había creado con su impronta. De esta manera –no sin esfuerzo y superando algunas veces fuertes resistencias locales–, Perón logró que las provincias fueran creando sus tribunales laborales en los años subsiguientes, comenzando a funcionar la mayoría de ellos recién en la década de 1950, es decir, en los años en que Perón había “vuelto al campo”.19

Pero además, una mirada de conjunto a la actuación de estos nuevos tribunales provinciales –que está siendo analizada por un número cada vez mayor de historiadores en los últimos años– permite concluir que, como ocurrió con las Cámaras de Arrendamiento o las delegaciones de la STP, su misma instalación abrió una puerta a los trabajadores que ningún giro o intento de reversión por parte del gobierno hubiera podido cerrar. Por el contrario, lo que se advierte es que, una vez inaugurados, las demandas de los trabajadores no dejaron de crecer y de diversificarse a lo largo del tiempo, en un proceso incremental de judicialización de las relaciones laborales. También, que dichas demandas fueron ganando en complejidad y sofisticación, lo que habla a la vez de una mayor conciencia legal de sus derechos por parte de los trabajadores y de un perfeccionamiento de sus prácticas procesales y del ejercicio de la ley ante los estrados (Bacolla, 2019; Canavessi, 2020; Cerdá y Mellado, 2022; Kindgard, 2019; Palacio, 2020 y 2021; Solís Carnicer, 2019).

¿Qué ha quedado, entonces, de la tesis de la vuelta al campo? ¿Qué la podría seguir sosteniendo? Poco más que lo que siempre la había sostenido: una selección de alocuciones extraídas del infinito yacimiento de discursos de Perón, destinada a probar que en algún momento de fines de 1949 se produjo un cambio en sus mensajes –relativizando los males del latifundio y predicando con menor frecuencia la consigna de “la tierra para quien la trabaje”–, y la reacción favorable que dicho cambio de tono, junto a las nuevas medidas hacia el sector en materia de precios y créditos, provocó en algunos órganos de las organizaciones rurales.20 Esto es, una tesis sustentada por la evidencia casi exclusiva de una inflexión en los discursos públicos, destinada a poner paños fríos a una relación muy conflictiva.

¿Es eso suficiente para mantenerla en pie? Claramente, no. Primero porque es cuanto menos curioso que la tesis tome al pie de la letra dichas declaraciones y las ofrezca como prueba de un cambio de actitud real de Perón hacia el campo –en particular, cuando está sostenida por una historiografía que, como se verá enseguida, ha hecho de la desconfianza y la deconstrucción de la palabra de Perón su actividad más prolífica–. Pero, además, es mucho más lógico pensar que dichas expresiones formaban parte de un discurso estratégico que, como los que había pronunciado durante su campaña sobre la reforma agraria, estaba destinado a complacer los oídos de los circunstanciales interlocutores de la hora. Porque, como astuto político que era, Perón sabía de sobra que ninguna de esas cosas –en palabras de Luna– “bastó para desvanecer la desconfianza que seguía inspirando entre los estancieros, ni amainó el aborrecimiento visceral que le profesaban” (Luna, 1984, p. 186).

4. Más allá de la vuelta al campo: reflexiones sobre peronismo e historiografía

Desdecir al peronismo se ha convertido en uno de los deportes favoritos de la historiografía reciente. Como no ocurre con ningún otro presidente de nuestra historia –que, con seguridad, tampoco pasaría la prueba–, existen artículos y libros enteros que parecen fungir como verdaderos detectores de mentiras de sus administraciones. En efecto, el ejercicio de confrontar sus dichos con los hechos, los “mitos” con las realidades, y sus propuestas y discursos (tanto los de campaña como los enunciados en sus planes quinquenales) con los resultados concretos de sus políticas, ha estado en el centro de muchos trabajos de la historiografía reciente sobre el primer peronismo, en particular de aquellos que analizan las políticas sectoriales durante sus primeros gobiernos. Y la conclusión más o menos generalizada en dichos trabajos parece ser también coincidente: más allá de las realizaciones concretas que pueden haber logrado esas políticas –y más allá de que éstas pudieron ser en muchos casos notables–, lo que importa destacar es la gran distancia que hubo entre lo que Perón proyectó hacer y lo que efectivamente hizo. También, que esto fue en gran medida por su propia culpa, ya que, en el trámite de su desarrollo, dichas políticas encontraron obstáculos por fallas en la planificación, por la improvisación en las decisiones, por las contradicciones internas de su propia estructura burocrática o la incapacidad de sus funcionarios, por las disputas entre distintos organismos estatales, pero también porque sus promesas de campaña, en su afán demagógico, fueron exageradas. De esta manera, palabras como “fracaso”, “contradicción”,“ improvisación”, “limitación”, “descoordinación”, “contramarchas”, “incoherencia”, “fragmentación”, “vuelta atrás”, entre otras, son los adjetivos que con más frecuencia suelen calificar sus políticas en estos trabajos.21

En otro lugar, se ha reflexionado sobre las razones que podían estar detrás de ese ensañamiento de la historiografía por “desenmascarar” al peronismo, poniendo en duda la productividad de esa operación (Palacio, 2010). Pero en este caso es la evidencia contundente que emana sobre todo de una de las fuentes más fecundas con las que viene trabajando la historiografía sobre el peronismo en los últimos años –los archivos judiciales– la que permite volver a considerar críticamente el tratamiento del peronismo que hace cierta historiografía reciente, a propósito de la tesis de la vuelta al campo.

Como se ha demostrado aquí, esa tesis ya era infundada antes de la “aparición” de estas fuentes y es todavía más insostenible ahora, a la luz de las evidencias que emanan de esos nuevos archivos. ¿Cuál puede ser, entonces, la razón de insistir en ella, contra toda evidencia? La respuesta a esa pregunta tal vez exceda el interés historiográfico y pertenezca también a la discusión política.

Porque la tesis viene a reforzar una interpretación más general sobre el primer peronismo, que –lo quieran o no quienes la formulan o reproducen– la subyace: el giro de 1949 marca el inicio de la reversión de su período más progresista y constituye un punto de inflexión que sucede al clímax de sus políticas redistributivas, luego de lo cual, aunque con altibajos, no hizo sino retroceder, renunciando a todas las banderas que lo habían llevado a la presidencia con gran apoyo popular, sean ellas el proyecto industrialista, la redistribución del ingreso en favor de los trabajadores o la independencia del capital extranjero. La vuelta al campo es, así, el hito inaugural de esa marcha atrás que fueron los años posteriores, al que suceden otros mojones igualmente famosos y muy mencionados, como la ley de capitales extranjeros, el contrato con la Standard Oil, el crédito del Eximbank o el Congreso de la Productividad, que escenificó –se sostiene– su última gran claudicación en materia de política salarial. No por nada, ese giro sentó las bases de una nueva cronología del primer peronismo que, sin respetar la de sus administraciones, hace extensivo el segundo momento hasta los primeros años de los gobiernos militares que lo derrocaron.22

Esta operación tiene al menos dos implicancias claras. La primera es que sugiere que el período en que Perón desarrolló sus políticas más paradigmáticas –de la nacionalización de los ferrocarriles a la legislación social, del desarrollo industrial a la recomposición del salario–, en otras palabras, todo lo que a los efectos prácticos la sociedad argentina asocia con “el peronismo”, fue en verdad algo fugaz, sólo sustentado por las reservas acumuladas durante la guerra, pero que no pudo superar la primera crisis de mercado. En palabras de Gerchunoff y Llach, “lo que ha quedado para la historia económica como la etapa ‘clásica’ del peronismo abarcó un lapso de apenas tres años, entre 1946 y 1948, y entró en crisis ya en 1949” (Gerchunoff y Llach, 1998, p. 203). La segunda es que, luego de dicha crisis, el resto de sus años al frente del gobierno fueron, quitando algunos altibajos, los de un constante retroceso, que fue alejando a Perón cada vez más de sus objetivos iniciales y acercándolo a esas políticas de las que había querido diferenciarse y que al final del camino terminó adoptando. Así, ese cambio de rumbo habría reforzado “las bases de poder de los grandes propietarios y estancieros, quienes tendrán un papel de gran importancia en el derrocamiento de Perón (septiembre de 1955) y en la política económica implementada por los hombres de la ‘Revolución Libertadora’” (Girbal-Blacha, 2000, p. 12).

La conclusión resulta, así, evidente. Según estas interpretaciones, habría un Perón –el mítico, que fue el líder de los trabajadores, gobernó bajo las banderas de la justicia social y pregonó la independencia económica– que fue efímero y construyó un edificio tan sólido en lo retórico como endeble en sus bases materiales. Y hay otro Perón –el verdadero, ese que se ocultaba detrás de la máscara de sus discursos y autocelebraciones–, que muestra su rostro real a fines de 1949 y, ante la adversidad de la crisis económica, no duda en dar un giro pragmático –aunque ello signifique traicionar sus principios iniciales–, y al final del camino termina asemejándose a los gobiernos antipopulares que lo sucedieron.

De esta manera, lo que la tesis de la vuelta al campo (y la del “cambio de rumbo”, que la contiene) pone en juego –una vez más– es la interpretación del fenómeno peronista todo. Porque, en efecto, ¿cómo explicar entonces, luego de tanta claudicación y retroceso, el aplastante éxito electoral que acompañó a Perón hasta el abrupto final de sus dos primeros mandatos? ¿Y cómo la continuada vigencia de un movimiento que sigue marcando el paso de toda la vida política argentina hasta el día de hoy, si se sustenta apenas sobre las endebles bases de un espejismo pasajero? Queriéndolo o no, al sostener que sus logros fueron fugaces y pertenecen más a una construcción mítica que a la realidad, la historiografía contribuye a devaluar la experiencia peronista. Lo que no está claro es si dicha operación propicia una mayor comprensión del fenómeno o alimenta, una vez más, el enigma que lo subyace.

Agradecimientos

Agradezco a Pablo Canavessi, Sergio Morresi, Carlos Newland, Darío Pulfer, Roberto Schmit, Daniela Soldano y a tres evaluadores anónimos, la lectura y los comentarios a versiones previas de este trabajo.

Referencias

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Notas

1“En la plaza 9 de Julio de Pergamino – 12 de noviembre de 1949” (Perón, 1997-2002, tomo XI, vol. 2, p. 607).

2Salvo indicación en contrario, los énfasis de las citas textuales son agregados.

3Mensaje ante la Asamblea Legislativa inaugurando el período de sesiones, 1° de mayo de 1950. Citado en La Tierra, 5 de mayo de 1950, p. 6.

4“Ante los delegados de cooperativas agrarias - 20 de septiembre de 1949” (Perón, 1997-2002, tomo XI, vol. 2, pp. 526-527 y 531).

5Ante los delegados de cooperativas agrarias - 20 de septiembre de 1949” (Perón, 1997-2002, tomo XI, vol. 2, p. 530)

6Ante los delegados de cooperativas agrarias - 20 de septiembre de 1949” (Perón, 1997-2002, tomo XI, vol. 2, p. 531).

7Conviene agregar que dicha “corrección” pragmática incluyó la salida del gobierno de Miguel Miranda y el nombramiento de Alfredo Gómez Morales al frente del Banco Central a comienzos de ese año.

8Aunque no es el interés central de este artículo, conviene señalar que incluso su sentido estricto (el que postula un giro de 180 grados en las políticas del gobierno de Perón hacia el agro) ha sido cuestionado por algunos trabajos. Por un lado, se ha relativizado el castigo a los precios agropecuarios durante los años anteriores –sosteniendo que no fue tan generalizado y que, fuera de los cultivos tradicionales, otros granos como el girasol o el maní, junto con los productos ganaderos, no sufrieron tanto–, así como la política de créditos, que habrían sido también abundantes en los años previos a 1949 (Gerchunoff y Llach, 1998, pp. 212-213; Girbal-Blacha, 2000). Por otro lado, otros autores han descubierto que la recuperación de los precios pagados por el IAPI luego de 1949 no redundó necesariamente en un incremento de los ingresos de los productores, debido al gran aumento de los costos (insumos, maquinaria, salarios) y a una desfavorable política cambiaria (Cuesta y Newland, 2020).

9De hecho, las prórrogas forzosas a los arrendamientos se siguieron renovando, una y otra vez, a través de decretos y leyes, sancionados por diversos gobiernos, hasta el año 1967, cuando por fin una ley dictamina el vencimiento de todos los contratos el 31 de mayo de ese año (Palacio, 2018a, pp. 186-187).

10Decreto No. 34.147 (31/12/49), Revista de Trabajo y Previsión, VI-21-24, 1949, pp. 159-170.

11Creado por la mencionada ley de 1948, este organismo, al igual que las Cámaras de Arrendamiento, fue conformando sus comisiones a partir de 1950 y su actuación se desplegó sin interrupciones hasta 1955 (Palacio, 2018a, cap. 2).

12La eficacia de la ley es relativizada por el mismo Lattuada (1986, pp. 191-196); también por Mascali (1986, pp. 63-68).

13Sólo como ejemplo, véase la resolución de la CNTR, de 12 páginas, que regulaba las condiciones de trabajo y salarios “para el personal ocupado en las tareas de arreo de ganado a corta y larga distancia”, incluida en el juicio por despido injustificado que el arriero José Calvismonti le inicia en 1954 a quien lo había contratado para un arreo de ganado en la zona de Bahía Blanca (Palacio, 2009, pp. 334-339).

14Orquestadas desde el Consejo Agrario Nacional y el diario Democracia por los “georgistas” argentinos Antonio Manuel Molinari y Mauricio Birabent.

15Por ejemplo, lo que sostenían, hacia los años cuarenta, Bernardino Horne o el citado Molinari, que proponía una reforma integral del sistema de propiedad en su libro El drama de la tierra en la Argentina (Molinari, 1944). Véase Balsa, 2012.

16Como sugiere recientemente Hora (2018, pp. 25-26).

17“Ante autoridades de las asociaciones de cooperativistas agropecuarios del país, 8 de mayo de 1953” (Perón, 1997-2002, Tomo XVII, vol. 1, pp. 254-255).

18“En el acto inaugural del VI Congreso Agrario Cooperativo, 8 de noviembre de 1949” (Perón, 1997-2002, Tomo XI, vol. 2, p. 588).

19Para una revisión de la conformación de estos tribunales en distintas provincias, véanse los trabajos compilados en Palacio (2020); véase también Stagnaro (2018).

20Por ejemplo –para mencionar uno de los más citados–, la satisfacción expresada en los Anales de la Sociedad Rural en 1950. Anales de la Sociedad Rural Argentina, n° 4, abril de 1950.

21Los ejemplos son muchos. Entre otros, véanse Belini (2009); Biernat (2007); Fiorucci (2011); Girbal-Blacha (2003); Ramacciotti (2009).

22Por ejemplo, el libro de Pablo Gerchunoff y Lucas Llach (1998) aborda los años peronistas en dos capítulos distintos que exceden los años de sus administraciones: uno sobre el “Ascenso y apogeo peronista (1940-1949)” y otro que va “Del paraíso peronista a la crisis del desarrollo (1949-1958)”.

Recibido: 05 de Agosto de 2022; Aprobado: 26 de Octubre de 2022

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