Introducción
El proceso de modernización agrícola y pecuario del Bajío implicó el desarrollo de nuevos patrones de explotación que resultaron de la transición en la política económica del período, las nuevas exigencias del mercado interno y externo en materia de consumo, y la necesidad de optimizar los recursos naturales en pro de mayores utilidades, que iban a brindar ventajas para el desarrollo de tejidos productivos, empresariales y eslabones económicos.
El trabajo enfatiza en un período de pujante desempeño económico del Bajío (1940-1970), en el cual se observaron recurrentes patrones de reconversión productiva guiados por las trasformaciones del tejido agrícola y la expansión paulatina de la agricultura empresarial, complementaria a la producción tradicional de granos. En particular, la adopción de nuevas tecnologías e innovaciones supuso cambios en la estructura tendientes a la diversificación. Es decir, el auge de la agricultura en materia de productividad y mercado conllevó a una continua imbricación con otros sectores complementarios y beneficiarios de sus excedentes en recursos y materia prima.
La década de 1930 representó una época de retroceso agrario y escasez en la producción agrícola; el reparto de tierras parecía ser la solución inmediata a la crisis de la actividad. Sin embargo, el sistema de tenencia estructurado en el Bajío desde el siglo XIX se mantuvo bajo un esquema de pequeños y medianos propietarios. Para solventar la crisis, los gobiernos locales, en sintonía con la política federal, se enfocaron a partir de 1940 en intensificar las investigaciones realizadas sobre semillas y los trabajos de control y manejo eficiente del recurso hídrico (Guzmán López, 2014).
Las diversas tendencias encontradas en función de la configuración económica de dicho espacio regional evidenciaron la apertura de los agricultores a la capacitación y tecnificación, y la difusión de innovaciones químicas, mecánicas y biológicas aplicadas por el paquete de la revolución verde: semillas, fertilizantes y fungicidas.1 El artículo propone analizar estos tres componentes en la expansión de la agricultura intensiva regional, en relación con las políticas públicas y el papel del gobierno en el fomento de dicho cambio tecnológico, matizando las problemáticas y ventajas que presentaron en su difusión.
El territorio comprendido por el Bajío no se delimita a la división político-administrativa de los estados. Se integra a partir de una cuenca hidrológica que abarca el sur de Guanajuato, el norte michoacano y el suroeste de Querétaro, áreas cuyo vínculo histórico se ha sostenido en razón de una organización productiva cohesionada alrededor del agro como sector central. En ese orden de ideas, es considerado, más que una región natural, una región histórica funcional, donde el aprovechamiento de los recursos desde finales del período colonial, en particular la tierra, ha sido esencial para su poblamiento, dinámica interna e interconexión de mercados con otros espacios. Se percibe que los tres subespacios mencionados se caracterizaron por la perdurabilidad de un modelo agrícola que se adaptó a las condiciones endógenas, acogió tecnologías y estrategias de producción, y aprovechó escenarios del ámbito agropecuario en México para mantener incrementos en la productividad y con ello facilitar la diversificación de sus cultivos (Baroni, 1990). Ver Figura 1.
Elaboración propia con base en INEGI, Marco Geoestadístico 2010, Áreas Estatales y Municipales. Diseño: Marco Antonio Hernández Andrade, julio de 2020
El impulso de la agricultura vía gobierno estatal/federal, en cohesión con organizaciones de productores por medio de la aplicación intensiva y extensiva de factores de producción al campo mexicano, potenció un nuevo momento y espectro de desarrollo del agro vinculado al modelo empresarial y agroindustrial. El devenir de innovaciones fundamentadas en investigación, experimentación e instituciones locales conllevó un cambio en la racionalidad y en las prácticas agronómicas que impactaron en diversas regiones de México, en las cuales se han destacado espacios norteños, Guadalajara y ahora el Bajío (Gutiérrez, 2020).
De manera temprana el espacio abordado fue objeto de dichos cambios tecnológicos,2 que a corto plazo modificaron el panorama de la producción agrícola y pecuaria de las primeras décadas de la pasada centuria. En este sentido, se expondrá que las trasformaciones inherentes a la Revolución Verde potenciaron la agricultura y ganadería regional como una fuente de recursos para la conformación paulatina de industrias agroalimentarias y de servicios, que paralelamente beneficiaron al sector primario en materia de demanda e integración comercial y económica. Bajo esa perspectiva, nos preguntamos ¿cuáles fueron los planes y programas de innovación promovidos en el Bajío y cómo se adaptaron a la estructura agraria regional?
En años previos al arribo de la Revolución Verde a México se desarrollaron en el Bajío programas de mejoramiento de cultivo, enfocados a optimizar las técnicas en materia de conservación de suelos, uso de fertilizantes y herbicidas, adaptación de semillas híbridas y empleo de equipos agrícolas. Dichos programas se intensificaron a lo largo del período en razón de la exigencia del mercado urbano, los nuevos estándares de calidad en los cultivos y la integración vertical del agro con la industria en materia de insumos, tecnología, maquinaria y bienes de consumo directo.
Los resultados en materia de innovación y cambio tecnológico se entienden como un modelo de asistencia a la actividad agrícola adoptado en diversos países de América Latina. En este se implementaron nuevas prácticas agronómicas en conjunto a procesos de mecanización y uso de insumos biológicos que resultaron de centros experimentales e investigación, focalizados en la difusión de variedades genéticas y servicios de extensión, cuyo objeto primordial fue el control de plagas. Este novedoso modelo se asoció a la expansión de la agricultura comercial y el crecimiento del mercado externo. Sus resultados evidencian divergencias regionales, determinadas en buena medida por las condiciones y factores favorables. Por ejemplo, el acceso al recurso hídrico a través de obras de irrigación, la dimensión política justificada en la suficiencia y abasto de alimentos conforme el incremento poblacional, la suficiencia de capitales para costear el nuevo paquete tecnológico y el impacto de inversiones públicas en sistemas de comunicaciones útiles para la circulación de este (Picado, 2011; Méndez Rojas, 2017).
Bajo dicha perspectiva, la adopción del modelo en el Bajío fue diferenciada acorde al tipo de cultivo y a la zona productiva. Las oportunidades se concentraron en áreas agrícolas intensivas y dotadas de suficiente recurso hídrico para su difusión y adaptación. Se evidenciará en el texto la aglomeración geográfica del cambio tecnológico en las ciudades nodales de la región (León, Irapuato, Salamanca, Zamora, Querétaro), que presentaban mayor rentabilidad e iniciativa empresarial (véase Figura 2).
Las fuentes que sustentan el trabajo provienen de diferentes archivos y bibliotecas estatales y nacionales. Su carácter gubernamental evidencia los logros y alcances del proyecto de Revolución Verde (balances estadísticos, oficios e informes institucionales, tesis elaboradas en la época y localización de los centros de innovación), pero nos dice poco de sus limitaciones y sesgos en cuanto a beneficiarios y regiones excluidas. Por ello, se consideró importante revisar la hemerografía local, que permite abordar los procesos desde una mirada cualitativa, evidenciando el devenir de los planes en el ámbito agrario y algunas cuestiones de fomento público de un sector clave para la economía abajeña, a partir de datos que muestran los problemas y ventajas presentados a nivel regional.
Elaboración propia con base en INEGI, Marco Geoestadístico 2010, Áreas Estatales y Municipales; INEGI, Datos Topográficos, escala 1:250 000.
En el nivel de los cultivos las tendencias positivas en superficie y producción agrícola obedecieron también a la heterogeneidad de su base productiva, a procesos sustitutivos y al arraigo y/o dispersión espacial de algunos cultivos. En el caso de los granos y cereales se ratificó un aporte fundamental del corredor sur del Alto Río Lerma (Pénjamo, Salamanca, Valle de Santiago, Salvatierra, Acámbaro), Zacapu y la zona colindante a Morelia, y en productos como la alfalfa y el trigo se percibió un papel preponderante de Querétaro, León e Irapuato. Las dos últimas, sumadas a Silao y el occidente michoacano, también concentraron buena parte de la superficie de ajo y papa. Por su parte, la cebolla y la fresa asentaron sus registros en el Bajío Zamorano e Irapuato, mientras que otros productos como jitomate, garbanzo, lenteja y cacahuate estuvieron repartidos en diferentes subespacios.
Se corrobora el comportamiento creciente de la producción en los principales cultivos como resultado de la transformación del Bajío en un espacio cohesionado por un tejido productivo local.
Elaboración propia con base en la Secretaría de Agricultura y Ganadería, Estadística Agrícola de los Ciclos 1945-1974 (1948-1976, Informe Estadístico Núm. 1-61, Dirección General de Distritos de Riego), BIJLO, Ciudad de México, México.
Allí convergieron los intereses de productores y los gobiernos para transformar el agro en eje de arrastre y de desarrollo regional capaz de establecer multiplicadores hacia adelante y hacia atrás, que finalmente orientaron las iniciativas empresariales (principalmente del ámbito privado); marcaron el uso y adopción de las tecnologías e infraestructuras acorde a un tipo de producción estandarizada (nuevas variedades, maquinarias y equipos, instrumentos de dotación hidráulica, mayor superficie y mejores rendimientos); y expandieron los flujos comerciales, así como la participación en circuitos del mercado interno y externo.
El conocimiento técnico-científico, la difusión de programas de fitomejoramiento y su impacto en el modelo agrícola del Bajío
En este apartado se describen los instrumentos de innovación biotecnológica, su adopción en el Bajío y su impacto en la solución de problemas en la producción agrícola, que hasta 1940 se habían identificado como obstáculos para el desempeño del sector a nivel regional (desgaste de suelos, baja productividad y falta de capacitación en el campo). En general, se evidencian iniciativas permanentes de modernización de la agricultura a través de centros de investigación, difusión de la tecnificación de bienes agropecuarios tradicionales hacia bienes orientados a la exportación y proyectos experimentales relacionados con el incremento de variedades y el control de plagas. Ahora bien, el modelo de la Revolución Verde no se mantuvo uniforme durante el período. En una primera etapa se concentró en el uso incentivo de semillas híbridas e irrigación, y luego se amplió al mejor manejo de la tierra por medio de instrumentos de control de enfermedades vegetativas, enriquecimiento del suelo vía rotación de cultivos e incentivos al campo a través de una política de gobierno subsidiaria (Ortoll, 2003).
En ese orden de ideas, se abordan tres ejes del modelo tecnocientífico del agro que tuvieron sus orígenes a mediados de la pasada centuria: el fitomejoramiento, la fertilización y el manejo de plagas o enfermedades. Se plantea que la expansión de las alternativas de innovación estuvo ligada a los intereses de la agricultura empresarial, el fomento de la agroindustria como eslabón para el sector agropecuario y la preocupación del gobierno por la pérdida de autosuficiencia de México, en un contexto de guerra que favorecía su participación en el mercado internacional (Serrano-Bosquet, 2015). Por tanto, esta investigación se aleja de la concepción que insiste en las limitaciones del cambio tecnológico en el campo mexicano, dadas las dificultades de adaptación, y se concentra en recuperar los aspectos favorables que tuvo para el Bajío.
La investigación sobre obtención y certificación de semillas mejoradas se inició en el Bajío gracias al trabajo del ingeniero Eduardo Limón, en La Huerta (Maravatío, Michoacán), y a la difusión de sus resultados en el campo experimental de León, donde obtuvo la variedad de maíz Celaya, considerada pionera por su rendimiento y la capacidad de adaptación a la topografía nacional (Matchett, 2006). Los estudios de Eduardo Limón trascendieron hasta mediados de siglo, debido al apoyo brindado por el gobernador de Guanajuato, Ernesto Hidalgo (1943-1946), para impulsar el uso de dicha semilla al interior del Bajío y en estados vecinos como Jalisco. El ejecutivo local financió su multiplicación y se encargó de repartirla con ayuda de los presidentes municipales y la Unión Regional Agrícola, para garantizar en gran parte de las zonas productoras mejores resultados en las cosechas.3
No obstante, los programas biotecnológicos estatales resultaron, por un lado, del Plan de Movilización Agrícola planteado por el presidente Ávila Camacho en 1942, cuyos objetivos eran la modernización del agro, el incremento de la producción en favor de excedentes para potenciar procesos agroindustriales semejantes al modelo estadounidense y la disminución de la dependencia en la importación de alimentos.4 Y por el otro, de la política internacional que buscaba fortalecer las relaciones comerciales, de asistencia técnica y social de Estados Unidos con México; política de la cual resultó la firma del convenio entre la Fundación Rockefeller y el Gobierno Federal para dar inicio a planes de fitomejoramiento y optimización de variedades de semillas, que reprodujeran hasta cierto punto los modelos de experimentación que el vecino país del norte llevaba realizando desde hacía algunos años (Chacón, 1996; Gutiérrez, 2017).
A partir de la década de los cuarenta se constituyeron dependencias dedicadas a la obtención de semillas, como la Oficina de Estudios Especiales (1943) y el Instituto de Investigaciones Agrícolas (que se transformó en la llamada Comisión Nacional del Maíz en 1950), las cuales ratificaron el papel del Estado en materia de inversión técnico-científica y, con ello, el monopolio gubernamental de investigación, que fijó los criterios de producción y difusión de las variedades, limitando el papel de los productores agrícolas a su distribución. En este orden de ideas, el contexto que enmarcó el devenir de modernización tecnológica del agro entre 1940 y 1970 justificó la expansión del modelo de agricultura comercial a las zonas más productivas de México, una de ellas el Bajío (Aboites, Martínez y Torres, 1999).5
Por lo anterior, el Bajío mostró, en la aplicabilidad de programas biotecnológicos, paulatinos avances, y en algunos casos se convirtió en punto de referencia para su desarrollo y aplicación, lo que favoreció la consolidación temprana de un modelo de producción agrícola comercial y empresarial. En ese sentido, la conformación de centros de investigación y experimentación manifestaba una preocupación por la adopción, adaptación y mantenimiento de nuevas especies agrícolas. Desde 1938 se constituyó el Campo de Fomento Agrícola de León con la participación del Gobierno Estatal y la Secretaría de Agricultura federal, cuyo objeto era valorar el costo, eficiencia productiva y adecuación de nuevos árboles frutales y variedades de hortalizas, que permitieran estimular la dinámica agrícola del Bajío y posibilitaran su difusión a un área de producción más amplia.6
Así como este Campo se crearon otros espacios experimentales en Morelia, Villagrán, Celaya, Irapuato, Querétaro y su matriz principal, León, que desarrollaron trabajos comparativos a nivel de rendimiento de semillas de papa, maíz, trigo y fresa; labores de cualificación de las semillas según tipo de suelo; y formas de distribución en tierras de temporal o de riego. Además, obtuvieron modelos de granos híbridos (maíz, sorgo, frijol) con altas expectativas de producción (utilidad por unidad de superficie), por medio de ensayos con distintas variedades recolectadas en el país. De igual manera, examinaron la capacidad de adaptación de semillas importadas cuya productividad fuera mayor a las especies criollas. A la par, capacitaron a agricultores de la región mediante escuelas rurales ubicadas en áreas próximas a los campos de investigación e iniciaron actividades sobre control de plagas, pruebas con abonos verdes y forrajeros.7 La finalidad primordial de dichos centros era conseguir material genético más productivo compatible con las condiciones topográficas y climatológicas del Bajío.
En algunas plantas piloto las semillas seleccionadas se difundían entre agricultores de municipios cercanos, quienes cedían sus propiedades para aplicar en ellas pruebas y tratamientos fitoquímicos: por ejemplo, de Celaya se distribuían a Irapuato, Apaseo y Cortázar. Los resultados obtenidos eran evaluados por estudiosos de la Fundación Rockefeller, que a su vez las ponían a disposición de los productores regionales, ingenieros y técnicos agrónomos, encargados de orientar y demostrar la resistencia de nuevas variedades a plagas temporales, la corta temporada de crecimiento y los altos rendimientos alcanzables. El trigo y el maíz fueron objeto de estos primeros experimentos, que al poco tiempo evidenciaron un auge de producción, especialmente durante ciclos agrícolas de escasez de lluvias y propagación de enfermedades; de hecho, su uso fue consecuencia de continuas caídas en el volumen de producción.8
No sólo la Oficina de Estudios Especiales funcionó como órgano de difusión de los programas; la Comisión Nacional del Maíz tuvo un rol fundamental en la propagación y distribución de las variedades; y las agencias locales de la Secretaría de Agricultura y la dependencia estatal de la Comisión se encargaron de reproducir las semillas en gran escala, tanto para ejidatarios como para pequeños propietarios. En un corto plazo, el proceso de multiplicación exteriorizó problemas naturales del cambio genético: por un lado, la falta de domesticación o adaptación a las condiciones morfológicas de las tierras en el Bajío, y la incertidumbre generada a los productores por la carencia de resultados en cuanto rendimiento y resistencia a plagas; por el otro, el costo e inversión inicial para adquirir las semillas, a la par de los retrasos en la comercialización por parte de los centros delegados.9
Además de investigaciones genéticas, la importación de diversas variedades de maíz y su ensayo en tierras de particulares y escuelas agrícolas para determinar los modelos adecuados reflejaban las diferencias de productividad entre dichas semillas y el grano local, que estaban en una relación de 3 a 1. Mientras las primeras rendían 900 kilogramos por hectárea, las segundas no alcanzaban los 350 en condiciones normales de lluvia, en las primeras zonas donde se utilizaban estas variedades (Álvaro Obregón, Morelia, Celaya, Acámbaro). Así se comprobaban sus ventajas incluso en tierras de temporal, que en promedio alcanzaban los 800 kilos por unidad cultivada. Al igual que este grano de consumo básico, el Instituto de Investigaciones Agrícolas del Bajío, en una exposición sobre trigo, manifestó el incremento de la calidad del cereal y, por ende, el aumento de ganancias resultantes de venta a molinos y harineras, la expansión del beneficio en zonas de riego y labranza, y el costo razonable de las semillas.10
Aunque los avances más notables de innovación biológica se dieron en los cultivos tradicionales del Bajío, las parcelas experimentales iniciaron labores también con sorgo, cebada, papa y fresa. Respecto de los dos primeros, se encuentra que la difusión y empleo de semillas para su producción intensiva se inició a finales de los años cincuenta, cuando se adoptaban estos cultivos como productos base de la agricultura del Bajío, en razón de las ventajas mostradas frente al maíz y el trigo en cuanto a productividad, precio, externalidades al interior del sector primario (avicultura o ganadería) y eslabones industriales. A pesar de requerir mayores niveles de inversión y el uso de maquinaria moderna y técnica innovadora, su siembra permitió a los productores incrementar de manera sostenida el margen de ganancia. En 1959 la planta de Cortázar exhibió las nuevas variedades de cebada y sorgo: sus rendimientos oscilaban entre 1,8 toneladas y 2,3 por hectárea, casi el doble de la producción promedio de maíz.11
En relación con el cultivo de fresa, la expansión de la demanda externa y de mercados locales requirió de mejoras en los índices de productividad, para lo cual se elaboraron estudios con variedades traídas de Estados Unidos (Klondike, Blackmore, Casune), en los que se analizó la compatibilidad que tenían con semillas criollas, así como las variaciones en su rendimiento, la adaptabilidad a las condiciones geomorfológicas del suelo y la calidad del producto frente a los requerimientos del mercado internacional. A su vez, se divulgaron campañas sobre manejo, reproducción y cuidado de las nuevas semillas en los espacios de producción, cuyo objetivo era que los productores obtuvieran su fruto en sus propios terrenos, sin acudir a empresas prestadoras de dicho servicio, con lo que disminuía la inversión en la siembra.12
La investigación con semillas diferentes de las de maíz y trigo fue resultado de una reorganización institucional en la obtención y comercialización de variedades que se dio a mediados de los años cincuenta, cuando el Gobierno Federal consideraba que los avances en calidad y rendimiento no podían supeditarse a una sola instancia (CNM), sino al trabajo agregado de los Distritos de Riego, productores, la empresa estatal GUANOMEX y la Banca Agrícola oficial. En tanto, los programas de experimentación evidenciaban avances incipientes en materia de productividad e innovación tecnológica, que ratificaban la urgencia de reestructurar el trabajo derivado de los programas biotecnológicos. Ahora bien, se observaba una ampliación en los campos de producción y en las zonas beneficiadas con el manejo de semillas híbridas en el Bajío. Así, pues, la extensión lograda en uno de los ejes principales de la política de modernización agrícola justificó la incorporación de otros cultivos y la intervención del gobierno vía inversión.13
Los efectos de la transferencia de tecnología y los programas de fitomejoramiento se corroboran en el auge de la producción de buena parte de los cultivos del Bajío durante la década de los sesenta, período en el cual se concretaron la difusión en el empleo de semillas híbridas, su adecuación en los espacios agrícolas y las ventajas que tenían en rendimiento o excedentes. Además de los datos de productividad, otros indicadores fueron la ampliación de la superficie sembrada con las nuevas variedades a principios de los años setenta y la participación de la región en la obtención de semillas certificadas.
Por ejemplo, en los Distritos de Riego, durante el ciclo agrícola de 1970, la superficie destinada para obtención de semillas mejoradas fue de 42,245 hectáreas; para el año siguiente se incrementó a 81,602; es decir, se amplió en un 90 por ciento, con una mayor participación del Bajío en los cultivos de trigo, garbanzo, sorgo y maíz. Dicho aumento reflejaba el uso progresivo de las variedades para satisfacer la demanda forrajera, incentivada por el buen comportamiento de la actividad ganadera. Asimismo, la producción de semillas del espacio estudiado en 1975 representaba entre el ocho y el diez por ciento del total nacional (9,021 toneladas), ubicándose en cuarto lugar por debajo de Sonora, Sinaloa y Baja California Sur.14
Los datos mencionados coadyuvan a plantear que la participación del Bajío en el empleo y difusión de planes de mejoramiento genético (investigación y obtención de variedades) posibilitó la formación de recursos humanos, dada la red de instituciones de educación superior vinculadas a la experimentación científica,15 tema que está abierto a nuevos trabajos. Además, la diversificación en los patrones de fitomejoramiento condujo a una mayor integración del agro con empresas prestadoras de servicios dedicadas a la distribución progresiva de híbridos certificados. Por otro lado, el lugar ocupado por las entidades que lo integran, en cuanto al empleo de semillas mejoradas, vislumbraba el nuevo rol de la agricultura para la economía regional: eje de arrastre y desarrollo de procesos asociativos comerciales y empresariales, que exigían modalidades innovadoras de producción y garantizaban una mejora en los ciclos agrícolas como posible solución de los problemas experimentados por la actividad en las primeras décadas del siglo XX.
Servicios de extensión y fertilización
Al igual que en la investigación con variedades de semilla, la Oficina de Estudios Especiales tuvo un rol fundamental en la experimentación con fertilizantes químicos. Sus esfuerzos inicialmente se concentraban en las técnicas de aplicación, los elementos deficitarios del suelo y el tipo de abonos requeridos (con las cantidades según cualidad de la planta y su efectividad acorde al suelo), disponibilidad del recurso hídrico y prácticas de labranza (Gutiérrez, 2017).
En los trabajos con fertilizantes en el Bajío participaron otras instituciones, como el Banco Nacional de Crédito Agrícola, Banjidal y los Comités Mixtos de Economía Regional, que intentaron fomentar en los años cuarenta, pero con poco éxito, la transición en el empleo de abonos orgánicos a inorgánicos, ya que el estiércol y otras fuentes de fertilización eran de uso generalizado por los productores locales, e implicaban un bajo nivel de inversión frente a los costos iniciales que les generarían adquirir y aplicar las nuevas fórmulas.16
Aunado a ello, la propaganda gubernamental era incipiente, pues en 1943, tras la apertura de la empresa estatal de Guanos y Fertilizantes de México, se estimuló el proyecto de explotación del guano; es decir, se promovió en principio la producción de abonos orgánicos, lo que fracasaría rápidamente. La creación de la compañía estimuló la industria agroquímica e impulsó procesos de desarrollo agropecuario controlados por agencias financieras del gobierno federal. En paralelo, funcionó como generadora de conocimiento técnico y de labores de capacitación en el campo. Su carácter estatal hasta 1948 manifiesta la formalización de la agricultura comercial y empresarial como modelo funcional para expandir el mercado interno (López, 2012; Vargas Escobar y Stezano, 2016).
No obstante, el papel de dichas instituciones (en especial la Banca Oficial) fue modificándose a finales de los años cuarenta, cuando se hicieron visibles los primeros indicios de fertilización química en la región. Los programas experimentales del Bajío se realizaron inicialmente en cultivos como la papa y la cebolla. La finalidad era hacer extensivo el uso del abono obtenido a través de subsidios de los gobiernos estatales, que contribuirían con el 25 por ciento del costo total de dicho insumo en regiones altamente productivas, como los distritos de León e Irapuato, donde se sembraban en promedio 2.000 hectáreas con una inversión de 400 a 500 mil pesos en nuevos productos químicos. De igual manera, el plan emprendido por la Comisión Nacional de Maíz, en cooperación con la Compañía Distribuidora Guanajuatense de Fertilizantes, indujo un paulatino proceso de difusión y asistencia técnica en el manejo y control de los abonos idóneos para la plantación de cultivos básicos.17
A partir de 1950, la Dirección General de Agricultura y sus dependencias estatales se encargaron también de apoyar estudios técnicos y brindar asesoría a los agricultores en torno a las diferencias en las fórmulas de abonos obtenidas (dosis, composición, empleo acorde a tipo de cultivo y etapa de aplicación). A su vez, vigilaron los resultados de la producción en algunos bienes agrícolas, y determinaron las ventajas ofrecidas y las modificaciones requeridas para su compatibilidad con las condiciones heterogéneas del suelo (calidad y humedad), y las diferentes técnicas de cultivo utilizadas en las principales zonas agropecuarias del país. Asimismo, los bancos oficiales cumplieron un rol importante en la movilización y distribución de insumos, desde las empresas encargadas de su manufactura hacia espacios demandantes, y en el financiamiento (líneas de crédito) para la compra de refacciones y abonos.18
Para el caso del Bajío, se adquirieron fertilizantes de la Ciudad de México (planta principal de GUANOMEX) en algunas compañías fundadas al interior de la región a mediados de los años sesenta y comercios proveedores de equipo e instrumentos agrícolas. Además, entre 1960 y 1970 la Federación promocionó la inversión privada para ubicar plantas cercanas a los espacios agrícolas demandantes de productos agroquímicos. Con ese objetivo se abrió en 1964 la empresa Fertilizantes del Bajío, cuyo proyecto se había iniciado en años anteriores para aprovechar residuos de la refinería de Salamanca idóneos para la obtención de urea; sus operaciones fueron financiadas por la banca privada (Sociedad Mexicana de Crédito Industrial) y su mercado se agrupaba en el área central del espacio objeto de estudio. Además de la industria petroquímica regional, en las ciudades principales se ubicaron casas comerciales y distribuidoras de fertilizantes alemanes, los cuales eran ampliamente aceptados por productores regionales en función de su calidad y los resultados obtenidos en sus cosechas.19
El consumo de fertilizantes nitrogenados y mineralizados creció entre 1950 y 1960, lo que ratificaba el patrón de beneficios de los programas de investigación agrícola nacional en materia de eficiencia de las unidades productivas y el tipo de usuario que accedía a insumos artificiales: un sector agrícola más intensivo en capital, orientado al mercado y no a la subsistencia, y vinculado a una red de instituciones y políticas públicas cuyo objetivo era optimizar rendimientos vía innovación y cambio tecnológico (Grabowski y Sánchez, 1987). La prensa local expresaba que el empleo progresivo de dichos fertilizantes se evidenciaba en la insuficiencia de la producción anual de 300 y 350 mil toneladas para dotar la superficie cultivada, y en el incremento de capital nominal destinado a su compra (cien millones de pesos); a la par, señalaba que un mayor requerimiento de abonos sintéticos por parte de las plantas debía ir acompañado de un aumento del precio final de los cultivos.20
En el Bajío se percibía que el consumo de fertilizantes químicos avanzaba de manera vertiginosa entre 1950 y 1960. La superficie favorecida por el empleo de abonos en un lapso de diez años se multiplicó por cuatro; además, el gasto en este tipo de insumos a finales del período (1970) fue de los más altos en comparación con otros espacios de tradición agrícola de México. Nuestra región ocupaba el cuarto lugar en materia de inversión por hectárea, ubicándose solo por debajo de Tamaulipas, Sonora y Chihuahua. El valor destinado a la compra de abonos sintéticos representaba para los municipios, en promedio, entre el 15 y 30 por ciento del total de gastos realizados en sus unidades productivas, lo cual indicaba la relevancia de las innovaciones para el agro local. El incremento en el uso de mejoradores se justificaba en el avance exteriorizado por los cultivos básicos y comerciales en cuanto a los objetivos del plan agrícola gubernamental, que promovía los efectos simultáneos de trabajar la tierra con variedades mejoradas, técnicas de riego y sustancias capaces de optimizar los contenidos nutricionales del suelo (véase Tabla 2).
Elaboración propia con base en Dirección General de Estadística, III, IV, y V Censo Agrícola, Ganadero y Ejidal, Estados de Guanajuato, Michoacán y Querétaro (1955, 1965 y 1975).
Ciertamente, las localidades que registraron mayor cantidad de hectáreas sembradas con abonos correspondían a las zonas agrícolas dominantes de productos clave (trigo, alfalfa verde, maíz, fresa, entre otros); así, pues, el corredor Irapuato-Salamanca-Valle de Santiago y el occidente del Bajío concentraban el 45 por ciento de la superficie demandante de agroquímicos y mostraban un ritmo de crecimiento más alto en relación con otros espacios de importancia (Celaya, León, Querétaro y Silao).
En paralelo a la presencia de fertilizantes químicos, los gobiernos locales y la Federación se preocuparon por fomentar mecanismos de preservación del suelo, así como instituciones encargadas de brindar asesoría a productores. Para ello se crearon en los años cincuenta los “Distritos de Conservación” y el Servicio de Extensión. ¿Cuál era la importancia de ambos organismos en la consolidación de la agricultura empresarial del Bajío? El primero funcionó como una instancia de difusión entre agricultores privados, que informaba las ventajas generadas por el buen manejo del suelo para la ampliación de su estructura productiva y la posibilidad de acceso a créditos y programas de encadenamiento con la industria. El discurso manifestaba que el resultado de las nuevas prácticas reducía el desperdicio y la erosión, y en contraste aumentaba las ganancias y posibilitaba una ampliación en sus rubros de inversión.21
Así, pues, la conservación de suelos iba de la mano de su aprovechamiento por medio de fertilizantes e insumos químicos. Fue una preocupación central en el Bajío, dada la explotación de sus tierras desde siglos atrás, su desgaste y los posibles rendimientos decrecientes generados por la permanencia de métodos tradicionales de cultivo, que poco o nada regeneraban la composición física y la fertilidad de la tierra. A principios del siglo XX, la erosión era un fenómeno de relativa importancia dentro del sistema agrícola, pero en la segunda mitad de la centuria la propaganda y la creación del Distrito de Conservación en Celaya evidenciaron su importancia.22
Si bien en el Bajío se implementaron tempranamente campañas de fertilización, fue a mediados de 1950 cuando se manifestó que la poca asistencia técnica en materia de producción (años con mayores retrocesos en el volumen de algunos cultivos) requería procesos más intensivos de experimentación y servicios de extensión que capacitaran en corto plazo a productores sobre las ventajas del uso de fertilizantes y sus diversos mecanismos de aplicación.23
En respuesta a lo anterior, el Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas, a principios de los años sesenta, promovió en el Bajío un programa de extensión y experimentación destinado a acelerar la adopción de tecnología adecuada e insumos necesarios para la recuperación y manejo de nutrimentos esenciales del suelo en unidades de producción de maíz y trigo. El desarrollo de este tipo de proyectos se justificó en la importancia de dicho espacio en materia agrícola, la considerable interconexión a través de la red carretera y el sistema férreo, y los valores relativamente homogéneos en los niveles de precipitación registrados entre León-Irapuato-Pénjamo-La Piedad-Yurécuaro. Los trabajos se concentraron en demostrar la variación en materia de productividad obtenida tras la aplicación de abonos nitrogenados y fosfóricos, así como las mejoras en el desarrollo vegetativo de semillas con ciertas particularidades. Se instauraron 47 campos experimentales entre 1962 y 1963, acompañados de diez estaciones meteorológicas, donde se lograron incrementos en rendimiento y suficiente margen de ganancia a pesar de los costos inherentes al proceso de fertilización ($5,16 pesos por kilogramo, que incluían el valor del abono, su transporte hacia el área rural, la aplicación y la cosecha) (Rodríguez y Laird, 1965, pp. 3-33).
La difusión de insumos agroquímicos se concebía como la principal alternativa para alcanzar el ritmo de producción agropecuaria exigido por la demanda urbana, el crecimiento demográfico y los eslabones agroindustriales. Los avances en el consumo de abonos y la instauración de organismos de aprendizaje en lugares clave confirman la intensidad que tuvo la transformación del modelo agropecuario y sus resultados exitosos para los agronegocios, intereses empresariales y políticos, que motivaron la adopción de los programas biotecnológicos y a su vez indujeron a una homogenización en las prácticas y técnicas de cultivo.
Defensa agrícola y control de plagas, elemento esencial en el desempeño agropecuario
La preocupación de agricultores e instituciones por el problema causado al agro por la propagación de enfermedades y plagas se acentuó en los años de la posguerra, período en el cual se observaba una mayor participación del Bajío en el empleo de sustancias químicas como insecticidas y fungicidas. Se exponía un vínculo entre agricultura intensiva, valores productivos y el manejo de insumos, cuya función era controlar pérdidas de las cosechas y asegurar rendimientos crecientes. Su reconversión productiva no sólo incluía la compra de equipos y el manejo del suelo, sino que también implicaba la lucha contra epidemias y el cuidado de las plantas.
Lo anterior fue resultado de varios episodios de plagas que tuvieron lugar en los años cuarenta y cincuenta, así como su expansión territorial en regiones de tradición agropecuaria debido a su rápida adaptación climática. En el Bajío se identificaron al menos tres tipos de azotes, cada uno presente en distintos subespacios: el chapulín, con arraigo hacia el norte de Michoacán y una parte de Querétaro; el gusano (polilla), situado en áreas de riego como el Distrito de Lerma; y la rata de campo, que tuvo un mayor impacto por su vertiginosa reproducción hacia el Bajío zamorano, la Ciénega de Chapala y el sur queretano, y afectó principalmente a cultivos como el trigo, maíz, garbanzo, papa y alfalfa.24
Ciertamente dicho proceso de reestructuración del agro no fue exclusivo del Bajío. Diversos estudios plantean que el cambio hacia un modelo agrícola de acumulación durante los años cuarenta y cincuenta propiciaba la producción de cultivos con prácticas mecanizadas y métodos químicos, que paulatinamente mostraron las bondades de nuevas variedades de semillas e insumos inorgánicos en cuanto a suficiencia alimentaria, exigencias del mercado internacional y pautas del producto requerido por la agroindustria transnacional y nacional que se estaba forjando.
Desde la década de los cuarenta se implementó el Decreto federal que reguló el funcionamiento de Comités Regionales de Defensa Agrícola. Sin embargo, los planes, tanto de inversión como acción sobre el manejo de plagas, se intensificaron a partir de 1950, a consecuencia del avance en el conocimiento científico que tuvo la Oficina de Estudios Especiales (OEE) acerca de la distribución de las epidemias, sus ciclos biológicos y su capacidad de adaptación al medio.25
En el Bajío, uno de los primeros comités se instauró en León, conformado por delegados de las Secretarías de Agricultura y Economía Nacional, representantes del Banco Nacional de Crédito Ejidal, Asociaciones de Productores Locales, Cámara de Comercio, Sindicato de Camioneros de Carga y miembros del gobierno estatal y municipal. Sus objetivos eran realizar campañas contra enfermedades e intervenir en los procesos productivos y distributivos agrícolas.
Para mediados de siglo se reportaban 3391 Juntas de Defensa en todo el territorio nacional y se concentraban 259 en el espacio estudiado. Sus funciones fueron cooperar con el Comité en los servicios de fumigación y desinfección (primordialmente semillas), y el desarrollo de investigaciones técnico-biológicas centradas en instrumentos de control, prevención y combate.26
La intervención mediante Delegaciones Fitosanitarias se llevó a cabo con más regularidad entre 1947 y 1957. Los trabajos se enfocaron inicialmente en la desinfección de semillas y propaganda de prevención de productos como maíz y frijol, principales afectados por el amplio alcance de las plagas. Luego, conforme el aumento en el presupuesto destinado al rubro, se emprendieron, en primer lugar, labores de inspección y sanidad en cultivos comerciales (papa, alfalfa, jitomate) a través de huertos o estaciones de experimentación; y en segundo lugar, investigaciones en torno a la composición de las plagas y la prueba de sustancias tóxicas y fórmulas elaboradas para su combate, las cuales se difundieron por medio de boletines y folletos entregados a productores, la donación de dosis de las sustancias y la capacitación sobre su aplicación, más acciones de casas comerciales intermediarias de industrias norteamericanas, todo lo cual tuvo gran acogida en medianos y grandes propietarios.27
El papel de las Juntas se reafirmó a principios de los cincuenta, al igual que su dependencia y carácter de intermediario hacia la Dirección de Defensa Agrícola de la Secretaría de Agricultura y Ganadería. Su función se focalizaba en informar al ente nacional sobre la efectividad y la ventaja económica de los métodos utilizados para el manejo de enfermedades a nivel regional. En esos informes debían incluirse la evolución y el estado de las plagas. A su vez, se comisionaba la venta y/o entrega de equipos de aspersión y mezcla.28
El modelo y programa de manejo efectuado incluía el financiamiento estatal y la participación municipal. Este aspecto fue de vital importancia en tanto los montos de inversión eran considerables, conforme el costo de los insecticidas y el impacto de la epidemia en cuanto superficie, volumen y tipo de cultivo. A la par, se reiteraba que las acciones de previsión y vigilancia no se focalizaban en una o dos propiedades, sino en toda la zona invadida, lo cual encarecía gastos en salarios, utensilios y fórmulas. Así, pues, la contribución se circunscribió en tres instancias: la Federación aportaba lo correspondiente a asesoría técnica e instrumentos agrícolas; las Juntas de Defensa local pagaban el valor de los fungicidas y los gobiernos locales costeaban operarios y empleados (ingenieros).29
Aunque los paquetes tecnológicos impulsados en el Bajío contemplaron y vincularon en diferentes niveles los tipos de explotación y propietarios presentes en la región, la tradición histórica de ejidos en municipios abajeños, donde el reparto tuvo una mayor acogida (fue el caso de Salvatierra, Yuriria, Villagrán y Silao), evidencia la resistencia de ciertas unidades productivas y de actores hacia los requerimientos de las políticas en años posteriores a 1950. Mantuvieron formas de organización local vinculadas a un núcleo agrario que optó por preservar la producción de granos básicos en sus parcelas, más allá de permanecer excluidos de la prometedora intensificación del modelo agrícola regional (Ruíz, 2008; Gómez García y Patiño, 2021).
Consideraciones finales
En el Bajío, la heterogeneidad en la composición de los suelos, su uso diferenciado y la diversidad en la actividad agropecuaria (Zamora, el Distrito Económico de Celaya, el área circunvecina de León e Irapuato y el distrito económico sur de Querétaro) demandaron el desarrollo y la aplicabilidad de diversas técnicas productivas. No obstante, su acceso dependía en gran parte del nivel de inversión, los programas estatales y del tipo de producción. Así, pues, se observa una concentración del cambio tecnológico en espacios dedicados a cultivos comerciales y en áreas con altos índices de productividad que demandaban más labor y fuerza, donde las empresas agrícolas y los propietarios privados tenían mayor participación. Bajo esa perspectiva, se evidencia que la capacitación ofertada por los Bancos oficiales en manejo y mantenimiento se direccionó a localidades de alto rendimiento agrícola, con presencia de agricultores cuyo contacto previo con maquinaria y equipo facilitaba el aprendizaje o el acondicionamiento del terreno.
El desarrollo de la agricultura empresarial en el Bajío estuvo vinculado, entre otros factores, al cambio tecnológico implementado en el sector primario y a la inversión pública en los procesos tecnocientíficos que adaptaron la dotación de recursos y las características regionales a una estructura productiva intensiva, en la que el capital privado cumplió un papel fundamental. El avance en el conocimiento científico emergente del campo agronómico y mecánico contribuyó a la formación de procedimientos e instrumentos que permitían al agricultor control sobre el ciclo agrícola y sus componentes esenciales (semillas, suelo y agua). Así, pues, el manejo genético de nuevas variedades, la explotación sistemática del recurso hídrico y el uso de maquinaria o herramientas relacionadas con labores del campo fomentaron una especialización productiva y el despliegue de prácticas empresariales de producción agropecuaria.
La expansión y auge de una trayectoria agrícola empresarial en el Bajío permite destacar procesos cuya continuidad e interrelación determinaron su éxito. La política de gran y pequeña irrigación promulgada desde el gobierno federal y apoyada por parte de las autoridades locales modificó sustancialmente la composición económica y las prácticas productivas de sus subespacios. A la vez, se acompañó de una reorganización institucional que coadyuvó a la formulación y desarrollo de planes sustentados en los componentes de la Revolución Verde, su enfoque de investigación y labor experimental con semillas, fertilizantes, plaguicidas, y el uso de maquinaria.
La concreción y los efectos en la adopción y difusión de los paquetes biotecnológicos y de fitomejoramiento se identificaron en datos e indicadores de productividad (rendimiento por hectárea y volumen), que mostraron una tendencia positiva en los principales cultivos comerciales del Bajío. El discurso modernizador de la agricultura se ratificó en los resultados prometedores obtenidos por aquellas unidades, donde se materializaron de manera escalonada los nuevos patrones de cultivo (adaptación de simientes, mecanización y pruebas de insumos agroquímicos). Si bien los beneficios de las tecnologías aprovecharon la suficiencia del recurso hídrico en Distritos de Riego, y por ende se concentraron en dichas áreas, un factor central fueron los niveles de capitalización por parte de los productores, quienes para aquel entonces manifestaban altas expectativas, pues el empleo de una nueva racionalidad agronómica en el sector aseguraba buen desempeño y estabilidad a mediano plazo, lo que brindaba una solución al riesgo de pérdida constante expuesto desde años atrás por la agricultura tradicional y de temporal.
En ese orden de ideas, la especificidad del proceso y la interpretación empírica en torno al Bajío como un caso regional de importancia para el contexto mexicano posterior a los años cuarenta evidenciaron, primero, que la uniformidad y consenso en las estrategias políticas de los gobiernos de las tres entidades (Michoacán, Guanajuato y Querétaro) fue condición necesaria para la reciprocidad en la asistencia técnica entre sus centros de experimentación, el diseño y propaganda tendiente a impulsar la especialización, la cercanía de intereses empresariales vía asociacionismos y la acentuada definición del agro como actividad garante de su dinámica económica (integración comercial de bienes agropecuarios, constitución de proyectos agroindustriales, atención de la demanda urbana e incursión de empresarios y productores en cadenas agregadas, principalmente ganaderas).
Por último, la reconversión de la agricultura en el Bajío definió la geografía económica de sus cultivos dominantes y la interdependencia de las ciudades clave con zonas intermedias rurales y urbanas. Asimismo, la adopción de los cambios tecnológicos y nuevas estrategias de explotación se aglomeraron en las áreas que presentaban mayor rentabilidad y rendimiento, donde las empresas y el sector privado tuvieron más participación.