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Espacios en blanco. Serie indagaciones

Print version ISSN 1515-9485

Espac. blanco, Ser. indagaciones vol.21 no.1 Tandil Jan./June 2011

 

DOSSIER: LA PSICOLOGÍA SOCIAL ANTE LOS PROBLEMAS Y DESAFÍOS DE LAS SOCIEDADES CONTEMPORÁNEAS

Acoso laboral y conductas incívicas: una perspectiva desde la psicología social

Workplace harassment and uncivil behaviour: a perspective from social psychology

 

José Francisco Morales*, Gabriela Topa Cantisano** y Marco Depolo***

* Doctor en Psicología, estudios Postdoctorales en Psicología Social. Catedrático de Psicología Social, Facultad de Psicología, Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, España. E- mail: jmorales@psi.uned.es
** Doctor en Psicología. Catedrático de la Facultad de Psicología, Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, España.
*** Doctor en Psicología. Catedrático de la Università degli Studi di Bologna.

 


Resumen

Se presta atención a las conductas incívicas en el lugar de trabajo y se hace hincapié en sus dos características fundamentales: baja intensidad y ambigüedad con respecto a intención de causar daño. Pese a esta baja intensidad, provoca consecuencias tan perjudiciales para las víctimas como las conductas generales de acoso en el lugar de trabajo. Sus efectos se extienden también a los compañeros de trabajo y a la organización en su conjunto. Es importante el papel desempeñado por el contexto (cultural, social, organizacional y grupal) como determinante de las conductas incívicas, al igual que el poder en la organización, un recurso que usan los instigadores para realizar conductas de acoso y para protegerse contra las denuncias de las víctimas de tales conductas. Por último, se sugieren nuevas vías para extender esta investigación y profundizar en algunos aspectos todavía por descubrir.

Palabras clave: Acoso generalizado en el lugar de trabajo; Conducta antisocial del empleado; Conducta incívica; Contexto organizacional; Estrés del observador.

Abstract

This paper focuses on incivility in the workplace, emphasizing its two defining characteristics: low intensity and ambiguity with respect to intent to harm. (), Despite its low intensity, its consequences for the victims are as detrimental as the ones caused by other types of harassment in the workplace, and effects on bystanders, and on the organization as a whole, are also observed . In addition, it is argued that social, organizational, and group contexts are determinants of incivility, and especial attention is given to the role played by power in the organization, as an important resource used by instigators both to initiate harassment behaviors and to protect themselves against victims’ voice. Finally, some lines for future research are suggested.

Key Words: Antisocial employee behavior; Bystander stress; Generalized workplace harassment; Incivility; Organizational context.


 

La agresión es una de las cuestiones más intensamente investigadas por la Psicología. Buena prueba de ello es que ya en las primeras monografías publicadas sobre agresión aparecen representadas todas las orientaciones teóricas de importancia en la disciplina (véase, a modo de ejemplo, Buss, 1961). El progreso realizado con el paso de los años se ha concretado en dos aspectos fundamentales, entre otros: incorporación al estudio de la agresión de los nuevos desarrollos teóricos en Psicología y la notable estilización del propio concepto de agresión. Esto se aprecia con claridad en la monografía de Baron y Richardson, publicada en 1994, más de treinta años después de la de Buss.

Con respecto al primer aspecto, cabe señalar que la reciente revisión de Bushman y Huesmann (2010) examina siete grandes orientaciones teóricas que han generado investigación sobre la agresión: Teorías Instintivistas y Psicoanálisis, Frustración-Agresión, Teorías del Aprendizaje, Teoría de la Estimulación Aversiva, Modelos socio-cognitivos y Procesamiento de Información, Teoría del Aprendizaje Observacional y Teoría del Vaciamiento del Ego. Hogg y Vaughan (2010:446-455), por su parte, añaden a la lista anterior la Transferencia de la Excitación y Fiske (2010:404-421) los Sesgos Atribucionales Hostiles, la Rabia Narcisista y la Cultura del Honor.

La estilización se manifiesta en la contextualización de las conductas de agresión. Ya no se habla solo de agresión en general, sino de violencia doméstica, es decir, agresión en el ámbito familiar, de violencia institucionalizada, promovida por el Estado (ambas estudiadas en Hogg y Vaughan, 2010:474-476), de maltrato o abuso psicológico del cónyuge (Fiske, 2010:419) y, lo que más nos interesa en este momento, de "violencia en el lugar de trabajo" (Idem, 2010:418-419). En todos estos casos se trata de conductas de agresión, pero circunscriptas a ámbitos concretos de interacción. Lo que pretende este artículo es contribuir a la comprensión de la última cuestión mencionada, la de "violencia en el lugar de trabajo", desde una perspectiva psicosocial.

Las experiencias negativas en las organizaciones

Andersson y Pearson (1999;456), al acuñar el concepto de "conducta desviada del empleado", crean, desde nuestro punto de vista, un marco teórico general para el estudio de las conductas agresivas en las organizaciones. El supuesto básico es que existen en las organizaciones normas de conducta cívica y respeto, De ahí la definición de conducta desviada del empleado como aquella "conducta voluntaria que viola normas organizacionales significativas y, al hacerlo, amenaza el bienestar de una organización, de sus miembros, o de ambos". De la existencia de dichas normas se hacen eco muchos autores, como, por ejemplo, Cortina y Magley (2009:273), cuya interpretación de las normas organizacionales de respeto interpersonal es que reflejan una comprensión compartida de moralidad y comunidad.

No todas las conductas desviadas tienen que ver con la violencia y la agresión, pero la violencia y la agresión en el lugar de trabajo pertenecen a la categoría general de conducta desviada. Por otra parte, no todas las conductas agresivas, en las que hay intencionalidad de causar daño, son físicamente violentas. A ello hay que añadir que muchas conductas desviadas que causan daño carecen de intencionalidad o, lo que todavía complica más las cosas, su intencionalidad es ambigua o dudosa para un observador externo. Estas dificultades de conceptualización las tratan de resolver Andersson y Pearson (1999:456, Figura 1) con un gráfico en el que la agresión en el lugar de trabajo es un subconjunto de la categoría más general de conducta desviada, la violencia, como conducta físicamente agresiva de alta intensidad es un subconjunto de la agresión, y las conductas incívicas (a partir de ahora conductas I) están representadas como una intersección entre la agresión y la conducta desviada.

Las conductas I

Es mérito de Andersson y Pearson (1999:453) el haber sido los primeros autores en llamar la atención sobre la escasa investigación realizada en torno a las formas menores de maltrato: las conductas I. Ejemplos clásicos serían los siguientes (aunque, evidentemente, no los únicos): "se me ignoró o se me dejó de hablar"(es decir, el "tratamiento silencioso"), "se puso en duda mi juicio en un asunto del que era responsable", "se me ocultó información necesaria para poder desarrollar correctamente mi trabajo", "no se me dio la recompensa o el reconocimiento que merecía", "se me excluyó de una reunión informal", "no se mencionó mi nombre en un acto público destinado a alabar a todos los miembros de mi equipo". Estas conductas representan, como señala Cortina (2008:56), solo un subconjunto de la conducta antisocial del empleado y, además, de menor intensidad que la de la agresión (véase Lim, Cortina y Magley, 2008:96), lo cual no les resta importancia.

Su presencia es generalizada en las organizaciones: así el 71% de una muestra de empleados de juzgados, el 75% de una muestra de empleados de universidad y el 79% de una muestra de una agencia sancionadora de la ley habían sufrido, según propia confesión, alguna forma de conducta I en el trabajo en años recientes (Cortina, 2008:56). Entre los investigadores que han encontrado tasas similares de conductas están Andersson y Pearson, que ya en 1999 aludían a tres investigaciones realizadas en organizaciones de distinto tipo. En los tres casos, al menos un tercio de los participantes habían estado expuestos a este tipo de conductas.

Aunque resulta tentador descontar las conductas I como relativamente insignificantes, hacerlo sería un importante error. En las organizaciones, los incidentes violentos suelen ir precedidos por violaciones de normas. Una conducta I, en la medida que supone una ruptura de las normas de respeto mutuo, tiende a generar percepciones de injusticia interactiva, lleva a las personas a caer en la cuenta de que en esa organización las normas relativas al decoro, la consideración y la educación son objeto de menosprecio. Parece lógica la conclusión a la que llegan varios autores: los actos I tienen la capacidad de iniciar una espiral de actos agresivos (véase Andersson y Pearson, 1999:458; Lim, Cortina y Magley, 2008:96).

Tipos de conductas I

Las conductas I "de arriba abajo" proceden de las personas de alto estatus y se diferencian de las que cabe denominar "laterales", que proceden de los iguales (Caza y Cortina, 2007:336). Se trata de una distinción con sentido psicológico, ya que, como sugiere Black (1976) en su "Teoría de la desviación hacia arriba", existen interacciones entre poder y voz (o protesta). Así, cuando las víctimas de las conductas I hacen pública su protesta y deciden llevarla hasta instancias externas como el juzgado o a la prensa, la reacción de los demás trabajadores es fuertemente negativa: tienden a ver esas acciones de protesta como transgresoras de la norma. Ahora bien, la reacción negativa será tanto más intensa cuando más elevada sea la posición en el organigrama de la persona contra la que va dirigida la protesta por haber sido el instigador de la conducta I (Caza y Cortina, 2003:249).

Se dice que las conductas I son "generales" cuando tienen más o menos la misma probabilidad de afectar a cualquier trabajador. Pero hay conductas I "específicas", como señala Cortina en su trabajo de 2008. Son aquellas que constituyen expresiones de sesgo de género y racial en el lugar de trabajo. Es decir, no todos los empleados tienen lo que podría denominarse "igualdad de oportunidades" frente a las conductas I. En los Estados Unidos, por ejemplo, se ha constatado que las empleadas mujeres y los empleados de minorías étnicas tienen más probabilidades de experimentarlas que los varones y las personas blancas.

La ambigüedad de las conductas I

Lo anterior conecta con la cuestión crucial de la ambigüedad de las conductas I. En muchos casos, conductas como interrumpir a un empleado, excluir a un empleado de una reunión informal o no nombrar a un empleado cuando se está alabando la labor de los miembros de su equipo, se podrían atribuir a muchos factores que poco o nada tienen que ver con la intención de causar daño. El instigador puede alegar descuido o despiste, presión temporal, hipersensibilidad de la víctima, entre otros. En casos así, sería difícil para un observador etiquetar tales conductas como discriminatorias. La ambigüedad convierte a estas conductas en medios a través de los cuales resulta sencillo maltratar a los empleados al mismo tiempo que se mantiene una imagen no prejuiciosa de sí mismo y de otros.

El papel del contexto

Como se ha señalado antes, se produjo un giro en la evolución de los estudios sobre agresión cuando se dejó de ver al contexto como algo meramente externo y comenzó a tomarse en consideración. También en este punto es pionero el trabajo de Andersson y Pearson (1999:453) que vincula la prevalencia de las conductas I con el hecho de que la era actual sea, en su opinión, la era "del todo vale", un periodo en el que las personas tendemos a saltarnos las citas sin darle la más mínima importancia, a marcar números equivocados al llamar por teléfono y colgar luego de golpe cuando nos contesta la persona a la que hemos molestado, a conducir acosando al vehículo que llevamos delante, en resumen, un periodo en el que predomina la rudeza y la falta de cortesía y en la que nadie "quiere hacer un juicio, imponer un criterio o decir que una conducta es inaceptable".

Contexto societal, organizacional y grupal

En los Estados Unidos, todavía hoy los varones y los euroamericanos (blancos) tienden a desempeñar mejores trabajos que las mujeres y las minorías étnicas (Cortina, 2008:61), lo que muestra que ninguna organización es una isla. Al contrario, es un reflejo de su sociedad y de su cultura. Los empleados que llegan a la organización traen consigo un pesado bagaje cultural y social que procede de interacciones en otros contextos sociales y que impacta sobre su conducta en la organización (Scott, 1992).

La organización es en sí misma un contexto de las conductas I, al menos en los tres aspectos señalados por Cortina: su política antidiscriminatoria (o la ausencia de ella), la actitud de los líderes de la organización y las normas del grupo o equipo de trabajo. Así, la ausencia de sanciones a las personas que discriminan, o una tibieza en su aplicación, llevará a los empleados a inferir que la organización apoya de forma implícita o explícita la discriminación (2008:62-63). Si se parte de la base de que los empleados llegan a la organización con las actitudes estereotípicas imperantes en su cultura, la escena está preparada para que manifiesten esos sesgos.

Por lo que se refiere al acoso sexual, se ha demostrado el papel fundamental que juega la percepción de la tolerancia de la organización en este punto. Por ejemplo, en una investigación se encontró que se exacerbaba el estrés de observador de las mujeres cuando percibían que su organización toleraba el acoso sexual. En la investigación realizada por Hunter Williams, Fitzgerald y Drasgow (1999), los procedimientos organizacionales percibidos como permisivos de acoso sexual ejercían un impacto negativo directo sobre los empleados varones y empleadas mujeres militares, incluso después de controlar la exposición personal al acoso sexual. Es digno de subrayar que esta investigación se centraba en percepciones individuales de permisividad organizacional, no en acciones organizacionales reales. Cabe, por lo tanto, inferir que si bien es cierto que las percepciones de los empleados no siempre reflejan la realidad organizacional, tales percepciones individuales generan daño individual. También los resultados obtenidos por Miner-Rubino y Cortina (2004:109) permiten afirmar que la permisividad del acoso sexual puede llevar directamente a consecuencias negativas entre los miembros de la organización.

Ahora bien, si existen sanciones pero no hay líderes fuertes, es decir, líderes que establezcan un tono antidiscriminatorio para toda la organización, será probable que aparezcan conductas discriminatorias, ya que los empleados observan a sus líderes y buscan en ellos pistas sobre las conductas aceptables. Los problemas de discriminación tenderán a disminuir cuando las figuras de autoridad de la organización establezcan expectativas claras de conducta respetuosa, prediquen con el ejemplo e investiguen las quejas por discriminación y castiguen a las personas que discriminan. El papel que juega el líder es tan decisivo que se abordará de manera específica más adelante (en el apartado "Poder y Justicia Interaccional").

La importancia de las normas de grupo reside en que no sólo definen la realidad para los miembros del grupo sino que también sirven para indicarles a éstos la forma de obtener la aprobación de los otros miembros y evitar sus críticas. El resultado es el conocido hecho del conformismo y la influencia social, visibles en la adaptación de las personas a las cogniciones, emociones y conductas que facilitan el ajuste al grupo. Si éstas son sesgadas, las conductas discriminatorias serán más probables (Cortina, 2008:62).

Andersson y Pearson (1999) ya habían teorizado sobre el efecto del entorno grupal, al afirmar que el simple hecho de ser testigo de conductas I podría alentar una "espiral de I", en otras palabras, haría que la conducta I fuese cada vez más hostil y acabase por afectar a todo el entorno de trabajo hasta convertirse en una característica definitoria del clima. El resultado sería un contexto generalmente estresante que afecta a todo el grupo, incluidos los miembros que no son blanco directo de las conductas I. Una buena prueba de esta afirmación teórica es el resultado del trabajo de Glomb y Liao (2003) en el que se encontró que el nivel medio de agresión en un grupo de trabajo (tras descontar a la víctima individual) pronosticaba los informes del grado en que los empleados se sentían afectados por la agresión (véase también Lim, Cortina y Magley, 2008:96).

Poder y justicia interaccional

Como es lógico, en las conductas I existe siempre un instigador. La posición de éste en la jerarquía organizacional y su poder influye en el grado de amenaza percibido por el blanco de la conducta. E igual importancia, si no más, que el estatus social absoluto del instigador, es su estatus en relación con la víctima. Un instigador con autoridad formal sobre la víctima tiene poder legítimo derivado de la jerarquía estructural de la organización. Al sentirse indefensa, es probable que se acentúe para la víctima el carácter negativo de la conducta I (véase Cortina y Magley, 2009:274). Los trabajos de Aquino, Tripp y Bies (2001, 2006) y de Aquino y Douglas (2003), que han examinado de manera exhaustiva la forma en que el estatus influye en las respuestas de las personas al maltrato, indican, en efecto, que tanto el estatus jerárquico como el estatus generacional tienen consecuencias sobre la forma en que las personas responden al maltrato. Dentro del contexto organizacional, las personas que disfrutan de recursos sociales y organizacionales tendrían más probabilidad de abusar del poder (Pryor y Whalen, 1997).

Barling (1996) señaló que una comprensión plena de la violencia en el lugar de trabajo tiene necesariamente que tomar en consideración a las víctimas o blancos. Cortina, Magley, Hunter Williams y Langhout (2001:66) postulan que lo mismo se aplica a la I en el lugar de trabajo. La teoría del poder social sugiere que algunas manifestaciones de I en el lugar de trabajo pueden funcionar como medio de afirmar el propio poder. Así pues, las personas que carecen de recursos corren mayor riesgo de que el poder se ejerza en su contra. Aplicado a un contexto organizacional, significa que los empleados con menos poder social son más vulnerables al abuso.

La falta de poder resta autoeficacia. Las personas con bajo poder no esperan que sus acciones tengan consecuencias. Experimentan indefensión aprendida, o una falta percibida de control sobre su entorno, por lo que se sienten más vulnerables a los sucesos que ocurren en torno a ellos. A medida que su poder social disminuye, los empleados valorarán los sucesos I como menos controlables y más amenazantes y, por ello, más estresantes (véase Cortina y Magley, 2009:274).

La justicia interaccional se centra en las percepciones de tratamiento injusto por parte de figuras de autoridad durante la puesta en práctica de procedimientos organizacionales (Caza y Cortina, 2007:337). La investigación indica que las percepciones de injusticia interaccional generan un número de respuestas negativas emocionales, actitudinales y conductuales de las personas. En la literatura sobre justicia organizacional, los juicios de justicia se basan en evaluaciones del tratamiento dispensado por figuras de autoridad o personas que toman decisiones: la conducta de los iguales no entra en ese discurso. De ello se deduce que sólo las conductas I de "arriba abajo" pueden desencadenar percepciones de injusticia interaccional. En resumen, la teoría organizacional apoya la noción de que I instigada desde arriba, es decir, desde una persona de alto estatus, provocará probablemente una percepción de injusticia interaccional. De aquí se deduce que la conducta I es más amplia que la injusticia interaccional, la cual se refiere específicamente a la injusticia o la insensibilidad que muestran los líderes a la hora de poner en práctica procedimientos organizacionales (Cortina y Magley, 2009:273).

Consecuencias

El estudio de las conductas I se justifica por el peaje que obliga a pagar a la organización en la que tienen lugar, es decir, por las consecuencias negativas que acarrea para los resultados organizativos, entre las que se destacan el descenso de la productividad, la insatisfacción con el trabajo, el aumento del absentismo y de la probabilidad de abandono del puesto de trabajo y el empeoramiento del clima laboral general. En los siguientes apartados se presentan de forma ordenada los hallazgos que sobre esta cuestión han obtenido las investigaciones realizadas. Comenzaremos con los que nuestro equipo de investigación ha puesto de relieve en publicaciones recientes.

Los estudios de Topa y colaboradores sobre acoso laboral

El estudio de Topa, Morales y Gallastegui (2006) se basó en entrevistar a miembros de Cuerpos de Emergencias y Seguridad del Estado español (bomberos, soldados profesionales, miembros de Protección Civil). Se encontró que el acoso influía negativamente sobre la satisfacción laboral, en primer término, y en menor medida sobre el compromiso de los empleados con la empresa y las conductas de ciudadanía, es decir, sobre los comportamientos voluntarios y discrecionales que contribuyen, a medio y largo plazo, al logro de los objetivos de la organización.

El meta-análisis de Topa, Depolo y Morales (2007), que se basó en 93 muestras independientes, puso de manifiesto relaciones claramente significativas entre el acoso laboral y las consecuencias personales y organizacionales, con un patrón de relaciones negativas con los resultados deseables y positivas con las consecuencias indeseables. Específicamente, y en el plano personal, se encontraron relaciones positivas con los problemas de salud (r =.18), con el malestar psicológico (r =.20), con el estrés (r =.31), y con la depresión (r =.21), mientras que en el plano organizacional, la relación positiva con la intención de abandono del puesto era de r =.17, con el absentismo de r =.20 y con la negligencia en las tareas del puesto de r =.30.

En cuanto a los resultados deseables, el patrón encontrado mostraba relaciones negativas con la satisfacción laboral (r =-.20), con el compromiso organizacional (r =-.21), con el rendimiento (r =-.29) y con las conductas de ciudadanía (r =-.35). Se podría incluso hablar de una gradación en las relaciones negativas, de una especie de abanico que, desde las conductas que es obligado manifestar en el puesto de trabajo, como el rendimiento, cuya ausencia no sería tolerable por parte de la organización, progresa hasta alcanzar más tarde y más intensamente aquellos comportamientos discrecionales y voluntarios, a los que no se puede obligar al trabajador ni, consecuentemente, penalizarlo si no los manifiesta. Sin embargo, el auténtico problema para las organizaciones radica justamente ahí, puesto que hoy en día casi ninguna empresa ni institución puede aspirar a alcanzar sus objetivos sin la implicación de los trabajadores en la ejecución de comportamientos cívicos que vayan más allá del rendimiento pautado. Si la empresa ve limitada la contribución de sus miembros a aquellas tareas estrictamente prescriptas en el puesto de trabajo, las bases sobre las que se apoya su éxito y productividad estarán menguadas a mediano y largo plazo.

El meta-análisis posterior de Topa, Morales y Depolo (2008), centrado en el acoso sexual, ratifica el mismo patrón de hallazgos ya señalado y añade el impacto negativo del acoso sobre la satisfacción de la víctima con su supervisor y sus compañeros. En ambos casos, como es de esperar, esta influencia es negativa y de similar intensidad, con un impacto (r =.-25) sobre la satisfacción con el jefe ligeramente menor que sobre la satisfacción con los colegas (r =.-26). Los estudios incluidos en esta revisión también aportan relaciones positivas entre la percepción de ser víctima de acoso sexual y la ansiedad (r =.19).

Por último, un estudio más reciente con 388 profesionales de enfermería (Topa, Moriano y Morales, 2009) encuentra que el apoyo grupal ejerce un efecto amortiguador sobre el acoso laboral (r =.-38) y personal (r =.-25), muestra relaciones negativas con valores medios, pero estadísticamente significativos, mientras que no se verifica una influencia similar sobre el acoso sexual.

Las conductas I en comparación con otras conductas de acoso más graves

Como se señaló al inicio de este trabajo, las conductas I comparten con la agresión el hecho de ser una conducta desviada, si bien presentan dos características que las singularizan: son menos intensas y están dotadas de ambigüedad en lo que atañe a su intención de causar daño (Andersson y Pearson, 1999:457). Pues bien, en una encuesta realizada en los Estados Unidos, el 93% de los participantes de una muestra representativa nacional afirmaba que las conductas I constituyen un problema grave (ídem:452). A primera vista, conductas aparentemente mínimas como permanecer de pie en la puerta de un despacho esperando impaciente a que la persona, que no nos ha llamado ni invitado, acabe de hablar por teléfono, tirar basura al suelo con la clara intención de que la recoja el servicio de mantenimiento y hablar a voces por teléfono comentando asuntos personales (ídem:453) parecen conductas irrelevantes e insignificantes. Lo cierto es que, a medida que aumenta la complejidad de la interacción en el lugar de trabajo, la conducta descortés adquiere nuevos matices: cada vez hay un número mayor de formas de mostrar falta de respeto hacia los compañeros de trabajo.

Cabe preguntarse, además, si estas formas menos intensas de maltrato pueden ser precursoras de actos más intensos, abiertamente agresivos y/o violentos. En la encuesta a la muestra representativa nacional mencionada antes, el 91% de los participantes (estadounidenses) creían que las conductas I habían contribuido al incremento de la violencia en ese país. Algunas investigaciones empíricas han verificado esta creencia. Por ejemplo, los investigadores han mostrado que las conductas I están altamente correlacionadas con el delito, y que progresan en un proceso de espiral ascendente hasta niveles graves. Así pues, las conductas I en el lugar de trabajo son, con elevada frecuencia, precursoras de actos más intensos y abiertamente agresivos en el lugar de trabajo.

Los datos cualitativos sugieren que, en muchas ocasiones, las conductas I y el sesgo de género son una y la misma cosa. En concreto, Cortina y colaboradores (2002), examinaron las experiencias interpersonales de 4.608 abogadas que ejercían su profesión en tribunales federales. Las que reconocían haber sufrido algún episodio reciente de I en el lugar de trabajo proporcionaban también descripciones breves de conductas I que les habían afectado en mayor medida. Muchas mujeres detallaban experiencias de I que ellas personalmente atribuían al género, a pesar de que desde el punto de vista de un observador externo el maltrato no tenía carácter de género (véanse los testimonios de algunas de estas abogadas en Cortina, 2008:66).

Son varios los autores que proponen que las conductas I ejercerán efectos similares a los del acoso sexual sobre los resultados ocupacionales, psicológicos y de salud. Se han esbozado distintas explicaciones del proceso subyacente. Una de las más recientes es la de Lim, Magley y Cortina (2008:97) que cabría denominar "mediacional". Estas autoras se preguntan: ¿por qué las conductas I son capaces de producir los mismos resultados que las conductas de acoso? Y contestan a esta pregunta de la siguiente forma: porque tanto unas como otras producen una situación de poder desigual en las que la víctima siente que está sujeta de manera injusta a la humillación. El acoso de los colegas, y lo mismo el comportamiento I, puede evocar sentimientos de incomodidad y malestar que contribuyen a un sentimiento general de infelicidad e insatisfacción con los colegas y con aspectos del trabajo que están relacionados con el incidente. A la larga, estos sentimientos y percepciones negativas sobre el propio trabajo y sobre los colegas (es decir, la insatisfacción con el trabajo) pueden reducir la motivación para permanecer en él e incrementar los pensamientos de abandono de la organización. En otras palabras, la insatisfacción en el trabajo mediará con gran probabilidad el efecto de I sobre las intenciones de abandono.

La explicación avanzada por Cortina, Magley, Hunter-Williams y Langhout (2001:65) apela a un proceso diferente (aunque no incompatible), el llamado "efecto de bola de nieve", ya descripto por Andersson y Pearson (1999), que enlaza con las perspectivas de la literatura de estrés y afrontamiento sobre las molestias cotidianas. En esta literatura se sugiere que, cuando las molestias cotidianas alcanzan la valoración cognitiva de amenaza, pueden afectar de forma negativa al bienestar psicosomático. Una demostración empírica de que las conductas I caen dentro de esta categoría de "molestias cotidinas" la proporciona el trabajo de Cortina, Magley, Hunter-Williams y Langhout (op. cit.:75). En él se encontró que a una mayor frecuencia de experiencias de conducta irrespetuosa, insensible e incívica en el trabajo correspondía una menor satisfacción de los participantes con todos los aspectos de su empleo, en concreto, con sus trabajos, supervisores, compañeros de trabajo, paga y beneficios y oportunidades de ascenso. Junto a ello, las conductas I se relacionaban con una frecuencia más elevada de pensamientos sobre abandono del trabajo y mayor estrés psicológico (véase Tabla 1).

Tabla 1: Un resumen de los resultados relativos al efecto de las conductas I sobre SATISFACCIÓN, ABANDONO, IMPORTANCIA DE LA CARRERA Y ASPECTOS PSICOSOMÁTICOS

• SATISFACCIÓN: las conductas I pronosticaban de manera significativa cada uno de los cinco componentes de la satisfacción con el trabajo (más allá de los efectos de las variables demográficas personales y el estrés ocupacional), de manera que la satisfacción disminuía con el aumento de las conductas I (el porcentaje de la varianza explicada iba de un 3% para paga y beneficios hasta un 16% para satisfacción con el supervisor).

• ABANDONO: la puntuación en el WIS (escala que mide la intensidad de las conductas I) producía un incremento del 8% en la varianza explicada (las intenciones de cambiar de trabajo aumentaban cuando I era más frecuente).

• IMPORTANCIA DE LA CARRERA: Añadir las conductas I producía un cambio del 2% en la varianza explicada (la frecuencia de I se asociaba con una menor importancia).

• ASPECTOS PSICOSOMÁTICOS: la puntuación en el WIS producía un incremento del 2% en la varianza explicada (I parecía aumentar los sentimientos de estrés psicológico de los empleados, como por ejemplo, síntomas de depresión y ansiedad).

Obtenidos en la investigación de Cortina, Magley, Hunter-Williams y Langhout (2001:71-72).

Efectos indirectos, vicarios y sobre el clima organizacional de las conductas I

Una cuestión muy debatida en esta literatura sobre acoso en el lugar de trabajo es si los efectos negativos se circunscriben a la víctima directa o se extienden o generalizan a otros miembros de la organización. Se cita el trabajo de Glomb, Richman, Huhn, Drasgow, Schneider y Fitzgerald (1997) como uno de los primeros que se centraron en el estudio específico de esta cuestión. En éste se postulaba que el acoso sexual tiene la capacidad de crear un entorno estresante para todos en el grupo de trabajo, no sólo para la víctima individual. Ya Barling (1996) hablaba de las consecuencias afectivas en los compañeros, tales como miedo o empatía, y sugería que, cuando los empleados ven que a sus compañeros de trabajo ni se los respeta ni se los trata con consideración, muy probablemente concluirán que la organización no se preocupa por igual por todos los empleados o que trata a algunos empleados de forma injusta. De hecho, Glomb et al. (1997) encontraron que el acoso ambiental en el nivel de grupo de trabajo pronosticaba la insatisfacción con el trabajo y el malestar psicológico entre los miembros individuales del endogrupo.

Este hallazgo de Glomb et al. (1997) es lo que se conoce como "estrés de observador". La investigación existente muestra que las mujeres que experimentan estrés del observador informan de niveles más bajos de satisfacción en el trabajo, incluso después de controlar las experiencias personales de acoso sexual, disposición negativa y estrés general en el trabajo. Sobre la base de este trabajo, Lim, Cortina y Magley (2008:98) proponen que las consecuencias de la I del grupo de trabajo serán un reflejo de las de I personal. Conectan con una idea avanzada ya algunos años antes por Miner-Rubino y Cortina (2004:109) y también por Andersson y Pearson (1999), autoras que teorizaron que ser testigo de conductas I puede crear una "espiral de I", de tal manera que la conductas I tienden a fomentar más conductas I. De esta manera, I penetra en el tejido de todos los aspectos de la organización y llega a crear un clima en el lugar de trabajo donde resulta rutinaria y esperable. En estas organizaciones, I se convierte en la característica definitoria del lugar de trabajo. Debido a ello, según Andersson y Pearson (op. cit.), el efecto de I, lejos de afectar sólo a instigadores y a víctimas, engloba también a los observadores. El resultado final es que todos los empleados de la organización, y no sólo las personas concretas involucradas en las interacciones I, resultan perjudicados por la I del lugar de trabajo.

Otras reacciones de las víctimas y las meta-reacciones de venganza y represalia

Parece esperable que las víctimas se sientan impulsadas a poner de manifiesto las conductas que tan negativamente les afectan. ¿Lo hacen realmente? Según Cortina y Magley (2003:249), las víctimas tienen varias posibilidades. Pueden, por ejemplo, buscar apoyo social, tanto formal como informal, y pueden también denunciar la situación ante las autoridades, bien sean organizacionales o externas a la organización (whistle blowing). Miceli y Near (1992) fueron pioneros en la investigación para comprender las experiencias de denuncia. Más recientemente, Cortina y Magley (2009:285), al investigar este mismo asunto, encontraron que pocos empleados respondían a las conductas I de las que eran víctimas con un enfrentamiento con las autoridades organizacionales. De hecho, sólo entre un 1% y un 6% habían presentado una queja formal por I. Así pues, es inhabitual que el personal eleve la denuncia de las conductas I ante la dirección.

Denunciar la conducta inapropiada de un miembro que ocupa un puesto elevado en la jerarquía organizacional generará probablemente una serie de reacciones en cadena. Hay que tener en cuenta que una denuncia de este tipo implica que ese superior jerárquico es ajeno a la legalidad y/o carece de ética, con lo que la jerarquía de esa organización sufre (véase Near, Dworkin y Miceli, 1993). Además, los compañeros de organización que en general apoyan a la víctima tenderán a responder a esa expresión de voz (denuncia) de la víctima con distancia y rechazo. En resumen, a los actos de denuncia de conductas I les seguirán represalias de dos tipos: las relacionadas con el trabajo propiamente dicho y las de carácter más bien social.

A las primeras las categorizan Cortina y Magley (2003:248) como "victimización de venganza relacionada con el trabajo". Implica acciones de represalia relacionadas con el trabajo, por lo general, tangibles y formales que, por eso mismo, suelen quedar documentadas en los registros de trabajo. Despedir al empleado, cambiarlo de destino en contra de su voluntad, pasarlo a un puesto de menor rango, evaluar negativamente su rendimiento o privarlo de beneficios ya adquiridos o futuros serían ejemplos prototípicos de este tipo de represalia.

Las represalias de carácter social serían, según Cortina y Magley (2003:248) "victimización de venganza social". La componen conductas sociales, tanto verbales como no verbales, que, por sus características, rara vez llegan a documentarse. Son conductas de acoso, insultos, ostracismo, amenazas o el "tratamiento silencioso". Su objetivo es alterar negativamente las relaciones interpersonales de la víctima con otros miembros de la organización. Pueden proceder de personas en cualquier nivel de la organización (compañeros, superiores, subordinados). Aunque esta conducta de los compañeros puede parecer paradójica, como señalan Cropanzano, Weiss, Suckow y Grandey, 2000), resulta sencillo explicarla: los compañeros que antes tal vez se sentían inclinados a apoyar pueden ahora temer verse involucrados en intercambios cargados emocionalmente y conflictivos entre la víctima y el instigador. Además, para evitar sus propias reacciones afectivas negativas a la desgracia de la víctima, los compañeros pueden recurrir a varios medios, como, por ejemplo, dejar de pensar en la situación, evaluar la situación como menos amenazante o minimizar sus emociones. Estas respuestas de los compañeros seguramente serán vistas por las víctimas como frialdad, trivialización de una situación difícil y rechazo, es decir, como "victimización de venganza social", independientemente de las intenciones o motivaciones de los compañeros.

Discusión

A tenor de lo anteriormente expuesto, la investigación sobre el acoso y el maltrato en el lugar de trabajo, y muy especialmente sobre las conductas I, ha identificado, definido y caracterizado un subconjunto de conductas agresivas fuertemente contextualizadas y de gran relevancia e impacto social y, al hacerlo, ha dado un decisivo paso adelante en el ámbito del estudio de la agresión. Además, gracias a conceptualizar la agresión como interacción, la perspectiva adoptada en dicho estudio es psicosocial, como se advierte en el papel otorgado al contexto social, cultural y grupal, con todas sus implicaciones (atención al papel de las normas, de los líderes y de las jerarquías grupales).

Además, de las aportaciones citadas en este trabajo se extraen sugerencias para seguir profundizando en el análisis de las conductas de acoso, en general, y de las conductas I, en particular. Una de estas sugerencias se refiere a la figura del instigador, presente implícitamente en muchas de las aportaciones, pero que queda oscurecida y como en un segundo plano. Poco o nada se llega a saber de sus motivaciones, de sus estrategias, de sus objetivos y de las relaciones que establece con los otros dos polos de la interacción: la víctima y los compañeros aunque, como es fácil de comprender, esta interacción es frecuente, intensa y, muy probablemente, teñida de emocionalidad.

El desconocimiento de la figura del instigador y de su papel en las conductas de acoso es un auténtico agujero negro en el estudio de las conductas de acoso, y especialmente de las conductas I. No cabe duda alguna de que el instigador se involucra profundamente en este tipo de conductas: buena prueba de ello es su vigorosa respuesta a la protesta o denuncia de la víctima. Como ya se ha señalado, la respuesta habitual del instigador a la protesta o denuncia es la represalia formal (la denominada "victimización de venganza relacionada con el trabajo"), una reacción generalmente gravosa para la empresa, que acarrea pérdidas económicas y/o genera intensos conflictos en la organización, lo que hace pensar que se trata de una conducta de alto riesgo para el instigador.

Algo parecido hay que decir de los compañeros de trabajo, muchas veces instigadores ellos mismos, pero la mayoría de las ocasiones testigos de la conducta de acoso a la que se somete a la víctima. El papel de estos compañeros resulta ambiguo en la literatura de acoso. Por una parte, se ha confirmado que sufren también vicariamente las consecuencias del acoso. Por otra, se señala que participan en la "victimización de venganza social" o represalias de carácter social, es decir, participan en las conductas de acoso como eficaz complemento de las represalias relacionadas con el trabajo que pone en marcha el instigador. Se trata de dos actuaciones que no son incompatibles. Cabría suponer, por ejemplo, que inicialmente los compañeros se identifican en cierta medida con la víctima pero que luego, cuando esta denuncia o recurre a la "voz", cambian de conducta y recurren a las represalias de carácter social.

La explicación anterior no arroja luz, sin embargo, sobre la forma en que se produce ese cambio tan drástico en la conducta de los compañeros. No hemos encontrado en la literatura de acoso ninguna alusión a esta mutación tan llamativa. Pero es evidente que las represalias de carácter social llevadas a cabo por los compañeros son producto de una compleja interacción de a tres: entre víctima, instigador y propios compañeros. Tras la protesta o la denuncia de la víctima, es probable que los compañeros modifiquen su interpretación de la situación y concluyan que resulta aconsejable alinearse con el poder y realizar una conducta que deje clara su postura. La forma más directa de hacerlo es, seguramente, mediante represalias a la víctima con los recursos que tienen a su alcance (ostracismo, retirada del apoyo, insultos y otras conductas de acoso).

En esta misma línea de razonamiento, sería necesario atender a las justificaciones que instigador y compañeros dan de sus conductas respectivas. En las teorías sobre la justicia interactiva y sobre el poder en las organizaciones, se señala que las personas con poder en la organización utilizan su poder para autoafirmarse. Sin embargo, las excusas que utilizan para justificar sus conductas de acoso, y muy especialmente, sus represalias formales tras la protesta o denuncia, aluden a la necesidad de mantener la jerarquía organizacional como una forma de preservar el buen nombre de la organización, su prestigio y su respetabilidad, a modo de garantía de la buena marcha de la organización. Pero si esto se puede aplicar a las personas con poder, nada se sabe de las posibles justificaciones de los compañeros para sus represalias de carácter social.

En conclusión, se impone como algo necesario una continuación del trabajo de Andersson y Pearson (op. cit.) para profundizar y llenar de contenido su modelo interactivo de las conductas de acoso y de las conductas I, ya que todavía quedan muchas incógnitas por resolver y muchas preguntas necesitadas de respuesta en este terreno.

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Recibido el 29 de marzo de 2011
Aceptado el 17 de mayo de 2011

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