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Espacios en blanco. Serie indagaciones

versión impresa ISSN 1515-9485versión On-line ISSN 2313-9927

Espac. blanco, Ser. indagaciones vol.28 no.2 Tandil dic. 2018

 

ARTICULOS

Validación y usos del saber científico-académico: hacia una comunidad universitaria de saber experiencial

Validation and Uses of Scientific-Academic Knowledge: Towards a Community University of Experiential Knowledge

 

Gisele Bilañski *

*Licenciada en Ciencia Política. Doctoranda en Sociología. Becaria doctoral CONICET, Universidad
Nacional de San Martín, Instituto de Altos Estudios Sociales. Argentina. giselebilanski@yahoo.com.ar


Resumen
Este trabajo indaga en los modos de configuración y validación pública de los saberes en la universidad, abogando por un tipo de saber que llamaremos práctico, aplicado o experiencial, que es por definición compartido y colectivo, y que apunta a una universidad capaz de servir al desarrollo en y de la sociedad. En paralelo, abordaremos brevemente algunas cuestiones como el valor democrático que pueden tener la ciencia y la tecnología, los confusos límites entre cultura y ciencia cuando se trata de pensar la “formación” y la pregunta por la utilidad de la ciencia. La propuesta es pensar en una comunidad universitaria que pueda pensarse como una “comunidad de prácticas”.

Palabras Clave: saber; universidad; desarrollo; legitimidad; ciencia.

Abstract
This paper explores the configuration and public validation of knowledge at university; advocating for a type of knowledge that we called practical, applied or experiential, which is by definition shared and collective and aims to a university capable of serving to the development within and of the society. In parallel, we briefly address some issues such as the democratic value that science and technology may have; the unclear boundaries between culture and science when thinking about "training" and the question of the usefulness of science. The proposal is to think about a university community that can be thought as a "community of practice".

Key words: knowledge; university; development; legitimacy; science.


 

Introducción

Este trabajo se propone indagar tipos y usos posibles de los saberes en el contexto de la universidad, pensando en una universidad capaz de servir al desarrollo en y de la sociedad. Así, nos preguntaremos por los modos de validación pública del saber. Para esto, repasaremos distinciones clásicas del trabajo de investigador científico, entre el rol profesional y/o público (Habermas), entre el sabio y el letrado (Kant), como así también en su diferenciación entre el uso público y el privado de la razón. Lo que subyace es una pregunta por el para qué de la ciencia, por eso reflexionamos sobre esta cuestión tomando como eje un modelo de universidad que (se) piensa en términos de “desarrollo”, que se desprende y configura en una relación –siempre inconclusa, problemática y aún no definida– con el desarrollo de la sociedad. Creemos que, para una universidad así concebida, el trasfondo lo constituye un modo particular de entender el saber, que recibe los nombres de saber “práctico”, “aplicado” y/o “experiencial”. Esta es la idea rectora de nuestro trabajo. El segundo apartado reflexiona respecto de qué pasa cuando el saber se “privatiza” y qué pasa en y con las instituciones científicas cuando se avanza en la producción de una teoría o un saber “aplicado” del tipo que proponemos aquí. En un tercer momento, indagamos en el valor democrático que pueden tener la ciencia y la tecnología cuando no se desentienden de la dimensión compartida y colectiva del saber, lo que nos obliga a repensar también cuestiones asociadas a la legitimidad del saber –y de quienes lo producen y juzgan– y al proceso de “formación” que lleva a profundizar, a su vez, los confusos límites entre cultura y ciencia. Por último, recuperaremos algunas categorías de la sociología del trabajo, para pensar configuraciones prácticas de aprendizaje, plausibles de ser recuperadas para delinear una comunidad universitaria.

Validación y usos del saber: el rol del investigador

Jürgen Habermas (2015) afirmó que los profesores son científicos que cuestionan la esfera pública política desde la perspectiva del observador, pero además son ciudadanos que, en tanto que intelectuales, participan de la vida política de su país. Sabemos que el científico es también un ciudadano y que los límites entre estos dos roles han sido tema de debate para las ciencias sociales durante largo tiempo, cosa que no ha cambiado en la actualidad. En la base de la pregunta por la cientificidad o no de la ciencia social no hay otra cuestión que la de si es posible la objetividad; si es posible que en el hacer científico no intervenga la subjetividad del “ciudadano”. Considerando que la objetividad, al menos en las ciencias sociales y humanas, supone subordinarse “a las rigurosas reglas del discurso responsable” (Bauman, 1994: 17 cursivas en el original), podemos traducir el conocimiento científico a una cierta idea de responsabilidad. Esta será entendida, con Max Weber (2008), como la consideración de las consecuencias de las acciones llevadas adelante, esto es, hacerse cargo de los efectos que conlleva la decisión tomada. En el caso de la ciencia, aquello puede asociarse a la idea de vigilancia epistemológica, esto es, a la responsabilidad de la ciencia por darse espacios de sociabilidad para el intercambio y la crítica, en tanto “la objetividad de la ciencia no podría descansar en un fundamento tan incierto como la objetividad de los científicos” (Bourdieu, Chamboredon, Passeron, 2008: 112).
Muchas veces el científico-docente-investigador-ciudadano interviene o es llamado a intervenir en la esfera pública política en calidad de “intelectual”, esto es, “a hacer un uso público de su saber profesional” (Habermas, 2015: 24). Así, de acuerdo con el propio Habermas, ese intelectual debería sostener un equilibrio entre su “rol público” y su “rol profesional” (o privado), si no quiere ser desautorizado por sus colegas. En este sentido, nos preguntamos por la relación y los límites entre ambos roles del científico-investigador. Nos interrogamos además por el papel que estas relaciones en permanente transformación y disputa juegan al interior de la universidad, cómo le dan forma y a su vez cómo  la universidad moldea estas distinciones. Asumiendo entonces que estas discusiones no tienen una respuesta única y mucho menos definitiva, y que hay distintos saberes y distintos modos de uso de esos saberes, es que empezamos esta reflexión, con miras a pensar un tipo de saber que se ajuste a una universidad que queremos vinculada al desarrollo, aunque los términos de esta relación deban aun ser problematizados.

En búsqueda de argumentos para dar una discusión sociológica y política sobre los alcances y los modos de validación pública del saber, recurrimos al clásico libro de Immanuel Kant, El conflicto de las facultades. En él Kant reunió una serie de intervenciones en las que expuso y analizó las facultades que organizan y estructuran la producción de saber en una universidad. Ellas se dividen en facultades superiores y facultad inferior. Las superiores (medicina, teología, derecho) son aquellas que más interesan al gobierno, en la medida en que se ocupan de cuestiones que este puede usar para sus propios fines. Esto imprime un carácter heterónomo a sus prácticas, en tanto su objetivo –o quien define ese objetivo– se encuentra fuera de ella. Es por esta relación que requieren una normalización y sistematización coercitiva, en definitiva técnica, de sus modos de acción. Según Kant, la facultad inferior (filosofía y afines) es, en cambio, aquella “que sólo se ocupa, o en la medida en que sólo se ocupa, de doctrinas que no son aceptadas como normas por orden de un superior” (Kant, 2004a: 34), sino que son definidas por ella misma.
En relación al vínculo entre universidad y gobierno, la validación del saber nos remite de modo directo al tema de la autonomía, porque permite responder a la ineludible pregunta por quién es el que decide cuál es el saber válido o verdadero. En la obra de Kant, esta cuestión se traduce en la tensión entre autonomía y heteronomía. Entendiendo que la universidad nunca puede ser cabalmente autónoma en tanto siempre supone algún tipo de vinculación con el gobierno −ya que depende de la legislación cuando no de su financiación, por mencionar una entre las diversas configuraciones posibles de esa relación−, optamos por referirnos a esta tensión en términos de una autonomía “autónoma” y una autonomía heterónoma. Esto es, por un lado, una “autonomía” decidida por la comunidad académica con el fin de garantizar su capacidad de pensamiento crítico, aun cuando esté inscripta en y vinculada con el Estado; y otra impuesta “desde afuera”, es decir, por el gobierno del Estado. Independientemente de los márgenes de libertad que deje a la universidad, esta se encontrará siempre determinada por el gobierno y no por la propia universidad. En la actualidad, también el mercado impone límites a lo que la universidad es y puede ser.

En aquel libro de Kant, la universidad es entendida como una institución de profesores que es erudita, en tanto “sólo los sabios pueden juzgar a los sabios” (2004a: 19) y autónoma, ya que sólo ella tiene la prerrogativa de decidir quiénes ingresan y pueden formarse como “doctores”. El autor insiste además en una diferenciación categorial entre sabios y letrados. Estos últimos son considerados hombres de negocios o técnicos de la ciencia; son aquellos que, luego de estudiar, se orientan a trabajar como hombres de Estado (funcionarios) y no como académicos. De modo análogo, en otro de sus famosos textos, Kant distingue al maestro del funcionario. Ambos, concebidos no como dos esencias definidas de una vez y para siempre, como dos posturas irreconciliables, sino como dos roles plausibles de ser encarnados por un mismo sujeto, marcan la diferencia entre dos modos posibles de hacer uso de la razón (Kant, 2004b). De un lado, el uso público de la razón, que se hace en calidad de maes- tro/experto/sabio ante un público; de otro, un uso privado de la razón, llevado adelante por un sujeto en su calidad de letrado/funcionario. Este tipo de uso, sostiene Kant, podría limitarse sin que eso retrasara el proceso de la ilustración, esto es, sin hacer peligrar el conocimiento y el desarrollo. El uso público, en cambio, debe estar permitido a todo el mundo. La privatización del uso se explica por el desempeño de un rol en el que no se es del todo libre, porque deben acatarse órdenes impuestas heterónomamente. En cuanto al uso público, es en el rol de “sabios” que tenemos el derecho, cuando no el deber, de opinar y criticar libremente ante un público respecto del tema que compete.
En sintonía, recordamos que Kant también diferencia las facultades superiores de la inferior por su función. Esta última debe comunicar ante todos - públicamente– la verdad, o al menos velar porque los principios que expone ante el público sean verdaderos, esto es, debe hacer un uso público de la razón. Las facultades superiores no se ocupan sólo del contenido de la verdad sino también de sus procedimientos. En consecuencia, sus graduados, en la medida en que se desempeñen como letrados, esto es, que hagan un uso profesional y no académico de su saber, deberán realizar también un uso privado de la razón. Se diferencian así un uso público de la razón que alude a una razón que define sus propias reglas, por estar vinculado a modalidades de intervención en y de la sociedad a través de la relación entre verdad y crítica; y un uso privado de la razón que, por su relación con el gobierno, deberá desempeñarse mayormente en las facultades superiores. Incluso la posibilidad de hacer uso público de la razón les vendrá impuesto a estas desde afuera, delimitado por los márgenes de acción que habilite un tipo de autonomía heterónoma.
En tanto instrumentos del gobierno, siguiendo con Kant, los letrados poseen sobre el público una influencia legal, es decir, están legalmente habilitados para “influir” en el público y, a su vez, lo que hacen y dicen tiene para estos legos “fuerza de ley”, gozando así de cierta performatividad. Paradójicamente, esta influencia legal sobre el público, en tanto concedida y garantizada por el gobierno, es la que impide al letrado ser libre para hacer, al menos en el ejercicio de su trabajo, un uso público de su saber. Es su función velar por el buen orden del gobierno, garantizando que los “legos” a los que se dirigen en su labor no se coloquen por encima del poder estatal. En suma, el letrado debe responsabilizarse ante su superior. En la medida que el uso de su razón y su saber, ejercidos desde su función pública, se encuentran delimitados por el interés del gobierno, se orientan por lógicas que restringen un uso “desinteresado” de la ciencia. Tienen un interés que no se limita a la búsqueda de la verdad y que, además, le es impuesto heterónomamente. El sabio sí puede realizar pleno uso público de su razón, porque al no estar sometido a norma o instrucción alguna es libre de dedicarse a ampliar o difundir el saber (Kant, 2004a: 20-21), a hacer un uso “desinteresado” de la ciencia.
Sin embargo, como bien sabemos por Habermas (2010a), el uso de la ciencia no es ni puede ser desinteresado. Entonces podríamos parafrasear o traducir a Kant diciendo que el interés del “sabio” estaría guiado simplemente por la búsqueda de la verdad y el conocimiento, a diferencia del interés maniqueo, egoísta, material que orienta la acción del funcionario. En la distinción kantiana, el letrado no puede dudar de la verdad o el objeto de la ley, no puede ser crítico ni dudar de las verdades establecidas. El sabio, en cambio, sí puede dudar de la verdad de lo establecido, porque el criterio con que se lo juzga es interno (sólo los sabios juzgan a los sabios), de modo que no tendría efectos político-sociales inmediatos sobre los “legos”, disolviendo así su responsabilidad pública en una responsabilidad ante sus pares. Para nuestra perspectiva, una lectura menos tajante del rol sabio o letrado, del uso público o privado, del interés meramente intelectual o político-práctico, resulta más interesante.
Esto porque consideramos que ambos tienen o deberían tener responsabilidad política y pública por los efectos de su acción, sean o no “libres” en el ejercicio de la misma. En otras palabras, ambos usos de la razón deberían responsabilizarse por su acción ante el público y no sólo ante un “superior” −excusándose en una especie de obediencia debida− o ante sus pares –como si los efectos de su acción no afectaran al conjunto de la sociedad−. Así, antes que pensar que el funcionario de gobierno es heterónomo y hace un uso “interesado” de la ciencia; mientras que el sabio goza de la libertad y autonomía para preocuparse simplemente por la búsqueda de la verdad, como si la misma no tuviera además efectos político-prácticos inmediatos, preferimos preguntarnos cuánto de sabio tiene el letrado y cuando de letrado tiene el sabio. Así, esta distinción teórica cobra sentido únicamente cuando nos permite observar combinaciones de responsabilidad pública y política.
Esto es clave porque nos permite utilizar a Kant para indagar en nuevas configuraciones de profesionales que ya no encajan ni en la figura del sabio libre y autónomo que persigue la verdad desinteresadamente, ni en la del funcionario del gobierno que hace uso maniqueo de la ciencia. Hoy, el investigador-sabio depende del interés y la financiación tanto del gobierno como del mercado económico, porque la relación entre universidad, Estado y mercado se complejiza. El Estado invierte en investigación, el mercado también. El Estado se preocupa por el “bien común”, pero también por el desarrollo del mercado. Y la universidad, ¿qué lugar ocupa allí? ¿Produce conocimientos “verdaderos”, sirve al desarrollo del mercado y/o al del “bien común”? Los problemas se producen cuando estos fines se vuelven contradictorios. Así, la producción de conocimiento en la universidad enfrenta actualmente dilemas y contradicciones:

“Si un científico está concluyendo exitosamente una investigación (…) ¿qué hace? Publica en alguna revista internacional, sí, pero ¿tramita una  patente? ¿Cómo, con quién, con qué financiamiento? ¿Se lo vende a una empresa nacional o internacional? ¿No será mejor crear una empresa? Todos estos son temas que las universidades se deben plantear” (Díaz, 2011: 106).

Esto se explica, como recuerdan Sztulwark y Míguez (2012), porque en este nuevo estadio del capitalismo llamado cognitivo,

“el valor de cambio del conocimiento está entonces enteramente ligado  con la capacidad práctica de limitar su difusión libre, es decir, de limitar con medios jurídicos (patentes, derechos de autor, licencias, contratos) o monopolistas la posibilidad de copiar, de imitar, de aprender de conocimientos de otros” (pp.26-27).

De este modo, como resume Díaz (2011), “hoy los descubrimientos de César Milstein llegarían a una empresa antes que a las revistas científicas” (p.102), y si esto no implica problemas para el mercado, sí supone dilemas para la universidad en tanto productora de conocimiento, ¿debe este estar disponible públicamente para su uso? ¿Debe patentarse? ¿Qué usos se derivarían de esa patente? ¿Una producción de la universidad, del Estado o de una empresa privada? ¿Con qué fin? ¿Quiénes serían sus beneficiarios? Frente a todos estos nuevos interrogantes que nos plantea el desarrollo de la ciencia, especialmente en la universidad, es entonces que problematizar aquellas estancas categorías de Kant puede ser de utilidad. Si bien la figura del letrado kantiano suscita mayor interés a la hora de pensar una universidad en relación con el desarrollo, en tanto esta demanda una concepción de saber que sería más de letrados que de sabios, un conocimiento “del laboratorio” que se piensa desde sus alcances y efectos; cuando logramos confundir esa tajante diferenciación previa, llegamos a la pregunta por la importancia de un saber práctico, de un saber sabio-letrado: ¿Es este un saber que se asemeja más a la definición de saber práctico que a la de saber erudito o teoría?

Valor público del saber: utilidad de la ciencia y modelo de desarrollo

La referencia a un saber práctico remite al esfuerzo por comprender y distinguir competencias y destrezas cuyo proceso de aprendizaje no responde exclusivamente a principios científicos o técnicos, sino que se trata de un aprendizaje de la experiencia y de la práctica en el mundo de la vida. Esto trastoca la referencia a la validación social y política del saber en Kant, que podría ahora ser traducida a una referencia sobre la universidad y el desarrollo del saber en la sociedad.
Mirando a la universidad “para el desarrollo” desde el punto de vista del uso público de la razón y de las modalidades de intervención de la ciencia en la sociedad, algunos autores sostienen que la problematización del para qué de la ciencia y de cuál es el escenario propicio para la apropiación del conocimiento por parte de la sociedad, no puede ser posible sin publicidad. En Argentina, la discusión sobre estos temas se articuló, de modo privilegiado, en torno al debate sobre el modelo de desarrollo, especialmente luego de la llamada crisis del 2001.
El sociólogo Alexandre Roig (2008) define modelo de desarrollo como

“una forma idealizada y orientada hacia el futuro de lo que se quiere y se desea. (…) no es un proceso histórico como el modo [de desarrollo], pero sí un proyecto histórico. Su carga moral es inmediata y explícita” (p.88).

La pregunta por el para qué de la ciencia se nos presenta entonces como indisociable de la pregunta por el modelo de desarrollo, relación que se vuelve patente cuando se observan las discusiones sobre la utilidad de la ciencia al menos en los últimos veinte años. En ese período, parece clara la distinción entre una ciencia que sirva al mercado y una ciencia que sirva a la sociedad, lo que puede traducirse además en diferentes modelos de universidad: orientadas a la formación de profesionales, al desarrollo regional, a la formación de docentes- investigadores, o a un proyecto universitario que piensa en términos de extensión o de traducción, como nosotros preferimos denominar y pensar la relación “con” la sociedad. El investigador Luis García (2013) sostiene que corresponde a las ciencias sociales y humanas responder a la pregunta del “para qué” de la ciencia, en tanto es su función determinar a partir de qué parámetros y con qué fundamentos se puede establecer la distinción entre “la relación ciencia/desarrollo nacional y ciencia/negocios” (p. 186).

En este sentido, las humanidades y las ciencias sociales deberían tener a su cargo la tarea de dar lugar a un conocimiento orientado por el interés público y por una mejor distribución de bienes económicos y simbólicos, diferenciándolo de uno orientado por el interés privado y especulativo, que buscaría aumentar sus ganancias tras un uso instrumental (incluso privatizador) de la ciencia. Dicho en otros términos, podríamos estar hablando de ciencia como valor de uso o ciencia como valor de cambio. Surge entonces un interrogante propiamente político sobre la utilidad social de la ciencia y su profesionalización. García considera que hay ciertas cuestiones relacionadas con la ciencia que no están siendo discutidas o problematizadas, lo que refuerza la dificultad de que las mismas no estén instaladas como prioritarias para su tratamiento público. Para este investigador, ello constituye un problema de decisión de la Argentina contemporánea. En otras palabras, para el desarrollo nacional, la falta de tematización respecto de cómo se puede, se quiere y se debe aplicar la ciencia a las prácticas políticas y a los saberes sociales, constituye un problema clave. El Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación ocuparía, según García, el rol de mediador u organizador de la traducción en sociedad de un modelo de desarrollo que el investigador califica de extractivista y cada vez más unilateral. Concluye, entonces, que dicha institución no estaría impulsando la discusión pública respecto de para qué sirve la ciencia y cómo podríamos aplicarla a los fines previstos –por ejemplo, servir al desarrollo nacional–.
El riesgo de utilizar la noción de traducción de/en la ciencia es que muchas
veces lleva implícita la idea de que hay algunos que saben y otros que no, y que la tarea de los primeros es simplificar (“traducir”) el contenido a transmitir para que los segundos puedan entenderlo. Los trabajos sobre divulgación científica y comprensión pública de la ciencia caen con frecuencia en esa perspectiva que algunos autores han denominado “del déficit” (Vara, 2007). Si entendiéramos la traducción de este modo, lo antedicho implicaría un Estado cuya función sería dirigir al científico para que la ciencia sustente un modelo de desarrollo que sitúa a la sociedad como beneficiaria o receptora de sus efectos. Una sociedad que no sabe y que necesita de los científicos para que le expliquen. No es nuestro objetivo, claro está, establecer juicios morales o de veracidad/falsedad de esta tesis, pero sí ensayar una crítica que, por un lado, entienda la centralidad de la universidad en la modelación y modulación del desarrollo nacional y, por otro lado, comprenda el valor público del saber. Nuestra acepción de la traducción, por consiguiente, parte de la premisa de que no hay sujetos desprovistos de saber, sino que el saber se produce “entre” sujetos, al igual que la política en su concepción arendtiana. De este modo, el saber válido es siempre social y colectivo por definición.
Otra situación problemática si se quiere pensar una ciencia estrechamente vinculada a la sociedad y su desarrollo, es aquella donde el saber “sabio” – experto, científico– se privatiza, esto es, se niega a validarse públicamente en diálogo con la sociedad, de modo de producir un saber que integre distintos actores. En términos de Kant, el saber “sabio” goza de una autonomía autónoma por la que define sus propias reglas, pero lo hace de una forma que “excluye” a la sociedad de la validación de ese saber. Así, una razón esencialmente “usable” de modo público se limita a un público compuesto exclusivamente por pares, dejando fuera del saber y su validación a la mayor parte de la sociedad. En muchos casos, esto tiene lugar cuando los investigadores se encierran en su “torre de marfil” y se niegan a dialogar con saberes distintos del académico, e incluso del de la propia disciplina. En este sentido, como afirma Bruno Latour (2007), “el timón se ha roto”: el conocimiento científico de las cosas ha quedado de un lado, y las relaciones de poder, interés y política de los hombres han quedado del otro, como si realmente pudiera haber un conocimiento “puro” situado fuera de las relaciones de poder, situado fuera de la sociedad. Analistas e investigadores, continúa el autor, han resuelto de modo contundente y concluyente el irresoluble problema de la complejidad y mezcla de relaciones que constituyen nuestro mundo. Otras veces, este encierro o escisión no es tan literal y tiene lugar cuando las propias instituciones científico-académicas clausuran a sus miembros la posibilidad de entablar otro tipo de diálogos o aplicaciones de su saber, como veremos a continuación.

¿Institución o innovación? Las instituciones científicas como monopolio del saber

Respecto de nuestra apuesta por una universidad “para el desarrollo” o una universidad que piensa en términos de un saber colectivo, público y “aplicado”, la cuestión de la “privación” del “saber sabio” nos suscita una serie de lecturas e interrogantes: una universidad “sabia”, ¿propicia el paso de un saber teórico a otro tecnológico?, ¿configuraría una comunidad de tecnología irreductible a la técnica o, antes bien, requiere de otro tipo de pasajes, de condiciones y, por tanto, de comunidad?, ¿de qué modo una universidad sabia articula comunidad científica (Kuhn), comunidad política (actor del Estado) y comunidad de prácticas (poder, saber, tecnología)?
El tema consiste en qué sucede cuando las instituciones que regulan o controlan el saber sabio se topan con modos poco tradicionales de teoría aplicada. Estas instituciones −como toda burocracia moderna, nos recordaría Weber−, elaboran mecanismos y procedimientos capaces de “agilizar” su trabajo, en este caso, la financiación y legitimación de los saberes científico-académicos. Este proceso de normalización técnica puede terminar excluyendo aquellos saberes que no son estrictamente académicos o que, siéndolo, escapan a los parámetros tradicionales de evaluación del trabajo de una determinada disciplina. La institución impone límites (excluyentes) para un tipo de ciencia que no es aplicada en los términos convencionales de la disciplina sino en su dimensión social; una concepción de teoría más similar a la nuestra, una “teoría social” que se pretende aplicada ya que, como crítica, “asumiría su responsabilidad de contribuir a resolver «los problemas del ser humano»” (Bernstein, 2010a: 113). De este modo, una teoría es “aplicada” cuando se acerca a una filosofía de la praxis de estilo gramsciano, adoptando su preocupación metódica por la responsabilidad de los efectos prácticos emancipadores de la decisión política en contraposición a un tipo de teoría cuya aspiración es eminentemente especulativa (Serra, 2014).
El saber sabio del que hablamos es uno que se pone como condición el ser asumido por otros. Por lo tanto, cuando hay un cuerpo institucional −o científico, burocrático, etc.− que se ocupa de medir y evaluar ese saber, se abren nuevos interrogantes: ¿Qué margen de innovación puede haber con límites formales tan rígidos? ¿Hasta dónde un saber aplicado como el que pensamos aquí deja –o debe dejar, si quiere entrar en esos márgenes– de ser saber y/o dejar de ser sabio? ¿Puede realmente haber una institución sabia de la índole que proponemos? ¿Cómo podría “medirse” su sabiduría?
Ante estos casos, la hipótesis del investigador Luis García (2013) es que aún falta una decisión política capaz de problematizar e instalar públicamente la discusión del para qué de la ciencia y, con ella, del cómo aplicarla y cómo evaluarla, de forma que dicha evaluación vaya en paralelo con un modo claramente definido de pensar y hacer ciencia, volviéndose más norma que excepción. En este sentido, como afirma Rodolfo Pregliasco (2013), es necesario plantear ciertas preguntas:
“¿a quién le es útil la ciencia, queremos que la ciencia sea útil para los centros de poder, para los que están financiando desde afuera al sistema científico, o queremos que sea útil para reducir la desigualdad, mejorar la calidad de vida, producir una reparación en la población? Esa es una decisión importante que hay que tomar, pero creo que los comités de evaluación no pueden tomarla porque excede a la ciencia y tiene que ser discutida en otro ámbito” (Pregliasco en Engler, 2013: s/p).
Se nos revela así la necesidad de repensar una ciencia autorreferencial o “autista”, tradicionalmente despolitizadora, en favor de una que no pierda de vista los asuntos de la polis y el necesario diálogo “productivo” entre ciencia, técnica y sociedad. Podríamos, recuperando a Habermas, impulsar un creciente desdibujamiento de aquella distinción entre un “rol profesional” y un “rol público”
−o entre el maestro y el funcionario de Kant−, apelando a contar con científicos capaces de pensar en el desarrollo de la sociedad durante el ejercicio mismo de su disciplina, como así también en ciudadanos comprometidos tanto con el conocimiento y el saber como con ese desarrollo, sin que esto suponga una desautorización ni en el ámbito académico ni en el “societal”. Una ciencia públicamente comprometida, socialmente útil y validada, puede ser un gran aporte al desarrollo de la sociedad y al de la propia ciencia. Esto es particularmente  relevante  hoy,  cuando  las  ciencias  tienen  la  capacidad  de modificar hasta la propia configuración genética de los seres vivos, provocando cambios en el orden social a una escala sin precedentes. Entonces, como afirma Salomon (2001), “la elección no es solo técnica, sino un asunto que concierne a la sociedad en su conjunto”1 (p. 327), por lo que, creemos, esta debería participar. En nuestro lenguaje, ese involucramiento constituye desarrollo en sí mismo, en tanto diálogo productivo y productor de saber entre ciencias y sociedad.
Llegada esta instancia, resulta imperativo hacer algunas aclaraciones respecto de nuestra concepción de desarrollo. Durante los años 60’s, como reacción a una perspectiva popular en los 50’s que consideraba al desarrollo de la ciencia y la tecnología como suficiente para producir el desarrollo económico y social de los países periféricos, surgió lo que se conoce como “pensamiento latinoamericano en ciencia y tecnología”2. Los autores involucrados proponían un modelo de desarrollo para la ciencia y la tecnología que, producido desde la cultura local, redundara en el desarrollo económico y social de Latinoamérica en lugar de confinarla a la periferia del mercado mundial. Esta preocupación por el contexto social y cultural descansaba en una idea que Aníbal Pinto Santa Cruz (1967) sintetizó muy bien y es que los instrumentos y la técnica tienen un carácter “histórico-concreto”, en tanto son productos de determinadas evoluciones y realidades. En esta nueva perspectiva sobre el desarrollo, la universidad, como lugar por excelencia de la formación científico-tecnológica, ocupaba un lugar central que debía ser reconsiderado. Así, Oscar Varsavsky (2006) escribió:

“la universidad enseña hoy una ciencia, una tecnología –física y social–, un concepto del papel del profesional, una actitud hacia la sociedad que son de imitación de lo que se hace en el Hemisferio Norte. Este seguidismo cultural refuerza nuestra dependencia económica y dificulta todo intento de reorganizar nuestra sociedad sobre bases más justas y con criterios más humanistas, menos cosificantes” (p. 63).

Sin embargo, esta consideración de lo cultural y la preocupación por formular un modelo científico-tecnológico “menos cosificante”, creemos, quedó trunco,  porque continuó pensando en un modelo de desarrollo que era estrictamente económico; donde la universidad, la ciencia y la tecnología habrían de generar efectos sociales positivos casi por derrame. En última instancia, se proponía el

reemplazo de una dominación económica extranjera de la ciencia y la tecnología nacional, por una dominación económica local. Sin embargo, la lógica de la colonización económica y estatal de la ciencia y la tecnología continuaban vigentes. En este sentido, nuestra idea de desarrollo retoma el espíritu de estos autores en cuanto a la realización de un diagnóstico crítico del modelo vigente y la intención de producir un cambio social (Dagnino, Thomas y Davyt, 1996) pero pretende dejar de pensar el desarrollo en términos netamente económicos. De este modo, buscamos abandonar la idea de que la ciencia debe ser proveedora de la sociedad, para pensar un modelo en que ciencia, universidad y sociedad se confundan, se integren, dialoguen de forma tal que produzcan un saber colectivo que lleve a un desarrollo simultáneo de ambas. Y esto, algunas veces, implica esquivar las lógicas mercantiles en aras de otro tipo de desarrollo socio-cultural y político.

La pregunta por el valor democratizante de la ciencia y la tecnología

Como sostiene el investigador estadounidense Harley Shaiken (1986), hay una relación directa entre conflicto de poder, forma de saber y forma de existencia social, y una concepción democrática de la tecnología que volverá incompatible, en el largo plazo, una sociedad democrática con una tecnología autoritaria. Entonces, si debemos optar por la primera, el desarrollo de la tecnología en una dirección democrática permite esperar que las proezas técnicas que se alcancen, se pongan al servicio del hombre. Aquí, el valor tecnológico efectivo no puede escindirse de su estimación en la práctica social. Ante un diagnóstico similar, Langdon Winner (2008) instaba a que el lenguaje político y moral con que valoramos las tecnologías no incluya sólo categorías relacionadas con las herramientas y sus usos –asumiendo una neutralidad de la técnica–, sino también con el significado de los diseños y planes de nuestros artefactos, porque estos incluyen planes políticos en sus diseños físicos. Como ejemplo, señala que Robert Moses construyó casi doscientos pasos elevados de Long Island con un diseño deliberadamente bajo, para obtener un determinado efecto social: que los autobuses, utilizados por los negros y las clases bajas que no poseían automóvil, no pudieran pasar por allí.
Entonces, nuestra investigación entiende a la ciencia y a su aplicación - tecnología– como un valor de uso público que tiene la especificidad de que su relevancia social se hace plausible en cuanto es comprendida y, consecuentemente, utilizada. Es en este sentido que afirmábamos la necesidad de una ciencia pública y políticamente comprometida con el desarrollo. El tipo de comprensión práctica que sugerimos supone un intercambio dialógico entre los sujetos que implica el respeto y el reconocimiento. No necesita sentir lo mismo que el otro, sentir su dolor como si fuera propio, sino intentar comprenderlo (Sennett, 2012). En nuestra sociología, esta acepción de empatía puede entenderse como un intercambio entre subjetividades/sujetos, orientado por un resultado positivo para ambos.
No podemos proponer una aproximación sociológica a la idea de empatía social sin referirnos a la Teoría de la acción comunicativa (Habermas, 2010b). Allí se afirma que toda relación del sujeto con el mundo se inscribe en el horizonte del mundo de la vida que, “en cuanto trasfondo, es la fuente de donde se obtienen las definiciones de la situación que los implicados presuponen como aproblemáticas” (p. 101). De este modo, la estructura del mundo de la vida es la que define los modos de interacción entre los sujetos y la que hace posible el entendimiento. El saber de trasfondo vinculable al mundo de la vida ordinario, para esta teoría, vendría a ser el lugar en que hablante y oyente intentan converger; en que se plantean recíprocamente la aspiración a que sus  enunciados y manifestaciones se adecuen al mundo para poder también criticar y respaldar sus pretensiones de validez, resolver disensos y lograr un acuerdo. En consecuencia, para esta perspectiva comunicativista, las relaciones sociales son relaciones intersubjetivas lingüísticamente mediadas (politizadas) que ponen en juego pretensiones de verdad, de corrección (adecuación a la norma) y de autenticidad. En tanto práctica social, entonces, la producción de saber y de conocimiento se adecúa también a ese modo específico de cooperación social, que no depende tanto de la actitud individual como de las relaciones entre sujetos.
ública, socialmente relevante, no puede construirse si no es en diálogo con otros actores y otros saberes que constituyen el todo social. Si lo que importa no es sólo el desarrollo de la ciencia sino que el desarrollo de la ciencia sea a su vez desarrollo de la sociedad, entonces la ciencia debe dejar de constituirse como un campo cerrado sobre sí, autista, incluso solipsista. En cambio, debe esforzarse por producir una distinción auténtica de la sociedad a la que pertenece, una que sea verdaderamente productiva para todos. Ahora bien, si el saber se produce en las relaciones intersubjetivas, como venimos afirmando, la ciencia tendrá la tarea de traducir ese saber experiencial en conocimiento formal –justamente, en ciencia– y, en última instancia, en tecnología. Entonces ciencia y tecnología no pueden permanecer indiferentes o aparentar ser neutrales ante la tensión propuesta por Shaiken (1986) entre una sociedad democrática y una tecnología autoritaria. En esta traducción política de la ciencia en la sociedad lo que se produce es siempre una forma de apropiación del conocimiento, un modo de configuración de aquella idea de la ciencia como valor de uso.
La primera cuestión que nos surge cuando se trata de pensar el carácter público del valor de uso de la ciencia, es la dimensión común y espontáneamente compartida de dicho acervo de conocimiento. Como ya dijimos, el saber no es algo que se posee, sino que es algo que surge siempre en el diálogo con otros. En este sentido, Edgardo Castro (2001) nos recuerda que uno de los principios del ethos académico es precisamente la necesidad de atribuir valor a las ciencias humanas y de la naturaleza considerándolas como un bien común, visible y accesible a todos. Asimismo, ambas ciencias son y han de ser concebidas en términos acumulativos −aunque no lineales− y mediante una reforma continua que resulta del diálogo confrontativo con los saberes clásicos.
El aspecto que nuestro enfoque busca destacar que esta intersubjetividad, tiene lugar en la universidad, por ejemplo, cuando el investigador o el estudiante hacen algo tan básico como leer. El sujeto, con solo leer un libro, no sólo toma conocimiento de su contenido, sino que también entra en diálogo con su autor, con las obras que aquel menciona. Incorpora a sus acciones –lo note o no– las ideas y categorías aprendidas y apropiadas en ese encuentro. Toda relación entre conocimiento y experiencia es, de este modo, una pragmática del lenguaje, es simultáneamente actuar y pensar. En este sentido, entendemos el saber como lo hacen los pensadores del pragmatismo, quienes consideran que las ideas se producen cuando un actor interviene con otros en la experiencia del mundo (Menand, 2002; Bernstein, 2010b). Cuando se piensa en los efectos de la lectura, el hablar con otros, el vivir con otros, es difícil no considerar el saber como una dimensión que es constitutiva del sujeto. La cuestión de la relevancia social del saber, que como sabemos está dotada de valores de empatía, comprensión y efecto de poder, puede ser sociológicamente abordada desde la perspectiva de la dinámica social. En esta línea, la experiencia en la que se inscribe nuestro trabajo aprende del pragmatismo estadounidense, como ya anticipamos, la idea de que el saber es algo que ocurre en un proceso de sociedad, en el vivir juntos y en la interacción colectiva.
De ese modo, la dinámica multi glosada y pública, atravesada estructural- mente por una dimensión de poder, hace emerger a su vez nuevos saberes que son producto de dicho intercambio. Podemos avanzar entonces que, desde esta perspectiva, quedan invalidadas las posibilidades de pensar la producción de saber sin puesta en discusión, al menos en contextos que se quieren democráticos. Así, no sería posible concebir un saber cuyos títulos de nobleza le atribuirían un lugar incontestado y una incuestionabilidad de sus pretensiones de verdad.
Ringer (1995) aporta precisiones relevantes sobre este punto, en su investigación sobre los mandarines alemanes. La inquietud de estos intelectuales por la relevancia social del saber los llevó a formular cuestionamientos al lugar que ocupaba el conocimiento en su propia doctrina. El autor recuerda que el pensamiento de esta élite estaba en sintonía con la concepción que los alemanes comúnmente tenían de la formación, incluso en sus definiciones más enciclopedistas. Allí, el estudio adquiría el sentido de: “«formar el alma por medio del ambiente cultural», a través de la «comprensión empática [Vertehenund Erleben] de valores culturales objetivos»” (p. 111). Posteriormente, esta cuestión se materializó en propuestas específicas, que impulsaban que la erudición tuviera la capacidad, e incluso el deber, de encauzarse hacia una “visión del mundo”. Es decir, había una especie de sentido común o espíritu de época que consideraba que la formación debía ser entendida como un activo cultivo de sí, capaz de crear vínculos y desempeñar funciones sociales. Era una formación que debía exceder las fronteras institucionales del aprendizaje formal: debía desbordarlo, inundar todo el mundo de la vida y, simultáneamente, nutrirse de él. El estudio era entendido así como formación en y de la cultura (Bildung) (Koselleck, 2012).

El problema es que el uso del saber científico académico relevado por Ringer en la experiencia alemana supone un tipo de Estado y una formación y producción de la sociedad (su desarrollo) que puede no ser tan “científica” como “culta”. Afrontando esta consideración, será un desafío de la propia universidad discutir la tecnología en el sentido de preguntarse hasta dónde esta es producción de ciencia o de cultura. En otras palabras, la pregunta por la tecnología implica interrogar si esta no es algo más que pura tecnología, de forma que no sería sólo técnica de reglas reiterativas sino configuración de nuevas subjetividades. La tecnología incorpora así la lógica social de poder y en este sentido es siempre indicio de cultura y de saber. Su tratamiento práctico se corresponde con un enfoque epistemológico que es siempre nuevo. Esto implica en algún punto un tipo de saber experiencial que no admite una pedagogía, por democrática que parezca a primera vista, sino que requiere más bien de procesos de aprendizaje o generación de saber. Por ello, la universidad puede verse obligada en determinados contextos históricos a trabajar más en el desarrollo que específicamente en la educación. Para una universidad “del desarrollo” como la que propone este informe, el problema podría aparecer al intentar darse y hacer una epistemología del saber experiencial que reivindique cierta tecnicidad: ¿cuál sería la génesis de una epistemología como esta?, ¿cómo se construye?, ¿qué datos caracterizan su aprendizaje? El saber emergente de la acción común no es, de por sí, un bien. Incluso ha sido con mayor frecuencia un problema sin resolución. Ante esta cuestión, ¿la única alternativa para la práctica social sería “arrebatar” ese saber desde la teoría para luego exigir pago por devolverlo?

Comunidad universitaria como comunidad de prácticas: el saber en la universidad para el desarrollo

Cuando hablamos de universidad, como vimos, hablamos también de la infinidad de relaciones que la atraviesan; hablamos de Estado y gobierno, de sociedad y cultura, de economía y mercado, de saber y profesión, de territorio y comunidad, de política y reforma, de docentes y estudiantes. Estas discusiones se dan en dos niveles: uno más teórico, cercano a la filosofía; y otro más experiencial, que entendemos como nacional y/o local, en la medida en que se vincula con el modo en que estas cuestiones teóricas se manifiestan en la historia argentina. Inmersos en la conjunción de teoría y experiencia práctica, proponemos pensar la relación universidad, gobierno y Estado en términos de un proyecto nacional de universidad. Su diseño requerirá un tipo específico de voluntad política, capaz de dar forma a una comunidad3, en este caso, una comunidad universitaria que es comunidad de saber aplicado o, como veremos a continuación, comunidad de prácticas.
Siguiendo esta línea analítica y recordando siempre la dimensión dialógica y colectiva del saber, este trabajo sostiene que la comunidad “del saber” que constituye la institución universitaria desborda sus fronteras visibles, tanto  política como epistemológicamente, consolidando así un tipo de formación en y de la cultura, al estilo mandarinal. Por este desborde es que sería difícil, sino imposible, distinguir cada polo de los pares de relaciones que enumeramos al principio de este apartado. Universidad, sociedad, gobierno y Estado constituyen, de este modo, un complejo ovillo relacional. Pensando en términos de cultura y formación, al modo en que vimos con Ringer entre otros autores, se nos vuelve patente un tipo de formación que es en la cultura y de la cultura social. Por esta razón es que los “mandarines” de la tradición universitaria alemana manifestaban preocupación por el efecto moral del conocimiento académico, de sus valoraciones y reflexiones sobre el bien y el mal, y por las huellas que estos principios dejan en la estructura personal de quienes se implican en él. Recordando la definición de Roig (2008), un modelo de desarrollo es una idealización y un proyecto, por lo que siempre supone una fuerte carga moral.
El tipo de comunidad que así se nos aparece fue codificado como comunidad de prácticas. Según Etienne Wenger (2001), una comunidad de prácticas puede describirse como un conjunto de juegos de lenguaje sobre significados, práctica, comunidad e identidad, que constituyen diferentes maneras de hablar sobre algo. Significado sería un modo de hablar de nuestra capacidad variable de experimentar el mundo y la propia vida como algo significativo; práctica es la forma de hablar sobre los recursos históricos y sociales, los marcos de referencia y las perspectivas compartidas en que puede basarse el compromiso mutuo puesto en la acción; comunidad es un discurso de intervención en las configuraciones sociales donde la persecución de nuestros objetivos se concibe valiosa y nuestra participación como competencia; por último, identidad es una forma de hablar del cambio que el aprendizaje produce en quiénes somos y del cómo elabora historias personales de devenir en el contexto de nuestra comunidad.
Si se define la comunidad de prácticas siguiendo el enfoque de J-C Spender (1998), se llega a un abordaje de la teoría social que es tecnológico porque busca sistemáticamente valorizar la experiencia transformándola en rutinas de productividad y competitividad que sean aprovechables por los agentes. Quienes trabajan e intervienen en este tipo de proyecto usan como lente la idea de aprendizaje en una “comunidad de prácticas”. Esto es, una organización sociocultural de desarrollo e innovación o valoración de la experiencia común cuyo diseño supone (como horizonte a alcanzar): 1) el acceso de todos sus integrantes a los procesos que integran la organización; 2) la visibilidad y accesibilidad a las tecnologías, las relaciones de poder y las oportunidades de acción existentes en su seno; 3) la legitimidad de su participación en la organización/comunidad y 4) la reflexividad o toma en cuenta deliberada de los conflictos, intereses, significados comunes, interpretaciones y motivaciones de los integrantes en relación a su participación en el proceso (Rojas, 1999).

El punto es que si la comunidad científica universitaria leyera así las cosas, habría de generalizarse en ella un particular concepto de aprendizaje o de innovación, que estaría determinado por el trabajo analítico sobre la experiencia colectiva e individual en el que se pretende descubrirla. Basándose en la obra de Lev Vigotski, los economistas institucionalistas comprenden ese aprendizaje de la innovación como una interacción o transacción de saberes entre experiencia social y conocimiento técnicamente experto. Guiados por Vigotski, surge así una veta particularmente interesante para analizar los procesos de desarrollo y sus conceptos político-técnicos fundamentales en el espacio académico y más allá de éste, en los límites de la región o comunidad en que se inserta.
Para el Vigotski de los economistas, el aprendizaje organizacional es una relación dialéctica delimitada por el saber de la experiencia. La noción de saber colectivo, argumentan, presupone una conciencia e identidad colectiva y, por lo tanto, una frontera de la organización con su entorno, en la cual un resumen de la teoría sobre la zona de desarrollo próximo (ZDP) es crucial, pues proporciona lo que se puede lograr sobre y por encima del rendimiento actual del sujeto, con la asistencia y colaboración de otros plenamente capaces. La ZDP es un dominio de rendimientos más que una simple cognición, argumenta Spender (1998), por ello “el proceso de desarrollo es un emprendimiento cooperativo entre el niño y un ‘otro capaz’” (p.427). De este modo, “la conciencia del niño es socialmente construida”.
Traduciendo esto a nuestra problemática, la configuración de un proyecto de universidad nacional tendría que estar mediada por una comunicación productiva de experiencia común, que apunte a aceptar la responsabilidad de los efectos futuros de una acción presente. Como se afirmó en otro trabajo, se trata entonces de crear modos inéditos de vinculación, formas alternativas en que la sociedad pueda pensarse como comunidad (Bilañski y Roig, 2015) o concebir “nuevos imaginarios sociales comunitarios” (Ferreyra, 2013: 171), modelos distintos de producción que no estén sujetos exclusivamente a la comercialización y al lucro privado, en suma, a la lógica del mercado.

 

Recibido: 10/07/2017 Aceptado: 04/09/2017

Notas

1 La traducción es nuestra.

2 A grandes rasgos, estos pensadores refutaron el modelo lineal de innovación, que explicaba el éxito productivo como un pasaje simple de la investigación básica a la aplicada y luego del desarrollo tecnológico al productivo (Pinch y Bijker, 2013), lo que a gran escala implicaba la creencia en un pasaje desde el subdesarrollo al desarrollo bajo un modelo que se asumía “universal”. Aquella idea, signada por la creencia en la posibilidad de replicar un modelo de desarrollo tecnológico europeo al resto del mundo y obtener los mismos objetivos, fue denunciado por los pensadores latinoamericanos como un modo de constituir una nueva división del trabajo productivo y tecnológico mundial que condenaba a Latinoamérica a la periferia.

3 Las problemáticas en torno al concepto de comunidad y sus diferentes semánticas no serán abordadas aquí. Apelaremos a sus características comunes, que refieren a “lo que nos identifica como lo que somos, de lo que habla de nuestros orígenes y legados culturales, nuestras inclinaciones, gustos, afanes y, probablemente también, nuestros destinos compartidos” (de Marinis, 2010: 3).

 

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