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Espacios en blanco. Serie indagaciones

Print version ISSN 1515-9485On-line version ISSN 2313-9927

Espac. blanco, Ser. indagaciones vol.29 no.1 Tandil June 2019

 

 

Figuraciones de la(s) memoria(s) a través del cristal de los lenguajes y retóricas del arte contemporáneo: el duelo y la ausencia en la fotografía de Santiago Porter

Figurations of memory(ies) through the crystal of contemporary art: absence and mourning in the photography of Santiago Porter

 

Juliana Enrico

Universidad Nacional de Córdoba (UNC) / Centro de Estudios Avanzados (CEA). Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.

E-mail: julianaenrico@gmail.com

Resumen

A partir de una preocupación cultural en torno de las formas de elaboración del presente histórico, y de sus transmisiones desde diferentes formas expresivas e instancias institucionales que aportan a la construcción de la memoria histórica y social, en este texto interrogamos el valor educativo de producciones del arte contemporáneo en tanto discursividad que construye determinada relación entre la historia, la memoria, las herencias de la cultura y los lazos comunes. En tal sentido, indagamos el aporte de artistas contemporáneos en la formación de nuestra cultura visual (en el sentido de esthesis y sensibilidad por el mundo que compartimos); y en las elaboraciones de nuestra memoria social (en tanto narrativa compleja que integra diferentes lenguajes, poéticas y retóricas). A través de la obra de Santiago Porter, quien reconstruye memorias afectivas y familiares de las víctimas de la AMIA frente a la tragedia (tomando como objeto de memoria el atentado ocurrido en 1994 en la Asociación Mutual Israelita Argentina de Buenos Aires, el cual permanece impune desde hace más de 20 años), realizaremos este acercamiento a una reconstrucción narrativa y visual que toma forma en espacios y campos sensibles de elaboración colectiva, interpelando nuestras experiencias históricas y nuestro legado cultural que sostiene el clamor de justicia y verdad ante el mandato de no olvidar.

Palabras Clave: Lenguajes, memorias culturales, la ausencia, Santiago Porter.

Abstract

From a cultural preoccupation around the ways of elaborating the historical present, and from its transmissions through different ways of expressive forms and institutional instances which contribute to the construction of the historical and social memory, in this text we interrogate the educative value of contemporary works of art as discursiveness that build a determined relationship between history, memory, cultural inheritance and common bonds. In this sense we inquire the contribution of contemporary artists in the formation of our visual culture (aisthesis and sensitivity); and in the elaborations of our social memory (as complex narrative that integrates different languages and rhetorics).
Through the work of Santiago Porter, who reconstructs affective and family memories of the victims of AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina), Buenos Aires, 1994, in the face of tragedy (taking as an object of memory of the terrorist attack which remains unpunished  for more than 20 years); we will perform this approach to a narrative and visual reconstruction that is shaped in spaces and fields of memory, by the interpellation of our historical experiences and our collective cultural elaborations that hold our cry for justice and truth in front of the command against oblivion.

Key words: Languages, cultural memories, absence, Santiago Porter.

 

Violencias y memorias

Frente a la obra de Santiago Porter, creemos importante interrogar el vínculo entre un acontecimiento histórico violento y trágico, y la reconstrucción fotográfica de sus huellas y efectos de pérdida a través de memorias familiares. Tal vínculo indica un cierto modo de inscribir la mirada del artista en la trama de experiencias epocales y saberes colectivos que deben ser problematizados socialmente, poniendo en escena vivencias (subjetivas y sociales) del orden de lo intransmisible (en tanto dolor, duelo, tragedia y diáspora) pero a la vez del orden de lo fundamentalmente transmisible (en tanto experiencia cultural, colectiva e histórica que es necesario no olvidar)[1]. Por eso enfatizamos el valor educativo del arte al tematizar una pérdida colectiva y sus efectos devastadores en cada historia personal, familiar y social, sosteniendo como comunidad histórica y política un interminable reclamo de justicia.

El objeto que nos convoca no es el de la institución académica de una pedagogía de la memoria -en el sentido de espacio teórico emergente y consolidado en las últimas décadas entre las prácticas escolares contemporáneas- sino el de recuperar, valorar y compartir, en un marco cultural y educativo más amplio, dispositivos e intervenciones del lenguaje del arte y experiencias de elaboración colectiva frente a un “desierto de argumentos pedagógicos” (Skliar, 2007) que pugna por explicar “un mundo que sangra” inmerso en la muerte, los crímenes, las tragedias, las violencias. La pregunta que circunda este trabajo es, por tanto: ¿cómo es posible transmitir, en tanto enseñanza compartida, la experiencia del duelo? ¿Cómo enseñar (y aprender o comprender) algo del orden de la violencia y de la muerte en tanto saber colectivo?

Desde esta mirada, pensamos dispositivos “otros” o de frontera en las zonas “ineducables” (pero transmisibles en tanto vínculo cultural), allí donde lo social y el equilibrio subjetivo se rompen o estallan por completo, y es necesario reinstituir lazos que reafirmen cada vez nuestra solidaridad e implicación, y la lengua de nuestra comunidad (o las formas del vivir-juntos, en términos de Barthes). Por eso es central la importancia de elaboraciones colectivas que exploran formas sensibles de transmisión y memoria mediante el recuerdo, la interpelación y la restitución de nuestros lazos comunes, para no olvidar los horrores del pasado que hemos sufrido como pueblo. En tal perspectiva, seguimos el planteo de Jelin (2002) al interrogar la tensión que supone preguntarse lo que la memoria “es” y lo que los discursos sobre la memoria producen en tanto elaboraciones (o memorias “visibles”) y marcos sociales de identidad (que anclan los acontecimientos históricos), ante lo cual la autora propone “… pensar en procesos de construcción de memorias, de memorias en plural, y de disputas sociales acerca de las memorias, su legitimidad social y su pretensión de ‘verdad’ ” (p. 17)[2].

A los fines de este abordaje, presentaremos la obra fotográfica “La ausencia”[3] (2001-2002) y “La ausencia 2” (1994-2014, en progreso), de Santiago Porter[4], quien retrata memorias familiares (en la clave de la construcción de una memoria cultural) del atentado a la AMIA[5].

En esta línea de tiempo (estallada y arrancada del curso de la vida) se deposita la mirada del artista, proyectando memorias que reenlazan experiencias y las reinscriben en el espacio social, enclavando las tramas del duelo colectivo (frente a los riesgos de la melancolía, la desubjetivación, la ruptura de los lazos psíquicos y sociales vitales, y el olvido) ante la exigencia de memoria, verdad y justicia.

 

Un arte agonista: figuraciones de las ausencias

Situados desde el horizonte transdisciplinario del análisis político del discurso, concebimos a los discursos sociales como prácticas significantes que organizan las relaciones humanas de las comunidades desde diversas instancias de configuración y articulación del sentido, implicando la creación de diferentes sistemas simbólicos y formas expresivas (lenguas, imaginarios, espacios, instituciones, identidades, rituales) que conforman culturas y escenarios de vida. En este marco, el campo de los estudios visuales, tal como lo sostiene Nelly Richard (2006), abre y reconfigura nuestras políticas de mirada al repensar un arte crítico con consecuencias culturales, generador de imágenes que dejan huellas y efectos de conmoción en nosotros (frente a la lisura sin profundidad de las imágenes proliferantes e invasivas del mercado de consumo capitalista, “vaciadas de todo conflicto de significación e interpretación” (p. 104).

Desde la perspectiva del arte crítico, la muestra “Sublevaciones” curada por Didi-Huberman, abre hasta el abismo la intensidad de imágenes, obras y manifiestos sociales (“gestos que cambiaron la historia”)[6] que queman, nos encienden, perforan el cuerpo entero y se vuelven atemporales o supervivientes.

En el espacio educativo, el valor del arte en tanto discurso social, integrado a un campo de discursividades más amplio, no deviene necesariamente de una institucionalidad “escolar” o de una lógica pedagógica y disciplinar que supone aprendizajes normados y sistemáticos en poblaciones y niveles de enseñanza específicos, delimitados, secuenciales; sino de la articulación significante entre problemáticas, tematizaciones, representaciones y figuraciones heterogéneas que emergen y circulan en el mundo de la cultura (pudiendo penetrar todo tipo de prácticas escolares y extramuros). Este cruce de lenguajes y elaboraciones simbólicas transdisciplinares performa, transmite y transforma nuestros saberes y sensibilidades epocales desde espacios exteriores a los dispositivos formativos hegemónicos (suplementando narrativas y miradas que forman parte de las tramas e intensidades de nuestra cultura).

Desde tal concepción educativo-cultural heterogénea (transdisciplinar y transtextual), expondremos un análisis de la construcción temática/retórica/iconográfica/fotográfica/narrativa en expresiones del arte contemporáneo, frente a lo que podría inscribirse en las imágenes que Silvia Bleichmar define en su noción de “dolor país”, retomando la genealogía de una insensibilidad nacional que pretende volverse esperanza política de verdad y justicia ante los crímenes y tragedias de nuestra historia reciente (para salir tanto del horror como de la derrota subjetiva y social a la que nos condenaron el terrorismo y las violencias de Estado en las últimas décadas).

Tal como lo analiza Carli (2005) al retomar la crítica que realiza de Certeau (1995) a la obra de Foucault -cuestionando la sistematicidad de las estructuras de poder en el ejercicio de institución de la cultura y de las subjetividades históricas- nos centraremos más bien en la lógica del acontecimiento que produce subjetivaciones desde dispersas líneas de fuga y desde una diversidad de dispositivos de verdad e identidad que constituyen la “cultura en plural” (de Certeau, 2004)[7]. Es decir que pretendemos diferenciar, ver y analizar procesos y sistemas macropolíticos o hegemónicos (por ejemplo, políticas educativas y culturales de alcance general o universal) a la vez que discursos particulares o micropolíticos (por ejemplo, retóricas y poéticas del arte emergente en el contexto de determinados acontecimientos históricos); y sus necesarias imbricaciones y efectos de sentido en las tramas del espacio educativo-cultural y social.

En la compleja relación entre los campos teóricos de las ciencias de la educación y la psicología al tomar como objeto propio -y diferenciado- las problemáticas educativas concretas, Carli argumenta la importancia de pensar teórica y metodológicamente sus implicancias desde una lectura política del campo educativo (que intersecta y articula saberes transdisciplinares en cada experiencia de análisis del presente, con sus intervenciones y efectos pragmáticos mediante, a nivel de las “prácticas”). Al respecto, afirma:

En estas últimas décadas se ha producido una revitalización de la pregunta por la transmisión cultural (Frigerio y Diker, 2004), por los modos de la transmisión cultural, por las prácticas de enseñanza en un contexto de vaciamiento y de caducidad; de alguna manera, como un efecto por poner en crisis las consecuencias de la psicologización en la disolución de un discurso más general sobre la educación, agudizadas en el escenario de la globalización en el que se acentúan los procesos de individualización de lo social.

Si hasta la primera mitad del siglo la pedagogía fue un discurso totalizador desde el cual se pensaba el fenómeno educativo en sus múltiples dimensiones, en el que la filosofía y la psicología estaban articuladas en un pensamiento sobre el ‘sentido’ de la educación […] en la segunda mitad del siglo XX la especialización disciplinaria provocó un cambio en la producción del conocimiento: permitió avanzar en la construcción de nuevos objetos de investigación, lenguajes especializados, estrategias de intervención, a la vez que produjo cierta fragmentación del fenómeno educativo con consecuencias complejas. El retorno a la pregunta por la pedagogía y, al mismo tiempo, por la formación cultural en sentido amplio se produce hoy después de un ciclo histórico en el que se conformaron y fortalecieron las disciplinas en la formación universitaria y se produjo el reconocimiento de la crisis de sus fronteras. Cuestión que ha dado lugar al debate sobre la interdisciplinariedad, la multidisciplinariedad y la transdisciplinariedad (p. 225).

 

En tal sentido es que afirmamos la importancia de un abordaje transdisciplinario de diversas transmisiones educativo-culturales en los espacios públicos, sobreimpresas en el paisaje amplio del sistema educativo-escolar, con eje en sus contextos y problemas históricos puntuales (abordados, tematizados, visibilizados, expuestos y problematizados desde diferentes discursos y actores, y mediante diversas poéticas y políticas de memoria).

Porter elabora una poética visual que pone en contacto, en la escena social del duelo, a los sobrevivientes de la tragedia, uniendo cada historia de vida perdida en los hilos de la memoria colectiva (en tanto el discurso fotográfico se constituye en soporte y trama de representaciones sociales y figuraciones sensibles que dan cuerpo a nuestros marcos de sentido vivenciales, como comunidad histórica). Desde una perspectiva de análisis semiótico, el poder de la imagen -o de los signos icónicos e indiciales- en meterse en nuestras conciencias e imaginarios a nivel perceptual (Ruiz, 2011) de modo más inmediato que los signos lingüísticos, produce una captación estética a la vez que un detenimiento que “nos hace hablar” para poder dar cuenta de su manifestación visual: genera relatos, argumentaciones, narrativas, que ordenan el mundo y configuran interpretaciones, significaciones y conocimientos comunes[8].

Barthes sostiene en La cámara lúcida [La chambre claire. Note sur le photographie, 1980] que en el discurso fotográfico existe una primera construcción-percepción de la imagen fotografiada, en tanto “studium” (lo que uno ve en la escena, o los objetos que la componen y pueden ser descriptos objetiva o culturalmente), frente al “punctum” (lo que no se ve pero punza, pregna y cautiva el sentido para cada espectador según su propia mirada: aquello que conecta con un saber o afección “propia” y que reenvía a la emoción como principio significante: subjetivamente). No es casualidad que dedica su texto a otro texto que nombra a su autor pero dirige la mirada a la potencia de su obra: “a Lo imaginario, de Jean Paul Sartre”. “La fotografía lleva siempre su referente consigo, estando marcados ambos por la misma inmovilidad amorosa o fúnebre, en el seno mismo del mundo en movimiento” (Barthes, 2006: 31). En tal sentido es que, en tanto técnica que capta un instante de un fragmento del mundo, ostenta la verdad de algo que “ha sido” (y por eso es importante resaltar su valor de registro documental, constatativo o afirmativo, según las lógicas temporales del discurso histórico: lo que ha sido ya no es más; por tanto, pertenece al pasado). A su vez, ha sido en un cierto tiempo para alguien (es decir que su significación multiplica y recrea el objeto cada vez que es mirado).

Sabemos que no es decible ni contrastable el dolor (y permanece intraducible). No es comunicable en las formas del lenguaje racional, ni puede reducirse al studium fotográfico de una escena documentada. Pero su transmisión es una necesidad de la memoria histórica, ruina sobre ruina, para levantar frentes comunes contra la muerte y las violencias (al modo del seminario barthesiano, que tenía esta finalidad humana de resguardo mediante la construcción de un espacio compartido que nos diera sentido como comunidad de vida, frente al inminente desastre subjetivo que padecemos dada nuestra condición trágica en el mundo).

Rinesi (2012), en su texto “La tragedia y la precariedad de la vida”, refiere a la importancia de reintroducir en nuestros análisis políticos del presente las lógicas de la tragedia griega, reinsertando el problema del conflicto y de nuestra insanable fragilidad mirados directamente a la cara, para abordar sus elaboraciones mediante el largo trabajo del duelo como comunidad -siempre precaria y limitada, al igual que cada sujeto-. Por lo mismo es importante asumir una inerradicable imposibilidad de cura, redención y felicidad finales ante el horizonte de la finitud y “ante el dolor de los demás” en tanto propio; y, en consecuencia, frente a nuestro miedo al dolor, tal como lo piensa Susan Sontag en Regarding the pain of others[9].

Analizando algunos textos fundamentales de Judith Butler (en particular, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, 2006)[10], Rinesi interroga el problema de nuestra falta de humanidad frente a una supuesta ajenidad ante las tragedias que asedian y bordean nuestras vidas, o ante nuestra (funcional) imposibilidad de reconocimiento de las violencias de nuestra especie para hacer frente a la precariedad y vulnerabilidad humanas: como si eludir la muerte y el duelo, y seguir adelante, borrara toda huella de crueldad y de pérdida, restituyendo un tiempo perdido y pleno -sin fisuras, sin relieves, sin sufrimiento y sin memoria-.

Las preguntas que introduce Butler, sostiene el autor, implican formularnos si el trabajo y la elaboración del duelo ante las tragedias contemporáneas (la “cura”, en la forma de una sana elaboración de las pérdidas; o bien una elaboración represiva y enferma que niega toda historia anterior mediante la forclusión o negación de lo vivido -lo cual nos permite seguir viviendo, sin justicia, sin culpables y sin memorias: repitiendo la crueldad y la impunidad al infinito- no nos hace perder o curarnos de la verdad que ese dolor nos revela en sí mismo

 “de la verdad de ese ‘algo acerca de lo que somos’ (de ese algo acerca de lo frágiles que somos) que se nos descubre en el dolor y a través del dolor. Si al hacerlo no nos perdemos -por así decirlo- una oportunidad: la oportunidad de aprender algo fundamental, ‘un modo de desposesión fundamental’ que nos constituye, cuya adecuada comprensión parece más apropiada que su alegre ignorancia para enfrentar los desafíos intelectuales, éticos y políticos que nos plantean siempre nuestras vidas y las vidas de nuestras sociedades, y hoy, en particular, la situación política del mundo” (Rinesi, 2012: 214).

Justamente, en la clave de un imperativo ético (doloroso) de memoria social y colectiva que es necesario establecer, instituir y transmitir desde el espacio público y en todo vínculo educativo-cultural que expresa las convicciones y decisiones de cada comunidad de iguales, Schmucler (2005) afirma:

“La memoria colectiva resulta impiadosa. Muestra al desnudo el presente de las sociedades que eligen recordar determinadas experiencias y no otras. No hay otra posibilidad pues el olvido es implacable; la memoria, al seleccionar qué recordar, señala que la posibilidad de perder para siempre determinadas cosas resulta insoportable. La voluntad de memoria es la expresión de un estado colectivo de pensar que decide sobre el tipo de raíces en las que el presente se sostiene. Nada más próximo a la ética. Nada más urgente que instalarla en un lugar de privilegio” (p. 8).

Por su parte, desde la perspectiva del análisis político del discursol Mouffe (2014) afirma la importancia de reconocer la dimensión política de las intervenciones artísticas críticas agonistas, desafiando cierta idea radical de que toda intervención crítica debe tener una impronta necesariamente rupturista, transgresiva o destructiva respecto del estado de cosas existente; o bien la idea de que el arte ya no puede ser históricamente crítico porque de inmediato es reabsorbido por juicios morales, sociales, estéticos o de mercado que se “apropian” de su significancia y de sus efectos políticos y culturales más irreductibles. Mouffe considera a los trabajadores del arte y de la cultura como intelectuales orgánicos, en el sentido gramsciano, siendo que el arte crítico puede constituir espacios de contrahegemonía que aportan a “la creación de una multiplicidad de lugares en los que la hegemonía dominante puede ser cuestionada… [en tanto] mediante la construcción de nuevas prácticas y nuevas subjetividades, pueden contribuir a subvertir la configuración de poder existente” (p. 109-110).

Es decir que, lejos de tener que constituir necesariamente una vanguardia que exprese una ruptura radical contra los sistemas hegemónicos centrales (y los diferentes poderes que los articulan y sustentan), el arte crítico y la crítica cultural horadan la piedra y performan nuevas figuraciones, interpretaciones y relaciones entre los sujetos, los objetos y el mundo, con diversas intensidades, alcances y efectos de sentido en nuestros imaginarios y narrativas sociales (es decir, en el propio mundo que busca transformarse a sí mismo desde una multiplicidad de espacios micropolíticos de poder).

Justamente, las obras que analizamos desnaturalizan las imágenes atroces de la muerte, y nos enfrentan a la pérdida y el duelo frente a las violencias, generando espacialidades de memorias que trascienden la discursividad de los datos históricos generales y sin rostro. ¿Qué memorias construye Porter? las de las víctimas y los sobrevivientes; pero no “en general” o en forma panorámica, sino una a una, en cada historia, en cada cuerpo, en cada relato familiar que figura, cada vez, su hondo vacío y su amor ante una ejemplaridad y singularidad viviente perdida para siempre en el tránsito de nuestra especie humana, entre nuestras propias vidas.

 

Cuerpos ausentes y resonancias del dolor país

En la obra de Santiago Porter prevalece el recurso retórico de la ausencia como modo de presentación del referente fotográfico muerto: no su rostro o cuerpo desfigurado[11], sino su desaparición en tanto ser viviente, y los interiores o exteriores y contornos vacíos que quedan en su lugar (la familia; la casa vacía; los objetos detenidos; el paisaje).

La única representación posible frente a la muerte (una muerte violenta) es, en este caso, mostrar el vínculo con la imposibilidad del retorno de los seres perdidos, mediante duelos y evocaciones que vuelven tangibles y presentes las existencias ahora ausentes, y todo lo que queda alrededor. En tal línea de tiempo (estallada, rota y arrancada del curso de la vida) se deposita la mirada del artista, proyectando memorias colectivas que reenlazan experiencias personales e institucionales, y las reinscriben en el espacio social, en las tramas y elaboraciones del duelo colectivo ante la exigencia de memoria, verdad y justicia.

La obra nos interpela mirándonos de frente, y fragua una memoria cuyo signo más significativo es la ausencia/el silencio significante blanco, imagen intraducible del abismo entre el horror, el amor y la historia, que insiste en la búsqueda de las formas de transmisión cultural del mandato de no olvidar, recordándonos las vidas que perdimos sin conocerlas antes.

La temporalidad espectral de su fotografía es configurada mediante una estética del espacio despojado, detenido, puro, ante el dolor. Porter no muestra los cuerpos muertos, los restos humanos muertos, la destrucción explosiva. Contra las lógicas históricas “documentales” del archivo icónico de la cultura (o, más bien, a su lado) muestra lo inapropiable e indocumentable del dolor de los sobrevivientes, exponiendo los objetos de su vida cotidiana que permanecen detenidos y ya no tienen ningún sentido vital, salvo el de una profunda evocación amorosa de las vidas perdidas. Retrata los rostros -mudos y tristes para siempre- de los que quedan, de los hijos que crecen, de los amores perdidos, de las vidas sometidas a un vacío interminable: el de una justicia que nunca llega (pero que, mediante la memoria colectiva, persiste en su reclamo histórico y humano).

Bleichmar decía en No me hubiera gustado morir en los ’90 (2006) que su planteo anterior en Dolor País (2002) fue el intento de recuperar una sensibilidad perdida en nuestra identidad nacional y en nuestra memoria[12], sensibilidad que, aunque nos desgarra, nos restituye al mismo tiempo a la vida y a la temporalidad de la conciencia histórica, reinstaurando el mandato cultural de no olvidar.

Y por eso mismo, aún en plena injusticia ante los crímenes de lesa humanidad y desapariciones cometidos por el terrorismo de Estado en la última dictadura cívico-militar argentina, impunes, no se puede seguir ni individual ni socialmente el camino de la venganza frente a la impotencia que engendra la impunidad, aunque la devastación de nuestros propios principios culturales de elaboración y duelo colectivo desintegren los caminos de la no-violencia, dado que el horizonte es sombrío, turbio, oscuro y para nada diáfano (la violencia ha corrompido, incluso, nuestras alternativas de justicia). Es necesario, por tanto, un horizonte histórico de justicia en nuestra vida política y social -para que no se sigan derramando y reproduciendo ni la impunidad ni la violencia bajo un paradigma de muerte y crueldad-. Son las grandes e indelebles enseñanzas del “Nunca más” como texto colectivo refundacional de nuestra memoria histórica.

Las resonancias del “dolor país” frente a las violencias de Estado ante el imperativo de justicia reclamada por los organismos y espacios de derechos humanos (que fue creciendo como un clamor colectivo propio de nuestra identidad nacional)[13]; la recuperación de los testimonios epocales y todo el despliegue histórico contemporáneo de un discurso jurídico-político de verdad, esclarecimiento, visibilización y no-impunidad (el cual puede resumirse en la consigna social “memoria, verdad y justicia”) nos han permitido transmitir y reconstruir en las últimas décadas los datos de una historia oculta, clandestina y siniestra, re-sensibilizando nuestra memoria social y subjetiva desde una multiplicidad de lenguajes y dispositivos de memoria (científicos, jurídicos, pedagógicos, sociales, artísticos).

“Durante el terrorismo de Estado, la forma principal de imponer la lógica de la violencia represiva radicó en la culpabilización de las víctimas, por ende, en la destrucción del compromiso con la justicia por parte de la sociedad civil. Al deconstruir los nexos del sujeto con la comunidad, se destruye toda legalidad posible…

En consecuencia, a nivel colectivo, el único modo de defensa es la restitución de una legalidad que paute los claros límites de la acción… Ésta es la gran cuestión de la regulación del poder mediante la justicia, por lo que no es redundante volver a analizar los modos con los cuales, durante los últimos treinta años, la sociedad argentina fue destruyendo, paso a paso, de manera cotidiana, mediante las respuestas que elaboró y las preguntas que formuló, la relación existente entre las causas que la dañaron y sus formas de resolución posible” (Bleichmar, 2006: 177-178).

Bleichmar analiza estas resonancias hasta llegar al caso AMIA, donde a nivel de la causa y de cada caso particular se reproduce y persiste la impunidad, aún ante la herencia de las históricas luchas asumidas desde el discurso de los derechos humanos post-dictadura, el cual atraviesa todo el aparato jurídico-político del Estado (permeando sus argumentos, prácticas y políticas para instituir investigaciones y condenas efectivas ante el imperativo y la exigencia social de esclarecimiento; y para formar nuestra identidad común) y las disputas culturales en el espacio público.

“No quiero venganza. No toleraría que la cúpula política que ocultó las pruebas y la policial que favoreció el atentado a la AMIA fueran obligados a buscar los cuerpos de sus propios seres queridos entre escombros, enterrar sus restos trabajosamente encontrados, soportar la profanación de los cementerios en los cuales los guardan y sentirse marginados porque han devenido peligrosos ya que su presencia misma puede atraer más desgracias…

No quiero venganza. Porque el deseo de venganza nos iguala, nos degrada, nos hace entrar en una zona gris que no permite diferenciar a las víctimas de los victimarios” (Bleichmar, 2006: 254).

Porter muestra las otras víctimas, los que quedan vivos[14] recordando a sus muertos sobre un abismo blanco (fuente de evocaciones infinitas).

Si no hay razón explicativa posible que justifique el horror, aun siendo develable el dispositivo de racionalidad técnica que subtiende el relato filicida de los Estados modernos y las guerras ideológicas contemporáneas: ¿sí habría simbolización (adecuada) en el espacio del arte? Innumerables discusiones del campo artístico, semiológico, cultural, ponen en crisis este razonamiento; no obstante, si hay un discurso que se acerca (siempre inadecuadamente) a la experiencia humana de la muerte, y a la experiencia humana del horror criminal y del dolor -que son algo muy distinto a la muerte en sí como parte cúlmine del ciclo fatal de la vida- éste es, más que el discurso científico-académico, el discurso artístico que le hace frente y muestra sus límites representacionales (como ya lo plantearan Adorno y los teóricos críticos de Frankfurt), desplazando toda racionalidad.

La obra de Porter expone justamente este límite de nuestros recursos simbólicos, representativos y retóricos frente a la tensión entre lo documentable y lo indocumentable en el archivo histórico de nuestra cultura. En tal sentido, pone en crisis las nociones de archivo, verdad, memoria, olvido, huella y ausencia. Captura y reconstruye historias de restos de destrucciones, profanaciones, rasga-duras, heridas, decadencias, dolor, duelos interminables (rastros, todos, de la agresión violenta del hombre por el hombre, y de la ruptura de símbolos culturales e historias de vida). Pero las muestra desde las afecciones de las vidas que quedan y testimonian lo perdido: ante el cisma, une e integra los pedazos rotos, o simplemente posa su mirada y su interrogación en ellos, para ayudarnos a reconfigurar nuestras propias miradas como comunidad.

 

“La ausencia” (Santiago Porter)

Como lo analiza Marcelo Birmajer (2007) en su análisis del libro “La ausencia” [15], la historia de Santiago Porter en relación con los retratos de las víctimas de la AMIA inicia mucho antes del atentado, en una búsqueda de caminos perdidos antes de la tragedia (o dentro de su misma e inexorable temporalidad).

“Santiago Porter no llegó de casualidad a estos retratos. No fue la tragedia lo que lo convocó, de un día para otro. Se había acercado al Once antes de nacer. Es el sobrino nieto de uno de los más importantes poetas judeo-argentinos, y sin duda el más célebre: Israel Zeitlin Porter, cuyo público seudónimo fue César Tiempo. [Zeit: tiempo; lin: del verbo cesar]. El propio Porter describe su llegada a este trabajo de un modo que yo no podría mejorar: Mi familia proviene originalmente de Ekaterinoslav (hoy Dniepropetrovsk, Ucrania). Como muchos otros judíos, escapando de los pogroms, los hermanos Porter llegan a Buenos Aires el 12 de diciembre de 1906. Eran 5 varones y una mujer: Rebeca Porter. Rebeca llegó a la Argentina con su primer hijo, de 9 meses, en brazos: Israel Zeitlin Porter, luego conocido como César Tiempo. Israel, como todavía le dicen mis tías, fue el primo hermano de mi abuelo y un personaje mítico en la familia.

Para cuando yo tuve la inquietud de leerlo, sus libros ya no circulaban. Y en el contexto de la familia todos argumentaban haberlos prestado. El lugar inexorable donde sus libros no podían no estar, era la biblioteca de AMIA. Cuando finalmente decidí llevar a cabo mi investigación sobre sus libros como posible material para mi propia producción, explotaron la bomba”.

“Las víctimas -porque los familiares de las víctimas son también víctimas- le revelaron su tristeza. La mirada del fotógrafo fue hospitalaria para recibir la mirada de su retratado, e incluso para recibir la ausencia de los seres amados” (s/p)[16]

Imagen de portada del libro La ausencia (Colección Fotógrafos Argentinos, 2007).

La imagen corresponde al guardapolvo de Andrea Judith Guterman. Andrea era maestra jardinera, tenía 28 años y se encontraba esperando en la bolsa de trabajo del edificio de la AMIA el día del atentado.

 

En su libro La ausencia, Santiago Porter introduce el camino hacia una búsqueda expresiva que se enmarca bajo el sintagma “Traducir el dolor”. Desde estos espacios de transmisión social de lo inefable, el arte aborda de un modo no sólo fatal (literal, irreductible y extraño a la comprensión común) la tarea de traducción y elaboración de un dolor intraducible que debe trascender su morada y expresarse culturalmente. Al ingresar a su portfolio, en la primera parte de “La ausencia”, el autor nos sitúa:

“2001 – 2002A las nueve y cincuenta y tres de la mañana del 18 de julio de 1994 una bomba estalló frente al edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina, la AMIA, ubicado en la calle Pasteur 633, en la Ciudad de Buenos Aires. La explosión destruyó por completo el edificio de siete pisos y asesinó a 85 personas. En la AMIA se realizaban actividades civiles y sociales exclusivamente. Los autores materiales e intelectuales de la masacre continúan libres” (s/p).

En la segunda parte de “La ausencia” (Gabi), Santiago Porter dice:

“1994 - 2014 (en progreso)… Cuando se perpetró el atentado, Gabriela Rodríguez tenía 8 meses de vida. Su madre, Silvana Alguea de Rodríguez, asistente social de 28 años, trabajaba en el servicio social que funcionaba en la AMIA. Murió a causa de las heridas provocadas por la explosión. Más de veinte años después del atentado, Gabi aún no sabe quiénes son los responsables de la muerte de su madre” (s/p).

La fotografía de Porter nos muestra, en su ausencia, la huella y la persistencia de la memoria. Muestra lo vivo y lo vivido que atraviesa el tiempo y queda en las marcas de un espacio sentido, compartido, perdido: en otros y en nosotros. El modo retórico de mostrar esta muerte es dividir el cuadro en dos y presentar dos fuertes metáforas, cuya referencia pasa a ser justamente esa pura ausencia. Ninguna metáfora es justa: el dolor del cuerpo ausente y de las vidas perdidas se muestra literalmente inefable e irrepresentable para cada uno y para todos[17].

En la imagen, enmarcada por la referencia o anclaje de un texto informativo breve, aparecen las otras víctimas (los sobrevivientes: madres, padres, hijos, hermanos, familiares), y por otro lado un objeto amado a quien le han quitado para siempre el tacto, el valor de uso, el amor de la persona a la que pertenecían (sin contaminaciones del poder, cuando la vida era como la infancia sin tiempo). Los que quedan: sujetos y objetos desolados. Basta mirar esas miradas para significar, crudamente, un hondo e indecible dolor y una inerradicable desposesión (horror de la cercanía al golpe directo al corazón, que nos deja sin aire y sin palabras).

Un objeto amado viene a posarse en el lugar del cuerpo muerto, tomando su lugar, perviviendo su vida prometida, deteniendo para siempre el tiempo y el espacio en una poética de ahora en más atemporal. Huella de la vida más que de la muerte: del “esto ha sido” barthesiano. Memoria, noesis, del pasado. A-esthesis de la fotografía fija, cuyo tiempo es interior al retrato: espacio-tiempo detenido, inmortal, recortado del mundo viviente (que inviste y representa el amor por los tiempos de los tiempos).

Este “exceso” de la mirada que desquicia el tiempo de la finitud (desbordamiento hacia el otro, constitutivo de toda relación intersubjetiva) eclipsa toda intención de transparencia o de transferencia en tanto permanece “intratable”: constituye una experiencia del orden de lo sensible y del orden de la intensidad, difícilmente enunciable o conceptualizable.

El noema barthesiano de la fotografía, el “esto ha sido” o “lo intratable” es lo que diferencia el referente de la fotografía del de otros sistemas de representación, en tanto el “referente fotográfico” no es la cosa facultativamente real a lo que remite una imagen o un signo sino el objeto necesariamente real o la “puesta en escena” a partir de la cual la cosa es situada frente al objetivo. Al mirar una foto incluyo fatalmente en mi mirada el pensamiento de aquel instante en que una cosa real se posó ante el ojo, detenida ante el dispositivo fotográfico (que captura y registra sus luminancias).

La pintura, por ejemplo, puede fingir la realidad; por el contrario, nunca se puede negar en la fotografía que la cosa haya estado allí en el momento en que se la ha capturado, sostiene Barthes. Aunque se ficcionalice la puesta en escena, eso estuvo allí y se vuelve un documento o un registro tanto de una realidad como de un pasado (en este caso: la fotografía capta la ausencia del cuerpo, en cuyo lugar desplazado, eliminado, se posa sustitutivamente un objeto o alguien que lo nombra; y nos muestra su huella).

En este sentido se intencionaliza la “referencia” de la fotografía como su orden fundante, radiante e irreductible. Eso estuvo ante la mirada (la vida) de alguien, y por eso produce siempre una profunda melancolía, en tanto significa un pasado (Barthes, 2006).

Ante el descubrimiento químico de la sensibilidad a la luz de los haluros de plata (la materia de la película), esta circunstancia científica constituye para Barthes el origen del noema de la fotografía -no siendo su origen la pintura, de acuerdo con las convenciones iconográficas clásicas- en tanto tal procedimiento físico-químico permite captar e imprimir directamente los rayos luminosos emitidos o emanados por un objeto, iluminado de formas diversas.

“De un cuerpo real, que se encontraba allí, han salido unas radiaciones que vienen a impresionarme a mí, que me encuentro aquí; importa poco el tiempo que dure la transmisión; la foto del ser desaparecido viene a impresionarme al igual que los rayos diferidos de una estrella. Una especie de cordón umbilical une el cuerpo de la cosa fotografiada a mi mirada: la luz, aunque impalpable, es aquí un medio carnal, una piel que comparto con aquel o aquella que han sido fotografiados… me encanta saber que la cosa de otro tiempo tocó realmente con sus radiaciones inmediatas (sus luminancias) la superficie que a su vez toca hoy mi mirada” (Barthes, 2006: 126-127).

La evidencia y fascinación de la ausencia de aquello que fue absolutamente presente en un tiempo diferido, en su luz, logra permanecer en tanto “el cuerpo amado es inmortalizado por mediación de un metal precioso”. En la escritura fotográfica de Santiago Porter[18], predomina una puesta en escena de la agonía y el duelo lento de los vivos que nos transmiten el infinito dolor por las vidas arrancadas, mediante los imaginarios de las ausencias que ahora llenan la casa, el hogar, el mundo entero: almas sin sus cuerpos.

 

Memorias contra las tramas de las violencias y el olvido

No se trata de representar en este caso la muerte en tanto fatalidad o destino de los efectos del tiempo sobre el ciclo natural de la vida humana, sino del crimen, de la muerte criminal, es decir: de la violencia. Se trata de ser despojados violentamente de la vida mediante un asesinato, y se trata además de crímenes de lesa humanidad[19]. Pero también (y en tal sentido, toda la intensidad de los debates jurídicos actuales merece ser mencionada)[20] cabe distinguir entre la figura del crimen de lesa humanidad y la del genocidio, que implica la selección de un blanco civil determinado, discriminado (“subversivos”, judíos, argentinos) atacado con expresos fines puntuales y específicos, no generales sino “ideológicamente” o “geopolíticamente” distintivos: cruel demarcación “cultural” que excluye matando y que debemos analizar construyendo capas diferenciadas de sentido y de memoria.

Desde el fondo de los tiempos, la muerte no es decible, ni es mostrable sino bajo la forma de una fatal imposibilidad o inaccesibilidad de la experiencia que inscribe, reitera y sitúa un memorial simbólico de duelo frente a lo inapropiable que nos hereda el mundo (y que tenemos la obligación ética de recordar).

Incomparable, irrepresentable, la muerte en tanto sintagma y ley se resiste a ser pensada, y sin embargo aparece y reaparece como la frontera misma de la vida y de toda historia cultural[21].

Si vemos los rostros de los familiares de los muertos de la AMIA retratados por Porter, ese dolor infinito atraviesa con toda su intensidad el registro fotográfico, y llega a clavarse en nosotros mediante una sensibilidad directa, punzándonos sin mediaciones (haciendo presente a nuestra existencia, de un modo radical, la sentencia de que toda muerte es mi muerte[22]).

A partir de un estallido de la fenomenología de la presencia corporal, Barthes reflexiona cómo la imagen (toda imagen) activa nuestro propio imaginario y “fantasmas de vida” mediante significantes o “detalles” que escapan a la comprensión de lo materialmente presente en una superficie “representativa” (tanto a nivel de nuestros biografemas subjetivos como de nuestras memorias culturales). Al introducir una reflexión semiológica, cultural, teórica y estética que articula lo irrepresentable/el dolor/la muerte y las necesarias elaboraciones simbólicas del vivir-juntos, interroga el conflictivo vínculo entre la temporalidad y la configuración de los imaginarios y las tramas fantasmales que sostienen el sentido de los símbolos culturalmente compartidos.

Los espectros asedian la historia y la memoria: marcan su fragilidad pero sostienen (transfigurando el horror) el orden simbólico, en la multiplicidad de textos y transmisiones de nuestra cultura. En este mismo sentido Schmucler expresa la importancia de la intensidad afectiva y sensible que transmiten (en tanto experiencias de vida, vínculos y saberes colectivos) las políticas y las poéticas de la memoria común:

“Sin memoria común los grupos humanos se diluyen. En ella se asienta cualquier forma de identidad que afirme la trama de nuestro vivir colectivo, de nuestro reconocimiento del otro, primer requisito para existir en común o, más intensamente, para encontrar algún sentido al vivir de cada uno. Los caminos que recorre la memoria son infinitos… Múltiples también resultan las formas en que la memoria se construye y subsiste: el arte, los testimonios, la búsqueda consciente entre residuos que a veces nos habitan calladamente; el azar: un olor que nos llega impensadamente, un rostro descubierto en el difuso contorno de una multitud o esa misma multitud que actualiza vivencias compartidas del pasado. A veces basta la cadencia de una voz o un dolor fugaz que se hace presente en la vibración de un instante” (Schmucler, 2005: 7-8).

El vínculo sinestésico (Kristeva, 1994) sensible que produce la metaforización del arte para articular series de memoria de diversos simbolismos (lingüístico, icónico, auditivo, visual, sensual, corporal) pone en escena instancias plurales de búsqueda que abren los imaginarios y figuraciones para significar y elaborar culturalmente las experiencias de resistencia y duelo de nuestra comunidad. Así, en expresiones de Didi-Huberman, la memoria nos convoca y el porvenir nos compromete a actuar para transformar este mundo, hoy, mirando el fuego y lo que quema (“destinado a apagarse”)… Atrevernos a “acercar el rostro a la ceniza” (Didi-Huberman, 2013) nos permitirá sentir y reactivar el fuego (soplando suavemente sobre los restos encendidos por debajo): revivir “su calor, su resplandor y su peligro”.

En este camino compartido, asumir una política de mirada colectiva afirmando el reclamo de memoria, verdad y justicia en el horizonte humano -cuya condición supone un destino trágico común a todos, pero también un deseo infinito de felicidad que debe asentar nuestro pacto social de igualdad, atravesado por lazos identitarios, referencias culturales, pasiones, duelos y huellas que arman el territorio en el que pensarnos en la intemperie, pero siempre con otros- nos pone al resguardo del abismo colectivo para (juntos) nunca olvidar.

 

[1]Por cuestiones de extensión, no desarrollaremos un análisis de la hermosa obra de Santiago Porter (que analizamos en otro artículo), sino sólo una aproximación a la serie La ausencia. Un primer esbozo de esta indagación fue presentado en forma oral y visual en el II Coloquio Internacional “Pensamiento Crítico del Sur: Existencias/Cuerpos/Comunidad”, realizado en el CCT de CONICET, Mendoza (2015); y en el Simposio sobre “Memoria institucional y fotografía” coordinado por la Dra. Ana María Montenegro -XIX Jornadas Nacionales de la Sociedad Argentina de Historia de la Educación: “Emancipación, libertades y desafíos. La construcción/deconstrucción del campo educativo en 200 años de historia” (2016).

[2]Y continúa Jelin: “En principio, hay dos posibilidades de trabajar con esta categoría: como herramienta teórico-metodológica, a partir de conceptualizaciones desde distintas disciplinas y áreas de trabajo, y otra, como categoría social a la que se refieren (u omiten) los actores sociales, su uso (abuso, ausencia) social y político, y las conceptualizaciones y creencias del sentido común” (p. 17). Los trabajos de la memoria constituyen, en el contexto del Cono Sur en particular -tras las catástrofes colectivas de las dictaduras, el terrorismo de Estado, y diferentes ataques terroristas y violaciones de los derechos humanos y sociales en las últimas décadas- un marco específico de emplazamiento común de los países sudamericanos: en este marco histórico-político, décadas de impunidad e injusticia no hacen sino impedir el duelo colectivo y las elaboraciones subjetivas frente a las tragedias (por eso el clamor de las manifestaciones sociales es crucial en las luchas por justicia, para torcer un destino que nos condena a la resignación y a la pérdida de nuestra condición humana). “Más allá del ‘clima de época’ o la expansión de una ‘cultura de la memoria’ en términos más generales, familiares o comunitarios, la memoria y el olvido, la conmemoración y el recuerdo se tornan cruciales cuando se vinculan a acontecimientos traumáticos de carácter político y a situaciones de represión y aniquilación, o cuando se trata de profundas catástrofes sociales y situaciones de sufrimiento colectivo. En lo individual, la marca de lo traumático interviene de manera central en lo que el sujeto puede y no puede recordar, silenciar, olvidar o elaborar. En un sentido político, las ‘cuentas con el pasado’ en términos de responsabilidades, reconocimientos y justicia institucional se combinan con urgencias éticas y demandas morales, no fáciles de resolver por la conflictividad política en los escenarios donde se plantean y por la destrucción de los lazos sociales inherente a las situaciones de catástrofe social” (pp. 10-11).

[3] Trabajamos también retóricas de “La ausencia” en Enrico (2018).

[4]Santiago Porter es un artista contemporáneo, nacido en Buenos Aires en 1971. Se ha dedicado a explorar cierto campo temático que reconfigura ausencias, fantasmas, cuerpos e historias. Entre sus creaciones, cabe mencionar las publicaciones “Condición de las flores”, 2014; “La observación detenida”, 2012; “Bruma”, 2011; “Los monumentos”, 2010; “La obsolescencia del monumento”, 2009; y “La ausencia”, 2007; y las exposiciones fotográficas “La ausencia” (2001 - 2002) y “La ausencia 2: Gabi” (1994 - 2014, en progreso). Ver http://www.santiagoporter.com.ar/Su obra ha sido exhibida en distintos países del mundo (en la Argentina, en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires-MALBA, Museo Nacional de Bellas Artes-MNBA (Buenos Aires), Museo de Arte Moderno de Buenos Aires-MAMBA, Museo de Arte Contemporáneo de Rosario-MACRO, Museo Provincial de Bellas Artes Emilio Caraffa, Córdoba, Museo de Arte y Memoria de La Plata-MAM, entre otros; e integra colecciones nacionales e internacionales, tanto públicas como privadas.Es autor del libro Piezas (2003) y La Ausencia (2007); y artista de la galería Rolf Art (junto a Marcos López, RES, Adriana Lestido, Silvia Rivas, entre otros). Ver http://rolfart.com.ar/

[5] En el contexto temporal y político de la historia argentina reciente, los atentados a la Embajada de Israel en Argentina (1992) y a la AMIA (1994) en los años de gobierno del menemismo; y la reciente muerte turbia del Fiscal Nisman a cargo de la causa AMIA (2015) en el último gobierno del kirchnerismo -casos judiciales impunes e irresueltos desde hace más de 20 años- forman parte de un mismo proceso histórico-jurídico-político de impunidad e injusticia en el marco de los históricos reclamos por memoria, verdad y justicia (propios del discurso masivo de los organismos de Derechos Humanos que ha atravesado nuestras discusiones académicas y sociales por los derechos de ciudadanía, verdad e identidad en las últimas décadas, en particular desde el retorno democrático posterior a la dictadura cívico-militar de los años ’70). Estas discusiones han logrado trascender e impregnar diferentes instancias y luchas políticas en el espacio social y en el Estado, constituyendo lo que Jelin denomina el campo de estudios sobre la memoria (en términos de un espacio académico y político) y el discurso de defensa de los derechos humanos en el que nos hemos formado como ciudadanos argentinos (desde la especificidad de la experiencia, transmisión y elaboración colectiva de nuestros propios procesos históricos). En tal sentido, la autora expresa: “Abordar la memoria involucra referirse arecuerdos y olvidos, narrativas y actos, silencios y gestos. Hay en juego saberes, perotambién hay emociones. Y hay también huecos y fracturas” (Jelin, 2002: 17). Memoria Activa emerge del caso AMIA y se constituye en asociación civil contra la impunidad de los dos atentados; siendo actualmente querellante independiente en las distintas causas vinculadas al caso AMIA (Causa Amia Central; Juicio por Encubrimiento, etc.). Ver esta información en: www.memoriaactiva.com

[6] “Soulèvements”, expuesta en el Museo de la UNTREF-Buenos Aires, en julio de 2017 (dando lugar además a la apertura de la Cátedra Georges Didi-Huberman de “Políticas de las imágenes”, con sede en la propia UNTREF), es una muestra itinerante que se sitúa temporalmente en “capitales de sublevación” cada vez que viaja, según su curador, Didi-Huberman. La brevedad del presente artículo no nos permite indagar el maravilloso trabajo del autor y su analítica de las imágenes, los fantasmas y la memoria en tanto ruinas y huellas (a lo que hacemos referencia en otros textos), pero sí creemos central marcar aquí el recorrido de intensidades que atraviesa “Sublevaciones”, al exponer un estallido creciente de lenguajes e imágenes -al modo de una puntuación multiforme y multidisciplinaria de emociones colectivas- que rompen el curso de las cosas y de la historia a partir de Elementos (desencadenados); Gestos (intensos); Palabras (exclamadas); Conflictos (encendidos) y Deseos (indestructibles). Este ordenamiento de sublevaciones históricas es conectado por la mirada que les da una nueva forma mediante un montaje que sobrevive a la experiencia (Didi-Huberman, 2013); y la trama emergente que se eleva o sobreimprime sobre la historia es lo que se nos da a mirar, recorrer y sentir en otras temporalidades, reiterando el acontecimiento de la subversión, subvertido. Tal itinerario de fuerzas en expansión constituye toda una teoría de la transformación social, producto del pensamiento y de las pasiones colectivas: Sublevaciones debería dispersarse en cada pueblo y en cada comunidad, sociedad y ciudad del mundo entero, ya que porta la encarnación y la potencia de estallidos tan situados como universales en todas sus formas humanas de expresión (mediante fuerzas e intensidades que, cuerpo a cuerpo, y aún desde las retóricas del silencio, son mucho más fuertes que todo el poder destructivo que se les impone). Ver http://untref.edu.ar/muntref/sublevaciones/

[7] Frente a sistemas de referencias, de intercambios y significación heterogéneos los unos en relación con los otros, es fundamental la diferenciación de las expresiones y de las instituciones culturales que enlazan nuestra vida en común. La cultura en sus sentidos plurales, en tanto práctica significante, “consiste no tanto en recibir cuanto en realizar el acto por el cual cada uno pone su marca en lo que los otros le dan para vivir y para pensar” (deCerteau, 2004: 117).

[8]Limitan y producen lo verdadero, en términos de Foucault (dominios de objetos, formaciones discursivas, estructuras de sentido y relaciones de saber y poder -o un régimen de verdad- mediadas por instituciones, principios de visibilidad, enunciación y exclusión, lógicas autorales, disciplinares e históricas). Ver Foucault (2008, [1970]).

[9] Tanto en Sobre la fotografía (2006 [1973]) como en Ante el dolor de los demás (2003) Susan Sontag interroga las variaciones históricas en la sensibilidad humana ante la “literalidad” del “sentido de la realidad” frente a imágenes documentales de guerras, mutilaciones, violencias y muertes -ya desde los antecedentes pictóricos de Goya-. Sontag indaga el marco histórico-cultural e interpretativo del irreductible dolor y sufrimiento que preexiste y sobrevive a la fotografía en sí misma y que no puede ser capturado por la fotografía más que en un instante puramente referencial de sufrimiento y de muerte (la “realidad” in-naturalizable exterior, que nos llega naturalizada por la gran profusión contemporánea de imágenes de violencia). Es decir que la fotografía transmite “universalmente” la imagen del mundo, pero las “imágenes atroces” (esas que nos hacen cerrar los ojos) transmiten además un compromiso y una responsabilidad ante las injusticias y la crueldad cometidas sobre cada cuerpo; por eso el llamado de Sontag a abrir los ojos para que las imágenes atroces nos persigan y nos interpelen humanamente. Testimonios de la barbarie, son documentos históricos tanto como materiales de memoria de los pueblos, al enfrentar lo insoportable que genera insensibilidad (por ser sus contenidos visuales tan crueles que no los podemos mirar de frente) con la necesidad del recuerdo colectivo. Su tesis es muy fuerte ante las violencias y las injusticias: no puede haber paz, porque el olvido es la paz (no en el sentido de que necesitamos guerra, sino en el sentido de que, habiendo guerra, que es un estado de no-paz y de violencia, es necesaria la justicia; es decir, el mandato cultural de no olvidar). En este caso trabajamos sobre el registro y construcción de memoria de la imagen artística, frente al registro histórico de la imagen documental (y sus cruces y efectos mutuos de sentido, en tanto discursos sociales convivientes).

[10]Ante el atentado a las Torres Gemelas (del World Trade Center de New York) y el Pentágono, epicentros del poder económico y político mundial de los Estados Unidos, el contexto previo y posterior al “11-S” de 2001 lleva a Butler a indagar la vulnerabilidad y la elusiva actitud del pueblo norteamericano (y su inmediata recuperación, contra el lento proceso psíquico y social del duelo) frente a las miles de vidas humanas perdidas en la tragedia, como si fueran vidas sin valor, sin historia y sin continuidad en la memoria colectiva (es decir: con un estatuto o derecho a la vida distinto o restringido respecto de otras vidas vivibles y recordables).

[11]Cuerpo queya no está y no es más, y que en su estatuto de individuo podría ser documentado mediante el recurso fotoperiodístico de la captación “en vivo” del momento inmediato posterior a la tragedia; en tanto cuerpo muerto por una maquinaria de guerra que pasará a integrar como “extinto” el registro civil-jurídico-médico-forense; las estadísticas estatales de causas de muerte y la judicialización del caso y de la causa.

[12]Refiere a una “derrota del pensamiento” que nos ha llevado a la crisis política, social y económica del 2001, entre los fuertes procesos históricos de la dictadura de los ’70 (1976-1983), el período post-dictadura del retorno democrático, y el deterioro del Estado y lo público en la década de los ‘90. Entre estos procesos es importante mencionar las denominadas “leyes del perdón” para delitos de lesa humanidad: Ley de Punto Final 23.492/86, y Ley de Obediencia Debida 23.521/87 del alfonsinismo (instauradas amargamente, según el propio Alfonsín, porque peligraba una democracia aún endeble) -y los posteriores indultos de 1989 y 1990 por parte del presidente Menem-; las cuales fueron declaradas nulas e inconstitucionales en 2001 mediante un fallo del Juez Federal Gabriel Cavallo, y declaradas inconstitucionales por la Corte Suprema de la Nación Argentina en 2005. En 2003 el presidente Kirchner promulga la Ley 25.799 sancionada por el Congreso de la Nación Argentina, que declara nulas las “leyes del perdón y la impunidad”.

[13] Instituido en espacios estatales -desde la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) por el gobierno de Alfonsín en 1983, cuyo principal fruto fue el informe del “Nunca más” publicado por Eudeba en 1984 (y cuyas sucesivas reediciones y prólogos -más allá de las apropiaciones colectivas fuertes de este texto- muestran claras y distintivas posiciones y conflictos políticos en relación con el terrorismo de Estado y la insostenible “teoría de los dos demonios”); hasta la creación de los actuales Sitios y Espacios de Memoria durante el kirchnerismo. Esta histórica lucha fueiniciada, sostenida y forjada social y culturalmente por los organismos de Derechos Humanos, como Abuelas y Madres de Plaza de Mayo e HIJOS, y todo el arco de las izquierdas políticas.

[14] En la línea de este mismo tipo de exploración retórica de la ausencia realizada por Porter, una obra paradigmática que muestra el “hueco” que dejan los 30.000 “detenidos-desaparecidos y asesinados” en las tramas familiares y sociales, el paisaje, la historia, es (en relación con las dictaduras de Argentina, 1974 a 1983; y de Brasil, 1964 a 1985) el proyecto fotográfico “Ausencias” de Gustavo Germano (2006 a 2007; expuesto por primera vez en Barcelona en 2007). Esta obra figura otro modo de construir el archivo de nuestra cultura: la foto de época (del álbum familiar; entre ellas la de su propio hermano desaparecido) y a su lado la foto en el presente, en el mismo sitio actual -la misma escena y los mismos elementos y personas- donde resalta el hueco dejado por el cuerpo ausente y su huella imaginaria, documentable como efecto de una presencia y una vida sacadas violentamente de la escena o serie de su continuidad temporal). En 2010 la presentación de “Ausencias” constituye el acto inaugural de apertura del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, ubicado en el actual Espacio de Memoria y Derechos Humanos (Ex ESMA, centro clandestino de detención y tortura); en una sala contigua a la Fotogalería del Conti se presentaron tres ensayos fotográficos sobre la memoria: el de Inés Ulanovsky (“Fotos Tuyas”); Lucila Quieto, (“Arqueología de la ausencia”); y Helen Zout, (“Huellas de desapariciones”). Ver: http://ausencias-gustavogermano.blogspot.com.ar/

[15] La muestra fotográfica “La ausencia” se exhibe por primera vez en la Fundación Vicente Lucci, en San Miguel de Tucumán (2004); luego en el Museo de Artes Plásticas Pompeo Boggio, Chivilcoy, Buenos Aires (2007); y en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, Buenos Aires (2011).

[16] Marcelo Birmajer, “Traducir el dolor”, en “La ausencia” (Santiago Porter, 2007). Por tratarse de un libro de arte, las páginas no presentan numeración.   Disponible en http://santiagoporter.com/textos/texto/51. Publicado en http://www.pagina12.com.ar/diario/suplemen tos/radar/9-4976-2008-12-07.html (fragmento). Versión digital: http://www.fotografosargentinos.com/esp/; Ver https://vimeo.com/85039658.

[17] Paola Cortés-Rocca analiza la afectividad y la temporalidad de la ausencia ante la tragedia y el trauma en la fotografía de Porter, desde la mirada de los estudios literarios y sus diálogos transdisciplinarios en torno de las violencias políticas y los derechos humanos. No vamos a realizar aquí un análisis técnico de la composición fotográfica de Porter, pero sí creemos importante referenciar, siguiendo a la autora: “La composición retoma la austeridad del género naturaleza muerta que, desde sus comienzos en el siglo XVII, define la presentación de objetos en el campo visual. De hecho, ese artificioso estar suspendido en el medio de la nada que se inicia con el fondo monocromático y la falta de profundidad de campo de la pintura holandesa y llega hasta la fotografía de productos propia de la imaginería comercial contemporánea se retoma aquí con naturalidad y pasa al retrato -aunque mediado también por ese rasgo formal que marca la historia del retrato, desde el fondo plano de los retratos de identificación hasta su transformación en rasgo de estilo en manos de fotógrafos como Richard Avedon, por ejemplo…” (Cortés-Rocca: 2015: 25-26). Mediante el díptico o el tríptico como recurso de diagramación, Porter presenta en blanco y negro la imagen de los familiares; la imagen de un objeto que había pertenecido a la víctima (en su lugar); y un breve texto de anclaje que referencia las narrativas afectivas sobre la víctima y su objeto, ambos ahora confinados al registro de pervivencia de la memoria en los otros (que somos nosotros).

[18] Presentamos a continuación algunas de las 20 fotografías que componen la serie, las cuales repro-ducimos por gentileza del artista.

[19]Ver esta noción, y su diferencia o “versus doctrinario” con el genocidio en relación con las violaciones a los derechos humanos, en el análisis de García de los aportes de Lemkin, Feierstein, entre otros (en García, 2017). Tal como se expresa conceptualmente en el marco del derecho internacional, en los procesos judiciales se debe seguir la racionalidad del encuadre definicional que limita y especifica la acción de un crimen de lesa humanidad, con sus consecuencias procesales, penales, jurídico-políticas, geo-políticas y sociales (en tanto la dimensión categorial y conceptual de las definiciones generales hace posible la concreción material y el establecimiento y tipificación jurídica de acusaciones, penas y castigos); pero las imágenes que podrían acompañar tales acciones como medios e instrumentos de prueba, literalmente graves, son icónica, figurativa y radicalmente insoportables. ¿Por qué? Porque no admiten universalidad o abstracción (como las definiciones de un expediente judicial) sino que muestran la singularidad encarnada de un cuerpo propio, muerto, asesinado, vejado, arrancado de la vida mediante procedimientos salvajes y crueles: de una crueldad inimaginable y no obstante existente y persistente en el mundo humano. Es lo que sostiene Barthes (2006 [1980]) sobre la fatalidad del “ésto ha sido” del referente fotográfico en tanto registro documental, fenomenológico e histórico. “Lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: la fotografía repite [mecánicamente] lo que nunca más podrá repetirse existencialmente” (pp. 28-29).

[20] Seguimos esta discusión, que incluye la noción jurídica de “genocidio cultural” (Whitaker), en Natalia García. “Débiles tipificaciones desdibujan los alcances de la aplicación de las figuras jurídicas, y por ende su comprensión causal... Así, en tanto ‘crímenes de lesa humanidad’ admite una generalidad que desdibuja el ‘blanco’ de la destrucción, ‘genocidio’ excluye otros ‘blancos’ en su limitada tipificación; uno incluiría desfigurando y otro perfilaría excluyendo” (García, 2017: 126).

[21] Ver Derrida (1998).

[22] “Tu muerte es colectiva” Edmond Jabés (2014: 50).

 

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