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Espacios en blanco. Serie indagaciones

versión impresa ISSN 1515-9485versión On-line ISSN 2313-9927

Espac. blanco, Ser. indagaciones vol.33 no.2 Tandil  2023

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.37177/unicen/eb33-370 

Artículos

Pensando con otros: un enfoque dialógico-reflexivo en la práctica profesional de la formación inicial docente

Thinking with others: a dialogic-reflective approach on the internship in teacher training

Constanza Villarroel Cáceres1  constanza.villarroel@uss.cl

Javier Rojahelis Busto2  jrojahelisb@correo.uss.cl

Sebastián Moller Zamorano3  sebastian.moller@uclouvain.be

1Universidad San Sebastián

2Universidad San Sebastián

3Universidad Católica de Lovaina

Resumen

En educación, se ha virado hacia un proceso centrado en el estudiante, implicando desafíos para la formación docente, entre otros, formar profesionales reflexivos. En la presente discusión abordamos esta problemática, explicitando qué entendemos por reflexión, qué habilidades presupone y qué rol juega el lenguaje. Basándonos en el paradigma socio-constructivo, que enfatiza los factores contextuales e interaccionales, se discute una propuesta hacia la práctica profesional, instancia que confronta la formación académica y el ejercicio profesional, considerando las corrientes y modelos que conciben el saber como un continuo entre teoría y práctica, mediante la explicitación de procesos cognitivos. En consecuencia, proponemos la necesidad de un dispositivo construido in situ, que operacionalice ciertas habilidades, facilitando la práctica pedagógica reflexiva a los distintos actores del proceso formativo.

Palabras clave formación inicial docente; reflexión pedagógica; educación dialógica; argumentación; tríada

Abstract

In education, there has been a shift towards a student-centered process, implying challenges for teacher training; among others, to train reflective professionals. In this discussion we address this issue, explaining what we understand as reflection, what skills it entails and what is the role of language. Based on the socio-constructive paradigm, which emphasizes contextual and interactional factors, we discuss a proposal towards professional practice, where academic training and professional practice are confronted, considering the approaches and models that conceptualize knowledge as a continuum between theory and practice, through the explanation of cognitive processes. Consequently, we propose the need for a device built in situ that operationalizes certain skills, facilitating the reflective pedagogical practice of the different actors in the training process.

Keywords teacher training; pedagogical reflection; dialogic education; argumentation; triad

1. Introducción

En las últimas décadas, en educación se consolidó un enfoque en el que los estudiantes son protagonistas de su proceso de Enseñanza-Aprendizaje (en adelante E-A) y cuya finalidad es fomentar su participación, promover el trabajo colaborativo y la reflexión, para que sean colaboradores de sus aprendizajes y conocimientos (Erduran y García-Mila, 2015; Felton, García-Mila, Villarroel y Gilabert, 2015). Así, el docente es un mediador en vez de autoridad, lo que requiere de nuevas habilidades. Sin embargo, esta demanda no es del todo satisfecha en la Formación Inicial Docente (en adelante, FID), enfatizando la urgencia de explorar cómo se construye el conocimiento y cómo nos relacionamos con él. El enfoque dialógico-reflexivo propuesto apela a una visión crítica de la educación y el saber, que busca aunar tradiciones teóricas en un continuo epistemológico y, a la vez, conectar teoría y práctica, recurriendo a estrategias dialógicas, argumentativas y de pensamiento reflexivo. Este último no es sólo un tema epistemológico o cognitivo, sino que se da en el contexto social, relacional y ético de una situación de E-A, a la que favorece o entorpece. Uno de los puntos relevantes es la interacción docente-estudiante y entre estudiantes; en ella, las prácticas discursivas desplegadas son esenciales para entender, articular y mejorar los procesos. Este énfasis es más crítico en la FID, dado su impacto en los futuros docentes -y sus futuros estudiantes-. Esta visión, centrada en prácticas colaborativas y dialógicas, emerge de las teorías socio-constructivas que conciben el conocimiento como construido socialmente, mediante la interacción con otros y los artefactos que nos rodean, principalmente el lenguaje (Vygotsky, 1978; Baker, 2009; Greeno y Engeström, 2013), en cuanto herramienta primordial para la interacción en el contexto de la actividad pedagógica.

En particular, uno de los escenarios que debería abordarse, es la práctica profesional docente, instancia que confronta dos mundos que parecen separados: el de la formación académica y el del ejercicio profesional. Para Schön (1987), la práctica profesional es un espacio de aprendizaje que contribuye a formar un docente reflexivo; esto depende del modo en que los actores desempeñan su papel y de cómo las instituciones de formación se relacionan con el saber. Así, los roles de los intervinientes en la práctica se vuelven de interés, en especial la actividad conjunta (Coll, Colomina, Onrubia y Rochera, 1992; Greeno y Engeström, 2013) entre el supervisor de la institución universitaria, el docente mentor del centro educativo y el estudiante en formación (Ávalos, 2002). Esta tríada (Romero-Jeldres y Maturana-Castillo, 2011; Russell y Martin, 2017; Vanegas y Fuentealba, 2018), idealmente, colabora en configurar la experiencia formativa de práctica, mediante reuniones, elaboración de material, observaciones y otros insumos que evidencian el proceso. Aquí, las prácticas discursivas pueden ayudar a visibilizar y organizar el saber encarnado en la actividad profesional conjunta y a explicitar el pensamiento como proceso cognitivo necesario para los aprendizajes. No obstante el planteamiento descrito, las condiciones de implementación de un enfoque dialógico-reflexivo no están aseguradas, por lo que urge un análisis de la situación de aprendizaje y de las fuerzas institucionales que modelan las prácticas de sus actores.

En Chile, el Ministerio de Educación (MINEDUC, 2021) subraya la necesidad de incorporar la reflexión en la FID y en el ejercicio docente, y aunque por mucho tiempo esto se vio solo superficialmente reflejado, el Marco para la Buena Enseñanza da cuenta de este énfasis, al señalar que, en condiciones ideales, el docente “Demuestra compromiso con su aprendizaje profesional continuo, transformando sus prácticas a través de la reflexión sistemática" (p. 17). No obstante, los resultados de la evaluación docente han sido insuficientes, lo que es comprensible si se considera que muchos profesores no fueron formados en la relevancia de los procesos reflexivos.

Sin embargo, esto se repite en estudiantes de FID que cursan su práctica profesional (Lara Subiabre, 2019). Asimismo, la reflexión aparece como un aspecto a mejorar, según la medición de conocimientos pedagógicos, disciplinarios y didácticos (END, CPEIP, 2019); así, uno de los problemas detectados tiene que ver con qué entendemos por reflexión y los factores que la posibilitan (Cornejo, 2003).

En lo que sigue, abordamos esta problemática con una discusión teórica en torno a qué entendemos por reflexión, qué habilidades entraña y cuál es el papel de las prácticas discursivas; además, se conceptualiza un continuo epistemológico -desde los aportes de Schön, Dewey y Van Manen, principalmente- para intentar entender mejor la naturaleza del saber pedagógico.

2. Metodología

A razón de los antecedentes descritos, nos preguntamos cuál es el papel de la reflexión en la FID; qué habilidades y contextos podrían propiciarla en estudiantes de pedagogía; y cómo la tensión teoría-práctica afecta el desarrollo del enfoque dialógico-reflexivo en la tríada de práctica docente.

Basándonos en el paradigma socio-constructivo y en el potencial epistémico de la argumentación y el diálogo de indagación para visualizar procesos como la reflexión, se profundiza en la búsqueda de nociones que nos ayuden a entender la naturaleza dual del saber y la experiencia pedagógica, y aportar a la conexión entre teoría y práctica docente. A su vez, se considera la realidad nacional y la necesidad de generar evidencia empírica sobre los procesos reflexivos de docentes en formación, para sugerir vías de abordaje y mejora.

Partiendo de los criterios mencionados, construimos la presente discusión teórica seleccionando autores de referencia en cada tema, así como interpretaciones de los mismos, atendiendo a su actualidad y vigencia.

3. Hacia una pedagogía reflexiva

Asumiendo el saber como dinámico, es relevante subrayar que la poca explicitación de los procesos a través de los cuales se adquiere y despliega, constituye una dificultad central para avanzar en prácticas pedagógicas reflexivas. Esta carencia abarca aspectos cognitivos, motivacionales y relacionales del aprendizaje, que el docente debe considerar, en función de él mismo y sus estudiantes. En este sentido, este es más bien un diseñador que articula una situación de E-A; a la vez, acompaña el proceso, lidiando con los imprevistos que escapan del diseño inicial. Este desfase entre lo que se espera del diseño y el resultado de la actividad, lo problematiza también la corriente de ‘la didáctica profesional’, cuando señala la divergente relación que a veces se produce entre las dimensiones teórica y operatoria (Pastré, Mayen y Vergnaud, 2006). Ambas implican una revisión constante de sus metodologías y cómo responden los estudiantes a estas; de ahí que el énfasis puesto en la actividad reflexiva, se exprese en casi todos los programas de FID a nivel global. Así, importantes revisiones (Zeichner y Liston, 1987; Hébert, 2015; Brandenburg, Glasswell, Jones y Ryan, 2017), destacan que la capacidad de reflexionar respecto a la práctica es clave en el perfil de egreso. Sin embargo, estudios en el área revelan que las acciones tendientes a este objetivo, suelen ser insuficientes (Schwarz y Baker, 2017). En concreto, esta intención se declara en los programas de FID, pero pocas veces se define qué se considera actividad reflexiva, cómo se pone en marcha, cuáles son los productos que se espera obtener o qué entornos la propician.

Esta inconsistencia no responde a una falta de esfuerzos; como plantean Zeichner y Liston (1987), Hébert (2015) y Brandenburg, Glasswell, Jones y Ryan (2017), parte del problema reside en lo amplio de términos como "reflexión", "reflexionar", "reflexión pedagógica" o "práctica reflexiva". Esta ambigüedad se traduce en una variedad de estrategias de abordaje y definiciones respecto a las habilidades que se considerarían prerrequisito y las que la caracterizan. Por último, su lugar a medio camino entre teoría y práctica pedagógica, complejizan la articulación de una epistemología acorde (Argyris, 2002; Russell y Martin, 2017); de hecho, Greeno (2012) señala que uno de los principales desafíos de las ciencias del aprendizaje, es configurar un marco epistemológico que dé cuenta de la cantidad de fenómenos que ocurren en la construcción del saber. Esto hace necesario determinar una noción de reflexión que contribuya a una práctica pedagógica reflexiva; a la vez, se requiere de dispositivos que faciliten las condiciones para su realización, así como un análisis centrado en la actividad conjunta.

3.1 Acotando el concepto de reflexión pedagógica

Para definir qué entendemos por reflexión pedagógica, hemos recurrido a autores de la crítica a la racionalidad técnica y al conocimiento teórico, como Dewey (1938) -con su modelo de indagación (inquiry)- y Schön (1983) -y su visión que traslada la atención desde el saber experto desanclado, hacia la lógica de la acción misma-.

Definimos reflexión pedagógica como un ejercicio situado en episodios de la práctica, orientado a generar conocimiento sobre la acción pedagógica in situ; por tanto, es de naturaleza recursiva y dinámica, y su finalidad es explicitar saberes que suelen ser tácitos (Cornejo, 2003), así como cuestionar la propia práctica y su impacto, desde una visión ética y sociopolítica (Guerra, 2009). De acuerdo a Chaikin y Love (2001, como se citó en Sanzana, 2013), “la actividad situada implica siempre cambios en el conocimiento y la acción” (p. 121) y estos estarían mayormente dados por los conflictos propios de la naturaleza compleja y heterogénea de la misma. En esta línea, Hébert (2015) destaca la relevancia del conocimiento experiencial, tácito y encarnado, enfatizando las capacidades intuitivas pertinentes para lidiar con la incertidumbre de las situaciones de E-A, en la relación docente-estudiante que se establece en estas y en el ‘tacto’ necesario para posibilitar el aprendizaje.

En este sentido, un contexto privilegiado para el aprendizaje experiencial es la práctica profesional y las relaciones entre los actores de la tríada formativa y su actividad conjunta. Si los formadores, mentores y supervisores, a través de su experiencia, lograran acondicionar una situación de E-A basada en la explicitación, el cuestionamiento y el hacer sentido, la práctica profesional facilitaría la conexión entre teoría y práctica, aportando al desarrollo de un continuo epistemológico para abordar el proceso formador.

3.2 Habilidades para una práctica reflexiva

Para entender la práctica reflexiva, sus condiciones y características, es posible situar dos visiones predominantes (Hébert 2015): una psicológica y otra pedagógica. La primera, enraizada en modelos de razonamiento clásico, es relevante para nuestra discusión, sobre todo a partir de revisiones desde la psicología cognitiva en las que se operacionalizan procesos como la metacognición, el pensamiento crítico y la autorregulación. Según sus autores, estas habilidades no solo son enseñables, sino que funcionan como predictores de variables como el éxito académico. Los estudios sobre aprendizaje basado en el pensamiento (Swartz, 2007, como se citó en Pinedo-González, Cañas-Encinas, García-Martín y García-González, 2019), rutinas de pensamiento (Pinedo-González, Cañas-Encinas, García-Martín y García-González, 2019) y visibilización del pensamiento (Ritchhart, Church y Morrison, 2014), son un importante aporte, ya que explicitan procesos internos y/o mecanizados, que es una de las características y finalidades de la práctica reflexiva.

En la versión pedagógica, se proponen algunas formas de enfrentar la antigua tensión teoría-práctica que recorre a la pedagogía. En este sentido, las habilidades reflexivas se relacionan con el manejo práctico de esta tensión, en la situación empírica de E-A, pero también repercute a nivel epistemológico, estableciendo una nueva relación con el conocimiento y con los futuros escenarios de E-A. A través de las prácticas discursivas, se visibiliza el proceso de aprendizaje, realizando continuas indagaciones para entender cómo se forman y validan las creencias y normas en la interacción social. De acuerdo a lo planteado, nos parece que, si se trata de definir habilidades para la reflexión en el contexto pedagógico, un punto de partida son las destrezas discursivas de los docentes en formación.

3.2.1 Las prácticas discursivas en la reflexión pedagógica

El relativamente nuevo paradigma educativo descrito, implica que los docentes deben desplegar nuevas destrezas, muchas vinculadas con el lenguaje y un enfoque dialógico de la educación. Dentro de estas corrientes destacan el diálogo de indagación (inquiry dialogue) y la argumentación como herramienta epistémica (argue to learn), que promueven dinámicas de aula que dan voz a los estudiantes, haciéndolos protagonistas de su proceso de E-A. No obstante, implementar acciones de este tipo es un desafío en la FID, que también se vincula al enfoque reflexivo, en cuanto las prácticas discursivas utilizadas en el aula contribuyen a la explicitación de procesos de pensamiento y de E-A, que suelen ser construidos colectivamente.

El paradigma socio-constructivista pone énfasis en los artefactos a través de los cuales interactuamos con el mundo; entre ellos, el lenguaje se considera fundamental (Vygotsky, 1978; Baker, 2009). Esta visión atiende no solo a la dimensión de medio, sino también al potencial epistémico y metacognitivo de ciertas destrezas -necesarias tanto para la actividad conjunta, como para enfrentar el escenario nacional y global, que demanda participación social y ciudadana-: habilidades argumentativas y de investigación, pensamiento crítico y basado en evidencia, y la capacidad de sopesar puntos de vistas; todas fundamentales ante fenómenos como la infoxicación (Castells, 2009), las fake news y la postverdad.

En esta perspectiva juega un rol clave la enseñanza dialógica que, según Alexander (2008), fomenta: 1) un clima de aula constituido por relaciones más horizontales; 2) la formulación de preguntas abiertas, conducentes más a la reflexión que a la respuesta correcta; 3) que el docente provea de retroalimentación a sus estudiantes, apoyando la construcción de nuevos aprendizajes; 4) el pensamiento metacognitivo, a través de la explicitación del proceso reflexivo de los estudiantes; 5) la elaboración de explicaciones más completas respecto a las posturas adoptadas; y 6) la co-construcción a partir de lo que ‘el otro’ dice, especialmente sus compañeros y el docente (Reznitskaya y Wilkinson, 2019).

En una línea similar va el planteamiento de la argumentación como herramienta didáctica. Un amplio cuerpo de evidencia da cuenta de su potencial epistémico, especialmente en ciencias. Para Baker (2009) y Mercer (2002), el discurso argumentativo es una metodología ideal para la construcción del saber; en la búsqueda de respuestas, el proceso de co-elaboración, facilitación mutua y construcción conjunta, consolida los conocimientos. Aunque algunos expertos plantean que al redactar un texto argumentativo se piensa en una audiencia imaginaria (Walton, 1989; Billig, 1996; Mercier y Sperber, 2011), también es posible que, al no ser una confrontación explícita, sea más fácil encontrar justificaciones para la propia postura, en vez de limitaciones (Kuhn y Lao, 1996). En tal caso, la argumentación dialógica, al tener un interlocutor real que ofrece otras perspectivas, tiene un impacto positivo, al permitir la re-evaluación de las creencias previas a partir del conflicto cognitivo (Felton, García-Mila y Gilabert, 2009; Felton, Crowell y Liu, 2015) y, por consiguiente, re-elaborar la propia postura ante evidencia alternativa. Reforzando esta idea, Reznitskaya y Wilkinson (2019) señalan que la naturaleza cooperativa del diálogo y su intención de llegar a la verdad, lo hacen propicio para fomentar las habilidades argumentativas tendientes al desarrollo del pensamiento y a la comprensión del material. Para que este proceso sea fructífero, debe ser guiado, pues la presencia de conflicto cognitivo no garantiza efectos beneficiosos (Chinn y Brewer, 1998; Colomina, Mayordomo y Onrubia, 2001), ya que también estará determinado por factores contextuales, como las condiciones de la tarea, las metas y el contexto; o psicológicos, como las creencias o concepciones previas.

El desarrollo de las habilidades descritas no es fácil y deben hacerse esfuerzos instruccionales al respecto. Además, los intercambios discursivos entre los miembros de la tríada (estudiante, mentor y supervisor) explicitan procesos de construcción conjunta de sentido y significado, que emergen de la complejidad de la actividad situada (Sanzana, 2013) y que remiten a la idea de Cussins (1992) de las cognitive trails (huellas cognitivas) de un aprendiz. Greeno y Engeström (2013), elaborando sobre Cussins (1992), señalan que, en las comunidades de práctica, las huellas cognitivas suelen surgir en el trabajo grupal y se cristalizan al nominalizar (naming, noción usada antes por Schön) y definir los conceptos que se originan en la actividad conjunta.

A pesar del énfasis en estas prácticas y el apoyo teórico que reciben, investigación proveniente de la Psiquiatría y la Psicología Cognitiva, plantea que hay elementos que conspiran contra el éxito de estas. Por ejemplo, según Fisher y Greitemeyer (2010) y Frantz (2006), las personas tienden a sobreestimar su capacidad de objetividad y crítica, en especial con temas en que se sienten involucradas o expuestas, generando sesgos cognitivos, voluntarios e involuntarios, así como mecanismos de autopreservación que afectan dicha objetividad.

Desde la Psicología se ha documentado la tendencia a recoger e interpretar información concordantemente con las creencias y teorías de cada individuo. Este fenómeno, conocido como sesgo confirmatorio, se explica desde tres enfoques: uno vinculado con aspectos motivacionales; otro que lo caracteriza como una limitación cognitiva; y un tercero que añade, a los dos anteriores, las características del ambiente. Klayman (1995) plantea una visión integradora: para él, el uso de estrategias confirmatorias es producto de un proceso de aprendizaje, influido por factores motivacionales y cognitivos, pero también por el ambiente. De ahí que autores como Newstead, Girotto y Legrenzi (1995) planteen que, si la manera en que las personas testean sus hipótesis tiene cierta regularidad, esta podría responder a un objetivo adaptativo. No obstante, estudios posteriores evidencian que incluso cuando se enfatiza la objetividad, la reflexividad y el razonamiento, el sesgo persiste (Nickerson, 1998; Lord y Taylor, 2009; Fisher y Greitmeyer, 2010; Mercier y Sperber, 2011).

3.2.2 Otra relación con el conocimiento en la formación docente

La relación entre la formación docente y el conocimiento contempla un amplio espectro de saberes, que se pueden organizar en un continuo de reflexión pedagógica, en cuyos polos encontramos dos formas de entender el saber: episteme y phronesis (Kessel y Korthagen, 1996). Esta concepción no dista mucho de postulados como el de Vygotsky (1934/1987, como se citó en Greeno, 2012) y sus nociones de conceptos científicos y cotidianos, o de Greeno (2012) y la distinción entre conceptos formales y funcionales.

En la FID, el paradigma epistemológico que ha primado es el que entiende el conocimiento como episteme y que se construye mediante un enfoque deductivo y replicable. Así, la formación docente tendría la misión de transmitir ese conocimiento, desde los maestros, detentores del saber, hacia los estudiantes. Esta aproximación ha recibido múltiples críticas, por las limitaciones que representa en el ejercicio docente profesional y por perpetuar la brecha entre teoría y práctica, ya que el saber se construye fuera de los contextos prácticos y específicos de la vida real -o en una versión muy simple de ellos- cuando el ejercicio docente es de otra naturaleza (Kessel y Korthagen, 1996; Freire, 2015). En esta, el docente en formación es confrontado a lógicas no académicas y no conceptuales de la pedagogía; al desafío de qué hacer cuando la situación de aula no responde a los constructos teóricos vistos en su formación. Ahí es cuando la sabiduría práctica o phronesis interviene -el tacto, según Van Manen (1998), o los conceptos cotidianos y funcionales, según Vygotsky (1934/1987; como se citó en Greeno, 2012)-, permitiendo a los docentes experimentados improvisar constructivamente, fortaleciendo el aprendizaje grupal.

El conocimiento desde la phronesis es de percepción, para poder leer lo que acontece en la situación y actuar en ella (Kessels y Korthagen, 1996). Desde esta visión, se debe pasar de la transmisión del saber a la de exploración de situaciones, y de la interactividad que en ellas se da (Greeno y Engeström, 2013). Es a lo que apunta Dewey (1938) con su idea de "indagación experiencial" (p. 269), que concibe la generación de conocimiento desde la realidad situacional de la que emerge y en relación con los aspectos subjetivos de sus participantes. Schön (1983), con su idea de "reflexión en acción", también se ha interesado en la reflexión en contextos prácticos. Algunos han vinculado el valor del trabajo de Schön a la constitución de una nueva epistemología, propia de la práctica (Russell y Martin, 2017). La "reflexión en acción" (Schön, 1983) subraya la importancia del framing que el profesional debe hacer de la situación problemática y cuya relevancia está en ser una reflexión orientada a adaptar la acción, en confrontación con la situación y sus particularidades. Esta idea se entronca con lo desarrollado por la teoría de la "conceptualización en acción", que entiende al individuo como un sujeto cognoscente que, al mismo tiempo, es actuante y que, en esa dualidad, la operatoria del conocimiento debe funcionar de manera adaptativa para que se logre un actuar adecuado (Pastré, Mayen y Vergnaud, 2006).

Siguiendo a Hebert (2015), consideramos necesario complementar este continuo de reflexión pedagógica con las ideas de "conocimiento tácito" y "tacto", desarrolladas por Van Manen (1998). A continuación, las detallamos, para caracterizar qué entendemos por práctica pedagógica reflexiva y postular un continuo entre ellas, bajo la idea del conocimiento como phronesis.

En su conceptualización de pensamiento reflexivo, Dewey (1910) pone el acento en el elemento situacional de la educación, que implica observar, prestar atención y hacer relaciones en el "aquí y ahora", en lugar de aplicar mecánicamente conceptos abstractos y aislados. A esto se añade la necesidad de que el docente ayude a conectar los aprendizajes intencionados con las experiencias de los estudiantes y su cotidianidad.

El modelo reflexivo de Dewey se basa en la indagación (inquiry), que deriva de las prácticas de la investigación y que opera en conjunto con un proceso de razonamiento que va determinando relaciones de causa-efecto, en función de objetivos. Esto último generó críticas, considerándolo racionalista y mayormente logicista; sin embargo, se debe aclarar que Dewey (1938), al plantear relaciones ligadas a consecuencias, no las establecía como leyes positivistas de causalidad, sino como una vía de salida de los moldes del racionalismo abstracto y de la lógica formalista proposicional. En tal sentido, su esfuerzo apuntaba hacia un pensamiento desarrollado dentro de un “continuo de indagación experiencial” (p. 534) y no hacia uno configurado desde una lógica de reglas abstractas.

Para el autor, el conocimiento es una construcción social fundamentada en la interacción y, por lo tanto, “la educación es esencialmente un proceso social” (Dewey, 2004, p. 99) y el docente es un actor más dentro de la comunidad de aprendizaje. Con esto, pierde el carácter ‘dictatorial’ y da paso a una disposición más horizontal, de guía, que debe considerar las capacidades y necesidades de los estudiantes para brindar una experiencia de desarrollo satisfactoria para todos.

La condición de la experiencia en el aula bajo el modelo de inquiry de Dewey (2004), estimula la formación de propósitos y la búsqueda de medios para llegar a ellos, pero desde la actividad cooperativa de los estudiantes. Esta acción debe promoverse en un espacio de libertad, que se regula desde la misma interacción, como en el juego, donde las reglas son las que permiten jugar, pero, a la vez, los jugadores no se sienten coaccionados.

Dewey (2004) apela a una actitud motivada por la curiosidad y el deseo de resolver problemas, lo que, a la larga, desarrolla una disposición permanente hacia el aprendizaje y la creación. Para ello, el educador debe procurar que el problema no sea externo, sino que surja de las condiciones de la experiencia que se tiene en el presente y que se halle dentro de la capacidad de los alumnos; y segundo, que despierte en el que aprende un deseo activo de información y de producción de nuevas ideas. Este tipo de indagación permite desarrollar una actividad constante en la que se inquiere, cuestiona, investiga y ensaya, en una verdadera inmersión para encontrar lo nuevo.

Schön (1983), por su parte, traslada la atención desde el saber experto desanclado de sus contextos de aplicación, hacia la acción misma: una fenomenología de la práctica. Distintos estudios analizan la reflexión o las competencias críticas sin considerar el cambio epistemológico que plantea el autor, quedándose en una reflexión basada en la visión tradicional de la formación docente. En esta línea, tal como indican Russel y Martin (2017), “el desafío epistemológico de la práctica reflexiva viene dado por la dificultad de aprender de la experiencia” (p. 37).

Asimilando el quehacer reflexivo con un arte, Schön (1983) enfatiza la capacidad de improvisación y de manejo de repertorios de conocimiento (teórico y práctico), en “una conversación reflexiva con una situación única e incierta” (p. 130). Este sentido artístico sería la capacidad que tiene el maestro de ajustar los medios y técnicas, a los fines visualizados y que exceden la aplicación rutinaria de fórmulas. Además, en el quehacer profesional, cuestiona la idea del profesional bajo modelos de ingeniería y medicina, que han asemejado en extremo la profesionalización al saber experto-científico, en busca de legitimación.

Por fortuna, diría Schön (1983), la pedagogía es de otra naturaleza. Una que tiene que ver con la relación que la profesión mantiene entre sus medios y sus fines. Como señala el autor, la racionalidad técnica se inclina hacia la resolución del problema y tiene una cierta indiferencia hacia el setting del mismo. El profesional reflexivo, ante la situación real, con todas sus incertidumbres, tiene que hacer un planteamiento del problema (setting), provisorio y sujeto a revisión, en el que nombrará (naming) los elementos a considerar y sobre los que actuará y, al mismo tiempo, los enmarca (framing) en las relaciones estructurales o contingentes que los determinan, abriendo un campo no técnico a la reflexión y al ejercicio profesional.

No obstante, el autor tampoco descarta el conocimiento científico. Para él, todo profesional tiene un ‘mundo virtual’ en el que puede desarrollar su capacidad de experimentación y de diseño, sin las limitaciones de la situación real; de hecho, la considera una condición del profesional reflexivo. En este sentido, el ‘mundo virtual’ del docente es aquel en el que piensa, ensaya, se cuestiona, diseña su relación con los estudiantes, su capacidad para hacerlos reflexionar y formarlos; sin embargo, su existencia no es suficiente para el ejercicio profesional reflexivo orientado a intervenir en otros. Teniendo en cuenta que en un contexto de intervención es complejo poner a prueba alguna hipótesis, Schön (1983) postula que la experimentación, además de la lógica de confirmación, tiene un nivel de exploración y uno de afirmación, que corresponden también a formas rigurosas de experimentación para situaciones prácticas.

Van Manen (1995), por su parte, se fija en la gran cantidad de decisiones que los docentes toman a diario en el aula y que no siempre son tomadas como parte de un momento deliberativo de toma de decisión. Aquí, en lugar de un proceso de pensamiento reflexivo, se produce una manera considerada (thoughtful) de actuar y hablar, que se percibe como ‘lo apropiado’ para cada momento. Esto sería lo que Van Manen llama el ‘tacto’ pedagógico y la actitud solícita que, en otras palabras, es la habilidad de improvisación didáctica -el conocimiento tácito- que tiene un docente, que es capaz de saber al momento cómo lidiar con una situación de aprendizaje. Esto lleva a que Van Manen (1998) aborde esta dimensión, aparentemente no teorizable, desde la perspectiva de la FID. Para él, en ella emerge la posibilidad de reflexionar sobre las prácticas pedagógicas, a diferencia de lo que pasa en la actividad docente, donde los profesores se ven inmersos en una dinámica que no siempre favorece la reflexión crítica.

Van Manen (1998) plantea cuatro modos de reflexión, en cuyos extremos estaría; por un lado, la ‘reflexión anticipativa’, que permite decidir entre varias opciones, para saber qué hacer o para planificar, con el fin de lograr los resultados previstos. Por otro, la ‘reflexión sobre los recuerdos’, que da sentido y significa las experiencias previas, para tener puntos de vista y una mayor comprensión sobre lo vivenciado. Estos serían modos de reflexión extemporáneos a las situaciones de aula. En medio de estos dos tipos, estaría la ‘reflexión activa o interactiva’ o la ‘reflexión en acción’, que nos sitúa en el complejo terreno de la inmediatez de las situaciones de aula junto a los estudiantes, en las que existe poca posibilidad de ‘pararse y pensar’ y, por lo mismo, se toman decisiones casi sin pensarlas. Aquí, el ‘tacto’ y el conocimiento tácito se constituyen en un tipo especial de reflexividad, que implica una actitud de cuidado, conciencia y solicitud por parte del docente. Todos estos modos reflexivos confluyen en un continuo que va constituyendo la experiencia pedagógica del docente, donde los elementos teóricos se combinan con vivencias previas, dándole sentido a decisiones posibles que, finalmente, se manifiestan y modifican en la situación misma del aula, guiadas por otros componentes de la experiencia que son “sensibles a las características intuitivas, dinámicas y no racionales del acto de enseñar” (Van Manen, 1998, p. 118).

La reflexividad requiere que los objetivos y metas no sean vistos por el docente como problemas a zanjar; por el contrario, los desafíos en el ámbito pedagógico son parte de un trabajo permanente, que demanda que el docente se "apropie" de las problemáticas y sean la temática de su quehacer dialogado. La atención constante al curso de la interacción es lo que Van Manen (1998) entiende como la acción reflexiva "solícita", "consciente" y "receptiva", que el docente debe adoptar y que constituye el material para sus reflexiones retrospectivas y proyectivas. A pesar de la contingencia de los momentos pedagógicos y de la improvisación que requieren las situaciones inesperadas, Van Manen considera una serie de cualidades y competencias para abordarlas. Tener tacto implica actuar con prudencia y astucia, ser juicioso y respetuoso, saber interpretar los pensamientos y sentimientos del otro, tener la habilidad moral y normativa de saber cómo, cuándo y hasta dónde actuar. Este saber práctico es tácito y, más que depender de una planificación, es una actitud integral que guía el comportamiento hacia ese otro que representa cada estudiante. En este caso, la planificación debe asemejarse a un guión flexible, cuyas interacciones deben proyectarse a conciencia y con atención a las posibles variantes que entregarán los estudiantes (Van Manen, 1998). De ahí que, para Van Manen, la experiencia docente deba comprenderse como un conocimiento encarnado (Robbins y Aydede, 2009), que se produce en una práctica cotidiana junto a otros con los que interactúa.

Esta planificación flexible se conecta con lo que la pedagogía profesional recoge de la noción de ‘esquema’ de Piaget, en cuanto modelo de organización que apunta a un conjunto posible de situaciones, pero sin reducirse estereotipadamente a una en particular a priori. De esta manera, se responde a la distinción que hace la ‘psicología ergonómica’ entre tarea prescrita y acción, en cuanto a que lo que se prescribe de manera conceptual, suele verse desbordado en la actividad misma. Frente a esto, el esquema funciona justamente como un modelo para moverse en las situaciones adaptativamente y manejar de modo adecuado la relación de aprendizaje y experiencia (Pastré, Mayen y Vergnaud, 2006). Esta idea entronca con lo que propondremos más adelante como “hoja de ruta”.

4. La situación empírica de aprendizaje: la práctica profesional docente

Tanto las prácticas discursivas como una nueva relación con el conocimiento, suponen que los actores del proceso educativo tienen la capacidad de generar un cambio; sin embargo, no es claro dónde comienza ese cambio. Esto se debe a ciertas características de la situación de E-A, o de más ampliamente, a ciertas concepciones de la educación. El enfoque dialógico no es nuevo, encontrándose en pleno desarrollo en los años 60, por ejemplo, en el trabajo de Freire. Para él, la educación dialógica tiene una misión emancipadora, relacionando la reflexión y la crítica con una transformación social. Es interesante notar la historicidad de la educación; la contraposición de una educación dialógica, que permite problematizar en conjunto el mundo, frente a una educación bancaria, en que los docentes depositan conocimiento en los estudiantes (Freire, 2015). Esta última representa para él un tipo de alienación, tanto de los docentes como de los estudiantes, dentro de una educación tradicional y rígida. Para Freire, hay un guion en la sala de clases, compuesto por un currículum ajeno a la realidad de los estudiantes, un docente que habla muy alto, relaciones autoritarias y unos estudiantes que hablan poco y en voz baja (Freire, 2014).

Ahora, ¿por qué trasladar la atención hacia la práctica profesional docente? Una de las razones es que está en la frontera entre dos mundos: el de la formación disciplinar y el del ejercicio profesional, o entre distintas formas de reflexionar -racionalidad técnica, reflexión en acción y reflexión fenomenológica de la práctica- (Schön, 1987). Esto puede verse como una dificultad inherente en la FID; sin embargo, esta ubicación ‘entre-mundos’ puede ser ventajosa para reunirlos y propiciar la reflexión. Pero esta debe ser una práctica profesional reflexiva, cuyas condiciones de instalación son inciertas, debido a temas institucionales, como el dilema del rigor o relevancia (Schön, 1987). Este se relaciona con la visión de que la formación profesional se basa en la transmisión de “información privilegiada o expertise”, y este saber está departamentalizado en un ambiente universitario acostumbrado a la autonomía de cátedra, a la cordialidad de las relaciones y a eludir la confrontación interdisciplinaria (Schön, 1987, p. 310). En pocas palabras, se corre el riesgo de encontrar en la práctica una estructura similar a la rígida situación de aprendizaje en el aula. En dicho contexto, la práctica reflexiva se dificulta, siendo necesario un reordenamiento que requiere (Russell, 2014) que el diseño de programas de FID no sea sólo en función del modelo de formación profesional tradicional -en el que la teoría antecede a la práctica-, sino que también integre una lógica en la que la práctica anteceda a la teoría.

Considerando estos aspectos institucionales, queremos avanzar hacia una orientación pedagógica de la implementación de estas prácticas profesionales docentes ya que, como veremos, existen otros factores involucrados en su diseño e instalación.

4.1 La tríada como relación clave en la FID

El advenimiento de las teorías socioculturales puso el foco en la interacción entre los actores del proceso de E-A, con el estudiante como centro y protagonista del mismo. Sin embargo, la interacción afecta también a los formadores; en el caso de la tríada, al mentor y al supervisor. Aunque se trata de una conformación de larga data y varios autores han documentado las relaciones de mentoría tutor y estudiante en la práctica profesional (Branderburg, 2004; Harrison, Lawson y Wortley, 2005; Bates, Ramírez y Drits, 2009), sólo en las últimas décadas se ha atendido a la tríada y cómo esta posibilitaría la reflexión pedagógica (Romero-Jeldres y Maturana-Castillo, 2011; Vanegas y Fuentealba, 2018). Según Russell y Martin (2017), gran parte de la calidad de los aprendizajes de la práctica profesional está determinada por la relación entre los miembros de la tríada; en particular, si esta permite que el docente en formación pueda compartir libremente sus experiencias. Una posible dificultad es que el profesor en formación se encuentra en medio de dos culturas: la del profesor mentor -con su institución escolar- y la del profesor supervisor -con la cultura universitaria- (Vanegas y Fuentealba, 2018). El estudiante queda en ese interregno en el que suele ver a sus interlocutores como formadores garantes del ‘discurso de la experiencia’, lo que puede ser un obstáculo para las posibilidades dialógico-reflexivas, ya que tiende a asentarse en un modelo acumulativo y no en uno abierto a la reflexión (Sanyal, 2014); en él, los procesos reflexivos se reemplazan por la reproducción de mecanismos validados descontextualizadamente y establecidos instrumentalmente, sin propiciar la observación reflexiva de la situación pedagógica.

Frente a esto, Vanegas y Fuentealba (2018) señalan que para que una dinámica triádica sea reflexiva, se deben validar los elementos identitarios y la experiencia previa de los estudiantes de FID (como la vivencia escolar, que es un conocimiento práctico sobre la educación que rara vez se toma en cuenta). En el caso de lo identitario, el profesor en formación está en un proceso caracterizado por la tensión entre la autopercepción del yo (con su biográfica incluida) y la adquisición de una identidad vocacional, que es formada, puesta a prueba y que puede, a su vez, entrar en conflicto con los proyectos identitarios de los demás (Kaddouri y Vandroz, 2008). En estos casos, el pensamiento reflexivo es clave para enfrentar dichas tensiones en la configuración de la identidad docente, en todos los niveles de la práctica y, por supuesto, durante la FID (Beauchamp y Thomas, 2010, como se citó en Vanegas y Fuentealba, 2018).

En cuanto a generar un entorno productivo y seguro para que los estudiantes compartan sus impresiones, nos inspiramos en el concepto de ‘amistad crítica’, acuñado por Stenhouse (1975, como se citó en Fuentealba y Russell, 2020) para describir a un colega que ejerce un rol crítico en relación a nuestra práctica. Si bien la relación jerárquica de la tríada podría ser un obstáculo para el surgimiento natural de esta dinámica, un trabajo previo con los docentes formadores y la introducción de una “hoja de ruta” argumentativo-dialógica, inspirada en la pedagogía dialógica, podría acercarnos a relaciones más productivas y reflexivas en la práctica docente.

Ante este panorama, bastante investigación en el tema se ha dedicado a entrar en las aulas escolares, diagnosticar el estado de la cuestión y aplicar diferentes estrategias, programas e intervenciones. Aun cuando la mayoría ha mostrado resultados positivos, en términos de mejora de habilidades, surge la pregunta de cómo lograr que los beneficios tengan más alcance. Una posibilidad que proponemos es subir un nivel, que implica investigar e intervenir no solo en las escuelas, sino también en la FID y en el desarrollo profesional docente.

A partir de lo planteado, nos preguntamos cómo preparar a nuestros docentes, en formación y en ejercicio, para aplicar este tipo de enseñanza dialógica. Desde nuestro punto de vista, siguiendo a Guzmán y Larraín (2021), para superar la visión dicotómica entre teoría y práctica -que muchos estudiantes ven como una desconexión al enfrentarse al mundo laboral-, se debe incluir esta modalidad dialógica no sólo como un contenido de los estudiantes de Pedagogía en Lenguaje y Comunicación, sino que como una metodología sistemática del plan de FID. Esto debe entenderse en toda su radicalidad: el diálogo productivo no comienza espontáneamente, sino que es resultado de un proceso en el que la institución educativa se ha acercado a la cultura de sus estudiantes. Según Freire (2015), el docente debe ser un estudiante de sus estudiantes, si es que quiere transformar su pedagogía. En dicho sentido, el plan de FID no puede ignorar quiénes son los estudiantes y los temas que les son significativos; lo que Freire llamó los temas generadores. Es desde esa relación con el mundo de los estudiantes, que el docente puede abrir una horizontalidad para el diálogo.

De modo complementario, y tal como evidencian los resultados de la Evaluación Nacional Diagnóstica 2019 (CPEIP, MINEDUC), uno de los elementos centrales en la mejora de la FID, tiene que ver con la reflexión pedagógica y las instancias que la promueven, normalmente vinculadas a la práctica profesional. Dicho contexto, anclado en la realidad del estudiante en formación, y mediado por el supervisor de práctica y el mentor en el centro educacional, permite una conexión ideal entre teoría y práctica, para el desarrollo de dinámicas reflexivas tendientes a una continua mejora de la práctica docente. Además, si estas son facilitadas por “hojas de rutas” inspiradas en la educación dialógica, se potenciaría la reflexión pedagógica y un modelo de enseñanza transferible a su práctica.

Entendemos aquí la relación entre teoría y práctica como un constructo fluido, caracterizado por una epistemología particular o, según algunos autores, la coexistencia de dos epistemologías (Russell y Martin, 2017) o de un Modelo I y un Modelo II (Argyris, 2002). Esta visión se sustenta tanto en nuestra experiencia docente -cuando los estudiantes nos urgen con respuestas sobre cómo resolver los problemas que se presentarán en la práctica-, como en un amplio cuerpo teórico que da cuenta de que la relación teoría-práctica no es lineal, como se suele presentar (Argyris, 2002; Raelin, 2007; Russell, 2012; Guzmán y Larraín, 2021). En este sentido, vemos la importancia de promover una actividad reflexiva que permita al estudiante enfrentar las demandas de la actividad docente: adaptar sus recursos a la situación emergente, advertir si estos son insuficientes, coordinarse con otros actores del proceso que le puedan orientar, investigar cuándo surge una temática poco familiar, etc.

La presente propuesta expone las ventajas de un enfoque triádico, tanto para la puesta en práctica de las habilidades dialógicas, argumentativas y la co-elaboración de conocimiento, como para promover instancias reflexivas en la práctica pedagógica. Esta visión supone un análisis mixto de la actividad conjunta de los miembros de la tríada -en cuanto individuos y sistema de actividad (Greeno y Engeström, 2013)-, y fijar la atención en los procesos discursivos, las huellas cognitivas, rutas de pensamiento, etc., que configuran la construcción de normas y aprendizaje conjunta.

5. Conclusión y discusión

A lo largo de este artículo, hemos problematizado el desfase que existe entre la necesidad de incluir habilidades pedagógico-reflexivas a la FID y su efectiva incorporación. Abordar esta necesidad desde un enfoque dialógico-reflexivo, permite poner el acento en procesos esenciales para facilitar este cambio desde la formación docente y visibilizar ciertos elementos que obstaculizan su puesta en práctica. Uno de los primeros escollos a sortear es la multiplicidad de formas de entender la reflexión dentro y fuera del ámbito pedagógico. Nuestra aproximación a la noción de reflexión pedagógica es desde una óptica pragmática; de habilidades para abordar reflexivamente situaciones concretas que se presentan en el proceso de enseñanza y aprendizaje.

En primer término, habilidades cognitivas como la metacognición, el pensamiento crítico, la autorregulación y la visibilización del pensamiento (Ritchhart, Church y Morrison, 2014; Pinedo-González, Cañas-Encinas, García-Martín y García-González, 2019), permiten explicitar y comprender los procesos de pensamiento, para luego, eventualmente, operacionalizar y entrenar su desarrollo en la FID. En este sentido, cumplen un rol que mitigaría los sesgos cognitivos que distorsionan la reflexión, generalmente por la búsqueda de la confirmación de creencias. Al ponerlas en práctica en un contexto de enseñanza dialógica y argumentativa, estas habilidades permitirían aumentar las chances de que la exposición al conflicto cognitivo desemboque en aprendizajes significativos para los estudiantes.

En segundo lugar, al destacar a la práctica profesional docente como situación de aprendizaje situado, reconocemos que los docentes requieren de otro tipo de habilidades que les permitan explorar el ejercicio de forma reflexiva. Al mismo tiempo, esta perspectiva cuestiona la tendencia a una formación docente volcada sobre el conocimiento teórico y que reserva un lugar marginal al aprendizaje situado en la experiencia. En concreto, nos referimos a la indagación experiencial (Dewey, 1938), a la reflexión en acción (Schön, 1983) y al tacto pedagógico (Van Manen, 1998) que, vistas como habilidades pedagógicas, permiten un abordaje más equilibrado de la tensión entre teoría y práctica. En un nivel epistemológico, ellas habilitan al docente a establecer otra relación con el conocimiento, una que no sólo está en la episteme, como saber proposicional y abstracto, sino una relación desde la phronesis, es decir, desde la percepción de la situación de aprendizaje (Kessel y Korthagen, 1996).

Estando integradas, estas habilidades le permiten al docente implicarse y reflexionar en la situación por medio de su percepción, además de realizar el setting del problema y enmarcar el aprendizaje en la experiencia del ejercicio docente, así como en las vivencias de los estudiantes. También puede identificar los elementos sobre los que intervenir y las relaciones de causa-efecto que existen entre ellos, seguir un proceso sistemático de acciones experimentales con tacto pedagógico y reconocer el conocimiento experiencial de los otros actores del proceso.

Así, la práctica profesional docente se transforma en un espacio de aprendizaje privilegiado, por ser el escenario en el que el estudiante de pedagogía puede, progresivamente, poner en acción y desarrollar sus habilidades pedagógico-reflexivas. La tríada, que se conforma en torno al estudiante en práctica, es especialmente relevante para integrar los elementos proposicionales y experienciales en el proceso de E-A. Como hemos mostrado, el aprendizaje que permita la relación entre mentor, supervisor y estudiante, estará determinado por la naturaleza que adopten las mentorías, reuniones y demás actividades entre ellos. El carácter reflexivo de esta instancia no está asegurado, pero puede propiciarse si sus interacciones se basan en la “amistad crítica” (Stenhouse, 1975, como se citó en Fuentealba y Russell, 2020) y si se fija un horizonte de aprendizaje conjunto. Por supuesto, los mismos actores de la tríada deben llegar a estos consensos; en otras palabras, deben realizar el setting de la práctica profesional docente. De acuerdo a la literatura revisada, este proceso se ve facilitado por la enseñanza dialógica y por el desarrollo de las habilidades reflexivas, tanto cognitivas como pedagógicas, que hemos descrito en este artículo, pero sabemos que su desarrollo no siempre está en el centro de los programas de FID. En consecuencia, y siguiendo la línea de herramientas pedagógicas para innovar en estos procesos de formación, planteamos la necesidad de desarrollar un dispositivo que tome en consideración las habilidades descritas y que se construya performativamente, a partir de las situaciones que funcionen como maneras prácticas y productivas de reflexión y aprendizaje.

A partir de esta cualidad adaptativa, esta “hoja de ruta” podría ser utilizada por todos los actores del proceso formativo. Si bien las habilidades reflexivas que los docentes requieren se pueden desarrollar de mejor forma a partir de las experiencias del ejercicio docente, tal como lo trata de relevar la didáctica profesional en el análisis de la actividad constructiva del profesional en su lugar de trabajo (Pastré, Mayen y Vergnaud, 2006), esto también se realiza complementando con experiencias de formación teórica. En consecuencia, se pretende que esta hoja de ruta pueda adaptarse a distintas situaciones de E-A, tanto en el aula como en las experiencias de práctica profesional docente. Esta idea puede vincularse con lo que plantea Cussins (1992) y sus conceptos de cognitive trails, landmarks (hito, punto de referencia), stabilization y naming, en cuanto definen huellas en un recorrido de aprendizaje, que, hecho colectivamente, genera ciertos hitos que, al compartirse, se estabilizan para concretarse a través de un proceso discursivo de nominalización o definición. Así, si bien la metáfora de la hoja de ruta parece fijar ciertos destinos, como las habilidades discursivas o reflexivas perseguidas, lo cierto es que no fija un punto de partida, ya que cada situación de E-A representa una realidad única. Dada la potencialidad de las prácticas discursivas que hemos expuesto en este artículo, sugerimos usarlas como vehículos para el desarrollo de habilidades reflexivas como la metacognición y el pensamiento crítico, entre otras.

Además, queremos destacar que las situaciones de aula y la práctica profesional, se pueden abordar a través de la enseñanza dialógica de una nueva manera, sin necesidad de un cambio organizacional. Por ejemplo, en el área del desarrollo profesional docente, Michaels y O’Connor (2015) proponen el uso de herramientas de habla (talk moves o talk tools) para incentivar la participación en clases; Reznitskaya y Wilkinson (2019) elaboraron un material que facilita la discusión en la sala de clases. En el contexto chileno, Larraín, Moreno, Grau, Freire, Salvat, López y Silva (2017) y Guzmán y Larrín (2021) han apuntado a la importancia de las herramientas curriculares como facilitadoras de la actividad dialógica y argumentativa en el proceso formativo. No obstante, es importante ser consciente de las condiciones institucionales, o de otra naturaleza, que facilitan o dificultan la implementación, ya que permite tener precaución en la ruta y anticipar de mejor manera un plan de acción.

La hoja de ruta propuesta estará acompañada de recomendaciones epistemológicas, sin dar por sentada la relación del docente con el saber y con el proceso de E-A. En ese sentido, representa un esfuerzo de framing, que utiliza las prácticas discursivas para visibilizar elementos centrales para una formación docente reflexiva, como es el pensamiento o la situación de E-A. En el proceso de framing, lo que se ajusta son “estructuras subyacentes de las creencias, percepción y apreciación” (Schön y Rein, 1994, p.23). Estas conforman procesos del pensamiento, entendido como cognición, y van quedando objetivadas en el saber disciplinar, no sólo en la literatura científica sino también en las normas prácticas y rutinas de las comunidades de enseñanza. En el ejercicio de framing, no basta con someter la situación a una idea preconcebida, a un saber experto o herramienta, sino que son necesarias constantes experiencias prácticas, para que el framing sea pertinente para conducir un proceso que requiere tanto de saber experto como experiencial (Kessel y Korthagen, 1996).

Volviendo a la idea inicial de esta discusión teórica, consideramos que el saber pedagógico debe visualizarse como parte de un continuo epistemológico, que conecte teoría y práctica, a través de la explicitación de procesos cognitivos que permiten configurar el saber profesional. Para ello, esperamos explorar empíricamente las propuestas teóricas aquí planteadas y, a partir de los datos obtenidos, trabajar más concretamente en la formulación de aquella hoja de ruta sugerida.

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Recibido: 29 de Noviembre de 2022; Aprobado: 13 de Diciembre de 2022

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