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versão impressa ISSN 1666-485Xversão On-line ISSN 1668-723X

Tópicos  n.11 Santa Fe  2003

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Ética y creatividad. Libertad, sentido y reglas en contextos práctico-operativos*

Alejandro G. Vigo**

* Texto de la conferencia dictada en el marco del Seminario de Ética Profesional: "Hacia una nueva competencia", Fundación DUOC, Pontificia Universidad Católica de Chile, San­tiago de Chile, 11 de julio de 2001.
** Profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile (avigo@puc.cl).

Resumen

El presente trabajo explora las conexiones entre las nociones de ética y creatividad. Primero, se intenta mostrar que lo que llamamos 'creatividad' presupone la referencia a un background de sentido en el cual juegan un papel decisivo la referencia afines y a procedimientos reglados. A continuación se examina el caso de los juegos reglados como el ajedrez, que revelan de modo paradigmático la peculiar trabazón de espontaneidad y mediación reglada que caracteriza a los contextos en los que puede desplegarse el tipo de capacidades, actitudes y estrategias que solemos llamar "creativas". Por último, se intenta trasladar las estructuras así avistadas al ámbito de la praxis no-lúdica, para poner de manifiesto el importante papel que desempeña la creatividad en el ámbito propio de la acción humana, en cuanto ésta comporta una dimensión  estrictamente moral. Ética y creatividad, juego y moral aparecen, desde esta perspectiva, como fenómenos mucho más estrechamente emparentados de lo que parece a primera vista.

Palabras claves: "Ética"; "Procedimientos reglados"; "Creatividad".

Abstract

The present essay explores the connections among the notions of ethics and creativity. Firstly, it tried to show that what we call 'creativity' presupposes the reference to a background of sense in which the reference to ends and to ruled procedures play a decisive role. It is examined, then, the case of the ruled games such as chess, which reveals in a paradigmatic way the peculiar union of spontaneity and ruled mediation that characterizes the contexts where the type of capacities, attitudes and strategies, that we usually call 'creative', can be devoloped. Finally, I tried to move the structures previously analyzed  to the area of the non-ludic practice, to manifest the important role of creativity  in the field of the human action as this involves a strictly moral dimension. Ethics and creativity, game and morality appear, from this perspective, much more related  than what they seem at first sight.

Key words: "Ethics"; "Ruled procedures"; "Creativity"

1. Introducción

     Es un hecho innegable que en los últimos tiempos se han multiplicado los esfuerzos por recuperar en su genuino alcance la dimensión ética del obrar humano en la reflexión en torno a la marcha, las aspiraciones y los desafíos de la sociedad contemporánea, en un mundo signado crecientemente por el desarrollo exponencial de la técnica y la ciencia, y expuesto a la explosión del saber y la información que ellas trajeron consigo. La realización cada vez más frecuente de seminarios del tipo del que hoy nos reúne, la multiplicación de las publicaciones, las nuevas estrategias para crear espacios de reflexión sobre los aspectos éticos vinculados con las tareas específicas desarrolladas en cada caso, tanto en el ámbito de la empresa y el mundo del trabajo como en las instituciones educativas y los centros de investigación, todo ello es reflejo directo del creciente interés en los aspectos esencialmente éticos del obrar humano en sus diversas formas, particularmente, en aquellas formas vinculadas con el mundo del trabajo profesional. Dicho interés se funda, a su vez, en la toma de conciencia cada vez más agudizada no sólo acerca de la relevancia de los problemas éticos como tales, sino también acerca de las perspectivas que abre la reflexión temáticamente orientada a tales problemas, con vistas al buen logro de los objetivos específicos de la actividad profesional, empresarial, educativa o científica.

     Así descrito, este panorama puede parecer excitante. Sin embargo, lo cierto es que, en la práctica, todavía hoy estamos muy lejos de haber logrado una renovada y armónica integración de la perspectiva propiamente ética con aquellas modalidades de consideración y aquellos modelos de pensamiento en los que se da expresión a los estándares de racionalidad que parecen caracterizar de modo más específico a esos diferentes ámbitos de actuación laboral, profesional, técnica y científica. No es inhabitual que -bajo el peso de tradiciones de pensamiento o esquemas conceptuales heredados, que tanto más eficazmente determinan nuestra propia visión de las cosas cuanto más inadvertidos nos pasan y más se nos ocultan en su origen y procedencia- tendamos a ver a la ética como algo que, si acaso tiene una estructura racional de algún tipo, se presenta, sin embargo, como heterogéneo y tendencialmente inconmensurable, en comparación con los modelos de explicación y las formas de razonamiento que parecen proveer la guía para los muy diversos tipos de actividades que constituyen el núcleo de nuestras ocupaciones laborales, profesionales, científicas, etc. Por ejemplo, no es en absoluto infrecuente, en ámbitos vinculados con la actividad económica y con la ciencia que pretende dar cuenta de los principios que explican su funcionamiento, toparse con la idea de que la racionalidad económica responde como tal a criterios de eficiencia y estándares evaluativos que poco y nada tienen que ver con aquellos que pretende hacer valer la reflexión centrada en los aspectos propiamente éticos de la actividad humana. Economía y ética serían, según esto, ámbitos diferentes e inconmensurables, cuando no irreconciliablemente opuestos. Esta idea suele ser rápidamente asumida como propia por quienes se desempeñan en el ámbito de la política y provee, a veces, la base común de actitudes políticas aparentemente opuestas frente al modo adecuado de regular la actividad económica. Así, de la constatación de una completa inconmensurabilidad del ámbito ético y el ámbito económico se puede derivar, por ejemplo, una tesis intervencionista radical que sostenga que, puesto que la economía como tal es completamente indiferente a la dimensión ética, la realidad económica debe quedar sujeta a una completa subordinación extrínseca respecto del conjunto de fines y normas que le prescribe la actividad política, de modo tal que la política debe determinar, en definitiva, las pautas mismas del funcionamiento económico. Pero de dicha constatación de inconmensurabilidad pueden derivarse también, paradójicamente, argumentos en favor de una tesis radicalmente no-intervencionista, que afirme, por ejemplo, que la completa heterogeneidad de los principios que explican el funcionamiento de la economía respecto de aquellos que darían cuenta de la moralidad de las acciones humanas, impone la necesidad de garantizar una completa autonomía del ámbito de la actuación económica respecto de consideraciones extrañas como las que provienen de la esfera de la reflexión moral, al menos, si se pretende tener una economía que funcione y que no termine en el colapso, por hacer caso a razones más bien etéreas de carácter humanitario. Más allá de su radical oposición desde el punto de vista de las estrategias a seguir por la política económica, las dos posiciones extremas así delineadas comparten, sin embargo, el principio básico que afirma la completa inconmensurabilidad de ética y economía.

     Me temo que el título de esta conferencia puede proveer también un buen ejemplo del tipo de situación que he tratado de ilustrar por recurso al caso de la economía. De hecho, no estamos acostumbrados a vincular las nociones de ética y de creatividad, ya que, sobre la base de ciertos presupuestos de los que rara vez tomamos conciencia plena, ambas nos evocan asociaciones no sólo diferentes, sino, en parte, incluso opuestas entre sí. Solemos pensar, en efecto, que la creatividad tiene mucho que ver con cosas como la espontaneidad, la libertad, el gusto o el placer vinculados con determinadas actividades, y también con la vocación y la capacidad de inventiva en determinados ámbitos, entre los cuales destacan, por ejemplo, las artes, las técnicas, las ciencias, ciertos oficios, algunos deportes, pero difícilmente un ámbito aparentemente tan rígido y cerrado a la inventiva como el de la ética. Por lo mismo, solemos creer o dar por supuesto que este conjunto de conexiones que parece proveer el entramado significativo en el que encuentra su lugar de inserción semántica el término 'creatividad' tiene muy poco que ver con el que sustenta el empleo habitual de palabras como 'ética' o 'moral'. Éstas motivan más bien, en el uso actual del lenguaje, asociaciones vinculadas con la rigidez de los catálogos de normas y de los límites que tales normas imponen a nuestros deseos y expectativas, y muy rara vez, en cambio, sugieren alguna vinculación con aquellas iniciativas espontáneas y libres en las que se expresan, del modo más original, las aspiraciones y los proyectos de vida de las personas.

     La razón de esta tendencia a ver, en principio, como mutuamente refractarios los ámbitos a los que apuntan los términos 'creatividad' y 'ética' reside, en último término, en una cierta representación, asumida de modo más o menos vago y generalmente sin mediar reflexión temática, acerca de lo que son la ética, por un lado, y la creatividad, por el otro. Dicha representación vaga y generalmente no temática no es completamente falsa, pero está lastrada por elementos procedentes de tradiciones de pensamiento históricamente identificables, las cuales deben ser reconocidas como tales y examinadas críticamente en sus presupuestos fundamentales. Concretamen-te, y sin poder entrar aquí en mayores precisiones, sostendré la tesis de que la aparente irreconciabilidad de las nociones de ética y creatividad deriva de la conjunción entre una concepción exageradamente normativista de la ética como un sistema o conjunto de normas, por un lado, y una concepción romántica de la creatividad como espontaneidad no impedida ni mediada por ningún tipo de instancia normativa externa a ella misma, por el otro. Ambas concepciones me parecen inadecuadas en virtud de su carácter unilateral. Intentaré mostrar, por el contrario, que una concepción que haga justicia tanto a lo que realmente es o debe ser la ética -en tanto instancia que apunta a la regulación y configuración de sentido de la praxis humana- como a lo que es la genuina creatividad -en tanto capacidad o disposición referida esencialmente a contextos práctico-productivos, en el sentido más amplio del término, y dotados como tales de una estructura finalística reglada- puede poner de manifiesto una, en principio, inesperada convergencia de las dimensiones a las que apuntan, respectivamente, ambas nociones.

     Por razones obvias, no podré emprender aquí un examen detallado de los conceptos de ética y de creatividad, para poner de manifiesto la convergencia que me interesa destacar. En vez de partir de un análisis conceptual abstracto, voy a proceder de un modo más bien inductivo y mucho menos pretencioso, que comprende los siguientes pasos. Comenzaré (punto II) con algunas consideraciones referidas a la noción de creatividad, tratando de poner de manifiesto cómo lo que llamamos 'creatividad' presupone, de uno u otro modo, la referencia a un background de sentido en el cual juegan un papel decisivo la vinculación a fines y el recurso a procedimientos reglados que apuntan a garantizar su consecución. Sobre esta base, analizaré luego (punto III), a partir de ejemplos elementales, un caso que revela de modo paradigmático la peculiar trabazón de espontaneidad y mediación reglada que caracteriza a los contextos en los que puede desplegarse el tipo de capacidades, actitudes y estrategias que solemos llamar 'creativas'. Me refiero al caso de los juegos reglados como el ajedrez, por ejemplo. Por último (punto IV), intentaré trasladar las estructuras así avistadas al ámbito de la praxis no-lúdica, es decir, al ámbito de la acción humana plena, no restringida al universo cuasi-ficcional del juego, para poner de manifiesto en qué medida dichas estructuras aparecen allí de un modo análogo, que revela de manera particularmente nítida no sólo algunos rasgos esenciales de la acción humana como tal, sino también el importante papel que desempeña la creatividad en el ámbito propio de la acción humana, en cuanto ésta comporta una dimensión estrictamente moral. Ética y creatividad, juego y moral aparecerán desde esta perspectiva, así lo espero, como fenómenos mucho más estrechamente emparentados de lo que a primera vista se podría sospechar.

2. Creatividad, sentido y reglas

     Una de las confusiones más habituales a la hora de caracterizar la noción de creatividad consiste en identificar tendencialmente dicha noción con la de simple o mera espontaneidad. Por cierto, no necesariamente todo el mundo estaría dispuesto a aceptar sin más como verdadero el enunciado: 'creatividad es mera o simple espontaneidad'. Sin embargo, la tendencial identificación de ambas nociones se advierte indirectamente en el hecho de que habitualmente se suele pensar que la presencia de cualquier elemento de mediación y de restricción exterior resulta, de entrada, incompatible con la creatividad como tal. La creatividad tendría su lugar específico de despliegue allí donde las mediaciones y las imposiciones de límites cesan, es decir, en el amplio campo que se abriría cuando tales mediaciones y factores limitantes han sido desactivados como tales. Sobre esta base, se suele pensar, por ejemplo, que la imposición de reglas es un elemento que conspira contra las posibilidades de la creatividad. Y no pocas teorías educativas de la segunda mitad del siglo XX -con antecedentes más o menos claros en pensadores de épocas anteriores, particularmente, de la Ilustración- han elevado la espontaneidad y la expresividad que supuestamente derivaría de ella al rango de valores poco menos que supremos, a cuya preservación y promoción deberían apuntar aquellos sistemas educativos que tienen por objetivo final la formación de ciudadanos libres, no sujetos a las ataduras infantilizantes del poder totalitario, el paternalismo cultural y religioso o la moral heterónoma.

     Es cierto que muy rara vez dichas teorías en sus formas más refinadas -es decir, tal como fueron originalmente concebidas por pensadores, educadores y moralistas- han afirmado la existencia de una simple identidad entre creatividad y espontaneidad o bien sustentado la creencia ingenua de que la libertad humana tiene como presupuesto indispensable de su despliegue la falta absoluta de elementos limitativos exteriores y de pautas regulativas dotadas de fuerza normativa vinculante. Pero no menos cierto es que en sus versiones más o menos vulgarizadas, -tal como han pasado a formar parte de determinadas concepciones del mundo, ideologías e incluso programas de acción político-social-, las intuiciones que originariamente habían dado lugar a la formulación de tales teorías se han visto reducidas, a menudo, a ecuaciones muy poco matizadas, que reflejan sólo pálidamente las ideas mucho más refinadas a las que deben su origen. Y no constituye una excepción sino más bien la regla, el hecho de que sean precisamente tales versiones trivializadas las que por vía de reelaboración ideológica hayan quedado incorporadas, en un tercer momento, a los presupuestos asumidos tácitamente por el así llamado 'sentido común' de una época, cuya atmósfera cultural e intelectual resulta así determinada por ellas en algunos de sus rasgos definitorios.

     En el caso de la noción de creatividad, esto puede ayudar a explicar un hecho curioso -aunque para nada excepcional tratándose del uso habitual del lenguaje- que caracteriza el modo en que actualmente se suele recurrir a ella. Por un lado, si se pregunta expresamente a un hablante competente acerca del significado específico del término y los alcances de la noción que éste pretende expresar, es muy probable que se obtenga, al menos en primera instancia, respuestas esquemáticas -como las que se suelen dar en estos casos- que apuntarán centralmente a las ideas de espontaneidad, de no restricción y de ausencia de límites o mediaciones; por otro lado, si se atiende no ya a lo que las personas puedan decir expresamente sobre la noción de creatividad, sino más bien al modo en que efectivamente se valen de ella, en aquellos contextos en que la aplican sin tematizarla para caracterizar algo diferente de ella misma (por ejemplo, una actitud, una estrategia para alcanzar un determinado objetivo o una innovación en determinado tipo de procedimiento), se podrá comprobar que en dicho uso presuponen un significado y un alcance diferentes en aspectos esenciales de los que ellas mismas parecen dispuestas a conceder al concepto cuando se ven confrontadas con la necesidad de dar cuenta expresamente de él. En efecto, no aplicamos habitualmente términos como 'creatividad' o 'creativo/a' para describir cualquier tipo de actitud o acción que presente el rasgo de una espontaneidad no impedida y muestre, sobre esa base, un cierto carácter de novedad imprevista. Aunque los rasgos de espontaneidad y novedad parecen ser esenciales a la noción de creatividad, no caracterizan suficientemente lo que entendemos habitualmente bajo ella.

     En este sentido, es importante reconocer que la noción de creatividad se aplica fundamentalmente con referencia a contextos de acción definidos, que presentan un carácter esencialmente teleológico y, de uno u otro modo, reglado. Así, hablamos de creatividad, sobre todo, en contextos relacionados con las artes, los oficios, las actividades profesionales, la invención y el desarrollo tecnológicos, la investigación científica, los juegos. Se trata, en todos estos casos, de ámbitos de actuación en los cuales la referencia a determinados fines de las correspondientes actividades abre un cierto espacio de significatividad y de comprensión, dentro del cual es posible la derivación de reglas que apuntan a garantizar la mejor obtención del fin o los fines intencionados en cada caso y, con ello, también el establecimiento de rutinas procedimentales más o menos estandarizadas, cuya ejecución eficaz requiere correspondientes procesos de aprendizaje y práctica.

     Ahora bien, toda acción humana, en la medida en que responde a propósitos e intenciones, queda referida de uno u otro modo a fines y presenta así una estructura esencialmente teleológica. Sin embargo, no toda acción humana queda inserta en la misma medida en contextos formal o informalmente reglados. Por el contrario, aunque hay buenas razones para sostener que, de modo implícito, prácticamente toda acción guarda, de modo directo o indirecto, cierta referencia a contextos reglados, no menos cierto es que determinados tipos de acciones dependen en mucho menor medida en su propia estructura interna de la referencia a reglas y procedimientos estandarizados que otros tipos de acciones, en los cuales tal referencia juega un papel constitutivo fundamental. Esta diferencia se comprende de modo inmediato, si se comparan, por ejemplo, dos acciones tan diversas en este aspecto como beber agua y mover un alfil en un tablero de ajedrez. En su constitución material exterior, ambas acciones parecen ser igualmente elementales, en la medida en que están basadas en movimientos corporales relativamente sencillos y poco exigentes, que pueden ser ejecutados con un cierto rango de variabilidad, aunque no demasiado amplio. Ambas son, por otra parte, acciones dirigidas a ciertos fines y resultan, en tal sentido, comparables en su estructura teleológica más elemental. Sin embargo, resulta bastante evidente que una y otra acción no dependen en igual medida en su estructura interna de la referencia expresa a un contexto reglado en el que quedan insertas. Esto explica que resulte comparativamente mucho más fácil, desde un punto de vista puramente exterior, advertir el sentido de la acción de beber agua que el de la acción de mover el alfil en una partida de ajedrez. Para poder capturar en su sentido esta última acción se debe estar ya familiarizado, en alguna medida, con las reglas del juego del ajedrez, pues dichas reglas son constitutivas de la acción particular que se lleva a cabo en el contexto definido por ellas: prescindiendo de la referencia a dichas reglas, la acción de mover el alfil queda tendencialmente reducida a su mera materialidad de proceso físico y no puede ser siquiera descripta adecuadamente como tal. Por cierto, la comprensión del sentido de la acción de beber agua también trae consigo algunos presupuestos. También en este caso la acción comporta en su propia estructura la referencia a determinados fines, y, por lo mismo, sólo puede comprenderse adecuadamente en conexión con determinados deseos y creencias del agente que están relacionados con dichos fines. Pero estos fines son de un carácter mucho más elemental y, sobre todo, no vienen determinados ellos mismos por reglas que prescriben al mismo tiempo el modo en que pueden y deben ser alcanzados, como en el caso de un juego expresamente reglado del tipo del ajedrez.

     Pues bien, no es difícil advertir que, salvo en contextos de ejecución de carácter muy excepcional, una acción como la de beber agua difícilmente puede proveer un ejemplo del tipo de capacidad o actitud que designamos por medio de la noción de creatividad, mientras que, bajo determinadas circunstancias y con arreglo a una situación definida de juego, la acción de mover el alfil puede muy bien transformarse en expresión directa o incluso paradigmática de la creatividad del maestro de ajedrez que la lleva a cabo y logra por medio de ella, por ejemplo, obtener una ventaja posicional definitiva frente a su adversario. Esto permite ver ya que la noción de creatividad no queda habitualmente referida, sin más, a cualquier contexto de acción y ni siquiera a cualquier tipo de acción intencional orientada a fines. Más bien, hablamos de creatividad sólo en el caso de acciones, actitudes y obras o productos, en el sentido amplio del término, que quedan referidos, de modo más o menos directo, a contextos reglados, en los cuales, además de fines, hay procedimientos más o menos estandarizados y estrategias formal o informalmente definidas que pretenden regular y asegurar los caminos adecuados para la obtención de dichos fines. No hace falta decir que entre los extremos provistos por el caso de acciones básicas vinculadas de modo directo con la satisfacción de necesidades elementales como la acción de beber agua, por un lado, y el caso de las acciones propias de juegos reglados de alta sofisticación como el ajedrez, por el otro, hay toda una gama de otros tipos de casos, en los cuales la dependencia de las acciones correspondientes respecto de contextos reglados reviste formas diversas, que pueden verse incluso como formando parte de una gradación de mayor complejidad y creciente distancia respecto del ámbito de las acciones más básicas y elementales. Es imposible entrar aquí en consideraciones más detalladas sobre la estructura de dicha escala de creciente complejidad y los criterios con arreglo a los cuales puede ser construida. Baste con enfatizar el hecho -ya señalado- de que es a medida que nos alejamos de los niveles más básicos en la escala como encontramos mayores oportunidades de aplicar de modo significativo la noción de creatividad para caracterizar las acciones de los sujetos, sus actitudes o los resultados objetivos consumados en cada caso.

     A primera vista, esta vinculación de la noción de creatividad con los contextos de acción reglados puede parecer sorprendente y un tanto paradójica, pues, como sugerí al comienzo, se suele vincular la noción de creatividad de modo vago con las ideas de espontaneidad no mediada y libre de impedimentos. Con todo, tal impresión tiende a desaparecer, una vez que se advierte la conexión esencial que guarda la noción de creatividad no sólo con los contextos de tipo teleológico en general, sino particularmente con aquellos en los cuales la referencia a procedimientos informal y más aún formalmente reglados, cumple una función constitutiva. En tal sentido, hablamos de creatividad fundamentalmente con referencia a actividades como el arte, el oficio, la investigación, el juego, en las que la inventiva y la capacidad de abrir vías nuevas para la obtención de los fines buscados en cada caso viene mediada por el dominio competente de procedimientos reglados y estrategias estandarizadas. La genuina creatividad no excluye, sino que presupone determinadas reglas y la competencia para tratar con ellas del modo más adecuado. La genuina creatividad no excluye las reglas, sino que puede considerarse más bien como el emergente más destacable del dominio competente o incluso eximio de las reglas que definen el espacio de sentido en el cual se mueve la actividad correspondiente. Creatividad y know how pueden verse, en tal sentido, como las dos caras de una misma moneda: sólo puede ser genuinamente creativo dentro de un determinado ámbito de actuación reglada y orientada a la obtención de determinados fines aquél que, por haber interiorizado del modo adecuado los procedimientos reglados y las estrategias estandarizadas del arte, el oficio, la ciencia o el juego correspondiente, está en condiciones de producir, sobre esa base y también a partir de sus propios talentos individuales, resultados nuevos y sorprendentes o bien estrategias y procedimientos originales para alcanzar los resultados propios de la actividad del caso. Esta conexión esencial de la noción de creatividad con la del saber disposicional fundado en disposiciones habituales (know how) permite advertir ya la posibilidad de la aplicación significativa de dicha noción también dentro del ámbito de la actuación moral y la vida práctica como tal. Pero antes de referirme a este aspecto, que dejo para la última parte de la exposición, profundizaré un poco más en la conexión de la creatividad con los contextos reglados y los procedimientos estandarizados correspondientes, a través de una breve consideración del caso ejemplar provisto por los juegos (formalmente) reglados.

3. Los juegos reglados y los presupuestos de la creatividad

     En cierto sentido, puede decirse que todos los juegos son reglados, pues incluso los juegos infantiles más elementales presuponen, cuando menos, ciertas estipulaciones de sentido y, a veces, incluso ciertas convenciones procedimentales iniciales, que abren y demarcan el espacio de significación dentro del cual la actividad lúdica resulta como tal posible. Sin embargo, es obvio que no todos los juegos involucran en la misma medida estipulaciones de sentido expresas ni convenciones procedimentales formalmente establecidas como tales. En atención a esas diferencias, y de modo puramente esquemático, conviene distinguir aquí entre juegos informal u ocasionalmente reglados, por un lado, y juegos formalmente reglados, por el otro. En el caso de estos últimos, las decisiones iniciales que abren el espacio de significación en el que se desarrolla el juego toman la forma de estipulaciones expresas y adquieren formulación al modo de reglas, que incluso pueden ser recogidas en reglamentos y/o quedar sujetas al control de su cumplimiento por parte de instancias específicamente encargadas de esa función. En todo caso, y más allá de estas importantes diferencias, puede decirse que, con muy diferentes grados de explicitación y de elaboración formal, todo juego remite en última instancia a un cierto background de estipulaciones de sentido y reglas o convenciones procedimentales que abren el espacio de significatividad en el cual la actividad lúdica puede recién desplegarse. 'Jugar' es siempre 'jugar a algo'. Pero ese 'algo', que constituye a la vez el 'objeto' y el 'espacio' del juego, resulta  constituido como tal a través de determinadas estipulaciones de sentido y regulaciones procedimentales, que pueden ser más o menos expresas y más o menos sofisticadas, según los casos.

     A recalcar el papel constitutivo que desempeñan las estipulaciones de sentido y las regulaciones procedimentales iniciales respecto del espacio propio del juego apunta la distinción -habitual en el campo de la teoría de los juegos y de la filosofía de la acción- entre reglas constitutivas y reglas (meramente) regulativas. Reglas (meramente) regulativas son aquellas que determinan un ordenamiento al que queda o debe quedar sujeto un conjunto de actividades dadas de antemano y existentes con independencia de dicho ordenamiento. Tal es el caso, por ejemplo, de las reglas de tránsito. Las reglas constitutivas, en cambio, no se limitan a establecer un ordenamiento en un conjunto de actividades preexistentes, sino que configuran por primera vez un espacio de significación que da origen a actividades, acciones e incluso entidades que no existen con independencia del ordenamiento así establecido. Un ejemplo preferido de este tipo de reglas son precisamente las correspondientes a los juegos formalmente reglados, tales como el ajedrez. Así, la acción de mover un alfil, en el sentido propio que ella tiene dentro del juego del ajedrez, no existe con independencia del conjunto de reglas que determinan las posibilidades de movimiento del alfil dentro del juego mismo. Considerada con independencia del contexto reglado del juego, la acción de mover el alfil queda reducida, por así decir, a su mero aspecto físico exterior, consistente en el desplazamiento de un objeto de determinada forma sobre una superficie en una determinada dirección. Ni siquiera el alfil mismo existe como tal con independencia de dicho conjunto de reglas que configuran el espacio propio del juego del ajedrez. Sólo hay alfiles, por así decir, en el espacio de significación instaurado por las reglas del juego del ajedrez. Fuera de ese espacio, el alfil queda reducido a un simple objeto corpóreo, dotado eventualmente de alguna otra significación exterior, que puede incluso variar según las características materiales de la pieza en cuestión y el contexto dentro del cual se la considera inserta.

     Dejo de lado aquí la interesante cuestión de si la distinción entre estos dos tipos de reglas no deba verse como una distinción de alcance meramente funcional y relativo en cada caso a un determinado nivel de análisis, pues no es descabellada la sospecha de que lo que en determinado nivel es objeto de referencia de meras reglas regulativas puede ser considerado, en otro nivel de análisis diferente, como producto generado por determinadas reglas constitutivas, tomado ahora este último concepto en un sentido lo suficientemente amplio como para incluir todas las instancias normativas a las que se acude para dar cuenta de la estructura de los diferentes espacios de significación en los que se mueve la praxis humana, en sus múltiples posibles formas. Lo cierto es que el caso de las reglas constitutivas y el papel que desempeñan en el contexto de los juegos formalmente reglados permite ilustrar con claridad ejemplar el peculiar entramado de posibilidad y facticidad, de libertad y constricción, que configura el espacio de juego propio de aquellas actividades dentro de las cuales tiene su ámbito de despliegue también el tipo peculiar de capacidad y talento que llamamos creatividad.

     Volvamos por un momento al caso del ajedrez. El conjunto de reglas de este juego crea un cierto espacio de significatividad dentro del cual puede moverse la actividad lúdica correspondiente y traza al mismo tiempo los objetivos que deben perseguir las acciones particulares desarrolladas dentro de dicho espacio. Son las reglas las que determinan cuál es el fin del juego, qué estructura interna posee éste (por ej. cuántas y cuáles piezas se emplean, cómo y cuándo pueden moverse, cómo debe ser el tablero, etc.), cuáles son las condiciones iniciales del juego y las que determinan su conclusión, etc. En la medida en que constituyen dicho espacio de significatividad, tales reglas cumplen una función posibilitante: son ellas las que facilitan el acceso a una nueva dimensión significativa para la praxis lúdica, una dimensión que no existía con independencia de dichas reglas. Al mismo tiempo, las reglas del juego abren una serie de posibilidades concretas para los jugadores que entran a esa nueva dimensión de significatividad al asumir la correspondiente actitud lúdica y aceptar, por tanto, la vigencia de dichas reglas, reconociendo su validez regulativa dentro del espacio del juego. Por otro lado, resulta evidente que las reglas del ajedrez, como las de cualquier otro juego comparable, sólo pueden cumplir esta función posibilitante en la apertura de una esfera de significatividad trazando al mismo tiempo límites a la actividad lúdica que puede desplegarse dentro del espacio de juego así constituido: cuando describimos cómo se mueven las piezas del tablero de ajedrez estamos diciendo al mismo tiempo qué es lo que puede hacerse dentro del espacio del juego y qué queda prohibido hacer dentro de ese mismo espacio. Todo jugador que comienza a jugar una partida concede de modo tácito la vigencia de las reglas y, por lo mismo, se obliga a no realizar jugadas que impliquen una violación de dichas reglas. Este requerimiento es imprescindible si se espera que la actividad lúdica posibilitada por las reglas mantenga su carácter específico de significatividad. Es en las situaciones de dureza donde se experimenta del modo más nítido el hecho de que la función posibilitante de las reglas del juego va indisolublemente unida a su función limitante, de manera que ambos aspectos no son sino las dos caras de una misma moneda. Así, por ejemplo, ante una situación desesperada en la que el oponente amenaza con darnos jaque mate en dos o tres jugadas más, podemos echar de menos, por ejemplo, la posibilidad de mover un alfil en línea recta, que podría salvarnos de la situación de mate. Sin embargo, el precio de esa hipotética salvación está a la vista: si moviéramos el alfil de ese modo, no estaríamos ya jugando al ajedrez. Por lo mismo, tampoco nos habríamos salvado realmente del jaque mate, sino que simplemente habríamos abandonado la partida y el espacio del juego, para situarnos de un salto fuera de su esfera específica. La eliminación de la regla representa a la vez, en este caso, la lisa y llana eliminación del sentido que sustentaba la praxis lúdica hasta entonces. El tipo de libertad que pondríamos de manifiesto en el acto de romper las reglas no sería, pues, aquel que subyace habitualmente a las acciones que contribuyen a la configuración de espacios de significatividad, sino que se trataría más bien de un tipo diferente de "libertad", a saber: de un mero arbitrio que no se deja vincular libremente a ninguna instancia regulativa y a ninguna estipulación de sentido, un arbitrio que, por lo mismo, tampoco contribuye a crear espacios aptos para el despliegue de la acción comunicativa. Ésta es, sin duda, una de las razones por las cuales repudiamos habitualmente a quienes violan deliberadamente las reglas del juego, incluso en contextos más o menos triviales o dotados de escasa proyección exterior, como es el caso de los juegos infantiles.

     Por este lado se advierte también claramente por qué la decisión de mover el alfil en línea recta para salvar una situación de mate no podría contar en modo alguno como ejemplo de una estrategia creativa a la hora de resolver problemas propios del juego del ajedrez. Justamente por su carácter arbitrario y refractario a toda vinculación libre a instancias normativas configuradoras de espacios de significatividad, una decisión de ese tipo contaría, en el caso del juego del ajedrez, más bien como un buen ejemplo de falta de creatividad o bien del tipo de situación al que suele llevar finalmente la falta de creatividad y talento a la hora de jugar dicho juego. Según he dicho al comienzo, la creatividad está referida como tal a contextos reglados, en la medida en que presupone un cierto background de significatividad constituido por la referencia a determinados fines y la presencia de procedimientos reglados que apuntan a su obtención. Pero ¿dónde aparece el momento de la creatividad en un juego reglado como el ajedrez? ¿Cómo puede precisarse mejor la relación entre reglas y creatividad a la luz de este ejemplo?

     He enfatizado hasta aquí sólo un aspecto de la conexión entre creatividad y reglas, porque es el que más frecuentemente suele pasarse por alto, en virtud de la asociación de la noción de creatividad con la de espontaneidad no mediada y no impedida, señalada al comienzo, a saber: que la creatividad presupone la referencia, directa o indirecta, a contextos reglados. Importa ahora recalcar el aspecto complementario del primero, y subrayar que, aunque presupone la referencia a reglas en el sentido indicado, la creatividad no es como tal una regla ni se agota jamás ella misma en el mero aprendizaje del seguimiento de determinadas reglas. Todos los jugadores de ajedrez que merecen el nombre de tales conocen las reglas del juego y están en condiciones de jugar de acuerdo con ellas. Pero lo que distingue a un jugador creativo y, más todavía, a uno genial no es obviamente un mayor conocimiento de las reglas del juego, que en el caso del ajedrez son, por lo demás, fácilmente agotables y reproducibles. Lo que distingue a un jugador creativo es su capacidad para operar con eficacia y hallar soluciones inesperadas o variantes sorprendentes, dentro del espacio de juego demarcado por las reglas y con vistas a la situación concreta que presenta en cada caso la disposición de piezas en el tablero, en la partida concreta que está jugando. La habilidad que permite ver esas posibilidades y hacer sentido a partir de ellas de la situación concreta del juego, no es ella misma una regla ni deriva de ninguna regla. Pero permite tratar de un modo diferente con el conjunto de las reglas dadas de antemano, y con las complejas y, en parte, novedosas circunstancias de su aplicación. Cada una de las situaciones que presenta el tablero dentro de una partida configura un peculiar entramado de posibilidades y constricciones fácticas: dada cierta disposición de las piezas, hay cosas que pueden hacerse y otras que no, sea por razones reglamentarias o bien estratégicas. Cada nuevo movimiento redefine parcialmente esa ecuación de posibilidad y facticidad. Lo que caracteriza al jugador competente y creativo es precisamente su capacidad para desempeñarse eficazmente dentro de los peculiares entramados de posibilidad y facticidad que delinea en cada caso la situación del tablero. El jugador competente operará de modo tal que sus decisiones, sin abandonar nunca el marco definido por las reglas, apunten, a partir de una situación inicial de equilibrio, a desplazar la ecuación entre posibilidad y facticidad crecientemente en su favor, ampliando su propio espectro de posibilidades. Con ello, puesto que se trata aquí del caso de un juego de suma cero, estará reduciendo en igual medida el espectro de posibilidades disponibles de su rival, que irá quedando así paulatinamente sujeto al peso creciente de una facticidad, que se va consolidando con cada decisión que le resulta adversa, hasta privarlo finalmente de toda posibilidad de disponer libremente sobre su propia situación de juego.

     Para aclarar un poco mejor esta compleja conexión que vincula a la creatividad, como capacidad o talento para  producir resultados o logros nuevos y sorprendentes dentro de contextos reglados, con las reglas que constituyen dichos contextos, conviene hacer alguna alusión al modo en que I. Kant caracteriza la noción de genio en su famosa Kritik der Urteilskraft (1790, 3a. ed. con una nueva Vorrede 1799). En efecto, en su tratamiento del genio, Kant llama expresamente la atención sobre los dos aspectos antes señalados como esenciales para la conexión entre creatividad y reglas (cfr. esp. KU §§ 46-49). Por una parte, Kant enfatiza el hecho de que el genio constituye un talento natural que como tal no resulta derivable de ninguna regla ni puede obtenerse por medio del aprendizaje de procedimientos reglados por vía de imitación. En tal sentido, Kant contrasta el caso de las bellas artes, que son las que llama "artes del genio", con el caso de las artes mecánicas, que son "artes del aprendizaje": lo propio de las artes del genio es la presencia del momento irreductible del talento natural no sustituible, sin más, a través de la mediación de los procesos de aprendizaje. Lo que hace al gran artista (pintor, escultor, músico) como también al gran ajedrecista es ese excedente de talento que no puede ser sustituido por el seguimiento de ninguna regla. Más aún: el genio parece ponerse como tal por encima de toda regla, en la medida en que, lejos de poder ser derivada de la aplicación mecánica de reglas, su obra posee un carácter de ejemplaridad que la convierte a ella misma en pauta normativa por referencia a la cual deben medirse las otras producciones dentro del mismo arte. Las obras de los grandes artistas se constituyen así en paradigmas para el posterior aprendizaje del arte. Y algo análogo vale, para seguir con nuestro ejemplo, con las partidas magistrales de los grandes ajedrecistas, que los demás cultores del juego estudian con dedicación, en la esperanza de ver realizados en ellas los rasgos más ejemplares del genio ajedrecístico. En tal sentido, la obra que es producto de verdadero genio establece ella misma la regla con arreglo a la cual se miden y a la cual aspiran como ideal de perfección y acabamiento las posteriores producciones del correspondiente arte. Puesto que el genio es como talento un don natural, Kant puede proceder, sobre esta base, a una original reinterpretación del apotegma clásico según el cual el arte imita a la naturaleza, al definir al genio como aquella disposición innata del espíritu (ingenium) a través de la cual la naturaleza provee su regla al arte (cfr. KU § 46). Pero, pese a este marcado énfasis en la irreductibilidad del genio como talento y don natural, Kant no pasa en absoluto por alto el segundo aspecto vinculado con la noción de creatividad, que subraya su esencial referencia a los contextos reglados. En efecto, evitando toda posible mala interpretación de su concepción, Kant señala también de modo expreso que el genio como talento o don innato no se identifica sin más con el producto final propio de las bellas artes, sino que provee tan sólo la materia natural necesaria, desde el punto de vista subjetivo, para su consumación a través de la producción artística. La adecuada configuración del material subjetivo natural provisto por el genio queda a cargo del aprendizaje del arte. La forma artística que es lo característico y definitorio de tales productos sólo la alcanza un "talento formado por la escuela" del arte mismo, para usar la bella formulación de Kant (cfr. § 47). La originalidad irreductible del talento es, en tal sentido, una condición necesaria, pero no suficiente para su adecuado despliegue y su consumación en obras que lo objetiven. El camino que hace posible dicho despliegue y dicha consumación viene mediado por la interiorización, la práctica y el dominio de las correspondientes reglas del arte. También aquí, entonces, el genio y la genuina creatividad son considerados como esencialmente vinculados, en sus condiciones objetivas de despliegue y realización, a contextos reglados, en los cuales la referencia a fines de las correspondientes actividades y el establecimiento de reglas procedimentales estandarizadas, proveen los puntos centrales de orientación para los procesos de aprendizaje que conducen al dominio acabado del arte, el oficio o el juego del caso. Contra lo que sugieren las resonancias románticas del concepto, una estética del genio no es, pues, de suyo una estética de la mera espontaneidad no mediada ni impedida por restricciones exteriores a ella misma. Y, pensada a fondo, bien puede ser exactamente lo contrario.

4. Reglas, facticidad y sentido en el ámbito de la praxis ética

     Hasta aquí he intentado clarificar algunos aspectos centrales de la noción de creatividad, en particular, su referencia estructural a contextos reglados, a partir de ejemplos tomados del ámbito de la praxis no estrictamente moral, más concretamente, del ámbito de la actuación técnico-artística y, sobre todo, del de la praxis lúdica. El caso de los juegos y, muy particularmente, el de los juegos (formalmente) reglados, presenta un ejemplo orientativo especialmente claro, a la hora de ilustrar el complejo entramado de facticidad y posibilidad, de libertad y constricción, que provee el espacio dentro del cual puede desplegarse el tipo de capacidad que llamamos creatividad. Sobretodo el caso de los juegos (formalmente) reglados pone de relieve la doble función posibilitante y limitante de las estipulaciones de sentido y las regulaciones procedimentales que proveen la configuración básica del espacio de significatividad en el cual se mueve la praxis lúdica. Sospecho que este aspecto ha jugado, de modo implícito, un papel importante en la motivación de la tendencia, muy marcada en los últimos tiempos, a orientarse a partir del caso de los juegos, en particular, de los juegos (formalmente) reglados, para hacer accesibles en su estructura otras esferas de la actuación humana que ya no pertenecen como tales al ámbito de la praxis puramente lúdica. Como se sabe, ha habido, en el plano de la reflexión filosófica y científica, un importante desarrollo y una amplia aplicación de modelos correspondientes al campo de la teoría de los juegos, para dar cuenta de estructuras fundamentales de la actividad económica y la actuación política, por ejemplo, por parte de importantes corrientes de pensamiento. Piénsese, sólo a título de ejemplo, en la problemática vinculada con el así llamado decision making o en las corrientes de pensamiento que abordan el ámbito temático demarcado por el título de public choice. Pero además, tal tendencia a orientarse a partir del paradigma explicativo provisto por el caso de los juegos (formalmente) reglados ha desbordado hace ya mucho tiempo el ámbito restringido correspondiente a la ciencia económica, la teoría de la acción y la teoría de decisión, y ha pasado a formar parte de los presupuestos habituales de la actitud cotidiana y el debate público. De modo superficial, pero muy indicativo, dicha tendencia adquiere expresión en la amplia presencia de un modo de hablar característico, que, extendiendo su ámbito de aplicación mucho más allá del campo de la praxis lúdica como tal, apela a la noción de "reglas del juego" para dar cuenta de estructuras y problemas correspondientes a ámbitos de la actuación cotidiana, la praxis socialmente organizada, la actividad empresarial y económica, y también la actuación estrictamente política.

     Por cierto, esta aplicación de la noción de "reglas del juego" fuera del coto reservado a la actividad propiamente lúdica tiene un alcance meramente analógico, que no puede pretender ocultar las diferencias estructurales entre la acción en sentido propio o pleno y la acción meramente lúdica. En el ámbito de la praxis genuina, la acción se ve confrontada con factores de indisponibilidad, de irreversibilidad y de irreductibilidad que dan cuenta de la peculiar facticidad que caracteriza al mundo en el que está inserta de antemano -y antes de toda iniciativa configuradora por parte del sujeto- la vida humana, tanto a nivel individual como a nivel colectivo. El tipo de facticidad que interviene aquí no queda en absoluto limitado a ser una resultante de estipulaciones previas de sentido disponibles ellas mismas para el sujeto. La facticidad con la que se confronta la vida humana en el ámbito de la praxis genuina, no resulta ella misma configurada por decisiones sobre las cuales pueda disponer libremente la propia praxis. Se trata más bien de una facticidad que precede siempre ya a toda posible decisión respecto del modo que debe asumir la confrontación con las circunstancias, las posibilidades y los límites que esa misma facticidad asigna a la praxis. El condicionamiento fáctico de la espontaneidad libre y no impedida exteriormente posee en el mundo de la praxis genuina una estructura diferente y adquiere un papel mucho más determinante que en el espacio de significatividad estipulativamente constituido que provee el marco de despliegue de la praxis lúdica en sus diversas formas. No es casual que en el ámbito de la praxis genuina, el espacio que ocupan respectivamente, las reglas constitutivas y las reglas (meramente) regulativas, parezca encontrarse en una proporción inversa a aquel que ambos tipos de reglas ocupan en el caso de los juegos. En efecto, en su intento por abrir horizontes de sentido y espacios de significatividad para el obrar, la praxis humana debe confrontarse, en cada caso, con una realidad que le es dada de antemano, una realidad que, tanto desde el punto de vista del sujeto individual de praxis como desde el punto de vista de la comunidad social en que está inserto, nunca puede ser reconducida en su constitución total a una actividad espontánea de carácter meramente estipulativo.

     Con todo, y más allá de las notorias e importantes diferencias estructurales entre ambos ámbitos, la apelación al caso paradigmático de los juegos (formalmente) reglados mantiene, sin duda, su notable potencial explicativo, cuando se atiende al hecho de que también la praxis genuina, en tanto presenta una estructura esencialmente teleológica e involucra la referencia a contextos formal y/o informalmente reglados, puede verse en cierto sentido como un juego, en el cual la posibilidad de hacer sentido de las acciones particulares, está íntimamente vinculada con la capacidad de obrar eficazmente dentro del espacio de significatividad abierto por la referencia a fines así como a reglas procedimentales y estrategias estandarizadas que se derivan a partir de dicha referencia. Atendiendo al aspecto estrictamente teleológico de la praxis genuina y al papel que en ella desempeñan las pautas normativas, las reglas procedimentales y las rutinas estandarizadas, no resulta difícil advertir por qué razón el paradigma del juego ha podido desplegar un potencial explicativo tan sorprendente, en su aplicación para dar cuenta de las estructuras fundamentales de dicha praxis.

     Dentro del ámbito de la praxis genuina, un ejemplo destacado del entramado de facticidad y posibilidad, de constricción y libertad, que caracteriza el ámbito de despliegue de la creatividad, un ejemplo en el cual la referencia a reglas juega un papel esencial y determinante, viene dado por el caso del lenguaje. Quien aprende un lenguaje  incorpora, en gran medida de modo no temático y no reflexivo, no sólo las palabras que forman parte del correspondiente vocabulario, sino también un conjunto de esquemas estandarizados de construcción, de posibilidades de combinación y modos de empleo, que responden a reglas más o menos precisas, concretamente, a las reglas que tematizan la gramática, la semántica y la estilística de la correspondiente lengua. Dichas reglas cumplen un papel a la vez posibilitante y limitante respecto de los mecanismos de expresión que tiene a disposición el hablante. Una característica distintiva de los lenguajes naturales reside justamente en el hecho de que, sobre la base de un conjunto finito de reglas, esquemas y procedimientos estandarizados, abren un espacio de productividad original prácticamente ilimitado, del cual los diferentes hablantes de la lengua en cuestión hacen uso en mayor o menor medida. Obviamente, hay lugar dentro de ese espacio para poner de manifiesto diferencias, a veces muy notables, de talento natural y de creatividad en el manejo de la lengua: el modo en que se valen del español escritores como Cervantes, Neruda o Borges no los convierte en hablantes de una lengua diferente de la que hablamos nosotros, pero revela un genio, en el sentido kantiano, que adquiere dimensión paradigmática y provee una regla a seguir para quienes somos simples hablantes medianamente competentes de nuestra lengua. Pero también aquí vale la constatación de que la libertad creativa que se pone de manifiesto en dicho genio sólo encuentra su espacio propio de despliegue en el ámbito demarcado por las reglas, las pautas normativas y los esquemas estandarizados que constituyen la gramática del español. Si se atiende a esta peculiar trabazón de regulación y productividad, de constricción y libertad, que caracteriza también al uso del lenguaje natural y provee el espacio de despliegue de la creatividad lingüística, se comprende de inmediato por qué uno de los filósofos del lenguaje más importantes del siglo XX, Ludwig Wittgenstein, pudo caracterizar el aprendizaje lingüístico por referencia al proceso del aprender a obedecer reglas y, al mismo tiempo, introdujo la expresión técnica de "juegos lingüísticos", para dar cuenta del tipo de esquema que subyace al uso competente del lenguaje natural, en cuanto estructuralmente caracterizado tanto por la sujeción a reglas como por la productividad espontánea a partir de ellas.

     He mencionado el hecho de que el paradigma del juego se ha extendido a la explicación científica y pre-científica de vastos ámbitos de la praxis genuina y no estrictamente lúdica. Es frecuente hablar de "reglas del juego" en ámbitos tan serios como la economía y la política, en los cuales se toman decisiones que afectan indefectiblemente la vida de las personas. Mucho menos frecuente, por no decir inusitado, resulta el intento de trasladar el paradigma explicativo provisto por el juego al ámbito de la praxis estrictamente moral o, para decirlo en términos que agravan la dificultad, al ámbito de la ética. Nociones como las de moral y ética motivan en nosotros asociaciones que, en principio, parecen situarlas en las antípodas del ámbito correspondiente al juego. Los principios normativos y la dimensión de valor a los que apuntan las acciones en su aspecto propiamente moral parecen ser justamente cosas con las que, en todo caso, no se juega, pues el mero hecho de tomarlas como objetos de actividad lúdica parecería ser equivalente al acto de atentar contra ellas. A esto se agrega el hecho de que, por razones históricas en las que no puedo detenerme ahora, tendemos a pensar que la dimensión a la que apunta la ética como tal queda, por así decir, sustraída al espacio abierto a las iniciativas espontáneas orientadas a la libre configuración de nuestras vidas. La ética tendría, según esto, muy poco que ver con lo que espontáneamente deseamos hacer y con aquello a lo que libremente aspiramos: la ética se vincularía más bien con el conjunto de normas y pautas de comportamiento que trazan límites infranqueables a nuestras propias iniciativas y a los deseos con los que íntimamente nos identificamos. La función de la ética no sería, pues, la de cooperar en la apertura de horizontes de sentido, sino más bien la de imponer límites extrínsecos, que no se conectan de modo directo con nuestras aspiraciones inmediatas.

     Si lo que he dicho antes acerca del carácter a la vez limitante y posibilitante de las reglas y las pautas normativas ha quedado suficientemente claro, esta visión del alcance y la función de la normatividad ética tendrá que aparecer necesariamente como burda y unilateral. Ella deriva, en buena medida, del intento de centrar la temática ética exclusivamente en los mandatos absolutos de carácter prohibitivo, que, como se sabe, son muy pocos ("no matar", "no robar", "no mentir") y que, en virtud precisamente de su carácter prohibitivo, no ofrecen pautas suficientes para la orientación de las acciones encaminadas a lograr el fin último de una vida buena para el hombre. En este modo de plantear las cosas, lamentablemente muy extendido, no se advierte que las normas prohibitivas son sólo el reverso de mandatos positivos correspondientes que, en su carácter de tales, abren una dimensión de sentido con arreglo a la cual es posible orientar las acciones y encaminarlas al logro del objetivo de la vida buena. El reverso positivo de una norma prohibitiva como la de no matar viene dado por el imperativo de perfeccionamiento que manda defender y promover la vida. Del mismo modo, el reverso positivo de una norma prohibitiva como la de no mentir viene dado por el imperativo de perfeccionamiento que manda defender y promover la verdad. Y otro tanto puede decirse para todos los demás casos: lo que una norma prohibitiva protege a través de la sanción de la omisión de una acción determinada es, en el fondo, lo mismo que una correspondiente norma positiva sanciona como valor a defender y promover, a través de acciones correspondientes encaminadas a dicho objetivo.

     Ahora bien, hay una asimetría estructural entre ambos tipos de mandato, ya que la norma prohibitiva excluye un tipo de acción identificándola de modo preciso, mientras que la norma positiva sólo prescribe la promoción o defensa de un objetivo, sin identificar de modo directo los caminos más adecuados para alcanzarlo, con tal de que dichos caminos no atenten contra los mismos bienes que las correspondientes normas promueven y protegen. También aquí, en el plano de la acción estrictamente moral, la referencia a reglas y pautas de normatividad juega, pues, un papel a la vez posibilitante y limitante, análogo al que habíamos puesto de manifiesto en nuestro análisis de la estructura constitutiva del especio propio del juego. Por lo mismo, también aquí se abre un espacio de despliegue que no sólo posibilita sino que incluso exige el recurso a la espontaneidad creativa, ya que solamente podemos aspirar a realizar en alguna medida el ideal de una vida buena para el hombre, sobre la base de las capacidades que nos permiten, en la confrontación con las circunstancias fácticamente determinadas de la existencia y con arreglo al horizonte de sentido que abre la referencia a los fines últimos del obrar, nos permiten hallar los mejores caminos para la realización efectiva de dichos fines y, con ello, para la configuración de la vida práctica como un todo, con arreglo a un cierto proyecto total de sentido.

     Ésta es la razón por la cual la ética clásica de cuño aristotélico, una ética no centrada en las normas de tipo prohibitivo sino en las virtudes y el ideal de la vida buena (felicidad), advirtió muy tempranamente la necesidad de hacer lugar sistemático a una instancia que, sin ser ella misma una regla ni poder derivarse de una regla, abre la posibilidad de realizar y preservar el sentido efectivo abierto por las correspondientes pautas de normatividad en la confrontación con las situaciones particulares a las que queda referida en cada caso la praxis. Tal instancia no es otra que la virtud práctico-intelectual de la prudencia. En atención a su función de fundamento de la creatividad orientada al bien en el plano estrictamente moral, puede decirse, pues, que la prudencia constituye una suerte de análogo práctico de la facultad de imaginación (Einbildungskraft) productiva que Kant pone como fundamento de la posibilidad del despliegue efectivo del genio, en el ámbito de la producción artística orientada a la belleza (KU § 49). En tal sentido se puede hablar de la prudencia, como genuina expresión del "genio moral" que caracteriza al hombre virtuoso capaz de dejar transparentar en su acción, la referencia al sentido último de la praxis en la confrontación con la facticidad de las circunstancias. Y tal como el genio, al decir de Kant, provee la regla del arte, de  modo análogo erige Aristóteles al hombre virtuoso y prudente en canon y medida del bien en cada una de las circunstancias de la vida práctica (cfr. Ética a Nicómaco 1113a31-33).

     En atención al entramado de facticidad y posibilidad que constituye su espacio de significatividad y despliegue, a su carácter esencial de actividad teleológicamente orientada, y a la peculiar tensión de constricción y libertad, de sujeción a reglas y espontaneidad creativa que surge de dicho complejo entramado, la praxis genuina puede muy bien caracterizarse como un cierto juego. Pero se trata aquí de un juego serio, en rigor, del juego más serio posible, en la medida en que lo que en él está en juego son nada menos que los fines y bienes últimos a los que puede y debe aspirar la vida humana como un todo, los bienes y fines últimos a los que quedan ordenados, de uno u otro modo,  también todos los demás posibles "juegos", tanto en el ámbito de la producción técnica o artística, como en el de la invención técnica y científica, y también, por supuesto, en el de la propia praxis lúdica, incluso en sus formas más elementales. Como en todos los demás juegos, en el ámbito de la praxis genuina podemos vernos en ocasiones enfrentados a la tentación de escapar a toda constricción de la espontaneidad no impedida, violando las reglas básicas del juego y abandonando así el espacio que ellas configuran. Pero, en caso de que cedamos efectivamente a dicha tentación, también aquí, y tal vez con una nitidez mayor que en ningún otro espacio de juego, haremos más tarde o más temprano la experiencia de que la opción por la absoluta falta de constricción e impedimento sólo puede comprarse al precio de la renuncia al sentido.

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