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Print version ISSN 1666-485XOn-line version ISSN 1668-723X

Tópicos  n.12 Santa Fe  2004

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

John Locke  y Pierre Bayle: sobre la libertad de conciencia

Fernando Bahr *

* Investigador Asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET); docente en la Universidad Nacional del Litoral y en la Universidad Nacional de General Sarmiento (fbahr@ciudad.com.ar).

Resumen

Este trabajo se propone un análisis comparativo de la libertad de pensamiento y tolerancia, tal como estos conceptos aparecen hacia fines del siglo XVII en la Epistola de Tolerantia de Locke y en el Commentaire Philosophique de Bayle. Actualmente pensamos que una sociedad abierta implica libertad de pensamiento como uno de sus pilares, y así una tolerancia ilimitada, excepto en caso que otros resultaran dañados. Para Locke, las cosas eran diferentes: libertad de pensamiento era para él obediencia a la ley natural (o divina), base de la sociedad humana, y ello implicaba que aquellos quienes no reconocieran la ley (católicos, mahometanos, ateos) serían excluidos. Bayle, por el contrario, mostró que la única verdad subsistente en las cuestiones concernientes a temas religiosos era una verdad relativa, una "verdad putativa", algo que católicos, mahometanos y ateos pretendían poseer. No había, en consecuencia, razón para excluir a tales grupos de la sociedad humana. En este libro, Bayle estaba a veces contra sí mismo. Por el contrario, la teoría de Locke es clara y bien fundamentada. Pero –y ésta es nuestra conclusión–, no siempre atenta a las contingencias de la vida práctica.

Palabras clave: "Locke";  "Bayle"; "Libertad de pensamiento"; "Tolerancia"

Abstract

This paper intends a comparative analysis of freedom of thought and toleration,as these concepts appear by the end of the 17th century in Locke's Epistola de Tolerantia and Bayle's Commentaire Philosophique. Nowadays we think that an open society implies freedom of thought as one of its pillars, and so an unlimited toleration, except in case others were injured. For Locke, things were different: freedom of thought was, for him, obedience to natural (or divine) law, the basis of human society, and this purported that those who did not recognize the law (catholics, mahometans, atheists) were excluded. Bayle, on the other hand, showed that the only truth subsistent in issues concerning religious matters was a relative, "putative truth", something that catholics, mahometans and atheists pretended to possess. There was no reason, therefore, to exclude those groups from human society. In his book, Bayle is sometimes against himself. On the contrary, Locke's theory is clear and well founded. But, and this is our conclusion, not always attentive to practical life contingencies.

Key words: "Locke";  "Bayle"; "Freedom of thought"; "Toleration"

1. Tolerancia, libertad de conciencia, libre albedrío

Empezaré por situar algunos conceptos. En la actualidad nos inclinamos a considerar "tolerancia" y "libertad de conciencia" como términos que, si no son sinónimos, por lo menos mantienen una exacta correspondencia. Dicha interpretación, conviene saberlo, es deudora del pensamiento liberal del siglo XIX; de John Stuart Mill, principalmente, quien en su famoso ensayo Sobre la libertad define la libertad de conciencia como "la libertad de pensar y sentir, la libertad absoluta de opiniones y sentimientos sobre toda cuestión práctica, especulativa, científica, moral o teológica"1. Para Mill, ese derecho "absoluto y sin reservas" a la libertad de conciencia es otro nombre para el derecho a la tolerancia y su único límite está marcado por la posibilidad de un perjuicio a los demás miembros de la comunidad. La sociedad idealmente libre es a su juicio, por lo tanto, aquella en la que la tolerancia alcanza su máxima expansión y cada individuo ejerce su íntimo derecho a creer y obrar como le plazca sin intervención alguna por parte del Estado mientras no haya otros individuos perjudicados.

En el pensamiento de Mill, pues, la libertad de conciencia ideal encuentra su correspondencia imprescindible en la máxima tolerancia. A nuestro tiempo, insisto, esta relación le parece poco menos que natural. Para el siglo XVI, e incluso para el XVII, en cambio, habría sonado como una mezcla impertinente de conceptos disímiles, acaso tan disímiles como el oro y el barro. En este sentido se ha observado que para los calvinistas ortodoxos, por ejemplo, la tolerancia de los socinianos o antitrinitarios equivalía a una subversión de los fundamentos de la fe cristiana y era juzgada como un atentado fatal a la libertad de conciencia de los auténticos fieles2. Resulta manifiesto que estos calvinistas no habrían podido entenderse con Mill y que, si se quiere comprender su posición, hay que remitirse a un concepto distinto de "libertad de conciencia", concepto que, digámoslo de paso, es el original.

En efecto, la expresión "libertad de conciencia" entra en el vocabulario filósofico por vía teológica; la comenzaron a utilizar los reformadores (Lutero, Melanchthon, Calvino, Teodoro de Beza) como una actualización de la Christiana libertas cuya fuente última se encontraba en los escritos de san Pablo. Según Pablo, recordemos, el cristiano era libre en tanto había sido, por el sacrificio de Jesucristo, emancipado de la ley del pecado y de la muerte para vivir según el espíritu (Epístola a los romanos, 7, 1-8, 13). En esta Christiana libertas -que es libertad de la fe frente a la ley- piensa Lutero en el Tratado del siervo arbitrio cuando dice que "las conciencias no deben estar atadas por nada sino por la Palabra de Dios"3, o Calvino, cuando en la Institución de la religión cristiana, sostiene que "sin la libertad, ni Jesucristo, ni la verdad del Evangelio, ni la paz interior de las almas podrían ser rectamente conocidos"4. No es una libertad para creer lo que se quiera sino una libertad para obedecer a Dios5. En consecuencia, no sólo resulta independiente de la tolerancia, sino que, en aquellas ocasiones de patente desobediencia al soplo del Espíritu Santo, la niega explícitamente: sucedería así con los socinianos, herejes que rechazaban dogmas tales como la divinidad de Jesucristo o el misterio de la Trinidad por considerarlos contrarios a las luces de la razón humana.

La "libertad de conciencia" para los calvinistas ortodoxos, pues, estaba lejos de poder ser identificada con la tolerancia. Tampoco, mucho menos, habrían admitido ellos que se la interpretara, en el sentido del "libre albedrío", como una defensa de los derechos que tiene toda conciencia para seguir sus convicciones particulares aun cuando éstas fueran equivocadas (que era lo que John Stuart Mill tenía en mente en el pasaje citado de Sobre la libertad)6. Digo "mucho menos" porque, en definitiva, la palabra "tolerancia" conservó durante los primeros siglos de la modernidad un sentido francamento peyorativo: "tolerar algo" significaba entonces "aguantarlo", "soportar" su existencia como se soporta una enfermedad cuando no se la puede curar, o, mejor, como se soporta un pariente irritante como ofrenda al bienestar familiar. De acuerdo con este tono lingüístico, tolerar es siempre "tolerar el mal", reprimir los deseos de atacarlo porque algún fin ulterior (la paz de la república, el bienestar económico o la propia supervivencia) así lo aconseja. Supone entonces una actitud negativa, y como tal siempre revisable, claramente diferente de la sanción afirmativa de la pluralidad que implica la defensa del libre albedrío como defensa del derecho al error. Podríamos explicarlo de otra manera: la defensa del libre albedrío conlleva, por así decirlo, un "festejo" de lo diverso, supone considerar lo diverso como un bien en sí mismo, algo que se debe fomentar y cuidar incluso si personalmente lo consideramos equivocado. La tolerancia, en cambio, al menos para la concepción dominante en el siglo XVII, es siempre nostalgia de la unidad perdida y deseo de volver a ella; es este deseo, en todo caso, el que admite ser reprimido en aras de un bien superior como puede ser el crecimiento económico o la paz social7. Deberemos esperar a la segunda mitad del siglo XVIII para que esta comprensión de la tolerancia como tácita desaprobación empiece a abandonar su puesto en el sentido común dejando lugar a otro significado más cercano a una defensa efectiva de la pluralidad.

2. Los peligros del "entusiasmo"

Hechas estas aclaraciones liminares, pasemos a ocuparnos de John Locke. Lo primero que hay que decir al respecto es que Locke permanece fiel al léxico de su tiempo y que, en consecuencia, no habría entendido la rápida asociación entre "libertad de conciencia", "tolerancia" y "libre albedrío" hecha por John Stuart Mill. Es más, para Locke, el libre albedrío, entendido, reitero, como la libertad que tiene toda conciencia para seguir sus convicciones particulares incluso si éstas fueran erróneas, habría significado un obstáculo en el camino de la tolerancia civil. A esto apunta Raimond Polin cuando observa, en el prefacio a la edición francesa de la Carta sobre la tolerancia, que el filósofo inglés rechaza una fundamentación de la tolerancia sobre la conciencia y sus derechos, porque "se podría también, y sin ningún control posible, invocar la misma conciencia en beneficio del peor dogmatismo y del peor fanatismo"8. He aquí un primer punto a tener en cuenta; para ello, es preciso detenerse un momento en la obra más conocida de Locke, el Ensayo sobre el entendimiento humano.

En el capítulo XIX del libro cuarto del Ensayo, después de haber marcado los límites que separa el terreno propio de la razón del terreno de la fe, Locke pasa a considerar un vicio que, por no respetar las fronteras antedichas, puede llevar a las consecuencias más desagradables. Ese vicio es el entusiasmo, al que Locke define, recuperando su etimología, como una "opinión infundada" que se establece firmemente en la imaginación humana como "iluminación procedente del espíritu de Dios que de inmediato se reviste de autoridad divina"9. Para Locke, el entusiasmo conlleva una destrucción conjunta de la revelación y de la razón, a las que sustituye por "las infundadas fantasías del propio cerebro de un hombre, asumiendo que son el fundamento, tanto de la opinión como de la conducta"10. El entusiasta, dice, "está seguro porque está seguro" y cree que "sus persuasiones son correctas sólo porque las ha abrazado con firmeza"; independiza así sus convicciones de las únicas garantías legítimas (la revelación escrita por Dios a través de los escritores inspirados o la norma racional común a todos los hombres) y las transforma en recintos autosuficientes de la verdad. Esta reivindicación furiosa de su singularidad lo convierte en un peligro.

Cuando Polin se refiere a la desconfianza que despertaba en Locke la afirmación de los derechos de la conciencia está pensando precisamente en este capítulo del Ensayo sobre el entendimiento. El entusiasmo podría entenderse, así, como una reivindicación absoluta de los derechos de la conciencia individual, reivindicación por la cual esa conciencia se ubicaría como criterio último, inapelable, por encima de cualquier otra autoridad política o moral11. Locke conocía los peligros ciertos que implicaba semejante reivindicación a partir de algunos puritanos disidentes que ponían en cuestión el derecho del magistrado civil para regular las "cosas indiferentes", las adiaphora de Melanchthon, es decir, aquellas prácticas que, sin estar expresamente prescriptas por la Palabra revelada como necesarias para la salvación, caracterizaban la conducta de las confesiones religiosas (el hábito cuáquero de no sacarse el sombrero ante una autoridad como proclama de la igualdad de todos los hombres podría ser el mejor ejemplo de ellas).  Uno de esos puritanos era Edward Bagshaw, quien en 1660 había publicado en forma anónima un escrito titulado The Great Question Concerning Things Indifferent in Religious Worship, en el que sostenía, justamente, que esas prácticas no debían estar sometidas al poder del magistrado y que la determinación de las mismas debía quedar a cargo de cada secta o cada individuo12. Locke reaccionó contra Bagshaw en su primer ensayo político, el First Tract on Government (escrito entre 1661-1662, aunque recién fue publicado en 1967), negando que esta aguda defensa de la conciencia privada pudiera resultar compatible con la convivencia en paz.

Un modo de impugnar la misma había sido ofrecido por Hobbes en el Leviathan. Apelando a la distinción entre fides y professio, Hobbes sostenía que más allá de lo que un hombre particular pudiera creer en su fuero íntimo, "puesto que el pensamiento es libre", la confesión de fe debía ajustarse en todo a la razón pública una vez de que los hombres hubieran aceptado vivir bajo la protección del Estado.13 Así, la única conciencia jurídicamente relevante era la conciencia pública, y ésta se definía por su obediencia estricta a la ley civil tanto en las cuestiones temporales como en las cuestiones espirituales, al menos cuando se trataba de súbditos de un príncipe cristiano14. Hobbes, además, había rechazado toda distinción entre el Estado y la Iglesia, entre la sociedad que tiene en vista los intereses civiles y la sociedad que tiene en vista la salvación individual, con lo cual quedaba eliminada cualquier discusión en torno a quien le correspondía decidir en el terreno de la cosas indiferentes: no hay tales adiaphora, simplemente, porque no hay dominio que pertenezca a la Iglesia sin pertenecer al Estado15.

Locke, sin embargo, a pesar de que en el mencionado First Tract on Government parece haber adoptado algunas doctrinas cercanas a Hobbes16, nunca aceptó la identificación entre Iglesia y Estado propuesta por tan ilustre antecesor. Su más perdurable contribución a la teoría política moderna radica precisamente en haber afirmado que Estado e Iglesia constituían dos sociedades voluntarias diferentes, cada una con sus propias leyes y condiciones de pertenencia. Habiendo dado este paso, Locke ya no puede volver atrás y arrancar de raíz los problemas abiertos por el pluralismo religioso mediante la identificación hobessiana entre conciencia y obediencia a la ley pública. Para Locke, por el contrario, la variedad de opiniones, sobre todo en cuestiones religiosas, es un hecho inevitable, y, en consecuencia, resulta irrazonable pretender que alguien pueda "dejar ciegamente en la manos de otro, sea príncipe o súbdito, que le ordene la fe o el culto que deberá abrazar"17. Queda impugnada así la solución de Hobbes, y el escollo que ahora deberá sortear Locke es el inverso: reconocer en la diversidad de opiniones en materia religiosa un resultado propio del cuidado que tiene cada individuo por agradar a Dios y conseguir su salvación sin que ello ocasione un daño para la sociedad. En otros términos: otorgar derechos a la voz de la conciencia individual sin caer en la anarquía, esto es, sin menoscabar la autoridad del magistrado civil, tal como, a su juicio, lo había hecho Bagshaw. Para sortear este escollo apelará a una determinada concepción de la "libertad de conciencia", concepción que resulta similar en algunos aspectos a la de los escolásticos, o a la de los calvinistas ortodoxos.

3. La libertad de conciencia y sus exclusiones

Vayamos entonces al significado que Locke le otorga a la "libertad de conciencia". Comprenderemos mejor su posición si nos remitimos por un momento al Segundo ensayo sobre el gobierno civil. En el parágrafo 57 de este escrito, Locke niega que la libertad pueda consistir  "como se dice por ahí, en que cada uno pueda hacer lo que le venga en gana"18.La libertad, por el contrario, presupone la existencia de una ley natural y se define por la posibilidad de que los individuos puedan mantener sus acciones dentro de los límites fijados por esa ley. La libertad es una consecuencia de la ley, por eso requiere un conocimiento de la misma. "Pues Dios ha dado al hombre un entendimiento para dirigir sus acciones y, consecuentemente, le ha permitido una libertad de voluntad y de acción, como algo propio y constitutivo de ese entendimiento, aunque confinada, eso sí, dentro de los límites de la ley bajo la que se encuentra"19. Por lo tanto,  "la libertad del hombre [...], así como su capacidad de actuar de acuerdo con su propia voluntad, se fundamenta en el hecho de que posee la razón, la cual le puede instruir en las leyes por las que se tiene que gobernar y le hace saber hasta dónde llega la libertad de usar su voluntad"20. Hay entonces una ley natural, revelada por Dios. Esa ley es el fundamento de la sociedad y está inscripta en nuestra propia razón; sólo los hombres que la conocen alcanzan la mayoría de edad y, por lo tanto, llegan a ser libres. Dios nos ha hecho así; es el cumplimiento de los deberes que esa ley implica, precisamente, lo que hace de nosotros "criaturas de razón". Son estos principios, que, como ha visto Richard Ashcraft, no pueden derivarse de una observación empírica y constituyen para Locke el supuesto trascendental de cualquier sistema de moralidad21, los que fundamentan el concepto que estamos buscando.

Desde ellos, queda claro que Locke no entiende la libertad de conciencia como una libertad "para hacer lo que se le venga en gana", en el sentido del "libre albedrío". A su juicio, sólo hay libertad para quienes obedecen la ley, es decir, sólo son libres aquellas conciencias que, por conocer la ley, no pueden dejar de acomodar su conducta a lo que la ley requiera. En este sentido decíamos que la concepción de Locke es similar a la de los escolásticos. Tomás de Aquino, recordemos, asimila la conciencia a un decreto de la razón que, en virtud de su conformidad con la summa ratio de Dios, sirve de criterio seguro para "mostrarnos el bien y ordenar nuestra voluntad"22. Es esa conformidad con la soberana Razón la que hace de la conscientia sana una regla legítima de moral, y es el oscurecimiento de ella -por obra de los prejuicios y las pasiones desordenadas- lo que transforma a la conscientia falsa enun camino hacia el pecado. La misma interpretación hace Locke: el juicio de la conciencia, según él, no está autofundamentado en su autenticidad o veracidad individual, como pretendían los "entusiastas"; apunta a un acuerdo objetivo con la ley divina y sólo de ese acuerdo deriva su autoridad. Dicho de otra manera: las demandas de la conciencia errónea carecen de validez en tanto entran en conflicto con la ley divina.

Ahora bien, ¿cuál es el contenido de esa ley divina o natural que la razón descubre cuando indaga en sí misma? Locke lo establece al comienzo del Segundo tratado: que todos los seres humanos, dice, por ser "obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio" y por estar "dotados con facultades iguales, al participar todos de una naturaleza común", son iguales e independientes, y que, por lo tanto, "a menos que se trate de hacer justicia a alguien que sea culpable, nadie puede arrebatar ni perjudicar la vida de otro, ni privarle de nada que favorezca la conservación de la vida, la libertad, o la salud de los miembros o los bienes de otros"23. He aquí la ley natural que constituirá la base del contrato social, puesto que los hombres, al abandonar el estado de naturaleza y someterse al poder político, lo que buscan no es más que una manera más efectiva de vivir de acuerdo a las prohibiciones y mandatos que ella, en forma general y tácita, ha establecido. En este sentido, el contrato que establece una sociedad podría ser definido como la puesta por escrito del contenido prescrito por la ley natural o divina.

Para Locke hay, pues, una verdad objetivamente determinable que puede ser conocida por la razón humana y que constituye el fundamento último de toda sociedad. La consecuencia de esta posición es clara: quienes no estén dispuestos a cumplir con los requerimientos que esa ley establece no tendrán derecho a la libertad de conciencia y deberán ser excluidos del contrato social. En este punto es que la concepción de Locke admite una comparación con la de los calvinistas ortodoxos. Dijimos más arriba que para éstos la tolerancia de los socinianos o antitrinitarios representaba un atentado inadmisible contra la libertad de conciencia. Lo justificaban diciendo que tales herejes, al extirpar de su credo todo dogma que no pudiera ser comprendido por la razón, habían negado la divinidad de Jesucristo y el misterio de la Trinidad, dos principios que hacían a la esencia de la fe cristiana. El paso que habían dado equivalía de hecho a una ruptura de cualquier vínculo subsistente; se habían colocado fuera de la comunidad cristiana y no podía haber indulgencia con ellos. El mismo argumento, mutatis mutandis, utiliza Locke para negarles el derecho a la libertad de conciencia a católicos, musulmanes y ateos, los tres tipos de "extravíos" que procura erradicar para siempre de la sociedad verdaderamente libre: sus errores corroen la médula de la ley natural; no pueden reconocer la sacralidad de los juramentos que unen a los hombres en la comunidad y, por lo tanto, mientras conserven esas creencias, no subsiste vínculo alguno que alimente esperanzas ciertas de integración social. Veámoslo más en detalle.

En el primero de los casos, los católicos, el motivo de su exclusión radica en que, por una interpretación caprichosa del testimonio divino, se consideran dotados de "privilegios y poderes especiales sobre los otros mortales en los asuntos civiles"24. Esta clara violación a la ley natural, que establece la igualdad entre todos los seres humanos, se traduce inmediatamente, según Locke, en autoritarismo e intolerancia, y, por su tácito desprecio al hereje que no comparte su fe, incoa la peor de las enfermedades civiles: la rebeldía25. En relación con los musulmanes, el cargo es hasta cierto punto semejante. "Es ridículo que alguien pretenda ser un mahometano solamente en la religión y, en las demás cosas, ser un sujeto fiel del magistrado cristiano, mientras al mismo tiempo se reconozca obligado a obedecer ciegamente al mutfi de Constantinopla, quien a su vez es totalmente obediente al Emperador otomano y compone los artificiosos oráculos de esa religión de acuerdo con su placer"26. Los musulmanes, pues, al igual que los católicos, al entrar en su confesión quedan sometidos ipso facto a la jurisdicción de otro príncipe e incapacitados para ser súbditos leales al magistrado de la sociedad en que viven.

Respecto de los ateos, la acusación es aún más grave, puesto que éstos, al negar simplemente la existencia de una Causa providente en el universo, rechazan la posibilidad misma de un sistema de moralidad y tiran abajo el sustrato metafísico sobre el que descansa el contrato social. Los ateos, en cierta manera, estarían más allá de la distinción entre conciencia esclarecida y conciencia errónea: si la conciencia se define por su remisión a una voz superior a las voces humanas, los ateos, hablando estrictamente, carecerían de conciencia, puesto, que más allá del ámbito social, sólo reconocen un ciego mecanismo. "Prescindir de Dios, aunque sólo sea de pensamiento, disuelve todo", afirma el filósofo inglés, ¿y qué juramento de fidelidad sería creíble en hombres que ni siquiera tienen por quien jurar? Con este argumento, Locke se sumaba a la lista de pensadores -liberales y conservadores- que distinguían en el ateísmo el más incomprensible de los errores y la fuente de los peores males imaginables. Se contaban con los dedos de una mano los autores que, en aquel momento, se atrevían públicamente a manifestar su diferencia en relación con tal principio, piedra basal de la auténtica filosofía y del sano sentimiento moral. Dedicaremos la segunda parte del presente artículo a uno de esos audaces.

4. Los derechos de la conciencia errónea

La Epistola de Tolerantia, según se cree, fue escrita por Locke en Amsterdam entre los primeros días de noviembre y la segunda mitad de diciembre de 168527. Desde septiembre de 1683, su autor vivía bajo nombre supuesto en Holanda, intentando escapar a posibles represalias de la corona inglesa. En esa Holanda que sirvió de tierra de acogida para muchos importantes intelectuales del siglo XVII, conoció a un calvinista francés, también refugiado, llamado Pierre Bayle28. Bayle, quien iba a morir en Rotterdam hacia fines de 1706 sin poder volver a su Francia natal, se hizo famoso en la República de las Letras del siglo XVIII como autor del Dictionnaire historique et critique, cuatro volúmenes in folio repletos de ideas heterodoxas, de citas bibliográficas y de curiosidades antropológicas que alimentarán largamente el afán desacralizador de los ilustrados. El Dictionnaire aparece por primera vez en 1697. Para ese entonces, Bayle ya había publicado un buen número de escritos; entre ellos, uno bajo seudónimo en octubre de 1686 dedicado a la cuestión de la tolerancia: el Commentaire philosophique sur ces paroles de Jésus-Christ "Contrain-les d'entrer"29.  Nos detendremos un momento a presentarlo.

El objetivo de Bayle en el Commentaire, como lo anuncia su título, es refutar una interpretación literal de la expresión "oblígalos a entrar" a la que había recurrido Jesucristo en la parábola del banquete (Evangelio según san Lucas, XIV, 23). Para conseguirlo, parece apoyarse sucesivamente sobre dos conceptos diferentes de conciencia. El primero, que domina la primera parte de la obra, resulta semejante al que hemos observado en Locke, pues la conciencia aparece definida como "razón atenta" e informada por la idea natural de equidad "que ilumina a todo hombre que viene al mundo"30. De acuerdo con este concepto, Bayle exige someter la Biblia a la razón filosófica, sobre todo cuando entran en juego aspectos morales, dado que las leyes de lo honesto y de lo equitativo (transparentes para la razón atenta) constituyen la revelación original de Dios, una revelación que el Evangelio puede perfeccionar pero jamás contradecir31.

Esta refutación de la coacción religiosa podría parecer sólida y definitiva; sin embargo, conforme avanzan los argumentos y las objeciones, el criterio universal de juicio comienza a resquebrajarse ante el progreso de otro concepto de conciencia, de tono claramente subjetivo. Bayle acentúa entonces la debilidad moral del ser humano y las escasas luces que envuelven a la razón postadánica para empezar a identificar "conciencia" con "verdad respectiva" o "verdad putativa": la verdad tal como a cada uno se le manifiesta32. El deber de obedecer al mandato de la conciencia sigue siendo absoluto, pero con relación a ese mandato se subraya menos la idea natural -y abstracta- de equidad que las disímiles circunstancias fácticas en que se desarrolla la vida de los individuos33. Así, progresivamente, el cuadro racionalista de la relación del hombre con Dios -expresado en términos como "luz natural", "recta razón" o incluso "ideas innatas"- va siendo invadido por una bacteria escéptica que asimila la voz de la conciencia a la convicción particular del creyente, convicción marcada por la costumbre o por la educación antes que por las luces del entendimiento34.

La tolerancia civil, es decir, el establecimiento de un "derecho de gente" que impida la coacción por motivos religiosos, parece depender más de este último concepto de conciencia que del primero. Al abandonar el plano teológico o exegético para adentrarse en el terreno político, en efecto, Bayle abandona toda instancia universal y se recluye en el carácter instransferible del sentir individual que obedece a las manifestaciones de la apariencia. Dios no exige más que esto, dice: que examinemos con cuidado Sus palabras y dejemos guiar nuestra voluntad por aquello que nos parezca verdadero35. En otros términos, Dios sólo exige la convenientia menti, "la verdad moral", que creamos aquello que decimos o profesamos; mientras no se infrinja dicha verdad, nadie puede ser calificado de "hereje"36 o "blasfemo"37. "No mentir" como mandato individual y "nunca poner en riesgo la tranquilidad pública y la seguridad de la soberanía" como mandato político; bajo tales mínimas condiciones Bayle cree posible fundar una "república" pluriconfesional capaz de sostenerse en el tiempo sin degenerar en tiranía o desgobierno38. Como casi siempre, el modelo es Atenas, donde, dice Bayle, las sectas filosóficas, aunque trataban asuntos de gran importancia, no perturbaron jamás la tranquilidad pública: "cada una sostenía su opinión y refutaba la de los otros. [...] Sin embargo, como los magistrados permitían a todos enseñar sus opiniones, y unos no constreñían a otros a sumarse contra su voluntad, la república no sufría alteración alguna por esta diversidad de opiniones; pero si, en cambio, hubieran utilizado la coacción, el desorden habría estallado por todas partes"39. Con esto quedaba demostrado, a su juicio, que era la intolerancia, y no la tolerancia, el principio de todos los males; el Commentaire se cerraba, pero dejando problemas atrás...

5. ¿Qué hacer con los fanáticos y los ateos?

Hemos visto que Locke, sabedor de los peligros del "entusiasmo", no concebía a la conciencia como una instancia fundamentada en su propia certeza. El dictamen de esa conciencia, por el contrario, cobraba autoridad sólo en tanto correspondía a la ley natural o divina constitutiva de nuestro ser racional. No sucedía esto con los "entusiastas", cuya conciencia, sometida a los prejuicios y las pasiones, se negaba a reconocer la validez objetiva del juicio racional y de la Palabra revelada. Los entusiastas no admitían tribunal superior al de su propia conciencia; por este motivo, Locke consideraba que carecían del derecho a ejercer libremente sus creencias, religiosas o políticas. No hay libertad para quienes niegan las condiciones del contrato; no hay tolerancia para los intolerantes.

Cuando el Commentaire philosophique de Pierre Bayle se enfrenta a la misma cuestión, su salida es menos prolija, y no puede evitar que algunos pasajes de la obra se acerquen peligrosamente a declarar la coacción de conciencia como una consecuencia inevitable de los principios concebidos para rebatirla. Nos referimos a  las reflexiones contenidas en el capítulo IX de la segunda parte, donde Bayle acepta que su concepto de la verdad "putativa" como fuente de obligación moral podría llevar a pensar que "todo hombre que se crea obligado en conciencia a perseguir estaría obligado a hacerlo y haría mal si no persiguiera"40. He aquí una paradoja que amenaza con echar por tierra todos los argumentos esgrimidos hasta allí a favor de la tolerancia y que Bayle, teniendo en cuenta el contexto relativista, ya no puede solucionar apelando a la claridad de la Escritura y de la luz natural. Por el camino de la intangibilidad de la conciencia, es decir, por un camino que llevaba aparentemente a la libertad, se tropieza ahora con un caso que podría conducir al imperio de la violencia y del crimen; éste es exactamente el peligro que John Locke quería evitar.

Bayle admite que el resultado paradójico de su indagación no tiene una superación teórica e interpreta esta fatalidad como trampas que tiende la misma razón a quienes quieran obedecerle ciegamente41. Ofrece, de todos modos, dos salidas. La primera apunta a restablecer cierta confianza en los poderes de la persuasión racional. En abstracto, dice, el caso del intolerante por motivos de conciencia es imposible de resolver; en el caso singular, sin embargo, se podrá tratar de sacar a luz lo que creemos es obra de la mala fe y confiar en que otros argumentos esclarecerán "en aquellos que los examinen con sinceridad [...] los errores de conciencia en que podrían estar en cuanto a la persecución"42. La segunda salida apela a la distinción entre "opiniones" y "acciones". El juicio respecto de las primeras, dice, corresponde a Dios; el magistrado, en cambio, debe atenerse exclusivamente a los hechos y no le conciernen las cuestiones referidas a la conciencia o a la religión. Su única función es proteger la paz y la seguridad de la sociedad, por eso puede y debe castigar a los que persiguen o asesinan según los instintos de su conciencia por los resultados sociales que esas convicciones conllevan sin "desentrañar esas ocasiones raras y singulares en las que la conciencia cae en la ilusión"43. Resumiendo: no se puede saber con certeza si se equivoca quien descubre en el "oblígalos a entrar" de Jesucristo un mandato para ejercer la persecución contra los que considera herejes, pero los hechos nos muestran que tal conducta atenta contra la convivencia pacífica y que por lo tanto debe ser castigada. En otras palabras, los problemas ocasionados por el "entusiasmo" no se resuelven con exigencias racionales sino con la puesta en práctica del aparato coercitivo del Estado.

Analicemos ahora, para terminar, la posición de Bayle frente al ateísmo. En el conjunto de su obra, a pesar de ciertas concesiones a la ortodoxia, queda claro que los ateos no carecen del sentido moral ni merecen ser privados de su derecho a libertad de conciencia. La justificación de un pensamiento tan novedoso adquiere dos formas alternativas. Una de ellas parece encontrar su origen en ciertas conjeturas de Tomás de Aquino que fueron reafirmadas por el holandés Hugo Grocio en los Prolegomena al De jure belli et pacis: nos referimos a la idea de que el derecho natural podría valer por sí mismo aun en la "hipótesis imposible" de que Dios no existiese44. Para Bayle, en dicha idea estaría implícito que la esencia de las ideas constitutivas de la moral no dependen ni de la inteligencia divina, ni de su voluntad, ni de su libertad, ni siquiera de su existencia como divinidad personal, y podrían ser deducidas tanto de una sabiduría ideal que se impone al mismo Dios como del conocimiento de un "ser eterno y necesario que llamamos Naturaleza"45. Si se acepta esta suposición, dice, todos los hombres, incluyendo a los ateos, están  tan obligados "a ajustarse a las ideas de la recta razón en los actos de su voluntad como a seguir las reglas de la lógica en los actos de su entendimiento"46. El ateo, así, conocería que hay una diferencia entre el vicio y la virtud de una manera natural (tan natural como su conocimiento de la distinción entre el razonamiento válido y el sofisma), y no habría motivos para excluirlo de la sociedad, tal como el propio Grocio, inconsecuentemente, había sostenido.

Bayle, sin embargo, no estaba seguro de que la suposición de Grocio pudiera afirmarse sin reservas, o, al menos, no estaba seguro de que pudiera afirmarse sin quedar obligado ipso facto a declarar invencibles los argumentos del ateísmo47. Para evitar tan peligrosa conclusión (incómoda, además, para su talante escéptico) sin recaer en la exclusión social de los ateos, sus escritos apuntan una y otra vez un hecho incontestable: que "los hombres no actúan según sus principios", o, más explícitamente, que los motivos que guían la vida práctica de los hombres obedecen al temperamento, a la inclinación, al gusto, al deseo de agradar o a las penas y recompensas impuestas por el magistrado, en ningún caso a opiniones del entendimiento tales como la creencia en la inmortalidad del alma o la creencia en un Dios providente48. Apoyándose en este hecho, Bayle alega no sólo que el ateo no debería ser excluido de la sociedad sino algo mucho más arriesgado: que una sociedad de ateos es perfectamente posible. La misma, dice, estaría organizada del mismo modo que una sociedad de creyentes: jurídicamente, en torno a las leyes del soberano, y, moralmente, en torno a las máximas el amor propio; como "la ignorancia de un primer ser creador y conservador del mundo, no impediría a los miembros de esta sociedad ser sensibles a la gloria y al desprecio, a la recompensa y a la pena, y a todas las pasiones que se ven en los otros hombres y no ofuscaría las luces de la razón", el interés por conservarse y por prosperar se mantendría exactamente igual, impulsando a unos y otros miembros a vivir juntos y a comerciar entre sí49. Tal sociedad, pues, no tendría problemas en sobrevivir, y si estuviera correctamente organizada llegaría a ser mejor que una sociedad de creyentes en la que reinara la anarquía50. Carta de ciudadanía para el ateísmo, por lo tanto; se comprende que desde el mismo seno del calvinismo, al que Bayle nunca dejó de pertenecer, se levantaran voces airadas de protesta contra semejantes ideas.

6. A modo de conclusión

Tomadas en su conjunto, la teoría de la libertad de conciencia elaborada por Pierre Bayle resulta más amplia que la de Locke. Hemos visto que este último no parece tener dudas acerca del carácter socialmente nocivo de los ateos y excluye de su sociedad con la misma enjundia a católicos, mahometanos y entusiastas irreductibles; Bayle, en cambio, termina aceptando a estos grupos, y por tal motivo su teoría resultaría más cercana al pluralismo religioso que hoy admitimos. En un estudio reciente, Sean O'Cathasaigh ha sostenido, sin embargo, que no debemos dejarnos encandilar por el aparente progresismo de los argumentos bayleanos y que se debe prestar mayor atención a sus incoherencias y conflictos (que son, de alguna manera, los mismos, que enfrentan las sociedades liberales contemporáneas). Para O'Cathasaigh, el error fundamental de Bayle, el error que lo lleva a caer en tensiones y disturbios, proviene de su dificultad para pensar la sociedad en términos de contratos de mayor o menor formalidad51. Por tal motivo, dice, no entendería que los que no estén en condiciones de cumplir dichos contratos deben ser privados de sus beneficios. John Locke, en cambio, desde los comienzos de su reflexión habría comprendido que la aceptación de un número básico de reglas resultaba imprescindible para la constitución de una sociedad, y eso le impidió caer en los conflictos y las aporías que hemos visto. Para O'Cathasaigh, por lo tanto, la teoría de Locke tuvo mayor repercusión y mejor futuro por ser, en el terreno filosófico, la más coherente y capaz de defenderse. Es difícil no estar de acuerdo con él.

Ahora bien, Pierre Bayle decía que cualquier hipótesis requería de dos condiciones para ser buena: "una, que sus ideas sean distintas; otra, que pueda dar razón de las experiencias"52. La hipótesis de Locke es, sin duda, la que se lleva las palmas en relación con la primer condición; ahora bien, ¿es también la que mejor da cuenta de las experiencias? No lo creo así. Entiendo, por el contrario, que su mayor pureza filósofica es el resultado de cierta limitación teórica fundamental. No estoy pensando aquí en su teoría del contrato social sino en su definición de "Iglesia" y en su concepción del ser humano.

Respecto del primer punto, Locke define a las Iglesias como "sociedades voluntarias de hombres, unidos por acuerdo mutuo con el objeto de rendir culto públicamente a Dios de la manera que ellos juzgan aceptable a Él y eficaz para la salvación de sus almas"53. Esta definición está muy a tono con la adoptada por los protestantes separatistas para combatir la voluntad anglicana de contruir una "Iglesia nacional"54, pero resulta difícil de sostener fuera de tal contexto. Quien la afirma parece desconocer que la adhesión a una Iglesia obedece a la educación, a la tradición, a la costumbre, factores muy poderosos a los que la razón sirve de acompañante antes que de guía. Creer en determinado Dios y en la eficacia de determinados cultos, en cualquier caso, no se entiende como el resultado de una elección racional, y en esto estarán de acuerdo tanto los que apelen a prejuicios infundados como los que descubran la obra invisible de la Gracia.

El mismo defecto, por exceso filosófico, encontramos en el segundo punto, su concepción del hombre, que es la fuente de la que deriva la idea anterior, por supuesto. Para Locke, el hombre es sustancialmente razón, y ésta es obediencia a la ley natural o divina. En la razón se ubica el centro del que dimanan todas las acciones; cuando ese centro se corrompe, las acciones, que obedecen estrictamente al mismo, no pueden sino corromperse, degenerar en vicios. Esto es lo que sucede con los ateos, quienes al no reconocer el mandato sagrado que habita en los orígenes de la sociedad deberán caer necesariamente en mentiras, traiciones y crímenes. Conociendo la falla, pueden preverse los resultados; la ley se adelanta a tales resultados y excluye a los ateos porque conoce de qué modo se comportarán cuando recuerden sus principios.

Locke juzga los hechos a la luz del deber ser filosófico, como Platón. Pierre Bayle, en cambio, está convencido de que los singularia de la historia son inmunes a cualquier predicción "científica" y que sólo admiten una reconstrucción a posteriori, apoyada sobre testimonios de lo que efectivamente ha sucedido. Para Bayle, tales testimonios, en primer lugar, revelan que lo que domina la vida y las creencias de los hombres no es la razón. Su panorama de la historia le ha revelado, por el contrario, que ninguna doctrina, filosófica o teológica, pudo acallar la pregunta más incisiva del escéptico ("¿tienes alguna razón para creerlo?")55 y que tarde o temprano debió refugiarse en el escudo que le ofrecían el gusto, la educación, la gracia o el prejuicio. El panorama, incluye, claro, las confesiones religiosas, y de allí se derivan dos observaciones de gran importancia para nuestro tema. Una participa del fundamento de la "verdad putativa": cada grupo entiende como verdad religiosa aquello que se le presenta como tal desde una determinada situación histórica, geográfica o política y es esa situación la que se impone de hecho a la hora de separar la ortodoxia de la heterodoxia,  la fe de la idolatría. La segunda observación sirve de respuesta ante la posiblidad teórica de que el mandato de la conciencia pudiera consagrar la violencia: lo que no tiene origen en la razón no puede ser combatido racionalmente y sólo se doblega ante una violencia mayor, la del poder estatal.

Con el mismo ánimo encara Bayle su análisis de los peligros sociales del ateísmo. No importa lo que se crea acerca de Dios o de la inmortalidad del alma, dice; esas creencias carecen de eficacia práctica y todos los hombres, creyentes o no, se mueven por los mismos motivos: el temperamento, el gusto, el deseo de agradar, las penas o las recompensas impuestas por el magistrado. Para apoyar su afirmación, otra vez, no apela al deber ser de la razón, sino a los hechos: hubo y hay ateos virtuosos, hubo y hay creyentes viciosos y criminales; los resultados racionalmente previstos de determinadas creencias, por lo tanto, no pueden servir de base para ningún sistema legal.

En la actualidad, después de terribles ejemplos sufridos56, no se puede negar, creo, que la interpretación de Bayle ha probado cierta eficacia y que la teoría de Locke, en cambio, se ha mostrado inhábil, más allá de su coherencia filosófica, para ajustarse al oscuro terreno de los hechos históricos. Algún desengañado podría pensar que ha sido precisamente esta indiferencia frente a datos y comprobaciones empíricas uno de los elementos que facilitaron el éxito y la perennidad de su presencia en la teoría política occidental.


1 Portantiero J. C. y de Ipola  E., Estado y sociedad en el pensamiento clásico. Antología conceptual para el análisis comparado, Buenos Aires, Ed. Cántaro, pp. 63-64.        [ Links ]

2 Véase Turchetti, Mario, "La liberté de conscience et l'autorité du Magistrat au lendemain de la Révocation", en H. Guggisberg et al. (Eds.), La liberté de conscience (XVIe-XVIIe sièecles), Actes du Colloque de Mulhouse et Bâle (1989), Genève, Librairie Droz, 1991, p. 304.        [ Links ]

3 Citado en  Lecrer, Joseph, Historia de la tolerancia en el siglo de la Reforma, traducción de Antonio Molina Meliá, Alcoy, Ed. Marfil, 1969, tomo I, pp. 190-191.        [ Links ]

4 Calvin, Jean, Institution de la religion chrestienne, en Oeuvres complètes de Jean Calvin, Paris, Societé les Belles Lettres, tomo III, x, 1.        [ Links ]

5 Así lo establece claramente Teodoro de Beza: "La libertad cristiana no es un permiso ilimitado y vago gracias al cual cada uno podría hacer y omitir lo que quisiera, sino que es el don gratuito que nos ha sido ofrecido por Jesucristo, por el cual todos los hijos de Dios -es decir, los creyentes- son liberados de la maldición de la ley y del yugo de las ceremonias legales, y, abastecidos por el Espíritu Santo, comienzan a obedecer a Dios espontáneamente, en santidad y justicia"(Correspondence de Théodore de Bèze, t. IX, p. 221; citado por Alain Dufour, "La notion de liberté de conscience chez les Réformateurs", en Hans Guggisberg et al. (Eds.), La liberté de conscience (XVIe-XVIIe siècles), ed. cit, p. 18.

6 La distinción entre "libre albedrío" y "libertad" proviene de san Agustín. Citemos lo que dice el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora al respecto: "El libre albedrío designa la posibilidad de elegir entre el bien y el mal; la libertad es el buen uso del libre albedrío. El hombre pues, no es siempre 'libre', en el sentido de libertad, cuando goza del libre albedrío; depende del uso que haga de él" (Ferrater Mora, José, Diccionario de filosofía abreviado, edición de E. García Belsunce y E. de Olaso, Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1983, p. 23).        [ Links ]

7 Véase Labrousse, Elisabeth, "Conviction et tolérance", en Conscience et conviction. Études sur le XVIIe. Siècle, Paris, Universitas; London: Voltaire Foundation, 1996, pp. 284-287.        [ Links ]

8 Polin, Raimond, prefacio a John Locke, Lettre sur la tolérance, Paris, Presses Universitaires de France, 1965, p. lvi.        [ Links ]

9 Locke, John, Ensayo sobre el entendimiento humano, traducción de E. O'Gorman, México, Fondo de de Cultura Económica, 1965, p. 705.        [ Links ]

10 Ibid., p. 704.

11 Véase Kelly, P. J., "John Locke: Authority, Conscience and Religious Toleration", en J. Horton y S. Mendus (Eds.), John Locke: A Letter Concerning Toleration in focus, London/New York, Routledge, 1991, pp. 125-126.        [ Links ]

12 Véase Schochet, Gordon, "Samuel Parker, religious diversity, and the ideology of persecution", en R. Lund (Ed.), The Margins of Orthodoxy. Heterodox writing and cultural response. 1660-1750, Cambridge: Cambridge University Press, 1995, p. 130.        [ Links ]

13 En este punto de la filosofía hobbesiana debo importantes observaciones al Dr. Julio De Zan.

14  "Otra doctrina repugnante a la sociedad civil es que cualquier cosa que un hombre hace contra su conciencia es un pecado, doctrina que depende de la presunción de hacerse a sí mismo juez de lo bueno y de lo malo. En efecto, la conciencia de un hombre y su capacidad de juzgar son la misma cosa; y como el juicio, también la conciencia puede equivocarse. Por consiguiente, si quien no está sujeto a ninguna ley civil peca en todo cuanto hace contra su conciencia, porque no tiene otra regla que seguir, si no su propia razón, no ocurre lo mismo con quien vive en un Estado, puesto que la ley es la conciencia pública mediante la cual se ha propuesto ser guiado. De lo contrario y dada la diversidad que existe de pareceres privados, que se traduce en otra tantas opiniones particulares, forzosamente se producirá confusión en el Estado, y nadie se preocupará de obedecer al poder soberano, más allá de lo que parezca conveniente a sus propios ojos" (Hobbes, Thomas, Leviatán, traducción de M. Sánchez Sarto, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 265). Nótese que, a continuación, Hobbes se vale de este reemplazo de la conciencia privada por la pública para rebatir la "pretensión de hallarse inspirado", esto es, el entusiasmo. Respecto de la situación de los súbditos de soberanos infieles, véase Hobbes, Del ciudadano, edición de E. Tierno Galván, Madrid, Tecnos, p. 39).        [ Links ]         [ Links ]

15 Véase Hobbes, Leviatán, ed. cit., p. 236, y Del ciudadano, ed. cit., p. 38.

16 Véase Ashcraft, Richard, "Anticlericalism and authority in Lockean political thought", en R. Lund (Ed.), The Margins of Orthodoxy, ed. cit., p. 75.

17 Locke, John, Carta sobre la tolerancia, edición de P. Bravo Gala, Madrid, Tecnos, 1991, pp. 9-10. Véase también el Ensayo sobre el entendimiento humano, ed. cit., p. 663.        [ Links ]

18 Locke, John, "Segundo ensayo sobre el gobierno civil", en Dos ensayos sobre el gobierno civil, edición de J. Abellán, Madrid, Espasa-Calpe, 1991, p. 244.        [ Links ]

19 Ibid., p. 245.

20 Ibid., p. 248.

21 Ashcraft, op. cit., p. 78.

22 Tomás de Aquino, Suma teológica, Ia. IIa. q. 19, art. 4 y 5, edición de F. Barbado Viejo, Madrid, La Editorial Católica, 1959. Agradezco al Dr. Aníbal Fornari su ayuda para entender correctamente este aspecto de la filosofía tomista.        [ Links ]

23 Locke, "Segundo ensayo sobre el gobierno civil", ed. cit., pp. 206-207.

24 Locke, Carta sobre la tolerancia, ed. cit., p. 56.

25 "¿Qué otra cosa significan estas doctrinas y otras semejantes, sino que pueden y están preparados en cualquier ocasión a tomar el gobierno y apropiarse de las tierras y fortunas de sus conciudadanos y que solamente piden ser tolerados por el magistrado mientras se hacen suficientemente fuertes como para llevar a cabo sus propósitos?" (Ibid.).

26 Ibid., p. 57.

27 La Epistola,recordemos, estaba dirigida a Philip van Limborch, teólogo arminiano amigo de Locke, quien la publicó en Gouda en 1689. Fue traducida al inglés en el mismo año por el disidente radical William Popple bajo el título A letter concerning toleration. En 1690, respondiendo a las críticas que recibió por parte de Jonas Proast, clérigo de Oxford, Locke publica una segunda Carta. Le seguirán todavía dos más: la tercera es la más extensa de todas; la cuarta, inconclusa, aparece en 1702. Al respecto, véase Nicholson, Peter, "John Locke's Later Letters on Toleration", en Horton y Mendus (Eds.), John Locke. A Letter Concerning Toleration in focus, ed. cit., pp. 163-187.

28 Bayle y Locke se conocieron personalmente en Rotterdam entre los años 1687 y 1688. En una carta del 14 de septiembre de 1693 a su amigo Vincent Minutoli, Bayle califica a Locke como "uno de los más grandes metafísicos de este siglo"; a continuación dice: "Es un hombre muy inteligente. Yo lo he visto aquí [en Rotterdam] durante el reinado del Rey Jacobo; la Revolución lo hizo volver a Inglaterra, en donde vive muy contento"  (Bayle, Pierre, Lettres, en Oeuvres diverses, edición de E. Labrousse, Hildesheim/New York, Georg Olms, tomo IV, 1982, 696b. En adelante nos referiremos a esta edición mediante las siglas OD). Todo indica que el encuentro se produjo en casa del cuáquero Benjamin Furly, dueño de una biblioteca de más de cuatro mil volúmenes y fundador de un grupo de discusión intelectual llamado "the Lantern" al que ambos parecen haber asistido. Sobre las circunstancias de ese encuentro y sobre el papel cumplido en la vida intelectual de Rotterdam por Benjamin Furly, véase Gerald Cerny, "Jacques Basnage and Pierre Bayle: an intimate collaboration in refugee literary circles and in the affairs of the Republic of Letters", en M. Magdelaine et al. (Eds), De l'Humanisme aux Lumières. Bayle et le protestantisme, Paris, Universitas; Oxford, Voltaire Foundation,.1991, pp. 495-507. También es útil P. J. S. Whitmore, "Bayle's cristicism of Locke", en P. Dibon (Ed.), Pierre Bayle, le philosophe de Rotterdam, Amsterdam/London/New York/Princeton,  Elsevier Publishing Co.; Paris, Vrin, 1959, pp. 81-96.        [ Links ]         [ Links ]         [ Links ]

29 El título completo de la obra es Commentaire philosophique sur ces paroles de Jésus-Christ 'Contrain-les d'entrer', où l'on prouve par plusiers raisons démonstratives qu'il n'y a rien de plus abominable que de faire des conversions par la contrainte, et l'on réfute tous les sophismes des convertisseurs à contrainte, et l'apologie que saint Augustin a faite des persécutions. En 1686 aparecen las dos primeras partes, en 1687 se publica la tercera, en 1688 se agrega un Suplément du Commentaire philosophique. Para referirnos a este escrito, utilizaremos de aquí en más la abreviatura Comm. Phil.

30 Comm. Phil., I, i, OD, II, p. 368bEn la primera parte del Commentaire, Bayle combina argumentos conocidos y aceptados entre los teólogos calvinistas con argumentos propios de los filósofos cartesianos; entre estos últimos, parece cierto que el Traité de morale (1684) de Malebranche ejerció una infuencia importante. Véase al respecto Walter Rex, Essays on Pierre Bayle and Religious Controversy, The Hague, Martinus Nijhoff, 1965, pp. 153-193, y Gianni Paganini, Analisi della fede e critica della ragione nella filosofia di Pierre Bayle, Firenze, La Nouva Italia Editrice, 1980, pp. 57-74.        [ Links ]         [ Links ]

31 Comm. Phil., I, i,  pp. 368a-370b.

32 La piedra de toque para discernir lo apropiado entre la multiplicidad de sensaciones confusas, de pasiones, de prejuicios y de opiniones, dice Bayle, es la conciencia y "el sentimiento interior de esa conciencia, su convicción plena y entera, es el criterio seguro de la conducta que cada uno debe tener. No importa que esta conciencia muestre a un hombre determinado objeto como verdadero y a otro como falso, ¿no sucede lo mismo acaso con la vida corporal? ¿Acaso el gusto de uno no muestra como buena la vianda que el gusto de otro muestra como mala? ¿Impide esta diversidad que cada uno encuentre su alimento? ¿No alcanza acaso con que los sentidos nos muestren la conveniencia que los objetos tienen con nosotros, sin que sea necesario que sepamos sus cualidades absolutas? De la misma manera, alcanza con que la conciencia de cada uno le muestre, no lo que los objetos son en sí mismos, sino su naturaleza respectiva, su verdad putativa. Cada uno discernirá por este medio su alimento. Será preciso que trate de discernir lo mejor y ponga en eso todos sus cuidados; pero si siéndole presentado [lo mejor], su conciencia no se acomoda a ello, y se descubre sin gusto en ese sentido y con un gran gusto por otra cosa, magnífico, deberá optar por esta segunda opción" (Comm. Phil., II, x, p. 441a. Véase también II, xiii, p. 427 b y II, x, 436b-439a). Sobre las dificultades para conciliar las dos perspectivas del Commentaire, véase Rex, op. cit., pp. 184-189. Una interpretación alternativa se encontrará en nuestro artículo "El Dictionnaire historique et critique de Pierre Bayle: 'Dios no quiere que conozcamos con certeza', Tópicos, Nro. 8-9, año 2001, pp. 59-80.

33 A lo largo de todo el Commentaire, Bayle mantiene que la conciencia es "la voz y la ley de Dios" y que, por lo tanto, "violar esa conciencia es esencialmente creer que se viola la ley de Dios, [...] es esencialmente un acto de odio o un acto de desprecio a Dios": no puede haber pecado mayor que tal violación (Comm. Phil.,I, v, p. 379b; I, vi, p. 384b; y II, viii, p. 425a). Notar que se trata primariamente de un deber de obediencia; de tal deber se deriva el derecho a actuar según las propias convicciones y el correlativo deber que tienen los otros hombres de respetar lo decidido (al respecto, véase John Kilcullen, Sincerity and Truth. Essays on Arnauld, Bayle, and Toleration, Oxford, Clarendon Press,  1988, pp. 61-64).        [ Links ]

34 Bayle se niega a admitir la doctrina de San Agustín, renovada por Arnauld, que adjudica todos los errores religiosos a la corrupción del corazón y encuentra allí un motivo para castigar a los herejes. No es el enceguecimiento voluntario o el odio lo que lleva a interpretar de tal o cual manera las Escrituras, dice Bayle. "Lo que se puede decir, más razonable, es que los prejuicios de la educación impiden encontrar en la Escritura lo que está allí. Pero como resulta verdadero en general para todos los hombres del mundo, excepto algunos pocos que cambian por razonamiento, deberle a la educación el hecho de ser de una religión y no de otra (puesto que si hubiéramos nacido en la China seríamos todos chinos, y si los chinos hubieran nacido en Inglaterra serían todos cristianos, y si se enviaran a una isla deshabitada un hombre y una mujer fuertemente convencidos, como si fuera un dogma necesario para la salvación, de que en el Cielo el todo no es más grande que su parte, al cabo de doscientos o trescientos años tal cosa sería un artículo de fe en la religión de todo el país), como, digo, eso resulta verdadero, hablando en general, no sería más que un reproche vago que todos los hombres se harían recíprocamente [...]" (Comm. Phil., II, x, p. 440b). El pasaje entre paréntesis es particularmente digno de atención, puesto que nos llevaría a pensar que no hay dogma, por imposible que parezca, que la religión no pueda enseñar como palabra santa. Sobre las diferencias entre Bayle y Arnauld a propósito del pecado como fuente del error religioso, puede verse Kilcullen, op. cit, pp. 36-53 y 79-89.

35 "...el soberano Juez del mundo, el escrutador de riñones y corazones, no puede hacer diferencia entre dos actos de la voluntad humana, completamente semejantes en su entidad física, aun cuando por accidente su objeto no sea realmente el mismo; puesto que alcanza con que sea objetivamente el mismo, quiero decir, que así se lo parezca a las dos voluntades que ejecutan los actos. [...] la bajeza de una acción ante el Tribunal de la justicia divina no se mide por la cualidad real de los sujetos a los que tiende sino por las cualidades objetivas, es decir, que Dios no considera más que el acto de la voluntad" (Comm. Phil., II, ix, p.428 a-b). Para un análisis agudo de esta cuestión, véase Jean-Pierre Jossua, "Pierre Bayle, precurseur des theologies modernes de la liberté religieuse", Revue de Sciences religieuses, 2, abril de 1965, pp. 140-146.        [ Links ]

36 "...como la fe no nos da otras señales de Ortodoxia que el sentimiento interior y la convicción de la conciencia, señales que se encuentran en los hombres más herejes, se sigue que en último análisis nuestra creencia, sea ortodoxa o heterodoxa, radica en que sentimos y en que nos parece que esto o aquello es verdadero. De donde concluyo que Dios no exige ni del ortodoxo ni del hereje una certeza adquirida mediante un examen y una discusión científica, y en consecuencia se conforma con que uno y otro ame lo que le parezca verdadero" (Comm. Phil., II, x, pp. 438b-439a).

37 Los partidarios de la coacción, dice Bayle, justifican su opinión diciendo que el hereje "pronuncia blasfemias insoportables y deshonra la majestad de Dios de la manera más sacrílega". En realidad, se trata sólo de "otras maneras, diferentes a las nuestras, de hablar honorablemente de Dios. [...] No hay nada que decir contra él sino que debería informarse mejor de las maneras de hablar de Dios que parezcan honorables en la Corte celestial. Pero si responde que se ha informado tanto como ha podido, y que sólo después de todas las indagaciones posibles se ha atenido a tales maneras de honrar a Dios [...]; si les responde eso, digo, ¿no deberían cerrar la boca, a menos que lo convenzan que habla falsamente, lo cual no es posible más que para Dios [...]?" (Comm. Phil., II, vi, pp. 417b-418 a).

38 Bayle admite "en la república", explícitamente, a socinianos, judíos y turcos (Comm. Phil., II, vii, pp. 419b-420 a). Incluye también a los católicos, con ciertas restricciones (II, v, p. 412b), y a los paganos, de forma implícita (II, ix, 429b).

39 Comm. Phil, prefacio, p. 364a.

40 Comm. Phil., II, ix, p. 430b.

41 Lo dice en forma explícita: "No se puede negar que la condición del hombre está rodeada, entre otras mil imperfecciones, de ésta, que casi no conoce la verdad si no es imperfectamente, puesto que si logra probar una cosa mediante razones a priori, claras y demostrativas, muy pronto, como por una especie de aguafiestas, se ve abrumado por las consecuencias absurdas, o por lo menos muy difíciles, que parecen nacer de lo que creyó demostrar. Y si tuvo la suerte de no verse agobiado por las reducciones ad absurdum, quiero decir, por los absurdos que emanan de su opinión, sufre por otra parte la mortificación de no tener más que ideas confusas y pruebas débiles para lo que sostiene. Los que defienden la divisibilidad de la materia al infinito o los átomos de Epicuro sabrán qué decir. Tengo bastante buena fe para reconocer que, si mi opinión tiene alguna debilidad, es del lado de las consecuencias. Las pruebas directas que la apoyan son maravillosas, los resultados de la opinión opuesta son monstruosos; hasta ahí va bien. Pero cuando se observan los resultados de mi hipótesis, la cosa no va tan bien. Se diría que para humillar nuestra inteligencia, Dios quiere que la misma no encuentre fácilmente donde apoyar el pie, y que descubra trampas de cualquier lado que se vuelva" (Comm. Phil., II, vi, p. 415a-b).

42 Comm. Phil., II, ix, p. 430b. Véase al respecto, Rex, op. cit., pp. 180-184; Kilcullen, op. cit., pp. 173-174; y Gianluca Mori, Introduzione a Bayle, Bari/Roma, Editori Laterza, 1996, pp. 64-68.         [ Links ]

43 Comm. Phil., II, ix, p. 433b.

44 Las palabras de Grocio son: "Et haec quidem quae jam diximus locum aliquem haberent, etiamsi daremus, quod sine summo scelere dari nequit, non esse Deum, aut non curari ab eo negotia humana." Bayle las cita en Continuation des pensées diverses, clii, OD, tomo III, p. 409a. La referencia a Tomás de Aquino corresponde a la Suma teológica (Ia., IIa., q. 71, art. 6).

45 P. Bayle, Continuation des pensées diverses, clii, p. 409a.

46Ibid., cli, pp. 405b-406b.

47 Para Bayle, la única defensa consistente ante el ateísmo había sido presentada por Descartes en su teoría de la creación de la verdades eternas, teoría según la cual Dios mantiene una soberanía absoluta tanto respecto de las existencias como respecto de las esencias de todas las criaturas. Él, no obstante, tampoco confía demasiado en la teoría cartesiana, puesto que la misma, además de eliminar la distinción natural entre vicio y virtud, conduciría al más absoluto pirronismo (véase Bayle, Reponse aux questions d'un provincial, II, lxxxix, OD, III, pp. 675b-676a). Sobre este aspecto del pensamiento de Descartes, véase Sergio Landucci, La teodicea nell'età cartesiana, Napoli, Bibliopolis, 1986, y Roger Labrousse, En torno a la teodicea. Notas históricas, Tucumán, Universidad Nacional de Tucumán, 1945.        [ Links ]         [ Links ]

48 Véase P. Bayle, Pensées diverses sur la comète, edición de A. Prat, revisión de P. Rétat, Paris, Société de Textes Français Modernes, 1994, vol. II, pp. 12, 33, 36, 37 y 157; Adittion aux pensées diverses, iv y vii, OD, III, pp. 175b y 184a; y Continuation des pensées diverses, cliii, p. 412a, y clv, 415a.        [ Links ]

49 Pensées diverses sur la comète, II, p. 103. Véase también Réponse aux questions d'un provincial, III, xvii, pp. 944b-945a.

50 Si los jueces de esa sociedad, dice Bayle en el Dictionnaire, "a pesar de su ateísmo, tuvieran celo por el bien público y se preocuparan por hacer valer los reglamentos que juzgaran más adecuados para reprimir a los malhechores, para prevenir los pleitos, para mantener los derechos de las viudas y de los huérfanos, la buena fe en el comercio, la concordia en las familias, etc., ¿quién duda de que sería incomparablemente más ventajoso vivir bajo tales legisladores o jueces que sin jurisdicción alguna?" (Bayle, "Diagoras", H, Dictionnaire historique et critique, 5ta. ed., Amsterdam/Leyde/La Haye/Utrecht, P. Brunel et al, 1740, tomo II, p. 284a).

51 Sean O'Cathasaigh, "Bayle and Locke on Toleration", en M. Magdelaine et al. (Eds), De l'Humanisme aux Lumières. Bayle et le protestantisme, Paris, Universitas; Oxford, Voltaire Foundation, 1996, pp. 692-693.        [ Links ]

52 Bayle, "Manichéens", D, Dictionnaire historique et critique, ed. cit., III, p. 305a.

53 Locke, Carta sobre la tolerancia, ed. cit., p. 13.

54 Schochet, Gordon, "Samuel Parker, religious diversity, and the ideology of persecution", en R. Lund (Ed.), The Margins of Orthodoxy, ed. cit., p. 130.

55 Véase M. Burnyeat y M. Frede, The Original Sceptics. A controversy, Indianapolis/Cambridge, Hackett, 1997, p. X.        [ Links ]

56 El Cristo crucificado sobre el escritorio del general Camps, los ojos piadosamente cerrados en las misas del almirante Massera y del general Videla, el itinerante cura Christian von Wernich...

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