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versión impresa ISSN 1666-485Xversión On-line ISSN 1668-723X

Tópicos  n.15 Santa Fe ene./dic. 2007

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Bien común y ética pública. Alcances y límites del concepto tradicional de bien común*

Dorando J. Michelini**

* El texto ha sido leído y discutido en el marco del grupo de investigación sobre "Bien común y ética publica" de la Fundación ICALA. Agradezco especialmente las sugerencias y observaciones críticas de Carlos Pérez Zavala, Eduardo Romero, Marcelo Bonyuan, Silvana Pfeiffer y Daniel Trapani.
** Profesor de la Universidad Nacional de Río Cuarto, Investigador del CONICET, Presidente de la fundación ICALA. dmichelini@arnet.com.ar

Resumen

Con  el concepto de  bien común se ha hecho referencia, a  través  de la historia, a aquellos bienes materiales e inmateriales que no se circunscriben a una persona sino que remiten a todos y cada uno de los miembros de la sociedad. Entre esos bienes suelen contarse elementos básicos para la supervivencia humana biológica, como el aire y el agua, pero también el derecho a participar en el usufructo de los bienes de la cultura. En algunos casos, el bien común es equiparado al bienestar general; en otros, a la suma de intereses particulares o al beneficio de la mayoría, como cuando se busca el mayor bien para el mayor número posible de individuos. Más allá de las diversas interpretaciones, la promoción del bien común sigue siendo en la actualidad un objetivo clave del Estado en el ideario democrático y un tema recurrente de la ética pública. En lo que sigue, se reconstruye críticamente el concepto tradicional de bien común, haciendo especial referencia a las obras de Platón, Aristóteles y Santo Tomas, con el fin de sentar bases para una nueva comprensión de la idea de bien común en sociedades pluralistas y democráticas.

Palabras clave: "Bien común"; "Ética pública".

Abstract

With the concept of commom good reference has been made, along history, to those material and immaterial goods which are not circumscribed to a person, but remit to each  and  every  member  of  society.  Among  those  goods,  basic  elements  for biological human survival, such as air and water, are usually included, but also the right to participate of the profits of cultural goods. In some cases, commom good has been made equivalent  to  common wellfare; in others,  to the summation of particular  interests  or  to  the  benefit  of  the  majority. Beyond  the  diverse interpretations, the promotion of common good continues at present to be a key aim of State in the democratic ideary and a recurrent issue in public ethics. In what follows, the concept of traditional common good has been reconstructed, making special reference  to  the works of Plato,  Aristotle and St. Thomas, with  the purpose of setting the basis for a new comprehension of the idea of common good in pluralist and democratic societies.

Key words: "Common good"; "Public ethics".

1. Planteo del problema

Puede parecer extraño, y no sin razón, que el concepto de bien común -que proviene del pensamiento católico, que está intrínsecamente relacionado  con la  Doctrina Social de la Iglesia  y que originariamente fue pensado para el ordenamiento de sociedades agrícolas y sacras (Matteucci, 1983)- pueda ser rehabilitado en el  contexto de sociedades modernas, pluralistas, democráticas y más o menos secularizadas, e incorporada convincentemente en la estructura de una nueva ética pública. La extrañeza puede ser aún mayor si se piensa que, en la actualidad, la formulación de una nueva ética pública se ve enfrentada tanto a desafíos internos, estrictamente ético-filosóficos, como externos, provenientes de problemas y conflictos histórico-contextuales y culturales  (Michelini, 1998, 2000). Finalmente, es posible que la supuesta extrañeza  esté relacionada  también,  al  menos  en parte, con el hecho de que el concepto de bien común sea empleado no sólo de modo ambiguo, sino que, además, haya sido utilizado en prácticas muy diversas: desde la búsqueda filosófica de la ciudad perfecta y del Estado ideal -en la que  Platón manifiesta que  "las cosas de los amigos deben ser comunes" (Platón, 1974a, V, 424a, 449c; 1974b, 739a-e), como las mujeres, los hijos y la propiedad-, hasta las múltiples instrumentalizaciones históricas en las que el concepto de bien común se utilizó para articular la religión con el patriotismo o la razón de Estado1. En este sentido, para el contexto de la realidad argentina son ilustrativas las reflexiones  nacionalistas de Nimio de Anquín (de Anquín, 1972) sobre el concepto de bien común.

Actualmente, en el marco de los procesos de globalización y de expansión internacional de los mercados, se han realizado diversos intentos de rehabilitación del concepto de bien  común. A nivel internacional son conocidos, por ejemplo, los esfuerzos que viene realizando Ricardo Petrella (Petrella, 1977), desde la década del 90 del siglo pasado, quien busca vincular estrechamente el concepto de bien común con el de solidaridad. Según este pensador, la solidaridad referida al bien común tiene que ser articulada no sólo a nivel endógeno de una comunidad particular, sino también y fundamentalmente a nivel global, en forma de un nuevo contrato social mundial que tenga como núcleo al ser humano, no al mercado. Se trata, en definitiva, de una articulación razonable entre la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Sin embargo, hay dos cuestiones preocupantes en las distintas teorizaciones contemporáneas  del bien común:  una es  de  carácter  teórico- conceptual  y se refiere a la  ambigüedad que sigue presentando  el concepto tradicional del mismo; la otra es de tipo metodológico y remite al problema de la dilucidación del procedimiento  por  el cual pueda  precisarse su  contenido concreto, dado que el concepto de bien común  ha sido no  pocas veces ideológicamente instrumentalizado.

1.1. Ambigüedad del concepto de bien común

En lo que respecta a la ambigüedad del concepto de bien común, baste señalar que no hay definiciones que especifiquen con claridad a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de bien  común. En su acepción tradicional -tal como lo encontramos en pensadores de la antigüedad clásica griega, como  Platón y Aristóteles, y  posteriormente en Santo  Tomás-, el concepto permanece ambiguo en relación con su contenido. No obstante, el concepto ha ido haciendo historia, y en la actualidad sigue siendo utilizado asiduamente, sobre todo en el ámbito de la política.

Así, por ejemplo, José O. Bordón, en su trabajo sobre "Las demandas éticas de la población en América Latina y el rol de los políticos", define a la política como "el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad" (Bordón, 2000), y para precisar el contenido del concepto de bien común  remite directamente  a la  caracterización general que  hace el conocido documento del magisterio  eclesial  Gaudium et  Spes (Concilio Vaticano II,  1965: 74), en donde se  afirma  que  el bien común  "abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia".  Las dificultades y los  conflictos de interpretación comienzan cuando se  busca especificar cuáles serían las condiciones de vida que las personas y las instituciones puedan  considerar más adecuadas  para la consecución  del bien común y de la propia perfección  en los distintos contextos históricos.

Incluso los arduos debates sobre el  tema del  bien  común como respuesta política  a la mundialización, que han tenido lugar en las  últimas décadas en diversas reuniones internacionales -como en el coloquio sobre la globalización, organizado por el Consejo de Relaciones Internacionales de Montreal y el Centro de Estudios Internacionales y Globalización, en el año 2001-, no han podido resolver la cuestión sobre la ambigüedad del término, esto es: no se pudo obtener una respuesta que fuese aclaratoria y precisa acerca de lo que significa concretamente "bien común". Esta falta de precisión se puso de manifiesto en  el coloquio cuando un asistente sostuvo que después de escuchar "14  conferencias"  seguía preguntándose:  "Pero ¿qué es el  bien común?". Otra participante destacó la dificultad de considerar la protección de las selvas tropicales como un bien común mundial, dado que las víctimas de la aplicación de esta idea de bien común "podrían ser las mismas que uno quisiera proteger. Por lo  tanto  es imposible responder a la pregunta ¿es acaso el bien común una respuesta a la mundialización?" (Doyer, 2001). Por todo ello, sin tener en claro qué significa exactamente "bien común", parece difícil rehabilitar este concepto para hacer frente a la expansión sin límites del mercado  y de la globalización  económica  o intentar recuperarlo como elemento clave para el ordenamiento de una sociedad democrática.

La ambigüedad del concepto tradicional de bien común, su aparente o real incapacidad para expresar de forma clara su referente, puede llevarnos a pensar que, en realidad, no es posible determinar su contenido en forma positiva, sino que éste sólo puede ser definido o descripto "ex negativo", es decir: más fácil que describir qué se entiende por bonum commune -aquello que podría ser considerado por todos como el propio bien y el bien de todos- sería precisar a qué fenómenos o contenidos remitimos cuando nos referimos al malum commune -es decir, a aquello que podría ser considerado por todos y cada uno como indeseable o nocivo.

En este sentido, Matthias Kettner sostiene, refiriéndose a la normatividad racional como prescriptividad negativa concreta y no unidireccional, que  "es posible confeccionar una lista de males graves que normalmente deseamos evitar:  no perder la vida, no renunciar a  nuestra libertad, etcétera.  Confeccionar en cambio una lista  de bienes  a los que todos aspiran es muchísimo más difícil, o imposible. Resulta irracional entonces  no  evitar uno de los males  de la lista sin  tener una sólida razón para no hacerlo. Por ejemplo, quizás exista una razón fuerte para correr el riesgo de perder la vida con tal de salvar del peligro a la persona amada, o para participar en una guerra santa siendo consciente de lo que se pone en juego. No estamos en posición de condenar tales acciones como irracionales, sin más. Eso  sería colonialismo racionalista, un centrismo" (Kettner, 2004).

La tarea de confeccionar "una lista de bienes a los que todos aspiran" no  es, efectivamente, una  tarea sencilla. En  todo caso, cabría preguntar quién está capacitado  o legitimado para suministrar semejante lista. Ahora bien, por  un lado, para poder  defender instancias negativas  (no  perder  la vida) hay que considerar a la vida como una instancia positiva; por otro, si no fuera posible mencionar alguna instancia  positiva, no tendría sentido hablar de bien común. Habría que pensar, entonces, en qué sentido se puede seguir hablando sobre el bien común en sociedades pluralistas y democráticas, compuestas por comunidades con valores y formas de vida que si bien pueden no ser exclusivos y excluyentes, son distintos y heterogéneos.

El segundo aspecto -el de la posibilidad siempre latente que el concepto de bien común sea instrumentalizado ideológicamente- remite, asimismo, a un asunto serio. Para ilustrar el alcance y las consecuencias que puede tener su instrumentalización, recurro a una interpretación del mismo en el contexto de la reciente historia argentina. Nimio de Anquín, el reconocido filósofo argentino de la segunda mitad del siglo XX, sostuvo que "el nacionalismo es la concepción política que propicia el encaminamiento de la nación a la consecución del bien común por el orden y la unidad, religados en la autoridad. Siendo uno el bien común, la finalidad perseguida por la Nación debe ser una [...] El sentido de unidad y de orden del Nacionalismo lo opone a todo internacionalismo político y a todo cosmopolitismo, pues uno y otro son factores disolventes de la Nación. Su culto de la autoridad lo opone al liberalismo, que también es factor de disolución por la anarquía [...] Un sistema político como el Nacionalismo que pone el bien común como fin, no puede ser absolutamente malo y no puede ser condenado por ser Nacionalismo [...] Para el Nacionalismo, 'el Estado es la sociedad natural, revestido de la autoridad suprema dentro de unos límites dados, encargada de realizar el bien común de sus miembros" (de Anquín, 1972: 28s.). En este texto se habla acerca de que la sociedad natural del Estado es "la encargada de realizar el bien común", que se logra con la autoridad suprema,  el orden y  la  unidad. También  se  menciona al internacionalismo y al cosmopolitismo como elementos disolventes de lo nacional y, por ende, del bien común.  Más allá de  las intenciones originarias  del autor,  y  de la reorientación posterior de su pensamiento, la  historia y  la experiencia  política argentina han mostrado -no mucho tiempo después de la redacción del texto de este autor, con el advenimiento de los regímenes militares- cómo puede ser trágicamente tergiversado el concepto de bien común por una razón de Estado que se cierra al cosmopolitismo, se centra en la búsqueda ciega de "unidad" y de "orden", y se sostiene por el poder y la fuerza.

Es por este tipo de interpretaciones, y sobre todo por sus consecuencias, que el concepto de bien común  necesita ser analizado y explicitado con sumo cuidado, puesto que puede ser utilizado no sólo como idea clave de "vida buena" en una sociedad equitativa y bien ordenada (con lo cual puede servir de base  para la crítica de articulaciones ilegítimas de la convivencia cívica), sino  también  como fundamento ideológico para la defensa de intereses particulares y la consolidación de sistemas de dominación y exclusión. La búsqueda desmedida de armonización, inherente a esta interpretación nacionalista extrema, acalla dramáticamente las diferencias, silencia las críticas, ignora o desconoce los disensos entre las distintas interpretaciones y oculta peligrosamente los conflictos que surgen de intereses sociales diversos y divergentes.

En este sentido, si bien es verdad que el Estado tiene que velar por el bien común, como se ha señalado tradicionalmente desde Aristóteles, no es menos cierto que el Estado no debe apropiarse de la vida de los ciudadanos ni imponer a través de su autoridad lo que en cada caso deba ser considerado como  bien común. Habrá que preguntarse entonces  en qué sentido y de qué modo éste puede ser rehabilitado, y en qué sentido y de qué modo puede seguir atribuyéndosele una cierta capacidad orientadora referencial  para la  acción social y  para  cuestiones relacionadas con  la interacción política y la vida pública de los ciudadanos en el  contexto de sociedades democráticas.

1.2. Conflicto de interpretaciones, pobreza y exclusión

A la cuestión metodológica y a la  ambigüedad conceptual se suma también el conflicto de las interpretaciones. El conflicto de las interpretaciones requiere indagar el alcance y los límites de una rehabilitación del concepto  de bien común  en el  contexto de sociedades democráticas, pluralistas y heterogéneas, en las que emergen diversas concepciones de  vida buena y en las que no es fácil señalar instancias que puedan ser identificadas como comunes. Recurrir a la tradición es importante, pero es un  campo limitado, dado que  existen divergencias considerables entre distintas posiciones históricas respecto de la comprensión de aquello que ha de ser considerado como bien común. Las diferenciaciones conceptuales (por ejemplo, entre el bien común y el bien general, el bien común y el  bien individual, etcétera)  son importantes, pero no  son suficientes para lograr  el esclarecimiento de la cuestión del contenido concreto del bien común. Por  último,  con frecuencia no  queda claro si con el  concepto de bien común  se alude  al  bienestar de la sociedad, a  un cierto modo de integración social o a una determinada forma de autorrealización individual y colectiva.

Históricamente han tenido lugar fuertes debates en torno al concepto de bien común, que, por cuestiones de espacio, no podemos reseñar en el marco de este trabajo. Baste con señalar aquí que el concepto de bien común elaborado desde una concepción marxista o liberal del ser humano y de la sociedad tiene que diferir necesariamente en aspectos centrales del que surge de una concepción cristiana, aunque en determinados aspectos puedan mencionarse puntos de contacto y coincidencia. En  el contexto actual de sociedades signadas por la complejidad, la interculturalidad y la conflictividad (Maliandi, 1997, 2006), el desafío consiste en elaborar un concepto minimalista de bien común, cuyo contenido pueda ser reconocido por todos y cada uno de los afectados como necesario para una convivencia plural, justa y pacífica (más allá de que este minimalismo teórico y práctico sea considerado  insuficiente desde distintas perspectivas de comprensión de la vida social, más amplias y  enfáticas,  como  pueden ser las defendidas por determinadas posiciones ideológicas o religiosas).

Pero más allá de estos problemas  hermenéuticos y conflictos de interpretación se encuentra el problema pragmático de la concreción del bien común en sociedades democráticas y pluralistas, especialmente  en  aquellas que están asediadas por problemas como los de la pobreza y la exclusión (De Zan, 2002):  aquí se plantean una serie de cuestiones no sólo  teórico- interpretativas, relacionadas con los conceptos de desarrollo, de sustentabilidad ecológica y cultural, y de responsabilidad y solidaridad, sino también empíricas, de tensión conflictiva entre la escasez y el requerimiento de satisfacción de las necesidades básicas. (Michelini, 2002) Como es sabido, en Latinoamérica -y, por cierto, en muchas otras regiones del mundo- el bienestar de las personas está seriamente afectado. Esto sucede, por ejemplo, en aquellos lugares en los que no se respeta la dignidad e igualdad de todas las personas ni están aseguradas las condiciones básicas materiales, sociales y ciudadanas para que todos y cada uno de los individuos puedan desarrollar sus capacidades. De este modo, las problemáticas de la pobreza y de la exclusión, que se han agravado  en América  Latina en las últimas décadas  (particularmente en Argentina), presentan también serios  desafíos para la realización del bien común2.

Es por ello que, en los últimos años, la problemática del desarrollo se vuelve a  plantear con fuerza en  el ámbito del pensamiento económico, político  y cultural latinoamericano (Dos Santos, 2004), aunque, por cierto, bajo una nueva perspectiva. En la década del 60 del siglo XX, el "desarrollismo" puso el acento en una concepción economicista y tecnicista del desarrollo, cuyos resultados prácticos no fueron suficientes para contribuir a la eliminación o, al menos, a una reducción significativa de la pobreza. En  la actualidad, al hablar de desarrollo, es necesario tener en cuenta la integralidad de un proceso que incluye lo económico, lo ecológico, lo cultural y  la dimensión ético-política. No hay desarrollo sin eficiencia económica; sin embargo, se suele afirmar frecuentemente que la eficiencia económica tiene que estar ético-políticamente orientada al bien común, salvaguardando el medio ambiente y la  identidad cultural. Pero, ¿es esto posible? ¿Es posible transformar o sustituir la racionalidad técnico-científica e instrumental de la economía internacional actual, orientada al mercado, a la competencia y a la maximización  de las ganancias, por un nuevo paradigma económico más articulado con lo social, con lo cultural y con las necesidades reales, con la  gratuidad, la  comunión y la solidaridad? (Bruni, Zamagni, 2003; VV.AA., 2006) Cualquier transformación o sustitución de este tipo implicará una amplia y ardua labor de redimensionamiento no sólo de la economía, la política y la cultura, sino también una tarea de corresponsabilidad y de interacción humana solidaria, guiadas  por los parámetros de una nueva ética pública.

1.3. Hacia una nueva ética pública

En mi opinión, la construcción del bien común es una tarea compleja y ardua,  pero posible.  Ella requiere de  enormes  esfuerzos  no sólo para transformar el discurso y la realidad económica a nivel global, sino además, para lograr una nueva forma de convivencia, que comprenda por cierto el bienestar y el desarrollo económico, pero que esté sustentada en la validez normativa de una  nueva  ética de la  igualdad, de la equidad y de la corresponsabilidad solidaria.

Para ello, es  necesario repensar el  bien  común en el  marco de una ética pública que sea capaz de interpretar satisfactoriamente los desafíos de la situación  histórica actual y de dar una respuesta acorde a las exigencias materiales y los desafíos  comunicativos de la convivencia  humana. Estas exigencias y  estos desafíos están relacionados, entre otras cosas,  con la expansión y la consolidación de la racionalidad científica y  tecnológica a nivel planetario, con la destrucción del medio ambiente y el debilitamiento de las tradiciones e instituciones, con la pluralidad de concepciones morales y religiosas,  con la diversidad de ideologías,  con la heterogeneidad de cosmovisiones y con el aumento de la conflictividad social. Surge entonces la pregunta: ¿Es posible pensar en la cohesión social y en una convivencia pacífica y justa en medio de los desafíos del mundo  científico-tecnológico (Apel, 1986), de los disensos y conflictos (Maliandi, 2006) y de las coacciones de la pobreza y de la exclusión (Dussel, 1998)?

Desde la perspectiva que defiendo en este texto, una ética pública que pretenda dar respuesta a estos desafíos  tiene que sustentarse en una base dialógica, que tenga en cuenta el contexto histórico de la propia comunidad, pero que permanezca abierta también  a lo universal. La argumentación pública es un elemento clave para esta ética, puesto que permite un acceso racional tanto para la interpretación, fundamentación y crítica de los intereses y de las aspiraciones de los afectados,  como así también para posibilitar una corresponsabilidad solidaria a  través de la participación amplia e irrestricta de los implicados en la posible solución de los problemas y conflictos que tengan relevancia vital y pública.

Por todo ello, un proceso de desarrollo integral de la persona y de la sociedad requiere tanto de una economía ecológica y culturalmente sustentable, como de una ética pública que no esté centrada unilateralmente en los intereses estratégicos, en el individualismo posesivo y en un subjetivismo utilitarista, ni que desconozca o ignore las consecuencias de las acciones humanas, sino que esté guiada por un principio de corresponsabilidad solidaria, fundado en la intersubjetividad y en una conciencia de la asunción de las consecuencias y de los efectos colaterales que previsiblemente se sigan de las acciones humanas.

En este contexto de búsqueda de una nueva ética pública es necesario preguntarse qué se  ha entendido  tradicionalmente  por bien  común, qué puede significar "bien común" en el contexto de sociedades democráticas y pluralistas, asediadas por la pobreza, la marginalidad y la exclusión, y cuáles serían las características de  un concepto  rehabilitado de bien común en el marco de una nueva ética pública. Por cierto, esta tarea de esclarecimiento y rehabilitación de un concepto de bien común en el marco de una nueva ética pública no puede llevarse  a cabo sin precisar  primero el significado del concepto de "bien común" en el contexto de los actuales condicionamientos históricos socio-políticos y culturales, y sin tener en cuenta los cambios teóricos y  metodológicos en el campo de la ética en  general  y de la ética aplicada en particular.

2. El concepto tradicional de bien común

Con el término "concepto tradicional" se remite a las distintas tematizaciones del concepto de  "bien común" anteriores a la Modernidad, esto es, anteriores a las sociedades complejas, heterogéneas y secularizadas que se prolongan hasta la actualidad. En lo que sigue se hace referencia específicamente -de un modo selectivo y en forma sintética- al concepto de bien común presente en algunos pensadores de la polis griega y al elaborado por Santo Tomás de Aquino, que tendrá una gran incidencia en la Doctrina Social de la Iglesia.

Para caracterizar el concepto de bien común elaborado en el contexto de la polis griega se recurre a textos de Platón y de Aristóteles, mientras que, para ilustrarlo en la concepción de Santo Tomás de Aquino y en la Enseñanza Social de Iglesia Católica, se apela  a textos del aquiniano, del Catecismo y del Magisterio de la Iglesia Católica, particularmente del documento  Gaudium et Spes.  Con esta caracterización e ilustración  no se pretende  ofrecer una reseña exhaustiva y sistemática de las respectivas visiones del  bien común: el propósito de mi exposición no es de carácter sistemático y exhaustivo y  tiene como objetivo principal destacar  algunos aspectos clave de  ambas  concepciones  en vista de una  rehabilitación del concepto de bien común en el marco de una nueva ética pública.

2.1. El concepto de bien común en la polis griega

Platón y Aristóteles comparten muchos puntos de vista respecto de las causas de la crisis de la  polis como así también de las medidas que se debían tomar para su resguardo, defensa y consolidación. (Oelmüller, 1977: 32ss.) Por un lado, ambos coinciden en que la deslegitimación de los mitos como sistema de orientación para la vida individual y colectiva, la necesidad de nuevas interpretaciones del derecho y el abandono de la cosa pública por parte de la clase dirigente constituyen serios desafíos para la vida política en la polis. En cambio, no consideran peligroso para la convivencia política la realidad de los esclavos, la tensión entre ricos y pobres o la exclusión de las mujeres del ámbito político. Por otro lado, Platón y Aristóteles concuerdan en que el Estado perfecto representa una idea ético-política que no es fácil de hallar en la realidad ni  de alcanzar  históricamente:  se trata de una idea utópica, cuya realización efectiva requeriría de nuevas leyes e instituciones.

Desde la perspectiva platónica, hay que destacar, en primer lugar, que el bien del individuo y del ciudadano coinciden con el bien de la ciudad. Los caracteres humanos y los regímenes políticos se corresponden de la misma manera que las partes del alma con las de la ciudad. En medio de la crisis de la polis, y en la búsqueda de un modelo de ciudad perfecta, Platón concibe el bien como armonía:  el  Bien es lo Uno. (Mondolfo,  1964: 230). Además, caracteriza al político como al "pastor del rebaño humano" (Platón, 1984d, 257a-268d,) y compara el  arte del  político con el  arte del tejedor  (Platón, 1984d, 283c-287b)3. En el Estado ideal platónico, el resguardo del bien de la comunidad recae tanto en los buenos ciudadanos como, sobre todo, en los gobernantes, que son "los verdaderos pastores de la ciudad" (Platón, 1974a: IV, XV). La superación de los males que aquejan a la ciudad y la configuración de una  ciudad bien ordenada  tienen su fundamento en dirigentes probos y educados en los lineamientos del Estado ideal,  que se exponen en  La República. Platón sostiene,  además, la -muy discutida y discutible- idea de que nadie está mejor preparado para la tarea de presidir y dirigir la ciudad que los filósofos (Platón, 1974a: VI, I).

Según Platón, la ciudad sólo puede conservar su unidad si todos los ciudadanos hacen lo que les compete por naturaleza a cada uno, es decir, si son justos: "El hombre justo no diferirá en nada de la ciudad justa en lo que concierne a la idea de justicia, sino será semejante a ella" (Platón, 1974a: IV, XI). En la búsqueda del bien  común de la  polis, Platón considera que los dirigentes de la ciudad sólo podrán actuar en beneficio común si no poseen nada en privado, salvo "la propiedad de su cuerpo" (Platón, 1974a: V, XII), y todo lo demás lo poseen en común, incluso mujeres e hijos. La comunidad de hijos y mujeres se presenta como "el mayor bien de la ciudad" (Platón, 1974a: V, XII) y "la posesión de las mujeres, los asuntos del matrimonio y de la procreación de los  hijos [...]  deben ser comunes entre  amigos en la mayor medida posible" (Platón, 1974a: IV, II). A esta propuesta política que prohíbe la propiedad privada a los gobernantes y guardianes de la polis y les exige poner todo en común se la conoce con el  nombre de  "comunismo platónico".

El comunismo platónico, en su exigencia de poner todo en común, muestra en toda su radicalidad la identificación entre lo público y lo privado. El bien común de la  polis -la idea de que la fundación de una ciudad sea realizada no "con vistas a la felicidad de una sola clase sino para que lo sean todos los ciudadanos sin  distinción  alguna"  (Platón, 1974a: IV, I)- sólo podría lograrse si se posee todo en común. Esta vivencia comunitaria radical pretende, entre otras cosas, evitar la corrupción y hacer más fácil el control del uso del poder y la utilización de la riqueza en beneficio propio. La idea de que "los  bienes de los amigos son verdaderamente  comunes"  sigue vigente en Las Leyes (Platón, 1974b: V), aunque aquí la exigencia radical de poner todo  en común que pesa sobre los gobernantes sufre algunas modificaciones considerables.

En síntesis, Platón no distingue entre el bien individual y el bien de la comunidad. Una comunidad buena depende de hombres virtuosos y buenos, y la  buena formación y  educación de los individuos sólo puede darse en una comunidad buena y justa. El bien individual y el bien de la polis coinciden totalmente.

Aristóteles concuerda con Platón en esta armonización entre el bien del ciudadano y el bien de la comunidad política. La ética y la política se retroalimentan: el fin de la ética, la vida buena y feliz, no puede conseguirse sino en la polis, en el ámbito de la comunidad política; a su vez, la polis tiene como única  finalidad el logro de la vida buena de los ciudadanos. Sin embargo, la concepción aristotélica difiere en algunos puntos importantes de la visión de la polis ideal del comunismo platónico.

Aristóteles (1973b: I,1) sostiene que el hombre "por naturaleza es un animal político o  social" (Aristóteles, 1973b: I, 1). Según  el  pensamiento teleológico aristotélico, todas las  cosas tienden a su  propio fin y,  en  este sentido, a su propia  perfección y a su  propio bien.  El hombre no  puede alcanzar, sin la concurrencia de los demás, su propio fin: es por ello que sólo en la polis el ser humano puede alcanzar su propia perfección, su propio bien y su felicidad.

La polis es concebida como un espacio que está ligado no sólo con la procreación o la satisfacción de las necesidades, sino principalmente con la vida buena, plena y feliz, en la comunidad. Aristóteles imagina la ciudad no como una armonía y unidad absolutas, sino como una pluralidad, en la que conviene que la propiedad sea en parte común y pública, y en parte privada. Afirma que  "la propiedad, en efecto, debe ser común en un sentido, pero debe ser privada hablando de una manera general" (Aristóteles, 1973b: II, 2) y sostiene que la posesión privada de  las propiedades, siempre que se la utilice en común y se las ponga al servicio de los amigos, es mejor que el tener todo en común. Todo lo que se posee en forma privada (sean cosas o hijos) está mejor cuidado que lo que se posee en común, además de que en todo lo que  se posee  privadamente hay un razonable placer natural. Las riquezas tienen que estar al servicio de la familia  y del Estado y son imprescindibles no sólo para la vida, sino además para la consecución de la vida  buena y  feliz. También critica  las  relaciones conyugales y  la  unidad política  del comunismo platónico  (Aristóteles, 1973b: II,1),  puesto que poseer esposas en común trae consigo  "gran variedad de dificultades"  y pretender tomar como principio fundamental del Estado el "ideal de la más plena unidad" resulta impracticable. Por lo demás, "una reunión de personas todas iguales no constituye un Estado". (Aristóteles, 1973b: II,1).

Sin embargo, las limitaciones del planteo aristotélico son igualmente notorias. Según Aristóteles, el bien común sólo puede alcanzarse si se forma parte de la polis, como ciudadano libre. Ahora bien, ciudadanos libres eran sólo un  número  muy reducido de  atenienses varones, que disponían de riquezas y de ocio4; estaban excluidos de la polis, entre otros, los esclavos, las mujeres, los extranjeros, etcétera. En consecuencia, visto desde la perspectiva  actual, se  trata  de una concepción de  bien común sumamente peculiar, restringida y clasista, ya que,  en sentido estricto, por  "bien"  se comprende la vida contemplativa, y por  "común" se entiende lo que tiene relación con un grupo reducido y selectivo de destinatarios.

2.2. El bien común según Santo Tomás y el magisterio de la Iglesia Católica

El bien común es uno de los principios clave de la Doctrina Social de la Iglesia Católica, que ha  sido precisado y reformulado históricamente en distintos documentos eclesiales. El concepto tradicional católico  de bien común está firmemente arraigado en el pensamiento social de Santo Tomás de Aquino, quien, a su vez, se  basa  en la  filosofía aristotélica y en la metafísica cristiana de un Dios creador y redentor.

Para Santo Tomás, al igual que para Aristóteles, la teleología -es decir, la idea de que todas las cosas y todos los seres tienden a un fin último- es un concepto filosófico clave: también "el hombre tiende natural e inevitablemente hacia su perfección, hacia la realización de sus posibilidades en cuanto  hombre, hacia su último fin  o bien"  (Copleston, 1960: 247). Según el aquiniano,  todos  los hombres  coinciden  en la búsqueda de su propio fin, porque desean alcanzar su propia  perfección, pero disienten cuando se trata de precisar en qué consiste  el fin  último. Además (y  a diferencia del filósofo griego, que  ve el último fin del hombre en la búsqueda y consecución de la felicidad dentro de la polis), Santo Tomás, que presupone tanto la existencia de un Dios creador como la idea de que todas las cosas tienden en forma innata a su propio fin y perfección, considera que es Dios el  bien supremo  al que tiende  el hombre en busca de su propia perfección.

Las afirmaciones de Santo Tomás sobre el ámbito  estrictamente social de la ley y del Estado están enmarcadas asimismo en esta "metafísica creacionista" que considera que todas las cosas creadas se mueven hacia su propio fin. Santo Tomás concuerda con Aristóteles en que el ser humano es "por naturaleza un ser social" (Sum. theol., Ia, 96, 4; trad. esp.: 1988: 854). También coincide con él en que es al soberano a quien le corresponde guiar a todos a un único bien común: "la vida social entre muchos no se da si no hay al frente alguien que los oriente al bien común, pues la multitud de por sí tiende a muchas cosas... Cuando muchos se ordenan a algo único, siempre se encuentra uno que es primero y dirige" (Sum. theol., Ia, 96, 4; trad. esp.: 1986: 854). Al vivir en sociedad, cada individuo "es en cierta medida parte y miembro de toda la sociedad. Luego quienquiera que hace algo para bien o para mal de alguien que vive en sociedad, esto redunda a toda la sociedad..." (S. t., Ia, IIa, q. 21, a.3; trad. esp.: 1989: 214). Los individuos, para vivir una vida acorde con su  naturaleza, necesitan vivir en una sociedad que esté ordenada  por la ley y  por un Estado que promueva el bien  común. Sin embargo, "el bien del individuo no  es un fin último, sino que está subordinado al bien común" (S. t., Ia, IIa, q. 90, a.3; trad. esp.: 1989: 707); del mismo modo, el bien de la familia, de la sociedad doméstica, tiene que estar ordenado al bien del Estado, que es la sociedad perfecta. (S. t., Ia, IIa, q. 21, a.3; trad. esp.: 1989: 707). El individuo es concebido  como una parte que debe ordenarse al todo de la comunidad perfecta, o sea, la ciudad.

Las características de una sociedad  bien ordenada son: la ley, la autoridad del soberano y la unicidad. En general, la ley es entendida como una prescripción u  "ordenación de la razón, en orden al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad" (S.t., Ia, IIae, 90, a.2, a.4; trad. esp.: 1989: 105, 708). Santo Tomás distingue entre la ley eterna, que "no es otra cosa que la razón de la sabiduría divina en cuanto principio directivo de todo acto y de todo movimiento"  (S.t., Ia, IIae, 93, a.1; trad. esp.: 1989: 723) y la ley natural, que no es más que "la participación de la ley eterna en la criatura racional" (S.t., Ia, IIae, 91, a.2; trad. esp.: 1989: 710). En este sentido  sostiene que el  carácter de ley de las leyes positivas  humanas derivan de la ley natural; y si la ley positiva en algo están en desacuerdo con la ley natural,  "ya no es ley, sino corrupción de la ley" (S.t., Ia, IIae, 95, 2; trad. esp.: 1989: 742).

En lo que respecta al Estado, considera que su tarea fundamental es asegurar la unidad del cuerpo social5 y promover el bien común. La guía política del soberano está asimismo estrechamente relacionada con la búsqueda y consolidación del bien común. Ahora bien, si se afirma que al Estado y al soberano le corresponde velar por el bien común o que su tarea "se define por su relación  al bien común", cabe  entonces preguntarse  "a quién compete juzgar acerca de esta conformidad y qué consecuencias tiene un juicio  negativo sobre la misma" (Manaranche,  1978: 41). Según mi opinión, esta visión del bien común implica que, de antemano, el Estado y el soberano saben cómo resguardar el bien común y no tienen que esclarecerse acerca de su contenido ni de las consecuencias que su efectivización puede tener en la práctica para toda la sociedad. Frente a esta comprensión unilateral del bien común hay que dejar en claro que el Estado y el soberano no sólo pueden fallar en la interpretación de lo que ha de ser considerado por todos como bien común, sino que también pueden tergiversar fuertemente lo que ha de ser considerado como bien común, e imponer así, inclusive de forma legal, una determinada visión de las cosas, sin  que los ciudadanos tengan la oportunidad de cuestionar o reclamar algo. Recordemos, por ejemplo, que Platón, en La República, exige que los hijos y las mujeres sean una posesión común; o pensemos en los casos en los que, a fines de promover una determinada  política demográfica, el Estado exige tener más  o menos hijos;  o en aquellos otros en los que, en nombre del Estado  o del soberano, y  a través del trabajo infantil o esclavo, se busca incrementar el número de trabajadores para engrandecer la Patria, o aumentar el de soldados, para defenderla. Estos cálculos -que a  menudo suelen ser egoístas, utilitaristas e ideológicos y que, por consiguiente, conducen  a  una instrumenalización inaceptable del bien común- sólo pueden ser contrarrestados, como se sostiene más adelante, si la determinación de lo que ha de ser considerado como bien común incumbe no sólo al Estado y a los gobernantes, sino prioritariamente a todos y cada uno de los ciudadanos.

Con el inicio de la Modernidad y el fin de la tradición escolástica, el concepto del bien  común sufre diversas transformaciones;  además, las teorizaciones sobre su contenido se tornan cada vez más escasas y la aparición de nuevas realidades tiende a eclipsar su relevancia. Para no pocos pensadores, el concepto de bien común recobra un nuevo sentido en  el ámbito  político y jurídico con la  teoría del  contrato social  (Hobbes, Locke). Ahora bien,  más allá de este eclipsamiento parcial de la problemática del bien común, las reflexiones sociales, políticas, jurídicas, filosóficas y teológicas sobre este concepto en los siglos XIX y XX (particularmente las encíclicas  papales y los  textos de algunos filósofos sociales, como J. Maritain) remiten nuevamente de  forma  explícita y  constante a la obra  de Santo  Tomás. Así, por ejemplo, las ideas de  finalidad y de  perfección son algunos de los conceptos básicos del pensamiento de Santo Tomás que son asumidos por el Magisterio de la Iglesia en su definición del bien común.

Según se expresa en Gaudium et Spes (Concilio Vaticano II, 1965: 26), "la interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el  bien  común  -esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección- [...] implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuenta el bien común de toda la familia  humana."  Lo destacable de  este texto  es, según me parece, que ofrece  una  determinada  definición del bien  común, pone de relieve la interdependencia de las relaciones humanas en sus necesidades y aspiraciones,  y acentúa la  universalización de derechos y obligaciones que afectan a todo el género humano.

También las  explicitaciones actuales que pueden encontrarse en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia(Pontificio Consejo Justicia y Paz, 2005) o en documentos como  Iglesia y  democracia en  Argentina (Episcopado argentino, 2006) refieren por lo general  al concepto clásico escolástico de bien común, aunque toman en consideración nuevas realidades y contextos de reflexión, entre las que se cuentan la que sostiene que "las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época" (Compendio,  2005: núm 167; Catecismo  de la Iglesia  Católica, 1097), y la aseveración de que el bien común es un  "bien arduo de alcanzar, porque exige la capacidad y la búsqueda constante del bien de los demás como si fuese el bien propio" (Compendio, 2005: núm 167). Se insiste frecuentemente en la relevancia de la problemática de la cultura, tanto para los individuos como  para los pueblos, en la interculturalidad,  en los derechos humanos y en el desarrollo integral de toda la persona y de todas las personas. Sin embargo, más allá de estas afirmaciones, hace falta realizar una propuesta más elaborada tanto respecto de la historicidad y concreción de los contenidos como de la realidad de las consecuencias que tienen que asumir los afectados. En este sentido, dada la indefinición y ambigüedad de lo que pueda significar el bien común histórico concreto, pareciera ser que no queda más que reunirse, como afirma Bernabé (CIC, 1905), "para buscar juntos lo que constituye el interés común".

Según la Doctrina Social de la Iglesia, el concepto de bien  común contiene  como elementos  clave  el respeto  a la  persona y a sus derechos fundamentales, y las condiciones sociales y materiales de desarrollo en el marco de una adecuada organización social. (CIC, 1906, 1907) Entre sus características se destacan  el estar estrechamente ligado a un determinado concepto de naturaleza humana y a un desarrollo integral de toda la persona y de todas las personas que trasciende la historia humana  y tiende a Dios como  bien supremo. La  búsqueda y  consecución del bien  común de la sociedad no es en sí mismo un "fin autárquico", sino que "tiene valor sólo en relación al logro de los fines últimos de la persona y al bien común de toda  la creación" (Compendio, n. 170) La defensa y  promoción del bien común corresponde a la comunidad política (CIC, 1910), particularmente al Estado y  a los gobernantes. El  bien  particular y el bien  común no se contraponen, puesto que  ambos están  sometidos a la  ley natural. El  bien común de la humanidad es entendido como una ampliación de la aplicación del principio tradicional de bien común.

Platón, Aristóteles y  Santo Tomás  -más  allá de las diferencias que puedan señalarse entre sus respectivas concepciones filosóficas- coinciden en señalar que el  bien común es un  concepto político clave  porque está relacionado tanto con la consecución de una sociedad bien ordenada como con la plena  realización individual. Sin  embargo, el concepto  tradicional de bien común tiene fuertes limitaciones conceptuales y metodológicas que no permiten su rehabilitación directa en el contexto de las condiciones actuales-materiales,  políticas  y culturales- de vida. Entre estas limitaciones se destacan cuestiones vinculadas con la ahistoricidad, con aspectos teórico- conceptuales  de una visión esencialista del ser humano, con la remisión  a instancias metafísicas y con una metodología que no garantiza la validación intersubjetiva. También  pueden mencionarse otras restricciones, como las que refieren a la dimensión particularista o universal de sus destinatarios y al desconocimiento de las consecuencias que puede tener una determinada concepción del bien común entre los afectados.

2.3. Perspectivas

Según mi  opinión, la  afirmación  acerca de que el bien común contribuye a un "logro más pleno y más fácil de la propia perfección" sólo tiene sentido en el contexto de una determinada concepción teleológica ontológico-metafísica del ser (en la que se considera  que lo que es, por el sólo hecho de ser, es bueno) y de la subjetividad humana, que hoy ya no son aceptadas sin más en el contexto de una reflexión filosófica postmetafísica.

El concepto de perfección tiene una larga y compleja historia desde los griegos hasta el presente. Aristóteles y Santo Tomás, más allá de sus diferencias específicas sobre esta cuestión, comparten un concepto ontológico-metafísico de perfección. Por una parte, para Aristóteles, "todo individuo, toda sustancia, son perfectos cuando en el orden de su cualidad no les falta ninguna parte de las que naturalmente constituyen su propio ser, su fuerza y su grandeza"  (Aristóteles, 1973a: V, 16). Dentro del marco teleológico de su pensamiento filosófico, sostiene que "se llaman perfectas las cosas que tienden a un buen fin, pues son perfectas en cuanto tienden a un fin"  (Aristóteles, 1973a: V, 16).  En consecuencia, todas las cosas se mueven naturalmente, y de forma inmanente, a su fin último (), que es el bien supremo, su perfección. Por otra parte, la "cuarta vía" es uno de los argumentos con que Santo Tomás busca demostrar la existencia de Dios en base a los grados de perfección de los seres. Se parte de la aseveración de que en la naturaleza hay una jerarquía de valores y que, "de hecho", hay seres más o menos perfectos, hay cosas más o menos buenas, más o menos verdaderas. Basándose en el principio metafísico según el cual lo perfecto no puede tener su origen en lo imperfecto, el aquiniano arguye que debe existir un ser necesario y perfectísimo, y concluye afirmando que este ser es Dios.

Esta comprensión del bien común -enmarcado ontológico- metafísicamente en la búsqueda del bien último y supremo-  ha sido malinterpretada no  pocas veces en diversos sentidos: así, por  ejemplo, cuando en la búsqueda del fin último supremo se remite unilateralmente a una instancia supratemporal, y se desprecia lo temporal y contingente. Si la esencia de un ser consiste en alcanzar su fin último, y por su verdadero fin último se entiende, por ejemplo, sólo una instancia espiritual, todo lo temporal y contingente es innecesario; lo único que importa son los bienes espirituales (en el sentido de la expresión: "salva tu alma"). Otro malentendido puede darse en el caso que el Estado se autocomprenda como garante del  bien  común,  o que un  político o un grupo de políticos se autoadjudiquen una capacidad especial o exclusiva de discernimiento respecto  de  lo que, en un determinado momento  histórico,  tiene  que ser interpretado  como  bien común y, por eso mismo, ser impuesto a los ciudadanos.

Una tergiversación grave del concepto de bien común puede darse asimismo cuando en una comunidad política, el derecho, el Estado y las instituciones no son considerados sólo como instrumentos necesarios y relevantes para el aseguramiento del bien común, sino como el fundamento último de éste. El derecho, el Estado y, en general, las instituciones tienen que estar al servicio del bien común, no a la inversa. Es por ello que se tergiversa gravemente el sentido de la política, por ejemplo, cuando se la orienta exclusivamente al ordenamiento del sistema económico. Más allá de sus respectivos fines específicos, la economía, el derecho y el Estado tienen que estar orientados en la idea crítico-regulativa del bien común y contribuir tanto en la labor del aseguramiento de la satisfacción de las necesidades básicas vitales y culturales, como también en la tarea que conduce al reconocimiento de todos y cada uno de los ciudadanos como seres autónomos, en el sentido enfático del término.

Algunos elementos clave para la crítica de la comprensión tradicional ontológico-metafísica del concepto de perfección comienzan a darse a partir de algunas afirmaciones de Hegel, quien considera que la perfección no es coincidencia con lo ideal, sino un "progreso desde lo imperfecto", estableciendo una dialéctica entre lo perfecto e imperfecto (Hegel, 1970: 78). En esta línea de discusión es necesario precisar también si es posible -y si lo es, en qué medida- interpretar el concepto  "propia perfección" sólo en el marco de una metafísica de la esencia del ser humano, o si además puede ser comprendido, por ejemplo, en el sentido liberal de un  "egoísmo bien entendido" o en el de una búsqueda plural, cooperativa y dialógica. Más aún, en contextos de acción signados por la pobreza y la exclusión, como es el caso de América Latina, quedaría por explicar qué sentido puede tener en concreto "aspirar a la propia perfección".

Las aseveraciones acerca de que el fin ético de la política lo constituye la búsqueda y la promoción del bien común, y de que el destino universal de los bienes, en tanto que derecho universal al uso de los mismos, debe ser tenido en cuenta como un principio central de la Enseñanza Social de la Iglesia (LE, 19; SRS, 42) son, asimismo, enunciaciones demasiado indeterminadas (Böckenförde, 1973) como para saber  a qué nos estamos refiriendo en concreto cuando hablamos de bien común. En consecuencia, estas  afirmaciones necesitarían también ser  especificadas. En  todo caso queda claro que se trata de un bien común definido a partir de una noción de esencia del ser humano y no desde  una realidad  humana condicionada históricamente, en sentido material, social y cultural.

Es sabido que, con los procesos de globalización, surgen  nuevas relaciones locales, regionales e internacionales, nuevos movimientos sociales y nuevas formas de producción, de  enriquecimiento y de combate de la pobreza.  También  aparecen nuevas formas de poder y de dominación, de marginalidad  y de exclusión. Todos  estos fenómenos -y  otros similares- producen condicionamientos inéditos para la acción individual y colectiva, y presentan  nuevos desafíos  para la formulación de una ética pública en los ámbitos de la economía,  la política y  la cultura.  A su vez, ponen de manifiesto el alcance y los límites del concepto tradicional de bien común y abren un horizonte de posibilidades para su rehabilitación en el contexto de sociedades pluralistas y democráticas.

Notas

1 En la historia más o menos reciente de muchos países latinoamericanos encontramos, en este respecto, ejemplos trágicos: en nombre de la razón de Estado y del bien común, no pocas veces se ha pretendido mantener el orden establecido o defender una determinada ideología, incluso vulnerando la legitimidad del Estado de Derecho y lesionando normas éticas fundamentales.

2 Algunos de los aportes presentados en el IX Seminario Internacional Interdisciplinario del Stipendienwerk Lateinamerika-Deutschland (Eckholt, Michelini, 2006), que tuvo lugar en el pasado mes de febrero de 2005 en Río Cuarto, muestran que los índices de desempleo, de pobreza, de marginación y de exclusión han ido creciendo, incluso en aquellos casos en que las economías de algunos países latinoamericanos crecían y se expandían. Esta situación ha generado no sólo enormes desigualdades al interior de las sociedades latinoamericanas sino también diversos tipos de violencia y nuevas tensiones entre centro y periferia (Furtado, 1998). En Argentina, el proyecto neoliberal de la década del 90 del siglo pasado, contribuyó a la fragmentación y desintegración de la sociedad, y su fracaso condujo a una de las crisis más profundas de la historia del país: actualmente, más de la mitad de la población vive con ingresos que no superan la línea de pobreza y un tercio vive en la indigencia. Los sistemas de salud, de educación y los servicios están altamente deteriorados. Sin embargo, dicha problemática -al menos en Argentina- no tiene que ver sólo ni exclusivamente con la falta de riqueza. La provincia de Córdoba, por ejemplo, que cuenta con algo más de tres millones de habitantes, produce una cantidad de alimentos suficiente para abastecer a ochenta millones de personas. Según el Censo Nacional de 2001 (INDEC), la Provincia de Córdoba tenía 3.066.801 habitantes. En el año 1991, el 15,1% de la población no tenía las necesidades básicas insatisfechas (NBI), mientras que en 2002 (fuente: PNUD), el 20,3% (es decir, más de 620.000 personas) de la población de la Provincia de Córdoba vivía en hogares con NBI. Es por ello que puede afirmarse que la pobreza y la indigencia en Argentina no tienen que ver tanto con la falta de producción de riqueza sino con la distribución injusta de la riqueza.

3 En su interesante y polémico texto "Reglas para el Parque Humano. Una respuesta a la  "Carta sobre  el Humanismo" (1999),  Peter Sloterdijk  interpreta el  diálogo platónico  El político como  "la Carta Magna  de una politología pastoral  europea" (Sloterdijk, 1999), y lo  considera significativo por presentar un discurso  práctico sobre la crianza y custodia humanas. En este sentido afirma que "con este proyecto, Platón da testimonio de una agitación intelectual en el Parque Humano que ya no podrá nunca aquietarse  del todo. Desde que el  Politikos, desde que la  Politeia son discursos  que, en  el mundo, hablan  de  la  comunidad  de los hombres  como si se tratara de un parque zoológico que fuera a la vez un parque temático, la conducta de los hombres en parques o ciudades deberá aparecer, en adelante, como un problema zoo-político. Lo que se presenta como una reflexión sobre política, es en realidad una reflexión fundamental sobre las reglas  de manejo de un  Parque  Humano". (Sloterdijk, 1999) En el marco de imágenes pastoriles, particularmente la imagen del rebaño, con que Platón presenta su teoría  política,  "el arte estatal auténtico" es"definido como 'el libre cuidado de los rebaños... sobre seres vivientes libres" (Platón, 1974d). Según Sloterdijk, "lo que Platón pone en boca de su Extranjero, es el programa  de una sociedad humanista, que se encarna en un único humanista absoluto, el amo real de la ciencia pastoril. La tarea de este superhumanista no sería otra que la planificación de las propiedades de una élite, que deberá ser desarrollada de por sí, y por amor a la totalidad" (Sloterdijk, 1999).

4 Si bien la afirmación respecto de que todos los ciudadanos eran poseedores de riqueza y ocio tiene que ser matizada, puesto que ya en la asamblea que establece Clístenes puede participar todo ciudadano, sea o no rico, sin embargo, esto no siempre era posible en la práctica. Las reformas de Efialtes y Pericles, al establecer la paga a los jurados (miembros de la Heliea) y demás magistrados, tienden precisamente a hacer posible una participación más efectiva. Con posterioridad a estos reformadores se estableció el pago para aquellos ciudadanos que no pudieran costearse el ingreso al teatro, tan estrechamente unido a la formación del ciudadano en la polis ateniense.

5 Gilson (1978: 577), refiriéndose al hecho de que Santo Tomás considera a la monarquía como el mejor régimen político, comenta: "Si la monarquía es en sí el régimen mejor, es ante todo porque, tanto en lo que respecta al cuerpo social como para cualquier otra cosa, ser es ser uno. Todo lo que asegura su unidad asegura su existencia, y nada podría asegurarla más completamente, ni de manera más sencilla, que el gobierno de uno solo".


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