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versión impresa ISSN 1666-485X

Tópicos  no.23 Santa Fe ene./jun. 2012

 

RESEÑA

Comentario a Carmine Di Martino, Figuras del Acontecimiento, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2011.

 

María Elena Candioti*

Licenciada en Filosofía, UCA; DEA (Diplome d'Études Approfondies)    Departamento de Filosofía  de la Universidad de París 8;  Doctora en Educación, Universidad Nacional de Entre Ríos. Ha sido Profesora Titular de la Cátedra de Epistemología de la Facultad de Ciencias de la Educación (UNER)  y de Teoría del Conocimiento y Seminario de  Fenomenología en la Universidad Nacional del Litoral. Dirección electrónica: mecandioti@fibertel.com.ar

 

Este volumen, que integra la colección "Paideia Fenomenológica" del Círculo de Fenomenología y hermenéutica Santa Fe-Paraná, recoge las reflexiones del filósofo italiano Carmine Di Martino en torno a la obra de Derrida. Sus reflexiones no constituyen sólo una exposición teórica de las ideas centrales del filósofo argelino, sino que puede decirse que alcanzan el "corazón" del pensamiento derridiano, manifestando una firme adhesión a su filosofía, la cual es a la vez un posicionamiento ético y tangencialmente político. El autor, en cuanto hace también suya la pasión por la justicia y por dar acogida a lo que ha quedado marginado, se presenta así como un auténtico "heredero", asumiendo un legado y yendo más allá de él, para hacerlo trabajar en otro plano. Derrida nos ha dicho que la mejor forma de ser fiel a una herencia es traicionándola. El texto conserva este doble movimiento de fidelidad y desplazamiento. En un lenguaje franco y accesible, sin perder por eso la densidad de la escritura derridiana, pone en juego sus nociones más fructíferas. La lectura ofrecida se aparta explícitamente de las interpretaciones que puedan derivar en un relativismo liviano, y de las formas sofisticadas y muchas veces artificiosas con que se ha expuesto este pensamiento, para mostrarnos un Derrida fuerte, comprometido, atento a la apelación del otro.

Analizada en el primer capítulo, la idea de acontecimiento se constituye en la clave de lectura del libro en su conjunto. Desde esta óptica es pensada toda la experiencia humana. El acontecimiento –tal como Derrida lo concibe– es el advenir de lo "imposible", la irrupción de un régimen determinado de posibilidad, lo que se produce como una excedencia de sentido. El acontecimiento es lo que se presenta más allá de lo previsible y calculable. Por eso la interrogación filosófica no puede detenerse en la determinación de las condiciones de posibilidad sino al precio de la clausura. El acontecimiento tiene lugar cuando es perforado todo horizonte de espera para dar lugar a una alteridad. Y es precisamente esta sorpresividad, la llegada imprevista de lo diferente, lo que apela a una acogida sin condiciones. Hay en estas afirmaciones una deuda con la idea heideggeriana de Ereignis; pero si bien se asumen las inflexiones del olvido y la sustracción, no tiene en  el pensamiento de Derrida un sentido "destinal", sino que se trata en este caso de lo que adviene en su radical contingencia: lo que llega sin esperarse y apela reconocimiento. Este reconocimiento de la excedencia como alteridad es central para comprender el intento del autor de asumir las ideas derridianas y desde allí pensar la experiencia como permeada por una lógica aporética. Esta "aporetología" –sugiere– podría configurarse como una filosofía cuasi-trascendental", como una forma de sobrepasar fenomenológicamente la fenomenología de tal modo que pudiese abrirse a las distintas manifestaciones del acontecimiento.

El segundo capítulo aborda la estructura universal de la experiencia, entendida a partir de la deconstrucción. La deconstrucción no es una operación y menos una técnica metódica: es un proceso de ruptura y diferenciación que se da en todo lo que acontece, en cuanto habitado por la différance. Di Martino nos muestra aquí el sentido ético de las prácticas deconstructivas, en cuanto posibilitan la apertura a aquello por venir. Éste es el modo derridiano de dar cabida a lo que había quedado excluido en las particiones ya establecidas, asumiendo la experiencia de la justicia como aquello que apela de manera irreductible, más allá de toda forma jurídica y de toda legislación instituida. Esta radical experiencia de la justicia es, de algún modo, la renovación de un ideal emancipatorio que no pretende delinear un horizonte teleológico; un ideal que confiere una estructura de algún modo "mesiánica" a la experiencia, pero sin mesianismos religiosos.

El mesianismo de alcance universal que Derrida esboza es sin duda difícil de definir. Es un mesianismo no vinculado a una determinada lengua o a una determinada religión, sin que esto implique negarla o suprimirla. El interrogante es cómo entender esta universalización del ideal emancipatorio, y para ello hay que tener en cuenta que "deconstruir" es dar cabida a lo diferente sin clausurarlo en su diferencia. Por eso, universalizar no es un proceso de homogeneización o de abstracción, sino fundamentalmente un proceso de traducción. Di Martino hace centro en esta idea para hacer comprensible la idea de estructura universal de la experiencia, entendida a partir de la posibilidad de un encuentro; sólo en esta apertura a lo otro y en el movimiento de la différance tiene sentido hablar de universalización. "En cada acontecer del encuentro de una cultura con las otras – precisa- se podrá tener una nueva y "singular" atestación de la "universalidad" de aquella estructura, como lo que hace posible el mismo encuentro, y conjuntamente con aquella atestación, una nueva revelación de su sentido" (p. 64).Esta manera de entender la emancipación como un proceso universalizable tiene indudables efectos políticos y se conecta a la promesa democrática de justicia y reconocimiento de la alteridad.

El reconocimiento y respeto del otro es el tema central del siguiente capítulo (Capítulo III). A través del análisis derridiano de los textos de Lévinas, Husserl, Merleau Ponty y Nancy, se hace manifiesta la preocupación de que el énfasis en la alteridad y la acogida a lo diferente se distorsionen, planteando una asimetría radical que deja en definitiva al otro oculto y ejerce violencia. A ojos de Derrida, no sólo el pensamiento levinasiano en su acentuación de la alteridad resulta insuficiente; también el de Merleau Ponty tiene sus dificultades. En el primero se trata de una reivindicación empirista de la alteridad que termina por desconocerla; el segundo, concibe una especie de comunidad en la carne que desdibuja la conflictividad de la experiencia del otro. La pregunta se hace entonces trascendental: ¿bajo qué condiciones se anuncia el otro? ¿Bajo qué condiciones es posible el respeto a su radical alteridad?

Derrida tiene en esto una respuesta sorprendente: es una mirada como la de Husserl –tal como la presenta en la V Meditación– la que permite una experiencia del otro que no se detiene en la inmediatez sino que reconoce, a partir de lo que se hace manifiesto, el espesor de sus raíces y de su pasividad, revelando también la imposibilidad de asimilarlo a mi ego. En la constitución analógica del otro se preserva justamente su alteridad, su irreductibilidad a lo mismo; se salvaguarda su secreto.

Sólo salvando el secreto se evita la violencia. El otro no se hace transparente y asimilable, sigue siendo en su singularidad y en su excedencia. La Einfühlung mantiene su carácter enigmático, pero se da a la vez como posibilidad de reconocimiento. El otro en su alteridad, aunque diverso, es un ego como yo, con mis mismas capacidades de constituir el mundo. La aceptación de esta simetría eidético-trascendental es la que funda y tutela la asimetría ético-empírica –nos dice Di Martino– y genera el respeto por la alteridad. La violencia es reducción factual de lo otro a lo mismo. La alteridad infinita del otro y su "egoidad" universal, no puede pensarse como un conflicto que tiene que ser resuelto. Por lo contrario, es una tensión insuperable lo que se erige en principio de la ética extendiéndose a todo otro; también a los que me han precedido y a los que vendrán.

Todo el discurso del reconocimiento está atravesado por la tensión. Reconocer lo otro es romper con la tiranía de un lenguaje único; la consigna deconstructiva es precisamente esto: más de una lengua. Pero reconocer es también poder comunicarse. Sin traducción no hay reconocimiento. Así como el primer capítulo es la clave que da el "tono" en el que se desarrolla la reflexión de Di Martino, el Capítulo IV, dedicado a la traducción, es el que afronta –a nuestro juicio– un nudo gordiano. No se aborda aquí una cuestión técnico-lingüística, sino fundamentalmente una cuestión filosófica y ética: sin traducción no hay acogida a la alteridad. Tampoco habría filosofía, historia, movimiento que permita el desplazamiento y acepte el Acontecimiento.

Con el tema de la traducción quedan planteadas cuestiones semánticas y reflexiones sobre el carácter "carnal" de nuestro lenguaje, como así también el sentido mismo de la filosofía y su posibilidad de posicionarse ante la verdad. Di Martino toma como punto de partida de su análisis la excelente "Introducción" que escribe Derrida a El origen de la Geometría de Husserl, donde se establece que es el lenguaje, especialmente el lenguaje escrito, lo que funciona como condición de posibilidad de las objetividades ideales en cuanto permite la comunicabilidad y posibilidad de reiteración de las operaciones constitutivas. En aras de un conocimiento riguroso, Husserl había señalado la necesidad de mantener la univocidad del significado. Éste es el punto en el que disiente Derrida, en cuanto ve en esta exigencia una depuración que termina en clausura; por eso alienta –poniendo como contraparte a Joyce– a hacerse cargo de la equivocidad que se filtra en las intenciones acumuladas y escondidas: a "cultivar las síntesis pasivas en lugar de huir de ellas, y a reencontrar el valor poético de la pasividad". La equivocidad no puede ser reducida ni superada, dado que el lenguaje se inscribe en una red de relaciones radicada en una cultura, por la cual se carga de intenciones y reminiscencias laterales y virtuales. El precio de una lengua "pura" es demasiado caro.

Di Martino se ubica de lleno en el juego de fuerzas que aparece en los textos derridianos entre univocidad y equivocidad. Ninguna de las dos puede absolutizarse y se trata de asumir esta tensión sin pretender resolverla, dado que es precisamente lo que hace posible la traducción a la vez que la muestra como "imposible". Esto que a primera vista puede parecer un contradictorio juego de palabras es, sin embargo, la condición misma de una historia de sentido. "La historia de sentido nunca es "historia pura" sin resto y sin pérdida –nos aclara el autor–; la traducción y la reactivación son siempre operaciones finitas, y en este sentido, imposibles (p. 106). En ello se juega la filosofía y la posibilidad de verdad. Por lo tanto, en esta diseminación de sentido debe poder encontrarse una forma de traducibilidad, de dominar la plurivocidad en el transporte de un contenido semántico a otra forma significante, a otra lengua. Se muestra así el pensamiento derridiano en una de sus facetas primordiales: como una persistencia en la búsqueda de la verdad, cuestionadora a la vez de aquellas formas de filosofía que pretenden una apropiación y domesticación del sentido; como una práctica dedicada a hacer explotar la equivocidad encerrada en los textos filosóficos para dar lugar al movimiento de la multiplicidad de sentidos.

Esta paradójica relación de necesidad de la traducción e imposibilidad de la traducción, es lo que da vida al texto, le permite sobrevivir. Si la traducción agotase sus posibilidades se convertiría en letra muerta. Es precisamente porque la traducción total es imposible, porque no puede darse de una vez y para siempre, que tiene que ser practicada sin descanso. No hay cierre. La imposibilidad de la traducción es lo que da lugar a lo que aún está por venir. Di Martino remarca esta lógica: un texto sobrevive como tal sólo si, al mismo tiempo, no es totalmente traducible, ni totalmente intraducible. Si fuese totalmente traducible, su cuerpo, su materialidad, su "carne", se desvanecerían. El signo sería superfluo y el sentido devendría algo desencarnado, anterior a todo gesto y a toda escritura, a toda instancia de comunicación y, por lo tanto, a toda objetividad. Si fuese totalmente intraducible desaparecería toda referencialidad, perdería incluso su función de signo. Se convertiría en algo absolutamente "insignificante".

Todo texto exige un ejercicio de transposición, no sólo a otra lengua, sino también en el despliegue de nuevas posibilidades. Ésta es una demanda estructural: todo texto tiene que ser leído, descifrado y comprendido, pero también tiene que ser llevado a otra parte, desplazado, transferido, para no convertirse en letra muerta. Ningún texto puede permanecer inmóvil, aún cuando permanezca el mismo. Que el texto se anuncie como intraducible no implica una negación, sino apertura insaciable. Traducir es otro modo de decir "sí" a la différance y a lo que adviene. Por eso puede afirmarse que "la experiencia es traducción". Traducir –termina diciendo Di Martino– así como reconstruir, es abrirse a lo otro, dejarlo venir, exponerse a su venida.

Esta apertura a lo otro se retoma en el último capítulo, en el cual se brinda una original perspectiva acerca de la relación entre el hombre y el animal. El autor nos muestra aquí ciertos riesgos de la posición derridiana, pero también sus propias opciones. Lo que se discute son las formas de entender la distinción hombre y animal y sus posibles consecuencias. Derrida ve en el afán por encontrar en el hombre capacidades únicas, tales como la capacidad de pensamiento y lenguaje, la marca de la tradición occidental y del logocentrismo causante de la escisión que justifica la violencia; pero su posición es algo incierta. Reconoce la diferencia radical, y al mismo tiempo se resiste a marcar una única frontera, advirtiendo que las diferencias son múltiples y las fronteras se diversifican. Admite lo propio de lo humano, pero considera arbitrario un antropocentrismo que amontona el resto de los vivientes en un conjunto indiferenciado. Nuevamente Derrida se mantiene en el doble frente; en señalar dos instancias contradictorias y a la vez inderogables: por un lado atender a la discontinuidad; por el otro, a la co-implicación con el ámbito plural de lo viviente.

El contrapunto de Derrida con otras concepciones contemporáneas, como la de Heidegger, permite a Di Martino ir perfilando su propia comprensión. Su objetivo es ir más allá de toda clausura metafísica de lo humano, pero también más allá de esa forma de naturalismo que desdibuja las diferencias proyectando hacia otros vivientes categorías propias de lo humano. La emergencia de lo humano es un acontecimiento, único e irreductible que se despliega como apertura de una posibilidad singular. La diferencia humana sería en este caso capacidad de comprensión de lo otro; de relación y compenetración  que no se traduciría en términos de violencia y dominación, sino de apertura. El autor se posiciona así en un trabajo renovador que no es una simple continuidad "escolástica".

Considerados en su totalidad, las diferentes cuestiones aquí tratadas permiten presenciar un continuo trabajo de profundización y apertura de otros espacios para hacer visibles nuevos sentidos; de apropiación y distanciamiento. En este recorrido que pretende oficiar de presentación, privilegiando ciertos temas y tal vez postergado otros, sin duda hemos operado –voluntaria o involuntariamente– el juego de la traducción. La lectura de este libro nos ha enseñado precisamente que ésta es la posibilidad más propia ante un texto. A la vez, nos invita a plegarnos al interminable proceso de las traducciones aún por venir.

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