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versión impresa ISSN 1666-485Xversión On-line ISSN 1668-723X

Tópicos  no.43 Santa Fe ago. 2022  Epub 01-Ago-2022

http://dx.doi.org/10.14409/topicos.v0i43.11901 

Traducciones

Sobre el concepto de libertad de Hegel1

On Hegel’s concept of freedom

Franz Ungler1  *

1Universidad de Viena

Resumen

El artículo pretende destacar la relevancia de la lógica dialéctica para el concepto de libertad. Al respecto, Ungler comienza señalando algunas dificultades fundamentales que surgen, tanto para la metafísica dogmática (pre–kantiana) como para la filosofía trascendental de Kant en el concepto de libertad. Considerando la filosofía trascendental de Kant, Ungler enfatiza su visión revolucionaria de que la libertad ya no se entiende como una propiedad de una cosa sino más bien como una auto–relación (autonomía). Sin embargo, el problema fundamental que el concepto de libertad nos reclama, es pensar y, de este modo, resolver la contradicción irresuelta en Kant. Ungler apunta la solución de este problema, considerando los §§ 5–7 de los Fundamentos de la filosofía del derecho de Hegel. Finalmente, las observaciones críticas sobre las tendencias que prevalecen en la interpretación de la libertad demuestran la relevancia del concepto de libertad de Hegel.

Palabras clave Hegel; libertad; lógica dialéctica; lógica trascendental

Abstract

The article aims to highlight the relevance of dialectical logic for the concept of freedom. To this end, Ungler begins by pointing to some fundamental difficulties that arise for both (pre–Kantian) dogmatic metaphysics and Kant’s transcendental philosophy in the concept of freedom. With regard to Kant's transcendental philosophy, Ungler emphasizes his revolutionary insight that freedom is no longer understood as a property of a thing but rather as a self–relationship (autonomy). However, the fundamental problem that the concept of freedom requires us to think and thus to resolve the contradiction remains unsolved in Kant. Ungler points to the solution of this problem with regard to §§ 5–7 of Hegel's Outlines of the Philosophy of Right. Finally, critical remarks on prevailing tendencies in the interpretation of freedom demonstrate the relevance of Hegel's concept of freedom.

Keywords Hegel; freedom; dialectical logic; transcendental logic

Las líneas que siguen no pretenden ser una exposición histórico–filosófica, sino que buscan, de un modo sistemático, presentar la lógica de Hegel como la filosofía fundamental adecuada al concepto de libertad.

Todos los intentos de construcción de libertad política en la realidad externa al hombre estarían basados en ficciones si fuera cierto el presupuesto de que el ser humano está determinado —ya sea psicológica, sociológica, biológica o físicamente—. Si el ser humano no fuera libre según su propio concepto (en sí), entonces no podría actuar o apuntar a una libertad política, e incluso el concepto de derecho debería ser descartado. Pero si, contrariamente a dichas presupuestas determinaciones del ser humano, éste fuera por sí mismo libre, pero no fuera consciente de ello, entonces todas las relaciones jurídico–políticas que él vislumbra como propiamente humanas no serían otra cosa que estados pasajeros y casuales. Los versos de Schiller en su poema “Las palabras de la fe”: “El hombre es libre,/y aunque nazca con cadenas”, ya presuponen este saber.

Según Hegel, el avance del cristianismo en el mundo radica en su principio de que el hombre, en cuanto hombre, se sabe libre. Pero aquí hay que distinguir de nuevo: por un lado, este saber se considera inmediato, es decir, los presupuestos en los que se basa no están en la reflexión; por otro lado se encuentra el desarrollo pensante de todo lo que implica aquel saber determinado. El saber inmediato de la libertad del hombre es, sin duda, un presupuesto no sólo de todo actuar, sino también de toda ciencia. Pero la que alcanza todos los presupuestos del concepto de libertad y produce su desarrollo sistemático es la filosofía. (No es decisivo definir que el tema de la filosofía sea “Dios”, o el “hombre”, o el “mundo” o la “libertad”. Mientras uno no confunda la filosofía con la creación de una visión del mundo, entonces la concepción verdadera de uno de esos conceptos da por resultado también la de los otros.) Con lo dicho hemos querido expresar que la alternativa entre libertad o determinismo no debería existir. Por ello es que uno puede por lo menos reprochar que las posturas que se dicen filosóficas, pero que a la vez se suponen a partir de la dicotomía libertad–determinismo, ignoran los logros alcanzados por la época que va de Kant a Hegel (la llamada “filosofía analítica” se luce en esta ingenuidad).

Al filosofar pre–kantiano dogmático se le presenta el problema de la libertad de un modo similar a como se le presenta al sentido común a saber: si la voluntad humana puede o no ser libre. En la base de tal planteamiento yace por de pronto el presupuesto de distintas capacidades del alma, las que, de acuerdo con la clasificación que se remonta a la República de Platón, serían: conocer, querer y sentir (con lo que, por cierto, no se quiere afirmar que Platón se habría quedado atrapado en una psicología racional del alma). El segundo presupuesto de aquel filosofar pre–kantiano es la suposición de que la certeza del hombre de su libre autodeterminación, o, como se la entendió entonces: como la libertad de arbitrio, no sería más que una ilusión humana producto de la finitud y limitación de su conocer y saber.

El ejemplo clásico para estos presupuestos de la filosofía dogmática se puede encontrar (por desgracia) precisamente en Leibniz: si el imán tuviese conciencia, entonces consideraría que su apuntar siempre al norte es producto de su libertad).2 Lo que hace insostenible a este pensamiento no es el hecho de la atracción del imán, sino la suposición, de que la conciencia (o mejor: autoconciencia) sería una cualidad más, una que un ser poseería junto a otras cualidades esenciales e inesenciales. Esta suposición implicaría que la “conciencia” sería un factor que nos engañaría acerca de nuestras cualidades —entre las que se encuentra también la libertad—, haciéndonos ver la libertad allí donde sólo actúa la necesidad ciega. O formulado de otro modo: yo me sé como un ser libre, como alguien que se autodetermina, pero ese saber es un autoengaño: pues, sabiéndolo o no, nos comportaríamos de acuerdo con nuestra disposición natural. Este argumento de Leibniz encontró más tarde muchas variaciones: tanto en la tautología de Schopenhauer de un motivo determinante más poderoso, como en las expresiones de conocidos psicólogos en esa misma dirección. Incluso las motivaciones detrás de algunas reformas del derecho penal encuentran su fundamento, en definitiva, en estas representaciones de que tanto la autoconciencia como la autodeterminación están fundadas en un autoengaño: un yo, que se supone así, que surge sólo a través del engaño, ¡es engañado antes de que pueda ser engañado! (Exteriorizar una barbaridad así una vez, es perdonable. Pero sacar a relucir este pensamiento una y otra vez, e incluso alabarlo como original, es una ofensa a la humanidad.) Cuando algunos científicos opinan que su ciencia habría demostrado la no–libertad del hombre, entonces se acoplan a este pseudo–argumento y no piensan que ellos, con la negación de la libertad, han negado asimismo su cientificidad. En efecto, si la “conciencia” nos engaña sobre las así llamadas “condiciones reales de existencia”, entonces también nos engaña en lo relativo a lo que hemos caracterizado como conocimiento científico (la pretensión de poder conocer lo verdadero —en el sentido de la adaequatio rei et intellectus—, presupone por lo menos que el intellectus mismo no sea ningún genius malignus). Pero con esto no sólo se destruye este lado del ejemplo, y el argumento contra la libertad, sino, asimismo, la psicología que le sirve de base, la representación del alma humana como un saco. Esto, sin embargo, no puede ser explicado aquí más detalladamente, aunque muchos, que se quedaron dormidos durante la revolución de la filosofía que llevaran a cabo Kant y Hegel, se sienten como en casa con este tipo de pensamientos que niegan la libertad.

Hegel responde de la siguiente manera a aquel conocido argumento de Leibniz: si el imán tuviese conciencia, entonces consideraría su direccionamiento hacia un determinado lugar como un límite de su libertad, un límite que se ha de intentar superar y no sólo intentarlo, sino superarlo efectivamente, como superamos de hecho también los límites naturales mediante los progresos técnicos. Esta respuesta está dada, sin embargo, desde el nivel de la reflexión de quien da el ejemplo (crítica inmanente), pues en ese terreno no era posible hablar de que el hombre “tuviera conciencia” para la filosofía crítica.

La revolución del pensamiento que se produjo por la filosofía kantiana se deja ejemplificar con una única cita de la Crítica de la razón pura (B 134) [nota al pie de Kant]: “y así, la unidad sintética de la apercepción es el punto más elevado al cual se debe sujetar todo uso del entendimiento, y aun toda la lógica completa y, tras ella, la filosofía trascendental; esta facultad es, en verdad, el entendimiento mismo”.3

La metafísica dogmática intentó, bajo el presupuesto del principio de no contradicción, y con los medios de la lógica formal, conocer al ser verdadero. Pero, a pesar del reconocimiento de los principios y formas de esta lógica, olvidó la forma de todas las formas, el principio de todos los principios, a saber, la yoidad, a la que Kant llama apercepción pura o yo lógico (el “yo pienso”, KrV, § 16). Pero el yo —el principio de la filosofía trascendental— no es meramente el “vehículo” de todas las funciones lógicas, sino que es un producir (síntesis) del objeto de la experiencia bajo el presupuesto de una multiplicidad dada y receptivamente percibida (sensibilidad). A ese objeto producido es al que llamamos naturaleza (más precisamente: natura formaliter spectata, naturaleza en cuanto objeto de la ciencia de la experiencia). Por ello para Kant, nuestro conocimiento, con los medios de la lógica formal, no se extiende más allá de una experiencia posible. Las preguntas de la antigua metafísica especial (“Dios, libertad e inmortalidad”) no pueden, por ello, ser respondidas mediante la razón teórica, pero tienen sentido como postulados de la razón práctica (“imperativo categórico”), es decir, bajo el presupuesto del factum de la ley moral. Las dificultades de la filosofía kantiana se deben sobre todo a esta separación entre la razón práctica y la teórica, dificultades que Fichte elimina en tanto lleva a cabo consecuentemente el contenido de la frase de Kant citada arriba y concibe al yo, a la “acción constituyente” [Tathandlung], como la raíz de la razón teórica y práctica. Por medio de la filosofía trascendental de Kant y de Fichte, la filosofía fue liberada de la cosificación de la razón o de la autoconciencia producida por la presunta autarquía de la lógica formal, y, con ello también, fue liberada de la comprensión ingenua de la libertad, como de una constitución que podría corresponder o no a la voluntad humana. Yoidad, razón y libertad devinieron sinónimos.

Por lo dicho, en tanto el ser humano deja de ser pensado como un ser natural junto a otros seres naturales o como una especie, tampoco puede ser deducida su libertad política entonces a partir de la naturaleza de las cosas, sino que todos los momentos, también los de la razón práctica (moralidad y derecho), deben ser concebidos mediante el principio supremo de la filosofía trascendental. Las filosofías dogmáticas, que ven a la lógica formal como un órganon, buscaron fundamentar la presencia de la libertad, por ejemplo, señalando lo casual en la naturaleza. Los sabelotodo de nuestro siglo, que viven en un estado filosófico de naturaleza, que no aceptan el ordenamiento realizado por la filosofía trascendental, incluso cuando ellos se mofan de la metafísica antigua (positivistas que, sin duda, son sólo metafísicos nominalistas), todos ellos, se mueven todavía en estas representaciones que la Crítica de la razón pura ya destrozó. La Crítica de la razón práctica de Kant ya liberó también a la filosofía de considerar a la libertad primeramente como libre arbitrio y de tener que buscar posteriormente algún principio de la eticidad o del derecho que lo fundamente. (Actualmente, todavía algunos intentan encontrar principios o leyes de la eticidad que respeten el criterio, de que ellas deban coincidir con lo empírico, o sea, con su representación de la empiria). A partir de lo dicho se plantea esta pregunta: si la filosofía trascendental, conducida sistemáticamente por Fichte, reconoció el yo, o sea, la libertad como el principio supremo, ¿qué es lo que aportó Hegel a este respecto posteriormente?

Los pareceres, que por lo común se tienen acerca del sistema hegeliano y, en particular, acerca de la Ciencia de la lógica, cuentan también con su tradición, que va desde las consignas de los así llamados “hegelianos de izquierda” hasta las opiniones del positivismo blando (Popper). Pero, sobre todo, son las argumentaciones de la aparente crítica de los representantes de la última posición mencionada los que, justamente, no ayudan a una comprensión amplia de la filosofía de Hegel: según ellos, Hegel negaría la validez del principio de contradicción y se podría deducir que, desde Hegel mismo, el constante golpeteo “panlogístico” de tesis, antítesis y síntesis se aplica a todas las cosas sin más; proceso en el cual toda individualidad y libertad son destruidas, etc. (si aquellos hablan de libertad entonces sus metáforas, por ejemplo, “abierto” y “cerrado”, apuntan a que ellos en lugar de comprender conceptualmente la libertad, sólo añaden al nombre la representación de un espacio vacío). Aquel que tome sobre sí el esfuerzo del concepto y, a la vez, deje de lado la polémica gratuita contra la metafísica, a la que se tiene más bien “por un trozo de lava en la luna que por un yo”,4 comprenderá bastante rápido que se habla obviamente de dos sistemas de Hegel: (1) del sistema escrito en sus obras, y (2) del opus no existente, al que se refieren la mayor parte de sus críticos. Pero, en cuanto nos hacemos cargo e intentamos responder desde el punto de vista de Hegel la cuestión relativa al principio de contradicción, responderemos con ello también a la pregunta planteada arriba acerca del progreso de la filosofía hegeliana en tanto superadora de la filosofía trascendental, con lo que también hacemos justicia, en primer lugar, a nuestro tema.

Nos adentramos in medias res si consideramos la posición de la filosofía trascendental respecto de la historia —tanto de la filosofía misma como también respecto de la historia mundial— y de la religión positiva, o de las instituciones éticas (uno podría englobar todas estas referencias también bajo el término “lenguaje”). Para la razón que se concibe a sí misma en su autonomía (Kant, Fichte), el filosofar previo no se puede sino considerar como una noción oscura del comienzo verdadero y, consecuentemente, las posiciones del dogmatismo racionalista y empirista tendrían que ser consideradas como nulas, pues ellas han tratado a la razón, a la yoidad, a la libertad como objetos fenoménicos. La religión positiva tiene que subordinarse al primado de la razón práctico–moral, al actuar autónomo, es decir, al actuar moral, o bien, ella tiene que ser reemplazada por la “religión de la razón”. Lo que hasta la filosofía trascendental significó el Estado, puede ser tenido en cuenta —considerado rigurosamente— sólo como variación del estado de naturaleza que se contrapone al estado contractual (el Naturrecht de Fichte de 1796 es aquí, por cierto, consecuente) y en la disyunción completa de derecho y moralidad, el matrimonio se entiende también sólo como un contrato (Kant). Que tanto Kant como Fichte, ciertamente de manera distinta, tomen en consideración sin embargo lo positivo sin más en la construcción externa de la historia, no es más que una amistosa complacencia en la que se manifiesta, a estos efectos, que a Kant le gustaría otorgarles a los dogmas de la religión positiva un aspecto religioso–racional, mientras que la doctrina de la ciencia de Fichte se acerca cada vez más a una mística neoplatónica. Aun con estas consecuencias, uno no puede dejar de lado la revolución del modo de pensar que significó la filosofía trascendental o pasarla por alto, como pretenden hoy en día aquellos que piensan que son no sólo los fundadores del análisis del lenguaje, sino también del lenguaje mismo. No es sólo la contraposición fundamental con lo histórico y con la religión positiva lo que impulsa a Hegel hacia la Ciencia de la lógica, y con ello también hacia los Fundamentos de la filosofía del derecho, sino asimismo la comprensión que la exigencia planteada en la cita de Kant de más arriba no se realizó —ni por Kant, ni por Fichte— todavía en su sentido completo, puesto que en ambos pensadores la lógica formal conserva todavía, parcialmente, su autarquía (Kant intenta, por ejemplo en la antinomia de la libertad, mantener la posibilidad de concebir la libertad, es decir, la ausencia de contradicción de la libertad, por medio de la contraposición platónica entre el carácter empírico y el inteligible. Aunque él debería haber sabido que una empresa así, en razón de los resultados de la parte fundamental de la crítica de la razón, no podía avanzar. Y las síntesis de Fichte se interpretan desde un comienzo en el sentido de la eliminación de cualquier contradicción que aparezca, por lo tanto, en el sentido de una autarquía del principio de no–contradicción frente a la apercepción pura). En realidad, la lógica formal es lógica trascendental y pronunciar esta verdad corresponde a la vía especulativa, a la Ciencia de la lógica.

Para aclarar esta última tesis: la lógica formal y la ontología prekantiana, que se sigue de esa lógica formal, ven al principio de no–contradicción, y a sus presuntas distintas formulaciones (principio de identidad y principium exclusi tertii) como fundamentos por antonomasia verdaderos y ciertos de todo pensar, y (ontológicamente) de todo ser. La pregunta por la metafísica de entonces es sólo la pregunta por la determinación más precisa del ser verdadero, es decir, no afectado por la contradicción, que fue llamado sustancia (ousia).

Pero Kant nos mostró que, con los medios de la lógica formal, con el presupuesto de un segundo origen del conocimiento (la sensibilidad), y habiendo visualizado la forma lógica de todas las formas (yo), no se alcanza el ser (“cosa en sí”), sino sólo el objeto fenoménico (substantia phaenomenon). Si no se tienen en cuenta estas condiciones, consideramos a la lógica formal como una herramienta de la verdad sujeta a la dialéctica como una lógica de la apariencia, en la que cosificamos aquello que nunca se habría podido cosificar (por ejemplo, la libertad). Por ello, pertenece al destino de la metafísica prekantiana que ella no haya tomado seriamente su supuesto axioma, la proposición de no contradicción y, con ello, la exigencia de absolutez de la lógica formal. Pues si ella se hubiese mantenido fiel a aquel principio y a ella misma, nunca podría haber ido más allá de la posición del eléata Parménides (acosmismo): tanto la entelequia de Aristóteles, como también la mónada de Leibniz y, sobre todo ya, la dinamización de la idea de Platón, abandonaron el ser abstracto, libre de contradicción.

Este ir más allá de la consideración de una validez ilimitada e incondicional del principio de contradicción es, también, algo que caracteriza a la dialéctica en el sentido de Hegel y nosotros agregamos: que la realidad nunca se podría aprehender sin esta dialéctica. Al eleatismo (principio de contradicción como axioma de la lógica formal) permanecen fieles tanto las ciencias del entendimiento como también la metafísica dogmática del entendimiento; la primera posibilitando el progreso técnico, dejando a la última la improductividad de la tautología. Pero la filosofía trascendental de Kant estableció las condiciones y el verdadero principio supremo en la reflexión, a través del cual se fundamenta por qué la ciencia de la experiencia no se confunde con el recorrido eleático, por ejemplo, de la ontología de Christian Wolff. Sin embargo, la filosofía especulativa, cuyo método es esencialmente la dialéctica —y este es también, con las limitaciones dadas, el método de la Doctrina de la ciencia de Fichte—, ve que el principio de no contradicción presupone, él mismo, la contradicción en cuanto existente.

Respecto de esto se pueden mencionar algunos ejemplos. Supongamos la validez ilimitada del principio de contradicción: no puede haber algo y su contrapuesto al mismo tiempo y, por eso, esto que se atribuye a la vez a lo contrapuesto es un sinsentido, un inexistente o imposible; luego, lo movido es lo mismo que el movimiento mismo, un inexistente y un imposible. Pues, movimiento quiere decir ser y no ser al mismo tiempo, aquí (si pensamos, en primer lugar, en el movimiento de lugar). Si pensamos el movimiento cualitativo (cambio), entonces, pensamos algo que es y a la vez no es de un mismo modo y si incorporáramos a la reflexión el crecimiento o el desarrollo entonces no tendríamos para nuestra representación los estados de reposo separados mediante el vacío, sino un proceso en el que cada estado es al mismo tiempo su negación. Atribuir al movimiento, y con ello en general a la unidad de ser y no–ser, realidad, es el presupuesto para concebir lo en sí mismo moviente, a saber, lo vivo y con ello la vida sin más. La ciencia exacta, eleáticamente orientada, nunca puede por eso conseguir explicar lo vivo, porque esta explicación significa tomar lo vivo con la contradicción, el movimiento, por tanto, la vida. Además, lo vivo no sólo contiene en su concepto la contradicción de ser y no–ser en tanto movimiento, sino que, en cuanto auto–moviente, es un pasar de stasis a kinesis y viceversa. Pero un auto–moviente es, necesariamente, bajo los presupuestos de una ciencia exacta, un sinsentido (nihil negativum). Se ha de enfatizar: bajo los presupuestos de la ciencia exacta, bajo el presupuesto de la validez incondicionada del principio de contradicción, pero no en la realidad y no en verdad.

Una reflexión más: el principio de no contradicción no habría podido ser nunca formulado si lo que este principio niega no existiera. Entonces, ¿cómo podría evitarse lo no existente? Formulado positivamente: el mismo principio de no contradicción presupone la contradicción existente y toda ciencia exacta, cuya posibilidad fundamentó Kant, tiene los medios para evitar la contradicción del movimiento, por ejemplo, ofreciendo una cinemática (Phoronomie), pero esto presupone sin embargo esta contradicción: ninguna doctrina física del movimiento elimina las aporías de Zenón. (Cuando las cabezas lúcidas creen que, no obstante, tal vez uno podría reducir todos los movimientos a puntos quietos, del mismo modo como uno puede lograr técnicamente que nazca la impresión de la movilidad desde imágenes separadas, entonces no deberían olvidar que también la transición de una imagen a otra es el movimiento que ocasiona el aparato, o sea, el que reproduce la película).

El principio de no contradicción dice, ciertamente, que no se puede atribuir a la misma cosa, a la vez, su contrario. Por lo tanto, dicho positivamente: que se puede atribuir en un tiempo determinado a algo A y, en otro tiempo diferente, No–A. Es pues el tiempo mismo, entonces, el algo al que se atribuye lo opuesto, independientemente de que lo que se expresa en el principio mismo es que algo idéntico consigo mismo se afirma como lo radicalmente diferente respecto a su opuesto. (El principio de no contradicción, el entendimiento, es él mismo el generar de la cosa idéntica consigo misma y, en cuanto este generar mismo, no es ninguna cosa). Pero acabemos ahora estos comentarios referidos aquí a los “axiomas” de la lógica formal con la siguiente indicación: que la lógica objetiva de Hegel, que reclama ser la lógica trascendental conceptualmente concebida, presenta –a cualquiera que tiene entendimiento común y científico– como una categoría firme y tranquila, la validez, y a la vez no–validez, del principio de no contradicción.

Kant ha mostrado que la libertad no puede ser objeto de la ciencia de la experiencia y que la posibilidad real de comprender la libertad está negada a la teoría porque nuestro conocer está limitado a la experiencia posible. Pero él quiso sostener la supuesta pensabilidad (consistencia) de la libertad mediante la distinción de su doble carácter empírico e inteligible. Ya en la tercera antinomia de la Crítica de la razón pura, pero luego también en la Crítica de la razón práctica, como en la Crítica del Juicio, Kant cayó con ello en un “nido de contradicciones”. Ello sucedió no a causa de un retroceso a la ontología dogmática, sino mediante la no–comprensión de la naturaleza positivo–dialéctica de la libertad: si la libertad se concibiese lógico–formalmente, es decir, con consistencia lógica o sin contradicciones, ella no sería ni pensable ni real. De ello se desprendería que la autonomía, en el sentido de Kant, y la moralidad serían una ficción.

Así como antes movimiento y vida eran paradigmas de la realidad de lo contradictorio, la libertad ha de verse del mismo modo. Pero ella no es meramente un ejemplo, sino el fundamento más profundo de la contradicción y, en cuanto fundamento, también la superación de sí mismo. Superación (Aufhebung) debe entenderse en el sentido de la unidad de sus tres significados conocidos (destruir, elevar más alto y conservar). Asimismo, en la contradicción misma podemos distinguir: (1) lo presupuesto en el principio de no contradicción, la contradicción existente real de la (2) contradicción explicitada por el principio de no contradicción mismo y este momento, que consiste en el evitar la realidad de la contradicción (es decir, el ser, por ejemplo, del movimiento, es negado), y también, además de este segundo momento, podemos ver (3) la superación de la autonomía de los momentos 1 y 2, superación que Hegel formuló también como la “identidad de la identidad y no–identidad”.5 (Quisiéramos indicar acá, que estos tres puntos corresponderían a la división de la Lógica en ser, esencia y concepto).

Los intentos por comprender la libertad como un concepto, así llamado, libre de contradicción, son afanes que, desde la concreción de su concepto, huyen a representaciones abstractas e ideológicas. La libertad humana es trascender la inmediatez del animal, negar esa inmediatez o, dicho de modo breve con un pasaje muy conocido de la Estética de Hegel: el hombre es animal y, sabiendo que es animal, no es animal. Es animal y no–animal, y, al mismo tiempo, es también este antagonismo. Es cómodo y adecuado al así llamado sano entendimiento —además evita la contradicción—, el comprender al hombre como constituido por una naturaleza animal y una sustancia espiritual no–animal. Pero esto es por antonomasia falso. Es tan falso como la representación de que lo vivo sea un compuesto de cosas muertas. En esta negación del ser–animal, el hombre es libertad existente y, en el sentido de la pedagogía kantiana, el hombre posee autodisciplina, crea cultura, es civilizado y se determina moralmente. En cuanto la libertad es la negación de la inmediatez (del ser animal), en el concepto libertad está contenida la negación y, sin embargo, el entendimiento quiere concebir también la negación con claridad, en el sentido del principio de no contradicción. De este modo surgen intentos por fijar lo negativo, por concebir la libertad con el sentido de lo negativo fijo presuntamente libre de contradicción. La opinión superficial de que habría muchas concepciones distintas de la libertad, opinión que es sostenida ciertamente también por aquellos que hablan de que hay muchas y distintas filosofías, se fundamenta en esta presuposición de una libertad libre de contradicción. Puesto que una de las representaciones abstractas atomísticas de lo negativo es el vacío, se identifica entonces la libertad humana con este vacío o, porque lo cualitativamente negativo es lo otro, se pone a la libertad en una empresa —sin expectativas de éxito—, de determinarse como un Otro (sin ninguna expectativa pues aquel es un otro).

Puesto que cada concepto del entendimiento (categoría) tiene que ser visto también como momento del concepto de libertad, son posibles tantas interpretaciones —no obstante, sólo abstractas (pues el momento es lo autónomo)— de la libertad, en la misma medida en que tales determinaciones se colocan como enfrentadas. De esta manera, la libertad puede ser vista igualmente, tanto en la apariencia cambiante como en su ley. Allí donde tales determinaciones (categorías) se relacionan unas con otras como lo positivo y lo negativo, también se pueden intercambiar ambos lados, y por eso la libertad puede ser puesta en cada caso en lo contrapuesto. Así es, por ejemplo, la relación del todo con las partes —si uno ignora la dialéctica de estos momentos—, objeto de representaciones controversiales sobre la libertad (sobre todo en su dimensión política): la pregunta que se presenta en ese caso es si, políticamente, el verdadero ser (sustancialidad) correspondería al todo o a la individualidad singular; si la preeminencia pertenecería al todo o a las partes. El todo se comprende como la superación de la suma de sus partes o, a la inversa, la parte como lo que le da subsistencia al todo. Sólo que aquí se pasa por alto que al todo, si debe ser “más” que la suma de las partes, se le atribuye una existencia propia junto a las partes, mediante lo que no es más el todo de las partes, y que si, a la inversa, sólo la parte aislada debe constituir el ser verdadero, ella deviene el todo que, de nuevo, tiene partes. Ahora bien, se tiene la opinión de que la relación del individuo respecto al Estado se expresaría mediante esta relación: de este modo, la libertad política se entiende una vez como la supresión del individuo y como el despuntar de la parte en el todo, mientras el supuesto de la posición contrapuesta expresó que el Estado es considerado como desaparecido, incluso si un sólo ciudadano expresaba insatisfacción respecto a una ley. Un todo que, en este sentido, quiere ser más que sus partes, se muestra en definitiva siempre como un todo muerto. Sin embargo, la parte que se interpreta a sí misma como el propósito final de este todo hace lo mismo. Por el contrario, el Estado como un todo, mediado por las instituciones, vive en la convicción de sus ciudadanos, que ven realizada en la realidad exterior su conciencia de la libertad. Con esto vemos que la relación de reflexión (la oposición en la que las contraposiciones declaran su independencia unas de otras) del todo y de las partes, no alcanza a concebir la naturaleza concreta de la libertad política (bajo esta interpretación abstracta de la libertad cae también la representación de que el Estado es resultado de un contrato y que podría fundarse mediante la reunión de los individuos originalmente separados).

Acabamos precisamente de indicar la posibilidad de la confusión de lo positivo y de lo negativo. Esta posibilidad está dada, no obstante, sólo bajo la mirada unilateral, de nuevo abstracta, de su existir uno junto a otro, y ella, de nuevo, consiste en una espacialización insensata de lo lógico. (Uno de los pensadores más profundos en el comprender de lo lógico, de nuestro no precisamente agraciado siglo, a saber Bruno Liebrucks, ha mostrado en su magna obra principal, Sprache und Bewußtsein entre otras, que la lógica formal es espaciología, que en ella el lenguaje siempre se ve desde la escritura).6 En verdad, lo positivo es lo puesto y lo negativo, en cuanto lo autonegante, el poner. Pero en cuanto poner (¡Fichte!) es la yoidad, y por eso aquel trascender del ser animal (saber) del que se habló arriba. Desde el punto de vista lógico formal se piensa, al mencionarse lo negativo, siempre en el vacío que se debe encontrar espacialmente junto a lo pleno —no se piensa lo negativo mismo.

Pertenece todavía a la abstracción determinar la libertad como realización de la esencia, aun cuando este pensamiento sea una figura más concreta que las anteriormente mencionadas falsificaciones del concepto de libertad. Representar individualmente su esencia, su tipo de legalidad y alcanzar en esta representación el fin de la naturaleza, caracteriza la perfección de lo naturalmente concreto, de lo vivo (por ejemplo la “libertad” de los robles en Hölderlin o la “libertad” de la naturaleza, que elogia el marqués de Posa en Schiller). La esencia se realiza aquí, si no se interpone ningún impedimento externo. Sin embargo, la esencia de la naturaleza no actúa ni se sabe cómo concretizadora de fines (la “acción instintiva” se encuentra en la misma niebla en la que se encuentran las ideologías). Esta “libertad” de lo vivo —indiferente a la oposición entre el bien y el mal— no es la libertad del “concepto que existe en cuanto concepto”, no es la libertad humana. Los cínicos, aquellos que quieren considerar al hombre como un ser vivo entre otros tipos de animales, o los naturalistas en general, ponen la libertad en la realización de la animalidad. Este naturalismo, ya sea como hedonismo, utilitarismo, etc., puede negar la libertad humana o, como una mezcla marxista–freudiana de una conocida escuela que se asienta en una, así llamada, revolución estudiantil, puede querer liberar a la sensibilidad de la tiranía del espíritu —la esencia de esta liberad es un “profundo sueño lógico” (Liebrucks).

Tras la mención de algunas posiciones que falsean la libertad mediante la interpretación errónea de lo negativo, llegamos ahora a los momentos del concepto concreto de libertad, contenidos en los famosos §§ 5–7 de los Grundlinien der Philosophie des Rechts. (En estos §§ está contenida la Wissenschaft der Logik como el roble en la bellota). Por cierto, el § 5 trata de la voluntad. Pero aquí la voluntad no tiene más el significado de una facultad del alma, de una facultad entre las otras conocidas por la tradición filosófica, sino que se trata de la razón práctica, aunque deba aclararse que es la misma razón, tanto teórica como práctica (visto desde Fichte es una obviedad). Llamar a esta voluntad “libre” sería un pleonasmo si no se estuviera en permanente confrontación con posiciones que siempre cosifican, y —a esto corresponde el concepto cosificar— olvidan la cosificación misma en las cosas. Así, el primer momento es la indeterminación pura, la absoluta abstracción, yo=yo. Aquí se trata de sinónimos, varios de los cuales aún existen, pero que deben ser mencionados, pues la tradición no entrevió esta sinonimia (estableció, por ejemplo, la indeterminación como la materia distinguida de la forma, entendió la abstracción como un solo quehacer subjetivo y no como negación absoluta, o preguntó por la relación de lo universal de la esencia respecto al espíritu (yo), o aun, siguiendo a Descartes, cosificó el “yo pienso” —res cogitans—). Este primer momento no sólo caracteriza la posibilidad de abstraerse de todo, sino que esta abstracción es ya siempre real: en tanto agente, el concepto existente (el hombre) se contrapuso siempre tanto a la realidad externa como a las determinaciones que él encuentra en sí, en el sentido, por ejemplo, de la naturaleza animal (esta absoluta abstracción quiere decir, por tanto, también “negatividad absoluta”). Este distinguir absoluto en la autorrelación (yo=yo) es el poner, el crear un mundo (la visión de Kant que está expresada en la cita de arriba). O, para iluminar este importante punto desde otro ángulo: ¿cuál es el fundamento de todo saber determinado? Aquí no se pregunta por las condiciones y circunstancias por medio de las cuales Gayo consiguió el conocimiento de los antecesores en Roma. El filosóficamente naiv podría pensar que esta pregunta exige contar la totalidad de las condiciones de este conocimiento desde el Big–Bang hasta la fecha —como la teoría evolucionista del conocimiento nos cuenta en su relato—. Más bien: el fundamento de todo saber es la forma “yo sé” y ésta no se ha de deducir, en ningún caso, de alguna cosa o de algún estado de cosas. La yoidad, como la forma absoluta de todo saber, en cuanto se pone a sí misma, es el poner del objeto, del que ella a su vez se distingue (y al que se contrapone), igualmente como sujeto. Este distinguirse del acto de producir del objeto respecto a su producto se expresa como yo=yo, es la identidad de lo negativo, del poner y del sí mismo. Por tanto, la abstracción absoluta, no el omitir discrecional de determinaciones de lo concreto; no un negar casual, arbitrario, relativo.

Pero si este primer momento de la libertad (el del ponerse a sí misma), es entendido inmediatamente como su realidad, entonces se da “la libertad del vacío”,7 el delirio de la negación, el fanatismo y, en la forma suave de su expresión política, la progresividad sin meta alguna, la cual desemboca en una permanente deconstrucción de tabúes y en una crítica social que (en cuanto le empieza a aburrir la amada igualación del hombre con el animal) termina sobrevalorando lo perverso. La abstracción absoluta, que contiene en sí misma la posibilidad de la ascesis, así como la de la descorporeización del concepto existente, o también la conciencia estoica de la libertad, es, sin embargo, la base de los siguientes momentos y, como se ha indicado anteriormente (Yo como el producir del objeto), el momento teórico de la libertad. Esto es, el momento que engloba a la totalidad de la razón teórica.

El primero es, ya en sí, el segundo momento. Este es (§ 6) el yo, como el “pasar desde la indeterminación indiferenciada hacia la diferenciación, el determinar y poner una determinación en la forma de un contenido y un objeto”.

Es sólo la explicación de que el yo en su autorrelación es al mismo tiempo el devenir lógico del no–yo, por medio del cual se limita a sí mismo. Actuar, en el sentido de la razón práctica, quiere decir autolimitación, no discurrir teóricamente de una posibilidad a otra (según Aristóteles, esta es la característica de lo malo, que no sabe, cuando le toca actuar, lo que debe hacer, porque para él, desde luego, habría muchas posibilidades –el no hacer nada más que ofrecerle su conciencia “crítica” al que debe actuar) El primer momento no existe ciertamente sin el segundo y a la inversa. La transición hacia la determinación presupone la indeterminación pura y ésta, de nuevo, la transición. La libertad no es el pseudo–estado del estar indeterminado, sino que incluye la autodeterminación, el autodisciplinamiento, la autocoacción.

Si hemos caracterizado a la libertad como autodeterminación tal que, por tanto, el yo, sólo en el tránsito a la determinación, es la identidad del primer momento consigo, o, formulado de otro modo, precisamente en este tránsito se preserva, y entonces ya hemos expresado con esto también el tercer momento, el momento de la singularidad. Hegel advierte, en la nota al segundo momento (§ 6), en cuanto asigna a la universalidad y a la particularidad, momentos del concepto de libertad, como pertenecientes a la filosofía trascendental kantiano–fichteana, también marca la diferencia de la lógica respecto a la Doctrina de la Ciencia, y lo hace de modo resumido en dos frases: “Comprender la negatividad inmanente en lo universal o en lo idéntico, como en el yo, fue el próximo paso” [Hegel, Rechtsphilosophie, § 6]. Es decir, en sí, el momento de la universalidad ya es la particularidad, mientras Fichte, frente a la tesis (yo=yo) necesita todavía una antítesis y, consecuentemente con este camino tomado, una síntesis externa, o (en otras palabras) todavía enfrenta a la infinitud vacía de la libertad con su determinación. Pero esta aparente pequeña diferencia implica la diferencia considerada entre ambos sistemas expuestos, que está presente, por ejemplo, como se refirió antes, respecto al concebir de lo histórico. La singularidad, “la particularidad que vuelve a la universalidad” [Hegel, Rechtsphilosophie, § 7] constituye, en cuanto el tercer momento, al mismo tiempo la totalidad de la autodeterminación. Ella es lo concreto, lo individual según su concepto, es decir, la singularidad es lo que el momento de la universalidad ya es en sí, pero ahora real (para sí). Este movimiento lógico de la universalidad a la singularidad, que no se pierde en lo particular, sino que está presente en todos los contenidos que aparecen como casuales, es aquello que actualmente se sub–interpreta: lo que se llama desarrollo, entelequia según Aristóteles, y que es un progresar que tiene un fin, a saber un telos: realizar el concepto (en contraposición al progreso infinito en Kant y Fichte, donde, con la realización de una identidad absoluta superadora de toda diferencia, yo y mundo se destruyen). Con todo, no se debe entender a esta reconciliación lógica de la vida (desarrollo) con el auto–ponerse del sí mismo, respecto a la historia del mundo, de manera que, de este modo, Hegel hubiese incluido también un fin de los tiempos (eschaton) en el interior de la historia del espíritu objetivo, de forma que la historia del mundo, en cuanto progreso en la conciencia de la libertad, sería un proseguir a un estado paradisíaco futuro. Hegel coincide plenamente con Hölderlin en que el querer elevar el Estado (el espíritu objetivo) al cielo, significa convertirlo en el infierno. (Si, por el contrario, los socialismos que se llaman científicos llegan al paraíso mediante la extinción del Estado, se aterriza entonces más rápido en el infierno.)

El máximo nivel que puede alcanzar la conciencia de la libertad está dado con el principio del cristianismo y todo progreso es el movimiento dentro de este principio, en el sentido de la imaginación del mismo en la realidad externa. Hegel concibe en este sentido la Edad Media, la Reforma, pero también la Ilustración y la Revolución. (La continuación de la Ilustración en nuestros días, la pseudo–Ilustración en curso, olvidó que ella sólo pudo aparecer y exigir los derechos fundamentales sobre el suelo de este principio.) En el sentido del concepto de desarrollo fundado lógicamente —esto es, de la idea de que la particularidad y la limitación no significan ninguna contaminación sino la concretización de la libertad— y puesto que, en primer lugar, ella es idéntica consigo misma, y que ella no rechaza la infinitud, la historia pudo ser concebida (tanto de la filosofía como también del mundo, no, en cambio, de la naturaleza, pues ésta no tiene historia) en sus figuras concretas. La pseudo–Ilustración se alboroza sin ningún motivo sobre la historia, aun lejos de allí donde —ciertamente sólo en el sentido de una consideración reflexionante de la historia— se ocupa de ella y, en la misma, se encuentra todavía en una contradicción sin resolver: por una parte, ha de explicarla con buenos argumentos y presuntas leyes, por otra parte, ha de valorarla moralmente y, en tercer lugar, tener incluso, en el moralizar, a la moralidad misma por una ficción. Permanecer en la contradicción es el rechazo de su superación y en ningún caso se trata de la dialéctica, sino de la abolición del entendimiento occidental por mano de sus propagandistas.

Como el entendimiento abstracto cree poder descartar mediante la dialéctica de la libertad el hecho de que se representa al hombre como compuesto de naturaleza animal y de naturaleza espiritual, separa con ello los primeros momentos de la libertad y otorga a la universalidad y a la particularidad de la voluntad un estatus de existencias diferenciadas. En esto es fiel a sí mismo, pues esta existencia separada presupone también a todas las otras categorías. Cómo se hace efectivo esto en las determinaciones contrapuestas pero inseparables del todo y de las partes, lo hemos referido arriba. Pero en lo particular resta aún desarrollar los momentos de la comparación: igualdad y desigualdad en relación con la distinción entre lo esencial y lo inesencial.

A cada concepto existente (a cada hombre), se le atribuye necesariamente el primer momento (yo=yo). Incluso todos los ilustrados naturalistas, llámense ellos d’Holbach, Feuerbach o Marx, ponen este presupuesto, sin el cual ellos tendrían que considerar a todos sus discursos sobre los derechos humanos como puros sinsentidos, pues ningún cuerpo, pero tampoco ningún corpus animatum, puede tener derechos; los derechos provienen sólo de la libertad que existe, que ha afectado al cuerpo como medio. En cuanto se atribuye de este modo a cada hombre la libertad (yoidad), ella es, a la vez, aquello en lo que todos ellos (los hombres) son iguales. Puesto que la igualdad trae consigo a su contrario, la desigualdad, ésta es puesta luego (por el entendimiento) en la particularidad fija, la que es vista con ello, a la vez, como inesencial. Pero que el concepto de libertad no cae con el primer momento, sino que el poner de lo particular y la identidad del yo consigo mismo en su particularidad constituye la autoconcreción necesaria de la libertad: queda oculto al proceder del entendimiento y se considera como lo inesencial que produce la desigualdad. Por supuesto, es el primer momento el fundamento por el que se ha de reconocer al individuo humano como persona (en la esfera del derecho) y, en este sentido, es entendido atómicamente.

Pero con esto se anticipa también que ser persona es sólo la posibilidad (ser en sí) de la libertad real (es decir en su particularidad), idéntica primero consigo misma. De aquí no se sigue, en modo alguno, que al hombre que se comporta en lo práctico, como también sólo teóricamente, en el sentido de las posibilidades arriba mencionadas, y que por lo tanto rechaza la libertad activa, se le podría privar del estado de derecho, de la personalidad: más bien él ya la tiene en el momento de la posibilidad. (Si ya se olvidó que el quedarse detenido en el primer momento, en cuanto justamente quedarse detenido, así como el negarse a la acción, es autodeterminación y acción. Porque en este contexto siempre se plantea la pregunta por la legitimidad del aborto; la respondemos también aquí: el saber que el embrión es un ser humano venidero, y por lo tanto la posibilidad real de la libertad individualmente existente, la posibilidad de aceptar el aborto niega aquella acción.) La libertad real es ser en sí mismo cabe el otro y este otro es, por una parte, la naturaleza; por otra, el otro concepto existente en tanto individuo. Ambos están contenidos en el concepto de la eticidad, al impulso natural —opuesto al espíritu— se le quita su ser otro en cuanto se forma mediante la libertad, se le da una determinación ética (matrimonio, familia), de la misma manera que, en el amor ético, se supera (como se ha mencionado ya anteriormente) la atomicidad y la autonomía abstracta de la persona mediante la libertad (en el Estado, esta asunción es real en el patriotismo y ella no puede ser producida mediante el poder del Estado).

Separar el primer momento de la libertad de su realidad (tercer momento), considerando a aquél lo esencial, conduce, en cambio, a la misma barbarie como la negación autoengañosa, naturalista, de lo mismo, por ejemplo: aquel que cree ser libre, erigiéndose sobre las (igual de presuntas) instituciones éticas, la familia, a las que en su discurso de pseudo–platónico amor por la humanidad considera como límites casuales para el espíritu real y el Estado, aquel que por tanto profesa su “autorrealización”, es tan hedonista como el cínico que busca su eudaimonia en el ser animal. Ambos se quitan la vida (Hegel formula esto en el capítulo “El placer y la necesidad”, en la Fenomenología. La apariencia de duplicidad es en verdad la unicidad: el placer supremo del hedonista que ha elegido la vida, es la muerte, la primera, y con esto la abstracta negación de la vida, que es también, frente a la realización de la libertad, el primer momento estático de la libertad). Aquellos que, en la negación del espíritu objetivo, afirman el amor sin más y, recientemente, la “hermandad” (también sólo sin más), deben admitir en la reflexión lo que ellos quieren ahí: el ejemplo empírico de una comuna sustentada por la experiencia de una desvergüenza funcional ya dio la correspondiente respuesta.

El hacer del primer momento de la libertad algo independiente por sí, se convierte en odio a todo lo concreto, que sólo se tapa mediante una retórica edificante desde una comprensión puramente lógica de la contradicción de un uno que excluye toda diversidad: al posible lógico–formal (A=A), pero lógico–verdaderamente imposible Estado mundial, se le contraponen los muchos Estados. Ellos comparten el hecho que —desiguales mediante la lengua, la eticidad o también la religión— impiden la asociación “libre” o la incorporación de los individuos reducidos a sus necesidades animales y con ello aislados. En lo pedagógico es el pensar por cuenta propia el que se contrapone al contenido racionalmente ordenado, el que de esta manera aparece al espíritu como un material externo (como sílabas sin sentido). (Este material, en el que se cuentan también todas las disciplinas de formación humanista, las lenguas, y por último también las lenguas maternas, se ordena de un modo nominalístico con la vista puesta en las necesidades vitales: sobrevivencia del individuo aislado). El pensador por propia cuenta es entonces libre de ser el balde del material sin espíritu y del vocabulario ilustrado. Lo que pierde aquí, puede, no obstante, ganarlo referido a lo práctico: él puede mirar, en la profundidad de su psique, investigar sus inclinaciones escondidas y reprimidas para, conforme a los resultados de su investigación, entrar en las “relaciones” de estas inclinaciones o incluso “construirlas” (con tales vuelcos caracterizan los pensadores asistemáticos,8 en un lenguaje limpio, “científico”, aquello que los poetas, de los que ciertamente no se sabe más, han cantado antaño efusivamente como amor). La investigación científica de la profundidad interior de los abismos del alma nos muestra, sin embargo, que lo que siempre movió al mundo exige la necesidad de la delicadeza de unos frente a otros e impide que nos causemos daño, por ejemplo, mediante la autodisciplina o incluso mediante la eticidad. Asimismo, a una religión, a la fe interior en algo sin más (incluso esta formulación es demasiado dogmática y una “exigencia de absolutez” que no expresa propiamente lo que significa), se contraponen las distintas religiones. Pero aquí aparece también una solución ilustrada impecable: dejando de lado todas las exigencias de verdad, dejando que sus representantes entren en una discusión libre de prejuicios, se da el sorprendente resultado de que las religiones, independientemente de su desigualdad, son todas ellas, sin embargo, iguales a una religión auténtica y sin contenido. Si el odio hacia lo concreto de este resultado parece inofensivo, entonces él procede a concebir una confesión de fe negativa (como Bertrand Russel, Por qué no soy cristiano) o a usar la religión como música de acompañamiento de la praxis revolucionaria que cambia el mundo, después de que su esencia se haya puesto en la promoción de una convivencia tolerable bajo el nombre de moral.

El entendimiento ilustrado, que equipara de este modo la libertad con uno de sus momentos, que no ve el vacío espiritual resultante a partir de ello, imagina que procede triunfante en la lucha con la fe y que la auténtica historia de la humanidad habría comenzado con su entrada y habría liberado una “prehistoria” (Marx). El entendimiento ilustrado pasa por alto lo que incluso sería accesible a su manía de comparar lo “meramente” diferente: que la religión de la libertad (como Hegel la concibe, es decir, la religión absoluta, el cristianismo, y él no afirma meramente su absolutez), precisamente a través de su sustancia real, esto es, el hombre–Dios, la trinidad, que para el entendimiento es una vergüenza, tendría, por una parte, que confrontarse necesariamente con la exigencia eleático–lógico–formal, pero igualmente con la superación de la misma mediante Platón y Aristóteles, mientras, tanto el politeísmo como también el monoteísmo abstracto, no eran ni indiferentes, ni sencillamente compatibles con la filosofía. Pero este simplista modo de colocar todas las cosas juntas se convierte en la negación de un lado (como el desaparecer de la filosofía en el Islam). Pero en el cristianismo el espíritu es también para el espíritu, revelándose a sí mismo: no es extraño a la razón y exige a la filosofía el pensar que concibe, que contiene, por su parte, el momento del eleatismo (el momento de fijar del entendimiento, la lógica formal). La Ilustración se debe comprender, en este sentido, sólo como la separación de este momento y con ello del primer momento de la libertad, al que debemos, por ejemplo, el Estado de derecho. Pero esta separación es, de nuevo, sólo un momento en la religión absoluta y la Ilustración de la Ilustración es la dialéctica.

Cuando en la actualidad, la “confesión de fe de un escéptico” (Lessing) ha llegado a ser a menudo el credo de los teólogos, se plantea (para nosotros) la pregunta retórica de si no sería el momento de apropiarnos de la Ilustración de la Ilustración alcanzada en la época que va de Kant hasta Hegel.

Referencias bibliográficas

- Fichte, J. G., Grundlage der gesammten Wissenschaftslehre, Hamburg, Felix Meiner, 1956. [ Links ]

- Hegel, G. W. F., Wissenschaft der Logik, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1986. [ Links ]

- Hegel, G. W. F., Grundlinien der Philosophie des Rechts, Frankfurt, Suhrkamp, 1986. [ Links ]

- Kant, Immanuel, Crítica de la razón pura, edición de M. Caimi, Buenos Aires, Colihue, p. 203. [ Links ]

- Liebrucks, Bruno, Einleitung Spannweite des Problems. Von den undialektischen Gebilden zur dialektischen Bewegung. Sprache und Bewusstsein, Frankfurt am Main, Akademische Verlags–Gesellschaft, 1964. [ Links ]

1El presente trabajo apareció publicado por primera vez en Freiheit und Verantwortung. Jahrbuch für politische Erneuerung, ed. por Lothar Höbelt et al., Viena 1994, pp. 39–51. Posteriormente, fue reproducido en Franz Ungler: Zur antiken und neuzeitlichen Dialektik, ed. por. Michael Höfler y Michael Wladika, Frankfurt 2005, pp. 117–133, a partir de la que se realiza esta traducción, que cuenta con los derechos de autor y con la autorización de la editorial. Consten entonces, respectivamente, los agradecimientos a los herederos de Franz Ungler y a Peter Lang Verlag.

2Cf. Hegel, G. W. F., Wissenschaft der Logik, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1986, I, p. 147.

3Kant, Immanuel, Crítica de la razón pura, edición de M. Caimi, Buenos Aires, Colihue, p. 203.

4Fichte, J.G., Grundlage der gesammten Wissenschaftslehre, I, 175, nota, Hamburg, Felix Meiner, 1956, pp. 95–96.

5Cf. Hegel, G. W. F., Wissenschaft der Logik, I, p. 74.

6Liebrucks, Bruno, Einleitung Spannweite des Problems. Von den undialektischen Gebilden zur dialektischen Bewegung. Sprache und Bewusstsein, Frankfurt a.M., Akademische Verlags–Gesellschaft, 1964.

7Hegel, G. W. F., Grundlinien der Philosophie des Rechts, Frankfurt, Suhrkamp, 1986, p. 50

8Se traduce “Selbstdenker” por pensador asistemático para aclarar mejor la idea del autor. Las traducciones de pensador por cuenta propia o autopensador o pensador libre consideramos que no contribuirían a la idea expresada aquí. [Nota del traductor]

Recibido: 01 de Enero de 2020; Aprobado: 01 de Diciembre de 2020

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Franz Ungler (1945–2003) fue profesor de filosofía en el Instituto de filosofía de la Universidad de Viena, donde trabajó hasta el día de su muerte repentina, siendo la filosofía antigua y los sistemas del Idealismo alemán el objeto principal de sus estudios. Traducción de Max Maureira. Revisión de Víctor Duplancic.

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