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La trama de la comunicación

versión impresa ISSN 1668-5628

Trama comun. vol.23 no.1 Rosario jun. 2019

 

ARTÍCULOS

La semiosis “social” de las biomoléculas

 

Por Pablo Esteban Rodríguez

prodriguez@sociales.uba.ar / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad de Buenos Aires, Argentina

Pablo Esteban Rodríguez
Argentino.
Investigador Adjunto de Conicet. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Magister en Comunicación y Cultura Universidad de Buenos Aires. DEA en Communication, Technologies et Pouvoir Université de Paris I (Panthéon-Sorbonne). Licenciado en Comunicación Universidad de Buenos Aires. Profesor Adjunto del Seminario de Informática y Sociedad (cátedra Kozak) de la Universidad de Buenos Aires.
Afiliación Institucional: Instituto de Investigaciones Gino Germani, Universidad de Buenos Aires.
Área de especialidad: Teoría de la Información.
E-mail: prodriguez@sociales.uba.ar


Sumario:

El artículo estudia el modo en que la genética actual emplea nociones provenientes de las ciencias del lenguaje para comprender la actividad de las biomoléculas: código, expresión, silenciación, edición son algunos de estos términos. Propone un itinerario que comienza con formulaciones generales que, desde el siglo XIX, aludían a un código biomolecular para culminar en la amalgama entre biología molecular y teoría tecnológica de la información desarrollada por el Dogma Central de la biología molecular en los años 1950. Luego, a partir del concepto de código genético, se analizan los modelos de comprensión aplicados por las propias ciencias del lenguaje a la genética: la lingüística molecular, la biosemiótica y la relación de ambas con los clásicos modelos comunicacionales de emisor-mensaje-receptor, al que alude directamente el Dogma Central, mostrando los límites de los diferentes modelos y su vínculo con algunos hallazgos experimentales recientes de la biología molecular. Finalmente, se sugiere que la teoría de los discursos sociales de E. Verón podría ser tomada como un nuevo modelo “bio-significante”. Se pretende con ello realizar un aporte al campo de las ciencias de la comunicación mediante la inclusión de ciertos aspectos de la biología molecular dentro de su égida.

Descriptores: Código genético; Dogma central; Lingüística molecular; Biosemiótica; Discursos sociales

Summary:

The article studies the way in which the current genetics uses notions from the sciences of the language to understand) the activity of biomolecules: code, expression, silencing, edition they are some of these terms. It proposes an itinerary beginning with the general formulations that, from the 19th century, referred to a biomolecular code and ending with the fusion between molecular biology and technological theory of the information developed by the Central Dogma of the molecular biology in the 1950 decade. Then, based on the notion of genetic code, models of comprehension applied by the sciences of the language to the genetics were analyzed: molecular linguistics, biosemiotics and the relationship of both with the classic communication models of sender–message-receiver, mentioned directly by the Central Dogma, showing the limits of the different models and the link with some recent experimental discoveries of molecular biology. Finally, it is suggested that the theory of the social discourses of E. Verón might be taken as a new "bio-significant" model. With this approach, it is expected to contribute to the field of the communication sciences by including certain aspects of the molecular biology under its aegis.

Describers: Genetic code; Central dogma; Molecular linguistics; Biosemiotics; Social discourses


En 1860, el inmigrante italiano Antonio Meucci hizo una demostración pública en Nueva York del “teletrófono”, dispositivo patentado 16 años después con el nombre de teléfono por Alexander Graham Bell. En 1865, el monje agustino Gregor Mendel expuso sus trabajos sobre hibridación de plantas en la Sociedad de Historia Natural de Brno, en la actual República Checa, dando lugar a las “leyes de Mendel”, consideradas la base de la genética. En 1869, el médico suizo Johan Miescher aisló dentro del núcleo de los glóbulos blancos unas moléculas ricas en fosfato a las que llamó nucleínas, que dará lugar a los ácidos nucleicos. Miescher continuó investigando los elementos químicos de las biomoléculas y en 1882, en una carta a su tío, aventuraba que “los numerosos átomos asimétricos del carbono” originan “la expresión de una gran diversidad de condiciones hereditarias, de la misma manera que un alfabeto de veinticuatro a treinta letras permite la expresión escrita de todas las palabras en todas las lenguas” (citado en Montoya Santamaría, 2006: 112). Un año antes, Bell había creado su compañía de teléfonos junto con un laboratorio centrado en la investigación en telecomunicaciones.
Ochenta años después, estas mismas cartas se barajarán de otro modo. En 1943, el físico alemán Erwin Schrödinger, uno de los referentes de la mecánica cuántica, pronunció una famosa conferencia, ¿Qué es la vida?, donde despliega la definición de código genético en un marco estrictamente termodinámico, pero de un modo tal que es identificada por la epistemología de la biología como una de las bases de la biología molecular, cuyo marco será la teoría de la información (Fox-Keller, 2000; Pichot, 1999). En 1944, Oswald Avery, Colin McLeod y Maclyn McCarthy publicaron un artículo en el que postulaban la actividad biológica central del ácido desoxirribonucleico (ADN), heredero de las nucleínas de Miescher, para explicar las mutaciones biomoleculares, que será luego la base de la promoción del ADN como el sustrato material del gen, la unidad mínima de herencia. En 1948, Claude Shannon dio a conocer su famosa teoría matemática de la comunicación, que en los hechos es el acta de fundación de las ciencias y tecnologías de la información, concepto que define y cuantifica en relación con las investigaciones en telecomunicaciones llevadas a cabo en aquel laboratorio que había creado Bell en 1881.
Hay dos líneas principales que unen estos dos periodos fértiles para los propósitos de este artículo. La primera es la de la química orgánica y la microbiología que, a través de la especificación de la actividad, estructura y función de las biomoléculas, logró extender en el seno de las ciencias biológicas el campo de la biología molecular, destinada a transformarse en la estrella de las ciencias naturales en la segunda mitad del siglo XX. La segunda línea es la de las telecomunicaciones que, a través del análisis y la transformación técnica de campos y ondas electromagnéticas, consiguió crear una nueva noción que también es el faro de la tecnología en la actualidad: la información, definida como algo diferente tanto de la materia como de la energía, según planteó el padre de la cibernética, Norbert Wiener (1971: 216). Esas dos líneas convergen en el crecimiento de la genética, para la cual la transmisión de la herencia posee una base química y al mismo tiempo tecnológica. La genética, que a partir de allí funcionó en cierto modo como centro de gravedad de las diversas ramas de la biología molecular, llegó a la síntesis de sus dos vertientes con la formulación del conocido Dogma Central (en adelante, DC) de la biología molecular.
Postulado por Francis Crick, uno de los dos firmantes con James Watson del artículo donde se describe la estructura del ADN, el DC sostiene que la transmisión de la herencia consiste en el paso de un flujo de información desde el ADN hacia las proteínas a través del ácido ribonucleico, el ARN, en sus diversas variantes (Crick, 1970). Se trata de un flujo unidireccional, esto es, no puede partir de las proteínas hacia el ADN, por lo cual se puede decir que, en un hipotético sistema unidireccional de comunicación, el ADN ocupa la posición del emisor y las proteínas la del receptor. El ARN es el mensaje, hasta tal punto que uno de los ARN responsables de la transmisión del flujo se llama “mensajero”. A partir de allí se forma lo que a mediados de los años 1950 pasó a ser conocido como código genético, que se expresa en series de tres bases de las cuatro posibles en el ARN denominadas codones. Si llama la atención la introducción de metáforas comunicacionales en el espacio que se abre entre la química y las transmisiones electromagnéticas, mayor será la sorpresa cuando se admite que la relación entre el ADN y el ARN se denomina transcripción, y la existente entre ARN y proteínas se conoce como traducción.
Como resultado de esta combinación entre el lenguaje oral y el escrito, se habla con total naturalidad de “expresión génica”, de “represión”, “silenciación” y “edición” de genes. Las biomoléculas no sólo realizarían tareas de orden significante, sino que también producen sustancias tridimensionales, que son los constituyentes de las células, y de allí en sentido ascendente en la “escala” de lo viviente. Llegados a este punto, pues, se recorta el objeto de este artículo: la consideración de la biología molecular como una ciencia de la comunicación o, al menos, como un tipo de discurso científico que combina los recursos a la química orgánica y a la teoría de la información a través de una comprensión de las biomoléculas como entidades comunicacionales.
En la década de 1960, reconocidos biólogos moleculares como Jacques Monod (2000), François Jacob (1999) y André Lwoff (1966) interpretaron las interacciones biomoleculares con herramientas teóricas de la cibernética (programa, código en sentido digital, retroalimentación) y otras provenientes de la lingüística (el código entendido como lengua). Este cruce de disciplinas fue confirmado por Roman Jakobson (1973), uno de los padres de la fonología y de la lingüística estructuralista, quien estimó que el código genético podía ser considerado un código lingüístico. Simultáneamente se constituyó el campo de la biosemiótica que, desde una perspectiva diferente al abordaje más propiamente continental y más que nada francés, ligado al proyecto saussureano de la semiología, disputaba el modo en que la biología molecular –pero también la etología y otras ramas de la biología– debía circunscribir sus definiciones de signo, de código y de interpretación, recostándose sobre el modelo de signo de Peirce. Este periodo de invención teórica en la biología molecular estuvo coronado por dos hallazgos experimentales que le darían al campo el sesgo tecnológico que conserva en la actualidad: en 1973, la posibilidad de recombinar fragmentos de ADN para la producción e identificación de mutaciones de origen genético; y diez años después, la generación de la reacción en cadena de polimerasa (PCR, según sus siglas en inglés), que permite copiar y amplificar cualquier fragmento de ADN. El ADN recombinante y la PCR pueden ser considerados como un tercer momento de concentración de la problemática tratada aquí, en el sentido en que se volvió comprobable experimentalmente ese funcionamiento fonológico, lingüístico o semiótico de las biomoléculas.
Esta amalgama teórica y experimental tuvo su punto culminante en la secuenciación completa del Genoma Humano en 2003, que fue acompañado por un profuso imaginario ligado a la figura de la “biblioteca de la vida”. Ahora bien, ¿en qué medida son válidas las analogías entre el lenguaje y la biología? ¿Se trata únicamente de metáforas? ¿Cuál sería su valor heurístico? ¿Cuál es la relación que se pretende establecer entre la actividad biomolecular y la actividad propiamente humana (como lo es un proceso de significación) y, también, la actividad técnica, en la medida en que las equivalencias entre biología y lenguaje se consolidaron gracias a la mediación del modelo cibernético y en particular de la teoría de la información? Estas son algunas de las preguntas que intentaremos responder, en la senda de algunos trabajos previos (Rodríguez, 2015, 2018), a través de la reseña de las principales interpretaciones lingüísticas, semiológicas y semióticas que recibió la biología molecular en los últimos 50 años. Propondremos, para terminar, una analogía con la teoría de los discursos sociales que buscará atravesar y superar dichas interpretaciones 1.
 
El cristal que se convierte en palabra

Según Schrödinger, el fenómeno de la vida es una “isla de organización” dentro del universo gobernado por la segunda ley de la termodinámica que evoca la entropía, la tendencia de los sistemas termodinámicos abiertos a alcanzar un equilibrio térmico, que en nuestro planeta establece condiciones incompatibles con las formas vivientes actuales. Schrödinger plantea que la vida en sí misma es orden y cada ser vivo extrae su organización de ese orden. La explicación del proceso “no puede reducirse a las leyes ordinarias de la física”, ya que “es diferente de todo lo que hasta ahora se ha venido experimentando en un laboratorio de física” (Schrödinger, 1985: 104), sin por ello tener que apelar a una fuerza o impulso que asemejaría su postura a un vitalismo decimonónico. Apela entonces a la figura de un “cristal aperiódico”, único cristal que puede soportar la turbulencia termodinámica de las sustancias en los seres vivos, logrando repetir exitosamente las estructuras de manera “coherente y llena de sentido” (Schrödinger, 1985: 16).
El cristal aperiódico sería en lo esencial una forma, una estructura, “que puede duplicarse en tanto tal”. La estructura de este cristal contendría el plan de lo que será el individuo desarrollado. En esta especulación, los cristales aperiódicos compondrían a los cromosomas que, en tanto células responsables de la herencia, “contienen en alguna forma de código-guión el esquema completo de todo el desarrollo futuro del individuo” y “son al mismo tiempo los instrumentos que realizan el desarrollo que ellos mismos pronostican”. “Son el código jurídico y el poder ejecutivo; para usar otra comparación, son a la vez los planos del arquitecto y la mano de obra del constructor” (Schrödinger, 1985: 36-37) 2. Schrödinger estima que cada célula de un cuerpo dispone de copias perfectas del código y también de su modo de ejecución, del mismo modo en que, razona, el general Montgomery tuvo éxito en su campaña africana en la Segunda Guerra Mundial  porque todos sus soldados estaban informados de los planes y mantenía con ellos una comunicación fluida (Fox Keller, 2000: 83).
De este modo, Schrödinger interpreta que el nuevo campo de la biología molecular se caracteriza ante todo por el carácter especial de las moléculas que estudia. El cristal aperiódico está cargado de analogías antropomórficas: están llenas de sentido, se constituyen como un guión que es a su vez una orden escrita pero también el modo en que se lo debe interpretar para ejecutar esa orden, y su éxito depende de un esquema de comunicación ligado a la multiplicación de ese guión en todas las células. Efectivamente, semejante objeto no podría pertenecer a las ciencias físicas de entonces pero tampoco a las biológicas, en la medida en que pareciera existir una suerte de “inteligencia encarnada” en las biomoléculas. Para ello, Schrödinger se basaba en la particularidad de la estructura química manteniéndose dentro del marco establecido en esa época, en el cual no figuraba aún la noción tecnocientífica de información. Por otra parte, se seguía creyendo que eran las proteínas, por su intensa actividad, las moléculas responsables de la herencia.
En la década posterior a la conferencia de Schrödinger, como ya se dijo, se aisló al ADN como la molécula que provoca transformaciones en las demás y se desentrañó su estructura a través de la cristalografía de rayos X. Efectivamente, el ADN estaba llamado a ejercer el rol del “cristal aperiódico”, pero no por su actividad sino por su robustez, o dicho de otro modo, por su escasa actividad y cambio de conformación. Se trata de una larga molécula con forma de doble hélice que desencadena diversos procesos biomoleculares agrupados en torno a la “transmisión de información”. Esto hace que los elementos a los que se refería Schrödinger aparezcan de modo diferente: la transmisión no alude al orden biológico en general, sino a órdenes o instrucciones que cada segmento de la sólida molécula “da” a las demás; y el código no es un guión permanente infinitamente copiado, sino una serie de equivalencias “convencionales” entre ácidos nucleicos (ADN), otros tipos de ácidos (ARN) cuyas bases nitrogenadas son organizadas en codones, y por último aminoácidos (proteínas), que a su vez conformarán a las células, aunque esas células tendrán luego, como decía Schrödinger, una nueva copia de ADN (pero no del código tal como se lo está definiendo aquí).
A partir de lo que se suele reconocer como el modelo un gen-una enzima (Fox Keller, 2000; Pichot, 1999), donde se admite que hay un sitio que cataliza una serie de reacciones, es posible vincular la propia actividad molecular con una transmisión basada en un código, o sea, que utiliza un lenguaje. Así lo dicen en 1966 Muriel y George Beadle, este último figura central, junto con Edward Tatum, de dicho modelo: “el desciframiento del código genético reveló nuestra apropiación de un lenguaje mucho más antiguo que el jeroglífico, un lenguaje tan antiguo como la vida misma, un lenguaje que es el mayor lenguaje de todos –incluso si sus letras son invisibles y sus palabras yacen en las células de nuestros cuerpos” (citado en Barbieri, 2009: 222-223). Así, a través de la noción de código genético, quedaron planteadas varias vías de relación entre la biología y las ciencias encargadas de los signos y de la comunicación, que en esa misma década habían recibido los impulsos decisivos del estructuralismo francés y la semiótica de inspiración anglonorteamericana. Por un lado, una vía ontológica que entiende que los fenómenos vivientes son fenómenos de lenguaje (aquí se ubica la zoosemiótica como rama de la biosemiótica, particularmente la promovida por Thomas Sebeok), o al menos los fenómenos biomoleculares (aquí se podrían ubicar algunas interpretaciones lingüísticas o semióticas). Por el otro, una vía biologicista-epistemológica, pasa la cual los fenómenos de lenguaje están enraizados en características biológicas que, a su vez, pueden ser entendidas según criterios lingüísticos (la gramática de Noam Chomsky). Y,  finalmente, existe una vía meramente epistemológica, la que será estudiada aquí, que sostiene que algunos fenómenos vivientes, como los biomoleculares,  pueden ser analizados como fenómenos de lenguaje gracias a las analogías existentes entre ambos, sin realizar ninguna afirmación contundente sobre una equivalencia ontológica.

Lingüística molecular

Si, como se dijo, la transmisión genética consiste en instrucciones que van de unas moléculas a otras y el código genético es una convención que ordena esas moléculas en un lugar determinado para que aquello que se transmita sea entendido como un mensaje, la interpretación “semiológica” descansa en términos metodológicos en la cuestión de la secuencia. El ADN es una doble hélice constituida por dos largas cadenas, una de ellas replicada en el ARN. Es esta condición de fila o tira, tridimensionalidad que comprendida en el marco de una línea, la que permite que se hable de una secuencia genética. Por otra parte, en este marco teórico la idea de secuencia se encuentra confirmada por la acción de las proteínas, que aun siendo moléculas muy diferentes a una fila, sí se conforman paso a paso a través de la supuesta “lectura” que se realiza en cada sitio de enlace (binding site). Por otra parte, esa secuencia de formación debe ser compatible en su sistema de funcionamiento con la secuencia del ARN y más allá del ADN por las necesidades internas del DC, porque si hubiera un salto de conformación demasiado grande, no se entendería cómo se podría “transmitir” el mensaje.

Figura 1: Dogma Central de la biología molecular (fuente: elaboración propia con Diego Ferreiro)

La figura de la secuencia tiene gran importancia para nuestro tema porque es el nexo teórico fundamental entre la tridimensionalidad de las biomoléculas y su comprensión en términos de un texto. Eso es lo que muestra cualquier figura de divulgación del funcionamiento del código genético como la que se exhibe aquí. Todos los puntos discernibles de la secuencia, que en estas figuras suelen ser representados con una letra, representan un punto particular de las estructuras tridimensionales de las biomoléculas, y de esas estructuras se va a derivar su actividad posible. Si todo el proceso está gobernado por una posición de emisión que da una orden, entonces sería lógico concluir que cada punto distinguible determina qué tipo de estructura se formará y ésta, a su vez, determina qué tipo de actividad realizará la proteína resultante.
Ahora bien, en los años 1960 esta primera interpretación “textualista” del DC recibió también el influjo de los modelos cibernéticos, que son la segunda fuente teórica y epistemológica de la biología molecular, sobre todo cuando habla de flujo de información. En la primera mitad de esa década, los ya citados Jacob, Monod y Lwoff demostraron, a través de experimentos con el metabolismo de la lactosa en la bacteria Escherichia Colli –que concluyó con la postulación del llamado operon lac–, que la actividad genética no era efecto exclusivo de una “orden” del ADN que se cumple a través de procesos de moldeado y desmoldeado con el ARN y de allí a las proteínas. El proceso completo de la expresión genética en el seno de una célula implica también una dirección y una regulación, términos de inspiración cibernética, según las cuales la tira o fila de ADN, considerada antes únicamente como texto, resulta cortada y distinguida de otra parte similar.
Se forman así regiones en donde se distingue un factor promotor, que controla el inicio de las enzimas necesarias para la transcripción del gen; los genes estructurales que elaboran las enzimas para la síntesis de proteínas; un operador que permite activar o desactivar el promotor; y un represor que detiene la síntesis de las proteínas cuando ello es necesario, por ejemplo, cuando ya no son necesarias para la célula. Cuando los genes estructurales se unen a su operador, se habla del operón. El factor represor termina regulando el conjunto según un proceso de retroalimentación. Este proceso completo, como se puede ver, se parece mucho menos a un código textual y mucho más a un sistema de producción. Sin embargo, esto no significa que el código no exista, sino que es condición necesaria pero no suficiente para sostener la existencia del DC. El texto precisa ser producido, por lo que la unidireccionalidad debe ser complementada con una actividad, y ésta con una retroalimentación.
Retomando las reflexiones de Jacob y de Monod, que en sendos libros de divulgación muy conocidos (La lógica de lo viviente y El azar y la necesidad, respectivamente) sostuvieron diversas metáforas lingüísticas que complementan el modelo cibernético del operón, Roman Jakobson, como ya se dijo, sancionó desde su indudable autoridad la validez de la analogía entre código lingüístico y código genético. A partir del supuesto de que la información genética está contenida en “mensajes moleculares”, codificados en “secuencias lineales de ‘palabras del código’ o ‘codones”, se puede decir que los nucleótidos son letras y los codones son palabras, y también que existe un lexicón constituido por 64 palabras que permiten, como ya decía Miescher, un gran número de combinaciones (Jakobson, 1973: 51-52).
Las investigadoras Bel Enguix y Jiménez López señalan que el planteo de Jakobson, que por otra parte se halla en la mayoría de los textos de divulgación sobre biología molecular que dan por cierto y sentado el DC, consolida ya a principios de los ’70 un “intercambio epistemológico entre la biología molecular y la lingüística” (Bel Enguix y Jiménez López, 2006: 286). De hecho, postulan la existencia de una “lingüística molecular” que sería “la disciplina surgida del estudio del lenguaje mediante la aplicación de métodos conocidos en un sistema análogo, el código genético” (Bel Enguix y Jiménez López, 2006: 315). Se trata de una doble vía: la lingüística se expande como modelo de la biología molecular, en consonancia con la promesa epistemológica del estructuralismo francés de expandir los alcances de esta ciencia; pero también la propia lingüística debería incorporar “metodologías de los sistemas de computación y de comunicación “naturales” (Bel Enguix y Jiménez López, 2006: 316).
Según esta interpretación, el código genético es un lenguaje y los codones son signos tal como son definidos según Saussure. Por un lado, su significación es completamente arbitraria, esto es, no hay ninguna razón intrínseca a la química orgánica para que haya relaciones de complementariedad entre las bases adenina y timina (A-T) y entre citosina y guanina (C-G), como así tampoco la combinación de los tripletes. De hecho, Jakobson interpreta esta complementariedad “lingüística” como el equivalente de las oposiciones de sonidos en la fonología (Bel Enguix y Jiménez López, 2006: 302). Por el otro, la producción significante es lineal (una de las cadenas de ADN convertida en ARN a través de un sistema de permutaciones como el que reemplaza a la base nitrogenada timina por la pirimidina uracilo). Finalmente, las conformaciones moleculares de los codones son discretas en la medida en que cada uno de ellos se comporta como un individuo aislado de los demás.
Linealidad, arbitrariedad y carácter discreto son características del signo saussureano presentes en la codificación genética. Pero Jakobson va más allá y razona que el operón, como sistema de regulación, puede equivaler a la oración, sugiriendo que la existencia de zonas promotoras, represoras y estructurales en la larga cadena del mensaje genético pueden ser comprendidas de modo sintáctico, como las funciones diversas en una frase: sujeto, predicado, objeto directo, etc. Aunque reseñan las dificultades para realizar esta analogía, Bel Enguix y Jiménez López hasta un cierto punto la sostienen para franquear el paso hacia la comparación con unidades mayores semejantes a párrafos y de allí hacia un texto completo. Se trataría del regulón, definido como “un conjunto de operones regulados de manera coordinada en el interior de un cromosoma o del genoma (…) Las frases/operones se agrupan entonces de una manera determinada, que puede variar después con la activación de otra proteína” (Bel Enguix y Jiménez López, 2006: 314).

La frase que se corta, el mensaje que no llega

Desde fines de los ’70 y principios de los ’80 hasta principios de la década pasada, la interpretación fonológica y lingüística de la genética se entremezcló de modo más directo con los marcos tecnológicos de interpretación de la biología molecular. Esto se produjo en parte porque, de hecho, la propuesta de la “lingüística molecular” está antecedida por la metáfora computacional y de las telecomunicaciones provenientes de la teoría de la información de los años ’50; y en parte, también, por el hecho de que en esos años comenzó a ser testeada la hipótesis del DC a través de las tecnologías mencionadas más arriba: el ADN recombinante y la PCR. Al mismo tiempo, sobre todo a través del recurso a la lingüística de Noam Chomsky, también se profundizó la analogía “ontológica” con la biología, que estaba presente en Jakobson, por la cual se buscan las bases biológicas del lenguaje.
Parece existir un acuerdo en la no muy abundante literatura de ese periodo sobre este tema en que, de los aspectos señalados por Jakobson, se pueden rescatar el carácter lineal del mensaje genético y su supuesta “significación” arbitraria, en base a una serie de oposiciones o complementariedades (Shannon, 1978; Doerfler, 1982; Raible, 2003). También parece plausible la relación entre la regulación vía el operón y la formación de frases. Sin embargo, uno de los límites señalados a las analogías jakobsonianas es la extensión de la lingüística a la fonología. Si Bel Enguix y Jiménez López (2006: 297) advertían que su interpretación dependía de que “se admita la posibilidad de comparar entidades físico-químicas con categorías psicológicas o sintácticas”, Raible (2003: 12-13) plantea que en la genética “no hay nada que corresponda a dos sistemas psicofísicos autónomos que actúen como hablante y oyente en la comunicación humana”.
A partir de aquí se acumulan las dudas sobre el alcance de la lingüística molecular. Primero, el resultado de la expresión genética es algo material y palpable, pues  “el código genético coincide con su representación material” (Shannon, 1978: 403), mientras que el resultado de la expresión fonológica es “inmaterial y volátil” (Raible, 2003: 13). Segundo, si el objetivo de la expresión genética es la replicación, en cambio en la expresión humana es la creatividad, y es difícil admitir que la combinatoria de la significación biológica cumpla el mismo papel que la de la humana. Tercero, el lexicón genético es muy limitado (Shannon, 1978: 404): hay sólo 64 permutaciones de palabras de tres letras sobre un alfabeto de cuatro. En el lenguaje no sólo los ítems léxicos son apenas una porción de las permutaciones posibles, sino que no hay límites a la extensión de palabras. Por otro lado, el papel que juega la redundancia de los mensajes genéticos en la duplicación del ADN, gracias a lo cual se permite detectar y corregir errores, está casi ausente en el lenguaje humano hablado.
Finalmente, apoyándose en Chomsky, ambos investigadores abonan la idea de la existencia de una “gramática molecular” que, a diferencia de la “lingüística molecular”, no busca una correspondencia punto por punto con todas las características del lenguaje humano, sino que se centra apenas en “las reglas que gobierna el ensamblaje de unidades moleculares en mensajeros y sus estructuras de orden superior como hormonas, proteínas de unión a ADN o complejos de transcripción” (Raible, 2003: 16). En este sentido, la gramática molecular, cuando se centra en “reglas para ensamblar”, más que en instrucciones semejantes a mensajes hablados o escritos, podría incluso aventurarse al conocimiento de códigos más complejos, no necesariamente lineales, “que quizás estén sobreimpuestos a las secuencias de ADN que codifican polipéptidos y/o que incluso pueden ser hallados en secuencias ‘no codificantes’ o repetitivas del ADN” (Doerfler, 1982: 575).
Anticipando elementos de un enfoque diferente, Raible se pregunta si el texto genético corresponde a un programa (una serie de instrucciones que se ejecutan bajo determinadas condiciones) o a una enciclopedia (un texto que puede ser leído en cualquier orden, partiendo de cualquier entrada, en la medida en que hay jerarquías en los marcos de interpretación, como en los lenguajes de programación). Si fuera una enciclopedia, sería “una que comprende artículos (genes) que dan instrucciones acerca de qué otros artículos (genes) se deben leer, en qué tiempo debe ocurrir, y bajo qué condiciones específicas”. Sin embargo, habrá en esa enciclopedia artículos que no son leídos por nadie porque se encuentran desvinculados de las órdenes dadas en jerarquías superiores. “Por eso descifrar todos los genes de un genoma sólo puede ser el primer paso de una investigación todavía mucho más larga” (Raible, 2003: 14). Efectivamente, en 2003 logró la secuenciación completa del Genoma Humano. Con él quedarían claros los logros del ADN recombinante y del PCR para modificar técnicamente la larga molécula que contiene el “texto de la vida”, confirmando tanto su carácter de palabra fundamental como su funcionamiento de programa, serie de pasos ejecutados mediante una secuencia. Ahora bien, lo que está planteando Raible es que no todo está escrito en los genes, y aquí es donde se produce una convergencia entre las grietas observadas en el proyecto de la “lingüística molecular” y las dificultades epistemológicas que padeció en ese periodo el DC.
Ya en 1970 un artículo de Temin y Mitzutani (1970) exhibía el hallazgo de un ADN polimerasa dependiente del ARN, que luego será llamado transcriptasa reversa. Esto demostraría que el flujo de información no es tan unidireccional como se quería, y que al menos entre el ARN y el ADN hay un proceso cibernético de retroalimentación (Shapiro, 2009). Luego, Crick se encargó de salir al paso de nuevas objeciones a “su” DC cuando se encontró una cantidad considerable de ADN que no es transcripto en ARN, esto es, que no parece cumplir ninguna función en el flujo de información: lo llamó simplemente “ADN basura” (Junk DNA) (Orgel, Crick, 1980). Más adelante se pudo conocer el comportamiento de los priones, que son partículas patógenas de naturaleza proteica pero con ausencia de ácidos nucleicos. Los priones son los responsables, entre otras cosas, de la conocida enfermedad llamada “de la vaca loca” o enfermedad neurológica de Creutzfeldt-Jakob, y muestran que las proteínas pueden tener actividad sin que intervenga el ADN, aunque no puedan formarse sin él. Así, la información invertiría su vector: “fluye de las proteínas hacia el genoma vía la asimilación de la variación epigenética” (Koonin, 2012: 3).
Hasta aquí, lo que se pone en discusión es la unidireccionalidad del flujo de información y la regulación cibernética del mensaje, sin invalidar por ello el centro de la definición de código genético. Sin embargo, otras investigaciones comenzaron a centrarse en los últimos años en aspectos epigenéticos, esto es, la inclusión de las variaciones de los entornos de las biomoléculas como insumos de su propia de actividad. Se acepta, por ejemplo, que el metabolismo celular “debe ser incluido en el flujo de información” (De Lorenzo, 2014: 233), que el ARN no sólo invierte en ocasiones el flujo, sino que se constituye en “un modulador de la expresión genética tanto pre como pos-transcripción” (Bandyra, Luisi, 2015: 558), que el proceso de duplicación del ADN depende de una proteína (histona) en la medida en que influye en su disposición espacial y, finalmente, que hasta sería posible encontrar no sólo procesos de transcripción reversa, sino también de traducción reversa (Biro, 2014). Las teorías de la “regulación epigenética” incluyen estos hechos dentro de la hipótesis de que el proceso biomolecular incorpora elementos del contexto donde se produce, pero rechazando la posibilidad de reeditar la unidireccionalidad invirtiendo su sentido, sobre todo en la vocación de universalidad predicada por el DC, en la que cualquier proceso genético supone un ADN emisor absoluto frente a una proteína receptora absoluta.
Esta última imagen evoca el problema de la unidireccionalidad en las teorías de la comunicación social nacidas a mediados del siglo XX, desde las teorías funcionalistas y marxistas (décadas de 1940, 1950 y 1960) que suelen identificarse en torno a la llamada “teoría de la aguja hipodérmica” hasta su fuerte recusación en años posteriores por parte de las “teorías de la recepción”. Aquí es donde comienza un nuevo modo de interpretar la calidad significante de los procesos biomoleculares. Baste decir, para concluir con esta sección, que existe una importante correlación entre ambos problemas epistemológicos en la relación entre lingüística y biología molecular. Retomando términos planteados antes, mientras la secuencia, representada por una letra hasta tal punto que se consideran a los codones como palabras, responde punto por punto a la estructura biomolecular, y ésta es la causante de toda actividad posible, el análisis del “mensaje genético”, sin atención a ninguna clase de contexto de recepción, se volvía fundamental y justificaba la comparación detallada con los sistemas lingüísticos tradicionales. Cuando, en cambio, el proceso secuencia-estructura-actividad de las biomoléculas tiene vectores en ambos sentidos gracias al hecho de que incorpora las fluctuaciones de su entorno, gana terreno la consideración de los límites de la analogía con la lengua. 

Modelos biosemióticos

En la década de 1980, otro autor clásico de las ciencias del lenguaje, Umberto Eco, ponía en duda la noción misma de código genético. En Semiótica y filosofía del lenguaje, plantea que el código en general puede ser pensado como sistema (lingüística), como correlación –“una lista de equivalencias término a término entre letras del alfabeto y secuencias de puntos y líneas” (Eco, 1990: 289)– o como institución (el código civil o jurídico que mencionaba Schrödinger), pero que el problema del código genético es que incluye de modo decisivo la materialidad. Corresponde preguntarse, pues, si la noción de código genético se refiere a un “un fenómeno real” o “una mera construcción hipotética de los genetistas”. Si fuera lo segundo, “se trata ante todo de una cifra, es decir, de una semia sustitutiva”, un modo de la propia genética de “codificar” y entender lo que ocurre en el proceso de transmisión de la herencia. Pero si fuera lo primero, resulta difícil emplear el término “código” porque la relación entre el ADN, el ARN y las proteínas es material y atañe a procesos de estímulo-respuesta o acción-reacción. En ese caso, “las leyes semióticas coincidirían con las leyes naturales” (Eco, 1990: 325-328).
Esto abre el camino para considerar la otra corriente fundamental que ha estudiado el abordaje significante de la biología: la biosemiótica. Ante todo porque, como se sabe, Eco ha sido una de las principales figuras del “giro semiótico” que sucedió en las ciencias del lenguaje cuando se puso en discusión la validez del modelo saussureano de signo y de la lingüística estructuralista basada en él. Luego, porque la biosemiótica avanza hacia las “vías ontológicas” sugeridas por Eco, en el sentido de reforzar la idea de que la semiótica sería algo consustancial a los fenómenos vivientes, y no una mera manera de abordarlos. Este es el impulso inicial de la biosemiótica, sobre todo si se considera a uno de sus padres fundadores, Jakob von Uexhull. Sin pretender explicar su teoría, que ha recibido estudios recientes en nuestro país (Heredia, 2016), cabe señalar que el biólogo estonio analizó la relación entre los animales y su medio ambiente en términos de flujos semióticos, de interpretación del mundo, a tal punto que en su largo estudio alcanzó incluso a anticipar ciertos planteos de la cibernética, particularmente en el caso de lo que consideró el círculo funcional [Funktionskreis], análogo a la retroalimentación. Fue Thomas Sebeok, en la década de 1960, quien continuó la senda de Von Uexhull y postuló la existencia de una zoosemiótica. La idea central es que la semiótica puede ser no sólo una herramienta útil para estudiar cualquier fenómeno viviente, sino que también puede formar parte por derecho propio de las ciencias biológicas si se admite la función significante básica que realiza cualquier ser vivo.
Otro aspecto clave de la biosemiótica es la referencia ineludible al modelo de semiosis de Charles Sanders Peirce, que en las ciencias del lenguaje ha quedado como la alternativa al modelo de significación de Saussure. Como se sabe, el modelo de signo de Peirce no supone dos entidades sino tres: el signo propiamente dicho o representamen, el objeto al cual se refiere y el interpretante que los vincula. La definición de signo alcanza tanto a uno de los elementos de esta relación triádica como a la relación en sí, lo que garantiza una gran variedad de interpretaciones en el interior mismo del proceso de construcción de sentido y permite descartar la convencionalidad reguladora de la teoría lingüística. Por esa razón se trata de un vínculo cambiante: se habla de objeto inmediato y objeto dinámico, así como de interpretante inmediato e interpretante dinámico. El modelo peirceano, al menos como lo muestran las numerosas reconstrucciones operadas por el campo de la semiótica, apunta a una semiosis, no a una significación, que supone un tipo de apertura a la dimensión cambiante de los procesos de representación mucho más difícil de hallar en la lingüística estructuralista y la fonología.
Si la constitución de la biosemiótica intenta trasladar a las ciencias biológicas esta distinción entre teoría lingüística y teoría semiótica en las ciencias del lenguaje, espejando el movimiento de la “lingüística molecular”, en el caso puntual del tema de este artículo implica, también, realizar una interpretación en el interior de la biosemiótica, ya que la escala de aplicación se circunscribía a la relación entre animales y medios. Esto plantea el investigador italiano Marcello Barbieri (2009) cuando realiza la historia de la biosemiótica en la segunda mitad del siglo XX. Esta reconstrucción muestra que una cantidad no menor de discursos científicos alrededor de la relación entre vida y significación recibió sólo de manera reciente (2004) una unificación en torno al término biosemiótica, y que eso permitió hablar de corrientes diversas dentro de un punto de vista común.
Lo que nos interesa del trabajo de Barbieri es que señala la existencia de dos grandes modelos de biosemiosis: el del código y el de la interpretación (Barbieri, 2009: 236). El primero se aplica a la vida en la Tierra desde que apareció la primera célula. Para Barbieri el código genético no sólo existe realmente, esto es, no se plantea su carácter metafórico como hace Eco, sino que también su existencia demuestra que “la semiosis existe en el nivel celular” y que “sin el código genético no habría estudio de la semiosis celular” (Barbieri, 2009: 230-231). El segundo modelo, el interpretativo, se aplica a la escala animal y surge después de la semiosis celular. Así, para Barbieri, la interpretación en los procesos naturales depende materialmente de la biosemiótica de los códigos intracelulares que permitieron la existencia de esas formas supuestamente “superiores” de vida.
Barbieri ubica a la biosemiótica “molecular” en el seno de una disputa abierta con la lingüística molecular, pues en lugar de descartar la idea de un código genético luego de las insuficiencias del modelo lingüístico, insiste en sostener la categoría y, más allá de postularla como un hecho ontológico (cuestión que no nos interesa aquí), en dotarla de un contenido epistemológico diferente. En su visión, el código genético, como cualquier código, es “la correspondencia entre objetos de dos mundos independientes, y todo código orgánico requiere moléculas que realicen dos procesos independientes de reconocimiento” (Barbieri, 2009: 229). Sin embargo, ya dentro de un esquema semiótico, el código genético debería poner dicha correspondencia en un modelo dinámico que, a su vez, tiene que enfrentarse a la compleja cuestión del sentido asignado a las representaciones en un mundo no humano, como el biológico; aquello que Raible advertía sobre la inexistencia de hablantes y oyentes en la escala biomolecular.
El desafío de lo que los investigadores checos Ludmila Lackova, Vladimir Matlach y Dan Faltynek (2017: 188) definieron como un “modelo semiótico del código genético” es brindar una explicación superadora de los límites alcanzados por la lingüística molecular y el DC en el cual se basa. Se trata de una explicación que, al modo de los paradigmas de Kuhn, permita abrir el campo a nuevos descubrimientos, además de cubrir los problemas ya planteados en la sección anterior. En lo que se refiere al código, Lackova, Matlach y Faltynek (ídem) sostienen que el hallazgo de porciones no codificantes del ADN demuestra que hay que buscar una definición “funcional” de gen que contemple “los aspectos regulatorios” que afectan al ADN y que tienen tanta importancia como la información efectivamente codificada en él; se trata no sólo del modelo del operón y otras instancias ya tratadas por el modelo lingüístico, sino también del papel de las proteínas en la definición misma de los segmentos codificantes, como en el caso de las histonas. Esta definición funcional disputa con la idea de arbitrariedad del “signo genético”, propia de la perspectiva lingüística, la posibilidad de definir una significación posible para el código genético.
En términos de epigenética, Thierry Bardini  señala que el Junk DNA, señalado como “lo insignificante genético” reafirma una aproximación semiótica de la genética, pues evidencia que además del código genético tradicional existe “otro código, por ahora indescifrable”. El ADN mismo puede ser entendido como “un medio múltiple, capaz de conducir (y de transmitir) al mismo tiempo los mensajes de las síntesis proteicas y también otros mensajes” (Bardini, 2004: 184-185). Si se considera que los mensajes contenidos en los codones son aquellos que poseen una codificación inexorable (y por eso pueden ser analizados desde una perspectiva lingüística), esos “otros mensajes” pueden no ser permanentes y depender del contexto en el que se producen las síntesis proteicas. De hecho, en esta línea Barbieri (2009: 242) sostiene que la biosemiótica estudia la aparición de nuevos códigos vivientes, reencontrando así aquellas advertencias de Raible y Doerfler sobre la posibilidad de una investigación más amplia que la mera secuenciación de un genoma.
Finalmente, es necesario mencionar la postura rotunda de Jesper Hoffmeyer, uno de los principales referentes de la biosemiótica en la actualidad. “En una perspectiva peirciana no hay nada que ‘fluya’ del ADN al ARN y de allí a las proteínas. Lo que en realidad ocurre es semiosis, esto es, el sistema organizado de células interpreta los mensajes codificados digitalmente en los cromosomas de acuerdo a los contextos cambiantes en el cual se encuentra la célula o el organismo” (Hoffmeyer, 2002: 7). Esto se relaciona íntimamente con la pregunta de Raible acerca de si el texto genético es un programa o una enciclopedia y, a su vez, remite a uno de los problemas fundacionales de la noción de código genético: el de la capacidad de un supuesto “texto” para generar tantas posibilidades de acción (los ensambles biomoleculares), desde la sorpresa original de Miescher hasta el cristal aperiódico de Schrödinger. Para abordar el problema en este nivel de complejidad, es necesario volver sobre nuestros pasos y ensayar una alternativa de salida de las controversias planteadas hasta aquí sobre el alcance de la interpretación lingüística o semiótica de la biología molecular.

Hacia una semiosis social genética

Las ideas intuitivas de código genético esgrimidas desde Miescher hasta Schrödinger dejaban entender que las biomoléculas presentaban las características de una materia “espiritualizada”. El Dogma Central tradujo esta espiritualización en términos de información, basado en la teoría cibernética, de manera tal que la relación entre las biomoléculas fue comprendida como la transmisión tecnológica de un mensaje escrito: hay un flujo de información descripto según conceptos que aluden a la escritura como la transcripción (ADN-ARN) y la traducción (ARN-proteínas). Dicho flujo es entendido según el modelo de la comunicación de Shannon, que a su vez inspiró el modelo de Jakobson, y de esas equivalencias surge la interpretación moderna del código genético (figura 2).

Figura 2: Las equivalencias del código genético (tomado de Bardini, 2004)

La lingüística molecular y la biosemiótica, aun desde puntos de vista diferentes, sitúan al código ya no en el terreno de una posible “espiritualización” de la materia viviente, sino más bien en la de su “semiotización” relativamente neutra respecto de lo humano. En el caso de la lingüística, la perspectiva estructuralista que la promovió sostiene la primacía de las leyes “objetivas” de la significación respecto de las intenciones humanas; y en el de la biosemiótica, desde Von Uexhull se trata de postular la existencia de la significación en los procesos naturales, partiendo de la relación entre los animales y su medio ambiente. La “deshumanización” de la dimensión significante, en el caso de la dimensión biomolecular, se hizo patente con las primeras críticas al punto de vista biolingüístico cuando realizaba analogías con la fonología, que supone una situación de hablantes inexistente en la naturaleza.
Para completar este panorama, de acuerdo a la reconstrucción histórica de Barbieri, en los años 1960 Howard Pattee, basándose en la idea de los autómatas celulares de John Von Neumann (uno de los creadores de las computadoras modernas), sostenía que “la vida es materia controlada por símbolos” (Barbieri, 2009: 223). O sea: la vida es simbólica sin pasar por lo humano. Lo mismo ocurriría con las computadoras y con cualquier sistema que, además de su actividad, contiene una descripción de sí mismo, que no es otra cosa que su representación. Si los factores epigenéticos muestran que los genes son controlados desde afuera –lo que supone un ataque a la idea misma de que el ADN cubre todo el espacio del gen–, ello puede ser entendido según la “metáfora alternativa del ADN como datos para una red de computación paralela insertada en la estructura geométrica y bioquímica de la célula” (Atlan y Koppel, citado en Fox-Keller, 2000: 43). Ahora es la célula la máquina elegida.
La metáfora maquínica simplemente sube un nivel en la escala de lo viviente y, al hacerlo, desacredita el punto de vista lingüístico. Se trata de una idea alternativa de información, menos “textualista” y más “sistémica”, que por otra parte se acerca a la consideración material de los fenómenos biomoleculares. Cuando Lackova, Matlach y Faltynek se refieren a la conformación de las proteínas en términos de una función, y esa función en términos de significación, están de hecho separando los procesos semióticos de la equivalencia estricta entre secuencia y estructura que justificaba la aproximación lingüística. Esa equivalencia sostiene los procesos “textualistas” de transcripción y de traducción, mientras que la relación entre la conformación proteica, la función y la actividad, que incluye en su seno a la epigenética y termina manifestándose en cambios en las secuencias, es definida según la imagen del plegado. El plegado de las proteínas es lo que convertiría a una secuencia de aminoácidos en una molécula cuya tridimensionalidad es el fundamento mismo de su actividad (ver figura 1).
Este traslado del interés por el complejo transcripción-traducción hacia el de plegado termina afectando la consideración del propio ADN, la molécula tridimensional que podía ser “bidimensionalizada” gracias a la figura de la secuencia. De acuerdo a un trabajo reciente, es posible estudiar el proceso de plegado de la molécula de ADN, en su condición tridimensional que comparte con el ARN y las proteínas, para estudiar la expresión génica. Utilizando “marcadores epigenéticos” en la estructura de la cromatina –la forma en la que se encuentra el ADN, el ARN y las proteínas en el núcleo de las células eucariotas–, los investigadores desarrollaron una técnica para “predecir cómo va a plegarse un genoma”, esto es, de qué modo se va a organizar la estructura tridimensional, que a su vez es “un elemento clave de la regulación transcripcional”. Esto quiere decir que aspectos centrales de la transcripción, que es donde según el DC se encuentran los codones que definen al código genético, podrían responder directamente a factores epigenéticos que a su vez dependen de condiciones de plegado (Di Pierro; Cheng; Lieberman Aiden; Wolynes; Onuchic, 2017:  12126).
Están dadas las condiciones, pues, para sugerir un nuevo tipo de abordaje de la dimensión significante de la actividad biomolecular, que retome el camino iniciado por la biosemiótica y, al mismo tiempo, se aleje de las metáforas maquínicas que corren el riesgo de volver a introducir equivalencias que luego habrá que rechazar. Así como en la actualidad es difícil pensar en el código genético como un texto meramente lingüístico, es posible que en el futuro las equivalencias de dicho código con un sistema informático o telecomunicacional, que se halla en el inicio mismo de su definición, también resulten problemáticas dado el hecho de que no se sabe de qué modo una máquina puede significar, darle sentido a un contenido informacional. Este modelo semiótico iría más allá del código genético propiamente dicho, o más bien propone la existencia de más de un código, desplazando la analogía hacia lo social: se trataría de una semiosis genética inspirada en los sistemas sociales, inspirada en la semiosis social que promoviera Verón hace ya varias décadas.
Existe una justificación para semejante “giro socio-semiótico” desde la misma biología molecular. El conocido antropólogo de la ciencia Paul Rabinow habla de los “actos de habla” de los sistemas celulares (Rabinow, 1996: 208). El biólogo Diego Ferreiro, con quien colaboramos activamente en una investigación de la cual este artículo es reflejo, sostiene que existe una verdadera “comunidad molecular” (Ferreiro, 2003: 285). En un libro de divulgación publicado hace 10 años a propósito del aniversario número 50 del hallazgo de la estructura del ADN se pueden leer expresiones como “vida social de las proteínas” para la cual los genes son meramente su código (Rangel Aldao, 2007: 63); el ADN podría ser la lengua que hablan los sistemas biomoleculares, el reservorio lexical, “un ‘almacén’ y no una ‘receta’” (Rangel Aldao, 2007: 60). “La información contenida en el genoma” es sólo uno de los componentes que actúan en “la sociedad molecular”, lo cual abre el camino a “un nuevo paradigma en el estudio de los seres vivientes” que el autor cifra en la biología de sistemas y la bioinformática (Rangel Aldao, 2007: 67). Y otro artículo retoma las postas o sistemas de comunicación que ya estableciera Schrödinger, pero en un sentido muy diferente que conduce a plantear la existencia de un “diálogo celular” (Coso, 2007: 55).
Se puede hipotetizar que este recurso a metáforas sociales para explicar funcionamientos biomoleculares, que invierte el vector que usualmente describía la relación entre ciencias biológicas y sociales (las primeras generalmente inspirando a las segundas), intenta captar el carácter dinámico de las significaciones que lleva adelante, por ejemplo, la genética. En lugar de un código escrito y sorprendente (Miescher y Schrödinger), que podría ser una lengua (lingüística molecular), o de una charla donde los mensajes llegan a destino sin fisuras gracias a una suerte de perfección técnica (el Dogma Central), las biomoléculas organizan una semiótica atravesada por tensiones, por interpretaciones de mensajes que a su vez suponen otras interpretaciones, y que habilitan el desplazamiento desde el modelo de signo de Saussure al de Peirce y el de Frege. Esto es lo que realizó la biosemiótica. La operación teórica de Verón consiste, precisamente, en vincular ambos modelos ternarios con la noción de discurso, que introduce en los códigos y las lenguas “la naturaleza social de la actividad del lenguaje” (Verón, 1987: 121). La teoría de los discursos sociales apunta a recuperar varios problemas no abordados por las anteriores ciencias del lenguaje, entre ellos “la materialidad del sentido y la construcción de lo real en la red de la semiosis” (Verón, 1987: 123).
Se trata de dos temas que escoltaron la dimensión significante de los procesos biomoleculares. En el caso de la materialidad del sentido, ya sea en las propiedades fabulosas del código antes del DC, o de la equivalencia criticada entre lo lingüístico y lo fonológico, o incluso de aquella admisión discutida acerca de que “entidades físico-químicas” puedan ser entendidas con “categorías psicológicas o sintácticas”, nos encontramos ante la misma clase de problemas que Verón identifica como no resueltos por el alejamiento de la lingüística respecto de lo social, que es la materialidad misma del signo. Se puede decir que las biomoléculas son materia dotada de sentido, y se puede hablar de materialidad significante, pero no por sus propiedades intrínsecas sino por su actividad. El sentido no yace en la ontología de su producto, sino en las operaciones de su proceso, dicho en términos veronianos. En cuanto a la construcción de lo real en la biosemiosis, se dirige directamente a la conceptualización de los sistemas que contienen una descripción de sí mismos, o sea, una forma de autorrepresentación, que surgió como respuesta a los límites del DC. Lo que se quiere expresar, en ambos casos, es el hecho de que si ha de haber semiosis en lo biológico, es en virtud de una actividad que desplaza, justamente, los sentidos posibles de lo que después será identificado como una función biológica, ya sea en el nivel del código (la secuencia, los codones) o en el de las moléculas en situación tridimensional de plegado (ADN, ARN o proteínas), dependiendo de qué parte del flujo se esté analizando mediante el recorte.
Otra analogía que debería ser explorada remite a la metáfora de la producción aplicada al sentido que realiza Verón, y que se verifica claramente en la biosemiosis. El DC plantea que un producto tan material como una proteína sintetizada puede ser comprendido como un sistema de comunicación semejante al de los seres humanos: por eso hay un flujo de información que bien puede ser una voz en el teléfono, como se sugiere en la historia paralela esbozada al inicio de este artículo y como lo indica el origen mismo de la teoría de la información en su versión shannoniana, o directamente una página escrita, dado que se habla de transcripción y de traducción. Ahora bien, la idea de un plegado, que por otra parte no es definitivo sino permanente, remite no sólo a la cuestión tridimensional, sino también y sobre todo al hecho de que el sistema biológico es un sistema productivo, o sea, genera productos nuevos a partir de insumos previos en un sentido estrictamente material, tal como ya se mostrara a principios de los años ’60 con el operon lac. De este modo, la biosemiosis “social” –se comprenderá la prudencia que indican las comillas– se hace cargo de comprender la síntesis de proteínas (en el caso de una interpretación centrada sólo en el código genético) como producción en la medida en que ella es la imagen misma de la comunicación, sin necesidad de apelar a forzamientos epistemológicos: el más importante de ellos es el de entender un conjunto de ácidos nucleicos o de aminoácidos como letras. La dimensión significante como algo productivo permite alejarse de estas “sobreinterpretaciones” que condujeron de las imágenes lingüísticas a las biosemióticas. La interpretación veroniana de la biosemiótica permitiría, a su vez, plantear nuevos problemas epistemológicos para la biología molecular “post-DC”.
Uno de estos problemas atañe a las técnicas que se corresponderían con esta novedad teórica. Es sabido que una de las técnicas más utilizadas en la biología molecular es la cristalización de las biomoléculas y su posterior secuenciación. Si se tiene en cuenta que la decisión de hablar de secuencia supone un conjunto de opciones metodológicas acerca del carácter de “mensaje” de la transmisión de información entre moléculas, bien se podría imaginar otro conjunto de técnicas que construya otro campo de opciones. En la proteómica existen varias posibilidades. Una de ellas es insistir con la secuenciación, en este caso de las proteínas y aun corriendo el riesgo de “aplanar” su actividad tridimensional en aras de su emparejamiento epistemológico con el sistema ARN-ADN, simplemente para demostrar que en las proteínas también “hay información”. Pero también existe la construcción de los “paisajes energéticos” [energetic landscapes], que se enfocan mucho más en la actividad que en sus estructuras resultantes, y que pueden ubicar en un segundo plano la imagen de la secuencia aunque mantenga la necesidad de cristalizar, único modo, por el momento, de captar las consecuencias de dicha actividad, tanto para la producción de biomoléculas como para la producción social de sentido de Verón. Se trata de una sugerencia; no podemos avanzar más en este sentido por razones de espacio y de desconocimiento de los detalles relativos al funcionamiento biomolecular.

Conclusión

El objetivo de este trabajo fue explorar todas las consecuencias posibles de la asunción, por parte de la propia biología molecular, de su pertenencia implícita a un campo comunicacional cuando sostiene que su eje principal es un flujo de información entendido según las figuras de la transcripción y la traducción. El DC fue el elemento que permitió las analogías epistemológicas, y en algunos casos ontológicas, con diferentes contenidos de las ciencias del lenguaje y de la comunicación en el siglo XX, particularmente la lingüística de inspiración francesa y la semiótica de inspiración anglosajona. En la senda de las precauciones señaladas por Umberto Eco, la noción de código genético, como punto de concentración del aspecto comunicacional de las biomoléculas, fue señalada como insuficiente para entender los cambios que la propia biología molecular está experimentando. Aquí es donde proponemos el ingreso de la teoría de los discursos sociales como una nueva forma de entender esa dimensión comunicacional, siguiendo justamente el camino que ha tomado las propias ciencias de la comunicación “humanas”, no “biológicas”. Con ello podremos demostrar que quizás la biología molecular sea una ciencia de la comunicación, o que quizás las ciencias de la comunicación deban expedirse sobre el modo de existencia de las biomoléculas. En cualquier caso, tanto los enfoques sociales como los biológicos saldrían enriquecidos de tales intercambios.  

Notas:

1 Este trabajo se enmarca en la investigación interdisciplinaria que estamos realizando con los investigadores Diego Ferreiro, Ignacio Sánchez (Laboratorio de Fisiología de Proteínas, Universidad de Buenos Aires), Alejandro Nadra (Instituto de Química Biológica, UBA-Conicet) y con la artista Laura Olalde.

2 Es preciso aclarar que no se respetó la traducción de la versión en español utilizada porque contiene un error esencial para los intereses de este trabajo. El texto original de Schrödinger habla de “code-script”, que significa literalmente “código-guión”, y justamente los análisis sobre estas conferencias ponen el énfasis en esta novedad teórica, la noción de código. Sin embargo, la versión del traductor Ricardo Guerrero habla de “clave o texto cifrado”. Y donde dice “código jurídico” en la conferencia de Schrödinger en inglés (http://phys.lsu.edu/~gokhale/Whatislife.html), Guerrero escribe “texto legal”. Además, se contrastó la versión que se ofrece aquí con los estudios de André Pichot y Evelyn Fox Keller.

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Fecha de recepción: 10-06-2018.
Fecha de aceptación: 05-09-2018.

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