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La trama de la comunicación

versión impresa ISSN 1668-5628

Trama comun. vol.23 no.1 Rosario jun. 2019

 

ARTÍCULOS

Juego, arte: tensiones en los pasajes del videojuego al museo

 

Por Diego Maté

diegomateyo@gmail.com / Universidad Nacional de las Artes. Argentina

Diego Maté
Argentino
Licenciado en Crítica de Artes por la Universidad Nacional de las Artes. Doctorando en Artes por la Universidad Nacional de las Artes. Docente de Semiótica y Teorías de la Comunicación, y de Semiótica General en la Universidad Nacional de las Artes
Afiliación institucional: Instituto de Investigación y Experimentación en Arte y Crítica de la Universidad Nacional de las Artes
Área de especialidad: videojuego
E-mail: diegomateyo@gmail.com


Sumario:

Son cada vez más comunes las relaciones y los cruces entre el videojuego y el campo de las artes, ya sea en muestras dedicadas a la historia del medio, en obras que despliegan propuestas lúdicas, o en los art game, clasificación difusa pero eficaz que engloba una franja de la producción independiente. Todo empezó a finales de los 80 con una muestra, Hot Circuits: A Video Arcade, realizada en el Museum of the Moving Image. De allí en más, se inicia un desplazamiento de gran escala: la producción del videojuego, acotada desde siempre al campo del entretenimiento, se vincula con el campo de las artes y sus prácticas de manera cada vez más frecuente. En este trabajo se analizan muestras realizadas en museos y galerías dedicadas a videojuegos lanzados comercialmente; se trata de describir una estrategia curatorial estabilizada y de presentar casos que operan desvíos y señalan la emergencia de otras propuestas museísticas. El estudio se efectúa desde una perspectiva sociosemiótica en diálogo con los desarrollos de los game studies, a partir de la noción de proceso de artificación, de Shapiro y Heinich (2012).

Descriptores: Videojuego; Arte; Sociosemiótica; Museo; Art games

Summary:

Relations and intersections between video games and the field of arts are increasingly common, whether in exhibitions dedicated to the history of the medium, in works that display ludic proposals, or in art games, a diffuse but effective classification that encompasses a strip of the independent production. It all began with an exhibition at the end of the 80, Hot Circuits: A Video Arcade, held a the Museum of the Moving Image. From then on starts a grand scale shift: enclosed to the field of entertainment, the products of the video game now link more frequently to the field of arts and its practices. This paper analyzes exhibitions held at museums and galleries dedicated to commercially launched video games; the objective is to describe a stable curatorial strategy and to introduce a set of cases which makes detours and point to the appearance of new museum proposals. Based on the notion of artification (Shapiro & Heinich 2012), this study takes on a sociosemiotic perspective in dialogue with the research developments of the game studies field.

Describers: Video game; Art; Social semiotics; Museum; Art games


Introducción

Desde hace poco más de una década se asiste a la discusión acerca de si el videojuego puede o no ser considerado arte. Desde la intervenciones del crítico de cine Roger Ebert (2005, 2010), donde afirmaba que el videojuego no podría ser arte, la polémica no hizo más que expandirse y trasladarse del terreno de los medios de comunicación a la academia, aunque las problematizaciones habían comenzado unos años antes. Ya en 2003, en un texto seminal, Tiffany Holmes propone la categoría de art games. Para Holmes, los art games son obras interactivas, en especial videojuegos (pero no solamente), que leen el pasado del medio replicando recursos expresivos (como el pixelado) o a través de la cita, y que suelen trabajar el humor. La definición de art game de Holmes mutaría radicalmente en los años siguientes a medida que el campo de los games studies indague en la categoría; lo que importa destacar acá es que el gesto temprano de Holmes pone de manifiesto un interés del campo por productos de cierta ambigüedad semiótica que no se inscriben dentro de los circuitos de consumo habituales.

De allí en más, los abordajes del fenómeno irán incrementando su número y diversidad de enfoques. McCalmont (2011) se pregunta acerca de la producción escasa de videojuegos artísticos y sugiere estrategias creativas a partir de lo hecho por el cine. En esta línea, Gavin (2014) problematiza la cuestión y sugiere que sean algunos juegos (y no el medio en su conjunto) los depositarios del estatuto de arte. Dale (2015) indaga en la posibilidad de que el carácter artístico del medio resida menos en sus productos que en la recepción, es decir, que sea el uso, la manera en la que el jugador, en tanto posible co-creador, se apropia del juego, el lugar donde haya que ir a buscar la artisticidad. Se trata de un enfoque desarrollado tempranamente: Smuts (2005) fundamenta por diferentes vías el carácter artístico del medio, pero ponía énfasis la experiencia estética que conlleva la actividad del jugador entendido como performer. Para algunos autores como Kirkpatrick (2007), hay un vínculo profundo entre experiencia estética y juego que puede leerse ya en La crítica del juicio, de Kant, donde el juego remite no solamente a un acto mental (“el libre juego de las facultades”) sino también físico, de intervención en el mundo material. Para otros, como Franklin (2009), el game art1 se vuelve un instrumento político en tanto habilita, junto a otras prácticas desviantes (como el speedruning y el reensamblado de circuitos), formas de resistencia contra las formas de control habilitadas por la tecnología de los Estados modernos. En ocasiones, es una práctica asociada al videojuego, como el machinima (producción de objetos audiovisuales a partir de capturas in game) la que es llevada al centro de la polémica: Picard (2006) propone que el machinima, en tanto forma híbrida que reúne videojuego y cine, sea considerada plenamente artística.

Incluso se han realizado estudios en reconocimiento respecto del tema. Castaño Díaz y Tungtjitcharoen (2014) condujeron un proyecto en el que se examinaba la eficacia para “transmitir” representaciones y emociones a través de un art game como The Graveyard. La elección del caso, según los autores, se debe a que los art games facilitarían la posibilidad de reflexionar sobre la propia experiencia de juego, y en que ese tipo de juegos acentúan sobre todo aspectos audiovisuales, narrativos y conceptuales por sobre el despliegue de competencias propia de los géneros tradicionales del videojuego. En una línea similar, Marinescu-Nenciu (2015) realiza un estudio acerca de las posibilidades del aprendizaje colaborativo a partir de otro art game, Every Day the Same Dream, del estudio italiano La Molleindustria. La autora lleva adelante un estudio con participantes a los que se interroga en relación con la lectura de la crítica social desplegada por el juego.

Otros investigadores abordaron el fenómeno observando cruces e intercambios entre arte y juego, sobre todo a partir de los trabajos de los integrantes del movimiento Fluxus y de la obra de Marcel Duschamp. De esta forma, la problematización del videojuego en términos artísticos es inscripta en una historia donde se enlazan el acto creativo y la productividad del artista a partir de la instauración de reglas, la introducción del azar (o de la improvisación) o la tematización de lo lúdico en la obra de figuras como Takako Saito y de sus variaciones del ajedrez (Peirce 2006, McKinney 2009, Kwastek 2013). Boyquett (2006) piensa el diseño de instalaciones interactivas a partir de la noción de juego y en cruce con el teatro: para el autor, la yuxtaposición de estas tres líneas permite disolver la distancia entre las figuras de actor y de espectador y posibilita una forma de “exploración lúdica”. Tavinor (2011) retoma la noción elaborada por Noël Carroll y propone la categorización del videojuego como arte de masas cuya singularidad estriba en que se trataría de productos que deben ser activados por un jugador; para el autor el medio se ubica más cerca de la performatividad del jazz que de las propuestas del cine o la historieta2.

Cada vez son más los textos que indagan en la posibilidad de atribuir (o de negar) el estatuto de arte ya sea al medio en su conjunto o a algunas de sus producciones. Las posturas que se ubican a favor de conferir el estatuto de arte apelan a toda clase de argumentos: la capacidad de movilizar afectivamente a su público, de abordar cuestiones sociales y políticas urgentes, de replicar los mecanismos narrativos de otros medios (como el cine), de reflexionar sobre sí mismo y sobre su lugar social, de generar belleza y motivar la apreciación estética, entre otros. El problema de esos argumentos es que buscan elementos que les permitan afirmar de una vez y para siempre un estatuto todavía difuso y polémico, que la sociedad y el campo del arte procesan con dificultades. Las razones que se dan resultan débiles y generalista s porque el fenómeno en sí mismo es lábil, intersticial y pleno de matices. A su vez, es ese carácter precario el que llama la atención: ¿cómo se confiere el estatus de arte en el presente más allá de los lenguajes artísticos canónicos? ¿Se trata de una asignación institucional, oficial, o de algo que hay que buscar del lado del público? ¿Qué efectos comporta (si es que existen) ese cambio de estatus? Se trata de preguntas difíciles de responder con certeza, pero que ciertamente no se podrán zanjar con argumentos esencialistas. Un abordaje sociosemiótico puede contribuir a estudiar el fenómeno desde un lugar descriptivo que ayude a comprender mejor las singularidades discursivas del fenómeno.

Entonces, en un primer movimiento conviene descartar las indagaciones ontológicas que se interrogan sobre (o que afirman) la existencia de cualidades esenciales, como si el videojuego (o cualquier otra producción) mantuviera sus propiedades sin importar su emplazamiento, es decir, como si estuviera sustraído de lo social. Siendo el arte una invención situada e histórica, que cuenta con apenas algunos pocos siglos de vida (Danto 2009, Shiner 2014), es necesario plantear la cuestión ya no en términos de estatuto sino de funcionamientos: algo puede funcionar simbólicamente de cierta manera en un determinado contexto y no hacerlo en otro. Este modo de abordaje, que Nelson Goodman (2013) propuso como un cambio de la pregunta “¿qué es el arte?” por ”¿cuándo hay arte?”, no debe entenderse como un movimiento relativista, sino como una aproximación que asume la complejidad de las clasificaciones sociales y de las formas en que objetos y acciones son reconocidos en coordenadas espaciales concretas.

Este trabajo toma como referencia la noción de artificación propuesta por Shapiro y Heinich en “When is artification?” (2012). Volviendo sobre Goodman, las autoras rechazan la posibilidad de definir qué cosa es el arte y caracterizan la artificación como un proceso social que consiste en la recategorización de objetos y prácticas bajo la clasificación de arte. La artificación como fenómeno adoptaría al menos diez procesos constitutivos: desplazamiento, renombramiento, recategorizacion, cambio institucional y organizativo, patronazgo, consolidación legal, redefinición temporal, individualización laboral, diseminación e intelectualización. Desde una perspectiva sociosemiótica, a su vez, estos procesos señalados por Shapiro y Heinich funcionan como distintas formas de desfase entre las instancias de producción y reconocimiento (Verón 1987): las distancias que se abren entre el consumo de juegos comerciales y su exhibición en museos muestran la imprevisibilidad de las trayectorias del sentido.

Veremos que, en el caso del videojuego, las distintas vías por las que el medio entra en relación con el campo de las artes suponen la interacción de algunos de estos procesos (pero rara vez de todos). En el objeto de este trabajo (las muestras de videojuegos publicados comercialmente), por ejemplo, se registran las marcas de la recategorización, del cambio institucional y de desplazamiento, pero sin que eso suponga la consolidación de cambios legales o de fomento.

Las formas de pasaje del videojuego al campo de las artes son al menos tres. Una de ellas, tal vez la de mayor visibilidad y, a su vez, la más polémica, consiste en el ingreso a través de muestras realizadas en museos dedicadas a juegos que han sido lanzados comercialmente. Otra, que generó menos discusiones y se encuentra mucho más establecida, engloba las obras que se apropian de distintas formas del videojuego, de sus productos y de sus operaciones. Realizar un panorama de esta tendencia llevaría demasiado espacio, pero pueden mencionarse unas pocas obras que se sirven de distintas propiedades del medio desde diferentes lenguajes y prácticas, como [giantJoystick] de Mary Flanagan, que toma un periférico tradicional y lo somete a un cambio de escala que enrarece e interrumpe el flujo lúdico habitual dirigiendo la atención hacia el contacto con el dispositivo; los cuadros pintados de Miltos Manetas, en los que se retratan escenas cotidianas con jugadores y dispositivos; dead-in-iraq (2006-2011), el conjunto de intervenciones performáticas que realizó Joseph Delappe en el juego America’s Army y que consistían en entrar a un combate, arrojar las armas y escribir en el chat grupal los nombres y rangos de soldados estadounidenses muertos durante la ocupación de ese país; la creación de experiencias espaciales semejantes a la de los juegos en tres dimensiones, como la efectuada por Bill Viola en The Night Journey. Como puede verse, esta segunda vía no ofrece un panorama unificado sino un extenso horizonte de prácticas artísticas que incluye una amplia gama de soportes, lenguajes y propuestas estilísticas.

Finalmente, una tercera vía es la de la categoría de art game, una clasificación volátil que parece conferir el estatus de arte a un corpus reducido de juegos, por lo general provenientes de la escena indie. No existe un acuerdo sobre las propiedades de la categoría ni sobre los juegos que abarca, pero de todas formas la clasificación circula y es reconocida tanto en producción como en reconocimiento, lo que la vuelve un objeto de estudio tan incierto como eficaz que pone de manifiesto la posibilidad de la lectura artística por fuera del radio de museos y de otras instituciones del campo (primera vía) y del radar de la producción artística que se apropia del videojuego (segunda vía).

En este trabajo me ocuparé de la primera vía4, concentrándome en las estrategias curatoriales desplegadas por algunas muestras en las que se exhiben videojuegos comerciales5. No trataré de contestar la pregunta acerca del arte, sino de observar cómo elige abordar y responder (o no responder) esa pregunta cada una de las muestras. Para hacerlo, tomaré en cuenta la manera en la que se emplazan los juegos y son puestos en disponib ilidad, en qué tipo de serie histórica se los incluye y en cómo se entiende su producción. Todo esto será analizado a partir de registros fotográficos, audiovisuales y periodísticos de las muestras tanto como de su producción paratextual (los diferentes discursos que rodean y enmarcan la exhibición como catálogos, entrevistas realizadas para la ocasión, escritos y declaraciones de los curadores, etc.) y de metadiscursos (textos periodísticos o académicos que dan cuenta y/o problematizan algún aspecto de las exhibiciones).

 1.

Al igual que otros medios que asientan su popularidad en el siglo XX como el cine, la radio o la televisión, el videojuego se inscribió desde sus inicios en la década del 70 en el terreno del entretenimiento y no fue hasta el nuevo milenio que se produjeron cruces con otros campos sociales como el de la información (los newsgames), la publicidad (advergaming), el deporte profesionalizado (los e-sports) y el arte. La expansión muestra la variedad de usos de la que puede llegar a ser objeto una misma técnica. En el caso del videojuego, esa expansión exhibe un arco singular, ya que el medio, que ensaya sus primeras aproximaciones al terreno del arte después del 2000, constituyó durante muchos años una de las zonas menos legitimadas de la industria cultural, dirigida casi en su totalidad a un público joven y cuyo consumo fue asociado con toda clase de efectos negativos relacionados con el aislamiento o el culto a la violencia (se trataba de presuntos efectos que, por otra parte, habían sido adjudicados anteriormente al cine o a la historieta)6. Romualdo caracteriza así el proceso:
 
“In recent years, videogames have entered the world of museums and other cultural institutions in force. We see them as interpretation and digital engagement tools for visitors of the Science Museum in London, as examples of design in the Department of Design and Architecture of the Museum of Modern Art in New York, as collectable works made on a thematic thread such as the ones in the collection of the Museum of London, and as the subject of major exhibitions, such as the September 2018 videogames exhibition at the Victoria and Albert Museum in London, to name a few examples” (Romualdo 2017: 25)

Pero este proceso no condujo a un cambio de lugar social ni una legitimación instantánea: lo que las exhibiciones de videojuegos dejan ver a lo largo del tiempo es, justamente, que los ingresos al museo no garantizan el estatuto de arte; más bien al contrario, el cambio de emplazamiento parece estar siempre atravesado por tensiones que no terminan de resolverse. Las muestras que se analizan a continuación dejan ver algunas formas en las que ese desplazamiento conflictivo tuvo y tiene lugar.

En Hot Circuits: A Video Arcade, de 1989, una de las primeras exhibiciones importantes de videojuegos realizada por un museo7, ya se percibe una tensión en relación con el objeto curado y el programa de la institución. La muestra, llevada adelante por The Museum of the Moving Image y a cargo de Rochelle Slovin, consistía en cuarenta y seis juegos de arcades y consolas hogareñas presentados en sus dispositivos originales. Los visitantes recibían cinco tokens (monedas) para utilizar en las máquinas de la sala. Consumidas las cinco monedas, podía comprarse otras. De esta forma, la muestra proponía una escena discursiva bifronte: por un lado, los juegos se exhibían en la sala de un museo y el emplazamiento inscribía los objetos dentro del conjunto de regularidades museísticas (por ejemplo, cada máquina se colocó a varios centímetros de la pared para que el recorrido permitiera atender no solo al juego localizado en la pantalla, sino también al gabinete en su totalidad –Collins 1989), pero por otro el acceso a la muestra replicaba prácticas sociales propias del gaming, en especial del tipo de interacción de los locales de arcades, con su acceso económicamente mediado a los juegos y su consumo fragmentado (de partidas de corta duración que incrementan la adquisición de monedas). Se observan con nitidez tres procesos de artificación según Shapiro y Heinich (2012): desplazamiento, recategorización y cambio institucional.

Slovin exponía el objetivo de la muestra con claridad: los videojuegos, en tanto producto cultural (historical artifacts), merecían el mismo reconocimiento y esfuerzos de conservación y restauración que otros medios (citado en Collins –1989). Aunque fuera realizada en un museo, la exhibición no reivindicaba el estatuto de arte para el videojuego. Una nota periodística (Collins 1989), que incluye una entrevista a Slovin, evidencia que el perfil de la curaduría tiene un carácter arqueológico: se trata de rescatar artefactos difíciles de hallar y de ponerlos al alcance del público; la tarea se justifica por la vigencia cultural de un medio todavía vilipendiado y poco prestigioso que contribuyó al desarrollo tecnológico general. La propuesta de la muestra no se centraba en la cuestión de la artisticidad. Solo en un momento, Slovin hace una mención al pasar a la “belleza” de los gabinetes de los arcades y al carácter “abstracto” de algunos juegos del pasado: el placer estético resultaba ser un beneficio de segundo orden frente a la misión de rescate y preservación8 (Collins 1989). Con Hot Circuits se inicia una trayectoria en la que se esboza una tensión en torno al estatuto ambiguo conferido al videojuego por parte de las instituciones del campo del arte, que oscila entre la atribución de artisticidad por un lado y la rúbrica de artefacto tecnológico y cultural por el otro.

La muestra del Museum of the Moving Image no generó nada parecido a un movimiento al menos hasta 1999, cuando tuvo lugar Cracking the Maze, una muestra online curada por Anne Marie Schleiner con el apoyo de la San Jose State University. La muestra abundaba sobre todo en parches y mods que eran presentados como el trabajo de artistas, intervenciones efectuadas sobre juegos existentes que dejaban entrever la existencia de un terreno vasto para la creación y la experimentación. Se abría así una estrategia curatorial diferente a la inaugurada por Hot Circuits consistente en exhibir trabajos cuyo estatuto de obra de arte era plenamente afirmado (Schleiner 1998). Debido a que este aspecto del fenómeno se vincula con otra de las vías de acceso del videojuego al campo del arte ya mencionada, la que supone la apropiación de uno o varios rasgos del medio por parte de artistas, no me ocuparé de este tipo de muestras y, en cambio, me concentraré en las que exhiben videojuegos comerciales, es decir, juegos ya existentes provenientes del terreno del entretenimiento y que han circulado de manera mercantil; muestras, en todo caso, donde el proceso de artificación da lugar a una negociación bastante más conflictiva.

Hot Circuits estabilizó una estrategia curatorial que se volvería recurrente en la que el videojuego es presentado en calidad de tanto artefacto cultural y tecnológico que merece ser preservado: la afirmación (o la pregunta) acerca del estatuto artístico no es abordada directamente, sino que se la sugiere a partir del gesto mismo que supone la celebración de la muestra, de sus mecanismos metadiscursivos (como catálogos o recursos en línea), de la disposición del espacio (por ejemplo, para que pueda apreciarse la totalidad de la carcasa de las máquinas), etc. Con diferentes matices y acentuaciones, algunas de las muestras sobre videojuego más populares adoptaron esta estrategia. Game On, realizada en el Barbican, inició en 2002 y viajó por distintos países con una selección estable de juegos que caracterizaban técnica y estilísticamente las distintas eras del medio9. Game Masters, realizada en 2014-2015 en Edimburgo en el Museo Nacional de Escocia, introdujo una variante autoral: la muestra, además de suscribir a una visión evolutiva del medio a través de una selección de casi cien juegos, organizaba el recorrido de acuerdo con el trabajo de treinta desarrolladores destacados provenientes, entre otros espacios, de la industria (Shigeru Miyamoto, Warren Spector) y de la escena indie (Will Wright, Markus Persson). Por su parte, Play the Game: 40 años de videojuegos, celebrada en Buenos Aires en 2015 en Espacio Fundación Telefónica con el apoyo del Museo de Informática, también proponía una historia del videojuego de carácter evolutivo, sin saltos ni derivas, donde los desplazamientos expresivos eran leídos como resultado de mejoras tecnológicas que incrementaban las prestaciones de los dispositivos. La disposición de aparatos y de los juegos acentuaba el perfil arqueológico: la muestra estaba dividida en períodos en donde se exhibía una gran cantidad de dispositivos (mayormente consolas y computadoras personales, el arcade se encontraba algo desplazado) y unos pocos juegos en carácter de ejemplos de la producción de cada momento.

Este breve recorrido por algunas muestras que retoman la propuesta de Hot Circuits permite observar una estrategia curatorial que se prolonga en el tiempo con variaciones y acentos, ya sea en torno a los modos de consumo primigenio del objeto exhibido (Hot Circuits), a los juegos mismos (Game On), a los desarrolladores/creadores (Game Masters) o a una arqueología de los dispositivos característicos del medio (Play the Game).

2.

The Art of Video Games, muestra realizada en el Smithsonian en 2012, parecía suscribir, en principio, a la línea abierta por Hot Circuits: la selección de juegos apuntaba a reponer una historia técnico-estilística y la organización concebía el desarrollo del videojuego en términos evolutivos. Nuevamente, el investimiento artístico de los objetos exhibidos era sinuoso y descansaba especialmente en una serie de entrevistas a personalidades asociadas al medio como Nolan Bushnell, Warren Spector o Tommy Tallarico, que hacían referencias muy generales y desde perspectivas muy distintas a la cuestión10. Sin embargo, algunas decisiones curatoriales sugerían que se estaba ante una propuesta museística diferente.
 
La muestra contó con ochenta juegos, de los cuales solo cinco podían probarse. El resto estaba emplazado de manera diversa: algunos en pantallas del tamaño de una pared, otros en pantallas pequeñas, mientras que también se exhibían fragmentos (capturas) de otros con imágenes fijas. La mayor parte de los juegos, entonces, aparecían despojados de su funcionamiento interactivo, rasgo definitorio del videojuego y de las formas lúdicas en general ya desde los inicios de los game studies (Aarseth 1997, Murray 1997). A su vez, los juegos exhibidos en forma no interactiva eran sometidos a diferentes tipos de acentos y atenuaciones: en el caso de los registros exhibidos en pantallas grandes, cobraban importancia rasgos audiovisuales como la utilización del color, las gradaciones del pixelado, el modo de presentar el espacio y la trayectoria de las figuras, o la articulación entre sonido y banda musical. En otros casos, como el de los espacios dedicados a aparatos específicos, una pantalla pequeña permitía que el visitante alterne entre registros de diferentes juegos pertenecientes al mismo dispositivo: allí el peso de lo audiovisual cedía ante la posibilidad de manipular el material exhibido y la inscripción histórica (por ejemplo, los espacios dedicados a las consolas Atari VCS, ColecoVision e Intellivision conformaban el área de “Inicios”)11.

Si el trabajo curatorial supone siempre una recontextualización del objeto y su inscripción en un programa cultual singular, diferente al del uso social original (Zunzunegui 2003), The Art of Video Games operaba un desvío respecto de la tendencia inaugurada por Hot Circuits: A Video Arcade: ya no se trataba solamente de arrancar los juegos de su espacio de origen y de insertarlos en las formas de acceso propias del museo, sino de despojarlos de algunas de sus propiedades elementales y de presentarlos en los mismos términos en el que se exhiben lenguajes cuyo estatuto artístico no parece estar en discusión como la pintura, la fotografía o el audiovisual. Salvo por los cinco juegos que podían probarse, la muestra proponía una reconfiguración plena del contacto esperado con el medio donde se producen una serie de enroques discursivos: además de los ya mencionados cambios de escala y de soporte (de interactivo a audiovisual), se nota además una reorganización en términos del placer tematizado y habilitado por la curaduría, en el sentido de que el disfrute táctil propio del videojuego (excepto por los cinco casos jugables) es desplazado en pos de la espectacularidad audiovisual y de una lectura histórica de la técnica.

Si bien los game studies dedicaron muchos de sus esfuerzos a problematizar cuestiones vinculadas con la imagen, el espacio, el tiempo, la interacción o la cognición, no fue hasta varios años después de establecido el campo que los autores empezaron a interesarse por la materialidad del contacto y con la actividad física del jugador. Kirckpatrick (2011) explica que la fascinación que genera el videojuego se concentra no tanto en sus recursos visuales o auditivos sino táctiles, y equipara los movimientos de las manos y dedos y su articulación con la vista con una coreografía de danza. Steve Wink, en su libro dedicado al sentir (feel) del videojuego, sostiene que lo táctil se vincula con la posibilidad del control: “game feel is the tactile, kinesthetic sense of manipulating a virtual object. It’s the sensation of control in a game” (Wink 2009: xiii). Esto puede leerse a la luz de las observaciones sobre el tacto que hace Maurette en relación con la emotividad: “el tacto es el sentido del movimiento afectivo. Todo lo que nos conmueve, enardece, agita, todo lo que nos afecta con mayor o menor intensidad se experimenta como una forma de tacto” (Maurette 2015: 45).

La propuesta de The Art of the Video Games consistía, entonces, en nada menos que una reconfiguración del contacto: los juegos mostrados, cuyo acceso original requería diferentes tipos y niveles de destreza táctil, eran exhibidos como superficies audiovisuales o visuales que había que ver y escuchar, pero con las que no se podía interactuar12. El cambio de emplazamiento producía un desplazamiento material que puede pensarse a partir de la tipología de pantallas de Lev Manovich (2005): discursos producidos y consumidos dentro del campo de acción de la pantalla en tiempo real eran (re)emplazados en otros soportes como el de la pantalla móvil y el de la pantalla estática, gestionando así un contacto extraño al videojuego, que era inscripto en prácticas de fruición espectatoriales más propias de otros lenguajes como el cine, la fotografía o la pintura. La muestra del Smithsonian ponía de manifiesto una tensión nueva: el ingreso del videojuego al museo y su inserción en los procesos de artificación podía dar lugar a propuestas como la de The Art of Video Games, donde la recontextualización traía aparejada un gran cambio en las formas del contacto discursivo y donde el objeto era exhibido como si se tratara de una materialidad no interactiva. En relación con la cuestión del estatuto artístico, la muestra lo adjudicaba tanto desde el título como desde las entrevistas a personalidades que acompañaron el evento, pero el aspecto decisivo parece ser el cambio de soporte: la cancelación de la posibilidad de interactuar materialmente con los juegos exhibidos y la reestructuración del acceso a los mismos sugieren que una manera de adjudicar el estatuto de arte al videojuego supone que se lo exhiba de acuerdo con el régimen de acceso de lenguajes artísticos canónicos. Dicho de otro modo: para la muestra, el videojuego es arte cuando, una vez separado del terreno del entretenimiento, deja de funcionar lúdicamente (porque se trata de juegos que hay que ver y escuchar, con los que no se puede jugar) y lo hace de acuerdo con lo que Zunzunegui (2003) llama ‘ideología de la visibilidad’, esto es la entronización de la vista y de sus recorridos que dispone el museo desde sus comienzos favoreciendo una dimensión sensible en términos de garantía de la adquisición de saber y de elemento ordena dor de la experiencia del visitante.

 3.

En 2012, el MoMA adquirió catorce videojuegos como parte de un proyecto del Departamento de Arquitectura y Diseño, que hizo pública una lista de cuarenta juegos en total a obtener en el futuro. A diferencia de las exhibiciones comentadas, la del MoMA no estuvo dedicada exclusivamente al videojuego: los catorce juegos participaron de la muestra Applied Design junto a objetos como detectores de minas terrestres, lámparas y afiches. En una gacetilla de prensa emitida por el museo se abordaba directamente la cuestión del estatuto artístico del videojuego:

“Q: Are video games art?
A: They are, but they are also design, and a design approach is what we chose for this new foray into this universe. The games are selected as outstanding examples of interaction design—a field that MoMA has already explored and collected extensively, and one of the most important and oft-discussed expressions of contemporary design creativity”13

No se trataba de discutir el estatuto de arte, sino de insertar el videojuego dentro del conjunto de búsquedas propias de esa área del museo en relación con el diseño (aunque parece evidente que, más allá de las declaraciones oficiales, el hecho mismo de la exhibición supone la afirmación del estatuto artístico del medio). De todas formas, el gesto dio lugar a una polémica que tuvo un eco inmediato en los medios de comunicación con respuestas como la de Jonathan Jones, de The Guardian, en la que el periodista rechazaba de plano la muestra por considerar que el videojuego no era arte (Jones 2012). Más allá de esa discusión, la curaduría realizó un desvío notorio respecto de la estrategia establecida a partir de Hot Circuits: la selección de juegos, además de participar de una muestra que incorporaba otras clases de objetos, era reducida (solo catorce) y la exhibición invisibilizaba el dispositivo. La selección abarcaba un arco temporal extenso que iba desde Pac-Man (1984) hasta Cannabalt (2009), pasando por diferentes géneros (como puzzle, administración y aventura gráfica), estilos (que incluían tanto diferentes tipos de realismo como diversas estilísticas pixeladas) y tecnologías (desde la era de los 8 bits hasta motores gráficos tridimensionales; de juegos emplazados originalmente en arcades hasta otros producidos para consolas, PC y dispositivos móviles). El recorte, quedaba claro, no seguía criterios epocales ni estilísticos: los catorce juegos seleccionados eran exhibidos debido a que ofrecían un repertorio de las posibilidades de diseño interactivo que habilitaba el medio.

El segundo aspecto, la invisibilización del dispositivo, parecía ir en contra de lo hecho en casi todas las muestras anteriores, donde el videojuego se exhibía en el dispositivo de origen y el aparato resultaba parte integral de la exhibición: el juego era inscripto en un soporte particular, como ocurría en Hot Circuits, donde las carcazas de los arcades, con su despliegue gráfico y su manera de ocupar el espacio, constituían el objeto de la muestra tanto como los juegos desplegados en sus pantallas. En Applied Design, al contrario, los juegos se exhibían en pantallas ubicadas en paneles de los que asomaban distintos tipos de periféricos dependiendo del juego del que se tratara: mouse, joystick o palanca y botonera14. Esa decisión introducía un cambio en la historia de las muestras de videojuegos: del perfil más bien arqueológico, que presentaba los juegos junto a los aparatos tecnológicos que les servían de soporte, se pasaba a una estrategia distinta que consistía en remover de la escena el sustrato técnico y, al mismo tiempo, invitaba a concentrar la atención en la dimensión audiovisual y en el contacto lúdico. En este sentido, la propuesta curatorial de Applied Design puede pensarse como discutiendo con la de The Art of Video Games: mientras que la muestra del Smithsonian emplazaba el videojuego cancelando la posibilidad de interacción (y, por lo tanto, dirigía el interés hacia el despliegue audiovisual), la del MoMA realizaba el movimiento inverso al priorizar el contacto con los juegos, es decir, el encuentro táctil, físico, y la coordinación, siempre compleja, de dos gestualidades: la del cuerpo del jugador y la forma en la que esos movimientos se traducen en las marcas trazadas en la pantalla

Thomas Apperley sostiene que el videojuego implica un exceso corporal y, en relación con el game art, se pregunta por los motivos de la ausencia de la interacción del espacio de la representación. El autor se fija especialmente en algunas pocas obras que rescatan la gestualidad del jugador y la incorporan abriendo una tensión entre la actividad lúdica (que escapa a la representación) y la superficie discursiva: “The significance of gestural excess is that it is not registered by the gaming technology; it is in no way programmed or coded” (Apperley 2013: 150). Volviendo a las muestras, si bien no puede decirse que la del MOMA tome a su cargo la exhibición de la actividad de los jugadores/visitantes, resulta ser la única que dirige la atención hacia las formas de contacto habilitadas por los juegos seleccionados. A eso apunta la definición del videojuego en tanto objeto de “diseño interactivo”, es decir, en tanto textualidad cuyo atributo singular reside en las maneras en las que se implica discursivamente a los usuarios a través de distintas vías de intercambio. A grandes rasgos, las competencias presupuestas por un juego de puzzle como Tetris suponen un tipo de contacto muy distinto al de las destrezas de coordinación de Cannabalt, los recorridos accidentados de Katamary Damacy o a la propuesta de Passage, que reduce significativamente la posibilidad de acción y reenvía la atención hacia la configuración retórica y temática. Esos distintos pactos enunciativos suponen formas diferentes de implicar el cuerpo, de ponerlo en movimiento o de invitarlo al reposo, de someterlo a distintas velocidades, de coordinar distintas operaciones gestuales y de intelección. Al poner el énfasis en las propiedades del medio en tanto objeto de diseño interactivo, Applied Design realiza algo inédito en la historia de las muestras de videojuegos: dirige la atención hacia los tipos de contacto habilitados por el medio y, al hacerlo, incorpora la actividad del jugador como parte de la muestra. Si bien no se trata de registrar la performance física de los visitantes, la muestra efectivamente incorpora el gasto corporal, el exceso gestual que supone el contacto con el videojuego.

Conclusiones

Las tres estrategias curatoriales analizadas permiten observar diferentes formas de apropiación y recontextualización del videojuego por parte de museos. Más allá de las distintas vías por las que las muestras confieren el estatuto de arte a los juegos (ya se vio que esa atribución no es del todo clara y que en muchos casos se realiza de manera tácita a través del acto de exhibición), interesa señalar que el proceso de artificación de productos comerciales del medio parece conllevar necesariamente cambios de diferente orden: de escala, de funcionamiento, de contacto. Una oscilación evidente cruza las muestras elegidas en relación a dos cuestiones: la visibilidad del dispositivo y la posibilidad de interacción. Esas oscilaciones dejan ver diferentes estrategias curatoriales que leen el videojuego a la luz de distintas concepciones: como artefacto cultural, como objeto de contemplación o como propuesta de diseño interactivo que incorpora la performance del jugador/visitante. Se trata, en suma, de modalidades del reconocimiento que surgen como resultado del desfase que entrañan los pasajes del videojuego del campo del entretenimiento al de las artes. En el medio de esos procesos de artificación, emergen resistencias que recuerdan que el fenómeno, lejos de haberse estabilizado, conserva su carácter conflictivo. Shapiro y Heinich explican que los procesos pueden conformar distintos tipos de artificación: duradera, parcial, en curso e inalcanzable. Las muestras de videojuego comerciales se inscriben en el tercer tipo, en el sentido de que no comparten espacio con los lenguajes artísticos canónicos (primer tipo), el proceso no se refiere a un nicho específico de la producción (segundo tipo) y, finalmente, la realización sostenida en el tiempo de muestras da cuenta de la factibilidad y estabilidad del fenómeno (es decir, que no podría pertenecer al cuarto tipo).

A su vez, estos pasajes y recontextualizaciones deben ser leídos a la par de la articulación del videojuego con otros espacios sociales como la publicidad (Bogost 2010), el periodismo (Bogost, Ferrari, Schweizer 2010) o el deporte profesional (Kopp 2017), entre otros: en el presente, el medio atraviesa una notoria expansión que rebasa el campo del entretenimiento para insertarse en otras áreas de desempeño y desplegar funcionamientos propios de otras prácticas discursivas como la persuasión o la construcción de actualidad. Esa expansión, que incluye además la diseminación de operaciones lúdicas en textualidades que no las contemplaban (por ejemplo, en todo tipo de aplicaciones de software, ya sea que estén dedicadas al running, a la rehabilitación médica o a replicar los usos de una agenda personal –McGonigal 2013), sugiere que los procesos de artificación del videojuego deben ser observados atendiendo a otro movimiento de gran escala social como es el de la gamification (o ludificación), dentro del cual los pasajes hacia el campo de las artes suponen un acontecimiento decisivo de la vida social del medio, pero de ninguna manera el único ni el más importante.

Notas:

1 Si bien no hay un acuerdo generalizado, el término game art suele designar los distintos rubros de desarrollo de videojuego (como el apartado visual o sonoro) tanto como la producción de obras a partir de materiales del videojuego, y no se confunde con la etiqueta de art game, que engloba juegos del terreno indie.

2 El fenómeno también contó con estudios en el país. Un trabajo de Mónica Jacobo (2012) se aproxima al diálogo entre videojuego y arte indagando en casos locales donde la producción de la obra aparece atravesada por las nociones de interactividad e interfaz. A su vez, Luján Oulton, responsable de las muestras bienales Game On. El arte en juego, se encuentra preparando una tesis de maestría acerca del cruce entre videojuego y arte desde una perspectiva curatorial.

3 Se trata de un nicho de producción al margen de los mecanismos industriales de los grandes estudios que toma impulso a comienzos del nuevo milenio hasta ganar estabilidad y reconocimiento en 2010 gracias al abaratamiento y mayor disponibilidad tecnológica y al surgimiento de nuevas formas de promoción y distribución online (Donovan 2010).

4 Tal vez se pueda señalar una cuarta vía, aunque no pertenezca al mismo orden que las otras, y es la inserción del videojuego como insumo educativo por parte de museos. Sofia Romualdo fundamenta esa inserción en las prestaciones pedagógicas que provee el medio cuando se articula con un determinado programa de enseñanza institucional y dentro del marco del “giro educacional” de la última curaduría, que polemiza con el carácter “elitista” de las muestras de arte contemporáneo donde las obras no son acompañadas de un aparato metatextual fuerte en la creencia (según la autora) de que deben “hablar por sí solas”. Romualdo releva las maneras en las que los museos pueden servirse del videojuego para reforzar su trabajo pedagógico: utilizando juegos publicados comercialmente, modificando juegos existentes, usando juegos comerciales educativos o creando sus propios juegos (Romualdo 2013, 2017). Se trataría de una vía diferente a las otras tres, entonces, debido a que el videojuego, aunque se encuentre dentro de museos, opera como instrumento de una propuesta pedagógica y, por lo tanto, no participa del proceso de artificación.

5 Por el momento no se me ocurre otro término para nombrar la producción industrial cuyo espacio de circulación es el mercado, pero creo que “comercial” permite diferenciar rápidamente entre ese tipo de juegos y otros que puedan inscribirse en las otras vías: juegos “de artistas” que circunscriben su recorrido a los espacios del arte como museos, galerías y lugares afines sin pasar por el mismo mercado que los comerciales (digo “mismo” porque esos juegos-obras pueden insertarse en intercambios mercantiles pertenecientes al campo del arte); y art games, que si bien pueden llegar a compartir con los “comerciales” un circuito de consumo (por ejemplo, la plataforma de venta Steam), trazan una distancia muy evidente respecto de ese terreno de la producción y de sus coordenadas recurrentes, por ejemplo, no participan del sistema de géneros y de sus pactos lúdicos habituales (es justamente ese desvío uno de los factores que suele activar la lectura artística). Por otra parte, los trabajos dedicados a los cruces entre arte y videojuego suelen dar por sentada, aunque nunca encaren el asunto en detalle, la división entre producción mainstream e independiente (Sukhov –2015–, por ejemplo, traza una frontera exageradamente tajante entre uno y otro territorio). La segunda y tercera vía engloban sobre todo casos surgidos dentro del espacio indie, mientras que la primera se compone de juegos industriales.

6 El tema es extenso y desborda los intereses de este trabajo. Para una discusión sobre la cuestión de los efectos del videojuego, puede consultarse “La guerra entre efectos y significados: Replanteamiento del debate sobre la violencia en los videojuegos” (Jenkins 2009).

7 Se trata de la más conocida, pero Romualdo (2017) menciona una anterior, aunque menos difundida: ART-cade, celebrada en 1983 en la Corcoran Gallery of Art, localizada en Washington (hoy cerrada).

8 Aquí se nota una gran diferencia respecto de las muestras tradicionales: los objetos a exhibir no forman parte del patrimonio de ninguna institución museística y, obviamente, no participan de ningún proceso de acumulación material previo, por lo que Slovin y el equipo del Museum of the Moving Image tuvieron que salir a buscar los arcades elegidos al mercado, en especial al de segunda mano, ya fuera a casas de electrónica o vendedores individuales. En el presente, salvo por algunas pocas adquisiciones (como las efectuadas por el Moma, que comentaré más adelante), los museos no cuentan con videojuegos en su patrimonio, lo que dificulta la implementación de planes de conservación y restauración.

9 Romualdo se refiere a una “tradición desarrollada por el Museum of Moving Image” en la que se pueden ubicarse muchas muestras posteriores, entre ellas Game On, en el Barbican, sobre la que comenta: “The exhibition is organised into ‘stages’ which illustrate the evolution of the medium” (Romualdo 2017: 31).

10 Los entrevistados apelan a toda clase de argumentos para justificar la artisticidad del medio. El estatuto de arte del videojuego, así, estaría garantizado, entre otras razones, por su capacidad para imitar a otros lenguajes, por su potencia expresiva, porque puede producir emociones en el público, porque se transformó como medio, (“evolucionó”) etc.

11 https://www.youtube.com/watch?v=AKHivPd88dY. Consultado por última vez el 07/08/18.

12 Tal vez convenga aclarar que lo táctil no se acota únicamente al contacto estrictamente físico: como explica Maurette (2015), la historia de Occidente muestra una gran cantidad de formas en la que lo háptico se manifiesta más allá del acto de tocar (por ejemplo, en la representación pictórica).

13 Disponible online en: https://www.moma.org/documents/moma_press-release_386891.pdf.

14 Según Shapiro y Heinich (2012), es común que la artificación traiga consigo un ocultamiento de la dimensión técnica del objeto.

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Fecha de recepción: 10-08-2018.
Fecha de aceptación: 29-10-2018.

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