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Astrolabio. Nueva Época

versión On-line ISSN 1668-7515

Astrolabio  no.24 Cordoba ene. 2020

http://dx.doi.org/10.55441/1668.7515.n24.21445 

Artículos de investigación

Situando el 68: circulación, temporalidad e intersecciones de un momento que es y no es el nuestro

Localizing 1968: circulation, temporality, and intersections of a moment wich is and is not ours

Mauro Pasqualinia 

1aCentro de Investigaciones Sociales, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. mpasqu2@gmail.com

Resumen

1968 fue un momento álgido de protestas, activismo y rebeliones fomentadas fundamentalmente por el malestar estudiantil y juvenil. El presente trabajo explora bibliografía clásica y más reciente (trabajos historiográficos, textos de coyuntura más antiguos, reflexiones polémicas sobre la memoria del 68) con el fin de identificar tres ejes temáticos: los intercambios globales, la temporalidad compleja y heterogénea del 68, y las intersecciones entre dinámicas culturales y política. Se plantea que es a partir de estos temas que se pueden abrir líneas más que productivas para la investigación futura.

Palabras clave: 1968; Historia Global; Movimiento Estudiantil; Cultura Juvenil; Contracultura

Abstract

1968 was an intense moment of protests, activism and rebellion, mainly elicited by youth and student discontent. This article explores classic and recent bibliography (historiographic works, older intervention pieces, polemic reflections on the memory of 1968) with the goal of identifying three thematic axes: global interchanges; the complex and heterogeneous temporality of 1968; and the intersections of cultural and political dynamics. The article claims that these topics can open productive possibilities for future research.

Keyword: 1968; Global History; Student Movement; Youth Culture; Counterculture

Definitivamente, 1968 no fue un año más. A lo largo de esos meses, movilizaciones callejeras, tomas de fábricas y universidades, huelgas masivas y espontáneas, asambleas populares y enfrentamientos con fuerzas del orden con diversos grados de violencia se sucedieron en lugares tan distantes como México y Tokio, o Varsovia y Berkeley. La oleada de revueltas y protestas de ese año alcanzó un total de 56 ciudades, con picos de intensidad en urbes como París, Praga, Milán, México D. F. o Berlín. De hecho, la lista de países que experimentaron acontecimientos de intensa rebelión y descontento incluye no solo los más conocidos (como Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania, México), sino casos menos recordados como India, Egipto, Turquía, Túnez y Etiopía. Tanto sociedades capitalistas industrialmente avanzadas como países periféricos con mayoría de población campesina, o estados pertenecientes al llamado socialismo real, experimentaron revueltas similares en cuanto a sus formas de protesta y estilos de acción. Gobiernos parlamentarios, regímenes militares en los llamados países en desarrollo y sistemas de partido único en Europa del este debieron enfrentar estallidos de rebelión. Dentro de lo heterogéneo de sus escenarios, todos tuvieron en común la centralidad de la juventud y del movimiento estudiantil, figuras inspiradoras compartidas, lecturas similares y causas comunes (como la oposición al imperialismo, a la guerra de Vietnam y la esperanza sobre el Tercer Mundo). Quedaban así unificadas revueltas que, sin duda, tenían sus disparadores específicos y efectos diversos en cada caso particular.

A lo largo de las cinco décadas que nos separan de este intenso año, se ha producido una inmensa literatura. Desde los primeros análisis y debates al calor de los hechos hasta los enfoques más historiográficos a medida que nos distanciamos de los acontecimientos constituyen hoy una masa nada despreciable de material. Analizar el 68 es, de hecho, un ejercicio que pertenece a distintos campos. Se lo ha estudiado como parte de la historia del siglo XX (Hobsbawm, 1995), sobre todo en los estudios de historia europea (Judt, 2005; Mazower, 1998). Es también un episodio inevitable para los trabajos sobre juventud y generaciones de posguerra (Sirinelli, 2003; Schildt y Siegrfried, 2006) o en los estudios sobre la historia de la izquierda y el socialismo (Sassoon, 1996; Eley, 2002). Obviamente, no deja de haber trabajos específicos sobre el 68, tanto en perspectiva nacional (Sáenz de Miera, 1993; Lumley, 1990; Balestrini y Moroni, 2015; Flores, De Bernardi, 1998) como internacional (Fraser, 1988; Fink, Gassert y Junker, 1998; Klimke y Scharloth, 2008). El campo de la memoria y los testimonios también constituye una de sus dimensiones cruciales (Passerini, 1988; Cohn Bendit, 1986; Ross, 2002).

Analizar el tipo de acciones colectivas que caracterizaron a 1968 no es nada fácil. Su globalidad, de hecho, es un primer tema de problematización. ¿Cómo debemos entender la simultaneidad de acciones similares en contextos heterogéneos? ¿Se trata de la consecuencia de redes transnacionales de activismo? ¿O es debido al contagio de imágenes de revueltas provocado por la globalización de las comunicaciones? ¿Tiene sentido de hablar de “un” 1968 para sociedades tan diversas? ¿Deberíamos resignarnos entonces a narrar el 68 en perspectiva nacional, transformándolo en una colección de casos locales? Otros aspectos complejos se suman incluso si nos olvidamos de las comparaciones transnacionales. ¿Qué fue exactamente el 68 en Europa occidental? ¿Se trató de una revolución fallida, de una revolución cultural o de un conflicto generacional? ¿Tiene sentido rescatar su dimensión política, o fue fundamentalmente un episodio cultural, efecto de las fantasías y esperanzas de la generación de posguerra? ¿Nos sirve pensarlo como acontecimiento, como evento extraordinario con una temporalidad suspendida e irrepetible, o debemos en cambio concebirlo como momento de procesos de más larga duración? Y en ambos casos, ¿cómo hacemos para dar cuenta de sus aspectos más contradictorios, como es el rechazo de la sociedad de consumo por parte de una generación formada dentro de una cultura juvenil fuertemente mercantilizada? Este último es de hecho uno de los aspectos más interesantes historiográficamente: el vínculo entre el activismo antiautoritario e insurreccional y la sociedad de consumo de masas y, a su vez, entre esta última y las diversas contraculturas forjadas en la segunda mitad de los 60. ¿Cómo podemos integrar estas múltiples dimensiones que hacen al 68 y a la experiencia social y política de “los 60” más en general?

Gran parte de estas preguntas surgen de un contraste muy marcado, sobre todo en Europa occidental. Tiene que ver con el desfasaje entre los cambios producidos al nivel de lo cotidiano y las costumbres, y sus decepcionantes efectos políticos. No es raro referirse a 1968 en términos como los empleados por Umberto Eco, quien afirmó que 1968 “cambió la manera en que todos nosotros, al menos en Europa, nos comportamos y relacionamos a los otros. Relaciones entre jefes y trabajadores, estudiantes y maestros, incluso chicos y padres, se han abierto. Ya nunca serán lo mismo” (citado en Lumley, 1990: 2). Y, sin embargo, al nivel de las estructuras políticas y sociales, las transformaciones fueron frustrantes para los protagonistas de las revueltas y difíciles de advertir para quienes las estudian décadas después. Ni la estructura de la propiedad ni el régimen político cambió en países como Italia, Francia, Alemania, o Estados Unidos. De hecho, en muchos casos, los efectos políticos inmediatos fueron un giro conservador, un intenso pánico moral y un corrimiento a la derecha de la representación parlamentaria. ¿Cómo podemos dar cuenta de semejante contraste? ¿Cómo puede ser que ya nada fue igual, y al mismo tiempo todo siguió siendo lo mismo? Analizar el 68 es sin duda saber sondear dentro de esta complejidad de cambios y continuidades.

En las siguientes páginas, usaremos la literatura clásica y reciente sobre el 68 centrándonos en tres ejes. En primer lugar, vamos a ver cómo se ha abordado la globalidad del 68, fundamentalmente a través de cómo se ha buscado dar cuenta de la simultaneidad de las revueltas durante ese año; esto tiene que ver con preguntarnos acerca de cómo se han transmitido las influencias de un espacio a otro, así como acerca de las diferencias locales, pero también los elementos comunes que definieron los espacios de acción. En segundo lugar, en la sección de “temporalidades” nos vamos a concentrar en diversos cruces de miradas en torno a cómo dimensionar el 68; esto quiere decir, contestar a la pregunta: ¿a qué historia pertenece 1968? Ahondaremos en una diferencia en torno a dos posturas: quienes consideran al 68 como parte de un proceso de más largo plazo, y quienes lo ven como yendo a contracorriente de las tendencias dominantes de la época. Finalmente, en la última sección reflexionaremos sobre las intersecciones entre lo político y lo cultural en el estudio del ’68; es decir, en cómo se puede dar cuenta de perspectivas que integren los trabajos sobre el activismo estudiantil, sus efectos políticos y su relación con las dimensiones de la cultura juvenil y la contracultura.

Al realizar esta exploración, el presente artículo no constituye una investigación original, ya que no trabaja ni con fuentes primarias ni con material sobre un caso específico. Su principal objetivo es realizar una lectura de los diversos análisis sobre el 68, buscando detectar e identificar líneas para posibles investigaciones futuras. Por esta misma razón, en las siguientes páginas no buscaremos una definición o caracterización propia del 68. Esta falta de definición obedece a dos razones. La más evidente, que, al no trabajar con fuentes primarias, no buscamos confirmar o generar antiguos o nuevos análisis, sino simplemente recorrer y comparar miradas previas. En segundo lugar, al ser “el 68” un marcador cronológico, sus interpretaciones pueden ser múltiples de acuerdo a cómo se inserta al hecho dentro de análisis más abarcadores. De esta manera, consideramos que a cada definición hay que pensarla como iluminando uno de sus aspectos o privilegiando una de las tantas narraciones posibles en los que se puede insertar. En este sentido, la propuesta central del presente artículo consiste en evaluar las diversas miradas en torno a cómo iluminan los tres ejes aquí propuestos (la globalidad, la temporalidad y la relación entre cultura y política). Tal cual se argumenta aquí, la evaluación de cada análisis particular consiste en cómo se barajan esas tres dimensiones.

Transmisiones

Desde una mirada panorámica, es fácil entender la simultaneidad de la agitación en torno a 1968. Los eventos de ese año se pueden enmarcar en una coyuntura signada por tres dimensiones clave. En primer lugar, la rápida masificación de los sistemas educativos, y sobre todo de la universidad, a partir de 1945. Esto permitió que una creciente cantidad de jóvenes se encontraran disponibles tanto para alimentar demandas sobre cuestiones relacionadas con lo educativo como para otras causas candentes del momento. En segundo lugar, el principio del agotamiento de la prosperidad de posguerra y el reemerger del activismo fabril. Sobre todo en las sociedades europeas, el final de la década de 1960 marca el inicio de ciclos de mayor inflación, aumento de precios de materias primas cruciales, y creciente combatividad obrera. Al reclamo por mayores salarios, democracia gremial y mejoras de las condiciones de trabajo siguieron respuestas patronales articulando represión y concesión que prolongaron una situación de intensa conflictividad por varios años. Finalmente, desde una perspectiva geopolítica la década de 1960 implicó una crisis en los bloques hegemónicos del mundo bipolar. En el bloque soviético, debido a la creciente rivalidad entre China y la Unión Soviética. Dentro del bloque norteamericano, debido a que la guerra de Vietnam, sobre todo a partir de la ofensiva del Tet, en enero de 1968, implicó una creciente pérdida de legitimación tanto dentro de Estados Unidos como a nivel internacional. Quienes abrazaron las expectativas y esperanzas abiertas por el proceso de descolonización iniciado luego de 1945 encontraban su principal obstáculo en la hegemonía norteamericana, a la par que percibían a la Unión Soviética como un estado al servicio de una élite burocrática. Esta triple encrucijada (expansión universitaria, agotamiento de la prosperidad, reconfiguraciones geopolíticas) constituye el marco de referencia de la mayoría de los análisis más panorámicos enmarcando el 68. (Hobsbawm, 1995; Fink et al., 1998; Judt, 2005; Sassoon, 1997; Herring, 1998).

No debiera sorprendernos entonces que desde fines de los 60 encontremos en diferentes y remotas ciudades multitudes de jóvenes movilizados a través de un conjunto de reclamos similares, antagonistas comunes, un entramado ideológico con puntos de referencia y textos fundantes compartidos, y celebrando las mismas figuras inspiradoras (Ho Chi Minh, el Che Guevara o Mao). Tal vez lo que sí nos puede parecer sorprendente, cuando rastreamos las miradas sobre el 68, es que las perspectivas globales son relativamente recientes (Fraser, 1988; Hobsbawm, 1995; Fink et al., 1998; Klimke y Scharloth, 2008; Marwick, 2006; Schildt y Siegfried, 2006; Brown, 2009 y 2013; Brown y Lison, 2014; Suri, 2009; Christiansen y Scarlett, 2013). Incluso entre los comentaristas más agudos, las cuestiones a debatir en torno al 68 en el momento de los hechos no escapaban de debates sobre terrenos nacionales, y una gran cantidad de textos y análisis del 68 están de hecho basados desde una perspectiva de historias nacionales (Sáenz de Miera, 1993; Ross, 2002). Es solo luego de algunas décadas posteriores a los eventos cuando comenzamos a encontrar miradas panorámicas al 68 como un evento internacional. Pero incluso dentro de esta perspectiva, el alcance global se reduce a un conjunto de países centrales, mientras que las reflexiones más acabadas sobre las formas y dinámicas de la circulación trasnacional del activismo de los 60 constituyen investigaciones más tardías.

Gran parte de las miradas más interesadas en entender los procesos globales han buscado profundizar el estudio de los mecanismos por los cuales estas actitudes e inspiraciones se difundieron y circularon. Sin duda, la mediatización fue crucial para la difusión del repertorio de acción de las protestas a nivel global (Fink et al., 1998; Hilwig, 1998; Hobsbawm, 1995; Brown y Lison, 2014; Christiansen y Scarlett, 2013). Lo interesante de estos estudios es la manera en que resaltan lo impredecible de sus efectos. En la mayoría de los países europeos y en los Estados Unidos, las coberturas de los medios eran oficialistas o claramente negativas hacia los manifestantes. Sin embargo, la acción de cubrir un pequeño evento tenía la consecuencia de hacer trascender su alcance. De la misma manera, la emisión de imágenes de la guerra de Vietnam fue clave tanto para despertar la indignación internacional como el desprestigio al interior de los Estados Unidos, incluso si esas no eran las intenciones de quienes registraban esas imágenes1. Finalmente, no fueron pocos los casos en que los principales conglomerados mediáticos se volvieron objetivos de los estudiantes, e incluso una de sus causas a nivel internacional (Hilwig, 1998; Fraser, 1988).

En otras ocasiones, los medios fueron también espacios de encuentros entre activistas. En junio de 1968, por ejemplo, la BBC emitió un programa especial que reunió a figuras representativas de los movimientos estudiantiles de Europa y Estados Unidos. Tal cual observaba una de las participantes, el programa fue la primera ocasión en que se reunían para discutir lo que tenían en común, así como lo que los diferenciaba (Klimke y Scharloth, 2008; Jobs, 2009). En otros casos, las redes de información eran aún más complejas. En los países del este de Europa, de hecho, las protestas debieron enfrentarse al silencio o la abierta hostilidad de los medios gubernamentales. En estos casos, el establecimiento de redes informales y radios clandestinas o extranjeras eran el recurso para romper el aislamiento. Fue así como noticias de los sucesos de Praga circularon en ciudades como Varsovia, Sofía o Budapest. En estos casos, más que abiertas muestras de solidaridad, el efecto era un silencioso y resentido antagonismo contra las versiones oficiales esparcidas por los gobiernos (Fink et al., 1998; Garsztecki, 2008). De la misma manera, en países del Tercer Mundo, donde la televisión era un bien mucho más escaso que en los países centrales, las noticias circulaban sobre todo por la radio y la prensa escrita. Pero, aun así, su propagación dependía en gran parte de las redes de activistas y de contactos informales que lograban la circulación del conocimiento sobre los desarrollos en otros países (Dirlik, 1998).

Sin duda, para los militantes de los 60, las imágenes y los sonidos circulaban más rápido que los cuerpos. Podemos citar al respecto una memoria de Tom Hayden, activista norteamericano y miembro fundador del movimiento Students for a Democratic Society [SDS], que protagonizó las principales campañas de los 60. Luego de intensos meses de militancia en los Estados Unidos durante 1968, Hayden se sorprendió contemplando por televisión una marcha por los derechos civiles en Irlanda del Norte. “Estaban cantando «We shall overcome» y fue una revelación. El himno de nuestro movimiento fue universalizado, y sin embargo sabía tan poco acerca de estos jóvenes radicales irlandeses” (Hayden, 2008: 327). Claramente, no se necesitaron contactos directos para que símbolos y prácticas circularan de un continente al otro. Pero esto no significa que no hayan existido formas más intencionales de establecer lazos. Por un lado, porque tradiciones previas de protesta y activismo ya habían generado redes internacionales, como el movimiento por la paz de los 50 (Frey, 2008; Fraser, 1988), o movimientos artístico-políticos, como los Situacionistas (Hecken y Grzenia, 2008), e incluso contactos entre el SDS americano y el Sozialisticher Deutscher Studentenbund [SDS] de Alemania Occidental (Klimke, 2008). Por otro lado, eventos específicos consolidaron redes internacionales, como el Congreso Cultural de La Habana, o el Congreso contra la Guerra de Vietnam, de febrero de 1968 en Berlín, que reunió a 6.000 activistas de varios continentes (Fraser, 1988; Eley, 2002). Acciones de solidaridad en contra de la guerra de Vietnam también fueron centrales para consolidar movimientos cruciales. De hecho, el movimiento “22 de Marzo”, que nucleó a los activistas del Mayo Francés, surgió luego de una jornada de protesta en el edificio de American Express de París, que terminó con múltiples detenidos. Otros tipos de episodios, como las reacciones espontáneas en Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y Estados Unidos, luego del intento de asesinato de Rudi Dutschke, en abril de 1968, dan cuenta de lo extendido del sentimiento de causa compartida entre el activismo estudiantil (Fraser, 1988).

El estudio de la internacionalización de las protestas ha dado lugar a trabajos que exploran cambios más profundos en la sensibilidad y la mentalidad de la generación del 68 en Europa. El ejemplo más claro es el trabajo de Richard Jobs (2009) sobre la extensión de viajes a través de las fronteras europeas desde comienzos de los 60. Montado sobre la expansión de hostels, viajes de estudios y la disminución de visas y controles de pasaportes, creció un mundo de intercambios y experiencias comunes crucial para socavar las identidades nacionalistas más estrechas. El hecho de que conocidos líderes de las revueltas europeas fueran inmigrantes (Daniel Cohn-Bendit, en Francia; Tariq Ali, en Gran Bretana; Rudi Dutschke, nacido en Alemania Oriental, en Alemania Federal) revelaría nuevos sentidos de ciudadanía. Eventos como el Mayo Francés o la Primavera de Praga, de hecho, atraían inmediatamente a jóvenes de toda Europa que abrazaban las protestas como una causa propia. De la misma manera, la ola de indignación frente a la expulsión de Cohn-Bendit de Francia, por el hecho de ser extranjero, daría cuenta de esta nueva sensibilidad en la que una comunidad generacional unificaba una nueva identidad más allá de las fronteras nacionales.

En una clave parecida, podríamos considerar las miradas sobre el rol de las transformaciones editoriales en la conformación de una suerte de república de las letras transnacional. Como ha observado Eric Hobsbawm, si la revuelta estudiantil de los 60 fue global, no lo fue solo por su ideología internacionalista o universalista, sino porque actuaba en un mundo que se había vuelto global, y en donde “los mismos libros aparecían, casi simultáneamente, en las librerías estudiantiles en Buenos Aires, Roma y Hamburgo” (Hobsbawm, 1995: 445). Estudios más específicos sobre el rol de las transformaciones editoriales en la conformación de las nuevas sensibilidades políticas son también un campo más que prometedor para indagar la transmisión de ideas a través de las fronteras (Mercer, 2011; Ross, 2002; Brown, 2013). En algunos casos lleva a descubrir circulaciones insólitas, como el hecho de que los estudiantes alemanes descubrieran a los autores de la Escuela de Frankfurt exiliados durante el nazismo a través de sus contactos transatlánticos con los activistas norteamericanos. Fue por esta vía que los jóvenes alemanes tuvieron conocimiento de un legado cultural olvidado en su país de origen (Gassert, 2008).

La afirmación de Geoff Eley (2002: 341) de que “el radicalismo europeo en 1968 no fue nada sino internacionalista, inspirado por movimientos revolucionarios no occidentales o ira contra los Estados Unidos contrarrevolucionarios” parecería entonces el punto de partida inicial para su abordaje. Pero no todos están tan de acuerdo en esto, o si lo están, no hay una mirada unificada en cuanto a cómo abordar este internacionalismo. Un ejemplo de lo primero es la mirada de Tony Judt sobre el 68 europeo. Su perspectiva altamente crítica, y hasta peyorativa, lo lleva a concluir que “la revolución cultural de la era fue marcadamente parroquial: si la juventud occidental miró más allá de sus fronteras, fue hacia tierras exóticas cuyas imágenes flotaban libres de los irritantes constreñimientos de la familiaridad o la información” (Judt, 2005: 421). Para Judt, más que solidaridad con otros países, el tercermundismo inspirador del 68 europeo fue una coartada para evitar el realismo político, el odio a los Estados Unidos era una forma de no hacer las cuentas con el propio pasado autoritario europeo, mientras que el ataque a la democracia liberal los alejaba de las verdaderas necesidades de las poblaciones del este. No es sorprendente que esta mirada tenga poco para rescatar de la experiencia de la movilización social y cultural en torno al 68, que aparece como una mezcla de superficialidad, irresponsabilidad política y arrogancia juvenil.

Pero no todas las miradas matizadoras tienen que ser tan unilaterales. En su análisis sobre el 68, a través de una aproximación panorámica a China, Turquía, India, Egipto, Etiopía y México, Arif Dirlik observa cómo en todos estos países el 68 implicó episodios de movilización estudiantil y juvenil con características similares a los registrados en Europa. Pero lo interesante de su conclusión es que esta evidencia se resignifica a través de una mirada más puntual en cada caso. Lo que se obtiene entonces es que, si bien las movilizaciones del 68 fueron notables, en muchos casos palidecen cuando se las sitúa dentro de un esquema temporal más amplio, en donde aparece simplemente como un año más dentro de una historia más larga de protestas y crisis. De allí su tesis: el 68 puede ser considerado como un “marcador temporal”, un momento álgido de activismo y protesta, solo desde la perspectiva de algunos países (mayormente europeos o en Estados Unidos). Para el caso de situaciones periféricas, existían experiencias más prologadas de politización estudiantil, además de crisis y agitaciones centrales vinculadas a otros actores sociales (como el campesinado). De allí que en su “doble visión” sobre el 68, que permite ver lo global y lo local, concluya en un llamado a que “tenemos que resistir la tentación de atribuir una identidad común a los movimientos radicales de ese año, especialmente en los contextos del Tercer Mundo, en donde la historia previa fue bastante importante en forjar cada movimiento, sus preocupaciones y configuraciones” (Dirlik, 1998: 315). La multiplicidad de agitaciones de ese año puede haber sido inspiradora o motivadora de situaciones de activismo y revuelta, pero el teatro de operaciones, su drama central y sus personajes eran fundamentalmente locales.

La creciente constatación de la simultaneidad transnacional de la protesta del 68 ha llevado a que los estudios más recientes elaboren reflexiones más explícitas y metodológicas sobre la dimensión global del fenómeno. De esta forma, han surgido una serie de trabajos que ponen el foco sobre tres cuestiones recurrentes: de qué forma se puede conceptualizar la simultaneidad de acciones en centro y periferia (o, usando los términos de la época, en el Primer y Tercer Mundo); la manera en que la acción política y el activismo social se combinaron con las nuevas modalidades de una cultura popular internacional; y las múltiples formas en que se puede detectar lo global en lo local, siendo que no es solo en la acción solidaria o en la creación de redes en donde se detectan los procesos que trascienden los marcos nacionales. Es a partir de la problematización de estos diversos temas que varios autores han generalizado la noción de los “60 globales” como un marco de referencia desde donde enmarcar y periodizar el 68 (Brown, 2009 y 2013; Brown y Lison, 2014; Christiansen y Scarlett, 2013).

No debería sorprendernos que, a la hora de pensar lo global, la cuestión del Tercer Mundo emerja como el tema crucial para entender las semejanzas y diferencias de los múltiples escenarios. Como vimos, en uno de los primeros trabajos que buscaron realizar una panorámica sobre el tema, Dirlik llamaba a la cautela sobre la existencia de una comunidad simple entre las diferentes revueltas y sobre la necesidad de una “visión dual” que uniera las historias nacionales con la oleada de revueltas global. Por otro lado, la historización de la noción misma de “Tercer Mundo,” difundida entre los manifestantes del 68 europeo como una manera de sincronizar sus luchas particulares con un contexto más extendido, nos llama a no ser ingenuos acerca de su carácter construido y estratégico, sin duda no carente de cierto aspecto estereotipado (Kalter, 2013). Quienes han buscado insertar el “Tercer Mundo” dentro de los “60 globales”, de hecho, son tal vez más efectivos en pensar las diferencias que las similitudes. Sobre todo, en relación a tres ejes: la especificidad de las sociedades en donde las élites gubernamentales se presentan a sí mismas como liderando un proceso de descolonización aún abierto (lo cual genera disputas muy específicas entre gobierno y estudiantado); el nivel incomparable de violencia; y la inexistencia para el Tercer Mundo de una contracultura similar a la de los países centrales (Christiansen y Scarlett, 2013). Sin duda, no todos estos reclamos son aceptados por otros autores, ya que existen respuestas puntuales que buscan demostrar la existencia de una contracultura para los casos latinoamericanos, crucial para desestabilizar formas tradicionales de autoridad (Scheuzger, 2018).

Las perspectivas globales, de hecho, apuntalan intensamente la vinculación entre cultura y política, sobre todo con atención al rol de una cultura juvenil internacional, con sus prolongaciones contraculturales, como un elemento clave, en tensión con las esferas de activismo más específicamente políticas (algo sobre lo que volveremos más adelante). Se trata de un campo en el que encuentran una recepción particularmente fértil los estudios de comunicación e industrias culturales, en donde el rol de las nuevas tecnologías visuales, la industria discográfica y las novedades editoriales suelen ser estudiadas como condición de posibilidad de una cultura antiautoritaria subyacente a las diversas formas de protesta (Brown y Lison, 2014). En algunos casos, esto se puede observar a través de iniciativas puntuales de colaboración internacional. Así, por ejemplo, en su estudio sobre el I Festival Cultural Panafricano (de julio de 1969, en Argel), Samir Meghelli (2014) observa cómo en un mismo evento convergen músicos, escritores y artistas plásticos afro-americanos, activistas de las Panteras Negras y escritores y políticos de los nuevos estados descolonizados con la intención común de vincular la cultura con el compromiso político y la lucha anticolonial. En otros casos, los estudios sobre la prensa underground y las editoriales independientes enfatizan la manera en que estas surgen tanto en vinculación con la denuncia anti-colonial como a través de préstamos y adaptaciones de influencias internacionales en situaciones específicas (Brown, 2013). Pero si estos refuerzos entre lo político y lo cultural fueron posibles y circularon internacionalmente, se debió a que en el estilo de provocación y activismo existían demandas comunes en torno a una nueva forma de llevar lo político a lo personal y cotidiano; de fomentar una nueva expresividad en torno a la protesta; y de entender la descolonización como un proceso emancipatoria geopolítico y cultural.

Finalmente, la noción de globalidad de los nuevos trabajos resalta no tanto la homogeneidad o el parecido de las diversas revueltas, sino la manera en que los procesos globales son reinterpretados o actualizados en contextos locales. De esta forma, la dimensión global es complejizada. Ya no se trata de una sumatoria de casos nacionales similares, sino de un intento por entender “la intersección de vectores globales a través de un terreno local” (Brown, 2013: 5). Es lo que hace, por ejemplo, Brown en su estudio sobre el 68 en Alemania Federal. Al trazar los orígenes de la radicalización del movimiento estudiantil, observa cómo los primeros episodios de movilización y choque con las fuerzas del orden se dieron en torno a visitas de dictadores tercermundistas aliados al gobierno alemán, enfatizando también el rol de estudiantes emigrados de países periféricos en la organización de esas protestas (Brown, 2009 y 2013). De esa forma, el activismo estudiantil tuvo, entre sus tantas causas, la disociación entre el discurso de defensa democrática y las realidades del apoyo a dictaduras anticomunistas por parte del gobierno de Alemania Federal. La acción local y específica de los militantes alemanes se desarrollaba dentro de una encrucijada global de la guerra fría y la descolonización. En este sentido podrían inscribirse reflexiones más recientes por parte de Stephan Scheuzger. Si bien crítico de la idea de los “60 globales” privilegiada por otros autores, Scheuzger llama a no confundir lo global con lo transnacional. De lo que se trata no es de sumar casos y rastrear redes, sino de entender las historias nacionales dentro de contextos de transformaciones más abarcadoras. De esa forma, lo que estaría en juego es entender que “el verdadero potencial de la historia global se puede desarrollar solamente con base en su capacidad de llegar a comprender el significado que tenían los entrelazamientos reconstruidos para los desarrollos locales” (Scheuzger, 2018: 346).

Temporalidades

Se podría ilustrar el tema de la “simultaneidad” del 68 como un corte transversal al fenómeno mediante el cual buscamos pensar la interacción entre lo local y lo global subyacente a las acciones de ese año. De la misma manera, podríamos introducir el problema de las temporalidades como un corte longitudinal mediante el cual ubicamos al 68 dentro de entramados más duraderos o de largo plazo. De hecho, una vez que transcendemos el 68 como un año aislado y lo contextualizamos dentro de un proceso más amplio surgen preguntas interesantes acerca del carácter de 1968, sus dimensiones culturales y políticas y sus efectos y legados. Más aún, el tema de las periodizaciones nos revela una tensión entre dos posturas extremas. Por un lado, están quienes insertan al 68 como momento de un proceso de transformación de más largo plazo, e incluso en algunos casos lo erigen en un acontecimiento inaugural, casi como el inicio de la sociedad contemporánea y sus valores y actitudes. Por otro lado, podemos encontrar quienes perciben el 68 como un evento correspondiente al pasado y con un lenguaje, valores y mentalidades que obedecen a una época que ya no es la nuestra, pero que incluso era anacrónico en el momento mismo de los hechos. En sus versiones más extremas, quienes resaltan este aspecto incluso enfatizan que su no procesualidad, su carácter de hecho extraordinario y su radical espontaneidad, constituyen la esencia misma del 68.

Tal vez a la hora de enmarcar el 68 dentro de una periodización más prolongada, la postura dominante es invertir los términos entre efectos inmediatos y los logros de largo alcance. En este sentido, existe una vasta lista de autores para quienes se podría decir que el 68 “pierde pero gana”. Es decir, fracasa en sus efectos políticos inmediatos, pero en el largo plazo se impone como un estilo o una sensibilidad que son los que dominan en las sociedades capitalistas avanzadas. Quienes recurren a esta estrategia de análisis constituyen un grupo heterogéneo de historiadores y comentaristas que realizan balances muy distintos aun dentro de esta misma perspectiva. Tal vez se podría atribuir el inicio de este análisis a Régis Debray, quien, ya en 1978, con motivo del primer decenio del Mayo Francés, sorprendía con una conclusión más que impactante: “1968 fue la cuna de la nueva sociedad burguesa” (Debray, 1979: 46).

Semejante idea se basaba en el siguiente análisis: la Francia de los 60 estaba dividida en dos partes. Por un lado, un mundo de costumbres, normas de decoro y patrones de autoridad adecuados al capitalismo del ahorro y la economía de la escasez y la frugalidad. Por otro lado, una sociedad de creciente desarrollo tecnológico y productividad basada en la eficiencia y la funcionalidad. Para que la segunda desplegara su plena potencialidad, debía barrer con las pautas de conducta de la vieja sociedad y forjar un mundo de valores propio. De allí que el asalto y el choque a las antiguas formas de jerarquía, privilegios y discreción fueron finalmente la manera de modernizar la cultura francesa de acuerdo a las necesidades del capitalismo de consumo: “la Francia del sí papá, sí patrón, sí querida, fue apartada del medio para que la Francia del software y los supermercados […] pudiera alcanzar su completa viabilidad” (Debray, 1979: 47). Dado que los técnicos y empresarios de este nuevo capitalismo no tenían la iniciativa o la osadía de enfrentar las viejas costumbres, esa función cayó en el movimiento estudiantil y la juventud ideologizada en términos del marxismo y el izquierdismo de la época. Pero al igual que Colón, que llegó a América creyendo que estaba en las Indias, los jóvenes del 68 creyeron estar participando de una revolución cultural estilo maoísta cuando en realidad lo que estaban haciendo era forjar una nueva cultura que permitiera el desembarco en tierra francesa del capitalismo americanizado, individualista y hedonista (Debray, 1979).

Lejos de ser una mirada solitaria y excéntrica, encontramos una similar asimilación entre revuelta y modernización capitalista en historias ya clásicas del siglo XX. Para Hobsbawm, de hecho, el espíritu provocador, irreverente, lúdico y hedonista de los grafitis y las consignas del 68 demostraría una continuidad entre revuelta cultural y la cultura del consumo. Para él, el rechazo a la sociedad tradicional autoritaria y ascética se hizo “en el nombre de la ilimitada autonomía de deseo individual” que partía de la premisa “de un individualismo egocéntrico llevado hasta el límite” (Hobsbawm, 1995: 335). De allí la “paradoja” de que “quienes se rebelaban contra las convenciones y las restricciones partían de la misma premisa en que se basaba la sociedad de consumo” (Hobsbawm, 1995: 335-336). Pero para enfatizar todavía más el impacto de este tipo de interpretaciones, no habría que dejar pasar la mirada de Gilles Lipovetsky, quien, en 1983, ya analizaba el rostro dual del Mayo del 68: por un lado, se lo puede interpretar como una revolución típicamente moderna, con su proyecto ideológico y su acción política; pero, por otro lado, su celebración de la acción espontánea por sobre lo programático, la búsqueda de agrupamientos pequeños y no jerárquicos, las modalidades lúdicas de comunicación y la búsqueda de encontrar lo personal en lo grupal obedecerían a otra lógica. Es así que “los días de Mayo […] reproducen no tanto el esquema de las revoluciones modernas fuertemente articuladas en torno a posturas ideológicas, como prefiguran la revolución posmoderna de las comunicaciones” (Lipovetsky, 1986: 217). Detrás de las acciones del 68 estaría entonces la gradual consolidación del proceso de personalización y la fragmentación del espacio social propio del narcisismo posmoderno contemporáneo.

La idea de enmarcar el 68 como parte de una “revolución cultural” de largo plazo aparece también de manera predominante en historiadores que investigan el periodo de manera más precisa. Tal es el caso de dos historiadores contemporáneos, Detlef Siegfried y Arthur Marwick, quienes han producido análisis recientes siguiendo un modelo similar. En el caso de Siegfried, los movimientos del 68, considerados en una perspectiva global, fueron parte de una “revolución cultural” entendida como un “fenómeno de múltiples capas” que mostró “diferentes puntos de aceleración y radicalización” (Siegfried, 2006: 61). Esta revolución cultural coincidiría con lo que otros autores denominan los “60 largos”, que se extienden entre 1958 y 1973, es decir, entre el emerger de una cultural juvenil distintiva y la consolidación de una nueva legislación y actitudes acerca de la familia, la anticoncepción y el aborto, o la autoridad en general. Dentro de estos 60 largos, los movimientos del 68 hay que entenderlos como parte de una aceleración o una radicalización, en la que la joven generación fue básicamente el principal impulsor (aunque no el único) de nuevos estándares culturales, correspondientes, por ejemplo, a “consumo de medios, la sexualidad, las relaciones raciales, la educación y la renovación política” (Siegfried, 2006: 63). En una clave similar escribe Marwick, para quien a la revolución cultural de los largos 60 hay que entenderla como un proceso de cambio de actitudes y percepciones en los que sociedades de escasez, basadas en formas represivas de autoridad, dan lugar a sociedades de consumo, basadas en roles más flexibles (Marwick, 2006). Dentro de esta transición, la cultura juvenil aparece como uno de los factores de cambio, junto con la creciente tendencia a la institucionalidad, nuevas formas de activismo cívico y expresividad social, la expansión del consumo o la erosión de lo local por parte de la internacionalización de las pautas culturales.

Pero, en contraste con estas miradas, no son pocos quienes prefieren la representación de un 68 a “contrapelo” de la historia, es decir, de una serie de orientaciones, proyectos y actitudes que se insertaron a contramano de las tendencias dominantes del último tramo del siglo XX. Dentro de las historias panorámicas del siglo XX, por ejemplo, podríamos mencionar la visión de Mark Mazower, quien ve en las protestas del 68 una suerte de paréntesis o interrupción, en el que las intensidades políticas del período de entreguerras amenazan con retornar con una energía que se pensaba desaparecida. Lo que caracteriza esta visión es el contraste entre la tendencia a la desideologización propia de la segunda mitad del siglo XX y la fuerte discursividad del 68, con sus lenguajes y prácticas reminiscentes de los enfrentamientos acérrimos de los 20 y 30. Mazower no niega importantes méritos y legados del activismo estudiantil (su ataque al autoritarismo tecnocrático y su valoración de la educación). Pero no deja de señalar que, en sus formas más acabadas, el movimiento estudiantil se perdió en una pluralidad de sectas desencontradas con su tiempo, inspiradas en rescates ideológicos anacrónicos y buscando infructuosamente una alianza con una clase obrera más imaginada que real (Mazower, 1998).

Algunos estudios de casos nacionales ofrecen una perspectiva similar. En su historia de la Italia contemporánea, Paul Ginsborg realiza un análisis más que comprensivo y profundo del movimiento del 68 en ese país. Esto no debería ser sorprendente puesto que Italia experimentó un período de agitación política y social mucho más prolongado que el de otros países europeos, y con momentos de violencia política particularmente intensos. Comenzando con una oleada de tomas y protestas universitarias ya en noviembre de 1967, el clima insurreccional se prolongó cuando la protesta estudiantil se combinó con el activismo obrero, sobre todo en el llamado “otoño caliente” de 1969. La agitación social y fabril, asociada a organismos de base alternativos a los principales sindicatos, constituyó lo que Ginsborg denomina una “era de la acción colectiva” entre 1968 y 1973, a la que califica como “el periodo más extraordinario de fermento social, la temporada alta de acción colectiva en la historia de la República” (Ginsborg, 2003: 298). De hecho, se puede incluso extender este período hasta fines de los 70, cuando las reacciones por el asesinato de Aldo Moro generan un giro político más conservador y cuando una importantísima reestructuración de la FIAT, en 1980, vence una prolongada huelga que marca el inicio de la victoria del sector empresarial sobre el movimiento obrero. Hasta entonces, una prolongada cultura de protesta y acción colectiva se había expandido por Italia fomentando tanto el surgimiento de un espacio de izquierda extraparlamentaria, conformado por muchos grupos menores, como de distintos movimientos sociales. Pero más allá del recorrido pormenorizado y matizado, Ginsborg es más que claro en que “las tendencias de largo plazo en la sociedad italiana eran diametralmente opuestas a los proyectos políticos y sociales de la generación del 68” (Ginsborg, 2003: 343):

“la «revolución cultural» de 1968 emerge como un extraordinario pero fallido intento de desafiar los valores predominantes de una sociedad en rápida transformación. El movimiento ganó fuerza desde la coyuntura internacional única de ese año, fue ayudado por tradiciones de la Resistencia y de la militancia de la clase obrera; atrajo apoyo por la forma dramática y desordenada de la urbanización italiana; pero, en el último análisis, estuvo en conflicto directo con la trayectoria subyacente de la modernización italiana”. (Ginsborg, 2003: 343)

Mientras que la Italia del “boom económico” se basaba en la privatización del consumo y la vida social, el colectivismo participativo del 68 solo pudo apoyarse en tradiciones previas, que pronto iban a ser avasalladas por la triunfante modernización individualista. Lejos de ser parte de ese proceso, el 68 italiano iba precisamente en la dirección contraria. Pero quien ha hecho de la crítica a las perspectivas largoplacistas una verdadera causa y un eje argumentativo central es la investigadora norteamericana Kristin Ross. Desarrollando un estudio sobre el Mayo Francés, que es fundamentalmente un análisis de la memoria construida a su alrededor, Ross argumenta en contra de la tendencia a “culturalizar” el Mayo del 68, describiéndolo como parte de un proceso de modernización mayor. Según esta autora, al hacer esto se cae en un escamoteo de la dimensión más propiamente política del Mayo Francés, aparte de invisibilizar sus prácticas militantes distintivas, su ideología clasista y sus proyecciones de futuros posibles. En una frase más que ingeniosa, Ross llama a estas perspectivas una “concepción policial de la historia”. Así como la policía que busca despejar un espacio pide al público que circule, porque “aquí no ha pasado nada”, las políticas de memoria reciente sobre el Mayo Francés operarían de manera similar. Nada ha ocurrido en el 68, sino simplemente la sobredramatización de algo que, de todas formas, iba a ocurrir en el largo plazo. El proceso borra al evento, y se arroja a la sombra lo que el 68 tiene de distintivo y específico (Ross, 2002).

Esta perspectiva le permite a Ross reconstruir el 68 reconsiderando los episodios de violencia y choques con las fuerzas del orden, su continuidad con eventos como las campañas contra la guerra de Argelia, las múltiples formas de activismo obrero-estudiantil, además de diversos aspectos de su universo simbólico e ideológico. En otras palabras, todo lo que queda afuera cuando subsumimos el 68 como momento de un proceso de modernización cultural. Esta mirada, sin embargo, no implica reconstruir una crónica política tradicional, sino entender el acontecimiento desde una dinámica diferente. Para Ross, lo que hay que entender de esas semanas es el hecho de que fueron una interrupción del flujo normal de las cosas y del juego esperable de los roles sociales. El 68 para Ross no es ni una revolución fallida ni una posmodernización inconsciente pero triunfante. Reconstruir su dimensión de evento, para Ross, consiste precisamente en que

“Mayo del ’68 tuvo muy poco que ver con grupos sociales -estudiantes o «la juventud»- que fueron sus instigadores. Tuvo mucho más que ver con el escape de las determinaciones sociales, con desplazamientos que tomaron a la gente fuera de su ubicación social, con una disyunción […] entre la subjetividad política y el grupo social. Lo que es olvidado cuando Mayo del ’68 es olvidado pareció tener menos que ver con los hábitos perdidos de este o aquel grupo social, que con el eclipse de la identidad social que permite que la política tenga lugar”. (Ross, 2002: 2-3)

No es casual que muchos de los choques en torno a estas interpretaciones ocurran con respecto al Mayo Francés. Ya desde las semanas mismas de los sucesos, las interpretaciones en torno a lo que estaba pasando alternaban entre quienes veían en los hechos el resultado de la fría calculabilidad política (acusando a conspiradores de distinto origen de instigar los hechos) y quienes destacaban su carácter “inútil”, radicalmente espontáneo y ajeno a la lógica política (la visión de Raymond Aron del Mayo como un “psicodrama” es en este sentido siempre recordada) (Sáenz de Miera, 1993). Las diferencias en torno a la periodización tienen que ver con este mismo aspecto. Quienes buscan localizarlo dentro de un marco más abarcador reducen el evento a sus determinantes sociológicos más funcionales. Contra este procedimiento, otras miradas destacan que la espontaneidad indeterminada, la suspensión del flujo normal de las cosas, su aspecto carnavalesco y festivo o la subversión de los roles sociales fue precisamente la esencia del Mayo Francés y aquello que se quiere reprimir al periodizarlo funcionalmente. Se trata de una visión que, en el contexto intelectual francés del pos-68, tomó forma en distintas revistas e iniciativas intelectuales que buscaban estudiar el pasado y más específicamente las revueltas, enfatizando lo que tienen de inesperado, contradictorio, singular, discontinuo, dislocado y contingente, rechazando explicaciones o modelos que redujeran lo disruptivo de los acontecimientos al introducirlos dentro de continuidades normalizadoras. Se trata de una propuesta que Ross (2002) relaciona con la política editorial de las revistas Forum-Historie y Révoltes Logiques, y que claramente son una influencia en su propio libro.

Es desde esta perspectiva que una serie de comentaristas sobre los sucesos de Mayo han buscado contrastar las tesis más “continuistas,” rescatando el 68 francés en clave de un tiempo extraordinario, de una situación radicalmente novedosa que habilita la innovación social y la creatividad simbólica. La idea de Edgar Morin (2009a: 116) de que “Mayo fue a la vez totalmente político y totalmente lúdico” se puede considerar como parte de esta sensibilidad. La política libertaria y subversiva del 68, según Morin, consiste en la capacidad de desestabilizar una idea de la política como forma de administrar identidades y demandas fácilmente localizables. De allí también su interés en evitar trazar una continuidad entre Mayo y la cultura triunfante posterior: “el individualismo hedonista que vuelve en los años 1975-1985 es más la consecuencia del fracaso o del colapso de los mitos de Mayo que el motor secreto de esos mitos” (Morin, 2009b: 141) En la misma clave, autores como Claude Lefort o Cornelius Castoriadis han sido los más insistentes en rescatar el acontecimiento y su carácter desestabilizador y oponerlo a las lecturas que lo subsumen dentro de un relato del individualismo triunfante (Castoriadis, 2009; Lefort, 2009).

Sin duda, la manera en que se periodiza el 68 implica una postura y una política de memoria específica. Y sería ingenuo pensar que los trabajos historiográficos más profesionales están exentos de las decisiones y los valores intrínsecos a los recortes temporales. Si bien esto es cierto con respecto a muchos otros objetos de investigación histórica, es claro que la temporalidad del 68 es particularmente compleja. El activismo estudiantil y otras formas de agitación de ese año combinaban lenguajes y objetivos muy heterogéneos: desde los rescates de las figuras del marxismo de la primera posguerra (Lukacs, Gramsci, Korsch), retornos de aspectos de las vanguardias artísticas de principios del siglo XX (a través del Situacionismo), la inspiración de los movimientos de descolonización que estaban ocurriendo en sociedades con niveles de desarrollo más que desigual y, en el medio de todo esto, demandas, deseos y objetivos propios de las sociedades capitalistas avanzadas. En este sentido, el tema de la temporalidad del 68 agrega una dimensión más de complejidad a la cuestión de su globalidad. No solo la heterogeneidad del 68 consiste en su multitud de escenarios, sino que incluso en un mismo caso nacional podemos encontrar formas de acción y protesta que sincronizan una pluralidad de tiempos sociales -algo que ha sido desarrollado de manera sofisticada, por ejemplo, por Jameson (1984). Como veremos, los cruces, y las intersecciones entre la politicidad y las dinámicas culturales del 68 agregan una capa más de complejidad a esta cuestión.

Intersecciones

Tal cual han enfatizado muchos autores, el legado político inmediato de los movimientos estudiantiles-juveniles del 68 fue decepcionante. Sus logros de corto plazo, de hecho, no fueron precisamente esplendorosos. En Francia, luego del impacto inicial, De Gaulle retomó la iniciativa y venció contundentemente a la izquierda en las elecciones de junio; Richard Nixon ganó las elecciones en Estados Unidos a fines de año; la Democracia Cristiana, gobernante en Italia, no abandonó el control del Estado durante todo el período de la movilización social; la brutalidad sobre Vietnam no disminuyó a pesar de las intensas campañas en contra; y lo mismo puede decirse sobre el bloque soviético y el aplastamiento de la revuelta checoslovaca o las movilizaciones de Polonia. Más que favorecer el cambio progresivo, las revueltas del 68 parecen haber dividido a la izquierda y alentado un pánico moral que favoreció las reacciones conservadoras (Eley, 2002; Sáenz de Miera, 1993; Sassoon, 1996). Los aspectos más exitosos de la movilización juvenil-estudiantil parecen centrarse en la esfera de las costumbres y las relaciones interpersonales, cuando no de la moda. No son pocos los que han observado la rápida integración de muchas de estas transformaciones dentro de las industrias culturales corporativas. ¿Debemos concluir, entonces, contra las quejas y protestas como las de Kristin Ross, que el 68 fue básicamente una revuelta en el plano cultural sin un verdadero contenido político? ¿Tienen razón analistas como Debray al ver en el individualismo hedonista del capitalismo desarrollado el destino final de las barricadas del 68? Gran parte de las investigaciones y perspectivas sobre el 68 se desarrollan como respuestas a estas preguntas.

Quienes buscan rescatar la politicidad del 68, más allá de sus fracasos inmediatos, tienen un caballo de batalla importante sobre el cual hay bastante consenso. Si hay algo que cobra impulso con el 68 son los movimientos sociales, fundamentalmente el feminismo o el ecologismo, pero sobre todo las formas de organización no partidarias que buscan coordinar acciones sobre temas cuya defensa excede la acción institucionalizada, o el lobby corporativo. Quienes le han dado a esta postura una forma más acabada son Immanuel Wallerstein, Giovanni Arrighi y Terence Hopkins. Para estos autores, el 68 es comparable a las revoluciones de 1848. Ambos fracasaron, pero ambos operaron transnacionalmente y dejaron un legado de formatos de organización social. En 1848, lo que surgió fue el tipo de organización partidaria antisistémica, que generó los cauces para las acciones políticas del socialismo y el comunismo. Sin embargo, esta modalidad, según los autores, se agotó hacia la segunda mitad del siglo XX debido a su burocratización y al poder de la hegemonía contrarrevolucionaria norteamericana. 1968 fue entonces una “explosión” porque ocurrió “sin dirección centralizada ni planificación táctica calculada” (Arrighi, Hopkins y Wallerstein, 1989: 103). Pero, sobre todo, porque tomó por sorpresa tanto a los participantes mismos como a sus oponentes. Entre ellos, “quienes más se sorprendieron fueron los movimientos de la vieja izquierda que no podían entender cómo podían ser atacados por lo que a ellos les parecía una perspectiva tan injusta y tan peligrosa políticamente” (Arrighi, Hopkins y Wallerstein, 1989: 103).

La relación con la izquierda es, de hecho, uno de los ejes centrales cuando se trata de pensar la política del 68. Sobre esto, las miradas no dejan de subrayar el conflicto entre vieja y nueva izquierda, si bien con matices. En Francia, por ejemplo, la relación entre el Partido Comunista y los movimientos estudiantiles fue de abierta hostilidad y agresión. Y como mencionamos más arriba, las elecciones de junio (que De Gaulle llamó anticipadamente ante la crisis) implicaron una dura derrota parlamentaria para socialistas y comunistas (Sasoon, 1996; Eley, 2002). En Italia, por el contrario, el Partido Comunista fue más cauto en cuanto a su trato con el movimiento estudiantil. Esto no lo eximió de experimentar escisiones (como la del grupo Il Manifesto, en 1969) o de ver crecer a su izquierda una constelación de movimientos extraparlamentarios. Pero nada de esto frenó su crecimiento desde el punto de vista electoral, aunque nunca llegara al gobierno. Solo en Alemania Federal se vivió un cambio importante en este sentido, cuando la Social Democracia formó gobierno por primera vez en 1969. Pero, más allá del trasfondo partidario electoral, la pregunta orientadora para muchos es: ¿fue el 68 una suma cero para la izquierda?

Los estudios sobre la historia del socialismo o la izquierda en Europa ofrecen miradas muy acabadas sobre esto. Coincidiendo con Arrighi, Wallerstein y Hopkins, Donald Sasoon enfatiza cómo el radicalismo estudiantil, que ayudó a activar olas de huelgas espontáneas y masivas, tomó a la “vieja izquierda” de partidos y sindicatos tradicionales totalmente por sorpresa. Pero, al mismo tiempo, es claro que la oleada movilizadora del 68 ni desarmó las principales organizaciones masivas de la izquierda ni formó nuevas, más allá de una multitud de pequeños grupos. El desencuentro se dio fundamentalmente por la dificultad de los partidos y sindicatos tradicionales para traducir en términos concretos las nuevas demandas y los nuevos derechos fomentados desde la esfera activista y contracultural de la agitación del 68. Los aportes de la renovación cultural generada por la nueva generación de activistas no fueron pocos: la introducción de la problemática del racismo y la discriminación, el desafío al ascetismo o puritanismo predominante en cierta cultura de la vieja izquierda, la promoción de lo privado como área de preocupación política, el inicio de problemáticas ligadas al feminismo, el pacifismo o la ecología. Pero si esto generó avances concretos, fue solo en la medida en que las organizaciones de izquierda masivas lograron readecuarse para incorporar estas demandas (que en muchos casos implicaron también ceder a sus estructuras verticalistas) (Sassoon, 1996). Es en una clave similar que Eley describe el conflicto entre la generación de la vieja izquierda (forjada en la experiencia de la lucha antifascista, la crisis económica de los 30 y la guerra) y sus hijos (formados en el boom de la posguerra). Más allá de las tensiones y conflictos de este choque cultural, es claro en un aspecto:

“No fue la menor de las chocantes revelaciones del 68 el furioso desprecio separando Vieja y Nueva Izquierda. Con escasísimas excepciones individuales, una generación más vieja de socialistas y comunistas fue incapaz de responder al radicalismo estudiantil comprensivamente, no digamos ya con entusiasmo […] Pero si la vieja y la nueva izquierda fueron mutuamente incomprensibles, el nuevo radicalismo había armado una nueva agenda política, que durante las siguientes dos décadas, los partidos socialistas y comunistas debieron atender ineludiblemente”. (Eley, 2002: 365)

La modalidad narrativa de autores como Eley o Sassoon se podría denominar como de “crisis y reconciliación”. Por un lado, se observa la violenta relación y el choque generacional virulento entre diferentes camadas de militantes de izquierda. Pero, por otro lado, se constata cómo, en el largo plazo, la izquierda logra consolidar e integrar la agenda del radicalismo del 68, que entonces se transforma en un aporte políticamente enriquecedor. Como se puede ver, estos análisis remiten a un cambio cultural y generacional más de fondo que motivaba las distancias entre el mundo del 68 y el de la vieja izquierda. Es en este sentido que toman relevancia los estudios acerca de la cultura juvenil y la contracultura que generaron los antecedentes del 68. Se trata de un campo de indagaciones que lleva a poner al 68 en relación con fenómenos sociales más abarcadores, y que pone los ejes del análisis en el estudio de las relaciones entre cultura juvenil, consumo, contracultura y activismo político.

No se trata solo de estudios específicos ni de trabajos recientes. Ya en la historia del siglo XX de Hobsbawm, de hecho, hay una productiva reflexión acerca de por qué la cultura juvenil fue la “matriz de la revolución cultural” que atraviesa la segunda mitad del siglo (Hobsbawm, 1995). Para Hobsbawm, esto se debe al carácter “demótico e iconoclasta” de la cultura juvenil emergiendo desde mediados de la década de 1950. La irreverencia y la erosión de jerarquías intrínsecas a las prácticas culturales juveniles sería el puente entre corrientes y modas fomentadas desde las industrias culturales y el emerger de una politicidad que en gran medida ataca esas industrias. Este planteo parece corroborarse en estudios más específicos. En diversos ensayos sobre la Italia de posguerra, Alessandro Portelli (1997) subraya cómo productos de la cultura de masas americanizada podían tener significados múltiples e incluso ser desestabilizadores de formas más tradicionales de autoridad. Es así que incluso si el rock and roll importado de los 50 o primeros 60 se caracterizaba por el vacío y la banalidad de sus letras, la reacción espantada de padres, docentes y curas lo transformaba en algo transgresor. “Alentando a los chicos a pensar que estaban violando reglas y costumbres, les enseñó que la transgresión era una cosa justa, incluso si no transgredían nada concretamente importante”; de allí que, para él, “de los teenagers de los ‘50s salieron los movimientos estudiantiles del decenio siguiente” (Portelli, 1985: 148).

No habría que dejar de señalar que la relación entre el costado más político o contestatario del 68 y la cultura juvenil de masas es solo uno de los clivajes de la época. Si nos mantenemos dentro del caso italiano, podemos observar que la relación entre el movimiento estudiantil y el espacio de la contracultura alternativa estuvo también caracterizada por tensiones y acusaciones. De hecho, en Italia, como en otros países europeos, la constitución de un espacio contracultural conformado por revistas, experiencias de vida comunitaria y lecturas y prácticas distintivas antecedió a 1968. Ya desde 1965, de hecho, se encuentran iniciativas visibles relacionadas con la influencia de corrientes como los autores beatniks (Jack Kerouac o Allen Ginsberg) o movimientos como el Situacionismo o los Provos, y a partir de revistas como Mondo Beat u Onda Verde. Pero una vez estallada la oleada de tomas y protestas estudiantiles, la relación entre este espacio y el movimiento estudiantil no estuvo privada de tensiones, puesto que el compromiso político reclamado por la protesta estudiantil no siempre se adecuaba con la búsqueda estético-espiritual de la contracultura (Balestrini y Moroni, 2015; Giachetti, 2002). La ingeniosa frase de Rudi Dutschke tal vez sintetice bien la situación: la contracultura fue al movimiento estudiantil del 68 lo que la filosofía clásica alemana fue al marxismo (Giachetti, 2002: 193) Lo importante, en todo caso, es que el juego de rupturas y continuidades se disputó entre una escena estética-intelectual, las presiones del mercado por incorporarla y las demandas de la ideología política por funcionalizarla -algo ya visible en la época, tal cual se puede ver en el libro de Roszack (1981).

Tal vez una manera de procesar esto mismo sería preguntarnos en qué sentido podemos hablar de una cultura juvenil homogénea y poner en una misma bolsa a Bill Halley y el rock and roll de los 50 con la contracultura de los 60 o 70 y con los militantes políticos de la misma época. Tal vez quien se acerca a este tema de manera más matizada es George Lipsitz, en su estudio sobre política y rock en los 60 norteamericanos. Buscando rescatar las múltiples dimensiones del fenómeno, Lipsitz se cuida mucho de unificar a toda una generación como parte de un mismo proyecto progresista, puesto que según él no hay tal superposición de rangos de edad con posicionamiento ideológico. Pero todavía de manera más complejizante, considera que las expresiones musicales son de difícil interpretación. De esta manera, Lipsitz no duda en identificar los elementos de la cultura del rock que convivieron con la protesta política o las campañas de los derechos civiles, su rol en fomentar la integración racial, la creación de espacios públicos o de una esfera crítica en torno a revistas e iniciativas contraculturales. Pero esto no borra la dependencia de estas expresiones de las industrias corporativas, la predominancia de expresiones conservadoras dentro de la música de los 60 o, más complejamente, la constatación de que incluso la contracultura juvenil de los 60 no dejó de tener un componente escapista que limitó sus posibilidades de compromiso social y de involucramiento con los problemas de la desigualdad social y la segregación racial (Lipsitz, 1994). Cualquier balance que se haga sobre la relación entre cultura juvenil y política deberá encontrar la fórmula para contemplar todos estos aspectos.

Sin duda, este tipo de enfoques contrasta con otras miradas más unificadoras. Así, por ejemplo, Marwick (2006: 45) observa que “si hubo realmente una profunda tensión o una paradoja, al corazón de la cultura juvenil me parece muy dudoso”. Para este autor, la existencia de grupos politizados de activistas y de iniciativas anticonsumistas no es un elemento a considerar a la hora de ver diferenciaciones internas dentro de la cultura juvenil. Resumida dentro de los eslóganes de “cambiar el mundo” y “pasarla bien”, la cultura juvenil encontró múltiples combinaciones de estos dos principios, que nunca habrían sido vividos como contradictorios. De allí que, “en lugar de una tensión entre hedonistas y activistas, o entre consumismo y politización, la cultura juvenil presentó una acomodación cambiante entre estos dos imperativos” (Marwick, 2006: 46)

En líneas muy parecidas escribe Jean François Sirinelli (2003) acerca de los “baby-boomers” franceses, es decir, la generación nacida entre 1945 y 1953. En una mirada que abarca desde la consolidación de una cultura juvenil de masas hasta la Francia inmediatamente posterior a 1968, su balance es que, incluso en los momentos más escapistas y despolitizados, esta generación nunca dejó de estar “entre Lennon y Lenin”. La influencia de la música anglo-sajona, de hecho, no dejó de ser un estímulo para la apertura a influencias y actitudes contestatarias. Incluso antes de las semanas de Mayo, el efecto movilizante de la guerra de Vietnam y el interés por figuras y actitudes críticas dentro del mundo musical hicieron imposible una total despolitización de la cultura juvenil. De la misma manera, una vez estallada la gran rebelión, Sirinelli enfatiza el componente no violento de la sensibilidad que se expresaba en la cultura juvenil internacionalizada del momento. Más allá de los múltiples reclamos y conflictos con la Francia adulta y oficial, la generación que protagonizó el 68 fue la que consolidó la continuidad institucional del Estado francés. Si hubo un cambio social, es claro que esto no se produjo mediante las barricadas del 68, sino a través de una nueva sensibilidad que alimentó una feliz combinación entre audacia cultural y participación cívica.

Conclusiones: dos, tres… muchos 68

Cincuenta años después de los estallidos de 1968, tal vez uno de los rasgos más notable es su sorprendente pluralización: podemos decir que hubo muchos 68. Los enfoques globales nos han hecho más conscientes de su extensión geográfica, y de los alcances de una oleada de rebeliones en escenarios heterogéneos; las múltiples formas de periodizarlo nos dan cuenta de las diferentes historias en las que se puede insertar; y lo elusivo de su politicidad nos permite encuadrarlo en una encrucijada entre los efectos de la cultura de masas, la movilización estudiantil y la contracultura. Estas estrategias de análisis, de todas formas, son solo algunas de las tantas miradas posibles, que conviven con otros enfoques, tales como una historia nacional determinada, la historia de la izquierda o la historia del siglo XX. De hecho, construir un objeto en torno a “1968” es solo una síntesis o un atajo a historias que, conceptualmente, pueden ser más relevantes: la de un ciclo de protestas dentro de un periodo más prolongado, la de las transformaciones culturales de la segunda mitad del siglo XX o la de los cambios generacionales y de las construcciones de la juventud, entre tantas otras.

Es cierto que la amplitud de versiones en torno al 68 resulta a veces abrumadora. Puede aparecer como parte de una historia de luchas estudiantiles y obreras, como parte del relato del individualismo triunfante, como ejemplo de participación cívica y democrática o como anunciador de la posmodernidad. Pero más allá de las críticas o cuestionamientos a muchos de estos procedimientos, tal vez la actitud más productiva consista en valorar dos aspectos. En primer lugar, rescatar la parte de estas versiones que abren el campo hacia nuevas investigaciones. Fundamentalmente, valorando la manera en que diversos cruces o debates pueden ayudar a ampliar el registro de preguntas. En segundo lugar, privilegiando aquellos enfoques que permitan expandir las experiencias sociales a incluir como relevantes en el análisis del 68.

En los ejes que hemos identificado en este trabajo, nos pareció relevante la forma en que los abordajes internacionales pueden llevar a destacar el rol de los medios, la conformación de redes transnacionales de activistas o las formas de acción coordinadas a través de las fronteras. Los diversos posicionamientos sobre la periodización nos pueden llevar a explorar la heterogeneidad del 68 y sus diversas lógicas sociales, formas de mentalidad y acción y proyectos. Finalmente, las preguntas en torno a sus efectos políticos nos permiten abrir una indagación sobre las relaciones entre la cultura juvenil y la contestación, y entre las múltiples tensiones y refuerzos entre las industrias culturales, la contracultura y los llamamientos político-ideológicos. Es incorporando todas estas dimensiones que el 68 se vuelve un mirador enriquecedor de las transformaciones y las dinámicas socioculturales de la segunda mitad del siglo XX; tanto de aquellas que ya forman parte del pasado como de las que se prolongan hasta la actualidad.

Sin duda, hay muchos 68 porque hay muchas políticas de la memoria a su alrededor. La plasticidad del 68 tiene mucho que ver con políticas de apropiación y resignificación y con apuestas ideológicas variadas. Pero se podría plantear al mismo tiempo que si hay muchos 68 se debe también a que el 68 fue muchas cosas al mismo tiempo. Es parte de una historia del activismo y la protesta, pero es también parte de un proceso de transformación de pautas culturales y de formas de relaciones interpersonales. Es, sin duda, una historia intelectual, de vanguardias y textos filosóficos y políticos, pero es también una historia de cambios en la cultura de masas. Es una historia de los bloques geopolíticos y de procesos de circulación del poder global, pero es también una historia de la subjetividad y la experiencia, y de transformaciones en áreas como la intimidad, las relaciones de género o la sexualidad. En ese sentido, la riqueza de todo lo que se sintetiza y conceptualiza cuando se construye un objeto en torno al 68 es inmensa. Y desde un punto de vista historiográfico esto es más que positivo. A 50 años de los eventos, los historiadores tenemos muchísimas razones para festejar. Tenemos todavía muchísimo que aprender del 68.

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1Entre las imágenes más impactantes que marcan el cambio de clima, está la ejecución sumaria por parte de un oficial de Vietnam del Sur (aliado a Estados Unidos) de un miliciano norvietnamita, en plena calle de Saigón, en febrero de 1968. La escena fue tomada y relatada por la NBC, y una fotografía del momento de la ejecución fue premiada con el Pulitzer. La difusión de la imagen fue un aliciente para el creciente escepticismo sobre la guerra. Para un análisis de la televisación de la guerra en Estados Unidos, Pach (1994). La fotografía se puede ver en https://www.nytimes.com/2018/02/01/world/asia/vietnam-execution-photo.html.

Recibido: 27 de Septiembre de 2018; Revisado: 23 de Noviembre de 2018; Aprobado: 05 de Junio de 2019

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