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Astrolabio. Nueva Época

versión On-line ISSN 1668-7515

Astrolabio  no.24 Cordoba ene. 2020

http://dx.doi.org/10.55441/1668.7515.n24.21668 

Artículos de discusión teórica

Ciencia, técnica e ideología en el siglo XXI: entre la fragilidad de la opinión pública democrática y el poder de las nuevas fuerzas de destrucción

Science, technique and ideology in the 21st century: between the weakness of democratic public opinion and the power of the new forces of destruction

Ezequiel Ipar

1aUniversidad de Buenos Aires

2bConsejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. ezequielipar@conicet.gov.ar

Resumen

Contra las imágenes que pretendían representar a las sociedades del siglo XXI como sociedades del conocimiento reflexivo (Beck, Giddens y Lash, 1997), en las que se habría vuelto finalmente posible un uso autorreflexivo y un control democrático de los efectos de la ciencia y la tecnología, vemos cómo reaparecen en la actualidad los viejos dilemas que Habermas había diagnosticado a finales de la década de 1960 sobre la función ideológica de la ciencia y la técnica. Tanto el dilema político, que abarca el dislocamiento trágico entre la libertad y el sometimiento del sujeto que produce el discurso científico, como el dilema teórico, en el que la ciencia oscila entre la apertura y la clausura del mundo cultural, generan una serie de problemas que continúan exigiendo investigaciones teóricas y prácticas. En esta ocasión, quisiera pensar la actualidad de estos dilemas políticos y teóricos de la relación de la ciencia con la sociedad a través de una reflexión en dos pasos: primero, voy a intentar reactualizar el diagnóstico crítico que estudiaba las transformaciones de la ciencia y la técnica como nuevas formas de ideología, que seguía de cerca a las transformaciones de la esfera pública y el desarrollo de nuevas formas de poder que se justifican exclusivamente con criterios de perfeccionamiento técnico; luego, intentaré demarcar, mediante un análisis de algunos límites que este planteo podría tener en nuestra actualidad, cuáles son a mi entender los principales desafíos que la ciencia y la técnica vuelven a plantearle a nuestro mundo social contemporáneo.

Palabras clave: Habermas; ciencia; ideología; dominación; América Latina

Abstract

Against that image that presents the 21st century societies as reflexive-knowledge societies (Beck, Giddens y Lash, 1997), where we would have begun to enjoy a reflective and democratic control of the effects the science and technology, we witness now the reappearance of the old dilemmas of Habermas's diagnosis referred to the ideological function of science and technology.

Both the political dilemma, which encompasses the tragic dislocation of science between freedom and subjection for the subject, and the theoretical dilemma, in which science oscillates between the opening and closing of the cultural world, create a series of problems that continue to demand to us a theoretical and practical research. On this occasion I would like to think about the current situation of these political and theoretical dilemmas of the relationship between science and society, through a reflection in two steps: First, I will try to update the critical diagnosis that studied the transformations of science and technology as a new form of ideology, which especially covered the transformations of the public sphere and the development of new forms of power justified as mere forms of technique improvement; latter, I try to think, through an analysis of some limits that this approach could have in our time, which are the main challenges that science and technology raise in our contemporary social world.

Keywords: Habermas; Science; Ideology; Domination; Latin America

Introducción

En 1968, en medio de diversas revueltas sociales, Jürgen Habermas publicó Ciencia y técnica como ideología, que luego se volvería un clásico de las ciencias sociales y la filosofía. Este texto, que contenía un diagnóstico crítico sobre el lugar de la ciencia y la tecnología en el capitalismo tardío, planteaba un dilema teórico y político que ha cobrado una nueva actualidad. El diagnóstico es muy conocido y se remonta al concepto de racionalización de Max Weber (1988). Según esta interpretación del proceso de modernización social, en las sociedades postradicionales el papel de legitimación de las estructuras sociales desiguales, que ya no pueden realizar ni la religión ni la metafísica, lo terminan cubriendo la ciencia y la tecnología. A través de una racionalidad tecnocrática, que tiende a colonizar el mundo de la vida de los sujetos, existe el peligro -esto afirma el diagnóstico crítico- de que la ciencia y la técnica terminen confinadas al papel de profundizar procesos de despolitización de la esfera pública, neutralización del poder de las instituciones democráticas y apaciguamiento de los marcos culturales que sirven de referencia para la crítica y la acción social.

Este diagnóstico, pesimista, que parece describir un pasaje unívoco de la racionalidad científica a la ideología, expresaba, sin embargo, dos dilemas que nos interesa analizar especialmente en esta oportunidad. El primer dilema, que se refiere a la cuestión política, parte de un análisis materialista de la complejidad de las sociedades modernas e identifica en su evolución histórica la siguiente paradoja: si bien las demandas de justicia social que estructuran las expectativas de las sociedades modernas no son susceptibles de ser satisfechas sin el auxilio y el desarrollo del conocimiento científico, esto es, sin transformar a la ciencia en una fuerza productiva capaz de dominar a la naturaleza y satisfacer las necesidades de los hombres, esa transformación de la ciencia en método de dominación deriva en un tipo de racionalidad omnipotente, que termina debilitando los marcos institucionales en los que las demandas de justicia social cobran sentido y son articuladas políticamente. A partir de esta observación, Habermas podía relativizar -lo que no significaba invalidar- las justificaciones economicistas y tecnocráticas de la ciencia moderna. Estas justificaciones afirman que la fusión de la ciencia y la técnica se vuelve valiosa por el tipo de desarrollo económico que ambas pueden impulsar y exigen que los beneficiarios de ese desarrollo crean en la palabra de los expertos sin emitir opiniones sobre asuntos para los que no están calificados. Para Habermas, este tipo de justificaciones no eran más que el preludio para el desarrollo de nuevas formas de opresión que utilizan ideológicamente la legitimidad que la ciencia conquista cuando colabora en la satisfacción de necesidades y amplía materialmente la esfera de libertad de los individuos.

El segundo dilema que planteaba Habermas en su texto se refiere al aspecto teórico de esta relación, más precisamente al vínculo que sostienen los fundamentos epistemológicos de la ciencia moderna con el trasfondo cultural con el que interactúan. En principio, sabemos que la ciencia cumple un papel emancipador en la modernidad al participar del proceso de desacralización de las tradiciones y de socavamiento de las bases del dominio teológico; al estimular la generalización de la subjetividad epistémica, entendida como el espacio de disposiciones existenciales nuevas (la duda, la crítica, la negación de las creencias establecidas sin examen), la praxis de la ciencia se propaga abriendo nuevos horizontes culturales, que perforan las imágenes unificadoras que le daban sentido al mundo en las sociedades premodernas. Pero en su despliegue, la negatividad de la ciencia, que vive en las nociones de neutralidad y objetividad denunciadas por la crítica del nihilismo moderno, puede ser reorientada y utilizada para promover un tipo de asepsia cultural hacia el mundo de la vida que va a terminar disolviendo todas las cuestiones prácticas vinculadas a intereses, disputas morales, preferencias éticas y alternativas políticas. A esta disolución de las cuestiones prácticas, Habermas la observaba no sólo en el espacio social, que quedaba afectado directamente por el uso del conocimiento científico en sus aplicaciones tecnológicas, sino también en la diseminación de una racionalidad menguada, que esconde y neutraliza la fuerza constituyente de la acción comunicativa.

Si los contemplamos desde el punto de vista de las imágenes que quieren representar a las sociedades contemporáneas como sociedades del conocimiento reflexivo o sociedades de la información, vemos cómo los dilemas que planteaba Habermas a finales de los 60 siguen activos -en algunos casos, con mayor intensidad- a comienzos del siglo XXI. Tanto el dilema político, que abarca el dislocamiento trágico de la ciencia entre la libertad y el sometimiento del sujeto, como el dilema teórico, en el que la ciencia oscila entre la apertura y la clausura del mundo cultural, generan una serie de problemas que continúan exigiendo indagaciones teóricas y prácticas. En esta ocasión, quisiera pensar la actualidad de estos dilemas políticos y teóricos de la relación de la ciencia con la sociedad a través de una reflexión en dos pasos: primero, voy a intentar reactualizar el diagnóstico crítico que estudiaba las transformaciones de la ciencia y la técnica como una nueva forma de ideología, que abarcaba muy especialmente el terreno de la opinión pública y el desarrollo de nuevas formas de poder tecnológicamente perfeccionadas; luego, intentaré demarcar algunos de los principales desafíos que la ciencia y la técnica vuelven a plantear en nuestro mundo social contemporáneo.

El destino negativo de la técnica: destrucción e ideología

Para entender la intensidad de la polémica que se había desatado a fines de los 60 en torno al papel de la ciencia moderna en la sociedad, hay que remontarse, por un lado, al clima intelectual que surgía de la radicalización de las lecturas del concepto de racionalización de Max Weber y la crítica de la técnica de Martin Heidegger; del otro lado, lo que motivaba este debate era la fenomenología de la tragedia que la técnica moderna había producido en el siglo XX, tanto en el aspecto negativo del daño que habían provocado sus máquinas, dispositivos e instrumentos en las grandes guerras, cuyos rastros devastadores todavía estaban muy vivos, como en el aspecto positivo frustrado, en el largo recuento de las expectativas de emancipación incumplidas que la ciencia había despertado en el siglo anterior para luego terminar generando sólo una profunda decepción.

Una de las versiones más contundentes de esta fenomenología de la tragedia de la técnica moderna la habían expresado Adorno y Horkheimer en su Dialektik der Aufklärung. Destacando las consecuencias negativas que el progreso técnico desencadenaba bajo las nuevas condiciones de dominio económico, observaban que en esta situación histórica “la racionalidad técnica es la racionalidad del dominio mismo, el carácter coactivo de la sociedad alienada de sí misma” (Adorno y Horkheimer, 1997: 142). En el mismo pasaje, intentaban expresar el carácter coactivo de esa racionalidad a través de tres grandes invenciones de la técnica moderna que servían de alegorías de estas nuevas formas de dominación: “autos, bombas y películas mantienen unido al conjunto, hasta que los elementos niveladores de éste le aportan su fuerza a la injusticia que ellos mismos sirven” (Adorno y Horkheimer, 1997: 142). Estas tres alegorías de la técnica moderna -autos, bombas y películas- marcan, cuando se las hace aparecer en su unidad, distintos aspectos negativos del desarrollo de la técnica. La satisfacción sustitutiva de los deseos reprimidos, el dominio de la opinión pública y el límite absoluto para cualquier proyecto de vida que hace aparecer la violencia tecnológicamente mejorada son todas determinaciones que acompañan al despliegue de la técnica moderna durante el siglo XX. Curiosamente, Heidegger también había asociado en su análisis de la técnica moderna estos dos aspectos: el control de la opinión pública y la aparición de formas infinitamente poderosas de destrucción bélica. En su famoso ensayo Die Frage nach der Technik, Heidegger vinculó estrechamente el fenómeno de la incidencia de la técnica en el control de la opinión pública, que él pensaba como un estímulo planificado para que “la opinión pública devore lo impreso, para que pueda llegar a establecerse una opinión dominante, que hay que establecer” (Heidegger, 1997: 127), y el fenómeno que él denominaba “el peligro supremo” (Heidegger, 1997: 137), encarnado en la fuerza devastadora que el hombre extraía de la energía nuclear cuando disponía de ella para cumplir fines bélicos.

Lo que esta fenomenología de los aspectos negativos del desarrollo de la técnica describía con especial cuidado no era tan sólo el daño que las nuevas máquinas de destrucción y las empresas de mistificación cultural habían acometido sobre la existencia de hombres y mujeres (ciertamente de un modo bastante asimétrico, en perjuicio de las mujeres), sino también la frialdad y el silencio que la racionalidad técnica imprimía en la experiencia frente al sufrimiento que provocaba ese daño. Si la técnica moderna había hecho posible, como acontecer de la vida humana, el advenimiento del último acontecimiento, con el peligro del cataclismo artificial que provocaría la bomba nuclear, la misma técnica preparaba también al cuerpo y a la mente para blindarse contra el sufrimiento ajeno y para petrificar la propia experiencia del dolor en el mundo de los dispositivos y las máquinas de la guerra social1. Volvía así el recuerdo de la Primera Guerra Mundial, con las imágenes que se amontonaban para representar a esa primera gran tragedia de la historia de la técnica moderna: los blindados avanzando a una velocidad descontrolada sobre los cuerpos individuales, las bombas de gas que diseminaban la muerte invisible y las estrategias de movilización total2 de la población civil. Evidentemente, las fantasías tecnológicas ya habían derivado a comienzos del siglo XX en fantasmagorías culturales que asediaban a la sociedad con su poder de destrucción y uniformidad, pero allí todavía estimulaban débilmente a las fuerzas artísticas del modernismo reaccionario (Herf, 1993) y a las esperanzas utópicas de la revolución mundial. En la segunda posguerra, todo esto había cambiado. Se lidiaba ahora con “el” peligro de la destrucción total y con un recuerdo difícil de integrar, inclusive al interior de cualquier fantasmagoría cultural: Auschwitz.

El otro lado de esta fenomenología de la técnica, el que trataba las utopías tecnológicas frustradas, insistía en la descripción del desacoplamiento entre las posibilidades productivas alcanzadas y las expectativas de justicia malogradas a pesar del progreso incesante de las fuerzas productivas:

“El pensamiento que busca agotar las posibilidades técnicas dadas, la utilización plena de las capacidades existentes para el consumo estético de las masas, pertenece a un sistema económico que no acepta la utilización de las capacidades cuando se trata de eliminar el hambre”. (Adorno y Horkheimer, 1997: 161)

Esta disociación entre las capacidades productivas tecnológicamente mejoradas y las orientaciones morales e institucionales capaces de hacerle justicia a las demandas materiales de todos los miembros de la sociedad ponía en entredicho tanto las previsiones de las teorías de la modernización capitalista como las tesis del marxismo positivista y burocrático. Lo que había fallado aquí era la supuesta conexión necesaria entre el desarrollo de las fuerzas productivas (que la técnica moderna garantizaba) y la ruptura de las relaciones injustas de producción y distribución de la riqueza material (que se suponía no lograrían sobrevivir en un mundo de abundancia, en el que individuos esclarecidos sobre sus necesidades sabrían cómo organizar intercambios equitativos). El vínculo que se había quebrado de esta manera no era sólo el vínculo hipotético entre abundancia y justicia, que prácticamente todas las viejas teorías de la modernización contenían, sino fundamentalmente el vínculo entre el incremento técnico de las disposiciones y los instrumentos para la acción, y el aumento de las libertades individuales y colectivas. Todas estas capacidades y potencialidades, interpretadas en la imaginación y las fantasías sobre la técnica, aparecían al final de la Segunda Guerra debilitadas y frustradas. Ni el hambre había desaparecido de la faz de la tierra ni los beneficios de la igualación social lograda en algunos territorios habían sido alcanzados sin volver a producir nuevas formas de dominación y padecimiento social. De alguna manera, era esta persistente incongruencia en el “destino” de la técnica moderna lo que había que interrogar (Müller-Doohm, 2016).

Dos conceptualizaciones alternativas de la dialéctica de la técnica en la modernidad

Para enfrentar los diagnósticos que lo precedían, Habermas va a reconstruir, para luego poder reformular, la interpretación de Herbert Marcuse. Lo fundamental de esta interpretación consistía en el intento de combinar un análisis genealógico de la racionalidad técnica, que buscaba desneutralizar la historia del proceso de racionalización de las sociedades industriales capitalistas, con la búsqueda de alternativas políticas que fueran capaces de explorar las posibilidades históricas para otra técnica y otra ciencia.

Sin recurrir a una demonización -difícil de pensar para las sociedades modernas- de la técnica en tanto tal, lo que Marcuse intentaba con su genealogía histórica era mostrar de qué modo las formas de sujeción que se pueden observar en el ejercicio de la racionalidad técnica dependen de las formas de dominación estructural que producen la industrialización y el capitalismo. En este sentido, reconstruir la génesis histórica y política del dominio de la técnica significaba para Marcuse: (1) analizar la relación que existe entre la matematización -y formalización- de todos los modos de conocimiento y la creciente vigencia social de la racionalidad calculadora del capital; (2) estudiar el proceso que permitió que el cálculo de rentabilidad del capital construyera -abierta o silenciosamente- la única racionalidad que controla todas las oportunidades de trabajo y todas las oportunidades de adquisición de bienes de consumo a través del trabajo; (3) analizar los efectos de la separación de los trabajadores de los medios y las condiciones de trabajo, fundamentalmente cuando se piensa a esa separación como condición necesaria y neutral, en términos técnicos y racionales, de la disciplina industrial; y (4) criticar el postulado que establece que la dominación que se ejerce en la disciplina industrial es la condición formal de todo proceso de acumulación y la única garantía en el proceso social objetivo que hace posibles los aumentos en la productividad del trabajo (Marcuse, 1965). Para Marcuse, este “destino” de la técnica y la razón (que reunía en un único proceso a la formalización del conocimiento, el dominio del cálculo capitalista, la separación entre el trabajador y el proceso productivo y la disciplina en el trabajo) no era más que el resultado de una construcción histórica, y como tal podía ser superada. La propuesta crítica que Marcuse extraía de esta genealogía consistía en advertir que el “análisis científico que no se comprometía con la posibilidad de esta superación, no se entregaba a la razón, sino a la razón de la dominación establecida” (Marcuse, 1965: 171-172).

Habermas coincide con el espíritu de este diagnóstico en términos generales, pero no puede compartir el modo en que están formulados los dilemas que se derivan de él. Lo que Habermas rechaza de la interpretación genealógica de Marcuse es, por un lado, la lectura utópica que piensa a la ciencia y la técnica moderna como un proyecto histórico superable, y, por otro lado, la falta de historicidad específica para analizar el lugar de la ciencia en términos sociológicos, de modo de poder deslindar con mejores argumentos los efectos disciplinadores y domesticadores de la técnica moderna. Es indudable que lo que se expresaba en esa distancia era una discrepancia epistemológica y una preocupación pragmática. La identificación de la técnica moderna con la disciplina industrial y de ésta con la racionalidad política de las formas de dominación capitalistas dejaban pocas alternativas teóricas para la crítica y alejaban hacia un más allá idealizado la posibilidad de superar en la realidad la constelación de relaciones de dominación propias de la era de la racionalidad técnica.

Estas dificultades creaban las condiciones para la reconceptualización del diagnóstico crítico que Habermas pretendía ofrecer. El dilema que él quería retomar, pero sólo para reinterpretarlo en un nuevo paradigma crítico, se encontraba muy bien esbozado en el fragmento de este trabajo de Marcuse que Habermas cita in extenso:

“el concepto de razón técnica es quizá él mismo ideología. No sólo su aplicación sino que ya la técnica misma es dominio sobre la naturaleza y sobre los hombres: un dominio metódico, científico, calculado y calculante. No es que determinados fines e intereses de dominio sólo se advengan a la técnica a posteriori y desde fuera, sino que entran ya en la construcción del mismo aparato técnico. La técnica es en cada caso un proyecto histórico-social; en él se proyecta lo que una sociedad y los intereses en ella dominantes tienen el propósito de hacer con los hombres y con las cosas. Un tal propósito de dominio es material, y en este sentido pertenece a la forma misma de la razón técnica”. (Marcuse, 1965: 179)

Esta interpretación radical de los fenómenos de sujeción asociados a la racionalidad técnica era la que sustentaba la perspectiva crítica de Marcuse que Habermas consideraba utópica. Si todos los fenómenos de dominación asociados a la ciencia, la técnica y el proceso de industrialización moderno, quedaban asociados a un determinado proyecto histórico de dominio de la naturaleza y de los hombres, lo lógico sería pensar que otro proyecto histórico, esto es, una nueva perspectiva emancipadora que pudiera intervenir en la historia, supondría necesariamente una técnica y un pensamiento científico radicalmente diferente con respecto al que se volvió hegemónico en la modernidad del racionalismo occidental. El desafío de pensar otra ciencia y otra técnica con este alcance se le aparecía a Habermas como una tarea irrealizable, que desvirtuaba las pretensiones racionales de la fenomenología (crítica) de la técnica moderna. Su posición en relación con la de su maestro en este punto es fácil de comprender. Habermas quiere continuar con el diagnóstico crítico de la racionalidad técnica, pero sin tratar allí ninguna cuestión de fundamentos de la técnica en general, es decir, sin tener que interpretar al dominio técnico como un proyecto de sociedad delimitable históricamente y determinado por intereses de dominación particulares.

A partir de esta bifurcación respecto de la teoría de Marcuse, Habermas escoge un camino que lo va a acompañar prácticamente durante toda su obra científica y filosófica posterior. Sus primeras intuiciones ya lo llevaban a pensar, por un lado, a la técnica como una forma de control de la naturaleza (incluida la de los hombres) que está inscripta en el principio de autoconservación de la especie. Este significado de la técnica conlleva siempre un conjunto de efectos de sujeción inevitables, tanto por lo que le impone al sujeto la lógica material de los instrumentos técnicos como por la disposición positiva hacia la dominación que induce en los sujetos la mediación de la experiencia por parte de la técnica. Por eso, Habermas considera ahora que las formas generales de asociación entre la técnica y la sujeción de los hombres están presentes en todas las formas de sociedad conocidas y tienen que ser aceptadas dentro de la imaginación de cualquier sociedad futura. Por otro lado, Habermas quiere especificar el diagnóstico crítico, acotándolo al análisis de la subsunción de la racionalidad social por parte de la racionalidad técnica. Para Habermas, en el caso de este estrechamiento de las formas de racionalidad plurales bajo el dictado imperialista de la racionalidad técnica, sí se trata de un entrelazamiento histórico contingente, cuyo diagnóstico preciso requiere de otro tipo de estudios, que tienen que alejarse del discurso ontológico “negativo” y aproximarse a las prácticas e interacciones humanas en las que se realiza (y se extravía) la razón científica. Estos estudios no coinciden ni pueden reducirse al análisis crítico de la técnica en la esfera de la producción orientada por el dominio de la naturaleza3.

El planteo de Habermas sobre el carácter ideológico de la técnica moderna

Para justificar su crítica a la visión utópica de Marcuse sobre la historicidad de la técnica moderna, Habermas gira hacia el planteo antropológico sobre la técnica de Arnold Gehlen (1993). Según este autor, la técnica que llega hasta nosotros no es otra cosa más que la objetivación de la capacidad transhistórica para la acción orientada al éxito del género humano4. De este modo, la evolución de la técnica coincidiría con la progresiva proyección en instrumentos y dispositivos objetivados de componentes funcionales de la acción con respecto a fines que, en un principio, se asentaban en el propio organismo humano. Lo que harían los objetos técnicos sería tan sólo descargar progresivamente al cuerpo de los hombres de las funciones que alguna vez tuvo que realizar para autoconservarse modificando su entorno. Así, por ejemplo, primero habrían sido

“reforzadas o sustituidas las funciones del aparato locomotor (manos y piernas); después la producción de energía (por parte del cuerpo humano); después las funciones del aparato de los sentidos (ojos, oídos y piel) y, finalmente, las funciones del centro de control (el cerebro)”. (Habermas, 1986: 61-62)

Siguiendo esta secuencia, la ciencia -al menos las ciencias empírico-analíticas5- tendría que ser interpretada como el trabajo consciente y metódico sobre los conocimientos orientados a satisfacer las necesidades y resolver los problemas que se les presentan en su evolución a los componentes funcionales de la acción objetivados en la técnica. En este sentido, las ciencias serían constitutivamente tan sólo una prolongación del interés por disponer de los medios necesarios para la autoconservación.

Con esta perspectiva en la mano, la conclusión a la que llega Habermas parece obvia:

“Si se tiene, pues, presente que la evolución de la técnica obedece a una lógica que responde a la estructura de la acción racional con respecto a fines controlada por el éxito, lo que quiere decir: que responde a la estructura del trabajo, entonces no se ve cómo podríamos renunciar a la técnica, es decir, a nuestra técnica, sustituyéndola por una cualitativamente distinta, mientras no cambie la organización de la naturaleza humana y mientras hayamos de mantener nuestra vida por medio del trabajo social y valiéndonos de los medios que sustituyen al trabajo”. (Habermas, 1986: 62)

Es fácil constatar en este juicio la discrepancias epistemológicas y pragmáticas a las que nos referimos anteriormente. Las primeras nos muestran la resistencia de Habermas a pensar las patologías sociales que puede provocar la racionalidad técnica en los términos de una interpretación unilateral del concepto de racionalización social, que descuida los problemas sociales y políticos específicos al momento de analizar las consecuencias devastadoras de esa racionalidad. Su preocupación en los 60 se enfoca en la indagación del lugar que la racionalidad técnica ocupaba en la cultura y la vida social, esto es, el modo en el que cumplía una función de dominación social, y no en la naturaleza represiva o sojuzgadora de la “esencia” de la técnica moderna. Ambas preocupaciones derivan en problemas teóricos muy diferentes y lo que Habermas quería retener era el modo en el que la racionalidad técnica, procedente del discurso científico y las instituciones que lleva asociadas en la modernidad la ciencia, se expandía y era utilizada para afectar en términos negativos la constitución de otras esferas de la vida social y política. Para pensar esto último Habermas, va a comenzar a esbozar su concepto de acción comunicativa (Habermas, 1986 y 1999), así como la diferencia analítica entre los recursos que permiten la recreación constante de los marcos institucionales de las interacciones sociales y los recursos que permiten coordinar las acciones orientadas a producir eventos teleológicos. Para el contexto de nuestra interrogación, el objetivo de esta distinción teórica es claro. Se trata de construir una distinción conceptual que permita pensar a la técnica como acción productiva siempre destinada al control y la dominación, y ser capaz, al mismo tiempo, de interpretar como ideologías históricas a las representaciones y los discursos que movilizan a la racionalidad de la técnica con fines de dominio en los diferentes espacios de interacción social. Este es el pasaje teórico fundamental del texto de Habermas: quitar el foco del pensamiento de la ciencia y la técnica como formas trágicas de dominación, para poder indagar los usos ideológicos del discurso científico y tecnológico.

La motivación pragmática en torno a esta discrepancia epistemológica no es menos importante para la elaboración de este nuevo enfoque que va a comenzar a asumir el diagnóstico de la teoría crítica. Resulta evidente que Habermas no cree pragmáticamente posible, a fines de los 60, una crítica “fundamental” de la técnica y la ciencia moderna, porque entiende que de su desarrollo sigue dependiendo el mejoramiento de las condiciones materiales de vida de la sociedad, que en el capitalismo tardío regulado por el Estado social insinuaba la posibilidad histórica de una realización de criterios avanzados de justicia social. Entonces, si por un lado ya no se podía conservar ninguna expectativa en la dinámica emancipadora con la que los avances técnico-científicos destruirían, junto con las viejas formas de producción, los viejos marcos institucionales y las formas tradicionales de legitimación del poder social (como había prefigurado Marx, en sus lecturas más evolucionistas del capitalismo liberal en el siglo XIX), por el otro seguía resultando necesaria la participación de la ciencia y la técnica en las innovaciones que permitían mejorar la productividad del trabajo y multiplicar las posibilidades objetivas de justicia social. Y es este motivo pragmático el que también empuja al pasaje de la interpretación de la ciencia y la técnica moderna como formas de dominación histórico-estructurales a la consideración crítica, más restringida, de sus funciones ideológicas.

Al mismo tiempo, interpretar a la ciencia y la técnica moderna como ideología significaba inscribir esta pregunta en un nuevo contexto: el del capitalismo regulado y la creciente transformación de la ciencia en la principal fuerza productiva. Es en este nuevo contexto en el que “el Estado y la sociedad ya no se encuentran en la relación que la teoría de Marx había definido como una relación entre base y superestructura”, sino que, por el contrario, rige una relación en la que la economía es una “función de la actividad del Estado y de conflictos que se dirimen en la esfera de lo político” (Habermas, 1986: 82-83), donde surge la necesidad de una nueva legitimación de la dominación política que la ciencia y la técnica pueden pasar a desempeñar sin conflictos fundamentales. Se ve aquí cómo el diagnóstico de Habermas se asienta -y pretende criticar a la vez- en los efectos de la racionalización del capitalismo a través del Estado social de bienestar:

“La dominación en términos de democracia formal, propia de los sistemas del capitalismo regulado por el Estado, se ve ante una necesidad de legitimación, que ya no puede ser resuelta recurriendo a la forma de las legitimaciones pre-burguesas. De ahí que la ideología del libre cambio quede reemplazada por un programa sustitutorio que se centra en las consecuencias sociales no de la institución del mercado, sino de una actividad estatal que compensa las disfunciones del libre intercambio. […] Esto exige un espacio de manipulación para intervenciones del Estado que, al precio ciertamente del recorte de las instituciones del derecho privado, aseguran, sin embargo, la forma privada de la revalorización del capital y vinculan a esta forma el asentimiento de la masa de la población”. (Habermas, 1986: 83-84)

La racionalidad de la planificación de este programa sustitutorio es la que le va a imprimir al Estado una actividad orientada hacia la estabilización y el crecimiento del sistema económico, asignándole a la política “un peculiar carácter negativo”, dado que el objetivo principal de la política pasa a ser “la prevención de las disfuncionalidades y la evitación de riesgos que pudieran amenazar al sistema, es decir, la política no se orienta a la realización de fines prácticos, sino a la resolución de cuestiones técnicas” (Habermas, 1986: 84). Reconocemos ahora el lugar que van a desempeñar la ciencia y la técnica, en tanto formas de racionalidad, como formaciones ideológicas orientadas a suplir el déficit de legitimación del capitalismo tardío. Para el diagnóstico crítico, lo que resulta ahora relevante de la cuestión de la ciencia y la técnica en términos históricos es este trabajo ideológico de sustracción de las cuestiones prácticas en los diferentes mundos de la vida social, esto es, la sustitución del discurso práctico capaz de asegurar una formación democrática de la voluntad política por parte de un discurso técnico que concibe y evalúa como funciones y disfunciones a las interacciones que surgen de los deseos, las necesidades y los proyectos de hombres y mujeres.

En un mundo progresivamente saturado por esta racionalidad técnica-funcionalista, ninguna pregunta con respecto a la justicia puede ser ya formulada con pretensiones de validez, porque la capacidad para imaginar modelos alternativos de sociedad o para criticar la distribución vigente de poder, retribuciones materiales o reconocimiento social queda eclipsada en la imagen tecnocrática del mundo. Las cuestiones de la normalidad y la anormalidad sustituyen a las diversas maneras en que puede ser encarada la pregunta por el carácter justo o injusto de las relaciones que rigen en los diferentes mundos de la vida social. Esta inmunización frente a las alternativas y los conflictos de la vida práctica recuerda a -y tal vez depende de- la inmunización de los sujetos frente al sufrimiento ajeno que habían analizado Adorno y Horkheimer como parte de la dialéctica de la ilustración. Por lo tanto, la operación que transforma a la ciencia y la técnica en una ideología no consiste ya en hacer pasar intereses particulares como si se tratasen de intereses generales del conjunto de la sociedad, sino en suprimir la autocomprensión culturalmente determinada del mundo de la vida y sustituirla por marcos de referencia que dependen de la “autocosificación de los hombres bajo las categorías de la acción racional con respecto a fines y del comportamiento adaptativo” (Habermas, 1986: 89).

Se ven ahora las nuevas determinaciones del dilema político y teórico que suscita la cuestión de la ciencia y la técnica a fines de los 60. Cuando se intentaba concretizar el diagnostico crítico de las reflexiones anteriores sobre la técnica moderna -como las de Adorno, Horkheimer, Marcuse o, desde una perspectiva diferente, Heidegger-, adoptando al mismo tiempo una mirada pragmática, lo que se constataba era que el incremento de los rendimientos productivos que facilitan la ciencia y la técnica modernas estaba indisolublemente ligado con la construcción de una forma de racionalidad tecnocrática colonizadora. Esta amenaza le daba forma a los dos dilemas que hemos planteado más arriba. Por un lado, la sustitución de las cuestiones prácticas por cuestiones técnicas, que pretenden interpretar todos los acontecimientos y desafíos de la vida social en términos de “resolución de problemas” y “funciones o disfunciones”, representa una afectación clara de la pluralidad del horizonte cultural compartido, que queda ahora subsumido a esta dominación ideológica. Si alguna vez la ciencia y la filosofía modernas, en sus polémicas contra la religión, habían logrado estimular nuevas formas de pensamiento y el ejercicio de la crítica social, en esta otra deriva, mediante su transformación en ideología, ambas terminan obturando el pensamiento crítico y creando una cultura del silencio que reprime la emergencia de otras formas de pensamiento sobre la vida social y política. Pero, por otro lado, inclusive la razón pragmática, que justifica el desarrollo de la ciencia y la técnica con el objetivo de ampliar las posibilidades de realizar criterios avanzados de justicia social, encuentra en la expansión de ese desarrollo el surgimiento de una nueva forma de la ideología, en la que es el propio terreno lingüístico e institucional en el que se plantean con autonomía las demandas concretas de justicia social el que termina mutilado. De este modo, cuando el avance del discurso sobre la ciencia y la técnica adquiere un claro carácter tecnocrático, se articula fácilmente con discursos y estrategias políticas que buscan debilitar el espacio de la deliberación democrática y acotar al máximo las presiones que ejercen las clases subalternas para mejorar su situación. De ese modo, se destruye el vínculo pragmático que los sujetos sociales pueden establecer con los criterios y las instituciones encargadas de realizar los principios de justicia social en nombre de los cuales se justificaban muchos de los aspectos destructivos de las nuevas tecnologías.

Las preguntas que surgen al revisar la historia de estas reflexiones -para las que me gustaría ensayar una respuesta provisoria en el apartado siguiente- están ligadas a la actualidad de aquellas viejas cuestiones, junto con la proliferación de nuevos problemas. Nos resta interrogarnos, ¿qué queda en el siglo XXI de esta discusión sobre la cuestión de la ciencia y la técnica como formas de dominación y/o ideología? ¿Qué ha cambiado en las interpretaciones políticas y en las concepciones críticas de la relación entre la ciencia moderna y la sociedad? ¿Qué debe preocuparnos hoy de esta discusión y de estos diagnósticos, especialmente cuando adoptamos una mirada que le presta atención a los desafíos que enfrentaremos en el futuro?

Conclusiones: el porvenir de la ciencia desde la periferia, entre la ideología y la política democrática

Hasta aquí hemos reconstruido dos modelos de crítica referidos a la estructura y los efectos de la fusión de la ciencia y la técnica modernas: la crítica que podríamos denominar esencial-utópica y la que podemos pensar como una crítica de los usos ideológicos de la ciencia, orientada pragmáticamente. Lo interesante del planteo de Habermas en esta controversia es que a lo largo de su extensa obra él prácticamente atravesó todas las posiciones que se pueden imaginar que existen entre un modelo y otro de crítica de la ciencia y la técnica. De hecho, hay un período anterior al que nosotros hemos comentado aquí que muestra a un joven Habermas extremadamente próximo a la sagacidad romántica que contiene la crítica de Marcuse o Adorno. En un artículo de 1953, que su biógrafo Stefan Müller-Doohm ha recopilado con cuidado para reconstruir históricamente su posición sobre este tema, Habermas escribe sobre el futuro del automóvil en términos muy próximos a los que había usado Adorno en Minima Moralia:

“Bajo el paso de las ruedas del automóvil la tierra se transforma en asfalto. Esta transformación la consigue el progreso que libera al hombre, o como se quiere llamar a este proceso. Pero, ¿qué sucederá cuando nuestros semi-autómatas de las rutas se vuelvan más y más automatizados, cuando los conductores sean rastreados y planificados, y cuando su subordinación a las instrucciones dadas por las máquinas, referidas a la red de caminos y normas que regulan el tránsito, se vuelva todavía más completa, cuando las energías que deciden las direcciones pasen cada vez más a manos de agencias centralizadas? Entonces, el automóvil no sólo perderá la tierra en la que se mueve, sino también su conexión con la superficie; lo único que quedará será el «carril del conductor»”. (Citado en Müller-Doohm, 2016: 189)

Este pequeño texto del joven Habermas nos muestra con claridad el comienzo de un extenso arco de posiciones que culminarán en su trabajo maduro en los problemas que encontramos en ensayos filosóficos como los que están reunidos en Entre naturalismo y religión (Habermas, 2006). Este comienzo, no exento de una curiosa capacidad anticipatoria, critica a la técnica al modo de Adorno y Marcuse, denunciando la disolución del sujeto en medio de la creciente automatización e indiferencia hacia la que tienden los dispositivos técnicos. El segundo momento de este arco de posiciones de Habermas (1986) es el que hemos reconstruido anteriormente con más detalle, donde se desplaza el foco hacia la capacidad ideológica del discurso científico-tecnológico para encubrir y justificar las desigualdades y las violencias estructurales de las sociedades postradicionales. Finalmente, Habermas (2006) se ha interesado en los últimos años en los desafíos que las neurociencias y la manipulación genética le imponen a la idea de autonomía, encarnada en nuestra autocomprensión de los seres humanos como seres capaces de acción y lenguaje. También forma parte de esta preocupación el modo en el que un cientificismo desbocado anula el acervo moral de los discursos públicos de las religiones post-seculares. Lo que persiste en estos últimos dos momentos, que se dan antes y después del giro lingüístico en su obra, es la preocupación por el socavamiento de los marcos normativos de la modernidad bajo el imperio de un discurso cientificista o tecnocrático (Habermas, 2008).

En lo que sigue, quisiera reflexionar sobre la actualidad de estas críticas con el objetivo de presentar algunas conjeturas en estado embrionario, que son más intuiciones y caminos para pensar un problema que una respuesta definitiva. De hecho, lo que voy a intentar aquí es tan sólo ordenar una serie de preguntas que surgen cuando confrontamos nuestro contexto actual con aquel en el que fueron formulados los diferentes modelos de crítica a la ciencia y la técnica que hemos reconstruido siguiendo fundamentalmente el camino de Habermas.

Al pensar en los contextos en los que las preguntas se formulan, lo primero que salta a la vista para cualquiera que revise las viejas querellas -sobre todo las de los 60- sobre la ciencia y la técnica son dos cambios importantes: (1) el cambio que se produjo a nivel global con la progresiva sustitución del Estado social de bienestar por parte de la (des)regulación neoliberal del capitalismo contemporáneo; (2) los desarrollos tecnológicos recientes han vuelto a crear nuevas fantasías sociales vinculadas a su capacidad real o imaginaria para sugerir una vida más libre, con menores grados de padecimiento físico y psíquico cuando desarrollamos nuestros trabajos, así como un gigantesco potencial para vincular a los seres humanos. Al mismo tiempo, en este nuevo contexto subsisten dos condiciones de la vida social que eran fuertemente cuestionadas en los 60 y hoy nos hemos acostumbrado a considerar como hechos prácticamente inmodificables, casi como si se tratara de algo que ya no está al alcance de ninguna acción social razonable: la pobreza no ha desaparecido de la faz de la tierra y “el” peligro de un cataclismo nuclear no ha sido suprimido, sino más bien apartado de la esfera pública.

En tal sentido, nuestro mundo contemporáneo nos muestra una transformación de la relación entre técnica y dominación (o técnica y violencia) que no presenta ninguna modificación “esencial”, si la juzgamos desde el punto de vista de la crítica utópica-radical. El clásico dualismo que remite al uso civil o militar de las tecnologías, que ya les preocupaba a Adorno y Horkheimer, ha avanzado en el sentido de silenciar y contener los efectos más visibles y extendidos de la violencia. Asociadas al desarrollo de nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, enfrentamos tecnologías de la violencia más precisas, que se extienden a través de redes de dominación más capilares. Desde las “bombas inteligentes” a los programas de vigilancia por reconocimiento facial, observamos una tendencia que consolida formas más asépticas de violencia, que buscan incidir puntualmente y en profundidad, conteniendo los efectos colaterales y los daños vecinos, como si buscaran destruir y controlar, pero sin dejar huellas. Estas nuevas tecnologías de la violencia implican, de alguna manera, una violencia sin memoria subjetiva.

En el mismo sentido de lo que abría en su momento la crítica esencial-utópica, cuando reflexionamos sobre las nuevas formas de la violencia tecnológica, resulta prácticamente imposible saber si efectivamente ha disminuido la intensidad y la extensión de la violencia contemporánea o si simplemente nos hemos vuelto mucho más indiferentes frente al sufrimiento propio y ajeno que provoca, prolongando así un proceso que ya estaba en marcha a mediados del siglo pasado. Los nuevos desarrollos técnico-militares parecen ya no tener como objetivo a las masas, a los grandes agrupamientos del enemigo o a las formaciones difusas del adversario. Se rigen por el principio de la identidad en singular y por eso buscan observar a escalas infinitesimales, procesar muy rápido cualquier tipo de información sobre “el enemigo” y delegar en el artefacto la capacidad para seleccionar rasgos sospechosos y decidir cuáles son los objetivos que deben ser eliminados. Todos estos dispositivos de identificación, anónimos y automáticos, parodian lo que sería una verdadera economía de la violencia, que no buscaría minimizar el daño colateral, sino la necesidad de recurrir al uso de la fuerza para encarar los conflictos humanos.

Con todas estas imágenes tecnológicas -muchas de las cuales ya no producen ningún horror-, la identidad entre técnica y dominación permanece incontestable, tanto en el control de la población en el ámbito de la opinión pública como en el desarrollo de sofisticados métodos de destrucción. Pero para nosotros subsiste otro problema, que tangencialmente aparecía en el planteo esencial-utópico de Marcuse: el problema del desarrollo de la técnica en los países rezagados en términos de sofisticación tecnológica. Las preguntas no son menos importantes que las anteriores: ¿Están condenados estos países a repetir la historia los países “adelantados” cuando pretenden desarrollar autónomamente la ciencia y la técnica? ¿El curso de la evolución de la relación entre técnica y dominio es siempre el mismo o se pueden cubrir las brechas tecnológicas sin seguir el camino de la militarización de todos los desarrollos?

En su famoso libro sobre la relación entre tecnología, cultura y política durante el ascenso del nazismo en Alemania, Jeffrey Herf respondía a estas preguntas imaginando sólo la posibilidad de la repetición. Según su interpretación, cualquier desarrollo tecnológico en el Tercer Mundo sólo podía seguir el camino ya trazado por el modernismo reaccionario:

“Durante los años sesenta se popularizaron las críticas a la aplicación de la experiencia europea al mundo no occidental. Aunque el occidente es peculiar, los acontecimientos contemporáneos del Tercer Mundo sugieren que, como señalara hace casi 20 años Ralf Dahrendorf, Alemania sigue siendo la primera nación nueva que muestra su futuro a las naciones menos desarrolladas”. (Herf, 1993: 10)

Este análisis enmarca de una manera increíblemente sesgada la pregunta que de todos modos debemos formular. De hecho, si se pasasen por alto los prejuicios y las cegueras implicados en esta interpretación histórica, se podría coincidir con Herf en que “las perspectivas de un mundo mejor no mejorarán por una alianza anti-liberal entre los intelectuales occidentales que han perdido la fe en la Ilustración y los intelectuales de las naciones en desarrollo que erradamente equiparan la modernidad sólo con la tecnología” (Herf, 1993: 10-11). Pero éste puede ser sólo el punto de partida para la indagación cultural y política referida al desarrollo de la ciencia y la técnica en los países periféricos.

Lo que en realidad opera por detrás de la correcta observación moral de Herf es el miedo -fundado- a que los países en desarrollo sigan el mismo patrón de industrialización e innovación tecnológica que siguieron los países europeos “atrasados”, corporeizados aquí en el recuerdo de la Alemania nazi, esto es, que se vuelquen masivamente a una modernización tecnológica sin el frágil equilibrio que provee la modernización política (liberalismo político, Estado de Derecho, ilustración cultural, etc.). Pero esto sólo debería traernos de vuelta a la contradicción entre los imperativos evolutivos de la racionalidad técnica y los requisitos culturales del mundo de la vida democrática (Habermas, 2008), no a la pretendida pureza abstracta de un conflicto entre países atrasados y países avanzados (en algunos casos según criterios tecnológicos, en otros según criterios morales). Evidentemente han existido (y siguen existiendo) múltiples experiencias históricas de países subdesarrollados que se han enfocado unilateralmente en el desarrollo tecnológico aplicado a las industrias de la guerra, el control de la población o el comercio internacional, con absoluta indiferencia frente a las necesidades y los derechos de sus pueblos, en contextos de regímenes políticos autoritarios. Pero esta evidencia histórica no suprime la relación entre técnica y dominio en los países avanzados, ni repone en su verdadera dimensión la cuestión del pensamiento democrático en las sociedades periféricas.

Por cierto, un mesianismo invertido tal vez pudiera volver a situar aquí, en la perspectiva de los países “atrasados”, la utopía de Marcuse, encontrando allí finalmente la posibilidad radical de otra ciencia y otra técnica, que surgiría a partir de otro proyecto y otro sujeto histórico. Muchos movimientos indigenistas o religiosos piensan de esta manera la cuestión de la técnica, fundamentalmente cuando exponen cosmovisiones que exigen otra relación con la naturaleza. Pensemos, por ejemplo, en los movimientos sociales y políticos que promueven la constitucionalización de “derechos de la naturaleza”. Este proceso legal, que en países como Ecuador tuvo notables avances, implica una contraposición frontal con la pre-comprensión de la naturaleza desde la que parte la técnica moderna, que pone a la naturaleza a disposición del sujeto, como el conjunto de las entidades absolutamente manipulables. Sin dudas, a estos movimientos político-culturales les cuesta luego situar la diferencia de una nueva técnica y una nueva ciencia, esencialmente diferente, que completaría el proceso de la invención jurídica que se sigue de la constitucionalización de derechos para las entidades naturales. En muchos casos, los propios desarrollos tecnológicos de las comunidades indígenas que promueven esta cosmovisión alternativa sobre la naturaleza, no son más que rudimentos de un pensamiento mágico, también orientados a producir efectos de control, que muestran disposiciones subjetivas muy semejantes a las que están objetivadas en la técnica moderna. Sin embargo, estas dificultades no deberían llevarnos a menospreciar el camino que se abre aquí para la investigación filosófica y social. A mi entender, lo más significativo de este camino se juega en la exigencia de un comportamiento ético alargado hacia la naturaleza y en el llamado a una comprensión desidealizadora de la naturaleza de la subjetividad humana. Estas dos perspectivas de investigación podrían dialogar de un modo muy fructífero con el pensamiento político sobre ciencia de Marcuse, pero también con el materialismo de Adorno y con el nuevo alcance que le ha dado a la ética del discurso Habermas.

Ahora bien, si dejamos por un momento de lado el modelo de la crítica esencial-utópica y pasamos a los desafíos que surgen del modelo de crítica que hemos denominado ideológico-pragmático, vemos cómo el atraso tecnológico también puede suscitar en los sujetos sociales y en los marcos institucionales otras posibilidades, diferentes a las que plantea la repetición del camino del modernismo reaccionario o su transformación en pura ideología antidemocrática. Entre ellas, la posibilidad más significativa sería, sin dudas, la conjunción de un desarrollo tecnológico autónomo -con todos los peligros asociados- con la intensificación de una vida política democrática. Esta posibilidad dialoga con un aspecto del problema analizado por Herf. Según su genealogía del modernismo reaccionario, el estímulo obsesivo al desarrollo tecnológico en la Alemania nazi se completaba con un determinado modo de lidiar con el problema de la comunidad ausente, que el propio avance de la industrialización producía. Esto significa que, al menos en términos histórico-culturales, el desarrollo “unilateral” de la ciencia y la técnica en los países atrasados no se habría ocasionado exclusivamente a partir de las disposiciones que intrínsecamente produce en los sujetos el aparato científico-tecnológico moderno, sino también debido a problemas de legitimación del orden social específicos, similares a los que analizó Habermas en Ciencia y técnica como ideología. En el caso histórico alemán, ese suplemento comunitario que requieren para legitimar sus formas de organización las sociedades modernas no lo aportó esencialmente el cientificismo, sino también la imagen idealizada de la Fronterlebnis, la experiencia de la comunidad de armas en el frente de guerra atravesada por el uso militar de la técnica. Era esa experiencia histórica la que constituía “el tesoro perdido que sería recuperado y se volvería permanente gracias a la política derechista” (Herf, 1993: 475). Pero tal como podemos observar en el propio análisis de Herf, en esta relación entre militarismo y modernismo tecnológico lo que se pone en juego es una formación cultural particular, que encontramos en la historia tanto de los países liberales como de los estados autoritarios.

Cuando analizamos la pluralidad de experiencias culturales que buscan promover el desarrollo de la ciencia y la técnica partiendo de atrasos relativos, podemos conjeturar también lo siguiente: existe la posibilidad de que los recursos simbólicos y cognoscitivos que están en la base de la investigación científica y tecnológica puedan conjugarse con representaciones de la comunidad antimilitaristas. Este sería otro modo de dialogar y de redimir, en el contexto de las sociedades modernas, con las pretensiones éticas hacia la naturaleza que se conservan en las cosmovisiones periféricas. Al desvincular el desarrollo de la cultura científica de la cultura militarista se estaría dando un paso significativo -aunque insuficiente- para respetar de otra manera el material de investigación al que se dedican los desarrollos científicos y tecnológicos. En el mismo sentido, esta ruptura, que ha dado frutos históricos valiosos en los proyectos de desmilitarización de la ciencia luego de la segunda guerra, podría reforzar el espacio para que un pensamiento colectivo democrático pueda reflexionar abiertamente sobre los peligros destructivos y los efectos de sujeción de determinadas investigaciones y desarrollos tecnológicos. Aquí el atraso podría transformarse en una oportunidad pragmática orientada a no enmarcar a la ciencia en el camino de vía única del belicismo tecnológico.

Nos resta considerar finalmente el problema más actual, la relación entre los desarrollos científico-tecnológicos, las formas de racionalidad que se diseminan en el espacio social y las desventuras de las crecientes desigualdades sociales que produce el capitalismo globalizado contemporáneo. Bajo este aspecto, nuestra situación ha cambiado completamente con respecto al panorama que existía a fines de los 60, que combinaba básicamente alto crecimiento económico, programas estatales redistributivos y regulación tecnocrática del capital y de los conflictos sociales. Como vimos anteriormente, utilizar a la ciencia y la técnica como ideología significaba en ese contexto recurrir a sus formas de racionalidad despolitizadas para legitimar una dominación política sobreexigida. Pero con la pérdida o la creciente debilidad de la infraestructura de derechos y seguridades sociales del Estado de bienestar en las democracias capitalistas, esa legitimidad tecnocrática parece comenzar a resultar insuficiente, generándose nuevos peligros y oportunidades en la esfera de la cultura política de los diferentes estados. Sabemos que la legitimación de la regulación neoliberal del capitalismo no prescinde, por cierto, de la racionalidad tecnocrática y que recurre reiteradamente a la depreciación -o directamente a la neutralización- de los ámbitos de formación de la voluntad política; pero para hacerle frente a las situaciones de conflictividad económica o política que aquí y allí surgen de la intensificación de las desigualdades sociales estructurales, el neoliberalismo actual parece más inclinado hacia la reemergencia de elementos conservadores de teología política y hacia los recursos psicológicos de la personalidad autoritaria. Estos elementos ideológicos teológico-autoritarios podrían estar creando una zona de conflicto con los intereses de las nuevas generaciones de científicos y tecnólogos que buscan espacios intelectuales abiertos para desarrollar sus actividades, siguen preocupados por el valor de verdad de sus investigaciones y pueden resistirse al reencantamiento mistificador de las interpretaciones del mundo. Varios historiadores de la ciencia (Chadarevian, 1993) decididos a entrar en los laboratorios reales de los científicos muestran que las interacciones con el mundo social son mucho más fluidas y ambiguas que lo que sugieren los modelos formales de validación del conocimiento científico. Al mismo tiempo, al menos en su deriva dominante actual, el capitalismo neoliberal ha comenzado a legitimar las desigualdades sociales que produce siguiendo patrones culturales que cada vez se alejan más del discurso científico. En debates tan actuales como los que evalúan los efectos del cambio climático, los riesgos de la financiarización de la economía o los desafíos para la privacidad de las personas que imponen las nuevas empresas de la comunicación en red, la ciencia “objetivadora” ha dejado de cumplir un papel puramente ideológico y se muestra abierta a otros diálogos con el mundo de la vida de los afectados por estos procesos históricos.

En términos hipotéticos, podríamos pensar que los cambios que se están produciendo a nivel global pueden volver a conectar al espacio social en el que se mueven los laboratorios científicos con las demandas de la crítica social. Este encuentro no va a socavar por sí mismo, por cierto, la tendencia inmanente de la ciencia hacia la racionalidad tecnocrática, pero puede abrir conflictos en ese campo e incidir en una politización democrática del contexto cultural en el que la ciencia se reproduce. Difícilmente esta politización se desarrolle en el sentido de fundar otra ciencia, radicalmente diferente a la que ha seguido la evolución de la ciencia y la técnica en la modernidad occidental hasta el presente. Pero podríamos estar transitando un tiempo en el cual sus funciones ideológicas se modifiquen estructuralmente, dado que las necesidades y los deseos de los laboratorios científicos contemporáneos requieren de marcos institucionales que no pueden ser conciliados con el estrechamiento de la discusión pública y el incremento de la injusticia social que la racionalidad neoliberal propone como único modo de (des)organizar el mundo contemporáneo. En esa encrucijada, no se disipan ni la orientación hacia el control ni los efectos ideológicos de todo el complejo científico-tecnológico, pero resurge la posibilidad para que epistemologías críticas y verdaderas prácticas de interrogación científica puedan volver a reflexionar sobre sus responsabilidades frente al sufrimiento del mundo de la vida.

Referencias bibliográficas

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1“Podría surgir la sospecha de que nos comportamos con los otros hombres y con la criatura en general en forma no diversa que con nosotros mismos cuando nos entregamos a una operación: ciegos hacia el sufrimiento. El espacio, que nos separa de los otros, no tendría más significado, para el conocimiento, que el tiempo que nos separa de nuestro dolor pasado: el de un límite infranqueable. El dominio permanente sobre la naturaleza, la técnica médica y no médica, alcanza su fuerza gracias a este enceguecimiento y se torna posible sólo merced al olvido. Pérdida de memoria como condición trascendental de la ciencia. Toda cosificación es un olvido” (Adorno y Horkheimer, 1997: 263).

2Fueron célebres, y tuvieron consecuencias trágicas, las apelaciones a la idea de movilización total que hacían en los 30 del siglo pasado escritores como Ernst Jünger, que asociaban esta idea a la era de la técnica y el trabajador moderno: “Así es también como la imagen de la guerra en cuanto acción armada va penetrando cada vez más en la imagen más amplia de un gigantesco proceso de trabajo; junto a los ejércitos que se enfrentan en el campo de batalla surgen los nuevos ejércitos del tráfico, del abastecimiento, de la industria del armamento —el ejército del trabajo en general. En la fase final de la última guerra, que ya apuntó en sus postreros momentos, no se efectúa ningún movimiento —ni siquiera el de una trabajadora doméstica en su máquina de coser— que no encierre una aportación bélica al menos indirecta. Donde de modo más perceptible apunta el alba de la edad del trabajo es quizás en ese alistamiento absoluto de la energía potencial; tal alistamiento transforma en fraguas de Vulcano los Estados industrializados combatientes y hace de la guerra mundial un fenómeno histórico de significado superior al de la Revolución Francesa. Para desplegar energías de tal envergadura ya no es suficiente con equipar el brazo —se requieren unos equipamientos que lleguen hasta el tuétano más íntimo, hasta el nervio vital más fino. Hacer realidad esos equipamientos es la tarea de la movilización total, un acto mediante el cual una única maniobra ejecutada en el cuadro de distribución de la energía conecta la red de la corriente de la vida moderna —una red dotada de amplias ramificaciones y de múltiples venas— a la gran corriente de la energía bélica” (Jünger, 1995: 97-88).

3Los interesados en la obra de Habermas podrán reconocer en esta temprana apreciación dicotómica sobre la técnica uno de los motivos centrales de los dualismos conceptuales —más o menos dialécticos— de su teoría sociológica: trabajo e interacción, producción y comunicación, medios sistémicos y medios lingüísticos, sistema y mundo de la vida. Estos pares conceptuales no siempre se yuxtaponen sin ambigüedades y desplazamientos respecto de la división que en la teoría de la acción había creado esta querella sobre la técnica en la teoría crítica. Sin embargo, en tanto motivo subyacente de esas dicotomías, resulta indicativo de la importancia que había adquirido la cuestión de la técnica en términos sociológicos, históricos y filosóficos.

4“Desde su aparición la técnica ha acompañado al hombre, y es tan originariamente ingeniosa como él mismo. A esta íntima asociación nos acerca aún más una reflexión que se hicieron Alsberg, Ortega y Gasset y otros, derivando la necesidad de la técnica de la deficiencia orgánica del ser humano. A los testimonios más antiguos de elaboración humana pertenecen las armas —que como órganos faltan—; y también aquí habría que incluir el fuego, si su utilidad inicial fue procurar calor. Sería el principio de sustitución de órganos, junto al cual aparecen en adelante la descarga y la superación de órganos. La piedra lanzada con la mano alivia al puño que golpea y al mismo tiempo lo supera en cuanto a efecto; el coche y la cabalgadura nos eximen del andar y superan con creces su alcance. En el caso de la bestia de carga, se hace palmariamente visible el principio de descarga. El avión, por su parte, sustituye las alas de que carecemos y supera con creces todo esfuerzo orgánico de vuelo. Algunos de estos ejemplos indican que hay una técnica de lo orgánico: la domesticación, sobre todo la crianza de animales, es una verdadera técnica que da buenos resultados solamente después de muchos experimentos”. (Gehlen, 1993: 114)

5Ciertamente, ya en estos primeros escritos Habermas distingue a las ciencias empírico-analíticas de las ciencias histórico-hermenéuticas y las ciencias sociales críticas. Pero esta distinción no hace más que reforzar la interpretación de la ciencia y la técnica que aquí estamos tratando. Abordar en detalle la historia de las transformaciones de los conceptos de ciencia y de crítica al interior de la obra de Habermas nos desviaría de nuestra cuestión actual. Para intentar despejar ambigüedades, bastará aclarar por el momento que, cuando nos referimos en términos genéricos a la ciencia y la técnica, nos referimos fundamentalmente a las ciencias empírico-analíticas de la naturaleza y la sociedad: “La ciencia moderna asume en este contexto una función peculiar. A diferencia de las ciencias filosóficas de viejo cuño, las ciencias experimentales modernas vienen desarrollándose desde los días de Galileo en un marco metodológico de referencia que refleja el punto de vista trascendental de la posible disposición técnica. Las ciencias modernas generan por ello un saber, que por su forma (no por su intención subjetiva) es un saber técnicamente utilizable, si bien, en general, las oportunidades de aplicación sólo se dieron posteriormente” (Habermas, 1986: 79).

Recibido: 21 de Octubre de 2018; Revisado: 22 de Julio de 2019; Aprobado: 31 de Julio de 2019

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