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Astrolabio. Nueva Época

On-line version ISSN 1668-7515

Astrolabio  no.25 Cordoba June 2020

http://dx.doi.org/10.55441/1668.7515.n25.24504 

Artículos de discusión teórica

MARXISMOS Y DECOLONIALIDAD: CUESTIONES ABIERTAS1

MARXISMS AND DECOLONIALITY: OPEN QUESTIONS

Ricardo Orozcoa 

1aUniversidad Nacional Autónoma de México. ricardorozco@live.com.mx

Resumen

El presente texto tiene por objeto abrir líneas de problematización entre, por un lado, ciertos rasgos compartidos por diversos discursos marxistas; y, por el otro, algunas hipótesis centrales de los estudios decoloniales. En particular, se centra en destacar cuáles son los vacíos, negaciones, omisiones, etc., teóricos que a una multiplicidad de marxismos les impone limitantes epistemológicas y ontológicas en la comprensión del Ser de América. El texto se encuentra segmentado en tres apartados: en el primero, se toman como base -por considerarlos sintéticos de un espectro más amplio de posicionamientos en el mismo tenor- los cuestionamientos realizador por Armando Bartra a los estudios decoloniales. En el segundo, recuperando la teorización sobre geopolítica y modernidad elaborada por el filósofo de la decolonialidad, José Gandarilla, son situados los niveles de abstracción a partir de los cuales se piensan la forma y el sentido históricos de la totalidad -en tanto horizonte ontológico. En el tercero, finalmente, se prolonga la discusión de la sección anterior para aterrizarla en el problema de la disputa por el Estado en América.

Palabras clave: marxismos; decolonialidad; totalidad; ontología; Estado

Abstract

The present text aims to open lines of problematization between, on the one hand, certain features shared by various Marxist discourses; and, on the other, some central hypotheses of decolonial studies. In particular, it focuses on highlighting what are the theoretic gaps, negations, omissions, etc., that impose to these Marxisms epistemological and ontological limitations on the understanding of the Being of America. The text is segmented into three sections: in the first, Armando Bartra's questioning of decolonial studies is taken as the basis, considering them synthetic to a broader spectrum of positions in the same tenor. In the second, recovering the theorization on geopolitics and modernity elaborated by the philosopher of decoloniality, José Gandarilla, the levels of abstraction are placed from which the historical form and sense of the whole are thought -as an ontological horizon. In the third, finally, the discussion of the previous section is prolonged to focuses the debate on the problem of the dispute over the State in America.

Keywords: Marxisms; Decoloniality; Totality; Ontology; State

Impugnaciones marxistas a los estudios decoloniales

¿Cómo decolonizar a los marxismos? ¿Es posible realizar dicha tarea sin, al mismo tiempo, dinamitar y aniquilar a los marxismos en sus bases epistemológicas y ontológicas? Y, sobre todo, ¿es deseable, necesario, quizá, decolonizar a los marxismos? ¿Sólo a uno o a todos los marxismos discurridos y/o practicados? ¿Entra, dentro de esta operación analítica, el discurso crítico de Marx en su formulación original, o únicamente son objeto de decolonización las diversas tradiciones enunciativas que lo siguieron y problematizaron desde una pluralidad de situaciones?

En su más reciente libro, el filósofo mexicano Armando Bartra (tributario de esa tradición marxista que se identifica a sí misma como heterodoxa o no-dogmática), no se plantea estas preguntas, pero sí las responde de manera explícita y directa en dos movimientos analíticos sucesivos. En el primero de ellos, parte del supuesto de que toda crítica que pretenda o aspire de manera realista y efectiva a ser tal debe situarse “[…] en los bordes, en los márgenes, en las orillas […] en una epistemología de la excentricidad, del desquiciamiento capaz de descubrir en la anomalía la única normalidad posible” (Bartra, 2016: 20). En el segundo, señala que si bien, en la actualidad, existe una proliferación de apuestas reflexivas y prácticas políticas excéntricas, situadas en los márgenes a los que él mismo se refiere, en realidad, no pasan de ser trending topic o deslumbrantes novedades académicas traidoras al verdadero espíritu de resistencia y combate al capitalismo moderno -en cuanto totalidad- toda vez que se encuentran saturadas por los contenidos discursivos de la decolonialidad haciendo que “en los últimos lustros [sea] inconcebible una propuesta crítica proveniente del Sur global que no se refiera a la necesidad de descolonizar los territorios, la epistemología, la hermenéutica, la economía, la política, el imaginario, la acción colectiva, el feminismo, el ecologismo, las utopías […]” (Bartra, 2016: 277).

Tomadas ambas frases como una unidad enunciativa, lo que no muy en el fondo está planteando Bartra son dos cosas: (1) que la crítica, para ser tal, debe situarse práctica y discursivamente en los márgenes del capitalismo moderno y de la racionalidad que lo sostiene y (re)produce; y (2) que el discurso decolonial2, a pesar, por un lado, de contar con un tremendo auge por encima de otras opciones analíticas en las periferias globales en general y en América en particular, y por el otro, de ser una apuesta que se asume a sí misma como representativa de una verdadera esencialidad americana -y al mismo tiempo, como auténticamente excéntrica a la totalidad capitalista y su racionalidad-, en realidad no lo es, pues aunque parece estar planteando una combatividad radical en contra de uno y otra, en lo más hondo de sí no es más que la versión caricaturizada de las verdaderas luchas y las movilizaciones sociales por la descolonización, en contra del colonialismo y del neocolonialismo, “[…] que arranca[n] en nuestro continente con las guerras de independencia del siglo XIX y una centuria más tarde se extiende[n] a todas las periferias bajo la forma de multitudinarios movimientos de liberación nacional” (Bartra, 2016: 277).

En este sentido, para Bartra, el propio discurso decolonial no únicamente es una farsa en y por sí mismo, en la medida en que no ofrece, ni de cerca, la potencia anticolonialista y anticapitalista que durante todo el siglo XX sí lograron explotar los discursos críticos -y los movimientos de liberación nacional articulados alrededor de ellos-, sino que, además, los debates y las problematizaciones por él planteados no abonan ninguna novedad analítica a las observaciones que ya en los momentos de auge del anticolonialismo del siglo pasado hicieron, por ejemplo, Frantz Fanon, Ho Chi Minh y José Carlos Mariátegui, en torno del carácter racial del colonialismo; o Julius K. Nyerere, sobre el eurocentrismo tanto de izquierda (socialismo) como de derecha (liberalismo).

¿Cuáles son los fundamentos de Bartra para proceder de tal manera en su diagnóstico del tiempo-espacio presente? Quizá primero habría que aclarar los niveles de abstracción y los campos de problematización en los que se inscribe su discurso.

Buscando articular en una misma unidad al colonialismo, al racismo y al capital, Bartra parte del supuesto de que la noción de progreso, gestada durante la Revolución Francesa, es inherentemente colonialista por ser la síntesis de un proceso social aún más abarcador: el universalismo eurocentrista. Este universalismo, a su vez, no se desprende de una lógica que sea fraterna y horizontal respecto de las poblaciones sobre las cuales se impuso en el resto del mundo, sino que, antes bien, resultó ser, desde su gestación, un movimiento imperativo,

“[…] avasallante y centralista [que avanzó por el orbe] a sangre, hierro y disciplina [valiéndose de] la espada, el arcabuz y la culebrina, pero también [de] la cruz, la escuadra y el compás, instruyéndose como realidad material y como entidad espiritual, como orden político y como concepto, como sistema socioeconómico y como imaginario colectivo”. (Bartra, 2016: 278)

Así pues, en esta línea de ideas, el carácter impositivo, vertical y centralista de la universalidad europea es lo que termina siendo para Bartra el fundamento del colonialismo moderno, su nervio más profundo; y uno que, además, para ser tal, requirió que los sujetos que la practicaban renunciaran al reconocimiento abstracto de la humanidad de todos los individuos y lo sustituyesen por un “[…] hostigamiento relacional [en el que] la opresión y la explotación […]” (Bartra, 2016: 278-279) pasaran por el color de la piel. En última instancia, “así como el sexismo patriarcal es el modo inicuo como se socializan las diferencias entre los sexos […]”, así el racismo y la racialización, “[…] el colonialismo racista es la forma histórica que adopta en su periferia la expansión del capital” (Bartra, 2016: 279).

Ahora bien, en términos de los niveles de abstracción y los campos de problematización dentro de los cuales se mueve este marco de comprensión, dos de las consecuencias importantes que es posible obtener son:

a) La condición de posibilidad y el espacio-tiempo de emergencia de la modernidad son situados dentro de los márgenes de la Revolución Francesa. Ello, sin ir más lejos, implica que la modernidad misma tiene su génesis en dicho evento, no antes ni después. Pero no sólo, pues, además, significa que el carácter de la modernidad aún vigente está dado por las instituciones y las racionalidades que se formaron y derivaron de la Revolución. Formas históricas concretas, como el individuo soberano de sí y todopoderoso, sustituto de Dios, que no son producto de la Revolución -a diferencia, por ejemplo, del modelo más acendrado de democracia representativa, que sí lo fue-, no figuran aquí como fundamentos de la condición moderna. O bien, otras que sí lo hacen -en el caso del Estado-Nación- son, en realidad, (re)situadas con posterioridad al espacio-tiempo original de su emergencia. Así pues, si la modernidad es producto de la Revolución Francesa, ésta sería, en última instancia, y esencialmente, un producto burgués, un reordenamiento político antitético del orden estamental, cortesano y aristocrático al que le sería propio, en tanto modernidad, el ser la síntesis de las nociones de libertad, igualdad y fraternidad.

b) En un primer movimiento reflexivo, por un lado, progreso, universalismo y modernidad son asimilados, hasta un punto tal en el que inclusive son empleados de manera indistinta para designar el mismo fenómeno; y por el otro, se desprende al colonialismo de esas tres nociones, por vagas que resulten. En un segundo movimiento, el autor desplaza al colonialismo de la modernidad hacia el capitalismo, enfatizando que aquel es, en todo rigor, la forma histórica del capitalismo, pero no de todo el capitalismo, sino sólo de su despliegue en la periferia global.

De cara a la propuesta decolonial que Bartra busca desacreditar desde el marxismo que profesa, la primera de estas consecuencias es problemática por una cuestión fundamental, y es que hace de la modernidad un fenómeno inherentemente europeo, en el que las sociedades colonizadas no sólo no aparecen, sino que, además, al estar ausentes de la reflexión, se reivindica el reclamo del eurocentrismo en términos del autorreferenciamiento de lo moderno y del modelo de civilización surgido de aquel. Pero no sólo, pues, aunado a ello, eventos tan trascendentales para la reconfiguración de las condiciones materiales de la humanidad y de los marcos ontológicos y epistémicos de la totalidad de las sociedades alrededor del mundo, como lo fue la invención y la colonización de América, son desconocidos y anulados de facto, como si eventos así, por y en sí mismos, no hubiesen afectado el curso de la historia, las formas y los sentidos históricos de su Ser-en-el-mundo y de su Saber-el-mundo tanto de Europa cuanto de las civilizaciones colonizadas.

No existe en esta reflexión, por lo tanto, una problematización concerniente a la invención de las identidades que son propias de la modernidad, como América y Europa mismas, pues ambas están dadas y no suponen ninguna trascendencia para la comprensión del carácter de la modernidad. Y lo cierto es que tal proceder no es azaroso. El análisis de Bartra se encuentra en un nivel de abstracción que no avanza más allá de colocar su acento sobre las jerarquías, las centralidades y las imposiciones que se gestaron entre diferentes colectividades. Los fundamentos que fueron sus condiciones de posibilidad no son un problema a analizar para él porque no es en ellos donde se encuentra el nervio del colonialismo. Después de todo, si el colonialismo está dado por la tensión entre libertad y sometimiento, entre horizontalidad y verticalidad, entre descentralización y centralización, lo que se encuentra de fondo como realización del anticolonialismo es el combate a esas relaciones, que no pasan de ser condiciones formales.

No es azaroso, por lo anterior, que Bartra encuentre que la resolución de la condición colonial en el mundo esté ligada a la realización de procesos emancipatorios que transiten por la vía de la independencia jurídica, política y económica de las unidades nacionales que se inscriben dentro de los márgenes del Estado-Nación moderno. De hecho, para él, los movimientos de independencia en América -en el siglo XIX, primero, y los movimientos de liberación nacional en el resto del mundo durante el siglo XX, después- son expresiones de ese auténtico combate anticolonial cuyo éxito solo se coartó por causas de las élites criollas y mestizas de las propias sociedades coloniales.

Las dificultades analíticas que aquí surgen, no obstante, son dos: (1) se da por sentado que existió algo llamado colonialismo que fue efectivamente desmontado por medio de las independencias formales de las colonias respecto de sus metrópolis, por lo que la situación en la que actualmente se encuentran esas sociedades, traicionadas por sus burguesías nacionales, es la de un estadio neocolonial, o de un neocolonialismo; (2) se hace del neocolonialismo un derivado de la lógica de clase de las burguesías, con lo cual la raza, el racismo y la racialización, que con anterioridad figuraban en la exposición de Bartra como elementos constitutivos inherentes al progreso, el universalismo y la modernidad, salen de la ecuación y, en todo caso, son sustituidos por el elemento de clase.

Es ahí, en esa segunda observación, de hecho, donde se sitúa lo problemático de la segunda consecuencia obtenida del análisis del discurso de Bartra. Y es que mientras en su primer movimiento analítico se aproximaba a los postulados de la opción decolonial, en torno del reconocimiento de que modernidad y colonialidad van unidas, como las dos caras de un mismo proceso, en un segundo momento abandona esa idea (sin dejar en claro cuál es la relación o la condición del capitalismo respecto de la modernidad, y viceversa, cuál es el estatuto de la modernidad respecto del capitalismo) y hace colapsar al colonialismo sobre la idea de que éste es una forma muy particular del capitalismo sólo en su despliegue y dinámica histórica en las periferias.

Consecuencia lógica de ese argumento es que si, en las periferias globales en general y en América en particular, se pretende desmontar de verdad la estructura mundial neocolonial, esa tarea debe transitar por el combate al capitalismo, y a éste, desde la tradición marxista que reivindica Bartra, sólo se le puede hacer frente mediante la toma de conciencia de clase y la articulación de las resistencias a diferentes modos de opresión a esa conciencia unificada. De ahí proviene, justo, su insistencia en colocar como referentes anticoloniales a los movimientos de liberación nacional del siglo XX3, pues de lo que se trata es de reactivar la memoria histórica que se tiene sobre ellos en los movimientos sociales y en las expresiones de resistencia del espacio-tiempo presente.

Capitalismo moderno / modernidad capitalista: la totalidad como horizonte ontológico y epistemológico

Hay un interés político e ideológico en esta apuesta de Bartra por (re)colocar al marxismo, a la conciencia de clase y a los movimientos de unidad nacional sostenidos por uno y otra, como el discurso crítico y la práctica revolucionaria por antonomasia para superar al capitalismo moderno. Y es que con posterioridad al desmoronamiento del bloque soviético se extendió por el mundo un sentido común en torno de la idea de que ese evento había comprobado la caducidad y la improcedencia de la opción socialista y/o comunista como alternativas reales de vida al modus vivendi capitalista occidental. Por supuesto, lo que se desarrolló y practicó en el bloque soviético en general, y en los regímenes políticos de corte socialdemócrata en las periferias de aquel, no era, en ningún sentido, socialismo (mucho menos comunismo), sino apenas variaciones de las matrices productivas/consuntivas del capitalismo occidental. Sin embargo, lo que es un hecho es que, en la confrontación de ideas por legitimar una forma y un sentido históricos específicos como imaginario colectivo universal y experiencia ontológica fundamental, la perspectiva sintetizada por Francis Fukuyama (1992), en torno del fin de la historia y de la aceptación del capitalismo, el liberalismo y el cúmulo de valores occidentales como horizontes insuperables de realización de la vida en el mundo, terminó imponiéndose alrededor del orbe y los múltiples marxismos por todo el mundo tuvieron que enfrentarse, desde entonces, a la que quizá es su mayor y más profunda crisis de identidad desde la Crítica de la economía política desarrollada por Marx.

El cuestionamiento de Bartra en torno de las aspiraciones de la apuesta decolonial por ocupar en América el lugar que en algún momento sostuvo cierta crítica marxista, en este sentido, se inscribe dentro de ese proceso de recomposición que gran parte de los marxismos alrededor del planeta vienen desarrollando desde la última década del siglo XX, y que desde entonces los ha hecho enfrentarse a una serie de problematizaciones que hasta en su periodo de auge o no supieron abordar de manera creativa o simplemente no abordaron, y que discursos como el de la decolonialidad se encuentran trabajando en el momento presente -y en particular buscando superar los límites que avasallaron a las propuestas marxistas del siglo XX.

Sin duda, la disputa por la forma y el sentido históricos de la emancipación en la cual se inscriben el marxismo defendido por Bartra y otros marxismos que comparten la urgencia y la necesidad de aquel es legítima. Sin embargo, el diálogo que intentan establecer con los estudios decoloniales se encuentra atravesado por una falla de origen que tiene que ver con la síntesis de esos campos de problematización y del nivel de abstracción en los cuales se encuadran ambas propuestas reflexivas. Síntesis expresada en el hecho de que Bartra -al igual que muchos otros marxistas- centra su discusión en torno de las nociones de colonización/descolonización, mientras que la apuesta de los discursos decoloniales se decanta, primero, por establecer una diferenciación entre la colonización/decolonización, por un lado, y la colonialidad/decolonialidad, por el otro; y en seguida, por colocar su foco analítico y el eje sobre el cual articula sus propuestas de emancipación en la relación colonialidad/decolonialidad.

Tomando a cada par de categorías de manera superficial, la diferencia entre unas nociones y otras podría parecer cuestión de pura semántica, un asunto en el que no se juegan consecuencias importantes al momento de comprender, por ejemplo, la historia de las sociedades colonizadas o la formación de sus identidades. Sin embargo, en los estudios decoloniales, la distancia que separa a la primera de estas dialécticas de la segunda no es menor, toda vez que, mientras en la categoría de colonización se pone de relieve

“[…] estrictamente a una estructura de dominación y explotación, donde el control de la autoridad política, de los recursos de producción y del trabajo de una población determinada lo detenta otra de diferente identidad, y cuyas sedes centrales están, además, en otra jurisdicción territorial. Pero no siempre, ni necesariamente, implica relaciones racistas de poder” (Quijano, 2007: 93)

por medio de la noción de colonialidad se busca visibilizar que, aun después de lograrse la emancipación social de esas relaciones jurídicas-políticas y económicas-administrativas (a través de procesos como las independencias del siglo XIX o las liberaciones del siglo XX), persiste en las dimensiones ontológicas y epistemológicas de los sujetos pertenecientes a las excolonias un substrato colonial que trasciende a su emancipación respecto de las metrópolis. La colonialidad, así pues, no se termina, como sí sucede con el colonialismo, luego de lograrse una independencia formal de la colectividad, pues su condición de posibilidad no está dada sólo por la unidad administrativa, política, económica y/o jurídica, sino por los planos de realización del Ser y del Saber de los sujetos que fueron colonizados.

Algunas implicaciones importantes de no realizar esta distinción propuesta por los estudios decoloniales tienen que ver, además de con la configuración de sujetos históricos marcados por determinaciones diferentes en cada caso, con el hecho de establecer cortes históricos a partir de los cuales se hace posible pensar en la existencia de una dimensión neo del colonialismo que habría sustituido a su forma clásica. Ello, en perspectiva decolonial, no es un problema si se comprende que ni la colonialidad es excluyente del neocolonialismo ni el colonialismo lo es de la colonialidad. El problema sobreviene, más bien, cuando en otros discursos críticos aquel es excluyente de ésta, o cuando la colonialidad simplemente está ausente y se piensa que lo que impera en este momento es la resistencia a la reconfiguración y renovación de los vínculos formales que sostuvieron a la colonización. Eso lleva a Bartra y a un amplio espectro de corrientes marxistas, por ejemplo, a seguir pensando en términos de unidad nacional con conciencia de clase y a disputar el Estado casi en los mismos términos en los que los movimientos de liberación nacional lo hicieron en el siglo XX -aunque ello signifique, en los hechos, reproducir las lógicas de la modernidad y del capitalismo subsumido en ella, cobijados por una retórica de izquierda y por la introducción, en la matriz productiva/consuntiva, de algunas correcciones con carácter social por completo funcionales a la estructura capitalista global.

No es necesario avanzar más allá en este plano del análisis para observar que en esta oposición entre ciertos marxismos y los estudios decoloniales se teje una tensión irresoluble entre identidad y economía política (en ocasiones expresada, en el extremo de su simplificación y reduccionismo, como culturalismo versus economicismo). La cuestión aquí es, no obstante, que dicha oposición es en realidad un falso debate, toda vez que se fundamenta en la consagración de sustancialismos y absolutismos mutuamente excluyentes: por un lado, el de la identidad vista como un núcleo de naturaleza prístina, siempre estable e inamovible, anclado a un tiempo-espacio originario que se convierte en transhistórico; y por el otro, el de la sujetidad histórica y revolucionaria apriorística, anterior a toda condición material efectiva, pero asentada en su conciencia de clase desposeída. Pero no es sólo esa la falsedad, pues desde posicionamientos tanto internos como externos a ambas discursividades, existe una tendencia cada vez mayor a pensar la oposición de uno respecto del otro en términos similares a la forma en que se piensa la oposición entre modernidad y posmodernidad o, en acepciones aún más claras, entre totalidad y singularidad, entre grandes relatos y narrativas locales, entre universalismos y particularismos, entre colectividades e individualidades, etcétera.

No es, por supuesto, este el debate que se está planteando en estas líneas, y una manera de desgranarlo y de hacer visible lo que se está poniendo en cuestión aquí es retomando la problematización que se abre en la articulación de la totalidad vis à vis del americanismo como identidad colectiva4. Es claro, de entrada, que la totalidad siempre debe ser aceptada como horizonte de realización ontológica de los sujetos individuales y colectivos. Desconocerla, en general, y desconocer que el tiempo-espacio presente tiene su condición de posibilidad dentro de los márgenes de una forma y un sentido históricos específicos, privativos de una totalidad singular, significaría tanto invisibilizar, negar y anular las series y los conjuntos de determinaciones sociales (culturales, políticas, económicas, históricas, etc.) que atraviesan a la realidad y a las sujetidades en su configuración actual cuanto invisibilizar, negar y anular a esa realidad y a esas sujetidades en sí mismas.

La decolonización de las ontologías y las epistemologías del presente no pasa por la reivindicación de localismos, singularismos, individualismos o similares y derivados. Antes bien, un primer basamento indispensable para llevar a cabo dicha tarea tiene que ver, justo, con decolonizar la comprensión que se tiene de la propia totalidad; es decir, tiene que ver con la tarea de decolonizar la manera en que ésta es pensada, de tal suerte que en ello se juegue la potencialidad de otorgarle una forma y un sentido históricos diferentes, Otros.

Sin pretender anular aquí las diferencias discursivas presentes en los distintos marxismos que se profesan alrededor del mundo, en pos de una falsa homogenización teorética, gran parte de ellos comparten la comprensión de la totalidad vigente como una estructura que es fundamentalmente económica. Esta representación, que proviene de la imagen empleada por el propio Marx para ejemplificar y explicitar la manera en que la dimensión material de la vida del Ser-humano es la principal determinante del resto de las dimensiones de su existencia, no es, sin embargo, más que una distorsión producida por la actividad reflexiva promovida desde ciertos marxismos para privilegiar en la praxis de las sociedades y de los individuos un ethos de (re)afirmación del “hecho capitalista” (Echeverría, 2011a: 89); esto es, de la subsunción del valor de uso en la forma de valor que se autovaloriza.

La distorsión no es menor. Lo que se encuentra en el fondo de este asunto es la fundamentación de dos formas de ontología que se anclan en niveles de abstracción y en determinantes diferentes. Y es que, cuando Marx recurre a la imagen de la estructura y la superestructura para vulgarizar su representación del capitalismo, antes que referirse a la actividad económica -vista como el producto del intercambio de bienes, como el mercado-, se centra en dos ideas que son bastante más abstractas y abarcadoras: la producción y el consumo5. Las distintas corrientes marxistas que siguieron al discurso crítico de Marx, por su parte, abandonaron ese núcleo problemático y se centraron en dos aspectos que también aparecen en la Crítica de la economía política de aquel, como partes o momentos constitutivos y constituyentes de la unidad de la producción material, pero que al ser distorsionada la comprensión de esa unidad aparecieron fragmentados: la distribución y la circulación. Todas las corrientes hegemónicas en torno del socialismo, durante el siglo XX (y aun en lo que va del siglo XXI) se asentaron en estos dos aspectos y no en el cuestionamiento de la forma que adquieren los valores en la producción y el consumo capitalistas.

Esta manera de proceder en múltiples y diversos análisis marxistas de la totalidad en curso los ha llevado a desarrollar una suerte de asimilación u homologación entre modernidad y capitalismo, en la que, además, si se logra hacer el discernimiento entre las naturalezas diferenciadas de uno y otra, aquel termina primando sobre ésta. La modernidad se pierde, por tanto, como la condición de posibilidad de la génesis y el desarrollo del capitalismo. Y al perderse, por un lado, todos los problemas en torno de la modernidad capitalista son hechos gravitar en rededor de la dimensión económica; y por el otro, las resistencias son pensadas, de igual manera, como oposiciones en clave económica.

Marx mismo (al igual que muchos marxistas después de él) no escapó en su Crítica de la economía política a esta lógica porque la ontología y la epistemología que estaba pensando -y a partir de la cual pensaba- estaba condicionada por su pertenencia a la Europa colonial, lo que lleva, de suyo, la determinación de su pensamiento por parte de la filosofía occidental, en general; alemana, francesa e inglesa, en particular. Este sólo aspecto, visto a contraluz de la crítica decolonial de la modernidad y del capitalismo, explica que para Marx nunca fuese un problema la destrucción de los modos de Ser-en-el-mundo de las sociedades colonizadas e introducidas en el curso de la historia de la civilización occidental. El carácter progresivo y acumulativo -si bien no necesariamente por ello lineal ni unidireccional- del tiempo y de la historia, la oposición entre lo moderno y lo arcaico o entre la razón y el mito dentro de su pensamiento dan cuenta de ello, y explican, al mismo tiempo, que su crítica se centrase en la modificación del modo de producción y no, por ejemplo, en cuestionar la racionalidad de la razón desde la cual pensaba el mundo. Una clara muestra del posicionamiento anterior se encuentra, sin ir más lejos, en el análisis que Marx realiza (y muchos marxistas después de él, también) en torno de la naturaleza del mundo religioso o metafísico en el desarrollo de las sociedades6.

Llegada la reflexión hasta este punto, es importante no perder de vista, entonces, que la construcción de la modernidad capitalista vigente (que es, al mismo tiempo, toda ella, en y por sí misma colonial) está marcada por una clara intervención geopolítica, desde Occidente hacia las periferias, que no es sólo de carácter económico, pues lo que se gestó con la invención de la americanidad (Quijano y Wallerstein, 1992) fue un patrón de poder mucho más amplio, más complejo y más profundo que el expresado por la dimensión económica de la vida en sociedad (Gandarilla Salgado, 2012). Ejercicios de poder como los concernientes a la identidad de género, a las prácticas sexuales, a los rasgos fenotípicos del individuo, a las prácticas culturales, a la identidad lingüística, a la organización política, a la estructura nuclear de la colectividad, al rol de la persona en su relación con el colectivo, a representaciones espaciales y temporales, a lógicas instrumentales, a cultos confesionales, etc., si bien no necesariamente se fundaron en este momento, sí tuvieron en el proceso de colonización -y por lo tanto, en el contraste del Ser-europeo con el “no-Ser” (Grosfoguel, 2012) de las colonias- condicionantes y determinantes varias que posibilitaron lo que hoy se conoce, stricto sensu, como Occidente, capitalismo y modernidad.

Es en este sentido que el encare decolonial sobre la comprensión de la totalidad arroja, entre otras premisas, que lo que Occidente impuso en América desde la génesis del colonialismo no se reduce sólo a la sustitución de los modos de producción de la vida material de los colonizados por el patrón de acumulación de capital aún vigente. Desde esta perspectiva, antes bien, valdría (re)considerar que esa imposición fue la de una matriz mucho más totalizante en la cual se encuentran imbricadas todas las dimensiones de la existencia humana y en donde las lógicas a las cuales respondieron los contenidos relacionales de esas dimensiones erigieron a los modos de Ser-en-el-mundo occidentales como la norma y el punto cero desde el cual, en adelante, se pensó la historia del resto del mundo.

En palabras de José Gandarilla Salgado (2018: 28), “al iniciarse la modernidad, se experimentó un nuevo hecho: el conocimiento empírico de que la humanidad es una sola […]. Se pasó a una nueva condición de ver el mundo como un todo, como un conjunto ordenado y combinado […]”. Ello, claro está, no significó que esa totalidad gozase de un estatuto homogéneo, pues si bien el universalismo occidental busca establecerse en los múltiples y diversos imaginarios colectivos del mundo como la expresión más acabada de una aprehensión de la humanidad en sus rasgos más abstractos e igualitarios, fue sólo a partir de la continua invención y sostenimiento de diferenciaciones (de otredades) en relaciones de jerarquía y de heterarquía (dependiendo de la coyuntura geopolítica de la que se trate) que su posición dominante, hegemónica (y por lo tanto, la posición de subalternidad del resto del mundo), se hizo posible y, en efecto, realizable.

Marx mismo, de nuevo, es representativo de los límites que supone pensar a la totalidad sólo como capitalismo, y no como un capitalismo moderno o, a la inversa, como una modernidad que es capitalista. En el capítulo XXV de su Crítica de la economía política, denominado “La moderna teoría de la colonización”, el problema que aborda no tiene que ver con la racionalidad de la modernidad, es decir, con un cuestionamiento por el horizonte ontológico y epistemológico de la razón moderna y su proyecto de civilización. Antes bien, coloca el acento sobre la necesidad de diferenciar que el modo capitalista de ejercer el colonialismo en el mundo se distingue de otras formas históricas por la reproducción sistemática con la que opera para (re)producir, en las colonias, donde la forma de trabajo que priva es la “[…] del productor poseedor de sus propias condiciones de producción y que se enriquece él mismo con su trabajo […]” (Marx, 2014: 681): las condiciones de existencia de la propiedad privada basada en la explotación del trabajo ajeno (del trabajo asalariado).

La omisión de Marx en su análisis no es menor. Deja escapar que, desde la perspectiva, por ejemplo, de una mujer indígena en América, la colonización no únicamente impuso un modo de producción por completo diferente al propio, también desplegó:

“[…] i) una formación de clase global particular donde van a coexistir y organizarse una diversidad de formas de trabajo (esclavitud, semiservidumbre, trabajo asalariado, producción de pequeñas mercancías, etc.) como fuente de producción de plusvalía […]; ii) una división internacional del trabajo del centro y la periferia donde el capital organizaba el trabajo en la periferia alrededor de formas represivas y autoritarias; iii) un sistema interestatal de organizaciones político-militares controladas por hombres europeos e institucionalizadas en administraciones coloniales; iv) una jerarquía racial/étnica global que privilegia a los europeos sobre los no europeos; v) una jerarquía global de género que da primacía a los hombres sobre las mujeres y al patriarcado europeo sobre otras formas de relaciones de género; vi) una jerarquía sexual que otorga primacía a los heterosexuales sobre los homosexuales y lesbianas […]; vii) una jerarquía espiritual que da primacía a los cristianos sobre las espiritualidades no cristianas/no occidentales […]; viii) una jerarquía epistémica que privilegia el conocimiento y la cosmología occidentales sobre el conocimiento y las cosmologías no occidentales; ix) una jerarquía lingüística entre las lenguas europeas y las no europeas que hace primar la comunicación y la producción teórica y de conocimiento en los primeros, subalternizando los últimos como productores de folclor o cultura […]”. (Grosfoguel, 2006: 25-26)

Y esto, en términos del reconocimiento de las resistencias a la forma y el sentido históricos de la totalidad, implica desconocer todo un universo de posibilidades y de ejercicios efectivos de esas resistencias en su disputa por una de las principales mediaciones con las que cuenta el capitalismo moderno para asegurar su continuidad: el Estado-nación moderno capitalista.

La disputa por el Estado en América

Si uno de los rasgos fundamentales de la modernidad es que en ésta tiene lugar “[…] un proceso en el que los distintos grupos humanos, organizados en formaciones de heterogéneos grados de complejidad, inauguran un entramado de relaciones que permite hablar de una humanidad en conjunto” (Gandarilla Salgado, 2018: 27), el correlato de esa heterogeneidad, de la complejidad que adquieren las relaciones de producción y de consumo -así como las sociedades modernas en cuanto tales-, y de la multiplicidad y la diversidad de intereses que confluyen en ellas, es la formación (desde la racionalidad y la lógica de autopreservación de la propia totalidad) de unidades que funcionen como una síntesis de esos conjuntos de intereses múltiples, heterogéneos y diversos. Esas unidades son los estados nacionales modernos, y es a través de ellos que la modernidad capitalista en curso fragmenta su funcionamiento en escalas espaciales-temporales más pequeñas que el conjunto de la masa terrestre, como en una suerte de (re)producción de sí misma en singularizaciones dentro de las cuales un cierto cúmulo de oposiciones internas y externas es mediado por su gubernamentalidad.

Ahora bien, en el plano de las disputas externas por el Estado nacional moderno, la lógica operativa de éste no se comprende si no se visibiliza que cada unidad, en su singularidad, está articulada al resto por medio del despliegue de otra abstracción: el nomos del mundo moderno, “[…] que puede ser identificado en el curso constructivo de la noción del derecho, muy específicamente, de la noción de derecho internacional, con dimensiones categoriales que dan sentido a esa nueva manera de relacionarse al interior de los pueblos o entre los pueblos” (Gandarilla Salgado, 2018: 39). Tener presente este hecho, más allá del reconocimiento de la existencia del jus gentium romano -cuya génesis es anterior a la invención de la americanidad-, tiene valor para la construcción de un encare decolonial respecto de ciertas nociones marxistas del Estado porque permite reconocer que si bien es cierto que el Estado-nación moderno es, en efecto, la síntesis de un conjunto de intereses en conflicto, la construcción histórica de éste en América no es apenas una calca o una copia del proceso que siguió en otras latitudes del planeta. En primer lugar, por el significado específico que tuvo la americanidad en la configuración de la estructura global que siguió a la colonización del continente y, enseguida, por la naturaleza de las relaciones que se establecieron tanto al interior como al exterior de los estados americanos, en su subordinación específica respecto de Occidente en general y de Europa en particular.

Y es que, en efecto, uno de los principales problemas con los cuales se enfrentan distintas críticas marxistas del Estado, en el momento de aterrizar sobre la realidad americana, tiene que ver, de nuevo, con esa suerte de teleología implícita en el análisis que conduce a trazar una genealogía de los andamiajes estatales en la cual, para no variar, el punto cero, su génesis, es situado en la conformación del Estado europeo a partir de eventos como los Tratados de Westfalia, en 1648. Pero lo cierto es, no obstante, que si bien en ambos lados de la línea que divide a la civilización de la barbarie el Estado-nación es síntesis, dicha asimilación -tan socorrida por el pensamiento eurocéntrico- sólo se vuelve posible en tanto abstracción, es decir, en tanto vaciamiento de todo contenido concreto, específico, de la experiencia americana con la estatalidad7.

Realizar una abstracción del Estado (que es, a su vez, una abstracción, o mejor, una representación que designa a una mediación en el marco del funcionamiento del capitalismo), para conseguir la asimilación del concepto a un sinfín de formas históricas de constitución colectiva, es el camino que diferentes corrientes marxistas en América y el resto del mundo han seguido para explicar el carácter de sus propias formaciones estatales. Y a menudo ese proceder ha derivado, a su vez, en la aceptación de que la evolución histórica del Estado, desde su forma más simple hasta su variante hegemónica hoy vigente (el Estado nacional) responde a una dinámica de autorreferenciamiento de sus determinaciones constitutivas. Esto es, se ha tendido a hacer gravitar la comprensión del Estado en torno de la idea de que éste encuentra su leitmotiv, su razón de ser, en causales propias a la historia del desarrollo de Europa; es decir, como respuesta a las necesidades de sus sociedades.

Y si bien es cierto que algunas de esas corrientes buscaron desprenderse del canon de interpretación, someterlo a cuestión, incluso en muchas de esas apuestas lo que terminó primando fueron variaciones en la problematización del capitalismo regional particular, con características distintas a las del patrón de acumulación y concentración, de producción y consumo en las economías centrales. La historia de los análisis dependentistas en América es, en muchos de esos casos, la historia de esas problematizaciones. Sin embargo, incluso en el seno de ellas, aspectos como el carácter constitutivo y transversal de la racialización de las relaciones sociales entre miembros de una misma colectividad y entre colectividades distintas quedaron fuera de esas críticas. Y es que, desde su gestación, “el patrón colonial de poder suponía una consideración desigual y diferenciada entre los colectivos que clasificaba racialmente” (Gandarilla Salgado, 2018: 206).

La naturaleza, el origen, el desarrollo y el funcionamiento del Estado en América, en este sentido, no se comprende si este aspecto no se hace visible. Pues si bien es cierto que, a partir de la invención de la americanidad, la racialización y el racismo modernos se configuran en cuanto tales, extendiéndose como elemento estructural global desde las periferias hacia los centros globales, y viceversa -en un movimiento de permanente reforzamiento dialéctico-, también lo es que las lógicas de operación dentro de Occidente, por un lado, y fuera de Occidente, por otro lado, en los vínculos de éste con otros espacios-tiempos, con otras sociedades, nunca han sido las mismas. Generalizar la afirmación de que desde la invención del racismo moderno hay racismo en todos lados y no sólo en los espacios que fueron objeto de colonización conlleva algo de verdad, pero también extravía en la reflexión las cualidades diferenciadas de las distintas formas de ejercer ese racismo.

Además, en uno de los extremos de esa afirmación, lo que se termina poniendo en juego es que, al ser el racismo y la racialización fenómenos universales, generalizados por todo el mundo, operando a partir de lógicas idénticas con independencia del espacio-tiempo y de las identidades de las que se trate, el carácter estructural de ambos fenómenos en la construcción de la totalidad en curso se pierde y su rol es reducido a una cuestión de prejuicios, de ignorancia, de falta de educación (escolarización), de carencia de valores (entre ellos, con primacía de la tolerancia de corte liberal y multiculturalista), etcétera8.

Para América, este tema es fundamental no sólo porque en él está inscrito el problema de la multiplicidad y la diversidad de colectividades (formas y sentidos civilizacionales) que se conglomeran y conviven dentro de los márgenes territoriales de la región -en términos, sobre todo, de la construcción de sus propias genealogías-, sino porque, además, y derivado de lo anterior, es aquí donde se encuentra la tensión que atraviesa, en primer lugar, a la cuestión de la identidad nacional en América, y en segundo lugar, a la disputa por un específico patrón de poder que se despliega en cuatro dimensiones del acontecer social y sus productos: el trabajo (producción/consumo), el sexo (reproducción de la especie), la subjetividad (subjetividad/sujetidad) y la autoridad colectiva (estatalidad/gubernamentalidad). Y es que, en efecto, en América, tal y como lo problematiza Aníbal Quijano, esa disputa está marcada por el hecho de que es una verdadera imposibilidad la democratización del ejercicio de ese poder mientras la diferencia colonial entre colonizados y colonizadores se mantenga vigente.

El asalto proletario al funcionamiento del Estado como estrategia para conseguir la socialización de los medios de producción, en este sentido, se vuelve una situación un tanto más compleja en la medida en que desde el encare decolonial no se trata únicamente de un proceso de toma de conciencia de clase, pues ésta no es la única determinante de la subjetividad y la sujetidad de los individuos y las colectividades. En América, la socialización de los medios de producción (o la democratización del consumo y del ingreso, en argot neoliberal) es un tema de igualdades formales que no es capaz de ofrecer solución alguna frente a las estructuras raciales que se encuentran vigentes desde hace 500 años. El capitalismo cultural lo ha demostrado en reiteradas ocasiones desde la década de 1960: la racialización de las relaciones en sociedad se mantienen vigentes, pero bajo el velo de la reivindicación cultural y del culto a la diferencia por la vía de su mercantilización. Y la mercantilización despolitiza.

En este sentido, si bien es cierto que en el proyecto socialista no se está poniendo en juego una reivindicación de las formas de mercantilización ahora vigentes (sino todo lo contrario), también lo es que la pura reivindicación de la plurinacionalidad y de la multiculturalidad no es suficiente -tal y como lo han demostrado los proyectos de reforma de Estado en el Sur del continente. Buscar el control por el puro control de la autoridad pública (del aparato de Estado y de su andamiaje gubernamental), suponiendo que con ello se consigue, en algún grado, una representación efectiva de la diversidad cultural y social presente en una determinada población, es un error estratégico que deja fuera de la ecuación el hecho innegable de que la verdadera disputa, la disputa por el poder, no comienza, transita y se agota sólo en el conjunto institucional.

En México, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), por poner un solo ejemplo, ha insistido históricamente en este aspecto, reiterando, tanto en el discurso como en la praxis, que si el pensamiento social en América se encuentra en el estado de inacción (de crisis) en el que ahora está, en gran medida ello se debe al hecho de que el grueso de su producción ha emergido en diferentes momentos como mera reacción a fenómenos del tipo de las dictaduras cívicas y militares, o los autoritarismos de derecha y de izquierda. Por eso, temas como el de la democracia, en abstracto, y el de la democratización de los estados en la región dominan el debate. Ante tal escenario, lo que el EZLN y otros movimientos sociales análogos ponen en cuestión es la posibilidad de lograr no únicamente una participación equitativa de los múltiples sectores de la sociedad, sino el reconocimiento de otredades que pugnan por la deconstrucción de esa condición.

Reflexiones finales

En el prefacio a su más reciente libro, el filósofo mexicano José Gandarilla Salgado (2018: 14) sentencia: “si el discurso de Marx se configura como el de un horizonte insuperable de la crítica, como lo contemplaba Jean-Paul Sartre en los años sesenta, lo es también porque corresponde a una lectura demoledora del despliegue mismo del capitalismo”. La validez de esa sentencia es evidente en sí misma si se considera que el discurso crítico de Marx comienza, como ninguna otra crítica de su especie, por el cuestionamiento de la valorización del valor como la forma dominante de valorar del Ser-social.

Sin embargo, si bien es cierto que ya por ese hecho la crítica de Marx (y no la del grueso de los marxismos) es radical en el sentido que él mismo lo estableció: por atacar a la raíz del problema -esto es, al hombre mismo-, ello no significa que su propia racionalidad no sea colonial en varios aspectos. Marx, después de todo, es un ilustrado, un heredero de lo más refinado del liberalismo inglés, de la socialdemocracia/socialismo francés y del idealismo alemán. Sus horizontes ontológicos y epistemológicos son los de esa específica racionalidad, en donde la racionalidad practicada por otras sociedades, como las colonizadas, no tuvieron cabida como un pensamiento válido. Es este aspecto el que hace necesaria, hoy como nunca antes, una apuesta por decolonizar sí a Marx, en lo poco o en lo mucho que haya que decolonizarlo, pero también, y sobre todo, al enorme cúmulo de discursos que lo siguieron y que llegaron, inclusive, a vaciar la criticidad tan profunda de su contenido por la vía de su reificación dentro de marcos estructuralistas -a la manera en que lo hizo, por mencionar a un único personaje, Louis Althusser.

La disputa política, por la forma y por el sentido históricos de la totalidad, propuesta por los estudios decoloniales es clara y no debe dejar de reconocérsela como tal, pues, así como en 1492 se dio la invención de la americanidad, así hoy, en el espacio-tiempo presente, la decolonialidad apuesta por la invención de una totalidad otra con forma y sentidos diferentes.

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1Este trabajo contó con el financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, bajo el auspicio del Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos (ORCiD: 0000-0001-9067-6001).

2No debe perderse de vista que Bartra mismo reconoce un solo discurso decolonial, pese a que en el seno de estos estudios se parte, siempre, del reconocimiento de que, aunque existe una cierta unidad en torno de problematizaciones compartidas, no es posible, por ello, unificar y homogenizar dentro de una supuesta singularidad a la multiplicidad y la diversidad de las teorizaciones producidas.

3Bartra lo expresa de la siguiente manera: “A la nueva «decolonialidad» no le haría mal atender un poco más a los ideólogos, líderes y multitudes que en el siglo pasado se entregaron en cuerpo y alma a lo que entonces llamábamos «independencia nacional»”. Y a continuación expone un conjunto de casos para ejemplificar esos movimientos de liberación nacional que, en su concepción de la historia, hicieron tambalear al colonialismo. Figuran entre ellos los de Irán (1921), Arabia Saudí (1932), Egipto (1936), Siria (1946), Libia (1951), Irak (1958), Argelia (1959), India, Paquistán y Cachemira (1948), China (1949), Vietnam (1976), etcétera (Bartra, 2016: 281-282).

4Entre las propuestas originales, el americanismo al que aquí se hace referencia es retomado como latinoamericanismo, evidenciando en la propia elección de la nominación una apuesta ética, cultural, política e identitaria particular. En este texto se ha optado por recurrir al americanismo, no obstante, para mantener activa la propuesta de Edmundo O’Gorman en torno de la invención de América como identidad; idea que, tiempo después, se reactivará dentro del marco de comprensión de los estudios decoloniales, como en la teorización ofrecida por Aníbal Quijano (Gandarilla Salgado, 2018).

5“La producción en general es una abstracción, pero una abstracción que tiene un sentido, en tanto pone realmente de relieve lo común […]” (Marx, 1982: 35).

6Heredero directo de la tradición filosófica trabajada por Kant, primero, y Hegel, después, Marx es consciente del rol que juegan las representaciones del mundo (en tanto mediaciones) en la experiencia ontológica y epistemológica del Ser-humano, y por ello no las descarta, en principio, como meras aberraciones o estadios anteriores a la racionalidad moderna. Sin embargo, y a pesar de que en diversos momentos admite que las representaciones teológicas (metafísicas) en las colectividades sirven a una necesidad, Marx mismo, en tanto ilustrado e hijo de la racionalidad moderna, combate constantemente en contra de ellas; es decir, las enfrenta como la racionalidad occidental enfrentó a los saberes de las civilizaciones que conquistó, sin cuestionarse la validez ontológica de esa razón mítica. En su Tesis IV sobre Feuerbach, Marx afirma: “Feuerbach parte del factum de la autoenajenación religiosa, de la duplicación del mundo en uno religioso y en uno mundano. Su trabajo consiste en disolver el mundo religioso en su base mundana. Pero el hecho de que la base mundana se desprende de sí misma y se fija como un reino independiente en las nubes sólo es explicable a partir de esta base mundana. Es ésta entonces, en sí misma, la que debe ser tanto comprendida en su contradicción como revolucionada prácticamente”. En la Tesis VI, por otra parte, sentencia: “Feuerbach disuelve le esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es un abstractum inherente al individuo singular. En su realidad, es el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no entra en la crítica de esta esencia real, está obligado, por tanto: 1) a hacer abstracción del acontecer histórico y a fijar como independiente el ánimo religioso, y a presuponer un individuo humano abstracto —aislado—, 2) por lo tanto, la esencia sólo puede ser captada como «género», como universalidad interior, inexpresiva, que conecta naturalmente a los muchos individuos”. Mientras que en la Tesis VII finaliza: “Feuerbach no ve, por tanto, que el propio «ánimo religioso» es un producto social, y que el individuo abstracto que él analiza pertenece a una forma determinada de sociedad” (Echeverría, 2011b: 114-117).

7“Desde una perspectiva muy sesgada por el eurocentrismo, incluso en pensadores de innegable inclinación crítica, se tiende a estudiar la historia de los Estados, muy en especial, los latinoamericanos, al poner en referencia la especificidad histórica de construcción y funcionamiento de tal dispositivo de autoridad y gobierno en estas tierras, con el modo en que se conformó en las sociedades europeas y con los contenidos y rasgos de relación que estableció con las respectivas historias de las culturas nacionales. Se establece, entonces, una especie de linaje que genera una serie de lógicas y agentes que se sintetizan en un «constructo abstracto» el cual adquiere condición de generalidad y establece una modalidad de trayectoria según la cual todo otro tipo de Estado, para ser tal, ha de pasar por dichas etapas, fases o esquemas, o ajustarse a las mismas”. (Gandarilla Salgado, 2018: 203)

8Al respecto, véase la crítica del filósofo esloveno Slavoj Žižek (2010) en torno de la tolerancia multiculturalista y la manera en que el capitalismo se ha apropiado de las resistencias sociales a ciertos patrones de poder por la vía de su mercantilización.

Recibido: 30 de Mayo de 2019; Revisado: 27 de Diciembre de 2019; Aprobado: 30 de Diciembre de 2019

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