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Andes

versión On-line ISSN 1668-8090

Andes  n.19 Salta ene./dic. 2008

 

Barral, María Elena, De sotanas por la Pampa. Religión y sociedad en el Buenos Aires rural tardocolonial. Prometeo, Buenos Aires, 2007, 234 pp.

Darío G. Barriera1

1UNR-CONICET

Son muchos los motivos por los cuales no soy el comentarista óptimo para este trabajo, pero he disfrutado de las múltiples inteligencias que asistieron a la autora en su escritura y creo que merece la pena comentarlo sin ser un especialista en el campo en que se inscribe.

¿Cuáles son esas inteligencias que trasunta el libro? La primera es estratégica (Barral encontró una cantera, un punto de observación para entrarle al conjunto de la sociedad rural tardocolonial); otra puede llamarse táctica (por haber dado con la manera de investigar el tema cuyo nicho documental, como ella misma afirma, no era generoso y por lo demás estaba muy disperso); una tercera podría llamarse inteligencia práctica (la autora pudo plasmar en un libro bien escrito lo que seguramente fue un material al comienzo ríspido y difícilmente domesticable para comunicarlo de manera tan concisa y didáctica) y por último una inteligencia emocional, tímidamente implícita, regando todo el texto bajo la forma de un muy fino humor y de muchísimos párrafos que transmiten el goce que la autora experimentó durante las etapas de investigación y escritura.

Mejores y más adecuadas plumas podrán valorar su contribución a la historia rural bonaerense o a la historia de la iglesia rioplatense, pero quiero proponer dos o tres comentarios sobre el modo en que su autora hace historia y sobre los aportes de este libro a una cantera que no es la propia, que es la de la historia de la justicia.

Para comenzar, es muy interesante la manera en que María Elena Barral trabaja con la ley. Nada declama; su práctica historiográfica muestra directamente que las leyes constituyen elementos en escenarios de disputa. Es el caso de los conflictos jurisdiccionales en los que aparecen involucrados párrocos y alcaldes rurales -esparcidos por todo el libro, pero concentrados sobre todo en el capítulo tercero. Aquí Barral se hace eco de una historiografía no solo nacional sino también internacional, que ha demostrado con seriedad que la voluntad de transformarlo todo a partir de la legislación declamada por los Borbones no alcanzó para torcer las prácticas de los actores. También es muy idónea la manera en que la autora hace jugar a esa legislación en el análisis: las leyes aparecen como un recurso que los agentes ponen en el juego de manera diferencial según cómo estuvieran dispuestas las fuerzas en el escenario del conflicto, considerando la posición de la otra parte.

Queda claro, por ejemplo, que los conflictos entre párrocos y alcaldes no comenzaron con la avanzada borbónica y que las leyes regalistas fueron leídas, interpretadas y puestas a jugar de muy distintas maneras según cómo venían las barajas. Agentes que la legislación hace pensar que están en veredas enfrentadas no pocas veces trabajan mancomunadamente por una causa común: la rivalidad entre alcaldes y párrocos rurales podía transformarse en colaboración. Esto lo muestra perfectamente varias veces, y es particularmente delicioso el caso en el que un cura y un alcalde carean a la innominada e ignominiosa señora de los dos maridos, intentando recomponer una pareja (p. 85). El escándalo y el buen gobierno -terrenal y espiritual- se sabe, no se llevaban: y estas situaciones solían unir a las dos justicias, en busca de la quietud de los ánimos.

El análisis de Barral, tributando a algunas tendencias de historiografía latinoamericana reciente, muestra que el avance del regalismo borbónico no pudo arrancar algunas incumbencias sobre la vida de la gente que los párrocos tenían en sus manos (la cuestión del matrimonio, o el que fueran percibidos como los jueces idóneos para resolver cuestiones ligadas con la familia), y que tampoco pudo hacerlo con la manera en que los pobladores del Buenos Aires rural había integrado en sus vidas a los párrocos: llega lejos, incluso, cuando la gente asume como propia la voz de la parroquia; o cómo habían incorporado a su habitus ciertas prebendas jurisdiccionales enseñadas en la iglesia. Inventariando las persistencias de los "lugares inmunes" o aptos para el "refugio en sagrado" la autora recupera una cita de Comadrán Ruiz y retrata a ese hombre que para no ser prendido por la justicia se abrazaba a una cruz en la vía pública... -subterfugio inútil a la luz de las leyes, tanto más cuando terminando el tercer cuarto del siglo XVIII se había reducido a sagrado solamente la Iglesia matriz de cada ciudad (a excepción de Buenos Aires, donde también lo seguían siendo la de la Concepción y La Piedad) pero constancia de un reflejo y de una cultura jurídica aprendida.

En el capítulo cuarto, dedicado a la cristianización como civilización, sintetiza la dinámica que subyace a todo el libro: muestra el círculo virtuoso que había entre población y equipamiento del territorio. Las familias con tierras en la campaña conseguían distinguirse no tanto a partir de lo que conseguían atesorar sino de lo que podían mostrar: y una de las cosas que tanto mostraba como volvía notable a una familia era sin duda la construcción de un pequeño oratorio, seguida de una donación para que se haga capilla y parroquia. De allí pasamos a la escuela, al interés por las primeras letras y a la explicitación de una verdad a gritos: sin primeras letras no se vislumbraba que la comunidad fuera a tener en un futuro próximo quienes hicieran el oficio de jueces. Cosas como ésta, que Barral nos cuenta con una sencillez tal que hace que parezcan obvias… no son evidentes en absoluto y dan cuenta de una destreza para resumir, en este caso en apenas dos páginas, la manera en que la autora lee esas realidades: siempre está pensando en la densidad de las relaciones sociales en función de un territorio que se vuelve institucional y políticamente más complejo.

Lo que visceralmente me gusta de este libro es que cuando Barral arma el relato que lo materializa cuenta de qué manera la gente fue tejiendo sus relaciones conforme a sus creencias y a sus intereses, y el relato de esa textura -la descripción y el análisis de las relaciones entre los agentes- es un relato sobre aquello que termina por ser instituyente: no hay estructuras previas, hay muchas acciones no necesariamente concurrentes, que terminan por componer el escenario.

El subtítulo del libro es un poco mezquino con el contenido, aunque útil a efectos catalográficos y, seguramente, de interpelación a un campo. Su elección fue prudente, pero puedo permitirme asegurar que no deja adivinar todo lo que despliega de la vida de los párrocos y los religiosos, de las comunidades, de la gente, de las autoridades…

Este libro no es una contribución sólo para la historia de las religiones: lo es también para la historia de la justicia, para la historia de la educación y para tantas otras temáticas. Claro está, en la sociedad analizada por la autora estas dimensiones (separables quizás sólo a efectos analíticos) estaban casi anudadas a la religión y eran parte de la vida de todo el mundo; el calendario religioso (que recrea en el capítulo 6, quizás algo tardíamente para el lector lego, que hubiera agradecido contar con esas informaciones preciosas algo antes de la recta final en la que entra el libro) y las prácticas religiosas que giraban alrededor de los párrocos rurales muestran de nuevo su acierto: su observatorio organiza casi todos los actos de la vida de la gente, desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por el bautismo y el matrimonio, entre otros.

Por último, De sotanas… testimonia bien que la escritura de la historia es un trabajo colectivo: pueden leerse en él los trayectos consolidados de la historia rural bonaerense y las muchas horas compartidas con sus compañeros y compañeras de la Universidad de Luján y del Instituto Ravignani.

Hay mucha política fuera del estado, hay mucha ley fuera del derecho y este libro permite sostener que hay mucha religión fuera de la Iglesia; quienes como María Elena Barral, hacen historia con inteligencia y sensibilidad, se salen de los arneses y hurgan en las pistas dejadas por sujetos también ellos zigzagueantes; en este caso, por aquellos simpáticos fieles rústicos y sus tenaces párrocos todo terreno.

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