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Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Jujuy

On-line version ISSN 1668-8104

Cuad. Fac. Humanid. Cienc. Soc., Univ. Nac. Jujuy  no.13 San Salvador de Jujuy Nov. 2000

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Mitos revisitados: producción mítica y moralidad

Myths revisited: myths production and morality

Victoria I. Casabona *

* Saavedra 1156 - (1229) Buenos Aires.

RESUMEN

En el presente trabajo pretendo considerar el campo de la moralidad en la sociedad contemporánea desde un punto de vista antropológico. Para ello me baso en la concepción malinowskiana que considera a ciertos mitos como fundacionales de la vida social. Siguiendo esta línea de trabajo, me diferencio de las posturas racionalistas que consideran a los mitos como producciones exclusivas de los “pueblos primitivos”. Afirmo, pues, que la actual crisis “moral” -según la define el sentido común- constituye un signo de un cambio de orden social, en el que la moralidad tiene un papel específico y configurante, que de ninguna manera resulta subsidiario del plano real-material.
Para bucear en algunos de los sentidos de este cambio, analizo tres tragedias de Sófocles: Edipo Rey, Edipo en Colona y Antígona. En el tratamiento de esta trilogía, sostengo que los “núcleos míticos duros” de nuestra civilización están sufriendo un crucial proceso de transformación, detectable en el orden político.

ABSTRACT

This work casts an anthropological view over the field of morality in today’s society. I base myself on the Malinowskian conception, disagreeing with those thesis which consider mythic production to belong only to “primitive” peoples. I state that today’s “moral” crisis -as defined by common sense- is a sign of a change in the whole social order, where moral has its own shaping role, which in no way is over determined by the real-material level.
To inquiry about some of the meanings of this change, I examine three Sofocle’s tragedies: Oedipus of Thebes, Oedipus in Colona and Antigona. My hypothesis states that the main “hard mythical knots” of our civilization are suffering an important transformation process, evident in the sociopolitical order.

INTRODUCCION

Gran parte de la problemática que viene afectando a la sociedad argentina -al menos como es vista desde la óptica de sus clases medias- es atribuida frecuentemente a un problema de “crisis de valores” o “crisis moral”. En efecto, parecería ser que los conceptos de crisis social, económica, política, no bastan para dar cuenta de un sentimiento de desorden fundamental que producen ciertas situaciones, delitos, injusticias. Así, el diagnóstico de “crisis moral” busca explicar tanto fenómenos cotidianos como la falta de respeto a los ancianos, la avivada del que cruza la calle con el semáforo en rojo, el abandono y la explotación en que viven los niños de la calle (en suma, una serie de microviolencias a las que nos vemos sometidos los ciudadanos), como la corrupción generalizada: robos, fraudes, negociados, incumplimiento de los deberes, protagonizados por funcionarios públicos, sean policías rasos, magistrados de las más altas esferas, diputados, senadores, jerarcas militares, gobernadores...
En el ámbito de la cultura popular fue Discépolo, allá a fines de los años ’30, quien dio cabal cuenta del sentimiento de desasosiego y de confusión generalizada que significaría vivir una “crisis moral”. Dicen los versos de su tango “Cambalache”:

“Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor !
[...]
¡Todo es igual !
¡Nada es mejor !
[...]
No hay aplazáos
ni escalafón,
los inmorales
nos han igualáo.
[...]
Es lo mismo el que labura
noche y día como un buey
que el que vive de las minas,
que el que mata,
que el que cura,
o está fuera de la ley”.

Es este sentido profundo, este plus que alude a situaciones especialmente cruciales lo que me ha llevado a preguntarme acerca de los valores y la moral. ¿A qué alude el sentido común cuando sostiene que estos campos están en crisis? Los versos de Discépolo citados muestran a la crisis como marasmo, conmoción, desorden fundamental, mezcla de categorías, de jerarquías, confusión, trastocamiento del sentido de los roles, injusticia...
“Antes había valores, había moral. No como ahora”. Así reza la sentencia. Esto podría significar que la crisis se debe a que antes reinaban valores morales que hoy no rigen -implicando que si no rigen ésos no rigen ningunos otros-. Para el sentido común, lo que definiría un estado de cosas como buen orden social sería una moral, denominada a secas “la moral”. Y si ya “no hay moral”, y los hombres siguen relacionándose en la vida social, esto significaría que las sociedades humanas podrían desenvolverse más allá de todo referente moral; por ende, las relaciones sociales serían independientes de la moralidad. Entonces, ¿qué sería el campo de la moralidad para el sentido común? Aparentemente sería un plus, un sobreagregado a la socialidad. La moral podría dejar de regir-existir y de allí el caos, la injusticia, es decir, la crisis moral o desorden fundamental.

¿CRISIS MORAL O CRISIS DE ORDEN SOCIAL?

Mi hipótesis plantes que la llamada “crisis moral” -es decir, el tal caos, la tal ausencia de valores- no es sino una situación en la que se está produciendo-disputando-instituyendo la configuración de otro/s orden/órdenes que propone/n valores morales alternativos que entran en colisión con, o divergen de, otros vinculados a un estado de cosas establecido/diferente. Sostengo, luego, que no se puede hablar sin más de “crisis moral”, sino que debemos referirnos a una crisis de orden, como situación de cambio más global.
La primera implicancia de esta hipótesis es que atribuyo a la moralidad un status interdependiente con el resto de las áreas de la vida social. La segunda, en consecuencia, plantea que la moralidad se configura como producción histórica. Dado que pienso al orden social como conjunto histórico y contingente de relaciones materiales, normas y moralidad, estoy planteando la historicidad de los mundos morales concretos (en sus núcleos de deber ser -cf. infra) Esta postura me lleva a rechazar la existencia de una única moral -en un sentido universal ahistórico-, con un único repertorio de valores morales. Como dice A. MacIntyre:

[los conceptos morales no pueden ser examinados y comprendido fuera de su historia. Cambian] “a medida que cambia la vida social. Deliberadamente no digo porque cambia la vida social, ya que esto podría sugerir que la vida social es una cosa y la moralidad otra y que existe meramente una relación causal externa y contingente entre ellas [...] Los conceptos morales están encarnados en (y son parcialmente constitutivos de) las formas de la vida social”. (1982: 11. Su énfasis, su paréntesis.)

Para decirlo sencillamente, no concibo la existencia de relaciones sociales por fuera del campo de la moralidad. Y con esto me diferencio rotundamente de la opinión de sentido común que, al plantear una actual “falta de moral”, estaría indicando que las relaciones sociales pueden independizarse de la lógica de la moralidad.
Defino al orden social como conjunto de relaciones sociales materiales con su universo de normas y valores concomitantes. El orden es bifronte: por un lado se muestra como ser (instancia de relaciones materiales) y, por el otro, aparece como deber ser (dispositivo de codificación-repetición de relaciones sociales, con su instancia normativo-valorativa de deber ser moral, que, más que constituir, busca plasmar una lógica específica) sea que el orden es el estado de articulación de relaciones materiales con sus valores y normatividad. “Sin ley no hay ni orden ni subversión” dice E. Kozicki (1982: 27). Y ello puesto que en la configuración de las relaciones sociales no dejan nunca de intervenir, tanto el plano material como el simbólico y el imaginario, trilogía que se articula entre sí con vínculos que operan como condición de posibilidad.
Y esto es así en el sentido en que lo plantea Nicos Poulantzas (1974: 19, 20): si bien la realidad económico-social origina las superestructuras normativas, aquélla no existe como pura realidad material, pues forma un todo indisociable con la “realidad ideal”. Por su parte, las estructuras normativas requieren validez, una validez que es “distinta de la eficacia pura y simple concebida como relación de fuerza inmediata [y] que reside precisamente en la relación entre esas normas y los valores [históricos] que aquéllas cristalizan” (Ibid.: 14).
¿Y de dónde surgen los valores? Para responder a este interrogante sigo a Friedrich Nietzsche, quien ve el origen de los valores en situaciones sociopolíticas e históricas concretas. En su “Genealogía de la Moral” (1986), el filósofo alemán expone brillantemente su tesis referida a cómo se han ido construyendo las atribuciones de valor a sujetos, acciones y cosas, proceso que ha culminado en la independización relativa que logran los valores con respecto a los conceptos morales, produciendo el olvido de su carácter social e histórico. Nietzsche se pregunta:

“¿En qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado? ¿Y qué valor tienen ellos mismos?” (Ibid.: 20, su énfasis). Responde que “el pathos de la nobleza y de la distancia [...], el duradero y dominante sentimiento global y radical de un especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo», es el origen de la antítesis «bueno»-«malo»” (Ibid.: 32)

Señala Nietzsche que la semantización valorativa de los conceptos “bueno” y “malo” ha nacido de una relación de dominación, que además otorga la potestad de nominación a aquéllos que disponen de una superioridad de poder.

“Es así como los nobles se llaman los poderosos, los señores, los que mandan, los ricos, los propietarios. También la aristocracia griega se llama a sí misma los veraces. Entre los griegos, también malo y miedoso designa al plebeyo, en contraposición al bueno, y subraya la cobardía. «Fin», en gaélico, por su parte, es distintivo de la aristocracia, que originariamente significa cabeza rubia y acaba significando el bueno, el noble, el puro” (Ibid.: 35, mi énfasis). [Y así] “el concepto de preeminencia política se diluye siempre en un concepto de preeminencia anímica” (Ibid.: 36; mi énfasis)

El orden, entonces, se organiza también a partir de la atribución de nombres, por la espeficiación-significación de sujetos, objetos, categorías, que llevan siempre la impronta de atributos valorativos. Se conforma así una suerte de cosmogonía y cosmología, de tal suerte que el orden se vuelve necesario en tanto código de comunicación común.

LA CONFIGURACIÓN MÍTICA DE LA MORALIDAD: UNA OPCIÓN FRENTE AL RACIONALISMO ETICO

Las posiciones que he tomado hasta aquí me diferencian de las propuestas que se enmarcan dentro del llamado “racionalismo ético”, pues sólo postulo como invariancia la existencia de la moralidad. Digo con esto que el hecho humano se constituye siempre también como hecho moral; y me diferencio de las referidas propuestas en muchos otros puntos. Primero, y como ya expuse, sostengo que los principios que dan origen al campo moral -como instancia regulativa de deber ser- son de naturaleza evaluativa, gestándose en relaciones primordialmente sociopolíticas e históricas, y no acciones puramente cognitivas, universales y ahistóricas, tal como lo plantea el racionalismo, para el cual la razón es la única fuente de moralidad.
Segundo, afirmo que la racionalidad lógico-formal universalista y consistente, resulta en parte heterogénea a la constitución de los principios que conforman los núcleos de los mundos morales que rigen efectivamente. Mi hipótesis es que los principios que se constituyen como núcleos básicos de un campo moral concreto se configuran como formulaciones míticas que cobran entidad de deber ser moral originario, mandatos fundamentales a partir de los cuales se construye la arborescencia de una moral concreta. En tanto estructurado en parte en torno a formulaciones míticas, el campo moral se diferencia, pero no está aislado ni desvinculado, de las vicisitudes del campo de lo real-material.
Con esto quiero decir que los núcleos básicos sólo nos informan mediatizadamente sobre lo que sucede, pronunciándose sí con toda su fuerza sobre lo que debe suceder. Al formular esta hipótesis, me baso fundamentalmente en la tesis de Bronislaw Malinowski concerniente al papel de ciertos mitos en el origen de las instituciones sociales, como instituyentes de la carta constitucional del orden moral y social. Los mismos operan como precedente “sobre el cual debe construirse la vida moderna si quiere ser buena y efectiva” (Malinowski, 1975: 40-41). Como tales, los mitos concretos contienen una “lección moral”, que no está destinada a explicar nada, ni a imaginar, ni a memorizar, sino a sentar las instituciones dominantes y a sancionar el ejercicio del poder.
Entonces, el campo moral se estructura como mundo que fundamentalmente dice lo que debe ser y suceder. Y un mundo tal no puede ser más que un mundo mítico, en el que acontecimientos, relaciones y vicisitudes se repiten sin solución de continuidad, sin contingencia, sin azar. Pues hasta la casualidad cobra, por su repetición, carácter de regularidad, y siempre se la aborda de la misma manera: a la manera del deber. Se trata de un mundo congelado en su drama: siempre se plantean los mismos problemas que deben ser resueltos de la misma manera por parte de los mismos protagonistas, héroes buenos y villanos malos. Los hombres tienen ante sí los roles que deben asumir -roles estrictamente prefigurados- y enfrentan vicisitudes predeterminadas en su resolución por el deber. El mundo del deber es un mundo cerrado, y como tal, sólo perfectamente real-eficaz sobre sí mismo. Se trata, pues, de un mundo sin temporalidad histórica interna.
Al tener tales características, cuando penetramos el mundo de los núcleos míticos de deber estamos ingresando a lo que la antropología social llama lo sagrado en tanto inmutable, por no ser discutible (J. Pitt-Rivers: 1984-85: 2). Esto se debe en parte, a lo que Roland Barthes llama

“el principio mismo del mito: él transforma la historia en naturaleza. [...] Una lectura más minuciosa del mito de ningún modo aumentará ni el poder ni el fracaso: el mito es a la vez imperfectible e indiscutible. Ni el tiempo ni el saber le agregarán nada, tampoco le quitarán nada. [...] El mito es vivido como una palabra inocente; no porque sus intenciones sean ocultas (si fueran ocultas no podrían ser eficaces), sino porque están naturalizadas” (1991: 222 a 224; su paréntesis).

Gracias a esta función deshistorizadora-naturalizadora del campo mítico, los mandatos o lecciones morales básicos y característicos de un orden social son remitidos al campo de lo natural-indiscutible. (Un ejemplo de esto puede ser el valor que pretende atribuirse a la ley del mercado como institución natural de las sociedades contemporáneas.)
Y es precisamente este sentido de naturaleza indiscutible, de orden natural y lógico de los mandatos morales lo que el sentido común ve afectado cuando hace su diagnóstico de crisis moral. Ese orden no puede discutirse: o es él o no es nada.
Pero el carácter indiscutible de los núcleos morales en parte responde también a otra razón: la lógica de lo mítico -en el sentido de deber- no es la de la racionalidad lógico-formal. Los principios que instauran los núcleos de deber ser moral no son, pues, los de la lógica silogística que domina los juicios fáctico-racionales, sino que se trata de una lógica mítica, incontrastable, que escapa a los criterios de verdad y falsedad.
Los principios que sientan los núcleos míticos de deber ser no son ni verdaderos ni falsos: solamente tienen vigencia fáctica y validez social: tampoco tienen densidad histórica -si devienen, si en sí mismos sufren vicisitudes, dejan de ser ellos para transformarse en otros-, aunque tienen historicidad -no son eternos ni mucho menos, pues cambian con el cambio del orden social-, y responden a la lógica del campo del imaginario social. Lo que sucede en las series policiales televisivas, por ejemplo, acontece en torno a un núcleo que en realidad no deviene: a partir de dicho núcleo se define lo bueno y lo malo, se decreta el triunfo del bien sobre el mal, se elabora siempre la misma definición de justicia. Y esto no puede juzgarse con los parámetros de la verdad -aunque la pretensión sea postularse con la verosimilitud de una verdad absoluta- sino sólo desde la óptica de una lección que se recita hasta el cansancio y dentro de las más variadas ecuaciones de sucesos que no afectan la dureza del núcleo mítico. Cuando uno se pregunta el por qué de la repetitividad de este discurso, resulta claro que la misma responde a lo que Malinowski llama una “lección moral” (Op. Cit.: 40). No es lo mismo lo que se nos presente en un noticiero: la noticia sucede con la marca de la historia. Pero ello no impide que se intente capturarla en una red de formulaciones míticas naturalizadoras, en la que el tiempo histórico se diluye y lo contingente es reprocesado con el signo de la repetitividad ahistórica.
Como se vio hasta acá, atribuyo al terreno mítico ciertas características definitorias: lógica propia, diferente de la fáctico-racional; temporalidad interna ahistórica; circularidad o repetitividad; ausencia de novedad; personajes atenazados a un rol estático; campo sagrado desde el punto de vista de su impermeabilidad a la argumentación racional. No se trata de un campo de producciones especulares con respecto a las relaciones reales-materiales, no es un efecto de rebote deformado de las mismas, sino un código diferente de especificación de dichas relaciones, es decir, un espacio con especificidad y funciones propias, dentro de las cuales me interesa la moral. Las producciones míticas no son falsas creencias, sino procesadores peculiares de la vida social, diferentes de las creencias religiosas, y con articulaciones múltiples con lo ritual.
Hablo expresamente en un tono de generalidad ya que opino, junto con G.S. Kirk, que “no existe una sola definición de mito, una forma platónica de mito, a la cual deba amoldarse cualquiera de los casos que se puedan presentar. Los mitos [...] difieren enormemente en su morfología y en su función social” (1985: 21).
Mi interés está centrado en definir el tipo de producción que originan los mitos que intervienen en la estructuración del campo moral. Pero, como tratar esto último implica hacer referencia a lo producido, debo definir lo que entiendo por mito en sentido amplio: me restrinjo a considerar los mitos como relatos tradicionales -noción de relato tomada del muthos griego-, que se construyen a veces en base a la fantasía sin límites y frecuentemente paradójica, o sea que carecen de la lógica corriente (Ibid.: 52).
Dice M. Eliade:

“el mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos. [...] Es, pues, siempre el relato de una creación: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser. [...] El mito se considera como una historia sagrada y, por tanto, una historia verdadera, puesto que se refiere siempre a realidades. El mito cosmogónico es verdadero porque la existencia del mundo está ahí para probarlo; el mito del origen de la muerte es igualmente verdadero, puesto que la mortalidad del hombre lo prueba, y así sucesivamente”. [Como relata gestas de seres sobrenaturales y manifiesta sus poderes se convierte en modelo ejemplar de todas las actividades humanas significativas.] (1985: 12-13)

Me interesa citar esta concepción generalmente aceptada y compartida acerca del mito -al que intento pensar desde la sociedad contemporánea- porque considero resume puntos importantes, con respecto a los cuales debo tomar posición. Insisto en que mi óptica del tema se circunscribe exclusivamente a los mitos morales.
1. Sacralidad: el carácter sacro no reside en la historia que relata el mito, sino en el imperio de su propia lógica.
2. Todo mito es mito de origen: dado que me intereso en los mitos que operan como parte del amalgama social y cultural, cumpliendo la función de credencial de costumbres, creencias, derechos e instituciones, ello implica que siempre contienen ingredientes que dan cuenta de lo originario -natural- de las instituciones.
3. El carácter fantástico de los mitos sólo es definido-percibido como tal cuando dejan de operar como tales, pasando a constituir falsas creencias para la consideración de quienes se mueven ya en otro universo mítico-moral.

Dice Malinowski, al discutir la noción de mito a partir del caso de un mito trobriandés sobre el origen de la magia y la prohibición del incesto:

“Tenemos un mito patético y dramático del incesto primitivo que se halla en la raíz misma del folklore trobriandés y que está profundamente relacionado con su organización social, sobre todo con el poderoso tabú que pesa sobre las relaciones entre hermano y hermana. ¿Explica algo este mito? ¿Acaso el incesto? Pero el incesto está rigurosamente prohibido; el incesto es un acontecimiento casi increíble, cuya posible realización nunca querrían admitir. Los indígenas no pueden relatar historias para explicar cosas inverosímiles para ellos”.

“El mito contiene una lección moral [...]; pero una lección moral no es una explicación. Tampoco contiene el mito ejercicios de imaginación [...]; ni tampoco de memoria [...]. La función del mito de Kumilabwaga es formular la carta constitucional de la magia erótica [...]. También contiene el mito una excusa potencial para las trasgresiones de las leyes del incesto y la exogamia [...] y sanciona las fuerzas que a ciertas comunidades proporciona la exclusividad de las prácticas mágicas” ( 1975: 40-41, su énfasis).

Como es sabido, una construcción mítica no es el producto de la pluma de un pensador, ni siquiera del genio o del inconsciente de una o varias generaciones de grupos profesionalizados. Es simplemente un referente colectivo, en tanto permite condensar y potenciar el sentido predominante de una civilización. La posibilidad de formular una carta constitucional, de sentar un orden social, de instituir, no sólo depende de la verbalización de ciertas fórmulas específicas (sea cual fuere el origen de la magia que les otorga carácter sagrado), pues:

“Los mitos son decretados para el indígena en ritos, en ceremonias públicas, en representaciones dramáticas. Su tradición sagrada vive para él en sus actos sacramentales, en sus acciones mágicas, en su orden social y en su concepto moral. No es de naturaleza ficticia como la que cultivamos en nuestras noveles y películas, y hasta en nuestro propio drama. No es una doctrina científica como la que aplicamos actualmente en teoría y llevamos a la práctica. Es para el indígena una realidad viva de lo que cree sucedió en los tiempos primitivos y una realidad que crea un orden social, moral y físico” (Ibid.: 39; mi énfasis) 

Es decir, si lo mítico arraiga las creencias, ello no sucede fuera del ámbito del ritual, del ceremonial y de las encarnaciones dramáticas. El terreno de la mitología no puede ser otro que el del sentido arraigado a un drama (en tanto secuencia articulada en torno a un conflicto), que no es histórico en virtud de que la parte menos importante es su carácter fáctico y quizás la que más importe sea su voluntad factibilizadora.

EL DRAMA EDIPICO: UNA VISIÓN ANTROPOLÓGICA

1. LOS PRINCIPIOS POLITICOS

¿Quién puede pronunciarse acerca del carácter histórico-fáctico de los personajes, acontecimientos y conflictos que relata el mito de Edipo, según la tragedia de Sófocles? Si bien la indagación arqueológica no es en absoluto una cuestión secundaria -pues, ¿qué sería de la mitología sin la historia?, lo concreto es que los inacabados debates acerca de la interpretación histórica del mito edípico no han impedido que durante más de XXV siglos la tragedia de Sófocles fuera representada en los más diversos escenarios, países y lenguajes.
Desde un punto de vista antropológico, el valor del mito edípico surge no sólo de la tragedia contada en “Edipo Rey”, sino de la trilogía que dicho drama inicia y que continúa con “Edipo en Colona” y “Antígona”. La civilización occidental formuló en dicha trilogía sus principios instituyentes, su sistema de normas y sanciones, sus marcos valorativos y la lógica de articulación de identidades morales y políticas.
Veamos un poco el material empírico. Se supone que la tragedia se inicia con la desgracia que ha caído sobre la ciudad de Tebas y sus habitantes, signo que sólo Edipo rey puede interpretar. Así se expresa el Sacerdote:

“Edipo, tú que tienes a Tebas entre tus manos, mira: estamos todos aquí, al pie de tus altares, todos, mujeres, niños, viejos y jóvenes, la flor de nuestra ciudad. Edipo: Tebas se ahoga, Tebas se hunde bajo la marejada sangrante que cubre su cabeza, Tebas agoniza. Los granos se pudren en la tierra, las bestias y las mujeres abortan, la peste quema y atenaza a la ciudad, nuestros muertos llenan los infiernos con sus gemidos. Edipo: eres un hombre, lo sabemos, pero un hombre que, más de una vez, pudo salvar a la ciudad. Ante cada desgracia que nos golpeaba, tú estabas allí. Estuviste cuando el espanto llegó con cantos de muerte, cuando la Esfinge devoraba a nuestros hijos y nos liberaste de ella. Un dios te ayudó, cada uno de nosotros tiene la certeza de ello. Entonces, una vez más, te imploramos: salva a tu ciudad, tú que sufriste tanto y que sabes tantas cosas. Sálvanos nuevamente, pon de pie a esta ciudad arrodillada. Tu felicidad, tu poder, dependen de ello. Si no ¿quieres reinar sobre una ciudad vacía, sobre una fortaleza sin soldados, sobre un barco sin tripulación?” (Sófocles, 1972: 17, mi traducción).

¿Cuál era la desgracia que amenazaba de muerte a la vida tebana? ¿La peste? ¿Las vidas muertas antes de nacer, en el vientre de madres inútilmente preñadas? ¿Qué es, precisamente, el espanto con cantos de muerte? El espanto es la amenaza no de muerte, sino de desaparición de la ciudad. Sabemos que la llegada del Espanto y de la Esfinge eran signos, al igual que todo castigo. Sabemos también que dichos signos eran gestos de los dioses protectores que advertían a los ciudadanos sobre un crimen escandaloso, parricidio y regicidio a la vez, tanto más atroz no sólo por el status político del asesino -rey de Tebas-, sino por la impunidad en la que vive el matador, perpetrada gracias a la ignorancia del mismo criminal y de su pueblo.
La lección que dan los egeos a la civilización occidental es por supuesto una lección moral: no explica nada, simplemente instituye los mecanismos de la responsabilidad del pueblo y de los gobernantes, y por ende de la obligatoriedad del castigo para los responsables de crímenes. Instaura el principio ético-político supremo en la vida de la polis occidental: ni siquiera la ignorancia de la propia culpabilidad exime al hombre del castigo de sus crímenes y faltas. Esta es la norma ético-política que nos ha transmitido la civilización egea.
Como ejemplo supremo de sometimiento a estas normas, es el mismo Edipo quien decide y se aplica voluntariamente su castigo. Y ello aun cuando la muerte de Layo -su padre renegador de su paternidad y su frustrado verdugo- no fuera más que el resultado de un gesto de autodefensa del futuro rey de Tebas. Como lo relata R. Graves:

“Como Edipo quería a Polibo y Peribeas [sus padres adoptivos] y no deseaba causarles un desastre, decidió inmediatamente no volver a Corinto [porque el oráculo de Delfos le había anunciado que sería el asesino de su padre]. Pero sucedió que en el estrecho desfiladero entre Delfos y Daulis, se encontró con Layo, quien le ordenó ásperamente que saliese del camino y dejara pasar a sus superiores. Se debe explicar que Layo iba en carro y Edipo a pie. Edipo replicó que no reconocía más superiores que los dioses y sus padres. -¡Tanto peor para ti !, gritó Layo, y ordenó a su cochero Polifontes que siguiera adelante. Una de las ruedas magulló el pie de Edipo, quien, impulsado por la ira, mató a Polifontes con la lanza. Luego derribó a Layo, quien cayó al camino enredado en las riendas, fustigó a los caballos e hizo que éstos lo arrastraran y le mataran. El rey de Platea tuvo que enterrar ambos cadáveres” (1967, Tomo II: 8, mi énfasis) .

2. FILIACION Y ALIANZA

Hasta acá, una lectura del mito instituyente de los principios de la vida de la polis occidental. De aquí en más, lo político se engarza con los principios del parentesco y el respeto por el origen y la fraternidad.
Veamos ahora el mito presente en la tragedia de “Edipo en Colona”. Tras errar como un mendigo, acompañado por la fiel Antígona, su hija lazarillo, Edipo llega a las puertas de Atenas, única ciudad que acepta recibir al paria que busca su reposo final: la muerte. Pero aun en estos momentos sagrados, Edipo ve perturbada la paz de la tumba por la llegada de su hijo Polinices. Este se ha aliado con gobiernos extranjeros para recuperar violenta e ilegítimamente el trono de Tebas, usurpado por su hermano Etéocles. Sólo ante el pedido de Teseo, protector de Edipo y de Antígona, Edipo consiente en recibir a su “hijo detestado, Polinices, aquél a quien sobre todo temo escuchar”. Pero Teseo ha prometido defender al anciano de cualquier amenaza de este hijo fratricida y traidor. Escuchemos a Edipo en las palabras de Sófocles en “Oedipe à Colonne”:

“Teseo me ha pedido recibir y escuchar a este hombre. Lo he recibido y lo he escuchado. Me ha rogado le responda. Es por eso que le responderé ¡y él no lo olvidará fácilmente ! ¡Miserable, fuiste tú quien me echó cuando reinabas sobre Tebas, el que me condenó a vestir estos harapos sobre los que ahora lloriqueas porque tú también los vistes ! Hasta mi último aliento, todos los sufrimientos padecidos gritarán en mí que fuiste y eres mi asesino. ¡Sí, tú, que has hecho de mí el mendigo que tú ves ! Si mis hijas no hubieran estado a mi lado para alimentarme y conducirme por los caminos, habría muerto desde hace mucho ! Entonces, dítelo bien: en el momento mismo en que tus hombres lancen el asalto contra Tebas, los dioses no te protegerán. Porque nunca tomarás Tebas. Tebas permanecerá de pie y tú, tú serás el primero en caer bajo sus muros y tu hermano también caerá tras de ti. Imprecaciones de antaño, os vuelvo a convocar nuevamente hoy: ¡acudid en mi ayuda, enseñad a este hijo lo que acarrea despreciar a un padre ! Si la justicia sigue reinando en el cielo, me escuchará, y mi maldición será más fuerte que tu plegaria o que tu lanza. Vete, regresa a tus crímenes, porque ya no tienes padre. Ya no volverás a ver Argos ni Tebas y tu hermano y tú mismo, ambos caeréis bajo vuestros golpes asesinos. ¡Oh abismo negro del Tártaro, ábrete para tragar a mis hijos ! Y vosotras, diosas temibles, y tú, Guerra, que sembraste el odio en su corazón, escuchad mi plegaria. Me has oído ya. Puedes irte. Vé a juntarte con tus cómplices y diles a las gentes de Tebas el real privilegio que Edipo lega a sus dos hijos” (1972: 39).

La vida en la polis griega (donde ética y política eran dos caras de una misma moneda) encontró sus orígenes en la vida de la familia, grupo de pertenencia y de origen, y ello en un sentido que trasciende la mera formalidad de las reglas de parentesco. La patria, en su acepción originaria, es el país, el lugar del padre. Y la patria requiere de la fraternidad: lealtad que aglutina a los compatriotas, los compañeros, los colaboradores, los colegas, en fin, a los miembros de una comunidad -unidad compartida-.
Edipo abjura de los lazos de sangre que lo unen a sus hijos varones ante la traición que han perpetrado contraviniendo las normas sagradas de la alianza filial y de la responsabilidad de los gobernantes en lo que concierne al respeto de los intereses comunes de los ciudadanos de la polis. Así, Edipo instituye la preeminencia de la alianza por sobre el parentesco (sobre el concepto de alianza cf. C. Lévy-Strauss, 1988).
Como lo ha dicho él mismo, Edipo sólo se inclina ante los dioses y ante sus padres. Y Edipo no sólo funda su moral en principios abstractos: su ética política se ha correspondido con ellos. Y esto a tal punto que Edipo afirma ante Teseo: “Mi vida quiero fundarla sobre hechos y no sobre palabras” (Sófocles, op. cit.: 43, mi énfasis).

3. ¿POLITICA O MORALIDAD? ASPECTOS LIGADOS AL GENERO

El mito quiso que la maldición de Edipo fuera escuchada por los dioses y por la Historia, y así lo cuenta Sófocles. La guerra fratricida sólo resultó en la muerte de los traidores y en el ascenso al trono de Creonte, el adherente a los principios de intereses políticos guiados por una moral inescrupulosa y oportunista, que no reconoce otra sacralidad que la de su permanencia en el poder. Creonte pretendió refundar la paz tebana sobre la mentira, los falsos héroes y la contravención a la ancestral tradición de la paz de la tumba para los muertos. Ya lo ha dicho en “Edipo en Colona”: “sólo los muertos son insensibles ante los ultrajes” (Sófocles, 1972: 30). Y aquí comienza la tragedia de Antígona.
Esta tragedia no sólo fue llevada a la dramaturgia por Sófocles, pues a lo largo de los siglos se han realizado numerosas remakes del mito. Incluso Argentina tiene su propia Antígona, “Antígona Veles”, escrita por Leopoldo Maréchal. La Francia de los tiempos de la ocupación alemana durante la 2da. Guerra mundial tuvo también su propia Antígona escrita por Jean Anouilh. Y también Bertolt Brecht dio a Alemania una Antígona. Antígona no es un personaje político. Se trata del personaje moral por antonomasia. Antígona se opone al orden establecido por Creonte no porque busque discutir ni disputar ni contestar el poder político de su tío rey. Antígona no pronuncia ningún discurso legitimador de sus actos éticos: Antígona respeta su propia identidad y sólo pretende que nadie la sojuzgue. Antígona es consciente de que enterrar a su hermano muerto le acarreará su propia muerte y no pretende evadir las consecuencias de su acción moral. No busca complacencia ni favoritismos por ser la sobrina del rey, la novia de su hijo y la hija de Edipo. Antígona sólo pretende ser fiel a sus sagrados principios morales.
Creonte, que no pertenece a esta tradición moral, pretende imponer un falso diálogo de resultas del cual sea Antígona quien traicione sus propias lealtades, cosa que le permita a él solucionar su conflicto moral, liberándolo de imponerle la pena de muerte. Escuchemos:

"Creonte - ¿Por qué intentaste enterrar a tu hermano?
Antígona - Debía hacerlo.
Creonte - Yo lo había prohibido.
Antígona - Debía hacerlo de todos modos. Aquellos que no son enterrados erran eternamente, sin hallar nunca descanso.
Creonte - Era un revoltoso y un traidor y tú lo sabías.
Antígona - Era mi hermano.
Creonte - ¿Hacia quien diriges este gesto, entonces? ¿Hacia los otros, hacia aquéllos que creen en él? ¿Para levantarlos contra mí?
Antígona - No.
Creonte - ¿Ni hacia los otros ni hacia tu hermano? ¿Hacia quién entonces?
Antígona - No va dirigido a nadie. Es para mí.
Creonte - Entonces, ¿tienes ganas de morir? Ya pareces una presa capturada.
Antígona - No se enternezca conmigo. Haga como yo. Haga lo que debe hacer. Pero si es usted un ser humano, hágalo rápido. Es todo lo que le pido. No tendré coraje eternamente, es verdad” (J. Anouilh, 1964: 59)
Antígona es enterrada viva.

La lección moral que brinda el mito de Antígona no está comprendida en ningún tratado de filosofía moral. Antígona no ha salido a predicar por las calles de Tebas buscando seguidores para poder sostener sus principios. Antígona ha temido la muerte, ha sufrido angustia y dolor por los hijos que ya no tendrá con Hemón, su amado. Simplemente, Antígona se ha reservado la potestad de decir no. Antígona - del griego, “en lugar de una madre” (Graves, op. cit: 436), a través de sus gestos silenciosos y opacos, ha sabido reaparecer en la historia para brindar un poco de luz en momentos en que la crueldad suprema se ha ensañado con los pueblos.
Antígona, el personaje mítico ha sufrido ya demasiado. Es hora de que los hombres herederos de los principios morales de la antigua Grecia reconquisten su deber a la lealtad y el cuidado de sus familias y sus pueblos en el marco de la polis. Es hora de que los hombres ya no dejen que Antígona siga siendo enterrada viva milenariamente por cumplir con deberes morales que han quedado en manos de las mujeres. Es hora de relevarla y permitirle morir en paz . Su deseo de un orden moral justo y libre no debe quedar eternamente incumplido. Reemplacemos su altar por una tumba como los dioses y las tradiciones morales mandan.

4. PRINCIPIOS MORALES TRADICIONALES Y REALIDAD POLÍTICA

Me propongo ahora apuntar ciertas hipótesis en lo que respecta a la realidad política argentina de los últimos años. Entiendo que ciertos elementos de la cultura política argentina han contravenido principios articuladores de nuestra civilización grecolatina, confundiéndolos, para instaurar así la primacía de nuevos órdenes materiales y simbólicos -lo cual no es novedad en la historia de los pueblos occidentales.
La “crisis moral” argentina se lee en la crisis del orden y las instituciones democráticas, que han sido avasalladas sin tregua, por lo menos desde los años ’30 y que sufrieron una seria inflexión durante la última dictadura militar 1976-1983 (para un excelente estudio antropológico de la dictadura argentina en su versión de “guerra sucia”, cf. F. Graziano: “The Strategic of atrocity in the argentine «dirty war»). En efecto, dicho régimen -cuya secuelas llegan hasta nuestros días- ha reescrito la tragedia edípica y ha obligado a un peregrinaje cruel de muchas Antígonas.
Los nuevos Creontes de las oligarquías vernáculas han pretendido reinstalar la confusión héroes-subversivos, y ello por medio de la instauración de mecanismos de terror, delación, persecución, tortura, desaparición forzosa, sustracción de menores, mecanismos que definían como “héroes” a quienes los detentaban.
Y estos mecanismos pretendieron ser justificados -reinstalando así la lógica del nazifascismo, que no reconoce derechos humanos, o mejor dicho, la categoría de ser humano (tal como afirmó el Gral. Camps: “los subversivos no son seres humanos”)- por el carácter de “subversivos” de los oponentes políticos o no. Y esto último puesto que sabemos que ningún argumento podía justificar ni siquiera el término de oponente político para muchas víctimas de la persecución, cosa que resulta evidente en el caso de niños que sufrieron torturas, prisión en campos de concentración, secuestro, alteración de la identidad. El supremo valor de la justicia fue depreciado a tal punto que hoy vemos sus secuelas. La única justicia que imperó durante la dictadura fue la del terrorismo de Estado. Y así hoy se puede instalar en nuestro país una justicia que vela por los intereses de los poderosos.
Ya no rigen los valores de justicia instaurados por la tragedia edípica: el castigo a los criminales, sobre todo cuando se trata de los conductores de un Estado, sin que la ignorancia o la confusión puedan eximirlos.
La milenaria tradición de la tumba fue negada en nuestro país a unas treinta mil personas. La desaparición forzosa de personas constituye una afrenta a principios que van más allá de la tradición occidental. Fueron entonces necesarias muchas Antígonas, corporizadas principalmente en las Madres de Plaza de Mayo y en las Abuelas de plaza de Mayo, Antígonas que osaron enfrentarse a los mecanismos del terror, para gritar al mundo que en la Argentina se estaba instaurando la animalización de los seres humanos.
Antígona al menos pudo cumplir con los ritos funerarios debidos a su hermano. Aquí, en estas tierras tan alejadas de la tradición griega, son decenas de miles los que errarán toda la vida buscando a sus muertos-desaparecidos, clamando castigo a los culpables y restitución de sus seres queridos.

NOTAS

1) Este trabajo surge de mi tesis de Maestría en FLACSO/P. BA. Otra versión del mismo titulada “Mitos revisitados: indagaciones en antropología moral” ha sido publicada en la Revista de Investigaciones Folklóricas, Vol. 12, Buenos Aires, 1997.

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