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Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Jujuy

On-line version ISSN 1668-8104

Cuad. Fac. Humanid. Cienc. Soc., Univ. Nac. Jujuy  no.17 San Salvador de Jujuy Nov. 2001

 

Una (re)visión del mito y de lo imaginario desde la semiótica de C.S. Peirce

A (re) vision of the imaginary and the myth from the point of view of C.S. Peirce

Fernando Andacht *

* Departamento de Sociología - Universidad de la República
Facultad de Ciencias Sociales y Comunicación - Universidad Católica del Uruguay.

RESUMEN

El trabajo busca presentar un cruce teórico posible y fructífero entre el modelo semiótico triádico elaborado por C.S. Peirce y algunas nociones claves de las ciencias sociales, tal como fueron expuestas por algunos de sus primeros pensadores (Durkheim, Sorel) y también de sus continuadores modernos (Anderson, Kolakowski). En torno al concepto de mito, de ritual y de imaginario, es posible establecer un diálogo con los elementos básicos de la semiótica peirceana. El propósito que anima esta reflexión es más el de señalar un camino futuro que el de presentar una tesis sobre cómo podría ser la confluencia de las ciencias sociales y la semiótica de tipo triádico.

ABSTRACT

This paper presents a theoretical crossing, possible and fructiferous, between a triadic semiotic model done by C.S. Peirce and some key notions of Social Sciences, exactly as they were presented by some of their early thinkers (Durkleim, Sorel) and as well as their modern followers (Anderson, Kolakowski). Around the myth, ritual, and imaginary concept, it is possible to establish a dialogue with Peircean Semiotics basic elements. The purpose of this reflection is to point out a future way rather than presenting a thesis on how a confluence of the social sciences and triadic semiotics could be.

INTRODUCCIÓN: SEMIOSIS DEL MITO Y DE LA IMAGINACIÓN SOCIAL

¿Por qué revisitar nociones clásicas de los albores de las ciencias sociales (Sorel, Durkheim) desde la perspectiva semiótica? He ahí la pregunta a la que este trabajo entero pretende responder. Considerar la relevancia de la teoría elaborada por el lógico norteamericano Charles S. Peirce (1839-1914) a la luz de nociones que a inicios del siglo XX (sobre el mito y el ritual de los pensadores franceses Sorel y Durkheim, respectivamente), y en su segunda mitad (el caso del inglés Anderson y su concepto de "comunidad imaginada" o la re-elaboración de lo mítico en la obra del pensador polaco Kolakowski), me permitirá cumplir con un doble objetivo. Por un lado, pretendo revisar la importancia que pueden tener ideas que han disfrutado de una muy larga descendencia, a causa de su rol fundacional en disciplinas como la sociología, la antropología, etc. Por otro lado, el revisitar el aporte peirceano a la lógica del sentido, a través de conceptos tan centrales como "interpretante," "causalidad final," etc, nos habilita a proponer una más activa colaboración con las ciencias sociales. En lugar de postular a priori la eventual validez de utilizar la semiótica como instrumento en dicho campo, algo tan riesgoso como descartar a priori su relevancia, parece más adecuado repensar concretamente aportes de algunos clásicos del pensamiento social en términos del fundador de la semiótica triádica.
Al final del camino, espero demostrar que hay un provecho mutuo real en la colaboración y puesta en relación de la teorización de lo social y la teorización del sentido y la interpretación en clave peirceana. Mito, comunidad imaginada e imaginario social surgen de esta revisitación más complejas e interesantes en virtud de sus correspondencias con el modelo de la significación o semiosis que postula el crecimiento constante de los signos, y su radical autonomía de lo psicológico. Si el presente trabajo sólo señala este aspecto del funcionamiento auto-suficiente del mecanismo sígnico sobre el universo colectivo humano y sus instituciones, mi objetivo estará ampliamente cumplido.

EL MITO EN GEORGES SOREL: UNA TENSIÓN ENTRE LO IMAGINARIO Y LO TéLICO

'Esa idea [de la huelga general como mito] es tan motriz que libera a los hombres cuando entra en sus espíritus.' Sorel (1908:184)

Encuentro una llamativa afinidad entre los escritos sobre el «mito político» de ese pensador francés heterodoxo, no especializado, de comienzos de siglo que fue Georges Sorel, y la teorización de otros especialistas, tanto de la época como posteriores. Aunque Sorel casi parece jactarse, en la introducción a su obra de 1908, de su no saber específico o disciplinario, su teorización sobre el mecanismo que mejor podría guiar a la clase obrera a la revolución social, posee varios puntos en común con otros dos teóricos compatriotas suyos de gran fama: uno es un contemporáneo, el antropólogo Durkheim (1973/1908), y el otro un descendiente de un contemporáneo europeo, me refiero al psicoanalista neofreudiano, Jacques Lacan (1975). En las secciones que siguen, intentaré acercar el pensamiento de este pionero en analizar los movimientos sociales desde lo mítico que fue Sorel, a los dos pensadores mencionados, y luego trataré de llevar su desarrollo hacia el encuadre sociosemiótico que preside metodológicamente este trabajo.

SOREL Y DURKHEIM: MITO Y RITUAL COMO EXPRESIONES REVITALIZADORAS DE LO SOCIAL

Con Durkheim se emparenta Sorel por la teoría sobre las representaciones colectivas de lo sacro social, las encargadas de engendrar una clase de sentido moral productor de esa 'realidad sui generis' llamada sociedad. Hay momentos en que podría sustituirse 'religión' o 'las imágenes religiosas' que la expresan por 'mito', tal como lo entiende Sorel. Así en un pasaje en que describe Durkheim (1976:227) el éxtasis al que lleva el ritual religioso al creyente, aparece la misma motricidad del pensamiento militante en torno a la mítica huelga, aunque el antropólogo explícitamente niega el ambiguo atributo de «imaginaria» en relación a la fuerza moral religiosa:

[E]s sólo natural que las fuerzas morales que [las imágenes religiosas] expresan no podrían afectar la mente human poderosamente sin sacarla de sí, y sin hundirla en un estado que puede llamarse extático ... pero no se concluye de esto que aquellas son imaginarias. Por el contrario, la agitación mental que ellas causan es testimonio de su realidad. Es apenas una prueba más de que una muy intensa vida social siempre causa una especie de violencia al organismo, tanto como a las conciencias individuales, que interfiere con su funcionamiento normal.

Creo que esa aclaración de Durkheim sobre el estatuto no imaginario de la religión en toda sociedad, tiene que ver con su tesis de radicalizar lo social, mientras que para Sorel, se trata de radicalizar lo visual-fantástico, en desmedro de la tradicional y respetable palabra. El valor del agregado del primero es considerar como vitales los materiales con que el rito se lleva a cabo, y lo sacro de la sociedad es dramatizado y revitalizado. Este aporte de Durkheim (1976: 229), es la vía que retoma Anderson (1993), con su estudio de los elementos materiales de los que se vale la gente para imaginar la nación:

[P]orque el emblema no es meramente un proceso conveniente para clarificar el sentimiento que la sociedad tiene de sí misma; aquel también sirve para crear este sentimiento; él es uno de sus elementos constitutivos.

Encuentro en esta cautela teórica sobre la materialidad ritual de toda religión, ya que advierte Durkheim (1976:230) 'sin símbolos, los sentimientos sociales sólo podrían tener una existencia precaria.' Por su parte, Anderson (1993:133-134, énf. agreg. F.A.) retoma este argumento y lo acota de modo interesante, cuando él escribe sobre el error de sobre-estimar 'un' lenguaje - por encima de otros- como el productor del concepto de nación (nation-hood):

Por mucho, lo más importante sobre el lenguaje es su capacidad de generar comunidades imaginadas, construyendo en efecto solidaridades específicas. Es el lenguaje impreso el que inventa el nacionalismo, no un lenguaje en particular por sí mismo.

Sorel en tanto teórico del mito político, en cambio, está tan empeñado en que se deje de venerar a la diosa Razón (encarnada en las palabras), y en que se comience a frecuentar el "templo" de la Iconicidad para llegar de una buena vez a la tan postergada revolución socialista, sin los desvíos interminables de la utopía, que él hace caso omiso de la materialidad misma de ese impacto imaginario de lo mítico. Si la consideramos dentro del modelo triádico propuesto por Peirce, lo material no es algo separable o de menor importancia para la semiosis social; por el contrario, lo físico es lo que es presentado cada vez, de algún modo posible por el signo, para que sea luego traducido en esa síntesis conceptual llamada interpretante.
Lo afirmado arriba pone en evidencia, según creo, la doble naturaleza o condición del mito en Sorel. Por un lado, éste posee una clara afinidad con lo simbólico, con lo télico, en tanto que funciona para establecer un orden u orientación en el mundo, tal es su afinidad con la representación colectiva en Durkheim. Incluso hay una instancia en la que Sorel (1908:173 - énfasis agreg. F.A.) describe el mito de la huelga general como 'el drama' en el cual debe 'concentrarse todo el socialismo [pues] no hay ningún otro lugar.' Sabemos que para el antropólogo los rituales tienen como función precisamente el poner en escena, como si fuera una pieza teatral, el fundamento de la sociedad ante sus miembros, para que la adhesión a ésta pueda ser renovada, revitalizada de ese modo. El mito puede entonces definirse como esa regla interpretativa o signo interpretante que sirve a una colectividad dada como ruta más adecuada o «natural» a seguir. El signo de la 'huelga general' parece cumplir bien con lo que Liszka (1990:30 - énfasis en el original) describe como la función télica de la semiosis peirceana:

[E]l signo no puede entenderse como dotado de significado sólo en su función de representar un objeto, sino mejor en su habilidad de delimitar un interpretante que, en su forma final, describe una regla en la cual un signo se desarrollará en el curso de relacionar su objeto con agentes capaces de interpretar. En tal sentido, el interpretante es tanto triádico como intencional, es decir, dotado de propósito [purposive], y la semiosis en su aspecto simbólico está ligada a la teleología.

Esa 'regla' del interpretante es, para Liszka (1989:38), una 'regla de traducción que ordena cierto grupo de constricciones en relación al desarrollo de cualquier signo, por un lado, y por el otro, a cualquier interpretación por parte de alguna agentividad sígnica.' Si tomamos el caso del signo «HUELGA GENERAL» estaríamos, según el pensamiento de Sorel encuadrados en una perspectiva semiótica, ante un tipo de interpretante llamado 'energético' por Peirce (5.475), (Nota 1) y que éste caracteriza así:

Si un signo produce algún otro efecto significativo propio [proper significate effect], lo hará a través de la mediación del interpretante emocional, y tal efecto ulterior siempre involucrará un esfuerzo. Yo lo llamo el interpretante energético. El esfuerzo puede ser muscular, como lo es en el caso de la orden de poner las armas en el suelo; pero es con mayor frecuencia un considerable esfuerzo [an exertion] sobre el Mundo Interno, un esfuerzo mental. Este nunca puede ser el significado de un concepto intelectual.

Ese «verboclasta» - si se me permite el neologismo - que fue Sorel hubiera estado completamente de acuerdo en esa nítida separación de la acción a la que conduciría el mito político de la huelga general, y todo 'concepto intelectual' tal como lo encarna la vana discusión de los intelectuales socialistas, en su opinión. Sin embargo, allí radica precisamente el error reduccionista de este pensador francés de comienzos de siglo, una falacia no muy diferente a la que cometerá otro teórico de lengua francesa varias décadas más tarde, a saber, Castoriadis (1988, 1989) y su concepción diádica, y en verdad monádica, de la imaginación social. Si lo que se persigue es la instauración de un nuevo orden social, más justo y digno para los seres humanos, como obviamente desea Sorel (1908:180), no alcanza con mitos concebidos como 'medios para actuar sobre el presente'; esa pura acción, esa violenta toma del poder por parte de la clase obrera es una forma de derrota a mediano y largo plazo. Ella debe ir acompañada por una nueva forma de entender el mundo social, y de entenderse a sí mismos dentro de éste, y este tipo de efecto sólo se logra a través del tercer tipo de interpretante peirceano, el que conduce a la máxima generalidad de un nuevo 'hábito', tomado éste término en el sentido de una manera sistemática de entender el significado de algo, por ejemplo, de la sociedad de clases, del lugar del individuo y de la colectividad en relación al poder, etc. Vale la pena pues, introducir ahora la descripción que da Peirce (5.491) de esa otra clase de interpretante, el 'lógico' que, en una aparente paradoja no sería en sí mismo de naturaleza sígnica, pues de serlo, tendría a su vez un/otro interpretante lógico, como advierte el semiótico:

[L]a conclusión ... es que en ciertas condiciones, el intérprete habrá formado el hábito de actuar en un modo dado cuando sea que él pueda desear una cierta clase de resultado. La conclusión lógica real y viviente es ese hábito; la formulación verbal lo expresa meramente. ... Sólo el hábito, que aunque puede ser un signo de alguna otra manera, no es un signo en la misma manera en la cual ese signo del cual aquél es el interpretante lógico es el signo.

Hay, efectivamente, en esta caracterización del 'interpretante lógico' entendido como 'hábito' semiótico al que conduciría, tendencialmente, toda semiosis con el pasaje del tiempo y de la dinámica interpretativa, un punto de contacto con la crítica que hace Sorel (1908:39) de una 'doctrina enteramente expuesta en palabras', como la de una 'utopía socialista'. Dicho punto de encuentro radica en el rol secundario de las palabras, de 'la formulación verbal' para ambos pensadores. El mito soreliano, al menos de manera incoativa, y el interpretante lógico peirceano son dispositivos teleológicos, destinados a producir un comportamiento general, uno que no se limita al plano de las palabras o al de la pura reflexión, sino que ambas nociones son encarnaciones vivientes de ideas, son el pensar traducido en una acción de larga duración. Por eso, Sorel (1908:46-47 - énfasis agreg. F.A.) escribe sobre 'el drama de la huelga general' que siendo éste

[U]n mito no podría ser refutado ya que él, en el fondo, es idéntico a las convicciones de un grupo, es la expresión de esas convicciones en un lenguaje de movimiento.

Pero por otro lado, el extremo antagonismo entre mito y lenguaje que plantea tantas veces Sorel (1908:173 - énfasis en el orig.), nos hace pensar en ese «mito» como si fuera un fenómeno propio de la Primeridad semiótica, y cercano a la propuesta de una dimensión imaginaria de la psiquis en los escritos del teórico del psicoanálisis Lacan (ver más abajo):

El lenguaje no sabría alcanzar para producir tales resultados [=la movilización de las masas obreras enardecidas]; hace falta apelar a conjuntos de imágenes capaces de evocar en bloque y por la pura intuición, antes de todo análisis reflexivo, la masa de sentimientos que corresponden a las diversas manifestaciones de la guerra librada por el socialismo contra la sociedad moderna.

Parece haber un sentimiento de auténtico desprecio en Sorel hacia las palabras - hecho más que curioso, si pensamos que viene de alguien que, en tanto intelectual, vive y se sirve de ellas continuamente. Esa falta de estima queda emblematizada en su visión del socialismo como una 'doctrina expuesta enteramente en palabras' (1908: 39), o en la descripción que nos deja de 'la utopía [como el] fruto de un trabajo intelectual', donde 'intelectual' debe entenderse como algo fatuo, no eficaz, y sobre todo, algo que es inconducente a poner en marcha esa gran revolución que Sorel tanto anhela, y para la cual cree estar trabajando (con sus ideas y sus palabras).
A modo de curiosidad, cabe destacar el uso peyorativo que hace Sorel del atributo 'imaginarias' (op. cit.: 45) cuando se refiere a las instituciones de las que hablarían esas 'utopías', supuestamente, inservibles. A pesar de que por su modo de presentarlo, el mito parece confundirse, precisamente, con lo imaginario, en tanto sería lo irreal, lo no existente, esa condición es criticada por su cercanía con las detestadas 'utopías'. Una explicación plausible es que se trata de una iconoclastia de sentido invertido en Sorel: en el mito político, las imágenes no remiten necesariamente a lo real-mundano, es decir, a las verdaderas condiciones socio-económicas que serían (o no) propicias para esa épica huelga general. Es por ende la vinculación de estas imágenes con los sentimientos, las que las volverían enormemente poderosas y revolucionarias. En tal sentido, serían el Otro, lo opuesto de las «meras» palabras, que sólo conducen a un tibio 'reformismo', siempre según Sorel (1908:46). Viva el ícono revolucionario, abajo el símbolo negociador, sería una posible pancarta semiótica para este pensador francés. Por tal motivo, parecería incluso más adecuado hablar no sólo o ni siquiera principalmente del «mito» en el pensamiento soreliano, sino de un fenómeno que es propio de una de las categorías con las cuales Peirce elabora su descripción fenomenológica o 'faneroscopía' (1.284), a saber, la Primeridad semiótica, y de lo icónico, es decir, del signo que esta categoría de la experiencia regula. Sin duda, hay un elemento teleológico en el mito de la huelga general, tal como lo teoriza Sorel, pero existe también, y de un modo notorio, una dimensión que describe mucho mejor la mencionada categoría semiótica de Peirce (8.329), pues así se hace justicia al reclamo insistente de Sorel de no intentar analizar o verbalizar dicho mito, pues, de hacerlo, se perdería lo esencial del mismo, su fuerza movilizante:

La impresión total no analizada hecha por cualquier multiplicidad (manifold) no pensada como un hecho real, sino simplemente como una cualidad, como simple posibilidad positiva de apariencia, es una idea de la Primeridad. Observe la ingenuidad [naïveté], de la Primeridad ... La idea del instante presente, que, ya sea que exista o no, es naturalmente pensada como un punto del tiempo en el cual ningún pensamiento puede ocurrir o ningún detalle ser separado, es una idea de la Primeridad.

La descripción de esta categoría faneroscópica que es presupuesta por las otras dos, Segundidad y Terceridad, se adecua bastante bien al tipo de funcionamiento del llamado 'mito de la huelga general', de esa 'idea motriz' que sacude la imaginación social y que, según Sorel (1908:184), llevaría a quienes sientan esos efectos a cambiar revolucionariamente las condiciones de vida. No comparto el análisis que hace Gross (1983:106) del mito en Sorel, cuando afirma que dicho poder mítico radica en que 'atraviesa con fuerza a través del barniz de la civilización y remueve residuos primitivos dentro de la mente.' Aunque el impacto del mito es comparado por Sorel (1908:178) con 'los cuadros encantadores que habían entusiasmado a los primeros adeptos [de la Revolución Francesa],' pues, según argumenta, se parecería al arte por vivir como éste 'sobre todo de misterios, de matices y de indeterminaciones', no significa ésto que la noción de mito propuesta por Sorel apele al 'bárbaro' en el ser civilizado. Por el contrario, no es un supuesto estrato primitivo el que es activado por el mito soreliano. Más relevante al respecto, es el explorar la coincidencia (espontánea) de éste con el análisis de la religión en Durkheim (1976/1915:348), (Nota 2) quien la caracteriza como algo capaz de 'recrear periódicamente un ser moral del cual dependemos tanto como éste depende de nosotros, y con el mito según el filósofo Kolakowski (1982:111), quien le atribuye a aquel 'el situar los hechos empíricos en un orden incondicionado.'
Aquello que en verdad le asigna poder al mito soreliano es su vínculo con el telos o causa final comunitaria, y dicha fuerza télica apela siempre, según lo plantea Kolakowski (ibid.) a 'un cuestionamiento del mundo perceptible, que siempre aparece como dependiente y falto de valor propio: sólo puede alcanzar los valores si aquel es vinculado a aquellas realidades atemporales.' Casi parece como si este pensador polaco se imaginara la reacción de desdén que podría tener alguien como Sorel, empeñado en articular un muy vehemente ataque al statu quo, cuando Kolakowski aclara, en otro lugar de su texto (1982:112), la diferencia entre su propia noción del mito y la huída del mundo terreno en la meditación. De ese modo Kolakowski (ibid.) explica, en términos inequívocos, de qué clase de cuestionamiento puede tratarse en el caso del mito, tal como él lo concibe:

[L]as mitologías pueden no llamar a la huida del mundo, ni a la teocracia y cuestionar de otra manera las realidades de la experiencia inmediata probando la insuficiencia de este mundo y su incapacidad por configurar valores en virtud de los cuales perduren las comunidades humanas.

SOREL Y LACAN: MITO Y ENAMORAMIENTO COMO DOS MANIFESTACIONES DE LO IMAGINARIO

En el caso de la segunda afinidad teórica planteada aquí, percibo una llamativa coincidencia entre el mito soreliano y el enamoramiento según Lacan. El mito en Sorel es una entidad con sentido, pero que no necesita tener un referente verdadero; se trata simplemente de una imagen de un estado acabado e ideal de cosas, uno que es radicalmente distinto de la realidad actual. Para el teórico del psicoanálisis Lacan (1975:161-162), el amor, así en la vida como en la transferencia (entre paciente y analista), tiene que ver fundamental o exclusivamente con 'lo imaginario,' con el «Ideal-Ich» freudiano que cancela o desplaza, por completo, al «Ich-Ideal», a la dimensión simbólica, esa desde la cual negociamos nuestro vínculo «legal» con los demás en tanto hablantes, en tanto seres racionales. Así, el mito de la huelga general y el amor serían ambos productos de la Primeridad semiótica, los dos signos icónicos, si se los considera en sí mismos, sin tomar en cuenta la presencia (o ausencia) de un vínculo existencial con cierto referente. Mito y amor estarían dotados de la necesaria capacidad para determinar nuevas formas de ser y de actuar en el mundo (que sólo después recibirán la legitimidad de lo simbólico).
Aunque nada hay más alejado de su proyecto teórico explícito, Lacan (1975:155-163) parecería estar reformulando esa noción del mito soreliano, pero desde el encuadre psicoanalítico. Encontramos en Lacan el mismo concepto de una fuerza de naturaleza imaginaria que desborda nuestras palabras y la razón que éstas están encargadas de construir, para darnos a luz como criaturas razonables, según la imagen hegeliana evocada por Lacan. Tanto para éste como para Sorel, el proceso de enamorarse o el de adherir fervorosamente a la causa socialista, no serían si no dos resultados de un mismo mecanismo: el quedar cautivado por una imagen ideal, perfecta de sí mismo, del Ideal Ich o yo ideal freudiano. Poder verse a uno mismo como alguien querible - «amable» en su sentido literal - o como un real habitante de un orden radicalmente otro, más justo y más humano, sería lo esencial para que alguien se enamore o emprenda un cambio radical de la sociedad en la que vive. El enamorado y el revolucionario, por lo tanto, actuarían bajo una fuerza o determinación semiótica que, ni fáctica ni simbólica, posee un enorme poder sobre los seres humanos. Creo que tanto Sorel como Lacan, no dudarían en asentir a esta descripción de un tipo de signo de la Primeridad, el ícono, propuesta por Peirce (4.448 - énfasis agreg., F.A.) :

El valor de un ícono consiste en su exhibir los rasgos de un estado de cosas considerado como si fuese puramente imaginario. El valor de un índice es que nos asegura de un hecho positivo. El valor de un símbolo es que sirve para hacer el pensamiento y la conducta racional y nos habilita a predecir el futuro.

Expresado de un modo muy general y abstracto, hay en esta descripción de una forma de semiosis cualitativa, elementos con los cuales caracterizar el fenómeno del mito político y del enamoramiento (o de la transferencia psicoanalítica), según Sorel y Lacan, respectivamente. La consideración de algo 'como si fuese puramente imaginario' es precisamente el tipo de análisis que hacen no sólo Sorel y Lacan, sino también, aunque desde la ciencia política, Anderson (1993: passim) en relación a la génesis o «poiesis» de la noción moderna de nación. No es necesaria la certeza del 'hecho positivo', que pertenece al orden categorial de la Segundidad, de lo indicial sígnico, para que realmente se instaure en el mundo social cualquiera de estos tres fenómenos, la revolución socialista, el amor o la nación (que es una forma de amor patriae). Pero también es cierto que Lacan y Anderson insisten, cada uno a su manera y de acuerdo al modelo teórico utilizado por cada uno de ellos, en destacar la importancia de lo simbólico, de la Terceridad, para que puedan surgir relaciones duraderas, vínculos de un tipo que sólo el lenguaje - y mucho mejor si éste es impreso, según Anderson (1993:134) - puede volver perdurables en el Mundo de la Vida. No obstante, habría un auténtico acto de poiesis tanto social como individual, una instancia de creatividad amorosa o política, que no le debería nada a los símbolos, y que es de naturaleza icónico-imaginaria, en la terminología semiótica empleada aquí.

EL RITO EN DURKHEIM Y EL MITO EN KOLAKOWSKI: UN FENÓMENO UBICUO Y UNIVERSAL

Voy a tomar ahora algunas ideas más de Durkheim (1976/1915), pero esta vez para confrontarlas con la noción de mito que propone Kolakowski (1982), y a su vez para redondear con ellas mi aproximación sociosemiótica al mito en tanto dispositivo télico generador de verosimilitud. De ese modo, terminaré mi revisión de algunas de las que considero teorías más relevantes de lo mítico y/o lo religioso (en un sentido muy próximo a lo mítico), desde la perspectiva semiótica y triádica de lo social elegido. Me propongo mostrar cómo «religión» o moral, por un lado, y «mito», por el otro, no son sino nombres para esa regla de traducción que es el interpretante, que rige lo que he llamado en otros trabajos la dimensión fatológica (Andacht ), es decir, que regula toda actividad humana consistente en investir nuestras prácticas con una justificación que, en sí misma, es injustificable.
Quien primero extiende o amplía la importancia análitica y real de lo ritual y sagrado a la sociedad entera considerada como fenómeno 'sui generis' es Durkheim (1976/1915:16). Como ya expuse arriba, en este mismo capítulo, un pensador que, modernamente desarrolla, una interesante noción de «mito» como algo presente en todos los ámbitos de la civilización contemporánea, es el filósofo polaco Kolakowski (1982:passim). Intentaré aquí aproximarlos en algunas de sus ideas, y luego llevarlas hacia el análisis sociosemiótico, en particular hacia la noción de 'transvaloración' desarrollada por Liszka.
Hay algo particularmente propicio para un enfoque semiótico en la concepción durkheimiana de una 'doble' naturaleza humana es (1976:264):

Sigue siendo cierto que nuestra naturaleza es doble; realmente hay una partícula de divinidad en nosotros porque hay dentro nuestro una partícula de esas grandes ideas que son el alma del grupo. Así el alma individual es sólo una porción del alma colectiva del grupo; es la fuerza anónima en la base del culto, pero encarnada en un individuo cuya personalidad ésta apoya; es el maná individualizado.

Y es precisamente esta «dualidad» la que nos vuelve particularmente proclives a una vida ritualizada, pues satisface la necesaria condición de tener una moral, a través de las más diversas expresiones de religiosidad. ¿Qué hay del lado de la semiótica peirceana que pueda corresponder a algo tan específico y antropológico como la idea de ser partícipes de lo divino en nuestra humana medida? Sugiero, tan sólo a modo de ejemplo, la metáfora con la que Peirce (1.212) describe la diferencia entre la causalidad eficiente o bruta, y la causalidad final o lógica/semiótica:

Así la relación de la ley, como una causa, a la acción de la fuerza, como su efecto, es causación final, o ideal, no causación eficiente. [...] [La bala] es un vehículo de compulsión hic et nunc, que la recibe y la transmite; mientras que yo recibo y transmito influencia ideal, de la cual yo soy un vehículo.

La criatura humana es pues el fruto de ambas clases de causalidad, la ciega y compulsiva, tal como le viene predeterminada por los genes de su especie, es decir, por su condición material, y también la caracterizada por el propósito (Nota 3)- uno que no debe confundirse con una voluntad psíquica y personal - y es éste componente el que lleva a las personas a imaginar religiones, naciones y rituales con los cuales mantener estos artefactos plenos de vitalidad.
Otra afinidad entre esta concepción durkheimiana de una naturaleza humana 'dual' y la semiótica es la que tiene que ver con el campo mismo en el que actúa esta disciplina. Especialistas en la obra de Peirce como Ransdell (1992: esp. capít.2) o Deely (1990: Introducción) no dejan de insistir en que uno de los principales malentendidos en torno a su teoría es el que sostiene que habría dos clases de «cosas», los signos y lo que no «es» signo. Esta reificación de un fenómeno de índole netamente procesual es la raíz de este persistente error, una de cuyas consecuencias es la frecuente e infundada acusación de un «imperialismo semiótico», la abusiva inclusión de toda clase de problemas en el dominio semiótico. Nada hay en el universo que sea sólo o exclusivamente sígnico, pero todo puede ser así considerado o estudiado. De igual modo, la criatura humana es un hecho fisico-químico, no hay duda de ello, y prueba de ésto es la limitación de su cuerpo como algo que se desgasta, enferma, perece y, eventualmente, se transforma en otras sustancias y estados. Pero, como lo expresa tan concisa y poderosamente el famoso verso del soneto quevediano sobre el devenir 'polvo, más polvo enamorado' del amante, hay algo más que cromosomas y metabolismo en nuestra especie. Ese algo más sólo se explica por la acción triádica del objeto, el signo o representamen, y ese signo equivalente pero más desarrollado que es el interpretante.
Para Durkheim (1976:347) hay una estrecha relación entre lo sacro y la actividad interpretativa que genera este tipo de comprensión del mundo, sin ésta lo primero no existiría, tal como sin el interpretante, no habría una etapa de síntesis en la cual el significado es producido a partir del valor referencial - la relación de determinación entre Objeto semiótico y Signo o Representamen. Del mismo modo, no habría sacralidad de no haber una relación dialógica entre los signos y nosotros sus transitorios inquilinos. La imagen que empleo aquí no es caprichosa, ya que, como acota Peirce (5.289, n1), los signos no se hallan encerrados en la cabeza de ninguna persona; del mismo modo en que 'no decimos que el movimiento está en nuestro cuerpo, sino que nuestro cuerpo está en movimiento, así deberíamos decir que nosotros estamos en el pensamiento, y no que los pensamientos están en nosotros.' A esta visión de nuestra vida como una suerte de gran «(di)solución sígnica» se aproxima la siguiente consideración de Durkheim (1976:347) sobre lo sagrado en relación a lo social:

[E]l principio sagrado no es ni más ni menos que la sociedad transfigurada y personificada, debería ser posible interpretar el ritual en términos sociales y laicos (...) la vida social, tal como el ritual, se mueve en un círculo. Por un lado, el individuo extrae de la sociedad la mejor parte de sí mismo, todo lo que le da a él un caracter distintivo y un lugar especial entre los otros seres humanos, sus culturas moral e intelectual. (...) Podemos decir de [la idea de sociedad] lo mismo que dijimos sobre la divinidad: es real sólo en tanto tiene un lugar en la conciencia humana, y su lugar es el que sea que le demos.

Utilicé arriba deliberadamente la expresión 'se aproxima,' para expresar así esta nueva afinidad entre Peirce y Durkheim, por un motivo muy concreto. No puedo dejar de señalar aquí una diferencia sustancial entre ambas concepciones: la alusión del antropólogo a 'la conciencia humana' como si ésta fuese una especie de «recinto» dentro del cual adquieren realidad tanto la sociedad como la divinidad, se opone diametralmente a la concepción peirceana de una semiosis con completa autonomía, dentro de la cual seres humanos y demás criaturas vivimos «disueltos». Sí existe una auténtica afinidad cuando Durkheim plantea que el individuo extrae de la sociedad la mejor parte de sí mismo, ya que en ese caso esa especie de diálogo entre el agente interpretativo y el entorno semiótico que le es, en cierta medida, exterior aparece con mayor claridad. La incompletud humana, su necesidad de buscar en los signos entre los cuales vive, las respuestas sobre quién es y qué es lo que quiere, quedan así puestas en evidencia en la descripción del 'principio sagrado' que nos da Durkheim, más allá de la discrepancia en cuanto al psicologismo o mentalismo de su caracterización, algo propio de la época. (Nota 4)
La teoría del mito como justificación en sí misma no justificable de todo ámbito humano, científico o cotidiano, que desarrolla Kolakowski, parece en algunos de sus puntos básicos, una radicalización de algunas ideas sobre la religión planteadas en el trabajo pionero de Durkheim, y ya presentadas aquí más arriba. Para demostrarlo voy a yuxtaponer ahora algunas de sus ideas.
Para Kolakowski (1982:48 - énfasis agreg. F.A.), tanto el análisis matemático como nuestra concepción del lugar ocupado por el ser humano en el cosmos tienen una última fundación que escapa a la razón, una que no está 'sometid[a] a la dicotomía de la verdad y de la falsedad' pues

La fe en la razón no puede poseer un fundamento que se descubra con la mera utilización de la razón. Ella es una opción mítica; se sale por lo tanto de la competencia de la razón.

Cuando el estadista uruguayo José Batlle y Ordóñez (Andacht 1992:25) habla de lo maravilloso que sería construir una nación moderna uruguaya donde 'la instrucción esté enormemente difundida, en el que se cultiven las artes y las ciencias con honor, en el que las costumbres sean dulces y finas', él está apelando a lo que Kolakowski (1982: 49ss) llama 'el mito de la razón,' es decir, una forma de luchar 'contra la contingencia,' de postular una realidad - la cultura ilustrada - que no sería algo discutible. El aumento progresivo del saber concebido como la forma segura de crear la felicidad del mayor número posible, es decir, el credo iluminista, no sería en tal sentido demasiado diferente, en cuanto a su forma de funcionar, de los cultos que describe Durkheim (1976:427) para las tribus aborígenes:

Hay algo eterno en la religión que está destinado a sobrevivir a todos los símbolos específicos en los cuales el pensamiento religioso se ha envuelto sucesivamente. No puede haber una sociedad que no sienta la necesidad de defender y reafirmar a intervalos regulares los sentimientos y las ideas colectivos que hacen su unidad y personalidad.

La tesis de Kolakowski sostiene que, precisamente, es esa 'necesidad de defender y reafirmar' la que mantiene unida a una comunidad, y dicha actitud tiene que ver, esencialmente, con la no aceptación de 'la indiferencia del mundo', y el sentimiento de absoluta contingencia humana que tal aceptación lleva aparejada consigo. Si pensamos por un momento en la noción lingüística de marcación (markedness), que presupone una asimetría fundacional en la configuración sistémica de todo aquello que rodea al ser humano y que se vuelve inteligible para él o para ella, encontraremos que dicha respuesta mítica no es sino la fundación de toda legalidad humana imaginable. El rechazo de la contingencia, de un mundo del sí mismo o Umwelt, al decir de Uexküll (1982: passim), que fuera por completo indiferente a nuestra dicha o desgracia, está garantido por esa asimetría de la marcación que hace que nunca nos dé igual una opción que la otra, tomar un camino o el otro. Todos estamos en el mundo de la vida un poco como Edipo ante la encrucijada: sabemos o sentimos que tomar una ruta o la otra, no es, no puede ser de ningún modo, algo indistinto, indiferente. Esto es válido, creo, aún cuando en la vida cotidiana se diga a menudo, y con un tono de desdén, o de despecho: «me da igual» o «me es indiferente.» También en ese caso se toma una opción, tan arbitraria como cualquier otra, sin un mito que la respalde, en actitud de desafío frente a lo que pueda acontecer, en lugar de expresar aprehensión por elegir el mejor camino posible. La vigencia universal de esa tensión entre lo marcado y lo no marcado, entre el desvío y la norma, estaría indicando que 'la opción mítica,' como la llama Kolakowski, se confunde con el trayecto de todo ser humano. Dicho trayecto parte del caos de la brutal irrupción en el mundo - la categoría semiótica de la Segundidad, del hecho que es en sí mismo inexplicable y mudo - y avanza hacia la culminación histórica y cambiante que es el acontecer verosímil, esa instancia modal del discurso que Aristóteles define como régimen de lo no necesario, sino tan sólo probable, y que corresponde a la categoría de la Terceridad, al universo de la Ley, y de la creciente generalidad. (Nota 5) Tanto el mito como el rito religioso durkheimianos pueden considerarse como programas de acción, fuerzas teleológicas que fundan los comportamientos sociales sin necesidad de otra explicación ulterior.
El mito, según lo define Kolakowski es la interminable y desesperada lucha contra la contingencia mediante un tipo de creencia que llega a un punto «inamovible,» o al menos que alguien imagina o concibe como tal. Dicho punto puede ser de tipo matemático, religioso o sexual. Lo fundamental para que surja esa 'opción mítica' es la existencia de la estrategia semiótica transvalorativa, una que es, en sí misma, injustificable, y que implica la desaparición (temporal pero efectiva) de la 'irritación de la duda,' la que nos lanza a formular hipótesis o abducciones, de acuerdo al análisis que hace Peirce (5.373; 5.374 - énfasis en original) de la creencia:

Así tanto la duda como la creencia tienen efectos positivos sobre nosotros, aunque muy diferentes. La creencia no nos hace actuar enseguida, sino que nos pone en tal condición que actuaremos de cierto modo específico, cuando surja la ocasión. La duda no tiene tal efecto activo, sino que nos estimula a la investigación hasta que es destruída. [...] La irritación de la duda causa una lucha para llegar al estado de la creencia. Yo llamaré esta lucha Investigación (Inquiry).

No creo que sea algo forzado el comparar la religión y el mito según Durkheim y Kolakowski, con el 'hábito' semiótico descrito por Peirce. Este último es concebido por el semiótico (ej. 1.348; 2.148) como el único tipo de interpretante que puede clausurar el ciclo de interpretaciones:

Para nuestro propósito presente baste con decir que el proceso inferencial involucra la formación de un hábito. Pues éste produce una creencia, u opinión; y una genuina creencia, u opinón, es algo sobre lo cual un hombre está preparado a actuar, y es por ende, en un sentido general, un hábito. (2.148)

El radical olvido de la naturaleza arbitraria o histórica de esta clausura de la cadena interpretativa, especialmente en el universo cotidiano, en el seno de la vida llamada «común,» no científica, es lo que muchos autores, desde Marx a nuestros días, han dado en llamar «ideología» o «mala fé.» Dichos términos aluden a la clase de interés que posee una determinada clase o grupo social en perpetuar cierto estado de cosas como si éste el más natural y evidente del mundo, es decir, un orden que no puede o no debe(ría) ser cuestionado, bajo ninguna circunstancia. Desde el punto de vista de este trabajo, el aporte de Kolakowski no sólo estriba en la radicalización de la teoría de Durkheim sobre la centralidad de lo sacro en toda sociedad, por laica que ésta pueda pensarse a sí misma, sino en su realizar un planteo que nos acerca aún más al mecanismo transvalorativo que Liszka deriva de la semiótica triádica. Propongo redefinir este dispositivo montado y utilizado, no conscientemente, contra una intolerable indiferencia del mundo, es decir, opuesto dramáticamente a la aceptación de nuestra propia contingencia, como la regla transvalorativa que se ubica por encima de todas las demás reglas que organizan nuestra convivencia (= los sistemas de lenguaje, cocina, vestimenta, sexualidad, espacio, política, etc).
Así en Uruguay, la invención del mito mesocrático, de esa fe laica y fervorosa en una civilización donde la educación va, indefectiblemente, a conducir a la población hacia una situación de tal homogeneidad que llegue a liberar a la sociedad de toda forma de violencia y opresión, (Nota 6) con el Estado como supremo benefactor y guardián de esa realidad no condicionada, es la regla transvalorativa que se instaura a comienzos del siglo XX, y que rige por encima de todas las demás creencias y divisiones sociales existentes. Ser uruguayo, en lo que va de este siglo, y pertenecer a la nación moderna que, legendariamente, funda el estadista uruguayo Batlle y Ordóñez hace ya nueve décadas, se confunde míticamente con la identidad social de un creyente en una ideal medianía, guarecida bajo el amplio y materno manto del Estado de Bienestar. No significa ésto, en absoluto, que todo ciudadano acate al pie de la letra dicho credo, que no manifieste con sus prácticas reales y concretas alguna forma de «herejía.»
El alcance de mi anterior afirmación sobre el imperio de lo mítico moderno uruguayo significa que para vivir y para sentirse a favor o en contra de esa nación que se confunde con el Estado uruguayo moderno, y que consigue unificar religión, patria y sociedad civil, esta toma de posición vital sólo se puede hacer en relación al mito mesocrático (Andacht 1992, passim). Cualquier postura que se adopte en la vida, ya sea como individuo o como grupo de individuos ésta tendrá que moldearse con respecto a ese gran molde evaluativo que es la creencia mítica y hegemónica antes mencionada. Esto no ocurre así por una especie de acatamiento forzoso, sino, por el contrario, por la acción continua y generalizada de un dispositivo social y semiótico a través del cual se gesta la identidad de los miembros de esta (y de toda otra) comunidad moderna. Así desde el funcionario público de los entes estatales - la figura que encarna mejor que ninguna otra ese super Estado de Bienestar tan temprano e insólito en esa ubicación y coyuntura latinoamericana, hasta la guerrilla urbana tupamara de los años sesenta, o los militares golpistas que le suceden, nadie puede sentirse o pensarse como del todo ajeno a ese mito, a esa clase de transvaloración más general que todas las otras, si desea entenderse o sentirse uruguayo.
Quiero dejar las palabras finales de este capítulo al semiótico de quien he tomado la noción de transvaloración y también al filósofo que reformula teóricamente la vigencia del mito, sin marginalizarlo hacia un supuesto primitivismo, como ya lo hiciera pioneramente Durkheim hace más de ochenta años. A modo de síntesis sobre la importancia del descubrimiento del tercer operador lógico del modelo triádico, del interpretante peirceano, Liszka (1989:14 - énfasis agregado) afirma que

La significación y la representación no quedan agotadas por el simple duo del signo y del objeto, sino que involucran la participación de un tercer factor - en su forma más abarcadora - un proceso regido por reglas que crea una rejilla a través de la cual cualquier signo perteneciente a su sistema va a referir y significar.

Esa idea expresada metafóricamente por medio del funcionamiento de una «rejilla» mítica, encaja a la perfección, desde mi propia comprensión del modelo semiótico peirceano, con la acción del fundamento (ground) que suministra una 'realismo perspectivista (Colapietro 1995:134), (Nota 7) desde el cual enfocar lo real (= el objeto dinámico, de incidencia brutal, irrefrenable), e ir generando sucesivas realidades (= los objetos Inmediatos), que a través del trasiego posibilista del signo o representamen, producen una concepción de tendencia generalizante (= interpretante). Lo original y valioso de este desarrollo de la transvaloración, que he intentado reunir con la idea de un mito ubicuo y pertinaz, tanto como el duro deseo de durar humano, es que el proyecto de disolver todo mito, tal como la expresa el pensamiento crítico iluminista, no deja de ser un mito, una opción esperanzada, por investigar y hallar un estado de cosas que haga aparecer el mundo como razonable, y la presencia humana en él, como plenamente justificada. Desde la crítica anti-ideológica de Marx en La ideología alemana, hasta la mitoclastia de las Mitologías de Barthes, en los albores de la semiología francesa, nos encontramos ante una empresa similar: la de destruir esas ficciones para que reine invencible la verdad, más allá de toda apariencia o investidura. Es en ese punto donde conviene recordar lo necesario de esa crítica al sentido pre-establecido, pues, como afirma con gran elocuencia Peirce (1.405), al evocar 'el principio regulativo' kantiano, la vida sin esa 'esperanza intelectual' sencillamente no es plausible:

El único propósito inmediato del pensamiento es volver las cosas inteligibles; y pensar y no obstante en ese mismo acto pensar que una cosa es ininteligible es una auto-degradación intelectual (self- stultification) [...] La desesperanza es la locura.

¿Dónde queda entonces la esperanza de llegar a ver las cosas tal cual son, sin ningún mito de por medio? No hay renuncia alguna en este desarrollo mitológico del concepto de interpretante semiótico, entendido como la información agregada por cada ciclo de ese interminable proceso de semiosis humana, y por ende social. Entender y admitir que, al decir de San Pablo, sólo podemos mirar en este mundo como a través de un vidrio oscuro, no implica el que aceptemos la locura de renunciar a mirar mejor, a obtener una visión menos turbia o engañosa del mundo. Pero sin comprender y actuar en consecuencia, según estipula el pragmatismo, la condición mítica de toda comprensión humana, el proyecto de una auténtica semiótica crítica, es decir, de una ciencia que busque la mayor participación posible en un diálogo de consenso creciente como la enunciada por Liszka (1989: 219) al final de su obra, permanecerá inviable. Los mitos, tal como lo afirma este semiótico (op. cit:16) 'no son simplemente una ventana a través de la cual uno mire esos valores, ellos suministran un juego de lentes que enfoca, invierte, distorsiona, oscurece y distancia la cultura de la cual el mito es una parte.' El fundador de la semiótica utiliza dos metáforas que ayudan a entender esta compleja dialéctica que no es jamás resignación o aceptación del ofuscamiento, sino búsqueda interminable y estética, de lo adecuado. Una metáfora recurrente empleada por Peirce emplea como vehículo la óptica, (Nota 8) igual a la empleada por Liszka para describir el efecto mítico/transvalorativo:

Estas observaciones [cenoscópicas] escapan al ojo no entrenado precisamente porque ellas atraviesan todas nuestras vidas, tal como un hombre que nunca se quite sus lentes azules pronto deja de ver la tonalidad azul.

Interesa destacar que el contexto de esta cita es una descripción del método apropiado para la 'filosofía' que, para Peirce, se rige por el estudio de la semiosis, o acción sígnica. Vivir en una sociedad y en una cultura determinadas, implica llevar puestos a diario lentes con algún tinte, del color que sea. Parte de nuestra normalidad es el acto de olvidarnos que cargamos con ese artefacto, con esos lentes coloreados; esta «amnesia» local es imprescindible para que seamos capaces de simplemente mirar y ver, sin tener que reflexionar constantemente sobre esa actividad. Sería insoportable el tener que mirar y además considerar el hecho de que ejercemos nuestra mirada - el lugar donde la percepción se confunde con la abducción - siempre de determinada manera, y para fines que son compartidos localmente, y que por ende experimentamos como perfectamente «lógicos», según una opinión pocas veces expresada. La excepción a esta última práctica es que alguien o algo desafíe nuestro modo de ser y entender el mundo circundante.
El funcionamiento de esta «rejilla semiótica,» al decir de Liszka, o este par de 'lentes' - la metáfora de Peirce - no significa que sea imposible o siquiera desaconsejable someter a consideración este dispositivo, en algún momento, para algún propósito determinado. Pero si lo hacemos, y para poder hacerlo, será necesario colocarnos otro juego de lentes o una nueva rejilla, se diferencian de los anteriores por su expresa finalidad reflexiva, por su propósito de comprender, de alguna manera, desde alguna teoría, cómo funcionan aquella otra rejilla, o esos otros lentes conocidos como «nuestra visión normal de la normalidad no cuestionada», y por ende mítica, de cada día. Este es creo uno de los beneficios no menores de "cruzar" teóricamente el modelo semiótico elaborado por Peirce durante casi medio siglo, con nociones centrales formuladas desde las ciencias sociales. Mi exposición se ha limitado a presentar apenas un par de ejemplos tomados del pensamiento fundacional de Durkheim, y de otros teóricos emparentados por el asunto tratado; esto no es más que una muestra de todo lo que resta por hacer en este campo de encuentro y conversación de perspectivas.

NOTAS

1) Voy a citar a Peirce del modo usual: de los Collected Papers daré el volumen seguido del párrafo correspondiente (x.xxx), y para los manuscritos inéditos, seguiré la numeración de Robin (1967): MS xxx. Todas las traducciones de ambas fuentes me pertenecen.
2) En mi opinión, es factible considerar como equivalente, para este análisis y no de manera absoluta, la noción de «religión» en el análisis que hace Durkheim (1976/1915) con la de «mito» tanto en Sorel como en Kolakowski (1982). Una y otra vez el antropólogo insiste en afirmar que su tema no son las tribus 'primitivas,' cuyas prácticas rituales él utiliza para ilustración de su estudio. Por el contrario, como se encargará de demostrarlo modernamente, y para la clase media norteamericana el sociólogo durkheimiano Goffman (ej.1971, 1985), las divinidades a las que se rinde culto pueden ser tan ubicuas y poco espectaculares como el «self» o sí mismo del ciudadano moderno en una sociedad avanzada y capitalista.
3) Sobre el origen estoico de esta distinción - la noción de télos o finalidad supraindividual, opuesta a la de skópos o voluntad individual, de tipo psicológico - ver Aubenque (1962:402), para su relevancia con la imaginación y el deseo.
4) No es casual que Saussure (1978), por esa misma época, imagine que la futura semiología, cuya necesidad él postula, debería ser parte de 'una psicología general,' que, a su vez, incluiría a la lingüística, ya que ésta sería parte de esa 'semiología general.'
5) Lo mítico y lo verosímil, tal como lo define la Retórica (II, 6, 1357a, 33 -1357b, 4) comparten el hecho de no regirse por el criterio binario de lo verdadero y lo falso. La suya es una aparente verdad, algo que «normalmente» es así, lo cual no significa que en verdad lo sea.
6) La violencia no sólo de la sangrienta y recurrente guerra civil de principios de siglo, cuando el mito recibió su formulación más influyente, sino también la clase de violencia que supone la competencia explícita de todos contra todos, tal como es impulsada, por ejemplo, por el mito capitalista, la lucha por la excelencia, etc.
7) Cabe aclarar que Colapietro propone este término, en su discusión sobre la validez (o falta de ella) del «fundamento» (ground) semiótico, poniendo hincapié no tanto en la imaginación sino en lo indexical y lo simbólico, es decir, las otras dos categorías (Segundidad y Terceridad). Pero, Colapietro (1995:135) también habla en ese artículo, sobre 'la posibilidad de tales [= de una época] caracterizaciones ... las épocas como primeridad fundamentan justo esta posibilidad...' Es en este segundo sentido que empleo aquí su término de 'perspectivismo,' más próximo semánticamente a la invención y a lo posible, que a la contextualización histórica concebida como límite.
8) Sólo en los Collected Papers, utiliza Peirce la metáfora de los lentes (spectacles) cinco veces: en 1.134; 1.241 (dos veces); 3.451 y 6.86.

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