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Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Jujuy

On-line version ISSN 1668-8104

Cuad. Fac. Humanid. Cienc. Soc., Univ. Nac. Jujuy  no.24 San Salvador de Jujuy July 2004

 

Cultura de la pobreza, cultura de la caída (los nuevos pobres) y la influencia de las transformaciones laborales en los modos de vida. Algunos abordajes de la literatura.

Poverty culture, the new poor and the influence of labour transformations on ways of life. Some contributions from literature

Laura Golovanevsky *

* Facultad de Ciencias Económicas – Universidad Nacional de Jujuy - Alvear 862 - CP 4600 - San Salvador de Jujuy - Jujuy - Argentina // CONICET
Alsina 356 – CP 4500 - San Pedro de Jujuy. Correo Electrónico: lauragolo@arnet.com.ar

RESUMEN

   Este artículo se propone discutir la problemática de la cultura popular a partir de tres ejes principales: la "cultura de la pobreza", la cultura de la caída (la nueva pobreza) y la influencia de las transformaciones laborales en los modos de vida.
   En relación al significado de la llamada cultura popular, en el marco provisto por Grignon y Passeron, se recorren las visiones de diferentes autores, para concluir que entre el relativismo (y su deformación, el populismo) y el legitimismo (y su extremo, el miserabilismo), debe buscarse un punto intermedio, que tenga en cuenta los conflictos y tensiones entre ambos. También se concluye que la cultura popular tiene sus propios mecanismos que la diferencian de la alta cultura, pero siempre inserta en una relación de dominación.
   La "cultura de la pobreza" se aborda a partir de la visión de Lewis, aunque teniendo en cuenta las críticas que ha recibido. Lewis rescata de la pobreza su aspecto positivo, ya que aporta mecanismos de defensa que les permiten a los pobres "seguir adelante". Enfatiza el carácter transmisible de generación en generación de lo que llama "cultura de la pobreza", resalta la existencia de sus modalidades propias y las consecuencias que tiene sobre quienes se encuentran en esta situación.
   En la Argentina de las últimas décadas del siglo XX, además de empeorar las condiciones de vida de vastos sectores de la población, se ha dado un creciente empobrecimiento de las capas medias, proceso que ha generado también cambios de relevancia en las prácticas cotidianas de estos grupos. Este tema se aborda como "la cultura de la caída" en los nuevos pobres. Se puede señalar la vinculación entre el empobrecimiento y el debilitamiento de la "condición salarial", y en este sentido se aborda la influencia de las transformaciones laborales en los modos de vida y la cultura popular.

Palabras Clave: Cultura popular; Cultura de la pobreza; Nueva pobreza; Transformaciones laborales; Precariedad.

ABSTRACT

   This paper aims to discuss popular culture based in three main themes: poverty culture, new poverty and the influence of labour transformations on ways of life.
About the meaning of popular culture, in Grignon and Passeron framework, different authors are referred to, to conclude that between relativism (and its deformation, populism) and legitimism (and its extreme, miserliness), a medium point should be sought, which reflects conflicts and tensions in both of them. Another conclusion is that popular culture has its own mechanisms which differentiate it from high culture, but in a dominance relationship.
   Poverty culture is analysed with Lewis vision, though considering the criticism this vision has received. Lewis emphasizes the positive aspects of poverty, which gives defense mechanisms that allows the poor to "go ahead". Lewis underlines the intergenerational transmission of poverty culture, the existence of their own ways and the consequences on the poor.
   In Argentina, by the end of the XX century, not only have living conditions of many people worsen, but also a growing process of middle classes falling into poverty has taken place. This process has given place to relevant changes in daily practice of these groups. This subject is studied as "culture of the fall" in the newly poor. A link can also be pointed out between impoverishment and the weakening of salaried positions, and in this sense the paper refers to the influence of labour transformations in ways of life and popular culture.

Key Words: Popular culture; Poverty culture; New poverty; Labour transformations; Labour precariousness.

INTRODUCCIÓN

   Este trabajo se propone vincular aspectos de la historia cultural con la pobreza y las transformaciones laborales. A partir de una discusión general acerca de la cultura popular, se abordan tres ejes principales: la "cultura de la pobreza", la cultura de la caída (los nuevos pobres) y la influencia de las transformaciones laborales en los modos de vida.
   En primer lugar se desarrolla una aproximación a la noción de cultura popular en el marco desarrollado por Grignon y Passeron (1991). Allí se discuten las posturas opuestas del relativismo y la legitimidad cultural y sus dos "deformaciones", el populismo y el miserabilismo. También se revisa el aporte de Bourdieu (1979) en cuanto a los mecanismos de interrelación entre grupos dominantes y dominados en el campo de la cultura.
   En segundo lugar, se intenta un acercamiento a la cultura de la pobreza, siguiendo básicamente a Lewis (1982), en su conocido trabajo "Los hijos de Sánchez". En relación a la Argentina, se hace referencia a Svampa (2000b) y su estudio sobre la pérdida del monopolio de lo popular por parte del peronismo, a Merklen (2000), quien refleja la vida de los jóvenes pobres y su articulación en torno al barrio y a Seman (2000), que estudia la difusión del pentecostalismo en los sectores populares como consecuencia de su proximidad con las prácticas culturales de esos sectores.
   Luego se plantea la problemática de la nueva pobreza en el plano cultural, en base a Minujin y Kessler (1995). Por tratarse de un fenómeno muy característico de la Argentina, cuyo desarrollo de las capas medias era superior al de otros países subdesarrollados, la cultura de la caída (o el fenómeno conocido como nueva pobreza) se aborda básicamente con bibliografía local, como la ya mencionada de Minujin y Kessler, Minujin (1997) y Kessler (2000).
   Finalmente, se aborda la cuestión de las transformaciones laborales y su influencia en los modos de vida y la cultura popular. Se sigue básicamente a Castel (1997) con su estudio de la evolución de la condición salarial. Si bien el mismo refiere a Francia, los procesos de precarización y exclusión que allí encuentra tienen también su correlato en Argentina. En relación a los efectos de las transformaciones laborales sobre la vida cotidiana se discute a Sennet (2000). Sobre la Argentina, nuevamente Merklen (2000) y Svampa (2000b) proveen algunos estudios de caso relevantes.

¿QUÉ ES LA CULTURA POPULAR?

   Grignon y Passeron (1991) señalan que todo grupo social tiende a "organizar sus experiencias en un universo coherente ... por más desgraciada o dependiente que sea" su condición social; es decir, "aún dominada, una cultura funciona como cultura", pero nunca debe olvidarse "la existencia siempre próxima, íntima, de la relación social de dominación" (Grignon y Passeron, 1991).
   Pero, qué quiere decir dominante y dominado en el campo simbólico, en particular de la cultura? Tiene el mismo significado y la misma lógica que en el campo de las relaciones entre grupos e individuos? Grignon y Passeron (1991) señalan la influencia que en este sentido ha tenido el esquema planteado por Marx, influencia que ha alcanzado tanto a marxistas como a no marxistas. Marx propone una homología entre dominación social y dominación simbólica, sumamente atractiva porque permite simplificar un problema extremadamente complejo. Pero conocer las relaciones de fuerza entre grupos y clases no implica conocer "la clave de sus relaciones simbólicas y del contenido de sus culturas y sus ideologías" (Grignon y Passeron, 1991).
   Grignon y Passeron (1991) hacen un recorrido por los diferentes principios teóricos según los cuales se han mirado las clases dominadas. En primer lugar, todo grupo dominante tiene una mirada "etnocentrista de clase". Ella en general ha involucrado "horror hacia la incultura de las masas" o "desprecio hacia la irracionalidad de las conductas populares" (Grignon y Passeron, 1991). Al denegarles cultura a los sectores populares están, en el fondo, denegándoles humanidad. No se trata de una postura superada. Grignon y Passeron (1991) apuntan que el racismo de clase se encuentra todavía hoy en amplios sectores de las clases dominantes. Se sigue asociando a las clases populares con la barbarie, la naturaleza o la incultura. Se los considera "humanos", pero no tanto como los miembros de las clases dominantes. El habla popular es vista como un dialecto, las costumbres populares son paradigma de la vulgaridad, todo desde una posición de condescendencia.
   Partiendo de la idea de que todo grupo social posee su cultura, el relativismo cultural instaura el principio de que "las culturas deben ser descriptas y no jerarquizadas" (Grignon y Passeron, 1991). Desde allí también se ha caído en posturas extremas que otorgan al pueblo todas las virtudes posibles y reniegan de los valores de las culturas dominantes. Este extremo olvida la necesaria referencia a la relación de dominación.
   Frente a esta postura surge la teoría de la legitimidad cultural, que toma en cuenta la relación de dominación, ya que supone que tal relación no puede estar desprovista de todo efecto cultural. Esta postura remite a la sociología weberiana en tanto apunta a considerar aquellos factores que llevan a que un orden sea reconocido como legítimo por todos los grupos sociales, aun por quienes resultan perjudicados por ese orden. El límite de la teoría de la legitimidad cultural radica en que no puede describir aquello que funciona como cultura, aun desde una posición subordinada. Así como el relativismo cultural puede degenerar en populismo, la teoría de la legitimidad cultural corre el riesgo de conducir al legitimismo o, más extremo aún, al miserabilismo, al concluir que las prácticas culturales de las clases populares no tienen un sentido propio, sino el que emana de su referencia a un orden social legítimo.
   Grignon y Passeron (1991) señalan la dificultad que en general tienen los investigadores en el campo de la cultura popular en relación a las dos posturas señaladas. Por ello es frecuente que en un mismo trabajo se oscile entre una y otra posición. Grignon y Passeron (1991) se preguntan si esta alternancia es necesaria.
   Bourdieu (1979) intenta ver los mecanismos de interrelación entre grupos dominantes y dominados en el campo de la cultura. Señala que las clases dominantes son las que tienen que conseguir la aceptación de su dominio por parte de las clases populares, y para ello utilizan una cantidad de instrumentos, entre ellos culturales. Las sociedades producen riqueza, tanto bienes económicos como capital simbólico. Las clases dominantes monopolizan tanto el capital económico como el capital simbólico. Por ello, a ellas les corresponde preveer los mecanismos por los cuales las clases populares recibirán parte de ese capital.
   Cómo se ejercen esas operaciones de monopolio y control por parte de las clases dominantes? Qué tipo de apropiación del capital simbólico se permite y cuál está prohibida? Estos son los interrogantes que intenta responder Bourdieu (1979), siempre teniendo en cuenta que lo básico es la relación de dominación. En este sentido, Bourdieu (1979) considera que en las sociedades modernas una de las maneras de abrir la circulación de capital simbólico y a su vez condicionarla es la educación pública. A través de ella se produce la regulación de la circulación de los bienes simbólicos que una sociedad ha producido. Así, el sistema escolar es una de las principales formas en que las clases dominantes ejercen monopolio y control. Después de la Segunda Guerra Mundial otra forma fueron las políticas culturales. Uno de sus mecanismos para la dominación sería la distinción. De esta manera, la cultura popular sería el conjunto de bienes culturales y simbólicos al que puede acceder y llegar a poseer los sectores populares, los cuales no tienen ningún control acerca de la intensidad con la cual pueden poseerlo. La forma no es autónoma. Por ello, Bourdieu (1979) considera que muchas veces la pretendida autonomía de lo popular oculta la petrificación de la relación de dominación.
   En Bourdieu (1979) también es muy importante lo que se deja pasar, lo que se permite a las clases populares apropiarse. Simultáneamente, a lo que tiende el sistema de dominación es que el habitus no sea modificable (entendiendo como habitus el conjunto de prácticas que los individuos ponen en juego para apropiarse de los bienes, tanto económicos como simbólicos). La forma de apropiación debe estar perfectamente controlada. Sólo los sujetos de la clase dominante pueden modificar el habitus, y pueden inducirlo en las clases populares sólo una vez que demostró su inocuidad para el orden social. Esto se confía al sistema educativo, a la prensa, a las políticas culturales. Sería justamente esta posibilidad de manipular, de modificar el habitus, la que marca la distinción entre clases altas y populares.
   García Canclini (2001) señala que el universo de lo popular estaría constituido por los saberes y las prácticas tradicionales. En el proceso de modernización y globalización este autor apunta que, en el terreno de lo popular, "hay que preocuparse menos por lo que se extingue que por lo que se transforma" (García Canclini, 2001). Los productos tradicionales, "folklóricos", a la vez que mantienen sus antiguas funciones han asumido otras más modernas. Así, la artesanía, la música popular, el folklore "atraen a turistas y consumidores urbanos que encuentran en los bienes folklóricos signos de distinción, referencias personalizadas que los bienes industriales no ofrecen" (García Canclini, 2001). Lo que desaparece no es entonces el bien "popular", sino su pretensión de pertenecer a un universo autosuficiente.
   Bajtin (1987) profundiza el estudio del aspecto cómico de la cultura popular, en particular, la risa popular y sus formas. Dentro de la cultura cómica popular distingue, en particular, los festejos carnavalescos, pero también señala el lugar ocupado por las obras cómicas representadas en las plazas públicas, las parodias y el vocabulario familiar y grosero. La cultura cómica popular ocupaba un lugar de suma importancia en la Edad Media y el Renacimiento. La risa popular se oponía a la cultura oficial, seria y religiosa, de la época. En este sentido, los festejos del Carnaval tenían un lugar central en la vida del hombre medieval. Pero, además de tales festejos, Bajtin (1987) señala que "casi todas las fiestas religiosas poseían un aspecto cómico popular y público, consagrado también por la tradición", más aún, "ninguna fiesta se desarrollaba sin la intervención de los elementos de una organización cómica" (Bajtin, 1987). Estos ritos y espectáculos cómicos, que tenían lugar en forma paralela a los de la esfera oficial, mostraban una visión dual del mundo. Esta visión dual ya estaba presente en etapas anteriores de la evolución humana, cuando coexistían en el folklore de los pueblos primitivos los cultos serios y los cómicos. Pero en un mundo sin clases ni Estado estos dos aspectos del mundo eran igualmente sagrados. Al establecerse un sistema de clases y un Estado estos dos aspectos no pueden ser vistos como iguales y las formas cómicas deben irremediablemente adquirir un carácter no oficial. Así, "su sentido se modifica, se complica y se profundiza, para transformarse finalmente en las formas fundamentales de expresión de la cosmovisión y la cultura populares" (Bajtin, 1987).
   Thompson (1995) señala que "hay que tener cuidado sobre las generalizaciones al hablar de cultura popular". Tomando la cultura como "sistema de significados, actitudes y valores compartidos, y las formas simbólicas (representaciones, artefactos) en las cuales cobran cuerpo" se deja de lado el hecho de que en ella conviven elementos conflictivos, que hay una permanente circulación entre "lo escrito y lo oral, lo superior y lo subordinado, el pueblo y la metrópoli" (Thompson, 1995). Es decir que si se remite a la noción de consenso que subyace a la idea de cultura se corre el riesgo de ocultar "las contradicciones sociales y culturales, las fracturas y las oposiciones dentro del conjunto" (Thompson, 1995). Por eso no se puede generalizar al hablar de cultura popular, esta debe siempre enmarcarse en contextos históricos específicos. La cultura popular, más allá de remitir a los significados, las actitudes y los valores, se encuentra dentro de un equilibrio determinado de relaciones sociales, un cierto entorno laboral y determinadas relaciones de poder. Resumiendo, la cultura popular debe situarse "dentro de la morada material que le corresponde" (Thompson, 1995).
   Le Goff, prologando a Bolleme (1990), señala que al designar algo como popular (sea una obra, un objeto, una literatura, un arte, una religión o una cultura), tal designación parte de un rechazo. Lo popular es aquello que no es, ni erudito, ni científico, ni racional, ni noble. Bolleme (1990) apunta que usar la palabra popular parece una manera indirecta de hablar del pueblo pero sin nombrarlo, como si de esta forma se pudiera neutralizar la idea de oposición y enfrentamiento que subyace, ya que "la palabra pueblo es sinónimo de sublevación, de violencias, de terror y de temor" (Bolleme, 1990). Para Bolleme (1990) lo popular "ha venido a designar un conjunto cultural particular por sus condiciones de producción, de circulación o de consumo".
   En un trabajo sobre la religiosidad de los sectores populares, Semán (2000) subraya la tendencia a desvalorizar la cultura de estos sectores. Debido a que la noción de pobreza remite a una situación de escasez o carencia, muchas veces se comete el error de suponer que la cultura de los pobres es una derivación de tal carencia, es decir, es una cultura pobre. Así, sus representaciones y prácticas son vistas "como la sustitución ingeniosa pero deficiente de los verdaderos bienes: los nuestros" (Semán, 2000). En este sentido, el curandero aparecería como un sustituto del médico, el pastor del psicoanalista, los yuyos de los remedios. Esto implica olvidar que la cultura de los pobres es sobre todo una cultura, "un sistema de representaciones, de símbolos y valores que exige ser reconocido antes que evaluado" (Semán, 2000). En esta frase Semán (2000) remite claramente a Grignon y Passeron (1991), y nos introduce en el punto siguiente, relativo a la "cultura de la pobreza".
   Resumiendo, entre el relativismo (y su deformación, el populismo) y el legitimismo (y su extremo, el miserabilismo), debe buscarse un punto intermedio, que tenga en cuenta los conflictos y tensiones entre ambos. Así, reconocer que la cultura popular tiene sus propios mecanismos que la diferencian de la alta cultura, pero siempre inserta en una relación de dominación.

CULTURA DE LA "POBREZA"

   Hobsbawm (1987) apunta que "el mundo de los pobres, por complejo, independiente y separado que sea, es un mundo subalterno y, por ende, incompleto en algunos sentidos, pues normalmente da por sentada la existencia del marco general de los que tienen hegemonía o, en cualquier caso, su propia y casi permanente incapacidad para hacer mucho al respecto". Se debe resaltar que "las clases populares caen bajo la influencia de la cultura hegemónica porque ésta es, en cierto sentido, la única cultura que funciona como tal por medio de la alfabetización" (Hobsbawm, 1987). En este sentido, remite a aspectos ya mencionados en Bourdieu (1979).
   En relación a la "cultura de la pobreza" este trabajo remite a Lewis (1982) y Lewis (1972), aunque sin desconocer las críticas recibidas por esta visión.
Lewis (1972) señala que "en el uso antropológico el término cultura supone, esencialmente, un patrón de vida que pasa de generación en generación". En este sentido Lewis (1972) rescata de la pobreza su aspecto positivo. Además de la idea de carencia que este concepto evoca Lewis (1972) considera que su lado positivo consiste en que aporta mecanismos de defensa que les permiten a los pobres "seguir adelante". Enfatiza el carácter transmisible de generación en generación de lo que llama "cultura de la pobreza", resalta la existencia de sus modalidades propias y las consecuencias que tiene sobre quienes se encuentran en esta situación. Más aún, considera que esta cultura se convierte en una subcultura, que involucra a quienes se encuentran en los niveles más bajos de la escala socio-económica. Pero Lewis (1972) apunta que se debe diferenciar entre pobreza y cultura de la pobreza.
   El estudio realizado por Lewis (1982) aparece vinculado a la postura de Levi-Strauss de que cada cultura debe ser estudiada a partir de sus propias estructuras y sus propias formas culturales, y en este sentido es un ejemplo de aplicación del "relativismo cultural" hacia adentro, hacia la cultura de los grupos distintos en la sociedad nacional, hacia las clases subalternas o populares. Se reconoce que entre las clases populares y las minorías también existen principios, formas mentales, categorías, válidas dentro de esos grupos y distintas a las categorías predominantes en el terreno de la alta cultura. El trabajo de Lewis (1982) sería entonces un ejemplo de esta "etnología hacia adentro". Tratando de ver en qué consiste la cultura de los pobres Lewis (1982) encuentra que, llevados por la necesidad, por sus condiciones de vida, desarrollan valores, sistemas axiológicos, sistemas de conducta, prácticas (educativas, de lectura, de apropiación de objetos culturales) completamente distintas a las de la alta cultura. En general, estas prácticas tienen por finalidad la supervivencia. Lewis (1972), además, recoge otros textos donde se señala que la cultura de la pobreza muestra grandes semejanzas en "estructuras familiares, relaciones interpersonales, orientación en materia de tiempo, sistemas de valores y esquemas de consumo", semejanzas que trascienden regiones y fronteras. Para Lewis (1972), esto sería una evidencia acerca de cómo ante problemas comunes surgieron respuestas comunes.
   Tomando el caso de México, donde desarrolla su trabajo de campo, Lewis (1982) señala que la población a la que el atribuye participar de esta "cultura de la pobreza" se caracteriza, en relación al resto de la población, por elevadas tasas de mortalidad, menor expectativa de vida, mayor proporción de población en edades jóvenes y mayor participación en la fuerza de trabajo. En relación a los rasgos económicos propios de esta "cultura de la pobreza" Lewis (1982) enumera los siguientes: lucha constante por la vida, alternancia de períodos de desocupación y subocupación, bajos salarios, ocupaciones diversas en tareas no calificadas, trabajo infantil, carencia de ahorros, escasez crónica de dinero, falta de reservas de alimentos en el hogar, empeño de objetos personales, sistema de compras pequeñas y diarias, pedido de préstamos a prestamistas locales a tasas muy elevadas, uso de ropas y muebles de segunda mano. Dentro de las características sociales incluye: hacinamiento (lo que implica incomodidad y falta de vida privada), sentido gregario, altos niveles de alcoholismo, uso de la violencia para resolver las diferencias, violencia en la crianza de los niños, temprano inicio de la vida sexual, formación de uniones no legalizadas, frecuente abandono de madres e hijos (con la consecuencia de una importante incidencia de familias matrifocales y de mayor vinculación con la familia materna), predisposición al autoritarismo. También señala la tendencia a poner énfasis en el presente, sin planear para el futuro, la resignación y el fatalismo debido a las dificultades que deben atravesar en su vida diaria, culto al machismo y consecuente complejo de mártires entre las mujeres. Lewis (1982) también detecta en quienes viven en la "cultura de la pobreza" un sentido de marginalidad, de abandono, de no pertenencia, de impotencia, paralelo al cual hay también un sentimiento de inferioridad y desvalorización personal.
   Algunos de estos rasgos no serían más que soluciones a problemas que las instituciones oficiales no resuelven adecuadamente. Por ejemplo, el uso de remedios caseros o el recurrir a curanderos tendría que ver con la imposibilidad de pagar un médico y la desconfianza hacia el hospital.
   Tomando específicamente los personajes de Lewis (1982) pueden observarse algunos rasgos que se pueden generalizar. Por ejemplo, en el caso del padre ("Jesús Sánchez") se resalta la falta de infancia, el trabajo desde pequeño (aunque sea en las duras tareas domésticas que exige la supervivencia en el medio rural), el hacinamiento, la falta de acceso a la escuela, la desintegración familiar (por muertes tempranas o migración), las uniones a edades muy jóvenes, por lo general sin sanción legal o religiosa, la violencia doméstica, la migración a centros urbanos en busca de una oportunidad, el pasaje entre diferentes empleos precarios, transitorios, el anhelo de independencia, el rol de las redes sociales. En las historias de los hijos se pueden agregar a estos aspectos señalados la importancia de la comunidad barrial, ámbito en el cual se desarrollan sus vidas y donde se encuentran la mayoría de sus relaciones, el riesgo de la cárcel (justificada o injustificadamente), las huidas de la casa, el intento de progreso por vía del estudio, el alcoholismo entre los hombres.
   Quienes viven en la "cultura de la pobreza" no tendrían según Lewis (1982) un sentido de la historia, ni advertirían las semejanzas entre sus problemas y los que atraviesan otras personas en otros lugares del mundo. En ese sentido, no tendrían conciencia de clase. Al adquirirla, dejarían de formar parte de esta cultura, aunque su situación de pobreza no cambie.
   Reconocer la existencia de la "cultura de la pobreza" plantea el problema de que se puede intentar eliminar la pobreza, pero no su cultura, ya que se trata de un modo de vida. En este sentido, Lewis (1982) apunta a reconocer los aspectos positivos del mismo. Por ejemplo, el hecho de vivir el presente implica una capacidad de gozo y aceptación de los impulsos muchas veces reprimida en otros sectores sociales. También el uso de la violencia es una salida frente a la hostilidad del medio, e implica menores niveles de represión que otros grupos sociales.
   Lewis (1982) distingue entre el empobrecimiento y la cultura de la pobreza. Quienes se han empobrecido, provenientes de estratos medios, no compartirán esta subcultura. Al respecto, a continuación me voy a referir a la "cultura de la caída". Esta cuestión es de suma relevancia para la Argentina contemporánea, debido al fuerte y creciente peso que el grupo de nuevos pobres tiene en el total de la pobreza.
   Antes de esto, quisiera comentar brevemente dos cuestiones, que resultan relevantes en torno a la cuestión de la cultura popular. Por un lado, Semán (2000), que estudia el fenómeno de difusión del pentecostalismo en los sectores populares. En lugar de relacionar de una manera simple el fenómeno mencionado al aumento de la pobreza, Semán (2000) enfatiza la proximidad cultural entre la religión pentecostal y las prácticas culturales de los sectores populares. En este sentido, se afirma que el crecimiento del pentecostalismo se basa en su capacidad de movilizar supuestos culturales preexistentes en los grupos populares, aspectos que no han podido ser ni rescatados ni resignificados por la cultura popular moderna o por la Iglesia Católica (Svampa, 2000a).
   Por otro lado, Svampa (2000b) estudia la pérdida del monopolio de lo popular por parte del peronismo, lo cual introduce una dimensión también muy importante de la cultura de los sectores populares en la Argentina reciente. Señala que la hegemonía del peronismo en los sectores populares dio lugar a una "homogeneización político-cultural, que implicaba la subordinación y hasta la deslegitimación de otras prácticas o creencias populares" (Svampa, 2000b).
   Merklen (2000), a través de las historias de dos jóvenes que viven en asentamientos periféricos del Gran Buenos Aires, muestra cómo el barrio funciona como una comunidad, cómo barrio y familia se ocupan de cubrir las falencias de las instituciones que, en otros ámbitos sociales, o en otras épocas, construían los lazos sociales y guiaban a los jóvenes por un camino que llevaba primero a la escuela y luego al empleo. Actualmente, y desde los últimos peldaños de la escala social, es el barrio el que brinda los "soportes relacionales que sostienen a los individuos", reemplazando en muchos casos el papel que deberían cumplir instituciones estatales en retirada.
   Al igual que en Lewis (1982), en Merklen (2000) se observa que la vida de los jóvenes en situación de mayor pobreza y precariedad laboral gira en torno del barrio. Allí tienen sus amigos, allí (o en las cercanías) pasan sus momentos de ocio (no hay plata para ir más lejos), jugando al fútbol o en los bailes (bailanta o rock). También, lo mismo que en Lewis (1982), aparece la amenaza de la policía y la cárcel, por episodios de violencia callejera. El centro de la ciudad, aunque puede estar cercano geográficamente, forma parte de un mundo inaccesible y lejano.
   Otro aspecto que Merklen (2000) destaca es cómo los habitantes de estos barrios deben enfrentar una inestabilidad cotidiana, más allá de la precariedad del empleo. Por ejemplo, las lluvias que vuelven intransitables las calles, el colectivo que inesperadamente deja de pasar, episodios de violencia, el colectivo demasiado lleno para poder subirse y volver a casa, los trámites en el municipio, el PAMI o el hospital que demoran largos períodos. Todo esto configura una situación de gran inestabilidad para quienes viven "en los márgenes", inestabilidad a la que se acostumbran a enfrentar evitando la planificación, viviendo día a día. Pero si bien esta inestabilidad se expresa en la vida cotidiana, en realidad "tiene su origen en la forma de las instituciones que organizan la cohesión social" (Merklen, 2000).
   Merklen (2000) considera que es la ausencia o el mal funcionamiento de las instituciones lo que da lugar al desarrollo de una cultura de la periferia. Y apunta que esto no tiene que ver específicamente con la pobreza, sino con la vulnerabilidad. Se puede ser pobre porque los ingresos son insuficientes, pero tener una posición clara y estable en la estructura social (como era el caso del proletariado). En cambio, quienes están en situación de vulnerabilidad sufren una inestabilidad permanente y una necesidad continua de adaptación.
   Resumiendo, los sectores populares que viven en la pobreza muestran rasgos propios, que los caracterizan y a la vez los diferencian de otros grupos sociales. Estos rasgos tienen que ver con diferentes aspectos de la vida, ya mencionados, que van desde las prácticas cotidianas hasta la planificación del futuro (o la ausencia de tal planificación). Pero siempre recordando que estos sectores forman parte de un sistema de dominación, en el cual ocupan una posición específica, que influye y determina muchos de los aspectos centrales en sus vidas.

LA CULTURA DE LA CAÍDA: LOS NUEVOS POBRES

   En la Argentina de las últimas décadas del siglo XX, además de empeorar las condiciones de vida de vastos sectores de la población se ha dado un creciente empobrecimiento de las capas medias, proceso que ha generado también cambios de relevancia en las prácticas cotidianas de estos grupos. A este tema, "la cultura de la caída", me referiré a continuación.
   En relación al empobrecimiento de los sectores medios y las consecuencias del mismo existe una vasta literatura en Argentina, especialmente a fines de los años ochenta y principios de los noventa. Intentaré remitirme sólo a los efectos del empobrecimiento sobre las prácticas culturales de las capas medias.
   Minujin (1997) señala que si bien los pobres estructurales (Nota 1) pagaron buena parte del costo social de la crisis y el ajuste, otra parte significativa fue pagada por la clase media. Esta sufrió una pérdida de ingresos similar o mayor que la de los sectores de ingresos bajos. Con la incorporación de estratos medios al universo de la pobreza este muestra una complejidad y heterogeneidad crecientes. Los nuevos pobres no comparten con los pobres estructurales ni la ubicación geográfica ni las características socio-culturales.
   Tanto los pobres estructurales como los nuevos pobres han sido los perdedores en la Argentina de las últimas décadas. Todos tuvieron que resignar algo, tanto bienes y servicios privados como públicos. Pero mientras los pobres estructurales presentan las características usuales en estos grupos (bajo nivel de educación, alta fecundidad, origen rural o de país limítrofe, ubicación espacial en villas miserias o barrios precarios), los nuevos pobres casi no se diferencian de los no pobres en sus características socio-demográficas. Es en el interior de sus vidas donde se nota la diferencia.
   Las principales causas desencadenantes de la caída pueden resumirse en: a) caída del ingreso real, lenta, sin cambios bruscos, como un deslizamiento imperceptible, a lo largo del cual se consumió capital económico y social hasta quedar en la pobreza, b) pérdida de la ocupación o c) cambio a una ocupación que parecía más prometedora y resultó no serlo. En general el empobrecimiento se atribuye a errores propios, se detecta un alto grado de autoculpabilidad en estos casos.
   Minujin y Kessler (1995) estudian el tema de la nueva pobreza en la Argentina de los ochenta y los noventa intentando comprender los efectos que los procesos de ajuste tienen sobre la gente. Buscan presentar los aspectos más cotidianos de una sociedad que se ha empobrecido y de esta manera llamar la atención sobre la dimensión humana de los procesos de ajuste estructural.
   La heterogeneidad es el rasgo central de la nueva pobreza. No sólo es el ingreso actual el que define la condición de vida de los nuevos pobres. Una diversidad de recursos se transformarán en sus herramientas principales una vez que se encuentren en la pobreza. Aquí juega un rol fundamental el capital social: la red de familiares y amigos a los que pueden recurrir para buscar trabajo, u obtener algún bien o servicio en condiciones favorables. Este capital social dependerá básicamente de las distintas trayectorias sociales y orígenes familiares. Por ello, en la nueva pobreza la presencia de un mayor capital social marcará siempre alguna diferencia. Pero este tipo de recursos tiene sus límites. Nada asegura cuál será su duración. En el fondo hay una vulnerabilidad real de los nuevos pobres.
   Además del capital social, otro recurso es el capital cultural. El origen social, la educación recibida, el tipo de experiencias y la posición ocupada en los distintos ámbitos sociales que se han transitado van forjado formas casi inconscientes de mirar el mundo y de representarse su propio lugar en él. Esto origina disposiciones a percibir, a actuar, a reflexionar, a demandar, que varían según la clase social.
   Pero el capital social no se acumula y selecciona con un criterio estratégico y previsor. Entonces el capital social puede ayudar a solucionar algunos problemas pero no otros. Esto da lugar a una gran heterogeneidad en la situación de los nuevos pobres, ya que pueden sufrir exclusión en algunas áreas y no en otras. Otra de las características de la nueva pobreza es su invisibilidad. Mientras que los viejos pobres viven en barrios y enclaves reconocibles por todos, los nuevos pobres pueden encontrarse en cualquier lado. Es una pobreza privada, de puertas adentro.
   Los nuevos pobres constituyen un estrato híbrido. Se trata de un grupo social caracterizado por la combinación de prácticas, costumbres, creencias, carencias y consumos asociados a diferentes sectores sociales. Esta hibridez resulta de tres procesos simultáneos: a) carencias y necesidades insatisfechas del presente, b) bienes, gustos y costumbres que quedan en el pasado y c) posibilidad de suplir algunas carencias gracias al capital social y cultural acumulado.
   El empobrecimiento también puede verse como un profundo cambio cultural producido por la completa transformación de la vida cotidiana. Al caer, cada práctica que de algún modo guarde relación con la economía familiar debe ser examinada, reevaluada y modificada, o directamente suprimida, a la luz de la nueva situación familiar. Esta alteración de las prácticas rutinarias arrastra consigo ideas, creencias, expectativas, categorías de percepción que hasta entonces eran consideradas evidentes (Kessler, 2000). Así, "partes sedimentadas del mundo cotidiano se desnaturalizan sin que la cultura les ofrezca un nuevo marco de legibilidad" (Kessler, 2000). Entonces los nuevos pobres deben encontrar significados nuevos para una situación frente a la cual no tienen respuestas, ni en su historia familiar ni en las experiencias comunes de la sociedad. El empobrecimiento marca un corte abrupto con el modelo histórico-cultural vigente. A diferencia de la inflación, para la cual había estrategias disponibles, para el empobrecimiento sin retorno estos sectores no se hallaban preparados, ni desde la socialización familiar ni desde la cultura. Por ello, se requiere una redefinición del mundo exterior, que permita de alguna forma reestablecer certezas acerca de él, y de esta manera, en alguna medida, controlarlo y relacionarse con él.
   El empobrecimiento conlleva dos movimientos simultáneos y de sentido inverso. Por un lado se deben reformular hábitos relacionados de algún modo con lo económico. Por otro lado, se deben buscar alternativas antes desconocidas para obtener nuevas opciones de consumo, ingresos o cualquier oportunidad de mejorar la situación. Es decir, se debe aprender a ser pobre, para lo cual no hay guías. "El camino hacia la pobreza es un constante ensayo y error en el que cada error sale caro y lleva a perder un capital que será muy difícil recuperar" (Minujin y Kessler, 1995).
   Al mismo tiempo los nuevos pobres luchan por mantener algunos pequeños gustos a los que se niegan a renunciar, o al menos, reemplazarlos por otros nuevos. Así, la realidad de la nueva pobreza puede verse como el encadenamiento de pequeñas miserias y pequeñas alegrías, donde éstas últimas serán las que dan fuerza para seguir luchando. Estos placeres cotidianos pueden tener que ver con el uso del tiempo libre o, cuando no queda espacio para él, con pequeñas gratificaciones en el trabajo. Hay quienes encuentran satisfacción en experiencias colectivas que los acercan a otros en la misma situación. También está la opción de reducir las expectativas al mínimo y tener como incentivo la salud o la unión familiar que se posee. Otro factor de gran peso es la actitud de familiares, amigos y conocidos frente al empobrecimiento. Hay relaciones que se fortifican y otras que se disuelven. Las pequeñas alegrías son importantes, además, porque resguardan una identidad social en crisis. En algunos casos el empobrecimiento es visto como un punto de inflexión que da lugar a un cambio de valores, a la unión familiar, a la revalorización de cosas simples y pequeñas. (Minujin y Kessler, 1995)
   El empobrecimiento, al desestructurar lo cotidiano, pone en cuestión la propia identidad. El empobrecimiento va erosionando lentamente las bases en las que se sostiene la identidad social del individuo. En el caso de la nueva pobreza esto se complica por su propia hibridez, por la coexistencia en una misma persona de hábitos, relaciones sociales, títulos y creencias propias de un pasado no pobre y un presente pobre. Entonces el empobrecimiento implica la construcción de una identidad totalmente novedosa.
   La crisis de identidad puede aparecer vinculada a la caída del poder adquisitivo, a la contracción del consumo. Como la clase media se define en gran medida por sus hábitos de consumo, por frecuentar ciertos lugares, por vivir como vive, entonces al cambiar los hábitos de consumo se desestructuran las bases de la identidad.
   Sin intentar una explicación del por qué de esta caída, que excede a los propósitos de este trabajo, se puede señalar la vinculación entre ella y el debilitamiento de lo que Castel (1997) denomina la "condición salarial", y cuyo fortalecimiento estuvo íntimamente vinculado, en el caso argentino, con el surgimiento y apogeo del peronismo. El próximo apartado aporta una mirada en este sentido, rastreando también algunos aspectos históricos de la condición obrera.

LA INFLUENCIA DE LAS TRANSFORMACIONES LABORALES EN LOS MODOS DE VIDA Y LA CULTURA POPULAR

   Hobsbawm (1987) describe la formación de la cultura obrera británica. Al respecto, encuentra que muchos rasgos que luego serían característicos de la vida, la cultura y los movimientos de las clases trabajadoras tienen sus orígenes en la primera fase de la revolución industrial. Hacia finales de 1870 estas pautas cobraron la forma permanente que conservarían prácticamente hasta fines de la Segunda Guerra Mundial.
   Esta cultura obrera Hobsbawm (1987) la ubica entre 1880 y 1890, y la vincula al nacimiento del fútbol como deporte de las masas proletarias, las vacaciones en la costa, la gorra con visera, los negocios que venden "fish-and-chips". También apunta la importancia del surgimiento de la calle comercial principal en cada ciudad y distrito obreros (High Street). Esto último se vincula a la articulación entre producción en serie y consumo de masas que tuvo lugar bajo el régimen de acumulación fordista. Un poco más tarde se difunden nuevos bienes de consumo y nuevas formas de ocio, a la vez que los obreros acceden a mejores viviendas. Entre las nuevas formas de ocio cabe resaltar el lugar que tuvieron el cine, los locales de baile, las quinielas futbolísticas y la radio. La radio era hacia los años treinta "el medio más universal de cultura popular, porque era el más doméstico" (Hobsbawm, 1987). Otros aspectos igualmente relevantes, vinculados a los cambios en las condiciones materiales de vida de las clases trabajadoras británicas a fines del siglo XIX y comienzos del XX, tienen que ver con las modificaciones en los sistemas de distribución de bienes (el pequeño comercio comienza a perder terreno frente a la aparición de las grandes tiendas), la difusión de la venta a plazos (que hizo posible transformar el interior de la vivienda obrera), los cambios en la dieta de la clase trabajadora, y la aparición de un transporte público masivo y barato.
   En relación a lo ocurrido paralelamente en Francia, Castel (1997) señala "tres formas dominantes de cristalización de las relaciones de trabajo en la sociedad industrial, también tres modalidades de las relaciones del mundo del trabajo con la sociedad global". Ellas son: condición proletaria, condición obrera y condición salarial. Si bien se sucedieron en el tiempo, no tienen entre ellas una relación lineal.
   Si bien el proletario "era un eslabón esencial en el proceso naciente de industrialización" (Castel, 1997) vivía en una situación de permanente vulnerabilidad, que daba lugar al pauperismo. Este, además de constituir una amenaza al orden político y social, representaba una gran decepción frente al optimismo liberal del siglo XVIII. Parecía que la industrialización, portadora de la modernidad, y símbolo del progreso económico, conduciría a una disociación social completa.
   En cuanto a la vida cotidiana de los proletarios, "la ciudad y la fábrica constituían una institución total en el sentido literal de la palabra, un lugar único en el cual el hombre realizaba la totalidad de sus necesidades, vivía, trabajaba, se albergaba, se nutría, procreaba y moría" (Castel, 1997). Así, el primer intento de una seguridad social se pagaba con la dependencia absoluta del obrero. En realidad, estas concentraciones tenían un carácter paradójico. "En lo esencial, sus voceros aceptaban el liberalismo económico, la industrialización, la estructura contractual del derecho en general, y de la relación salarial en particular. Pero al mismo tiempo se esforzaban en reinyectar en ese universo de la modernidad un modelo de relación tutelar evocativo de lo que Marx y Engels llamaban, con cruel ironía, el mundo encantado de las relaciones feudales" (Castel, 1997).
   Pero "las exigencias de la organización del trabajo en gran escala iban a imponer relaciones objetivas" (Castel, 1997), dejando de lado las relaciones de dependencia personal. Además, se subestimó "el sentimiento orgulloso y celoso que los obreros tenían de su independencia" (Castel, 1997). Si bien la tutela patronal podía ejercer influencia sobre poblaciones obreras compuestas por inmigrantes recientes, desarraigados en su nuevo ambiente industrial, pero todavía impregnados de sus valores rurales de origen, no podía hacerlo en el seno de una clase obrera organizada, permeable a las doctrinas socialistas y comunistas.
   Así, se llegó a constituir una nueva relación salarial, a través de la cual el salario dejó de ser la retribución puntual de una tarea. El salario "aseguraba derechos, daba acceso a prestaciones fuera del trabajo (enfermedades, accidentes, jubilación), y permitía una participación ampliada en la vida social: consumo, vivienda, educación, e incluso, a partir de 1936, ocios" (Castel, 1997). Se trataba de una integración en la subordinación. A la vez se daba origen a una estratificación más compleja que la mera oposición entre dominantes y dominados, "una estratificación que incluía zonas superpuestas en las cuales la clase obrera vivía esa participación en la subordinación: el consumo (pero de masas), la educación (pero primaria), los ocios (pero populares), la vivienda (pero vivienda obrera)" (Castel, 1997). Esto dio lugar al carácter inestable de la integración, vinculado a la conciencia de clase, a la distinción entre "ellos" y "nosotros".
   En síntesis, la condición obrera en la sociedad hacia 1930 podría caracterizarse como "una relativa integración en la subordinación" (Castel, 1997). Los factores de pertenencia serían el seguro social, el derecho del trabajo, los beneficios salariales, el acceso al consumo de masas, la relativa participación en la propiedad social e incluso ocios. Todos estos factores "contribuían a estabilizar la condición obrera creando distancia con la inmediatez de la necesidad" (Castel, 1997). En este sentido, la condición obrera se distanciaba notoriamente de la condición proletaria de los inicios de la industrialización, que se encontraba signada por una vulnerabilidad incesante. Entonces, se puede hablar de integración, pero en un marco dualista, ya que la conciencia de la división "era mantenida por las experiencias de la clase obrera en los principales sectores de la vida social: el consumo, la vivienda, la educación, el trabajo" (Castel, 1997).
   Por un lado, diferentes estudios muestran "las consecuencias antropológicas de la afectación de la mayor parte del presupuesto al consumo alimentario: el debilitamiento de los gastos que no tienen por finalidad la reproducción biológica amputa la participación en la vida social" (Castel, 1997). En cuanto a la vivienda, si bien ya no era la casa infernal del siglo XIX, "la insalubridad y el amontonamiento seguían caracterizando los tugurios. ... En cuanto a la instrucción, sólo en 1931 se llegó a la gratuidad de la enseñanza secundaria. ... la democratización (relativa) de la enseñanza no se logró hasta la década de 1950" (Castel, 1997).
   Hacia 1930 persistía "un fuerte particularismo obrero. Nivel de vida, nivel de instrucción, modos de vida, relación con el trabajo, grado de participación en la vida social, valores compartidos, eran factores que dibujaban una configuración específica, la cual constituía a la condición obrera como clase social. ... tanto por el lugar subordinado que ocupaba en la jerarquía social como por su cohesión interna, el mundo obrero aparecía a la vez formando parte de la nación y organizado en torno de intereses y aspiraciones propios" (Castel, 1997).
   Hasta principios de la década de 1930, el sector asalariado era prácticamente un sinónimo de sector asalariado obrero. Pero poco a poco el grupo de asalariados obreros fue perdiendo peso dentro del sector asalariado. Y por ende cayó la gravitación de la condición obrera en la organización del trabajo. Pero "el sentido de estas transformaciones no se advertirá hasta 1975, fecha que puede tomarse para marcar la apoteosis de la sociedad salarial" (Castel, 1997).
   La concepción secular del trabajo asalariado, presente en Marx, desapareció en las décadas de 1950 y 1960, "arrastrando consigo el rol histórico de la clase obrera. ... La lenta promoción de una clase asalariada burguesa abrió el camino, y desembocó en un modelo de sociedad ya no atravesada por un conflicto central entre asalariado y no-asalariado, es decir, entre proletarios y burgueses, trabajo y capital", sino "organizada en torno a la competencia entre diferentes polos de actividades salariales" (Castel, 1997). Si bien esta sociedad no era homogénea ni estaba pacificada, "sus antagonismos tomaban la forma de luchas por los puestos de trabajo y las categorías, y no ya de la lucha de clases. En esa sociedad, el salariado dejó de ser un estado lamentable, para convertirse en un modelo privilegiado de identificación" (Castel, 1997).
   Con algunas excepciones, "la sociedad salarial pudo desplegar una estructura relativamente homogénea en su diferenciación" (Castel, 1997). El salariado era el "principio único, que a la vez los unía y los separaba, y del tal modo daba fundamento a su identidad social" (Castel, 1997). Para Castel (1997) "en una sociedad salarial todo circula, todo el mundo se mide y se compara". Es una especie de competencia "a través de la cual los sujetos sociales juegan su identidad en la diferencia" (Castel, 1997). Así, "el salariado no era sólo un modo de retribución del trabajo, sino la condición a partir de la cual se distribuían los individuos en el espacio social" (Castel, 1997).
   La conmoción que afectó a la sociedad en los 70 se manifestó por medio de una "transformación de la problemática del empleo" (Castel, 1997). Esto incluye al desempleo como fenómeno más visible, pero también a la precarización del empleo. Si bien el empleo por tiempo indefinido sigue siendo mayoritario, los flujos de contrataciones muestran un gran cambio. Las formas de empleo que se desarrollan incluyen una gran variedad, pero se caracterizan por su inestabilidad, y por afectar más a los jóvenes y a las mujeres. Además de una periferia precaria, se genera un proceso de "desestabilización de los estables". En este sentido, "el proceso de precarización atraviesa algunas de las zonas antes estabilizadas del empleo" (Castel, 1997).
   Se puede hablar de una instalación de la precariedad como algo cotidiano. En este sentido, la exigencia de la flexibilidad resulta muy "costosa" para los trabajadores. "Lo que se rechaza no es tanto el trabajo sino un tipo de empleo discontinuo y literalmente insignificante, que no puede servir de base para la proyección de un futuro manejable. Esto impone estrategias de supervivencia basadas en el presente, por lo que se desarrolla" una cultura de lo aleatorio (Castel, 1997). Nuevamente, el pueblo debe vivir al día.
   En un grupo de población activa cada vez más numeroso, "se ha perdido la identidad por el trabajo" (Castel, 1997). Aunque se pueden identificar varios círculos de identidad colectiva, como el gremio (el colectivo del trabajo), el barrio (comunidad de hábitat), el café, el suburbio, etc. (comunidad de modo de vida), "en la sociedad industrial, sobre todo para las clases populares, el trabajo funciona como gran integrador" (Castel, 1997). Más allá de la integración familiar, escolar, profesional, social, política, cultural, etc. "el trabajo es un inductor que atraviesa estos campos, un principio, un paradigma, algo que se encuentra en las diversas integraciones afectadas y que hace posible la integración de las integraciones sin hacer desaparecer las diferencias o los conflictos" (Castel, 1997).
   Finalmente, Castel (1997) reconoce que los grupos que enfrentan estas turbulencias ven desestabilizados sus modos de vida. Obviamente, se debe interpretar a Castel teniendo en cuenta que escribe desde y sobre una sociedad avanzada. En países como el nuestro, y especialmente en zonas periféricas del mismo como Jujuy, la sociedad salarial tal como Castel la describe en el fondo nunca existió.
   En el terreno contemporáneo Sennet (2000) estudia cómo el nuevo escenario laboral de las últimas décadas del siglo XX (que cambia completamente las nociones de estabilidad, trayectoria laboral y carrera, e introduce una movilidad absoluta) genera efectos sobre el carácter de los individuos. Sennet (2000) señala que la flexibilidad ataca las formas rígidas de la burocracia y la rutina, a la vez que cambia el significado mismo del trabajo: no hay más una carrera. En este sentido, la flexibilidad crea ansiedad. Por un lado, parecería que esto da más libertad a la gente para moldear su vida. Pero, en realidad, lo que hace es implantar nuevos controles, difíciles de comprender. Por ello, el nuevo capitalismo es un régimen de poder ilegible y su aspecto más confuso es el impacto sobre el carácter. Estando el carácter básicamente centrado en el aspecto duradero de nuestra experiencia emocional, el mismo resulta fuertemente afectado en una sociedad donde prima la inmediatez. Es decir, "cómo perseguir metas a largo plazo en una economía centrada en el corto plazo?" (Sennet, 2000).
   Mientras que en el pasado el trabajador estaba frente a una concepción lineal del tiempo, con logros acumulativos y previsibles (lo que, aún estando en lo más bajo de la escala social, le generaba una sensación de respeto por su propia persona), en la actualidad el trabajador debe acostumbrarse a vivir bajo el lema de "nada a largo plazo". Los cambios materiales que esto involucra terminan volviéndose disfuncionales para el propio individuo, particularmente en relación con su vida familiar. Los grandes interrogantes para Sennet (2000) serían: cómo perseguir objetivos de largo plazo en una sociedad a corto plazo, cómo mantener relaciones sociales duraderas, cómo desarrollar una identidad en una sociedad compuesta de episodios y fragmentos. Sennet (2000) concluye que el dilema del trabajador actual sería que "el capitalismo de corto plazo amenaza con corroer su carácter, en especial aquellos aspectos del carácter que unen a los seres humanos entre sí y brindan a cada uno de ellos una sensación de un yo sostenible". Si bien a lo largo de la historia del hombre éste ha sufrido cambios repentinos, estos se debían a guerras, hambrunas, catástrofes. Es decir, la necesidad de improvisar para sobrevivir no es nueva. Pero, como remarca Sennet (2000), "lo que hoy tiene de particular la incertidumbre es que existe sin la amenaza de un desastre histórico, y en cambio, está integrada en las prácticas cotidianas de un capitalismo vigoroso".
   En relación a cómo la precarización del empleo se refleja en la Argentina contemporánea Merklen (2000) muestra cómo el deseo de encontrar un empleo estable de parte de un joven ocupante de un asentamiento periférico del Gran Buenos Aires se encuentra fuera del tiempo, al igual que su padre, que persiste en conductas "honestas" que no le permitieron sostener la posición económica que tenía (socio de una pequeña fábrica) y lo llevaron en una movilidad social descendente hasta trabajar como vendedor ambulante de comidas. Al estudiar la historia de otro joven, del mismo asentamiento, lo que Merklen (2000) nos relata remite a la descarnada biografía de "Los hijos de Sánchez": alternancia entre diferentes trabajos, todos temporarios, todas ocupaciones no calificadas, todos sin ningún tipo de protección social.
   Merklen (2000) señala que desde los años treinta, y aún desde antes, "la cultura de los sectores populares se construyó en torno del trabajo asalariado". Esta cultura popular centrada en el trabajo "tuvo su expresión urbana en la figura del barrio" (Merklen, 2000) y la participación se desarrolló como "lucha por los derechos de los trabajadores, más que por los derechos de la ciudadanía" (Merklen, 2000), figura muy ligada al peronismo. Cuando el trabajador es desplazado de su papel central dentro de la cultura popular, ésta también cambia. Así, la desaparición de la figura del empleo permanente, a tiempo completo y con protección social, especialmente para los nuevos ingresantes al mercado de trabajo, da lugar a lo que Merklen (2000) llama "la lógica del cazador". A diferencia de los agricultores, que proyectan sus vidas en función de cosechas anuales, que a su vez dependen de ciclos naturales, los cazadores día a día buscan en la ciudad una oportunidad. Un día tendrán suerte, otro no. Lo que hacen en definitiva es buscar su supervivencia en aquellos espacios que el Estado ha dejado vacíos. En este sentido, en un universo marcado por la inestabilidad y el riesgo, como suele ser el que viven los sectores populares (y que también se percibe en Lewis), la lógica de estos individuos remite, al menos parcialmente, al Lazarillo de Tormes, quien debe encontrar la forma de sobrevivir a base de picardía, en una sociedad que no le brinda un lugar seguro y estable. Vivir en los márgenes requiere astucia, como la de los cazadores. Aunque también se debe reconocer que la comunidad barrial no está aislada del resto de la ciudad, por lo que no se trata de una cultura separada.
   Svampa (2000b) analiza la situación actual de los trabajadores metalúrgicos, como una muestra de las transformaciones laborales, sociales y económicas que han tenido lugar en la Argentina de las últimas décadas, con las consecuentes influencias que tales transformaciones han tenido a nivel de las identidades de los actores y remarcando las diferencias generacionales que se pueden detectar.
   Svampa (2000b) señala cómo a partir del régimen justicialista de 1946-1955 los sectores populares son incorporados, en los planos social y económico, pero también simbólico, a la idea de un país integrado, con movilidad social ascendente, idea que hasta entonces había estado encarnada en los sectores medios. El típico trabajador metalúrgico era sinónimo, en boca de él mismo, "de la casita, un autito, los chicos al colegio, una vez por mes salir a comer afuera" (Svampa, 2000b). El orgullo de ser trabajador metalúrgico aparece entonces también ligado a un estilo de vida y una forma de consumo, que remite a las capas medias. Lo que caracteriza centralmente a este colectivo es "una cultura del trabajo" en la cual se cimenta su identidad social.
   Un aspecto a resaltar es que el peronismo aparece como un mecanismo de distinción entre los sectores populares y las capas medias y altas. En este sentido, un estudio de la cultura de los sectores populares en Argentina desde mediados del siglo XX requeriría un profundo análisis del rol de este movimiento político.
   Frente a un grupo de trabajadores de mayor edad, con gran conciencia sindical y raigambre peronista, y con una fuerte cultura del trabajo, aparece la actitud despolitizada, hedonista y consumista de los jóvenes. Tanto el sacrificio como la previsión aparecen como valores asociados a la cultura del trabajo y al estilo de vida de las generaciones antiguas. Los jóvenes, en cambio, muestran una relación instrumental con el trabajo: sólo trabajan para vivir. Además, los consumos culturales propios de los jóvenes conforman una identidad que los aleja cada vez más de una cultura popular peronista y de una conciencia obrera. En el límite, un joven trabajador metalúrgico seguramente se encuentra más próximo a otro joven de una gran metrópoli, por lejos que ésta esté, que a los trabajadores metalúrgicos de generaciones anteriores. Los jóvenes comparten gustos musicales, vestimentas, el desprecio por la política y los políticos, aunque siempre las diferencias permanecen, según el lugar que se ocupa en la escala social (Svampa, 2000b).
   Concluyendo, Svampa (2000b) plantea la inexistencia en la Argentina de una cultura obrera clasista comparable a la inglesa, pero señala que "durante décadas el peronismo fue el lenguaje político que estructuró la experiencia subjetiva de los sectores populares". Este continuó siendo en los sectores populares el único capaz de "organizar la experiencia cotidiana, a la vez política y privada" (Svampa, 2000b). En definitiva, el peronismo canalizó "una dimensión obrerista y contracultural, expresada entre otras cosas por la valoración del mundo del trabajo (sobre todo, del trabajador industrial), por el desprecio de los no-trabajadores, la nostalgia del esplendor populista y la proliferación de expresiones iconoclastas en el lenguaje popular" (Svampa, 2000b).
   Svampa (2000b) reconoce que en la actualidad el rol del peronismo como articulador de la experiencia pública y privada de los sectores populares urbanos se encuentra en desaparición. Esto es en parte consecuencia de la creciente heterogeneidad de los sectores populares resultante de los cambios en la estructura social argentina. Por ello, el enfrentamiento generacional entre jóvenes y viejos trabajadores metalúrgicos en definitiva no hace más que mostrar "el debilitamiento y la desaparición de los marcos sociales y culturales del antiguo mundo obrero" (Svampa, 2000b).

NOTAS

1) Se denomina pobres estructurales a aquellos grupos que han sufrido "desde siempre" la pobreza, lo cual se expresa no sólo en insuficiencia de los ingresos del hogar para alcanzar una canasta mínima de subsistencia, sino también en condiciones de vivienda, saneamiento, hacinamiento y escolarización por debajo de lo que se considera necesario para una vida digna. Serían aquellos que Lewis (op.cit.) nos muestra tan descarnadamente.

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