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Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Jujuy

versão On-line ISSN 1668-8104

Cuad. Fac. Humanid. Cienc. Soc., Univ. Nac. Jujuy  no.47 San Salvador de Jujuy jun. 2015

 

ARTÍCULO ORIGINAL

En busca del “nacionalismo auténtico”. Institucionalización de repertorios de danzas folclóricas en argentina, Bolivia y Perú a mediados del Siglo XX

(Searching for the “authentic nationalism”. Institutionalisation of folk dances repertories from Argentina, Bolivia and Peru by the middle of XX Century)

Silvia Elisa Benza Solari* - Yanina Mennelli** - Adil Podhajcer***

* Universidad de Buenos Aires - Facultad de Filosofía y Letras - Puan 480 - CP 1420 - Buenos Aires. Correo Electrónico: sbenza@hotmail.com

** Universidad Nacional de Rosario - Facultad de Humanidades y Artes - Entre Ríos 758 - CP 2000 - Rosario. Correo Electrónico: yaninamennelli@hotmail.com

*** Universidad de Buenos Aires - Facultad de Filosofía y Letras - Puan 480 - CP 1420 - Buenos Aires / Universidad Nacional de San Martín (IDAES) - Paraná 145 - Buenos Aires. Correo Electrónico: adilpo@yahoo.com.ar

RESUMEN

            Este artículo aborda comparativamente la constitución de los repertorios folclóricos de danzas peruanas, bolivianas y argentinas y su institucionalización en las décadas de 1940 y 1950, con la intención de reflexionar sobre las diversas significaciones y valoraciones estéticas e identitarias atribuidas a los elementos expresivos que fueron construidos como “indígena”, “andino”, “afro” y “criollo” en los mismos. Mediante la investigación de fuentes históricas y materiales etnográficos propios, se reseña la conformación de dichos repertorios, dando cuenta de los principales actores involucrados -gobiernos, gestores culturales, artistas, investigadores, difusores- que dieron lugar a la creación de patrimonios culturales y modos del ser nacional. Durante dicho período, las instituciones y programas folclóricos de investigación alentaron la preservación y recopilación de lo que consideraron supervivencias (música, danza y literatura oral) en el marco de un proceso sociocultural caracterizado por intensas migraciones internas, que conllevaron sentimientos ambivalentes con respecto a los sectores populares. Finalmente, consideramos que en los tres casos analizados se desarrollaron aparatos ideológicos que sustentaron una visión hegemónica de los procesos históricos, basada en proyectos unilineales sobre la cultura nacional. Por tanto, en la representación de las identidades nacionales se valoraron determinados elementos expresivos por sobre otros y esto terminó legitimando los repertorios auténticos del folclore boliviano, peruano o argentino.

Palabras Clave: Argentina; Bolivia; Danzas; Institucionalización; Perú; Repertorios Folclóricos.

ABSTRACT

                        This paper discusses in a comparable manner the constitution of the hegemonic folk repertories of Peruvian, Bolivian and Argentinean dances and their institutionalization in the ’40 and ‘50, intending to reflect on the diverse aesthetic significations and valuations attributed to the expressive elements that were constructed in them as “Indigenous”, “Andean”, “Afro” and “Creole”. Through the researches based on historic sources and our own ethnographic materials, this work describes the conformation of these repertories, accounting for the main actors involved –governments, cultural promoters, artists, researchers, diffusers- that resulted in the creation of cultural patrimonies and modes of nationalism. During this period, the institution and folk programs of research encouraged the preservation and compilation of what they considered “survivals” (music, dance and oral literature), under a social and cultural conflict characterized of intense internal migrations that increase ambivalent feelings about the popular sectors. Finally, we consider that in the three cases analyzed, ideological apparatus were developed which supported an hegemonic vision of the historic processes and the “authenticity” of certain expressive elements and his repertories, that involved the legitimation of unilineal projects about the culture and the current citizens identities’ representations.

Key Words: Argentina; Bolivia; Dances; Folk Repertories; Institutionalization; Perú.

INTRODUCCIÓN

            Este artículo tiene como objetivo ahondar en los procesos de producción institucional de cultura, específicamente, en lo que se refiere a la constitución de repertorios de danzas folclóricas durante las décadas de 1940 y 1950 en tres países sudamericanos. Específicamente, se busca dar cuenta de los principales actores y disciplinas académicas que contribuyeron a dicho proceso en Perú, Argentina, y Bolivia, explicando cómo se plasmó el interjuego entre los estilos “criollo”, “afro”, “andino” e “ “indígena” y delineando algunas de las implicancias de estos estilos en su conformación como diacríticos de identidad. El método de investigación se basa en análisis de fuentes históricas e investigaciones realizadas sobre esta temática en aquella época y en la actualidad.
            Durante las décadas de 1940 y 1950 la disciplina del Folclore en Sudamérica diversificó y amplió su alcance, lo que se tradujo en la organización de reuniones científicas, charlas, creación de institutos de investigación vinculados a la Etnología y al estudio de músicas y danzas, como así también de institutos educativos en los que ofrecía la formación en expresiones artísticas folclóricas. Desde su surgimiento en el siglo XIX esta disciplina se caracterizó por recopilar y conservar todo lo que se percibía a punto de desaparecer por los cambios de la Modernidad, todas aquellas prácticas que quedaban “afuera” del progreso, a las que denominaron supervivencias (1), además de estar fuertemente influenciada por el Romanticismo decimonónico (2). Hacia aquellos años el Folclore dio fundamento a la conformación de los patrimonios nacionales y a la constitución de ciudadanía (argentinos, bolivianos y peruanos).
            Si bien entendemos que la nacionalidad es un campo de tensión en permanente redefinición, creemos importante centrar nuestra reflexión en las décadas de 1940 y 1950 porque, tanto en Perú como en Bolivia y Argentina, durante este período se desarrollaron procesos económicos, sociales y políticos de relevancia que terminaron por delinear modos de nacionalidad que siguen teniendo un gran impacto en el sentido común y pueden ser sintetizados en las metáforas de el “Perú criollo y mestizo”, “el pasado criollo y el presente blanco y cosmopolita argentino”, y la “Bolivia mestiza y folclórica”. Durante estas décadas se crean además instituciones y programas dedicados a la investigación, la preservación y la difusión de los patrimonios folclóricos nacionales, entre los cuales quisiéramos destacar: el Instituto Etnológico de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y el Departamento de Folclore (Dirección de Educación Artística, Ministerio de Educación) en Perú; el Instituto Nacional de la Tradición (1943), el Instituto Nacional de Musicología (1948) y la Escuela Nacional de Danza Folclóricas Argentinas (1948), en Argentina; y por último el Departamento de Folclore creado en 1954 (Ministerio de Educación y Cultura), La Sociedad Geográfica de la Paz, la Sociedad Aimarista y la Academia Aimara de fines del siglo XIX y principios del XX , en Bolivia. Éstas tuvieron un papel preponderante en lo relativo a la construcción de los repertorios de danzas folclóricas en cada país, y como afirma Arantes en relación a los bienes patrimonializados, implican debates “sobre concepciones acerca de cómo se reconstruye el proceso histórico (el triunfo de los vencedores o la perspectiva de los vencidos) o, en un modo de ver más abarcativo, el problema del lugar y significado de la cultura popular en el contexto de la cultura nacional” (1984: 8). Las mismas dan cuenta además de la cara cultural del proceso político de construcción de liderazgos y hegemonía e informan sobre las distintas representaciones colectivas de un “nosotros” nacional. Asimismo, estos procesos llevan a retirar determinadas expresiones, en nuestro caso las danzas, del flujo normal de la vida cotidiana para pasar a integrar la dinámica específica de la cultura que crean las instituciones de preservación y difusión cultural, y por lo tanto son activadas en tanto patrimonio.
            Este artículo cuenta con tres secciones -en cada una se reseña la constitución de los repertorios de danzas folclóricas en Perú, Argentina y Bolivia durante las décadas de 1940 y 1950- y en las consideraciones finales se sintetizan las semejanzas y diferencias entre los procesos de los tres países, al tiempo que se presentan algunas de las discusiones actuales sobre dichos repertorios.

TRADICIONES ANDINAS, CRIOLLAS Y AFROPERUANAS COMO OBJETO DE INVESTIGACIÓN Y COMO ESTILOS A REPRESENTAR Y DIFUNDIR

            Las investigaciones sobre danzas andinas en el período que va de 1940 a 1950 reciben una influencia de la antropología culturalista, recubriendo una tradición intelectual deudora del indigenismo estatal y manifestando una afirmación de una identidad nacional sustentada básicamente en lo andino (Parra, 2009: 35). Durante el gobierno de Bustamante y Rivero (1945-1948) existió un interés por la población indígena, lo cual se expresa en el auge que adquirió el estudio de sus manifestaciones culturales, tarea en la que se embarcaron los etnólogos y los maestros. Así, desde el Ministerio de Educación Pública, a cargo de Luis Valcárcel, uno de los principales intelectuales del movimiento indigenista provinciano, se diseñó un plan cultural por el que se creaba el Instituto Etnológico de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, así como también, dentro del Ministerio, un Departamento de Folclore en la Dirección de Educación Artística, siendo José María Arguedas quien dirigió la tarea de recopilar materiales folclóricos y literatura oral en todo el país. En 1947, Arguedas fue nombrado Conservador General de Folclore en la sección de Folclore y Artes Populares y en 1950 asumió la jefatura de la Sección Folclore, Bellas Artes y Despacho, encargándose de emitir opinión para el auspicio de actividades relacionadas con el folclore (Arana, 2007: 36).
            Esta iniciativa tuvo influencia en las recientemente creadas Academias de Folclore en Lima, que emplearon a representantes culturales calificados –principalmente campesinos andinos, pero también algunos negros- para que enseñaran las tradiciones culturales “auténticas”, definiéndose ésta por la fidelidad a las artes regionales de la época, lo cual llevó a que los artistas andinos abandonaran sus disfraces y actuaciones “incaicos” (Feldman, 2009). A su vez, estas instituciones se insertaban dentro de lo que fue la dinámica de los estudios sobre el Folclore de la época, cuya primera reunión se llevó a cabo en Santiago de Chile en 1954. Así, la “Primera Semana de Folclore Americano” tenía como finalidad “destacar proyecciones artísticas, pedagógicas y sociales del Folclore americano y su utilización como vínculo de acercamiento entre los pueblos del Continente”.
            Esta suerte de neoindigenismo estatal rompió la imagen de la cultura como patrimonio exclusivo de “élites” intelectuales y artísticas, para poner a la cultura indígena en el centro del debate” (Ansión en Arana, 2007: 38). Según Romero (2004) Arguedas fue el factor unificador entre el Estado y la búsqueda de autenticidades locales en un tiempo en el cual la mayor parte de Lima era hostil a la presencia andina. Los artistas andinos miraron y encontraron en él a su guía espiritual y a una fuente de validación de sus sensibilidades regionales. Arguedas estaba involucrado en un proyecto de construcción de nación a largo plazo buscando la autenticidad, vinculada al desarrollo de culturas regionales mestizas emergentes, vehiculizando prácticas culturales y materiales sígnicos andinos y siguiendo los procesos populares que estaban en ese momento en curso.
            En las décadas de 1940 y 1950 también se llevan a cabo investigaciones sobre danzas criollas y afroperuanas. Ejemplo de esto lo constituyen los trabajos de José Galvez sobre la Marinera y los artículos de Fernando Romero sobre la evolución de esta danza (Parra, 2009). Este último buscaba refutar las afirmaciones del musicólogo argentino Carlos Vega, quien sostenía que los bailes criollos, como la Zamacueca, tenían un origen fundamentalmente europeo. Utilizando asociaciones etimológicas y concordancias coreográficas de los siglos XVIII y XIX sobre los bailes que practicaban los negros en el Perú, Romero dedujo que la zamba peruana, que él identificaba como antecesora de la zamacueca, era descendiente de la quizomba africana (Angola) debido a las características coreográficas similares, especialmente el golpe de frente (impulso pélvico) o m’lemba bantú (Feldman, 2009). Otra labor que merece ser señalada en relación a la música y danzas afroperuanas en este período, es la de José Durand, folclorista y profesor universitario que fundó la compañía “Pancho Fierro”, integrada en su mayoría por músicos y bailarines negros de zonas rurales de la costa. Durand recogió, teorizó sobre los orígenes y escenificó música y danzas, algunas de las cuales no se practicaban desde tiempos de la colonia (Feldman, 2009). Si bien se ha atribuido a estas primeras escenificaciones del patrimonio afroperuano las características de un proyecto de memoria de la “nostalgia criolla” (Parra, 2009), Durand abrió un nuevo espacio público para la actuación de los negros en el Perú y alentó a otros criollos blancos a que miraran las tradiciones negras como tesoros culturales (Feldman, 2009: 32). Estas primeras escenificaciones perduran en la memoria popular como un hito en la “invención” de una tradición actuada de la música negra peruana y constituyen un cimiento para el renacimiento de la conciencia negra diaspórica en las décadas de 1960 y 1970.
            Esta revitalización de las tradiciones afroperuanas y criollas debe situarse en el contexto de la creciente migración de zonas rurales hacia las ciudades de la costa que se incrementa notoriamente a fines de los años de 1940. Como bien señala Cotler, este desplazamiento demográfico “agudizó los sentimientos ambivalentes de desprecio y temor de los tradicionales sectores medios urbanos y de la clase dominante hacia los sectores populares campesinos” (1978: 289) que ya había enfrentado a los limeños criollos blancos con los intelectuales provincianos y los indígenas peruanos (De la Cadena, 1998: 145). Es en esta coyuntura que aquellas tradiciones “negras” que habían sido rechazadas como “primitivas” fueron reclamadas por los criollos blancos, al mismo tiempo que, en tanto clase dominante de la sociedad peruana, tendieron a buscar su propia versión del criollismo frente a la creciente presencia de población indígena proveniente de los Andes. Siguiendo a Lloréns Amico (1983), esta circunstancia llevó a un reforzamiento de la imagen de la “Lima criolla”, anterior a la aquella de la que se apropiaban los pobladores andinos, la “Lima señorial”, que se completa con una admiración paternalista hacia la “finísima y pura raza negra”, oponiéndola a la “mezclada y degradada raza india”. Así, el presente de la nacionalidad popular debía ser criollo y negroide en sus contenidos culturales y artísticos, quedando relegado a un segundo plano lo andino. Al respecto diversos autores (Lloréns Amico y Chocano Paredes, 2009; Feldman, 2009) coinciden en presentar al criollismo como una tradición sociocultural popular asociada fundamentalmente a las clases obreras del área costeña, principalmente de los centros urbanos, que coexiste con un criollismo de las clases medias y altas, que evoca a la Lima señorial, colonial y romántica. En ambas corrientes, que coexisten hasta la actualidad, la referencia a lo criollo se realiza a través de la nostalgia por la pérdida de un pasado que por lo general se evoca de modo idealizado. La estrategia discursiva del “criollismo” consiste en evocar a “lo criollo” que se pierde, lo que le permite reinventarse en diversas épocas pero bajo un patrón similar.

APUNTES SOBRE LA ORGANIZACIÓN ANALÍTICA INSTITUCIONALIZACIÓN y REPRESENTACIÓN DE LAS DANZAS ARGENTINAS A MEDIADOS DEL SIGLO XX

            Si, como afirman varios autores, la danza es un elemento eficaz para dar cuerpo a las ideologías nacionales a través de la creación de sujetos que las actúan y las actualizan, a través de su práctica y sentir emocional, entonces se puede decir que la constitución de un repertorio de “danzas argentinas” respondió a necesidades tanto estéticas como de gobernabilidad que fueron promovidas por diversas políticas culturales que se implementaron entre principios y mediados del XX y que tuvieron como escenario el “drama de la Nación”, caracterizado por la masiva inmigración europea y las migraciones internas hacia Buenos Aires, la capital. Así, según datos censales en 1895 la proporción de extranjeros era del 34% sobre el total, en 1914 la población del país se había duplicado, en tanto que la proporción extranjera había aumentado al 43%; asimismo, señala que en varias ciudades del litoral, y en especial en Buenos Aires, el número de inmigrantes era igual al de la población nativa “creando así un aire de extranjería, de cosmopolitismo tan arrollador como confuso en sus manifestaciones y tendencias” (Prieto, 1988: 13). Carlos Vega también reflexionó sobre este contexto al señalar que “hubo un cambio más o menos inofensivo hasta 1850; pero la enorme agresión de hombres e ideas que padece el país después, hasta 1914, conmueve las bases espirituales mismas de la nacionalidad y enciende la heroica reacción tradicionalista que se le opuso desde entonces” (2010: 21). Este autor destaca el rol activo del movimiento tradicionalistas en todo este proceso y si bien Vega no hace un recorte específico de quiénes serían estos tradicionalistas, sí define su función como un intento por lograr la “integración espiritual del ciudadano por el conocimiento de las tradiciones nacionales” (2010: 12); y los caracteriza como “fervorosos ciudadanos de la Nación, unifican el país en su corazón, y sienten como suyas, vivas y activas, todas las tradiciones argentinas, aunque jamás las hayan animado sus propios antepasados, aunque nunca las hayan visto y sentido en su medio original, aunque sean hijos de extranjeros, y hasta extranjeros arraigados ellos mismos” (2010:19) (3). Dada una definición tan amplia del movimiento es muy difícil acotar nombres, sin embargo, nos interesa destacar la dinámica del movimiento que, según el autor, contó sintetizando dos períodos de expansión: el primero, iniciado por la publicación de Martín Fierro y continuado por otras novelas de carácter gauchesco que tuvieron amplia aceptación entre el público de la época, como por ejemplo Juan Moreira, escrita por Gutiérrez entre 1878 y1880, que fue representada por la compañía de circo de los Hermanos Podestá a partir de 1884, logrando que este drama se difundiera aún entre quienes no tenían acceso a la literatura. El denominado circo criollo se constituyó como vector de propagación de algunas danzas, que formaban parte de la representación del drama entre las cuales el caso paradigmático es el pericón (que marcaba el final de la representación del drama) que como consecuencia de la gran difusión otorgada por el circo, llegó a ser reconocida como danza nacional. El segundo período que reconoce el autor tiene como protagonista a Andrés Chazarreta y representa un punto culmine la presentación de su “Compañía de bailes criollos” en 1921 en Buenos Aires. Este movimiento ocupó según Vega un rol central en la definición de los símbolos y las tradiciones que moldearon el buscado ser nacional:

“En la Argentina los tradicionalistas han elegido, a modo de símbolo, un tipo rural: el gaucho [que] significa para casi todos un ideal de vida y de conducta. Sobre la base del admirado jinete de la llanura los tradicionalistas han creado el hombre que cada uno quisiera ser… Por eso, en un impulso de identificación, muchos tradicionalistas usan ocasionalmente algunas prendas del vestuario gaucho, se deleitan con sus platos y con el mate, recitan prosas y versos gauchescos, tocan la guitarra y cantan, bailan, y actúan entre paredes urbanas decoradas con escenas rurales” (2010: 9).

            En ese contexto definido en la multitud de identidades que convivían en las principales ciudades del país, se evocó al Martín Fierro (4) como arquetipo nacional, en tanto que el “discurso criollista” logró dominar la escena cultural y social de la Argentina que se modernizaba o “civilizaba”, impregnándole, además, un fuerte acento nacionalista. Tal como lo sintetiza Prieto:

“Paradójicamente…en ese aire de extranjería y cosmopolitismo, el tono predominante fue el de la expresión criolla o acriollada; el plasma que pareció destinado a unir a los diversos fragmentos del mosaico racial y cultural se constituyó sobre una singular imagen del campesino y de su lengua…el estilo de vida criollo, a despecho de la circunstancia de que ese estilo perdía por entonces sus bases de sustentación específicas: el gaucho, la ganadería más o menos mostrenca, el misterio de las insondables llanuras” (1988: 13).

            El “discurso criollista” era percibido diferencialmente según qué sector de la población se tratase: mientras que para los grupos de la elite dirigente significó “el modo de afirmación de su propia legitimidad y el modo de rechazo de la presencia inquietante del extranjero”; para los sectores populares, en su mayoría migrantes internos, “desplazados de sus lugares de origen e instalados en las ciudades…pudo ser una expresión de nostalgia” en el nuevo e impuesto escenario urbano; en tanto, que para los extranjeros la adopción del discurso y el modo criollista pudo significar una vía para su progresiva integración y asimilación, como ciudadanos argentinos (Prieto 1988: 13).
En el contexto general así esbozado, durante la década de 1940 se torna visible en las ciudades otro sujeto denominado despectivamente como “cabecita negra” (Ratier, 1971) y que Gravano (1985) reconoce como los protagonistas de la “Tercera fundación de Buenos Aires”, es decir, de la nueva configuración demográfica que adquiere la ciudad como consecuencia de los procesos migratorios desde las llamadas provincias pobres o el interior (5). Estos migrantes aumentaron drásticamente la concentración de población en las ciudades, principalmente en Buenos Aires y su conurbano “donde se alcanzó tal grado de crecimiento que su población llegó a sobrepasar el 50% del total del país, con las consabidas consecuencias transformadoras en lo que hace a costumbres, hábitos y por consiguiente a las expresiones musicales” (Gravano, 1985: 87) y de las danzas, agregaríamos nosotros.
            Esta nueva realidad poblacional, cultural y política fue encauzada por la gestión estatal del justicialismo durante los dos primeros gobiernos de Juan D. Perón (1945-1955) a través de acciones que condujeron a la promoción y difusión del folclore. Tal como señala Gravano:

“La gestión oficial del justicialismo respecto de la cultura nacional entronca la necesidad de búsqueda de ribetes nacionales propios, autoafirmativos y contrapuestos a las tendencias más cosmopolitas en el arte… Con un flanco ideológico jamás despojado de un pátina restauradora, propia de los sectores de la burguesía nacional interesados en el proceso, pero también… con el protagonismo reivindicativo y subyacente de una clase trabajadora y de un campesinado cuya huella indeleble se impondría en la vida sociocultural de la Nación en forma insoslayable y creciente” (1985:88).

            Así se promocionaron y financiaron investigaciones folclóricas, se incluyó el folclore dentro de la enseñanza escolar y se crearon Comisiones nacionales para tales fines, por último a fines de 1949 se promulgó el decreto 33.711 que obligaba a difundir en lugares públicos y en la radio una proporción igualitaria de música nacional y extranjera, hecho que repercutió en la proliferación de conjuntos de raíz folclórica y que anticipó el denominado boom de los años 60’ (Op. Cit.: 90-94)
            Como corolario, entre las décadas de 1940 y 1950 se organizan analíticamente e institucionalizan las danzas folclóricas argentinas. Lo antedicho puede ser ejemplificado además por la nota que dedica el Gral. Juan Domingo Perón a la primera edición de Las danzas populares argentinas, de Vega cuya primera edición data de 1952, en la cual expresaba la voluntad política de “conservación por tradición de nuestra cultura popular” como constitutiva de la cultura nacional, la cual debía ser transmitida y engrandecida por gestión estatal en todas las instituciones de la sociedad, desde la universidad hasta la familia.
            Si bien se dieron como parte de un mismo proceso general, no es lo mismo hablar de “organización analítica” e “institucionalización” de las danzas argentinas. Para el primer término nos referimos a las investigaciones, en especial las tareas de recopilación de las danzas y el estudios de sus orígenes, difusión, sus formas y vitalizaciones, llevadas adelante por estudiosos del folclore y, por institucionalización, a las tareas de enseñanza de estas danzas en las establecimientos oportunamente creados para tales fines y a su representación a través de espectáculos.
            Los estudios sobre danzas folclóricas argentinas en las décadas de 1940 y 1950 fueron llevados adelante por Carlos Vega quien junto a otros investigadores (como Juan Alfonso Carrizo, Augusto Cortazar, Félix Coluccio e Isabel Aretz) se inscribieron en el llamado “folclore como ciencia”. Vega inauguró las investigaciones coreológicas argentinas y americanas: aplicó las teorías de las generaciones coreográficas, utilizó los libros de viajeros para extraer datos sobre el tema y la metodología teórico-práctica del trabajo de campo. En el curso de su vida Vega realizó numerosos viajes por las provincias argentinas y por otros países latinoamericanos como Chile, Perú, Bolivia y Paraguay con la finalidad de estudiar a fondo las características de la música autóctona, sus ritmos e instrumentos. Con los documentos así obtenidos se inició un archivo sonoro y fotográfico y una colección de instrumentos musicales, y junto a bibliografía especializada y a otros documentos relevantes constituyeron los principales bienes del Instituto Nacional de Musicología y del Instituto Nacional de la Tradición, las dos instituciones nacionales más importante que condujeron las investigaciones en este campo de estudio. A instancias de Vega, en 1931 se creó en el Museo Argentino de Ciencias Naturales “Bernardino Rivadavia” el Gabinete de Musicología Indígena. En 1944 el Gabinete creado por Vega se constituyó en el Instituto de Musicología Nativa (decreto del presidente Farrel Nº 32456/44). En 1948 se separó del Museo con el nombre de Instituto de Musicología (Decreto del presidente Perón 20.082/48). El Instituto de la Tradición fue creado en 1943 bajo la dirección de Juan Alfonso Carrizo, que en la actualidad lleva el nombre de Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano. Entre los principales documentos guardados en esta institución se encuentra la Encuesta de Folclore realizada de 1921 y la biblioteca personal de su fundador.
            Respecto del “origen de las danzas folclóricas argentinas” Vega constituyó su teoría como respuesta crítica a los estudios realizados hasta entonces; señaló que estos abordajes “agotaron todas las posibilidades imaginables sin estudio, sin reflexión, sin documentación” (1977: 9) y los refutó en base a la tesis a la que arribó en sus investigaciones (1956, 1977, 1986) resumida en los siguientes puntos.

1.Nuestras danzas no son las folclóricas españolas. Los bailes criollos son los antiguos bailes cortesanos europeos americanizados. La corriente de los salones y la del teatro son las principales vías de transporte y de penetración; 2. Nuestros bailes llegaron de España; pero también a través de España, y directamente de Francia. 3. Las danzas de los soldados y de los colonos, esto es, las folclóricas españolas, inseparables de su patrimonio espiritual en marcha, murieron en América con ellos o con sus hijos. No llegaron los bailes en bloques y al comienzo, sino en todos los tiempos, como hasta hoy (…) 4. Los bailes cortesanos europeos se instalaron en las ciudades virreinales y se crearon en ellos focos independientes de transformación y difusión. Tres ciudades asumieron en Sudamérica el control, la promoción y la difusión: Lima, primero, y durante siglos; Río de Janeiro y Buenos Aires después. Varias ciudades se convirtieron en subfocos de promoción e irradiación. 5. Los bailes europeos no se mezclaron con los indios y los africanos para elaborar los bailes criollos; descendieron de los salones superiores a todos los grupos que los sociólogos llaman “inferiores”, pero no consta que los híbridos así formados, ascendieran de nuevo de alguna aldea a los salones para alcanzar dispersión continental. No hay en nuestras danzas formas indias o africanas generalizadas…las influencias negras e indígena se sienten a veces en el estilo (…); 6. No se socializó en América ningún baile cuya forma sea o haya sido híbrida de español e indio o negro, hasta donde alcanza nuestra documentación; 7. El medio geográfico no influye en las danzas; 8. (…) Casi todas las danzas argentinas que hoy conocemos aparecieron después de 1800 y entraron en decadencia poco después de 1850. 9. Nuestros bailes no fueron siempre populares. Se difundió la idea de una marcha paralela entre danzas de salón y danzas folclóricas. Nuestra labor puso en claro que las danzas de los salones urbanos y las de la campaña son generalmente las mismas. La Polca del emperador de Francia y el Huaino del emperador de los Incas coincidieron alguna vez en la cabaña rural” (Vega 1977:10, las negritas son nuestras).

            Nos interesa resaltar los puntos 5 y 6, en los cuales el autor desestima cualquier posible influencia afro o indígena en las danzas folclóricas argentinas, idea que respondía además al ideal de nación blanca que fue difundida en la conformación de la Argentina moderna hacia fines del siglo XIX y principios del XX.
            Asimismo, las danzas folclóricas argentinas se institucionalizan con la creación en 1948 de la “Escuela Nacional de Danzas” (que en sus inicios llevó el nombre de Escuela Nacional de Danza Folclóricas Argentinas) a cargo del Prof. Antonio Barceló, y que en el presente forma parte del Área Interpartamental de Folclore del Instituto Universitario Nacional de Artes (IUNA). El Decreto Nacional que le dio origen, contenido en Plan Quiquenal de la primera presidencia de Perón sostenía que:

“…era indispensable que existiera un instituto donde se pudiera formar ‘un cuerpo de técnicos capacitados para la docencia de esta materia con el objetivo primordial de unificar la enseñanza, resguardar la autenticidad y pureza de nuestras expresiones folclóricas, y contribuir a que conserven su estilo, dentro del más riguroso concepto estético como manifestación del sentir artístico y espiritual de nuestro pueblo’” (Decreto Nacional Nº 27.860 citado en Hierose 2010: 188)

            Tal como se adelantó y sintetiza Hierose “la relación entre folclore académico y la enseñanza de las danzas folclóricas no es lineal sino que está mediada por las luchas por definir el repertorio de danzas nacionales” (2010: 191). De este modo, si bien en las escuelas de danzas se utilizaron e interpretaron los materiales producidos en cantidad por Vega, su uso en las primeras épocas de la Escuela Nacional de Danza Folclóricas Argentinas no era lo más frecuente sino que “cada profesor trasmitía lo que había aprendido en la práctica empírica” (Op. Cit.). Lo que nunca parece haberse puesto en discusión es que estas danzas pudiesen guardar impronta del pasado indígena prehispánico o del negro colonial.
            Es por esto que, si bien Vega reconoce en el Carnavalito -danza colectiva que se baila en el noroeste argentino) rasgos indígenas, también opina que el mismo “vive en un islote”, es decir que esos rasgos no llegan a ser representativos de las danzas que se bailan en el territorio argentino. En su descripción el autor reconoce diferencias coreográficas entre la danza que se bailan “en los altos círculos sociales, en las reuniones de la clase media, en las fiestas de los serranos descendientes de aborígenes lugareños y en el ambiente de los indios y mestizos que han bajado de Bolivia” (1945: 6). Por lo tanto, caracteriza como “supervivencias” algunos de los elementos centrales propios de esta danza en los ámbitos serranos (por ejemplo, que se usen tallos de maíz como arcaísmo de danzas agrarias; o cuando la rueda gira entorno de pequeños objetos que simbolizan el ganado o en “la enorme duración de estas rondas jujeñas en que perdura el aliento aborigen” (Op. Cit.: 8). Señala que “El Carnavalito social vino del Alto Perú, pero la forma particular con que se presenta en el noroeste es jujeña. Gérmenes de la ronda primitiva [indígena] se enriquecieron durante el siglo pasado con figuras de la Contradanza, de la Cuadrilla, y en Jujuy se nutrió del Pericón. Genealógicamente, y por aceptación de tales préstamos, el Carnavalito pertenece a esa gran familia coreográfica” (Op. Cit. 10). Por lo tanto, prioriza los rasgos aportados por las contradanzas europeas y los sectores medios y altos por sobre los aportados por las poblaciones indígenas y pobres, es por esto que Vega concluye que “el Carnavalito es una Contradanza suburbana del Alto Perú y del Noroeste argentino, una de las muchas Contradanzas que en el ambiente folclórico de América prolonga los laberintos de la célebre progenitora anglo francesa. Esta vez y aquí con música aborigen” (Op. Cit. 15). Por último, Vega señala que fuera de su ambiente natural (Jujuy y Salta) el Carnavalito tiene lugar en “fiestas escolares, en reuniones tradicionalistas o en reuniones tradicionalistas o en actos destinados a gran público” al tiempo que expone la descripción de su coreografía y aclara explícitamente que excluye y elimina aquellas que resultan poco vistosas o repetidas, en tanto que, a fin de que pueda constituirse como un espectáculo la duración debe reducirse a no más de 7 u 8 minutos, a diferencia de lo que ocurre en su “ámbito natural” que concluye cuando los bailarines se cansan (1945: 24)
            Así, las danzas provenientes de diversas provincias de nuestro país, como el citado Carnavalito, o la Chacarera, la Zamba, el Gato, entre otros, legitimaron su “nacionalidad” en Buenos Aires, para de este modo ser reconocidas como danzas argentinas y proyectadas como patrimonio nacional a otras regiones del país. Este modo de funcionamiento centralizado y centralizante puede ser comprobado, además, en el hecho de que en Argentina, a diferencia de otros países donde los bailes ejecutados en cada región son propios del lugar (por ejemplo en Perú y Bolivia), en las distintas se comenzó a enseñar y practicar con el modelo trasmitido y difundido desde Buenos Aires por los docentes formados en la Escuela Nacional. Esta dinámica es confirmada por Fernández Latour de Botas, cuando señala:

“Las provincias han de brindar sus impulsos originales y Buenos Aires ha de aparecer siempre como el ámbito consagratorio y el medio para saltar al exterior -París, máxima meta- en busca de aplausos de distintos pueblos, o retornar triunfantes al país interior con el impacto modélico de lo que ya sido celebrado por otros públicos de excelencia” (2008: 324)

            La existencia de un ballet folclórico nacional era un anhelo fundamental para la promoción de modelos legítimos (y públicos) de los cuerpos nacionales, ya en las décadas referidas, pero este ballet no se constituyó en el seno del profesorado de la Escuela Nacional de Danzas, ni en este período, sino que recorrió otros caminos y tuvo como eje la figura de Santiago Ayala, quien junto a Norma Viola, una vez consagrados en los escenarios nacionales y en el exterior, se constituyeron en íconos de la danza argentina, con una fuerte impronta en bailarines de todo el país que imitaban su modo de bailar y la presentación de los cuadros coreográficos. Tardía y finalmente el Ballet Nacional se creó recién en 1990, en base a un decreto que data de 1986, bajo la dirección de Ayala y luego de Viola.
            En esta síntesis, hemos identificado las décadas de 1940 y 1950 como el período en que se conformó el repertorio danzas folclóricas y tradicionales argentinas, en la confluencia de tres vertientes: los estudios sobre danzas del folclore como ciencia, los Profesorados de Danzas Nativas y Folclóricas y los diversos ballets que las difundieron, que tuvieron como principal referencias a la pareja de El Chúcaro y Norma Viola. Si bien cada una de esta vertientes tuvo su propia dinámica, aquello que nos interesa destacar es que el fin último de la constitución de este repertorio era difundir las danzas nacionales, quizás como gesto aún necesario para terminar de cumplir con el mandato modernizador y nacionalista en el cual se embarcó el Estado argentino a fines del siglo XIX.

CONSTRUYENDO UNA NACIÓN: CLAVES PARA COMPRENDER EL PROYECTO DEL INDIGENISMO BOLIVIANO Y LA FOLCLORIZACIÓN DE LA MÚSICA Y DANZAS ANDINAS

            Hacia fines del siglo XIX, las comunidades indígenas en Bolivia permanecieron herederas de un código colonial tributario, entendido como un pacto de reciprocidad que sostenían a cambio de perdurar en sus tierras, que representaban su sustento y su dominio geo-político sobre el ayllu (comarca comunitaria). Sin embargo, la subasta de tierras por parte del Estado y el creciente avance del capitalismo, produjeron levantamientos en las comunidades que se agruparon conformando importantes frentes sindicalizados armados. Las incipientes ideas positivistas y darwinistas instaladas en el seno del “macizo andino”, justificaron el racismo y el advenimiento de la modernidad frente a una supuesta anunciada desaparición del indio. El gran temor de la clase oligárquica eran los levantamientos indios y negros que podrían terminar con el orden liberal. Luego de la guerra civil de 1899 y la rebelión del mallku aymara Pablo Zárate Willka –como respuesta a la nueva Bolivia exportadora y sus consecuencias tributarias y ofensivas contra las comunidades “indias”-, el aparato ideológico de la segunda república, ahora liberal, reinstaló la cuestión indígena en el plano principal. Para ello, adujo a su inevitable extinción y al necesario reordenamiento de las tierras comunales, justificando su apropiación por parte de la oligarquía.
            Hacia 1930, la pérdida de legitimidad de la oligarquía liberal reinante, frente a la crisis económica mundial en 1921 y la caída del estaño y el caucho –principales materias primas de exportación- derivó en la Guerra del Chaco (1932-1935). Su efecto “nacionalizador” (Rivera Cusicanqui, 1984: 55) producto de la convivencia de indígenas, criollos, mestizos y de distintas regiones del país, comenzó a cambiar el rumbo de las precedentes ideas evolucionistas. Cierta utopía de una nación mancomunada, con igualdad de oportunidades, creció y cobró vigor en las percepciones de los indígenas combatientes. La derrota y su frustración, pusieron sobre el tapete las deudas sociales y culturales del país, surgiendo así los primeros sindicatos obreros y comunales y las primeras escuelas-ayllus. En este contexto de reacción contra la oligarquía, emergieron los nuevos partidos populares y de izquierda, entre los cuales el MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) encarnó la ideología antioligárquica y comunal, tanto del sindicalismo obrero como de las clases medias intelectuales. En un novedoso proceso de revalorización nacional, estos nuevos movimientos ideológicos impulsaron y apoyaron distintas agitaciones de comunidades indígenas contra el aún imperante sistema de hacienda. Numerosos caciques comunales “jilaqatas” y “mallkus” iniciaron huelgas junto al cada vez más presente MNR en la esfera política.
            La nueva imagen conquistada del “indio” en tanto “redentor” y “salvador” del ocaso y las ruinas de la post-guerra, favoreció nuevas visiones en la percepción social del país. Fortalecida la actividad sindical obrera, sus altos dirigentes comenzaron a obtener el apoyo de las comunidades indígenas –convertidas en “comunidades campesinas”-, que aportaban sus propios líderes populares para los mismos fines de finiquitar con los resabios oligárquicos y el sistema colonial de hacienda. Los numerosos levantamientos en apoyo al MNR desencadenaron la guerra civil de 1949 y posteriormente la etapa revolucionaria. Esta nueva fase en la historia republicana boliviana consolidó la alianza entre el movimiento campesino y el MNR y les permitió a las comunidades indígenas sindicalizarse frente al nuevo estado revolucionario clientelista y modernizador (9).
            Hacia 1950, el censo proyectaba en Bolivia un 63% de población “indígena” y el 37% restante “no indígena”, sin considerar a la población indígena de la selva y llanuras orientales, no censada. Del 63% indígena, el 36% hablaba queshwa, el 24% aymara y el 2,5% otras lenguas nativas. Del 37% “no indígena”, se suponía que casi todos hablaban castellano (Albó, 1979: 23; Rivera Cusicanqui, 1984: 15).

EL PROYECTO DEL INDIGENISMO BOLIVIANO Y LA FOLCLORIZACIÓN DE LAS EXPRESIONES ANDINAS (1940-1960)

            El contexto post-revolucionario inició una vuelta de tuerca en la visión sobre el indio y sus expresiones. La universalización y nacionalización de las tradiciones indígenas, consideradas pan-regionales y pan-étnicas, se consolidaron en el marco del capitalismo y la modernización. Durante esta primera presidencia de Víctor Paz Estenssoro (1952-1956) a partir de la asunción del MNR, se promulgó la construcción y defensa de una nación boliviana con un legado cultural mestizo y un folclore regional. Esta nueva mirada se debatía entre el menosprecio de las elites bolivianas dominantes de la primer parte del siglo XX, que visualizaban la decadencia y extinción del “acervo indio” y la promoción de la recopilación de sus tradiciones “en desaparición”.
            Entre 1950 y 1960, el nuevo proyecto nacional simbolizó la ambivalencia existencial boliviana. Con sus tres regiones, el valle, la sierra y la selva, Bolivia exponía grandes diferencias étnicas, a las que se sumaban las desigualdades sociales traducidas en una clase elitista criolla liberal, la clase hacendada y las comunidades indígenas mencionadas que constituían la mayoría popular. Estos sectores más postergados que vivían en comunidad, también buscaban nuevas alternativas laborales, por lo cual las migraciones internas comenzaron a ser más recurrentes. En el marco de las tensiones culturales y de clase, la música popular sirvió como vehículo y dispositivo homogeneizador. Durante esta etapa, la “música andina” habilitó nuevos modos de “domesticar” las desigualdades culturales y sociales. Junto con ella, algunas danzas consideradas indígenas o mestizas fueron relevadas, en especial el bailecito y la cueca así como el yaraví y el triste. El universo andino nativo de la década de 1920, había sido descripto mediante la relación entre el altiplano (región alta andina), el “indio”, sus instrumentos musicales y la música (Rossells, 1996: 95). El “macizo andino” aún representaba la concepción de la élite boliviana de la otredad negativa, la región oscura y negada de su sociedad. De una manera ambigua y a pesar de los relevamientos del folclore regional, el contexto ideológico imperante produjo una mirada que condenaba al indígena a la “tristeza”, “melancolía” e incluso aislamiento, lo cual era interpretado como el lado negativo del ser boliviano (10).
            Mediante las nuevas relaciones de poder instituidas, el surgimiento del indigenismo boliviano pretendió aplacar los temores del criollismo, canalizados a través de aparatos ideológicos selectivos del acervo cultural (Zavaleta Mercado en Bigenho, 2006: 270). La idea según la cual para que exista un sujeto, otro debe excluirse, permitió el crecimiento de un indigenismo basado en los esencialismos y las desigualdades. El mismo no sólo sirvió para “transformar las actitudes de mestizos-criollos hacia los indígenas, sino también para influir en las opiniones sobre Bolivia que podrían tener los extranjeros” (Bigenho, 2006: 267).
            Según interpretaciones de este período post-revolucionario, el indio comenzó a representarse en distintas expresiones artísticas según su paisaje, vestimenta y música. Desde la concepción telurista, el indio encarnaba una conexión con su medioambiente natural, la cual fue útil tanto para las políticas de clase como étnicas. Bigenho (Ibíd: 272) menciona que, además de este determinismo ambiental, otra cualidad del indigenismo fue la esencialización tanto del indígena como del mestizo, en una ecuación binaria de dominantes-dominados. Esta visión exacerbó características de unos sobre otros, en un proceso de negación de la exclusión y los conflictos propios de estas formulaciones colonialistas. Visto en estos términos, el indigenismo invisibilizó el racismo. En lo que fue un proceso doble, lo indígena se volvió Arte, un espacio imaginario de creación. Este nuevo folclore representativo de la nación operó como la comunidad imaginada boliviana. De este modo, dado que la población mestiza compartía aspectos indígenas y criollos, las prácticas culturales mestizo-andinas fueron un potencial nexo para la construcción de una identidad nacional, evitando los parentescos indígenas.
            En lo que se ha denominado la formación del “folclore andino”, uno de los precursores fue Manuel Rigoberto Paredes Iturri, quien realizó una gran recopilación de danzas, músicas y costumbres hacia principios del siglo XX. Su libro ampliado titulado “Arte folclórico de Bolivia” (1949) significó un importante relevamiento de expresiones folclóricas. Ya en su momento, Paredes distinguió un mestizaje de las danzas (sofisticación y diferenciación) y un proceso de blanqueamiento o criollización (adaptación de ritmos y significados, transformaciones de los bailes). El mismo clasificó la danza indígena en “originaria”, “introducida o impuesta por los españoles” y la “importada por los negros” (Paredes-Candia 1991: 33), marcando claramente tres tópicos culturales e ideológicos de la época que aún hoy producen distintas apropiaciones y modalidades identitarias. Por su parte, la Sociedad Geográfica de la Paz, la Sociedad Aimarista y la Academia Aimara de fines del siglo XIX y principios del XX, adoptarán ambivalentes pero decisivas posiciones frente a lo nativo. Entre otros folclorólogos, se destacaron Jesús Lara, Ismael Sotomayor, Antonio González Bravo y Roger Becerra. Por su parte, compositores prolíficos como Manuel Elías Coronel y José Bravo (al igual que Adrián Patiño, Manuel Luna, Federico Otero de la Peña y De Simeón Roncal, entre otros) propiciaron la originalidad y el estilo propio a partir de la extensa producción de música popular, como ser cuecas, wayños, foxtrots, pasacalles y otros. Estas piezas consideradas propias del “mestizaje musical” (Rossells 1996: 81) simbolizaron el mestizaje cultural de la época.
            La creación del Departamento de Folclore (1954) dirigido por Julia Elena Fortún (discípula del folclorólogo argentino Carlos Vega) y la realización de numerosos festivales, fueron instituciones que alentaron y promovieron el “mejoramiento” de las músicas indígenas en un proceso de formación de la “cultura nacional genuina” (Fortún en Ríos, 2010: 285). Se generó un proceso de folclorización, en donde tradiciones reconocidas y practicadas culturalmente se transformaron en construcciones hegemónicas al servicio del mercantilismo (Ríos, 2008: 175, nota al pie). La selección de determinados repertorios e invisibilización de otros -en un intento por aunar culturas distintas e incluso producir la homogeneización de distintos orígenes-, trajo aparejado un proceso de invención, relocalización e institucionalización de distintas experiencias colectivas con importantes usos políticos. Al nacionalizar las expresiones artísticas y promover la folclorización de sonidos, ritmos, vestimentas, géneros y corporalidades propios de una mayoría indígena ancestral (Ríos, 2010: 284), la elite paceña justificó “racionalmente” la usurpación y la ocupación de tierras comunitarias. Así lo define Sánchez Patzy.
            Podemos entender a la folclorización de la cultura boliviana (no sólo de la música) como el resultado de un proceso cultural y artístico reciente, iniciado durante la revolución nacionalista, que, vencedor de una lucha por el sentido musical de la nación, generó un nuevo tipo de ordenamiento imaginario de la sociedad boliviana, donde lo folclórico pasó a ser una categoría del sentido común, e incluso, un habitus ampliamente naturalizado. (…) En ese esfuerzo, los artistas jugaron un rol privilegiado, por cuanto su labor se dirigió hacia aspectos simbólicos, metafóricos e imaginarios de la sociedad(1999: 69, cursiva del autor) (12).
            Establecido dentro del seno del Ministerio de Educación y Cultura, el Departamento de Folclore fue unos años después ampliado como Departamento de Arqueología y Etnografía y Folclore, convertido posteriormente en la Dirección Nacional de Antropología y, finalmente, en el Instituto Nacional en 1975 (Rossells 2005). Influenciado por el trabajo de Vega, se propuso un relevamiento científico de las expresiones vivas. Fortún entendía el patrimonio folclórico como “realidad de vida, arma de conocimiento íntimo para edificar la existencia de nuestra nación....base de la auténtica fisonomía nacional”, como un sustento que insuflaría la fuerza que requería el país (Fortún 1957 en Rossells, 2005). Según la idea de un folclore vivo, Fortún dedicó sus estudios a recopilar la riqueza de las tradiciones andinas desde lo artístico hasta sus sistemas de cultivo y organización comunal.
            De este modo, el proyecto de folclorización definió el devenir de la imagen nacional boliviana, del cual derivarían hacia fines de los años ’60 el folclore boliviano actual. Hacia fines de esta década, el folclorólogo Antonio Paredes-Candia publicaría su ensayo reeditado numerosas veces y hoy considerado un referente “La danza folclórica en Bolivia”, en donde asevera el mestizaje “innegable” de la nación boliviana y el reconocimiento de la chola y del “bajo pueblo” durante el MNR a través de la popularidad de las danzas y el respeto hacia los sectores más olvidados (1991: 57). Su voz, propia de su época, expresaba

“Después de 1825, el indígena había quedado en igual o peor situación social que durante el gobierno español. Continuaba siendo el mismo paria del Coloniaje y para él la Independencia y el paso a la República no fue sino cambio de autoridades más crueles que las anteriores. Si en el transcurso de la Colonia hubo algún interés por conocerlo, en la República para criollos y mestizos sólo representaba la bestia fácil de explotación (1991: 21). [Y anteriormente mencionaba] “Para el indígena boliviano, la danza es una necesidad vital, a más de significarle una mística (…). Esta raza ha encontrado en el baile estímulo para continuar superviviendo y consuelo a sus innumerables tristezas…” (Ibíd.: 12).

REFLEXIONES FINALES

            Durante nuestras investigaciones, hemos procurado desarrollar los aspectos relevantes que dieron surgimiento al folclore y a la búsqueda de una cultura nacional auténtica. En las postrimerías de la etapa republicana, tres países de Sudamérica se volcaron a escenificar un nuevo modelo identitario, que pudiese contener y aplacar los temores que suponía el atraso del pasado colonial y habilitase la entrada a la modernidad.
            Para dar cuanta de dicho proceso, reseñamos cómo distintos sectores de intereses nacionales se articularon en la construcción e institucionalización de los repertorios folclóricos hegemónicos en danzas. Así, Perú, Argentina y Bolivia celebraron sus manifestaciones y expresiones culturales de manera ambigua, contradictoria y conflictiva. Estos procesos nutrieron y a su vez fueron el resultado de la constitución de “alteridades históricas” (Segato, 2007), entendidas como una modalidad peculiar de ser-para-otro, en el espacio delimitado de la nación, con un estilo propio de interrelación entre sus partes, bajo la interpelación de un Estado.
            Entre 1940 y 1950 grandes contingentes de pobladores provenientes de los ámbitos rurales comenzaron a ocupar paulatinamente las zonas urbanas, producto de un acentuado proceso de industrialización y mercantilización. Esto trajo aparejado cambios socioculturales profundos que se proyectaron hacia las artes y la cultura. Elementos tradicionales de las distintas regiones fueron apropiados por un folclore romántico que veía el avance de la modernidad y el avasallamiento de los ideales y sentimientos nacionales más profundos.
            Cabe resaltar que, en lo que respecta a Perú, el surgimiento del denominado “neoindigenismo estatal” representado por José María Arguedas, consideraba necesaria la recopilación de las expresiones del “mestizaje emergente” (representado en el acervo cultural indígena andino), como una manera positiva de construir una nacionalidad peruana, en respuesta a la identificación negativa representada por la elite limeña. En cambio, otra corriente liderada por una minoría criolla, revitalizó una conciencia negra frente a la paulatina “invasión andina” de pobladores serranos a la costa peruana. Esta distinta construcción de nación marcaría el rumbo de los distintos modos culturales de entender esta nueva diversidad.
            En Argentina, en cambio, no fue el indigenismo quien dio sustento a la ideología nacionalista, sino el criollismo, el cual construyó al gaucho (y a su compañera la “china” o paisana) como el ícono de su representación y por tanto como modelo a imitar en las danzas argentinas, creadas con los aportes de los artistas de las provincias modeladas en Buenos Aires, exportadas luego a Europa donde se consagraron y luego vueltas a enseñar en las provincias, cargadas de fundamento histórico legitimado por los estudios científicos folclóricos y estilizadas en todo este devenir.
            En Bolivia, la nacionalización de los repertorios musicales y dancísticos, instrumentada por la política revolucionaria de 1952, se promovió a partir de la folclorización de lo indígena. Una minoría elitista mestizo-criolla resolvió una autoctonía nacional, basada en la figura exaltada de un indio melancólico y triste pero también hijo de una cultura milenaria en “desaparición”. Este proyecto político y social tuvo destacados referentes como Rigoberto Paredes y Julia Fortún, quienes promovieron una imagen positiva de la cultura popular y de integración del indio a los nuevos ideales. Lo “andino” pasó a representar desde el discurso, aunque no en la práctica, la Bolivia folclórica de mitos y paisajes, marcando una hegemonía (aún actual) de la pluriculturalidad como ícono poético y del desencanto.
            Por lo tanto, podemos concluir que si bien los tres países atravesaron por procesos culturales y socio-políticos diferentes, -especialmente con lo relacionado con el acoplamiento/desacoplamiento entre patrimonio cultural y clase, raza, etnia, región, localidad- existieron importantes puntos de contacto con respecto a los objetivos nacionalizadores que los sectores de poder consideraban como “supervivencias”. Es indudable que en sus búsquedas de identidad, los tres países fueron nutriéndose y oponiéndose, en su intento por crear una imagen propia y real (aunque siempre ficticia y construida), distinta a Europa y más cercana a una tierra añorada.

NOTAS

1) Basándose en el concepto acuñado por Tylor, uno de los “padres fundadores” de la antropología que formó parte de la corriente evolucionista (Fischman, 2007).
2) Corriente que fijaba criterios de legitimación extracultural para las manifestaciones expresivas, que consistían en la naturaleza, la historia y la genialidad hija de la inspiración creativa, ubicándolas más allá de los límites de la cultura y de la capacidad de control social, por lo que se les confería un principio de autoridad absoluta (Prats, 2000). Así, el romántico rescate de elementos “simbólicos” se realiza con un sesgo que, en ciertos casos, desvaloriza a los actores de la cultura a la que pertenecen (en términos de la época y de los autores referidos “inferiores” luego de Gramsci podríamos decir subalternos), tal como puede leerse en el siguiente fragmento de Vega “conviene que nos quedemos a solas con esa parte, con las supervivencias, y que nos desentendamos del hombre físico a quien se la tomamos para formar nuestro repertorio de hechos” (2010 [1944]: 54).
3) Es oportuno aclarar que las referencias textuales correspondientes al volumen “Apuntes para la historia del movimiento tradicionalista argentino” fueron publicadas por la Revista Folclore entre los años 1963 y 1965.
4) El “día de la tradición” en Argentina conmemora el nacimiento de José Hernández, autor de “Martín Fierro” (escrita entre 1872 y 1879). Sin embargo autores como Ricardo Kaliman (2008) critican el uso ideológico que hizo la oligarquía de comienzos del siglo XX de la figura del gaucho como ícono de la tradición argentina, al señalar que Martín Fierro es “un gaucho a la medida” de los intereses de dicha oligarquía, ya que con la entronización de ese personaje queda excluido “el indio (¡al que llegaron a declarar extinto!)” y subordinado el inmigrante, como legítimos habitantes del país.
5) Hugo Ratier (1971) analizó la emergencia de este actor social en la escena urbana como parte de un proceso más amplio de configuración de una particular forma de racismo en Argentina que “contrasta con la pretensión constitucional de que la Argentina no es un país racista” (Guber 2002:360). Según Gravano “el ‘cabecita negra’ no advino a la gran ciudad solo para abastecer el apetito de mano de obra industrial del momento. Junto a su juventud como asalariado trajo su herencia ancestral como hijo de la vieja América campesina” (1985: 94).
6) Las viejas bases coloniales aún en manos del criollismo-hacendado seguirán presentes durante el gobierno revolucionario y con ellos, su ideología racista. Así, las contradicciones del MNR –en sintonía con los propósitos homogeneizadores de la sociedad-, producirán la reforma agraria del 53’. El miedo a levantamientos mineros y posibles alianzas con los líderes campesinos, llevó a la paulatina restitución de tierras comunales por parte del nuevo gobierno reformista. El mismo abolió el sistema de haciendas (aunque persistieron sus focos clientelistas), la educación universal, la nacionalización de las minas (fuertemente sindicalizadas), el sufragio universal y la mencionada unión campesina (Rivera, 1984: Segunda Parte; Bigenho, 2006: 269). La nueva reorganización campesinal siguió lidiando con nuevas modalidades racistas de dominación pero su fortaleza, producto de la revolución de los años 50, les permitió adquirir nuevos espacios en negociación con los nuevos actores sociales.
7) El “problema indio” visibilizado a partir de las rebeliones antes mencionadas, impulsaría a las clases mestizo-criollas a intentar controlar y ordenar lo que se temía como una “guerra de razas”. El MNR vino a “apaciguar las aguas” en un contexto de incipiente levantamiento popular campesino y minero.
8) Hacia los años 30’, el mundo indígena comenzó a representarse a través de una transformación de las actitudes sobre los indígenas y los mestizos que, luego de la guerra del Chaco serían reconceptualizadas en nuevas categorías que implicaban un nuevo mestizaje nutrido por lo indígena (Bigenho, 2006: 273-274). Para ello, el proceso de folclorización sería fundamental.

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