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Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Jujuy

versión On-line ISSN 1668-8104

Cuad. Fac. Humanid. Cienc. Soc., Univ. Nac. Jujuy  no.51 San Salvador de Jujuy jun. 2017

 

ARTÍCULO ORIGINAL

De la industria cultural a la macroestructura imaginaria

(From cultural industry to imaginary macrostructure)

Antonio Caro* (1)

* Universidad Complutense de Madrid - Uruguay 23 - 28016 Madrid - España. Correo Electrónico: antcaro@outlook.es

RESUMEN

El presente artículo abarca la evolución que ha tenido lugar desde el concepto de industria cultural, tal como fue teorizado por Adorno y Horkheimer en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial, hasta lo que aquí estamos denominando macroestructura imaginaria: entendiendo por dicho término, el vasto ejercicio paralelo al fenómeno de globalización económica operado por el capitalismo global en el marco del imaginario social (Castoriadis) hoy vigente, en virtud del cual dicho imaginario tiende a ser ocupado por unas marcas globales -no necesariamente de índole comercial- que se expanden y sustituyen unas a otras sin solución de continuidad, dando lugar a la naturaleza líquida (Bauman), así que corresponde a este imaginario.

Palabras Clave: Imaginario Social; Industrias Creativas; Industria cultural; Industria Culturales; Macroestructura Imaginaria.

ABSTRACT

This article covers the evolution that has taken place since the concept of cultural industry, as it was theorized by Adorno and Horkheimer in the years immediately following the second world war, until what we are here calling imaginary macrostructure: understanding by that term, the vast exercise parallel to the phenomenon of economic globalization operated by global capitalism in the context of the social imaginary (Castoriadis) today current, in virtue of which this imaginary tends to be occupied by a few global brands - not necessarily o commercial nature - expanding and replace each other without solution of continuity, giving rise to the liquid nature (Bauman), so it corresponds to this imaginary.

Key Words: Social Imaginary; Creative Industries; Cultural Industries; Cultural Industry; Imaginary Macrostructure.

INTRODUCCIÓN

El presente texto se propone trazar la trayectoria que va desde la llamada industria cultural, tal como fue caracterizada en su momento por los fundadores de la Escuela de Frankfurt, hasta lo que por mi parte denomino macroestructura imaginaria, pasando por la pluralización del término original y siguiendo con la tendencia a la sustitución de la expresión resultante, industrias culturales, por la de industrias creativas. Y si a través de la transición que va del primero al último de tales términos puede leerse una positivización de las actividades que designan, mientras se desvanece la condena sin paliativos que los inventores de la expresión original emitieron con relación a las mismas, la denominación macroestructura imaginaria trata de ir más allá del glamour que está asociado al término industrias creativas, a la vez que se intenta desvelar el eje estructural que atraviesa la práctica totalidad de las actividades incluidas en el mismo; eje estructural que, como veremos en las páginas que siguen, no es otro que la publicidad en su papel de vehículo imaginario del actual proceso de globalización capitalista.

INDUSTRIA CULTURAL: UN TÉRMINO BAJO SOSPECHA

La expresión industria cultural fue acuñada por Theodor Adorno y Max Horkheimer en un ensayo publicado en 1948 (Adorno y Horkheimer, 1988 [1948]). Con dicho término, sus autores se proponían caracterizar el magno proceso de manipulación por el cual la minoría capitalista dominante sometía a las grandes mayorías dominadas mediante una serie de actividades aparentemente dirigidas al amusement, esto es, la diversión o el entretenimiento de tales mayorías; pero que en la práctica solo implicaban, desde su punto de vista, la prolongación de la explotación que aquéllas experimentaban en el proceso de trabajo. Y si bien, señalaban los autores, dicho amusement “[e]s buscado por quien quiere sustraerse al proceso de trabajo mecanizado para ponerse de nuevo en condiciones de poder afrontarlo”, lo cierto es –añadían- que «la mecanización ha conquistado tanto poder sobre el hombre durante el tiempo libre y la felicidad, determina tan íntegramente la fabricación de los productos para distraerse, que el hombre no tiene acceso más que a las copias y a las reproducciones del proceso de trabajo mismo»; con el resultado de que: “Solo se puede escapar al proceso de trabajo en la fábrica y en la oficina adecuándose a él en el ocio” (Adorno y Horkheimer, 1988 [1948], pp. 69-70). Edificándose de esta manera una imagen de alienación total cuyo carácter totalitario y sin fisuras –en cierto modo reproducción en negativo del totalitarismo nazi del que los autores eran víctimas- se ha achacado con frecuencia a los fundadores de la Escuela de Frankfurt.
Lo que no advirtieron Adorno y Horkheimer es que, con esta descripción, estaban haciendo suyo el punto de vista de quienes habían puesto en marcha esa industria cultural al servicio del amusement de las masas explotadas; imaginando en consecuencia un hombre esencialmente alienado, cuyas actitudes psíquicas reproducían con exactitud matemática los objetivos de quienes ejercían en beneficio propio dicho objetivo de alineación. Lo cual, aparte de la falsedad en términos científicos que dicha identificación implicaba, constituía en la práctica el resultado de la mirada externa ejercida por sus autores desde la minoría ilustrada a la que ellos pertenecían hacia esa gran mayoría inculta frente a la que se sentían definitivamente ajenos. Y es esta ajenidad –de la que participaba el mismo Carlos Marx- la que caracteriza, en último término, la visión por parte de Adorno y Horkheimer de una industria cultural que, por lo demás, estaba desplazando en el imaginario de la época el lugar privilegiado que ocupaba lo que posteriormente se denominó alta cultura y que había constituido hasta el momento, y sin discusión de ningún tipo, la única cultura realmente existente y digna como tal de dicho nombre. De modo que es esta ajenidad lo que llevó a los autores del término industria cultural a solo percibir los propósitos de alienación que alentaban los objetivos de quienes la ponían en marcha y con quienes aquéllos mantenían, a fin de cuentas, una afinidad de clase: sin llegar a considerar en ningún momento en qué medida tales propósitos eran interiorizados por sus destinatarios y qué efectos reales originaban en los mismos. Efectos que, sin duda, resultaban ser más complejos y llenos de matizaciones de lo que Adorno y Horkheimer eran capaces de percibir desde dicha mirada ajena y externa.

DE LA INDUSTRIA CULTURAL A LAS INDUSTRIAS CULTURALES

La pluralización del término industria cultural con posterioridad a la crítica sin paliativos ejercida por sus inventores suponía, por una parte, la suavización de dicha crítica y, por la otra, la normalización de una expresión que precisamente se pluralizaba para abarcar la variedad de actividades continuamente crecientes, todas ellas dirigidas al entretenimiento del gran público, que se incluían bajo la misma. La expresión industrias culturales adquirió así un estatuto de normalidad que resultaba coherente con dicha expansión exponencial; de modo que, si en la época de Adorno y Horkheimer, la industria cultural venía a ser el parvenu frente a lo que era considerado sin discusión cultura propiamente dicha –sin que sus cultivadores se preocuparan en demasía del estado de incultura a que se condenaba en consecuencia a las grandes mayorías excluidas de la misma-, en la era en que se normaliza la expresión industrias culturales es lo que pasa a denominarse «alta cultura» lo que tiende a revestirse de un estatuto de excepcionalidad: a la manera de dedicación caprichosa de unas minorías ociosas que son incapaces de entender y apreciar lo que ama y valora el gran público.
A esta normalización del término industrias culturales corresponden las definiciones más usuales del mismo. Así, por ejemplo, para Néstor García Canclini, las industrias culturales son “el conjunto de actividades de producción, comercialización y comunicación en gran escala de mensajes y bienes culturales que favorecen la difusión masiva, nacional e internacional, de la información y el entretenimiento, y el acceso creciente de las mayorías [curs. orig.]” (García Canclini, 2002, p.1). Para Ramón Zallo, las industrias culturales son “un conjunto de ramas, segmentos y actividades auxiliares industriales productoras y distribuidoras de mercancías con contenidos simbólicos, concebidas por un trabajo creativo, organizadas por un capital que se valoriza y destinadas finalmente a los mercados de consumo, con una función de reproducción ideológica y social” (Zallo, 1988, p.28). Para los autores de la obra Industrias culturales: el futuro de la cultura en juego: “Se estima, en general, que existe una industria cultural cuando los bienes y los servicios culturales se producen, reproducen, conservan y difunden según criterios industriales y comerciales, es decir, en serie y aplicando una estrategia de tipo económico, en vez de perseguir una finalidad de desarrollo cultural [curs. orig.]” (VV.AA., 1982, p.21). Sin que la ambigüedad de tales definiciones haga otra cosa que reflejar la dificultad de aglutinar bajo un mismo término actividades tan diversas como son el cine, los videojuegos, la música popular, la televisión, los medios de comunicación en general y entre las que a veces se incluyen –con la protesta de quienes se sienten en cierto modo propietarios y custodios de la expresión (véase, por ejemplo, Bustamante, 2011)- la publicidad y el diseño.
Pero el término industrias culturales, que aún remite de algún modo a la condena sin paliativos que Adorno y Horkheimer emitieron en su momento, se ha encontrado en las últimas décadas con un rival que rompe por completo con aquella herencia: el de industrias creativas.

INDUSTRIAS CREATIVAS: UN NUEVO UN TÉRMINO LLENO DE GLAMOUR

Frente a esta sombra de sospecha que ha acompañado al término industrias culturales en función de su origen, la nueva expresión industrias creativas supone la positivación plena de las actividades que designa y que, en último término, vienen a ser las mismas que las incluidas en la denominación que viene a reemplazar. El término industrias creativas tiene como precedente histórico la explosión de creatividad que se vivió en la órbita occidental en la década de los sesenta del pasado siglo, y que tuvo su expresión en fenómenos tan diversos como la consagración de la música pop, los movimientos estudiantiles contra la guerra del Vietnam que conmovieron las universidades estadounidenses a mitad de la década, el auge del diseño con artistas como Milton Glaser, Saul Bass o Paul Rand o la revolución creativa que protagonizó en el terreno de la publicidad William Bernbach: fenómenos todos los cuales confluyeron en la gran explosión que supuso el mayo francés de 1968. Y este precedente histórico se plasmó, unas décadas más tarde, en lo que Richard Florida llamó “clase creativa” (2010 [2002, 2004]) y “ciudades creativas” (2009 [2005]), refiriéndose con este último término a aquellas urbes postindustriales en las que predominaban actividades como el diseño, la publicidad y las artes en general, presididas por un ambiente de permisividad que superaba, entre otros aspectos, las actitudes discriminatorias precedentes contra las minorías sexuales; con la particularidad, según Florida, de que eran precisamente estas ciudades las mejor preparadas para avanzar en el terreno de la economía emergente, en el seno de la cual lo virtual, lo inmaterial y la informática en su conjunto ocupaban los lugares predominantes.
En términos más específicos, las industrias creativas son entendidas por la administración británica –que incorporó dicha expresión en 1998- como “those activities which have their origin in individual creativity, skill and talent and which have a potential for wealth and job creation through the generation and exploitation of intellectual property”; incluyendo dentro de dicha expresión “advertising, architecture, the art and antiques market, crafts, design, designer fashion, film, interactive leisure software, music, the performing arts, publishing, software and television and radio” (cit. Rodríguez Ferrándiz, 2011, nota 4). En este sentido, la nueva denominación implica, entre otras cosas, una institucionalización de la publicidad, cuya dimensión creativa –en el sentido que este término tiene dentro del presente contexto- está fuera de toda duda. Más todavía: cabe sostener que el término industrias creativas implica un reconocimiento de que la publicidad constituye el corazón y el exponente más genuino de tales industrias. Y esto corresponde a una nueva fase dentro del imaginario social occidental y su correspondiente expresión institucional, con arreglo a la cual –frente al tratamiento desdeñoso y teñido por el recelo que desde el ámbito de las industrias culturales se contempló dicha actividad- se admite sin paliativos la lógica publicitaria, reconociéndose el papel nuclear que el modelo publicitario y la financiación por la publicidad juega en lo concerniente a tales industrias. De modo que incluso cabe sostener que el adjetivo “creativas” supone una expansión, en el ámbito genérico de las antes llamadas industrias culturales, del componente creativo desde siempre atribuido a la publicidad y, en especial, desde la ya mencionada “revolución creativa” publicitaria de los años cincuenta-sesenta del pasado siglo.
Pero el término industrias creativas no deja de ser una expresión epidérmica, que trata de recubrir de glamour el halo de sospecha que rodeaba a las antes denominadas industrias culturales. Y es dicho carácter superficial lo que obliga a ir más lejos, tratando de desvelar el eje estructural que atraviesa tales industrias y que permite percibir el verdadero papel que estas desempeñan en el marco del presente imaginario social globalizado.

DE LAS INDUSTRIAS CREATIVAS A LA MACROESTRUCTURA IMAGINARIA

Según la definición institucional británica ya citada, una parte significativa de las actividades incluidas dentro del término industrias creativas, comenzando por la publicidad y el diseño, forman parte de lo que en otro lugar he caracterizado como producción semiótica (Caro, 2011): término este que igualmente utiliza, entre otros, Franco Berardi (2001, 2011) y que está directamente emparentado con lo que Ernest Sternberg (1999) denomina por su parte “producción icónica”.
¿Qué se pretende designar con este término? Dicho brevemente: el conjunto de actividades productivas cuyo objeto ya no es la mercancía teorizada por Marx, entendida como la forma elemental del capitalismo productivista de su época, sino un signo/mercancía que ha pasado a constituir la mencionada forma elemental en el marco del vigente semiocapitalismo. Y cuya expresión semiolingüística –esto es, el modo como dicho signo/mercancía se manifiesta y actúa en el mercado- es la marca, con respecto a la cual el producto o servicio al que aquélla se refiere han pasado a ser su mero soporte material (y no la encarnación de la mercancía, como venía a suceder en el capitalismo productivista analizado por Marx).
Ahora bien, el paso del capitalismo productivista decimonónico al semiocapitalismo o capitalismo del signo/mercancía –si preferimos atenernos, como es mi caso, a su forma elemental (Caro, 2009)- afecta a la esencia misma de dicho sistema productivo. Y en este sentido, si en el marco de aquel capitalismo productivista el valor de una mercancía dependía en última instancia –de acuerdo con el análisis clásico de Marx- de la cantidad de trabajo humano socialmente necesaria para su producción (que, desde la óptica de la época, sólo podía tratarse de producción material en el sentido estricto del término), por su parte el valor de un signo/mercancía, tal como este se manifiesta y actúa en el mercado bajo la apariencia de marca, está en relación directa con la significación o significancia (2) de que se le ha dotado como resultado específico de la producción semiótica desenvuelta en su caso; producción semiótica la cual ha sustituido a la producción material como centro del proceso productivo, mientras esta última ha pasado a estar completamente subordinada a la primera.
¿Y cómo este valor proveniente de la significación o significancia de que se ha dotado a un determinado signo/mercancía se realiza en el mercado? En virtud de la adhesión que dicha significancia o significación despierta entre sus destinatarios a través de su plasmación en forma de marca, y ello como resultado de determinadas actividades que forman parte de la producción semiótica y de las cuales la más importante es la publicidad. De modo que, si el valor (objetivo) de una mercancía se medía en función de la mencionada cantidad de trabajo socialmente necesaria para su producción (material), el valor (aleatorio) de un signo/mercancía depende en última instancia de esa adhesión (siempre circunstancial) a la significación o significancia resultado de la producción semiótica; lo que se manifiesta, entre otras cosas y como he señalado en el lugar citado (Caro, 2009), en la inestabilidad definitoria que caracteriza a este capitalismo del signo/mercancía o semiocapitalismo, y en su tendencia a evolucionar hacia la deriva especulativa que hoy corroe como un cáncer la economía mundial y que conduce hacia un capitalismo plenamente financiero.
De lo anterior se desprende que, en el marco de este capitalismo del signo/mercancía o semiocapitalismo, es un valor de consumo (concepto este que ya anticipé en una obra juvenil: Caro, 1967) el que sustituye al valor de cambio propio del capitalismo productivista decimonónico analizado por Marx; valor de consumo que, como acabamos de ver, constituye el resultado específico de la producción semiótica desenvuelta en cada caso, tal como la significación o significancia en que se plasma dicha producción se concreta en unas específicas expectativas de consumo a favor de una específica marca; la cual traduce, como ya hemos visto, en el mercado el correspondiente signo/mercancía y permite al producto o servicio ‒que constituye, como igualmente hemos visto, su soporte material‒ diferenciarse de la competencia en virtud de aquella significancia de la que la marca es portadora y con independencia relativa de las características objetivas de dicho producto o servicio. Y es así como la producción semiótica, en el seno de la cual cumplen un papel fundamental actividades que forman parte de las denominadas industrias creativas, tales como la publicidad y el diseño, se ha constituido en la verdadera producción en el marco del capitalismo del signo/mercancía o semiocapitalismo; con el resultado de subordinar por completo a la producción material, la cual pierde así el papel central que le ha correspondido en todos los sistemas productivos que se han sucedido a lo largo de la historia de la humanidad.
Ahora bien, ¿qué relación existe entre esta producción semiótica como núcleo del capitalismo del signo/mercancía o semiocapitalismo y lo que aquí estamos denominando macroestructura imaginaria?
La respuesta es bastante simple: si sucede que actividades incluidas dentro de las llamadas industrias culturales, como son el diseño y la publicidad, forman parte como acabamos de ver de dicha producción semiótica –el primero, insertando en la materia del producto la significancia atribuida al signo/mercancía y por tanto vaciándolo de su materialidad; y la segunda participando, por una parte, en la construcción de esa misma significancia y, por la otra, contribuyendo a introducirla en la mente de sus destinatarios hasta que se concreta en unas específicas expectativas de consumo-, ello nos pone en la pista que nos lleva a constatar hasta qué punto son prácticamente la totalidad de las actividades incluidas en esas industrias culturales las que actúan en sinergia con la publicidad y el diseño, hasta confluir con estas en la mencionada macroestructura imaginaria.
Pensemos por un momento en lo que sucede en la actualidad con una industria cultural como lo es la televisión. ¿Quién financia hoy en día la televisión comercial, que es en la práctica la única televisión realmente existente (cuando sucede que la llamada televisión pública, cuando todavía existe, se ha plegado en casi su totalidad al modelo de la primera)? La respuesta no admite el menor equívoco: la publicidad. ¿Y qué persigue la publicidad con esta financiación? Generar expectativas de consumo a favor de las marcas que se anuncian en los canales televisivos y, a través de ello, favorecer los objetivos de una producción semiótica que, como hemos visto, ha sustituido a la producción material como centro del proceso productivo. ¿Y qué sucede con los grandes espectáculos deportivos cuyos gigantescos presupuestos se alimentan en lo básico de los ingresos que generan las retransmisiones televisivas? Que tales ingresos tienen su origen muy concreto en la venta de esas retransmisiones a los anunciantes, quienes pagan muy gustosos los precios de las correspondientes inserciones publicitarias siempre que estas se traduzcan en incrementos de las expectativas de consumo para sus marcas, dependientes a su vez de las significancias construidas a favor de las mismas. ¿Y qué sucede con el cine comercial, cuya principal cadena de difusión es hoy la televisión? Que, frente a la vieja colaboración industria de Hollywood-fabricantes de productos de gran consumo que hizo del cine el principal instrumento de difusión y de implantación de un imaginario social centrado en el consumo y que se conoció en su momento como american way of life (Caro, 2005-2008, pp.52-59), hoy en día asistimos a una verdadera colusión entre marcas e industria cinematográfica a través de productos audiovisuales tales como el branded content (Caro, 2013), que ponen el talento de algunos de los mejores cineastas de nuestro tiempo al servicio de la construcción de las mencionadas significancias que distinguen a las marcas más prestigiosas y glamurosas del momento de la competencia, con independencia relativa de sus características materiales. ¿Y qué podemos decir de los videojuegos, considerados hoy como uno de los principales sectores audiovisuales? Que la mayoría de sus manifestaciones son inseparables del advergaming, considerado como una de las actividades publicitarias más florecientes. ¿Y qué decir con respecto a esos diseñadores a lo grande que son los arquitectos de moda? Que sus creaciones son en numerosas ocasiones macroanuncios al servicio de las grandes marcas que se publicitan a través de ellos y, en otras, instrumentos a cuenta de la construcción de las significancias mediante las que pretenden diferenciarse esas neo-marcas que han pasado a ser un número cada vez más numeroso de ciudades. ¿Y que añadir, finalmente, en lo concerniente a ese inmenso campo de batalla comunicativa que es, hoy por hoy, Internet? Que, mientras por una parte funciona como gigantesca caja de resonancia de esas significancias construidas con relación a las marcas globales (y así, por poner un ejemplo, la serie de branded content realizada por encargo de la marca BMW en 2001 y 2002 bajo el título The Hire y uno de cuyos capítulos lo protagonizaba la famosa Madonna, consiguió 100 millones de visionados durante los cuatro años de su exhibición en Internet), por la otra parte dicha función es en buena medida contrarrestada por la acción de los prosumidores, quienes combaten esas significancias a través de la parodia de sus principales manifestaciones en YouTube y otros sitios interactivos, al tiempo que tratan de desvelar la realidad del producto bajo la apariencia de la marca mediante los mensajes que intercambian en las redes sociales o dirigen a los gestores de las grandes empresas transnacionales. Pero esto ya nos pone en relación con otro escenario que desborda el que aquí estamos considerando.

CONCLUSIÓN: MACROESTRUCTURA IMAGINARIA Y MARCAS GLOBALES

Es así, a través de estas diferentes manifestaciones, como se van perfilando los contornos de lo que aquí denominamos macroestructura imaginaria. Una gigantesca estructura que atraviesa la práctica totalidad de las llamadas industrias creativas y que las pone al servicio de un objetivo muy preciso: construir marcas globales, entendidas como las principales exponentes del actual proceso de globalización capitalista, y que se diferencian unas de otras, no en virtud de las características materiales de sus respectivos productos, sino primordialmente en función de las significancias de que se han dotado como resultado, tal como hemos visto, de la producción semiótica desenvuelta en su caso; la cual se traduce a su vez en unas específicas expectativas de consumo que –sin relación concreta con las necesidades que en teoría pretenden satisfacer- se han constituido en la principal fuente de valorización del capital en las condiciones del capitalismo del signo/mercancía o semiocapitalismo; y ello en sustitución de una fuerza de trabajo, cuya desvalorización corre en paralelo a la que, en el marco de dicho capitalismo, ha experimentado la producción material frente a la producción semiótica.
Y es así como se instituye y funciona una específica macroestructura imaginaria, cuya principal finalidad es anegar el imaginario social que todos compartimos y a través del cual nos socializamos, dotándolo de unas características de fluidez y evanescencia ‒y, en definitiva, de liquidez, en los términos en lo entiende Bauman (1999)‒ que están en perfecta consonancia con la provisionalidad y aleatoriedad de las significancias con que se revisten las correspondientes marcas globales.

NOTAS

1) Antonio Caro Almela es profesor titular jubilado de la Universidad Complutense de Madrid, donde ha ejercido la docencia de diversas materias relacionadas con la publicidad a lo largo de 20 años. Profesional publicitario entre 1964 y 1990, ha publicado entre otros libros La publicidad que vivimos (1994) y Comprender la publicidad (2ª ed., Editorial Humánitas, San Miguel de Tucumán, 2017; editado en Italia por Franco Angeli, 2013). Cofundador y codirector (2007-2011) de la revista científica Pensar la Publicidad, es fundador y promotor de la Red Iberoamericana de Investigadores en Publicidad, constituida en el congreso celebrado en la sede de CIESPAL en Quito en marzo de 2016 y cuyos Capítulos Nacionales se están constituyendo en la actualidad en diferentes países del área.
2) Como he argumentado en otro lugar, el término significancia –entendido como el resultado de una acción de significar que es inseparable de dicha acción- es el que mejor se corresponde con el género de significación que lleva a cabo la producción semiótica (véase Caro, 2002 [1993], p. 256).

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