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Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Jujuy

versión On-line ISSN 1668-8104

Cuad. Fac. Humanid. Cienc. Soc., Univ. Nac. Jujuy  no.52 San Salvador de Jujuy dic. 2017

 

ARTÍCULO ORIGINAL

Rodolfo Kusch y Carl Gustav Jung: aportes para una comprensión simbólica de la cosmovisión andina

(Rodolfo Kusch and Carl Gustav Jung: contributions for a symbolic understanding of andean worldview)

Javier Mercado*

* Universidad Nacional de Córdoba - Facultad de Filosofía y Humanidades - CONICET - Pabellón Agustín Tosco - Haya de la Torre s/n, Ciudad Universitaria - CP 5000. Correo Electrónico: parajaviermercado@gmail.com

RESUMEN

          Nos proponemos indagar las relaciones existentes entre la obra de Carl Gustav Jung y el pensamiento del filósofo argentino Rodolfo Kusch. Dicha indagación se funda en las referencias explícitas que Kusch hace en reiteradas oportunidades de diferentes textos del psiquiatra suizo. Damos por sentado que existe un vínculo efectivo y comprobable que podemos comprender mediante la categoría de «recepción» (en el sentido de Gadamer-Jauss). Por ello, esta recepción de Jung en Kusch se torna diálogo y no reproducción acrítica. La obra kuscheana suspende la búsqueda de originalidad propia de la ciencia académica; pretende por sobre todo articular conceptos de la tradición occidental (de los campos de la filosofía, la antropología y la psicología fundamentalmente) con arreglo a la comprensión del horizonte cultural en el cual se ha forjado el pensamiento de los amautas incaicos. Este objetivo global invita, por tanto, a refundir, modificar y fagocitar la propuesta junguiana a fin de posibilitar un diálogo creativo y no una simple aplicación. Para llevar a cabo esta tarea, nos centraremos con especial interés en las nociones de «símbolo», «opuesto» y «equilibrio». Intentaremos verificar también si la idea de «geocultura» -propia del trabajo de Kusch- registra algunos antecedentes en Jung.

Palabras Clave: Diálogo; Cosmovisión; Opuestos; Recepción; Símbolo.

ABSTRACT

          We intend to investigate the relationship between the work of Carl Gustav Jung and the thought of the Argentinian philosopher Rodolfo Kusch. This study is based on the explicit references repeatedly made by Kusch in different texts of the Swiss psychiatrist. There is an effective and verifiable link we can understand through the category of “reception” (in the sense of Gadamer-Jauss). This reception of Jung’s work becomes a dialogue rather than an uncritical reproduction. Kusch’s work suspends the search of academical originality; above all it aims to articulate concepts of Western tradition (from the fields of philosophy, anthropology and psychology mainly) to understand the cultural horizon which has forged the thought of the amautas. This global objective invites to consolidate, modify and engulf the Jungian approach to build a creative dialogue but not a mere application. To accomplish this task, we’ll focus with special emphasis on the notions of “symbol”, “opposite” and “balance”; and also we’ll try to see if the idea of “geoculture” -a main category of Kusch’s thought- has some background in Jung’s work.

Keywords: Dialogue; Worldview; Opposites; Reception; Symbol.

INVITACIÓN AL DIÁLOGO

          Dentro del panorama de la filosofía argentina y latinoamericana, en los últimos años se ha vuelto con fuerza al estudio de Rodolfo Kusch (1922-1979). En lineas generales, podemos decir que el trabajo de este filósofo no solamente se preocupa por el desarrollo de un «pensar americano» enraizado en el altiplano, sino que también propone un ejercicio de la filosofía que se diferencia de la ortodoxia europea. El pensar situado de Kusch se constituye como un ejercicio de búsqueda y construcción de una identidad americana que se diferencie de la propuesta europea anclada en el «ser alguien». Al sujeto que «es», contrapodrá el sujeto que «está».
          La crítica especializada advirtió que el pensamiento de Kusch no se basa solamente en el estudio de las culturas del altiplano mediante el método etnográfico (en el que se desenvolvía con sobrada experiencia); por el contrario, conjuga abundante material recogido de informantes directos con lecturas de Kant, Hegel y Nietzsche. Esta particular característica lo llevó a buscar un pensamiento que, anclado en la geocultura y el territorio, no se transforme en gratuito chauvinismo, sino que dialogue con la filosofía continental europea, con la antropología académica, y que se apropie de las categorías que crea necesarias para articular ese pensamiento.
          Advertimos que este diálogo del pensador americano con la tradición europea ha sido estudiado sólo en algunos de sus aspectos. De su amplia biblioteca y las abundantes referencias de sus trabajos, se destacan aquellas citas que pertenecen a la filosofía post-hegeliana y, por la oposición entre ser y estar,  se ha prestado gran atención a la recepción de Martin Heidegger. Mas en estos estudios pasan inadvertidas referencias y alusiones a otros autores con los que Kusch dialoga y trabaja. Los nombres de Mircea Eliade y Paul Ricoeur aparecen con insistencia en este horizonte; pero, en particular, a nosotros nos interesan las fuentes vinculadas a la psicología analítica. Las referencias a Jung son más claras y directas en la primera parte de la obra de Kusch, que podríamos fechar hasta el año 1966. En los textos posteriores ya no está pendiente de la cita correcta, sino que más bien se aboca al desarrollo de un pensamiento propio más allá de sus fuentes europeas.
          Por tanto, revisaremos dos trabajos donde se refiere directamente al psiquiatra suizo. Por un lado, el breve ensayo de 1966 «La psicología aplicada a la arqueología» (Kusch, 2007b: 243-251); y por otro América profunda de 1962 (Kusch, 1999). En estos  trabajos, los tres textos de Jung que se destacan por su importancia -quizás los primeros que ha leído- son el prefacio a El secreto de la flor de oro (editado en 1930), Psicología y alquimia (editado de 1943, revisado en 1951) y El hombre y sus símbolos (primera edición de 1964). Kusch trabaja con la edición española de Paidós para el primer texto, aparecida en 1955; con la edición argentina de Santiago Rueda Editor para la segunda, de 1957; y cita una edición francesa de L’homme et ses symboles sobre la cual no aporta mayores datos bibliográficos. No obstante las ediciones citadas, es plausible suponer la lectura de originales en alemán, puesto que Kusch manejaba perfectamente esa lengua. Como punto de partida para nuestro trabajo, proponemos que Kusch dialoga con las nociones de símbolo, oposición, polaridad e inconsciente colectivo, centrales en el pensamiento junguiano. A partir de ellas buscamos guiar la lectura de los textos hacia un horizonte común que nos permita el enriquecer la comprensión de ambos autores.
          En primera instancia, trabajamos con la noción de «símbolo». Ambos estudiosos optan por una «hermenéutica instaurativa» (Durand, 1971) que no cierra el sentido al modo de la alegoría -una hermenéutica reductiva más cercana a Freud- sino que abre la significación y la amplifica. Por ello, todo símbolo requiere de comparaciones con otras culturas y tiempos para poder ser comprendido -siempre de forma parcial y situada. En este marco, la noción de coincidentia oppositorum, que Jung ya toma de Nicolás de Cusa, aparece como el primer aporte al pensamiento de Kusch. El símbolo comportará una significación que, llevada a su extremo, es capaz de reunir cosas que en la lógica racional aparecen como opuestas. Esta idea de Jung le será útil a Kusch para pensar la dinámica del símbolo en los altares religiosos del Tahuantinsuyo. En especial, la contraposición del ciclo de la cosecha con el ciclo del granizo en el altar del Coricancha en Cuzco.
          Es por tanto lógico que el segundo elemento que aparece con fuerza sea la polaridad. Los amautas desarrollan una visión eminentemente afectiva de la realidad -que confronta con la visión intelectual de Occidente-, donde se da la totalización de lo físico y lo metafísico a partir de pares de opuestos complementarios que están en interacción constante. Dice Kusch: «como la vida afectiva es bipolar y oscila entre lo fasto y lo nefasto, el hombre pre-industrial proyecta al mundo circundante esta doble polaridad. De ahí la concepción de “yin” y “yang” en China, o la de “Cari” y “Warmi” entre los incas» (2007b: 244). Al respecto, es insoslayable que Jung se erige como uno de los grandes revivificadores de las nociones de dualidad y polaridad en las humanidades europeas del siglo XX, tan afectas aún a la unilateralidad católica. Y, en este sentido, su juicio es lapidario: «la identidad de los opuestos es la característica de todo dato psíquico en su estado inconsciente» (Jung, 2015a: §398).
          Subsidiario de este diálogo en torno los símbolos y lo polar, creemos que un segundo eje puede articularse en torno al inconsciente colectivo. Kusch se apropia de esta noción, eminentemente junguiana, bajo la denominación de «inconsciente social». Este inconsciente de Kusch toma las características centrales que le asigna Jung -atemporalidad, dimensión colectiva, sumatoria y reservorio de representaciones arquetípicas, motor del comportamiento social- pero le agregará una nueva dimensión que no estaba contemplada en el planteo inicial -o al menos no con tanta fuerza. Esta nueva dimensión será el suelo.
          Kusch entiende que postular «que la geografía condiciona el pensamiento sería muy superficial» (2007a: 257), pero agrega que a nivel más profundo ocurre algo misterioso y lo llama suelo. Estar en un territorio, en un suelo, tiene una especificidad y características propias. Frente a la perspectiva occidental, que entiende al espacio como lugar -como sitio que se ubica en unas coordenadas- la noción kuscheana de suelo o territorio encuentra en el espacio un domicilio existencial. El territorio se constituye como el centro cósmico desde el cual el hombre se proyecta al mundo y asigna significados; el suelo es hábitat, es cotidianeidad, es «un molde simbólico en el cual se instala el ser» (2007a: 257). Al espacio uniforme se opone una geografía cargada de sentido, de sacralidad, que liga al individuo con el lugar y con sus semejantes. Por ello, para Kusch, pensar el territorio es pensar la comunidad. Estar en un territorio comporta un modo de ser, y también un modo de ser-con-el-otro. Quizás por la misma relación que el europeo tiene con el territorio (constante corrimiento de las fronteras, cambio de nombres, inestabilidad de la división territorial y afines), la identidad se constituye con mayor fuerza a partir de la lengua, las tradiciones y otras prácticas. Pero Kusch advierte que el pensar americano es un pensar basado en un «estar en este suelo» (2007a: 110), donde el suelo se constituye como el soporte y trasfondo indispensable para que exista una cultura. Por ello, el inconsciente social también se determina a partir del territorio, de la geografía.
          Así como el modo del pensar afecta a lo pensado; del mismo modo, las relaciones entre el yo y el inconsciente, como la dinámica de lo inconsciente, para Kusch están atravesadas por la geografía donde se vive. Por ello, todo estudio de un colectivo a partir de la teoría junguiana contempla -o debería contemplar- la geocultura donde afloran las imágenes arquetipales a considerar (1). No obstante esto, cabe señalar que un atisbo de esta idea kuscheana se encuentra en el prólogo a El secreto de la flor de oro, sobre el cual volveremos al final.
          Finalmente, señalamos que el estudio de las fuentes junguianas y el cruce con Kusch lo realizamos en el marco de los conceptos de «diálogo» y «recepción» que Hans Georg Gadamer delinea en su texto Verdad y método I (1999)y que Hans Robert Jauss termina de perfeccionar en Experiencia estética y hermenéutica literaria (1986). Siguiendo la propuesta gadameriana, la comprensión de un texto se realiza mediante la dialéctica de pregunta-respuesta que marca la conversación entre el intérprete y la tradición. En un diálogo surge algo que ninguno de los dos interlocutores abarcaría por sí solo. En este sentido, un diálogo verdadero supone un punto de partida diferente para cada interlocutor que luego se subsumirá en un espacio que se hace cargo de sus diferencias y los abarca. El punto de llegada es siempre diferente del punto de partida.
          Dentro de este esquema inicial sucede algo particular sobre lo que nos advierte Hans-Robert Jauss: «Pascal como lector de Montaigne, Rousseau como lector de San Agustín, Leví-Strauss como lector de Rousseau, son ejemplos de un alto nivel de diálogo de autores que, desde el punto de vista de la historia literaria, puede hacer época con la apropiación y transvaloración de un predecesor al que se reconoce una importancia decisiva» (Jauss en Mayoral, 1987: 74).
          Así pues, la recepción entraña siempre una articulación, una reelaboración, la creación de un puente virtual que propicia la lectura de un horizonte desde otro. Resulta imposible pensar una recepción que se constituya como mera copia repetitiva, o que se dirija hacia el texto sin expectativas. La recepción implica un trabajo de interpretación y apropiación. La hermenéutica gadameriana supone un donde desde el cual se recepta un texto y en el cual lo escrito cobra sentido. Por tanto, nos alejamos de la «teoría de las influencias» y de la noción de «aplicación»; preferimos entender estos vínculos bajo la forma del diálogo, donde el pensar conjunto sobre los dos autores tensione las nociones de partida y las transforme con el objeto de llegar a un nuevo horizonte de comprensión.

SÍMBOLO, OPOSICIÓN Y EQUILIBRIO

          En «La importancia de la psicología en la arqueología» Kusch entiende que esta disciplina está relativamente atrasada en su metodología. Por privilegiar una aproximación positivista atiende a tablas, números, datos y a una interpretación cuantitativa de las culturas americanas. Esto provoca un desconcierto en el antropólogo académico, que no termina de comprender la coherencia de las producciones culturales del incario por no poseer un marco hermenéutico que le permita abordar la mitología, la arquitectura o el arte del altiplano. Sentencia Kusch: «Me pareció que dicha coherencia se establecía cuando se aplicaba a los aportes de Lehmann Nitsche ciertos supuestos de la psicología profunda, tal como los expuso Carlos G. Jung en sus obras» (2007b: 244). En efecto, a la recolección cuantitativa de datos, Kusch propone sumarle una interpretación basada en la hermenéutica junguiana del símbolo. En este contexto cobra relevancia una aproximación  a las culturas andinas donde los aspectos religiosos, rituales o mitológicos prevalecen por sobre los técnicos, cronológicos o sociológicos.
          Para recomponer ese marco hermenéutico desde Jung, Kusch plantea la preeminencia de la lógica simbólica frente a la lógica aristotélica en los amautas. El mundo indígena está poblado de símbolos, y sólo en segunda instancia de ideas y signos. La producción cultural amerindia, considerada de modo global, comporta una preeminencia de lo simbólico. Interpretar la cerámica, los ornamentos o las pinturas  como una representación realista del mundo natural que circunda la vida cotidiana de la América Precolombina es desconocer el componente arquetípico y simbólico que contiene. En cierta forma, esto sigue constituyéndose, en el siglo XX, como un modo de negar la «humanidad» de los pueblos americanos. Acercarse mediante Jung implica restituirle a la producción cultural americana esa dimensión simbólica negada. Son las palabras del mismo Jung las que mejor definen esta dimensión que Kusch rescata:

«[Es] una realización de esos contenidos de lo inconsciente que son extram naturam, esto es, no dados en nuestro mundo empírico, por lo tanto un a priori de naturaleza arquetípica. El lugar o medio de tal realización no es ni la materia ni el espíritu, sino ese reino intermedio de realidad sutil, que puede ser expresado suficientemente sólo mediante el símbolo. El símbolo no es ni abstracto ni concreto, ni racional ni irracional, ni real ni irreal; es siempre ambas cosas» (Jung, 2015a: §400).

          Kusch agrega a la preeminencia de lo simbólico el carácter afectivo de la cosmovisión amauta. Frente a la visión occidental donde predomina el pensamiento, en América predomina el afecto (el sentimiento, podríamos decir utilizando el esquema cuaternario de Jung). Y esto trae aparejada una constitución polar de la realidad, tanto material como metafísica. En la visión polar, el principio del bien y el principio del mal coexisten en pie de igualdad: el día y la noche, el dios y el diablo, la lluvia y la sequía, el fruto y la maleza. Desligados en gran medida de la moral cristiana de Occidente, estos dos principios se piensan como complementarios y necesarios. Por ello, incluso los dioses deben someterse a esta ley de los opuestos.
          No resulta llamativo que Kusch se asombrara de las semejanzas entre los grabados alquímicos que Jung reproduce en Psicología y alquimia y los dibujos  de Huamán Poma de Ayala en su Nueva corónica y buen gobierno. Menos aún nos sorprende el siguiente pasaje de Jung: «Como adversario del Hijo de Dios aparece Antímimos, el imitador, el principio del mal. También Antímimos se considera un hijo de Dios. Aquí se separan claramente las oposiciones contenidas en la divinidad» (Jung, 2015a: §460). No nos sorprende porque, como veremos a continuación, Viracocha también comporta opuestos, y los héroes civilizadores del altiplano se presentan como pares complementarios (ya sea como Inca Manco y Mama Ocllo encarnando lo masculino y femenino; o como Tunupa y Chuquichinchay entendidos como el principio del bien y el principio del mal).
          De este modo, frente a visión unilateral, occidental, cristiana y positivista, Kusch entiende a la visión dual amerindia como más saludable. Considera más propicia

«...la búsqueda natural por parte de dicho hombre [el indio] de una integración de tipo psíquico que lo afirme en su existencia a los efectos de enfrentar mejor el avatar de los fenómenos naturales y los problemas sociales en general y, por ende, el medioambiente en sí. Esta integración esencialmente se daría en eso que se dio en llamar «sabiduría», atribuida a los amautas del mundo incaico...» (Kusch, 2007b: 247).

          Para poder comprender mejor esta propuesta de Kusch, veamos uno de los casos que estudia en América Profunda: el altar del templo de Coricancha.
          Nos encontramos en el interior de la ciudad de Cuzco. En ella existió un templo cuyo altar reviste suma importancia y que, a pesar de haber sido destruido para erigir en su lugar un monasterio dominico, nos llega gracias a un famoso dibujo de Joan de Santa Cruz Pachacuti yamqui Salcamayhua, uno de los tres principales cronistas del incario. El dibujo es un esquema del altar principal de Coricancha comentado por el propio yamqui, por lo que puede ser un indicio bastante exacto del pensamiento cosmológico de los amautas.
          En él se consigna una fórmula ritual en cinco momentos. En la interpretación que propone Kusch (1999) nos interesan particularmente el cuarto y quinto aspectos: la dualidad y el círculo. Según el filósofo, en el esquema -organizado a partir de dos conjunciones de estrellas ubicadas una por debajo y otra por encima de un gran círculo- se conjura la necesidad de encontrar un equilibrio entre orden y caos, entre la ventura y la desventura, de quienes viven en el mundo material.  Las cruces de brazos iguales aparecen como símbolo de este orden.
          Las palabras que Santa Cruz coloca en el dibujo son muy interesantes. En el texto que acompaña el esquema se repite en cuatro oportunidades el término unanchan, cuyo significado puede acercarse al de «símbolo», y nos proporciona un claro indicio del valor que tenía el altar: un símbolo totalizante. A su vez, a la derecha del círculo central encontramos un sol y a la izquierda una luna; el texto que acompaña a este círculo -que, como se ve, está en el centro de una cruz astronómica- dice ticci muyu camac «el creador fundamental».
          Los cuatro elementos aparecen en el esquema, a saber: 1) Pachamama, la tierra, se ubica en la parte inferior izquierda; 2) Illapa, el fuego, también aparece en ese cuadrante; 3) Mamacocha, el agua, en la esquina inferior derecha y 4) Chuquichinchay, el aire, junto a Mamacocha. Cuando Kusch explica los significados del esquema y nos habla de las oposiciones y luchas que se establecen entre estos cuatro representantes del cielo y la tierra, siempre lo hace dentro del ámbito de la complementariedad; los opuestos se necesitan, forman parte de un todo y en un punto convergen, porque, «dándose Viracocha, es natural que se dé su opuesto» (1999: 48).
          Miremos nuevamente el esquema en su conjunto. En él encontramos dos cruces, una en la parte superior, formada por cinco estrellas (la quinta estrella está en la intersección de las dos líneas); y otra en la parte media, formada por cuatro estrellas. Junto a la cruz superior están las inscripciones Orcoraca -literalmente, «macho-vulva»- y dezir tres estrellas todos iguales. Debajo de ella el nombre de dios, Uiracochan. En la cruz del medio, cuya rotación de 45° nos recuerda a la cruz de san Andrés, la inscripción chacana en general acompaña una serie de dibujos que denotan las cuatro estaciones, los ciclos de siembra y cosecha, la dicha y la desdicha.
          Es importante señalar las posiciones y papeles diferenciados que juegan estas dos cruces en el esquema y cómo se complementan en un todo mayor. En la primera cruz, elevada y solitaria en lo alto del templo, podemos ver la presencia de un principio trascendente que, macho y hembra al mismo tiempo, da lugar, origina, o manifiesta, todas las alternancias posibles, todos los estados y posibilidades que conforman el mundo manifestado, el mundo «de abajo». Igualmente, esta primera cruz está en posición recta -es decir, el eje vertical corta perpendicularmente la línea del horizonte terrestre- y una quinta estrella marca su centro. Intuimos en este símbolo a la cruz tridimensional de Guénon, que establece los diferentes estados múltiples del ser y sus relaciones con el «Ser Absoluto» cuyo centro invisible está marcado por la estrella del centro, «quinto elemento». Viracocha y Tunupa, según el mito, eran portadores de la cruz.
          A su vez, en la cruz del medio -cuyos ejes  están desplazados y se asemejan a la constelación de Cruz del Sur- vemos la cruz plana del metafísico francés, es decir, la cruz bidimensional que marca las posibilidades y modos de existir que tienen aquellos seres que comparten un mismo plano, en este caso la existencia física, material y terrena. A su derecha se agrupan los símbolos masculinos y a su izquierda los femeninos, ya estamos en el mundo de la dualidad. Y así como la Cruz del Sur es una constelación que gira en torno a un centro invisible, la cruz del mundo manifestado nos remite a una cruz superior, no manifestada, que es la cruz de Viracocha.
          Kusch nos muestra una compleja red de símbolos que surca el pensamiento de los amautas incaicos y constituye una cosmovisión y una cosmogonía cuyos principios básicos forman parte del esquema de análisis junguiano: la polaridad y la compensación. Huelga aclarar que estos dos conceptos no fueron inventados por Jung; surgen de su contacto vital con pacientes, pero también del estudio de las mitologías y las religiones comparadas, de recolección de material etnográfico, de contacto con otras culturas. Si bien América del Sur no fue visitada por Jung, la dinámica de sus civilizaciones no escapa a las constantes que observa en otras latitudes.
          Kusch se interesa por los aspectos que Jung considera centrales de la cultura China. En gran medida, no le pasa inadvertido que esas mismas consideraciones se ajustan a las culturas americanas. En particular destacarmos la siguiente, que se refiere a la complementariedad intelecto-sentimiento:

China no pudo prescindir de ellas, pues tal como lo demuestra la historia de la filosofía china, nunca se alejó tanto de los hechos psíquicos centrales como para haberse perdido en la exageración  y sobreestimación unilateral de una única función psíquica. Por eso, nunca faltó el reconocimiento de la paradoja y polaridad de lo viviente. Los opuestos siempre encontraron el equilibrio -una señal de alta cultura-; mientras que la unilateralidad, si bien otorga siempre empuje, es, sin embargo, una señal de la barbarie (Jung, 2015b: §7).

          Quizás por esta causa la palabra «salud» aparece con tanta frecuencia asociada a la cultura incaica en los textos de Kusch. El viracochaísmo, como filosofía de los amautas y del incario en general, gana en salud porque no elimina uno de los dos polos sobre los que gravita, tampoco lo niega ni lo estigmatiza, simplemente advierte su presencia y su necesidad. Intenta conjurarlo, es decir, alejarlo o atenuar sus efectos, pero nunca abolirlo. Afirma Kusch:

«América es un profundo mundo de opuestos rotundos y evidentes. El indio se ve a sí mismo frente al trueno y el ciudadano culto se ve a sí mismo frente al comunismo, y el rico frente al pobre y la mujer honorable frente a la prostituta. Siempre se trata de una realidad escindida.
El mal está en que cargamos con el opuesto que más nos conviene y por él luchamos. Creemos en la justicia, en la bondad, y ocultamos al otro. Pero la verdad está en buscar el opuesto perdido debajo de la ciudad, en cierta manera cuando nos vamos al suburbio, a un prostíbulo o a una chichería.
Haciendo así recién aparece la posibilidad de conciliar opuestos: se piensa a partir de la vida misma, se ve la realidad-animal, en la cual todo es semilla y debe convertirse en fruto. Entonces recién ni prostitución, ni virginidad, ni rico, ni pobre se oponen ya a sus contrarios» (Kusch, 1999: 162-163).

          El viracochaísmo, como el pensamiento tradicional chino, reconoce la existencia de dos principios, que podríamos llamar de la abundancia y del límite. La conjuración se entiende como la búsqueda de un equilibrio que contenga los dos principios en una interacción constante. Incluso prefiriendo uno de ellos -como puede ser la abundancia, la buena cosecha o el buen clima- se reconoce que, en sí mismo, lo desmedido de un polo acarrea la catástrofe. El exceso del «polo positivo» se torna, en sí mismo, algo malo. El exceso de abundancia acarrea derroche; el exceso de lluvias, inundación; el exceso de prosperidad, avaricia. Por ello, el principio opuesto -el límite, la sequía, la maleza- ofician de contención, impiden el desborde o la desproporción.
          En este orden de cosas, el conjuro es una de las formas del «mero estar» que señala Kusch, y que es comparable al «wu-wei» taoísta que alude Jung en su prólogo a la traducción de Wilhelm:

«Y ¿qué hicieron estos hombres para producir el progreso liberador? Hasta donde pude observar, no hacían nada (wu-wei), sino que dejaban suceder. Como enseña el maestro Lü Tzu que la luz circula según su propia ley si uno no abandona su propia ocupación. El dejar suceder, el hacer en el no-hacer, el «dejarse» del Maestro Eckhardt me resultó una llave que abrió la puerta del camino: hay que ser capaz de dejar suceder psíquicamente. Para nosotros esto es un verdadero arte del que infinidad de personas nada entienden, en tanto su consciencia interviene constantemente ayudando, corrigiendo o negando» (Jung, 2015b: §20).

          En el incario el mundo tampoco necesitaba ser arreglado, corregido, ni reparado, puesto que no estaba roto ni estropeado. Simplemente era así. La cosmovisión indígena no apela a la acción, sino al conjuro. Y el conjuro no es ni más ni menos que una entrega con confianza a la posibilidad de un equilibrio que sea beneficioso para todos. En la diálectica del conjuro busca un equilibrio que acepta el desamparo, puesto que allí se hace posible la subsistencia. En el devenir del mundo puede haber años de escasez, pero no serán todos (como tampoco lo serán los de abundancia), por ello, subsistir siempre será posible. La economía de la acumulación es desmedida, por creer que se puede «arreglar» la escasez; la economía de la subsistencia es equilibrada, porque acepta los ciclos y deja suceder.
          Si la máquina del hombre occidental aspira a arreglar el mundo mediante la técnica, la cosmovisión amauta prefiere rezar por el equilibrio propicio. Este rezo colectivo no se lleva a cabo sólo mediante ritos colectivos, se logra también por la sacralización del espacio -o, en términos de Kusch, poblando el mundo de símbolos- para hacer del mundo un sitio amigable. Aquí vuelve a ser clave el estudio que Kusch hace de la simbólica geométrica desde la cual estaba concebido todo el imperio incaico.
          El Tahuantinsuyu se organizaba a partir de la figura de un «centro irradiante» del que surge el espacio y está plasmado en la organización de la capital, Cuzco. El topónimo de la ciudad fue la voz quechua Qusqu  o Qosqo. La tradición afirma que significa centro, ombligo, cinturón; esto porque, de acuerdo a su ubicación geográfica, en ella confluían el mundo de abajo (Uku Pacha) con el mundo visible (Kay Pacha) y el mundo superior (Hanan Pacha). De este modo, la ciudad fue llamada el ombligo del mundo, en referencia al universo. Su centro -que podemos situar en el palacio del Inca Roca- era punto nodal desde donde partían las líneas que demarcaban las cuatro regiones del imperio. Mediante la división política cruciforme, el Tahuantinsuyu establece una geografía sagrada en torno a la cual se organiza su vida cotidiana. La geografía sagrada permite la irrupción de lo divino (a través del símbolo) en el mundo. Lo espiritual se corporaliza, el corporal se espiritualiza, y el hombre se relaciona con lo divino.
          El centro físico y metafísico del imperio se expandía en las cuatro direcciones cardinales como una esfera que se infla en torno a un centro, dado que el centro es también el punto donde se concilian todas las oposiciones:

«Para dar la idea de totalidad, la esfera debe además, tal como ya hemos dicho, ser indefinida, como lo son los ejes que forman la cruz, que son tres diámetros rectangulares de esta esfera; en otras palabras, la esfera, constituida por la irradiación misma de su centro, nunca se cierra, al ser su irradiación indefinida y llenando el espacio por entero por medio de una serie de ondas concéntricas, cada una de las cuales reproduce las dos fases de concentración y expansión de la vibración inicial» (Guénon, 1987: 54).

          Esta simbólica de la ciudad responde a la necesidad de instaurar un modo de vivir que tenga que ver con lo trascendente, así como también a un orden político que entendía, en principio, su modo de operar como una consecución del orden y la jerarquía suprafísica de los dioses. El Inca -que era conocido como «señor de los cuatro suyus»- y los sacerdotes y amautas que lo rodeaban estaban en el centro de la rueda cósmica, que se mueve invisiblemente. En este sentido, la ciudad de Cuzco era un altar donde se intersecaban la cruz plana del terreno con la vertical tridimensional que conecta los mundos, «encarna el ombligo del mundo, el lugar donde se concentran las potencias vitales y fecundadoras de la naturaleza»(Schwarz, 2008: 122). La ciudad está hecha en correspondencia con el cosmos y el universo, es una imagen del orden trascendente que se reproduce en la tierra y posibilita el acceso a lo sagrado. El plano cruciforme puede aplicarse no sólo a Cuzco, sino a numerosas ciudades amerindias, cuyos trazados estaban orientados según los puntos cardinales y sus templos pueden ser vistos a través del símbolo de la cruz. E incluso en lugares de menor envergadura que Cuzco se continuaba con este principio, especialmente en las huacas -puntos en los que se figuraba la encrucijada y el misterio del centro- donde se erigían altares, mástiles o piedras.

APUNTES SOBRE LA GEOCULTURA Y PREGUNTAS DE CIERRE

          Hasta aquí, hemos trabajado en el territorio de la certeza. Las nociones de símbolo, opuestos y equilibrio Kusch las encuentra en sus lecturas junguianas y se apropia de ellas para abordar las culturas del altiplano. Pero ahora nos adentramos en un terreno menos cierto que responde en alguna medida a la especulación. Nos referimos a los antecedentes que se puedan encontrar en Jung de la categoría «geocultura», uno de los pilares fundamentales del pensamiento kuscheano.
          La categoría, como tal, aparece con fuerza en trabajos posteriores a los que consideramos aquí, particularmente Geocultura del hombre americano (aparecido en 1976) y Esbozo de una antropología filosófica americana (de 1978). Con ella, Kusch pretende señalar una dimensión confusa, oscura, tumultuosa de la cosmovisión inherente a toda cultura: su vínculo con el paisaje, con el suelo en el que habita y se desarrolla. Mencionamos anteriormente la sacralización del espacio que se llevó adelante en el incario; pero aunque resulte obvio debemos aclarar que esta organización simbólica no preexiste a la cultura que la erigió. Es decir, que la cosmización del espacio a través del símbolo y la noción de principios polares es previa a su extroyección en ritos, símbolos y modos de organización social y política. El origen de esta preexistencia Kusch lo busca en la relación del hombre con el entorno geográfico. Hay en toda cultura un sustrato preexistente -que podría entenderse, aunque con reparos, como inconsciente- que moldea las diferentes expresiones sociales, mitológicas, artísticas y políticas de esa cultura. Este sustrato se conforma en la intersección de cultura, hombre y suelo; y sigue irradiando de modo tal que tiene un papel claro en el modo en que una cultura se organiza de modo consciente.
          En principio, podríamos decir que el concepto de geocultura designa «un pensamiento condicionado por el lugar, o sea, que hace referencia a un contexto firmemente estructurado mediante la intersección de lo geográfico con lo cultural» (2007a: 253). Como señalamos al principio, el suelo se constituye como un molde en el cual se despliega el ser. Kusch descree de la mirada estrictamente sociológica porque compone una descripción anclada en la pura visualidad. Esta aproximación no logra captar ciertos imponderables que se vinculan con el medio geográfico y la tradición particular. Por ello, el problema para pensar la incidencia de lo geográfico en lo cultural -es decir, la impronta del suelo tanto en el pensar como en lo pensado- no se resuelve a partir de la cuantificación de datos. Al contrario, los datos a recolectar surge ya de ese substratum, esa pre-existencia que se funda en la tríada sujeto-comunidad-territorio (2).
          Al desconfiar de la individualidad occidental, Kusch pone en primer plano a la comunidad. El sujeto no se define tanto por las características que le son específicas, cuanto por lo que comparte con los otros en una comunión. Esta vida-en-común existía antes del individuo y lo subsiste, su cambio es muy lento y afecta a la forma de concebir el mundo. En este sentido, las características del inconsciente colectivo junguiano pueden aportarnos claves para comprender el modo de ser de eso que «ya está» y que Kusch llama «suelo». A diferencia de Freud, quien entendía lo inconsciente como algo privado, anclado en las vivencias e historias del sujeto, Jung advierte que existen una serie de elementos cuya explicación no se vincula con la biografía particular del individuo; incluso, puede que tampoco se terminen de comprender a través de la biografía familiar. ¿De dónde provienen estos elementos? A juicio de Jung, se remiten a instancias supra-individuales de lo inconsciente, que él llama inconsciente colectivo. Así pues, el Yo no forja lo inconsciente a partir de los contenidos psíquicos que reprime, sino que lo inconsciente es la pre-existencia psíquica a partir de la cual el Yo se constituye. Lo inconsciente comienza a formarse incluso antes de que el hombre se erija como homo sapiens-sapiens y puede remitirse a su condición de mamífero.
          Lo importante aquí es destacar que Jung -sin caer en universalismos de difícil comprobación-  postula que lo colectivo afecta, cuando menos, a una comunidad o cultura dadas. Del estudio comparado de mitos, ritos y símbolos concluye que un individuo y una comunidad llevan a cabo ciertas prácticas que no se pueden comprender sólo a partir de los aspectos conscientes de su personalidad -lo que Kusch entiende como la aproximación visual de la sociología-, sino que se fundan en elementos compartidos propios de lo colectivo (es cierto que los límites de “lo colectivo” en Jung aparecen tan difusos como los límites de “el suelo” para Kusch).
          A la luz de estas consideraciones, resulta interesante revisar dos pasajes del prólogo de Jung a El secreto de la flor de oro. Allí nos encontramos con ideas ciertamente sugestivas: «El espíritu de Oriente surgió de la tierra amarilla, nuestro espíritu sólo puede y debe surgir de nuestra tierra» (Jung, 2015b: §73). Y más extensamente:

«La consciencia occidental no es de ninguna manera una consciencia sin más. Es, antes bien, una magnitud geográfica delimitada e históricamente condicionada, que representa sólo una parte de la humanidad. La ampliación de nuestra consciencia no debe suceder a costa de otros tipos de consciencia, sino que ha de tener lugar a través del desarrollo de aquellos elementos de nuestra psique que nos resulta extraña» (Jung, 2015b: §84).

          Aunque el tema queda enunciado tangencialmente, en ambos pasajes se marca claramente la vinculación del ámbito geográfico con la psiquis. Por las propias condiciones materiales en las que cada uno produce, es claro que el territorio no resulte sino un factor secundario en Jung, quien se vale principalmente de la categoría «tiempo» para interpretar el devenir humano. Incluso observamos que pone en segundo plano las diferencias geográficas específicas del continente europeo y lo considera como una sola entidad. Pero, más allá de estas particularidades, es innegable que el territorio está inserto también en Jung como un elemento que moldea a la cultura, a la comunidad y al individuo. Incluso, a la luz de lo trabajado, podemos decir que los opuestos necesitan de la geocultura para no aniquilarse. Así lo piensa Torres Roggero:

«Podríamos suponer que en una geocultura, en tanto lugar de intersecciones y campo de fuerzas cultural, la contradicción se vuelve tensión. La noción de contradicción implica siempre la muerte de uno de sus términos para que el otro tenga validez. En la tensión los opuestos son términos antinómicos como los polos negativo y positivo de una pila eléctrica» (Torres Roggero, 2002: 14).

          La coincidentia oppositorum, tan cara a Jung, no tiene su resolución en el plano de la lógica. Los opuestos deben conciliarse en el mundo del símbolo, y por tanto del inconsciente. Como vemos, en sintonía con Kusch, Torres Roggero le otorga esa capacidad al suelo, a la geocultura.
          Evidentemente, Kusch trabaja desde una perspectiva muy diferente. Habita un continente en el cual la identidad no puede definirse con tanta fuerza a partir de la lengua, ni de la religión, ni de las tradiciones comunes; si bien vivimos en un país que se jacta de «venir de los barcos», nadie podría definirse como argentino en función de la lengua española, del catolicismo o del asado. Buscar algo que pudiera definir el «ser argentino» nos lleva, sin dudas, al territorio. Paradójicamente, todo «ser americano» se termina definiendo por el «estar» en un determinado sitio. La constitución de la psiquis en Latinoamérica tiene un vínculo particular con la geografía que no se registra con tanta fuerza en Europa. Pero, la noción de «magnitud geográfica» que Jung inserta en su trabajo nos lleva a pensar que tal vez sí es repensar la noción de lo inconsciente colectivo desde su dimensión geográfica.
          Es aquí donde lanzamos las preguntas ¿se puede comparar el inconsciente colectivo junguiano con lo que Kusch llama «el suelo», «lo dado» y, en última instancia, «geocultura»? ¿Existen vínculos entre ese molde que nombra Kusch con los arquetipos junguianos? ¿Qué variaciones pueden experimentar las imágenes arquetipales con arreglo al territorio? ¿La «magnitud geográfica» es un elemento a tener en cuenta a la hora de realizar un análisis? Pensamos entre los términos no existe identidad de campos semánticos, pero sí se da una analogía de relaciones. Es evidente que no podemos encontrar respuestas definitivas a partir de los textos examinados en uno y otro caso. Se plantea por ello la tarea de seguir revisando los escritos para construir nuevas respuestas.

NOTAS

1) A partir de la teoría junguiana, diferenciamos arquetipos de imágenes arquetipales. Mientras el arquetipo es definido como «forma vacía», o «forma sin contenido específico», la imagen arquetipal es la emergencia concreta de un arquetipo en la vida psíquica y social de una cultura. Por tanto, se entiende que un arquetipo pueda ser transcultural, en tanto la imagen arquetipal está  situada cultural, histórica y geográficamete (Jacobi, 1976: 75-76).
2) Atahualpa Yupanqui (2008) nos proporciona un claro ejemplo de geocultura. En sus memorias se pregunta por el carácter altanero del gaucho frente a la condición introvertida del habitante de la Puna. Advierte que esta diferencia no estriba solamente en sus trayectorias individuales. La diferencia, para Yupanqui, radica en el paisaje que surcan. El gaucho, sentado sobre su caballo, es el señor del mundo; nada hay que se erija sobre su cabeza, es dueño y señor de una tierra que existe sólo debajo de sus pies. El indio en cambio está diezmado por el paisaje. Sentado en un cerro, al ver el avance de una caravana de mulas, siente que ellas viven en un tiempo minúsculo, donde el cerro es eterno, alto, fuerte, y la mula es pequeña, lenta, débil. El tiempo en la Puna se ríe de cualquier apuro del hombre y transcurre con una lentitud de siglos.

BIBLIOGRAFÍA

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14 YUPANQUI, A (2008) Ese largo camino, memorias; Buenos Aires; Cántaro.         [ Links ]

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