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Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Jujuy

versão On-line ISSN 1668-8104

Cuad. Fac. Humanid. Cienc. Soc., Univ. Nac. Jujuy  no.53 San Salvador de Jujuy jan. 2018

 

ARTÍCULO ORIGINAL

La violencia en las Ciencias Humanas: Una aproximación a la perspectiva de Hannah Arendt

(Violence in Human Sciences: An approach to the perspective of Hannah Arendt)

Nicolás Patierno*

* Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación - Universidad Nacional de La Plata - Calle 51 e/ 124 y 125 - CP 1925 – Ensenada - Buenos Aires - Argentina. Correo Electrónico: nicolaspatierno@gmail.com

Resumen

El presente artículo corresponde a una ampliación de una tesis de maestría de propia autoría dedicada al estudio del cuerpo y la violencia en la obra de Hannah Arendt. Es en este marco, que el intento por rastrear un concepto posible de violencia que opere como punto de partida, evidenció la presencia de numerosos debates en torno a su caracterización. Lejos de arribar a una lectura certera, la persistencia de desacuerdos y arbitrariedades expanden el abanico interpretativo al punto en que se advierte una constante redefinición del término. Esta indiscriminada apropiación genera un vacío teórico alrededor de la violencia que se completa con las necesidades particulares de cada campo disciplinar. Asumiendo una postura histórico-hermenéutica, el objetivo del artículo consiste en la reconstrucción de algunos de los debates más relevantes respecto de la definición de la violencia en las Ciencias Humanas. La metodología se basa en reconstrucciones etimológicas y en revisiones de fuentes primarias y secundarias pertinentes a la temática planteada.

Palabras Clave: Violencia; Conceptualización; Desacuerdo; Etimología.

Abstract

The present article corresponds to an extension of a Master´s thesis of own authorship dedicated to the study of the body and violence in the work of Hannah Arendt. It is in this context that the attempt to trace a possible concept of violence that operates as a starting point evidenced numerous debates around its characterization. Far from arriving at an accurate reading, the persistence of disagreements and arbitrariness expand the interpretive range to the point where there is a constant redefinition of the term. This indiscriminate appropriation generates a theoretical vacuum around the violence that is completed with the particular needs of each disciplinary. Assuming a historical-hermeneutic position, the objective of the article consists in the reconstruction of some of the most relevant debates regarding the definition of violence in Human Sciences (with particular attention to education area). The methodology is based on etymological reconstructions and reviews of primary and secondary sources pertinent to the subject matter.

Keywords: Violence; Conceptualization; Disagreement; Etymology.

Introducción

Comúnmente solemos utilizar el término violencia para referirnos a fenómenos muy diversos, de distinta naturaleza y ocurridos en contextos variados. Cualquier intento de definir la violencia en términos precisos dejaría fuera un sinnúmero de variables que nos obligarían a redefinirla constantemente. Muy probablemente, este sea uno de los principales motivos por los que, siguiendo a Georges Sorel, “los problemas relativos a la violencia han permanecido hasta ahora muy oscuros” (1973: 47). Este rechazo histórico a caracterizar la violencia como un problema central en los asuntos humanos es uno de los ejes retomados por Hannah Arendt en Sobre la violencia, quien advierte sobre la permanencia de cierta “repugnancia general a tratar a la violencia como a un fenómeno por derecho propio” (Arendt, 2006: 48). La autora también advierte que el estudio de la violencia comúnmente suele reducirse a la relación de medios y fines o a la noción de agresión física. A lo largo del artículo intentaremos desandar estos debates, haciendo particular hincapié en tres lecturas arendtianas: la violencia en tanto acción, su empleo en los modos modernos de producción y las confusiones con las nociones de poder y autoridad.

Reconstrucción etimológica y definiciones académicas

Los obstáculos derivados de la confusión que acompaña la definición de la violencia ameritan un recorrido por diversas perspectivas, documentos e investigaciones pertinentes. El primer paso, en este sentido, consiste en el análisis de su recorrido etimológico y la revisión de algunas definiciones provenientes de documentos de consulta generales como diccionarios y glosarios académicos, centrando la atención en aquellas dificultades que acompañan el abordaje de esta temática.

Violencia: Calidad de violento. / Acción y efecto de violentar o violentarse. / Fuerza o ímpetu en las acciones, especialmente en las que incluyen movimiento. / Fuerza que se le hace a una cosa para sacarla de su estado, modo o situación natural. / Fuerza con que a uno se le obliga a hacer lo que no quiere (Diccionario Enciclopédico Salvat, 1957).

Violencia: Acción y efecto de violentar, de aplicar medios violentos a cosas o personas para vencer su resistencia. (…) La violencia puede ser ejercida por una persona sobre otras de modo material o moral; en el primer caso, la expresión equivale a fuerza, y en el segundo, a intimidación. (…) Si resulta muy difícil fijar los límites de la violencia física (…), es indudable que los de la violencia moral son casi imposibles de precisar (Diccionario de Ciencias Jurídicas Políticas y Sociales, 1974).

Violencia: 1) Toda acción, llevada a cabo como parte de un método de lucha, que implica el homicidio de una o varias personas o que supone que se les inflijan sufrimientos o lesiones físicas o psíquicas; 2) de manera intencional, y 3) contra su voluntad (Diccionario de Ética y de Filosofía Moral, 2001).

Violencia: La violencia es el uso intencional de la fuerza física, amenazas contra uno mismo, otra persona, un grupo o una comunidad que tiene como consecuencia o es muy probable que tenga como consecuencia un traumatismo, daños psicológicos, problemas de desarrollo o la muerte (Organización Mundial de la Salud, 2003).

Violencia: del lat. violentia 1. f. Cualidad de violento. 2. f. Acción y efecto de violentar o violentarse. 3. F. Acción violenta o contra el natural modo de proceder. 4. F. Acción de violar a una persona (Diccionario de la Real Academia Española, 2016).

Estas múltiples definiciones de violencia, al igual que ocurre con muchos términos del lenguaje socio-político, hallan su significado en los marcos que intentan definirla, es decir, que es muy poco probable encontrar dos definiciones idénticas. En esta línea, sería incorrecto hablar de conceptualizaciones buenas o malas, mejores o peores; las diferencias dan cuenta de los diversos contextos en los que la violencia es problematizada. En tanto problema inherente a las relaciones humanas, la violencia no puede descansar en una explicación incuestionable; sería un equívoco afirmar que es factible hallar una definición excluyente de la violencia.

Un breve recorrido etimológico por el origen latino de la palabra nos remite a la expresión vis,1 para referirse fundamentalmente a “la violencia, la fuerza y el poder” (Corominas, 1991: 823). Otras definiciones de vis incluyen términos tales como: “brusquedad, ira, intensidad extraordinaria, fuera de lo natural, torcido” (Real Academia Española, 2016); “acción contra el natural modo de proceder, acción de violar” (Diccionario Enciclopédico Salvat, 1957: 817); “impetuosidad, fogosidad” (Munguía, 2013: 842); “arrebatado, carácter indomable, ferocidad, semblante feroz” (Blánquez Fraile, 1975: 1841); “empleo ilegítimo o ilegal de la fuerza” (Lalande, 1953: 1439). Cabe aclarar que en algunos documentos es posible hallar sólo el adjetivo violento/a (del latín violentum) sin variantes en sus acepciones latinas originales,2 es decir, que en la totalidad de los casos se remite a vis como expresión primaria.

En pocas palabras, podríamos encontrar tres significados comúnmente asociados a la violencia. En primer lugar, el “movimiento violento” (Lalande, ibíd.), que en un sentido aristotélico equivale a una interrupción deliberada del supuesto equilibrio natural; la acción violenta saca las cosas de su lugar para cambiar, temporal e imprevisiblemente, su pasivo estado original. En segundo lugar, encontramos numerosas menciones a un uso exagerado y abusivo de la fuerza; esta definición conlleva cierta connotación negativa, puesto que suele estar acompañada por términos tales como “ilegal”, “ilegítimo” o “inaceptable”. El tercer significado que suele hallarse alrededor de la violencia es la idea de violación, de obligar a alguien a hacer algo que no quiere “por medios que no puede resistir” (Barcia, 1945: 716). Cabe aclarar que estas tres acepciones: interrupción deliberada, fuerza abusiva y violación, al formar parte de un fenómeno humano, no aparecen en estado puro, es decir, un término no excluye al otro; incluso es factible que los tres formen parte de una misma acción. Consideramos que la confusión que rodea a la definición de violencia parte del origen mismo de la palabra, esto es, no hay una sola interpretación posible para vis, por lo tanto, la concepción moderna de violencia arrastra una marcada imprecisión conceptual rastreable desde su raíz latina original.

Algunos significados latinos se perpetuaron a lo largo de la Edad Media. Silvia Magnavacca, en su Léxico Técnico de Filosofía Medieval, hace referencia al término vis para expresar “fuerza, vigor, capacidad de obrar (…) con consecuencias no solamente para el cuerpo del agente, sino también sobre los cuerpos externos él” (2005: 735). También incorpora el término violentum para referirse a “aquello que se opone a lo natural, sobre todo, al movimiento opuesto al determinado por el dinamismo de la naturaleza” (2005: 732). En este período también se destaca la recurrente mención de la violencia en La Divina Comedia, de Dante Alighieri, más específicamente, en el apartado destinado al Infierno. Esta mención de Dante, da cuenta de la violencia como problema para la vida en las sociedades de la Edad Media y de los instrumentos religiosos empleados para su control (castigos, torturas y ejecuciones públicas). La lectura cristiana de la realidad encuentra en la violencia un elemento de desorden que debe ser castigado con los medios considerados legítimos para la época.

En La Divina Comedia, toda mención que Dante hace de la violencia está cargada de descripciones gráficas con un marcado carácter mefistofélico; forma parte de una representación material de lo que por esa época se consideraba el mundo de ultratumba. La violencia se incluye en el séptimo círculo del Infierno, el cual, a su vez, está compuesto de nueve círculos concéntricos que representan la progresión de la gravedad del pecado castigado y culmina en el centro de la Tierra, dónde Satán es prisionero. Dante desciende al Infierno debido a la influencia ineludible de tres bestias: un león, un leopardo y una loba, que representan tres pecados capitales (soberbia, lujuria y codicia). La entrada al Infierno está protegida por un minotauro, cuya descripción bien podría encarnar una metáfora detallada de la personificación del mal, de aquel que, arrebatado por la ira se convierte en un “engendro inmundo (…), monstruo fiero (…), hosco toro que brama enfurecido” (Dante, 1922: 66). Al dejarse llevar por la rabia, el minotauro debe pagar eternamente por sus pecados, perdiendo el control sobre sí mismo, mordiéndose y arrancándose trozos de su propio cuerpo; evidenciándose –al igual que en la representación gráfica de Bía3 cierta relación con la locura.

Dante enumera tres círculos dentro del Infierno, los cuales estarían secuenciados de acuerdo a la importancia del pecado: Violentos contra el prójimo, Violentos contra sí mismos y Violentos contra Dios. La caracterización del primero de éstos incluye numerosas descripciones contextuales que acompañan constantemente el recorrido del autor y Virgilio; para esta caracterización Dante emplea frases como: “sendero eriazo” (Dante, ibíd.: 66), “valle tormentoso” (Dante, ibíd.: 68) o “lago bermejo de condenados” (Dante, ibíd.: 69).

Mas ve en el valle, que la cuesta toca

ese río de sangre en que se anega

la violencia que de otro el mal provoca

(Dante, 1922: 67).

Para completar el paisaje lúgubre y diabólico, en su recorrido por la costa del río de sangre, Dante y Virgilio se cruzan en reiteradas ocasiones con tiranos históricamente conocidos por acciones asociadas a un uso desmedido de la violencia. Se destacan: Atila, Alejandro Magno, Obizzo de Este y varios políticos contemporáneos a su obra. También incluye personajes de la mitología griega, como Neso, el centauro que acompaña a los poetas en su recorrido (se trata de un centauro de la mitología griega vinculado a la lujuria). En el mismo círculo menciona a Dionisio, un dios griego asociado al exceso de los placeres, los rituales y el éxtasis (Grimal, 1994). Entre los comportamientos que Dante asocia a la violencia, se destacan: “la rabia insana, la codicia ciega” (Dante, ibíd.: 67) y la “tiranía” (Dante, ibíd.: 70).

En el aro destinado a los violentos contra sí mismos se encuentran los suicidas, cuyos cuerpos se han convertido en árboles que sangran y son picoteados por harpías que anidan en sus ramas, formando entre todos una espesa selva. La premisa que atraviesa este círculo se centra en la imposibilidad de ascender al cielo debido a la decisión de quitarse la propia vida; las raíces bien podrían significar un eterno anclaje a la Tierra. La violencia contra uno mismo supone la pérdida del propio cuerpo, puesto que no se tiene derecho a reclamar lo que alguien ha decidido quitarse por voluntad propia. Es por ello que en el momento del juicio final, esta clase de pecadores deberá pagar ahorcándose en sus propias ramas. “Yo en horca mía convertí mi casa” (Dante, ibíd.: 76).

El tercer aro correspondiente al círculo de la violencia incluye a los violentos contra Dios, contra la naturaleza y contra el arte, pecadores que yacen en un “arenal doliente” (Dante, ibíd.: 78) asediado por una intensa lluvia de fuego. Dante agrupa en este sector a los blasfemadores: “aun desprecia de Dios las altas leyes; y por su propio orgullo es castigado” (Dante, ibíd.: 76). También agrega a los que realizan prácticas sexuales reprimidas por la iglesia, como los sodomitas y las prostitutas. Por último menciona a los usureros, quienes deben sufrir el castigo de portar una coraza de oro y plata que los obliga a permanecer inmóviles. Si bien no hay referencias explícitas a la violencia en este apartado, resulta interesante atender a la amplia variabilidad de conductas que por la época solían incluirse bajo este rótulo.

De la revolución a la conservación

Con la conformación de los estados modernos, la violencia se afianzó como el instrumento más eficaz para la rápida conquista y expansión de los nacientes territorios estatales. “Una historia implacablemente realista muestra que la violencia se halla en el origen mismo del poder del estado, que es inseparable de él” (Aranguren, 1973: 144). En la implantación de todo régimen se recurre a la violencia, pero una vez establecido, la violencia deja de ejercerse de manera explícita para pasar a conformar un instrumento en defensa del orden público. Solo el estado puede hacer uso legítimo de la violencia; el uso independiente y deliberado de la misma es considerado un atentado contra el equilibrio de la sociedad y se establecen un conjunto de leyes que castigan su empleo, convirtiendo el acto en ilegítimo.

El derecho, que constituye el marco normativo para el funcionamiento de los estados modernos, considera la violencia en manos de la persona aislada como un peligro o una amenaza de perturbación para el ordenamiento jurídico (Benjamin, 1995). Esto no quiere decir que las sociedades modernas se han olvidado de la violencia, por el contrario, su uso se considera perfectamente admisible cuando es impartida por fuerzas legítimas: fundamentalmente la milicia, la policía y todas aquellas instituciones que hagan empleo de la fuerza en nombre de la conservación del orden. El problema de la violencia se suscita cuando ésta es empleada fuera de los márgenes de la ley. Según Roberto Esposito, “lo que amenaza al derecho no es la violencia, sino su afuera (…), que el derecho no abarque todo, que algo escape a su alcance” (2009: 47), el carácter creador de la violencia es, al mismo, tiempo su mayor condicionante; en otras palabras, si el estado fue creado con violencia, éste puede destruido por los mismos medios. “El derecho prohíbe y condena la ejecución de la violencia por fuera de su propio dominio, porque dicha exterioridad representa una amenaza, un peligro para su constitución” (Ruíz Gutiérrez, 2012: 76). En síntesis, la legitimidad de la violencia se construye en el movimiento que va de afuera hacia el adentro del derecho, o, dicho de otro modo, el estado hace propia la violencia amparándose en el mantenimiento de un orden social.

La violencia, cuando no se halla en posesión del derecho (…), representa para éste una amenaza, no a causa de los fines que la violencia persigue, sino por su simple existencia fuera del derecho (Benjamin, 1995: 32).

Walter Benjamin, en su ensayo titulado Para una crítica de la violencia, asocia la violencia con la creación y la conservación del derecho. Asumiendo un posicionamiento histórico-filosófico, el autor afirma: “la violencia, para comenzar, sólo puede ser buscada en el reino de los medios y no en el de los fines” (Benjamin, ibíd.: 23). Con esta propuesta, el autor inicia una crítica hacia el derecho y la violencia, fundamentalmente desnaturalizando sus relaciones (establecidas bajo un manto de supuesta neutralidad legal). El mismo autor también afirma que la relación entre estas categorías es de naturaleza ambigua y está plagada de matices confusos, “la novedad radical del punto de vista de Benjamin reside justamente en reconocerlos como modalidades de una misma sustancia” (Esposito, 2009: 46). En este sentido, la violencia al servicio del derecho para el ordenamiento legal constituye una relación naturalizada que, al revisar sus fundamentos, arroja numerosas controversias. Benjamin menciona casos tales como la policía, el servicio militar obligatorio y la pena de muerte, entre otros; lo que mantienen en común es la inclusión de medios violentos en el marco del derecho, esto es, la violencia no se elimina sino que se reviste de legalidad para interiorizarla como mecanismo de gobierno. Esposito, bajo la contundente frase violencia a la violencia4, aclara este movimiento del afuera hacia adentro del derecho:

La violencia no se limita a preceder al derecho ni a seguirlo, sino que lo acompaña –o mejor dicho, lo constituye– a lo largo de toda su trayectoria con un movimiento pendular que va de la fuerza al poder y del poder vuelve a la fuerza (Esposito, ibíd.).

Arendt (2006) retoma los análisis de Sorel y Benjamin en Sobre la violencia para introducir su lectura respecto de la confusión entre poder y violencia en la modernidad. Siguiendo a la autora mencionada, el uso de la violencia para la conformación de los estados modernos –proceso nombrado como revolución–, desencadenó una confusión entre los significados de poder y violencia. De manera estratégica, numerosos gobiernos –no sólo los autoproclamados e impuestos por las armas– sino también numerosos gobiernos democráticos, han apelado al uso abusivo de instrumentos violentos para reclamar obediencia y suplantar la deficiencia de legitimación. Mientras que el poder se basa en el dominio por vía del “consenso de la mayoría” (Arendt, 2006: 70), la violencia prescinde del acuerdo e incluso es factible de ser ejecutada por un individuo particular si posee los instrumentos necesarios. Puesto que la base fundamental de la violencia “descansa en sus instrumentos” (Arendt, ibíd.: 57), el dominio en esta lógica no precisa del acuerdo.

Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el número, mientras que la violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos. (…) La extrema forma de poder es la de todos contra uno, la extrema forma de violencia es la de uno contra todos. Y esta última nunca es posible sin instrumentos (Arendt, ibíd.).

El dominio por medio de la violencia no es otra cosa que el resultado de la pérdida de poder. El uso desmedido de la fuerza para gobernar nunca va estar acompañado de legitimidad, son dos concepciones antagónicas; uno implica necesariamente la incapacidad del otro. Cualquiera ejecutaría una orden a punta de pistola, pero esto no legitima la orden, ya que no sería más que una acción para proteger la vida, una respuesta forzada. Cuando la violencia se ejecuta a escala considerablemente mayor y en manos de un gobierno con la consecuente disposición de instrumentos, nos enfrentamos con un proceso de perpetuidad de la violencia cuyas consecuencias pueden atentar contra la vida. “La violencia, que debería proteger la vida o la libertad, ha llegado a ser tan poderosa, que amenaza no únicamente a la libertad sino también a la vida” (Arendt, 1997: 93).

Desde la supresión de derechos y el secuestro de personas, hasta las ejecuciones en masa y el empleo de armas de destrucción masiva, pueden considerarse instrumentos violentos empleados por sistemas de gobierno tales como las dictaduras, las tiranías o los totalitarismos. La obsesión por el dominio, como evidencia la historia del siglo XX, impulsó la utilización de una violencia a escala mundial que inauguró una categoría nunca antes vista en la historia de la humanidad: la aniquilación de masas.

¿Naturaleza violenta o naturalizacion?

La naturalización de la violencia se basa en una supuesta “naturaleza humana violenta”5 que suele entremezclarse peligrosamente con la idea de agresividad o agresión; asumiendo que la fuerza es una conducta primordial, ineludible, impresa en el ser humano desde su nacimiento.

La violencia entendida como parte esencial del ser humano, como comportamiento inherente a su existencia, suele vincularse con una interpretación marcadamente biológica de la vida. Asociar la violencia con cierta animalidad latente se trata de una explicación absolutamente arbitraria y determinista. En contraposición, podríamos considerar que los animales no son violentos y que estos sencillamente se comportan de acuerdo a sus instintos. De esta manera, serían los humanos los que atribuirían caracteres violentos a los animales para justificar su propio comportamiento. La sentencia de Arendt es clara: “la violencia ni es bestial ni es irracional” (2006: 84). Esta aclaración se hace fundamental en vistas de un alejamiento de las explicaciones provenientes de la biología, la fisiología y la zoología, que pretenden atribuir al humano cierta violencia o agresividad caracterizada a partir del estudio de otras especies. La filósofa citada rechaza estas posturas a través de un minucioso revisionismo de las teorías tendientes a naturalizar la existencia de la agresividad humana. Para llevar adelante esta tarea se vale de dos lecturas críticas. En primer lugar, pone en debate la perspectiva de los zoólogos, quienes pretenden replicar los comportamientos del reino animal en conductas humanas. “No creo que necesitásemos conocer los instintos del «territorialismo de grupo» de las hormigas, los peces y los monos; para conocer que el hacinamiento origina irritación y agresividad” (Arendt, ibíd.: 79-80).

La segunda crítica al estudio de la violencia descansa en el problema de la naturalización. Si la violencia es parte de la condición “natural” del hombre, su empleo no sería otra cosa más que el natural proceder los humanos. Arendt advierte que, tanto las Ciencias Sociales como en las Ciencias Naturales equiparan la violencia con “los instintos nutritivo y sexual en el proceso de la vida de los individuos y de las especies” (ibíd.: 81). Radicalizando esta interpretación, una acción violenta no debería ser castigada, o al menos la pena debería estar atenuada por esta condición natural del “ser violento” del hombre.

En el mundo de la biología, los comportamientos –de los hombres y de cualquier organismo vivo– son explicados a partir de los impulsos y de las leyes de la naturaleza. La conclusión de Darwin en El origen de las especies da cuenta de lo mencionado: “la cosa más elevada que somos capaces de concebir (…) resulta directamente de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte” (Darwin, [1859]: 461). En esta línea de pensamiento, el animal humano, lejos de toda espontaneidad, debe adaptarse a los procesos de supervivencia siguiendo una serie de conductas supuestamente innatas. Del humano en su estado natural cabe esperarse lo mismo que cualquier animal cercano, por lo tanto, desde esta perspectiva, cabría suponer que una violación no es más que el alivio del llamado de la sexualidad.

Es sin duda posible crear condiciones bajo las cuales los hombres sean deshumanizados –tales como los campos de concentración, la tortura y el hambre– pero esto no significa que esos hombres se tornen animales; y bajo tales condiciones, el más claro signo de deshumanización no es la rabia ni la violencia sino la evidente ausencia de ambas (Arendt, 2006: 85).

Aquí puede rastrearse cierta continuidad con la crítica de Benjamin a la concepción jusnaturalista que entiende a la violencia como un medio necesario para lograr fines “justos”, es decir, que desde esta concepción, el empleo de la violencia para fines legítimos no sería un problema, sino un recurso natural del hombre. En esta lógica, lo que está en juego no es la naturaleza del medio sino el fin que justifica su uso. En la teoría jusnaturalista, las personas se despojan de toda responsabilidad en nombre del estado, la violencia no está acompañada de ninguna culpa, es un medio al servicio del “bien común”.

La biología darwinista considera en forma del todo dogmática, junto con la selección natural, solo la violencia como medio originario y único adecuado a todos los fines vitales de la naturaleza (Benjamin, ibíd.).

El ejemplo más claro de lo anteriormente mencionado descansa en la persecución de los judíos en la Alemania nazi. Bajo amparo de un supuesto orden natural que ubicaba a la raza aria en la cúspide de la especie humana, la eliminación de todo elemento “contaminante” era perfectamente admisible con el fin de preservar la raza en su estado puro. El sustento en las teorías de Darwin se basaba en afirmaciones tales como: “el hombre estriba en la conservación de todos los individuos más o menos valiosos y en la destrucción de los peores” (Darwin, [1859]: 77). Los nazis justificaron el uso sistemático y estratégico de la violencia en una lectura arbitraria de la biología darwinista; argumentando que el secuestro y los asesinatos en masa formaban parte de la “natural” lucha por la supervivencia.

La acción violenta en Hannah Arendt

La filósofa en cuestión ofrece un punto de vista particular, puesto que se despega de un abordaje tradicional por el que la violencia suele confundirse con la idea de poder y dominación. En un análisis más complejo, la autora propone articular la cuestión de la violencia en torno a la idea de acción, los movimientos políticos del siglo XX y los modos de producción de la modernidad. En tanto se aleja de toda interpretación de carácter mefistofélico y desmitifica todo lo que comúnmente suele envolver a la violencia y la maldad, su análisis se encuentra fuertemente emparentado a lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial. En dicho contexto, la violencia era empleada por hombres comunes que nada tenían que ver con demonios ni bestias como los descriptos por Dante. Bajo la célebre frase “la banalidad del mal”, con la describe las acciones de Adolf Eichmann (en carácter de responsable de “la solución final”), la filósofa derrumba todos los “oscuros” preconceptos construidos alrededor de los funcionarios nazis. Frente a la maldad, a lo diabólico, se erige un sistema burocrático que administra la ejecución de pueblos enteros, valiéndose, entre otros medios, de la violencia empleada para el secuestro, la tortura y el asesinato.

Luego de analizar la violencia en Los orígenes del totalitarismo asociada al ejercicio sistemático de la fuerza estatal, la autora introduce el problema de la violencia en los asuntos humanos y lo pone en tensión constante con el devenir de la política en la modernidad. Este recorrido se evidencia fundamentalmente en La condición humana y, posteriormente con más destalle, en el análisis de las revueltas políticas de la década de 1960 en Sobre la violencia. El análisis de la violencia como acto, se centra en la posibilidad de caracterizarla como un tipo de acción capaz de comenzar algo nuevo, con consecuencias imprevisibles y, al mismo tiempo, irreversibles en relación a los resultados.

La violencia en tanto acción asume ciertas características tales como la novedad y la imposibilidad de predecir sus secuelas; no obstante, es preciso aclarar que el acto violento se escinde del lenguaje, es decir, se halla imposibilitado de articular la palabra con el acto. En términos simples, podríamos hablar de un cuerpo mudo –pero no de instinto ni de animalidad–, más bien de un impulso producto de la rabia, la injusticia, la opresión o el peligro, y de la imposibilidad de establecer medios verbales para el diálogo y la negociación.

La violencia, aún siendo definida como instrumental, es decir, dotada a la vez de implementos y como medio para un fin, es imprevisible en sus consecuencias (…). Comienzo, impredecibilidad, irreversibilidad parecen colocar a la violencia en el terreno fenoménico de la acción (Hilb, 2001: 21).

La violencia en tanto acto, no se agota en una acción esporádica e intrascendente, sino que por el contrario, posee cierta perpetuidad en las relaciones humanas, claro que esta trascendencia es de carácter indefinido y asistemático, al mismo tiempo que “sin argumentación ni palabra” (Arendt, 1970: 86).

Las fábricas de violencia

La segunda lectura sobre la violencia en la perspectiva de Arendt tiene que ver con los medios masivos de producción y con el modo en que este proceso afecta el devenir de la política y las relaciones humanas. La idea moderna de que la política se hace al igual que un objeto se hace por las manos del trabajador, es, justamente, un fenómeno propio de la modernidad. “La glorificación de la violencia como tal está ausente de la tradición del pensamiento político anterior a la Época Moderna” (Arendt, 2014: 248). Si bien la violencia ocupaba un importante lugar en el pensamiento y esquema político de la antigüedad, su empleo no descansaba en la glorificación de la violencia por sí misma, sino en su carácter instrumental y en su utilización como medio para un fin justificado.

La violencia por la violencia, esto es, el convencimiento de que el único modo posible de crear algo en la política es a través de un proceso similar al trabajo, inaugura la confusión entre política y dominación. La modernidad establece un nuevo uso de la violencia en la política: el medio ha llegado a convertirse en un fin. En línea con la crítica de Benjamin (1995), sin el uso de la violencia –empleada para la creación y mantención de un orden–, hoy no sería posible administrar un gobierno.

El peligro asociado a la violencia afecta principalmente el mundo común,6 no solo porque es incapaz de funcionar basándose en acuerdos e instituciones, sino también porque puede prestarse fácilmente a su instrumentalización como medio, es decir, a la racionalización. Este riesgo no es metafórico, constituye una constante en la vida moderna, al respecto Hilb sostiene:

Toda violencia lleva ínsito el riesgo de una racionalización que pretende aplicar a la esfera de los asuntos humanos la lógica de la fabricación, de los medios y los fines, y que, así como el hombre moderno “actúa” sobre la naturaleza, (…) también “actúa” instrumentalmente sobre otros hombres (Hilb, 2001: 25).

Esta convicción de que el hacer en la modernidad requiere de la violencia, es un proceso acompañado de algunos movimientos hacia el interior de los medios de producción, esto es, el proceso por el cual la fabricación en masa desplazó el trabajo manual. Este ciclo se inicia en el siglo XVIII, se expande globalmente en el siglo XIX y continúa hasta nuestros días. Esta transformación desplaza al productor artesanal y su lugar es ocupado por un individuo autómata, intercambiable e irreflexivo, únicamente preocupado por satisfacer sus necesidades vitales (este modo de ser es denominado por Arendt de manera metafórica como animal laborans). La violencia, que en un primer momento era empleada como acción para la construcción de objetos, en la modernidad es empleada para crear un estado al igual que una fábrica mueve su maquinaria para crear un producto.

Sólo la convicción de la Época Moderna de que el hombre únicamente puede conocer lo que hace, (…) puso de manifiesto las implicaciones mucho más antiguas de la violencia inherentes a todas las interpretaciones de la esfera de los asuntos humanos como esfera de la fabricación (Arendt, 2014: 248).

Es preciso aclarar que conforme avanza la modernidad, la violencia explícita es mitigada en la esfera pública y privada, como se menciona más arriba, su uso individual se convierte en delito y el único empleo legítimo descansa en manos del estado. En pos de sostener su funcionamiento, el estado se vale de mecanismos para administrar su uso, tales como el derecho y las fuerzas legitimadas (fundamentalmente la milicia, la policía y el sistema penal). En tanto que la violencia decrece como medio explícito de coacción, esta se asienta en los modos de producción y en la relación que los hombres establecen con estos. En la época moderna se produce una exaltación de las capacidades productivas de los hombres y consecuentemente de la violencia requerida. Recordemos que el proceso de producción supone siempre la extracción violenta de la materia prima de la naturaleza que se presenta como “un medio necesario para conseguir el fin propuesto.” (Di Pego, 2006: 104).

Por lo tanto, a partir de la modernidad, es posible advertir un movimiento en el empleo de la violencia en manos de los estados; esta no desaparece, se naturaliza en los mecanismos de control social y en la fabricación de productos. El hombre moderno se encuentra atrapado en una relación violenta con el medio que lo rodea para satisfacer sus propias necesidades vitales. Parafraseando a Hilb (2001), la violencia deja de ser un medio para naturalizarse en la vida cotidiana bajo el formato de la necesidad. Bajo lo que podríamos denominar el ciclo de la labor, el hombre-masa extrae aquello que necesita de la naturaleza y lo convierte en productos destinados a ser consumidos; el peligro de esta relación yace en el carácter cíclico del consumo, es decir, en la constante necesidad de repetir las mismas actividades para silenciar las demandas del cuerpo. “En la sociedad moderna, el laborante no está sometido a ninguna violencia ni a ninguna dominación, está obligado por la necesidad inmediata inherente a la vida misma. Por lo tanto, la necesidad ocupa el lugar de la violencia” (Arendt, 1997: 86).

Los hombres de la modernidad se encuentran atrapados en el ejercicio de tareas cíclicas y repetitivas, dicho de otro modo, ellos mismos son reducidos a eslabones del interminable proceso fabril. Esto desencadena dos lecturas posibles de la violencia en relación a los medios modernos de producción, que se interrelacionan como parte del mismo proceso: la relación violenta con el mundo –al activar los medios de producción–, y la relación violenta con el cuerpo –al someterlo a reiteradas jornadas de trabajo para satisfacer las necesidades vitales–.

Es preciso aclarar que la “disminución de la violencia”, desde la perspectiva arendtiana, no es sinónimo de una mejor calidad de vida. El animal laborans difícilmente actúe de manera violenta para conseguir algo, puesto que no es dueño de los medios, y lo que es peor, en los casos en que se revela a través del empleo de la violencia, no lo hace para otra cosa más que para perpetuar su condición de laborante: reclama consumir más o intenta satisfacer alguna necesidad desatendida por el estado.

En la modernidad tardía pareciera que satisfacer las necesidades vitales es el fin que admite el empleo de cualquier tipo de medio, incluso de aquellos que requieren de los instrumentos de la violencia. Frente al llamado del cuerpo, el animal laborans entrega su vida a un trabajo infinitamente repetitivo para silenciar la tortura que supone el llamado de la necesidad, el intento de mantener el organismo con vida. “Ninguna violencia ejercida por el hombre, excepto la empleada en la tortura, puede igualar la fuerza natural que ejerce la propia necesidad” (Arendt, 2014: 137). El llamado del cuerpo se convierte en el fin que admite la utilización de medios violentos, pero no para cambiar la relación del hombre con los modos de producción, sino para perpetuarse como un eslabón más del proceso.

A modo de síntesis, la violencia caracterizada por Arendt –en relación a la modernidad– se evidencia en dos movimientos, el primero hace referencia a los modos de producción y a los medios empleados para sustraer elementos de la naturaleza con el fin de transformarlos en productos consumibles. El proceso que constante y crecientemente se desarrolla en la modernidad por el que el trabajo artesanal es desplazado por la automatización del trabajo fabril, introduce un tipo de violencia asociada a los mecanismos de producción en masa. El segundo movimiento se refiere a la relación que los hombres establecen con el espacio público. Este se convierte en un espacio irrelevante en relación a la premisa ordenadora: asegurar la satisfacción de las necesidades. De esta manera, el trabajador se convierte en un sujeto alienado a su función laboral, hallándose desprovisto de toda posibilidad de acción, es decir, de pensar y actuar en un espacio común.

Ni poder, ni autoridad

La tercera reflexión de Arendt sobre la cuestión de la violencia se centra en pulir y acotar los alcances del término, es decir, despojarlo de otros conceptos comúnmente ligados y entremezclados a su definición, estos son: poder y autoridad.

En La condición humana, Arendt distingue las características y diferencias entre las nociones de violencia y poder. A estas categorías les atribuye cierta oposición, o al menos la imposibilidad de hallarlas de manera simultánea en los asuntos humanos. En este sentido afirma: “si bien la violencia es capaz de destruir al poder, nunca puede convertirse en su sustituto” (Arendt, 2014: 214). Esto quiere decir que la violencia no solo no es sinónimo de poder, sino que, en una interpretación más radical, al emplear instrumentos de coacción, lo anula. La misma autora también distingue entre una violencia reaccionaria, inmediata y asistemática (al tiempo que cuestionable y sancionable) y otra fuertemente arraigada a la idea de dominio.

La violencia llevada a cabo de forma contínua y estratégica, esto es, empleada no para alcanzar un fin sino como medio de coacción persistente, pierde su carácter reaccionario y por lo tanto es posible caracterizarla con un medio de dominación. De esta manera, cabe incluir una distinción, con matices complejos y polisémicos, entre violencia reaccionaria y violencia como medio de dominación (Hilb, 2001). Una de las principales diferencias entre ambas categorías radica en la durabilidad, es decir, la posibilidad de perpetuidad del acto, mientras que la primera refiere a un acto justificado por la rabia, la injustica o la consecución de un objetivo; la segunda pretende perpetuarse como elemento de dominación, es decir, como medio para hacer que los hombres hagan lo que se les ordena. Esta descripción conlleva ciertos problemas que pueden resumirse en las siguientes preguntas: ¿hasta dónde podemos emparentar la violencia con la reacción? ¿A partir de cuándo nos enfrentamos a un uso sistemático de la violencia? ¿Cuál es la barrera qué permite diferenciarlas? Para distinguirlas, ¿debemos atender a la magnitud del acto, a la prolongación a lo largo del tiempo o al carácter de predictibilidad?

La violencia puede ser justificable pero nunca será legítima. (…) La violencia puede siempre destruir al poder; del cañón de un arma brotan las órdenes más eficaces que determinan la más instantánea y perfecta obediencia. Lo que nunca podrá brotar de ahí es el poder (Arendt, 2006: 72-73).

Siguiendo con la propuesta arendtiana, la autora incluye otra categoría para diferenciar los tipos de violencia anteriormente citados, debemos atender ahora a la racionalización. Mientras que en la violencia reaccionaria no es posible hallar recurrencia ni sistematización, esto es, la imposibilidad de reaccionar de la misma manera una y otra vez, y aún más, conlleva la imposibilidad de esperar las mismas consecuencias, en contraposición, la violencia como medio de dominación requiere de la racionalización para ser ejecutada. Resumiendo podríamos identificar una violencia que se propone un objetivo determinado –desde un asesinato hasta la defensa ante un ataque– y una violencia que se instrumentaliza duraderamente para fundar o constituir un sistema de gobierno. Esta última sería, en sentido propio, la violencia que se presentaría como sustituto del poder (Hilb, 2001).

Cabe aclarar que la sustitución de poder no es sinónimo de legitimación, es decir, el medio es considerado efectivo únicamente por el sector dominante, pero no desde el punto de vista de los dominados. Esta es una de las causas por la que no se puede esperar que un gobierno que pretende hacerse con el poder mediante el empleo de instrumentos violentos se perpetúe a largo plazo. “Por su origen y su sentido auténtico poder y violencia no sólo no son lo mismo sino que en cierto modo son opuestos” (Arendt, 1997: 85). Siguiendo la mirada de Arendt, el gobierno que pretende perpetuarse por medio de la violencia lleva consigo la posibilidad de una revuelta a gran escala. Esto ocurre, porque el dominado entiende que la única forma de reclamar algo es a través del mismo medio por el que se le exige someterse.

Con respecto a la noción de autoridad, es preciso aclarar que lejos de significar lo mismo y en línea con “una concepción no instrumental de la política” (Hilb, 2001: 14), comúnmente suele confundirse con la idea de violencia, puesto que ambos conceptos reclaman obediencia. Pese a esta similitud, la distancia se halla en los medios por los cuales se lleva a cabo esa demanda, es decir, los instrumentos destinados a la coacción pueden crear obediencia pero no pueden crear poder ni autoridad.

Si bien el tema de la autoridad no es central en el desarrollo del presente artículo, resulta pertinente en su vinculación con la violencia, particularmente si queremos comprender la situación de confusión que atraviesan ambos términos. Resumiendo, Arendt define la autoridad del siguiente modo:

Su característica es el indiscutible reconocimiento por aquellos a quienes se les pide obedecer; no precisa ni de la coacción ni de la persuasión. (…) El mayor enemigo de la autoridad es, por eso, el desprecio y el más seguro medio de minarla es la risa (Arendt, 2006: 62).

Un ejemplo vinculado a esta concepción puede hallarse en la relación entre padre e hijo: allí el vínculo no supone una dominación por medio de la coacción, pero sí es requerido un reconocimiento de los roles culturalmente legitimados en ambas partes. Cuando el hijo desobedece alguna norma impuesta por su progenitor, espera al menos un reto, un castigo y de esa manera la restauración de la norma violada. De esta manera, padre e hijo cumplen roles basados en la autoridad que le corresponde asumir a cada uno; claro que las características que acompañan al ejercicio de estos roles pueden variar de una sociedad a otra o incluso de una familia a otra.

Otro ejemplo puede observarse en la relación entre un enseñante y sus aprendices. Quien pretende ejercer la enseñanza, en el marco de una escuela, solo puede intentarlo si los alumnos creen y aceptan el lugar del profesor como portador de un saber que jerárquicamente lo posiciona por encima de sus alumnos.

Discusiones y conclusiones

El riesgo que envuelve la indefinición de la violencia nos obliga a indagar sobre los riesgos que conlleva cualquier pretensión de verdad. Tal como ocurre en el campo de la educación, cuando se designa a un joven como un violento, también se lo enviste de una fuerte carga de preconceptos negativos cuyas raíces históricas acompañan la definición misma de la violencia. Del mismo modo, un profesor que desconoce las diferencias entre violencia y autoridad, puede fácilmente apelar a recursos tales como la sanción penalizante o el castigo físico, sin que estas acciones resulten en el reconocimiento de su lugar como adulto y como educador. Estos usos indiscriminados nos obligan a hacer un llamado a la reflexión respecto de los alcances del término, sus usos, y los modos en que la violencia es problematizada y conceptualizada.

De las definiciones citadas al comienzo del capítulo podemos inferir que nos encontramos frente a un grave problema de confusión respecto de lo que comúnmente suele entenderse por violencia. Este acotado panorama de revisión inicial nos obligó a indagar respecto de la polisemia que envuelve término. Sin pretender establecer una definición universal, rastreamos el concepto hasta sus orígenes latinos. A partir de este recorrido etimológico y del estudio de varios autores considerados fundamentales en las Ciencias Humanas, podemos identificar tres acepciones posibles que, lejos de excluirse, pueden explicitarse en un mismo acto violento: la interrupción deliberada del curso tradicional de las cosas, el empleo abusivo de la fuerza y la violación (obligar a alguien a hacer algo en contra de su voluntad).

Centrando la atención en las reflexiones de Arendt, a lo largo del artículo intentamos analizar la connotación negativa que rodea el término y la posibilidad de pensar la violencia como una acción que no es innata, no es natural, ni es producto de la intervención de fuerzas demoníacas. Siguiendo la autora en cuestión, la violencia es una acción desprovista de argumentación con consecuencias imprevisibles y ejecutada por personas comunes. También intentamos diferenciar los conceptos más frecuentemente entremezclados con la idea de violencia, estos son: el poder y la autoridad. Estos desconciertos surgen a raíz de que la violencia, a partir de la modernidad, es utilizada en política como sustituto de poder. El problema se suscita cuando los gobiernos emplean la violencia –autoproclamada legal por medio del derecho– para reafirmar su lugar de dominio.

Notas

1| También pueden hallarse expresiones latinas cercanas tales como “violentus” (Corominas, 1991: 823); “violens, -entia, -entis” (Blánquez Fraile, 1975: 1841), aunque todos coinciden en que la acepción original se remonta al término vis”.
2| Hablar de violento/a y no de violencia, da cuenta de la dificultad que conlleva la definición de la palabra violencia en tanto abstracción. La cualidad de violento/a recorta los alcances del significado a un comportamiento singular, a una conducta evidenciable.
3| Bía es una divinidad alegórica griega que representa a «la violencia», se trata de la personificación de una abstracción. La imagen que representa a «la violencia» es una mujer armada de una coraza y que con una maza mata a un niño (Grimal, 1994).
4| Si bien apelamos a la frase de Esposito por lo precisa y contundente, probablemente fue Hegel quien reflexionó por primera vez sobre la aplicación de una violencia secundaria en manos del derecho. En sus palabras: “la violencia es anulada con la violencia; por consiguiente, ella no sólo es condicionalmente jurídica, sino necesaria” (Hegel, 1968: 104). Esto quiere decir que frente a una violencia ilegítima y amenazante para la vida en sociedad, es necesario apelar a una violencia empleada por vía del derecho, es decir, el uso de una fuerza de carácter legítimo.
5| Para ampliar el análisis de los esencialismos vinculados a la violencia, véase Patierno (2016).
6| Mundo común es un término empleado por Arendt para designar el espacio propicio para la acción, para el intercambio entre los seres humanos cuando se liberan de las necesidades vitales y de las obligaciones laborales.

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