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Visión de futuro

versión impresa ISSN 1668-8708

Vis. futuro vol.13 no.1 Miguel Lanus ene./jun. 2010

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

El desarrollo local en su laberinto

 

Delgado, Arnoldo Oscar

Comisión de Investigaciones Científicas de la Provincia de Buenos Aires (CIC). Laboratorio de Investigaciones del Territorio y el Ambiente (LINTA). Campus Tecnológico, Camino Centenario y 506, CP 1897, Gonnet, Pcia. de Buenos Aires.
E-mail: oscaradelgado@.hotmail.com

 


RESUMEN

Desde su instalación en nuestro país, teoría y práctica del desarrollo local han sido objeto de asimilaciones diversas que, por momentos, contribuyeron a diluir un rasgo esencial de aquellos conglomerados de Pequeñas y Medianas Empresas (PYMES) que fundaron el interés por lo local en la década de 1970: la continua innovación de productos y procesos productivos, sólo posible por la impronta de los factores culturales en la constitución de un entorno socio-institucional autorregulado para favorecerla. La etapa iniciada en 2003 pareciera correr riesgo similar: con el objetivo de revertir las pavorosas consecuencias de la década precedente y lograr crecimiento con inclusión, se asimila ahora a la economía social procurando superar el mero asistencialismo y conformar una malla socio-productiva basada en lazos de solidaridad y cooperación. Más allá de la legitimidad del planteo, la precariedad del escenario subyacente evidencia la brecha que aún nos separa de aquel modelo ideal, emplazándonos a acordar seriamente una política de estado a mediano y largo plazo para fomentar un desarrollo territorial acorde con las exigencias de la sociedad contemporánea.

PALABRAS CLAVE: Desarrollo endógeno; Economía social; Sistemas locales de innovación; Ambiente innovador; Políticas públicas.


 

INTRODUCCIÓN

Transcurridas ya dos décadas de experiencias argentinas pro-desarrollo local, el abordaje actual reactualiza la necesidad de fundar los procesos desde una perspectiva endógena, consolidando para ello sistemas productivos progresivamente orientados a actividades de mayor valor agregado que generen más y mejores puestos de trabajo y contribuyan así al mejoramiento de los niveles de ingreso y la calidad de vida. Según los casos exitosos que, allá por los 70s, despertaron el interés por esta vía particular al desarrollo, ello supone -casi tautológicamente, como veremos- la constitución y afianzamiento de auténticos sistemas territoriales de innovación.

A juzgar por recientes publicaciones, sin embargo, el escenario nacional se presenta al respecto cuanto menos diverso. Así, por ejemplo, Yoguel et al. (2009) parecen dar por cierta su existencia (aunque en estado embrionario), proponiendo acciones para su fortalecimiento y la consolidación de la dimensión local/regional de los procesos innovativos. El Instituto Nacional de Tecnología Industrial (Martínez, 2010), que plantea la necesidad de un plan nacional para (re)construir el tejido industrial en las regiones pobres del país, rescata el papel de la innovación y el lugar de la comunidad en tanto actor y beneficiario: a tal fin propone, por un lado, dotarla de las tecnologías de producto, proceso y gestión adecuadas a los bienes a producir, de los recursos económicos y de un marco de formación técnica capaz de fortalecer los saberes localmente disponibles; por el otro, la conveniencia de pensar en términos de cadenas de valor completas, consolidando agrupamientos sectoriales tipo cluster que agreguen valor a los recursos naturales (con participación de los actores de la región, especialmente los localizados en universidades o institutos de I+D), y de trasladar el foco de planificación al seno de la comunidad misma.

Menos optimistas, Ortiz y Schorr (2009) advierten sobre la persistencia de posturas que cuestionan la necesidad de avanzar en un proceso de (re)industrialización afirmado en la construcción de ventajas comparativas dinámicas antes que en las tradicionales ventajas derivadas de los recursos naturales. Como bien señalan, ello implica la perpetuación de las premisas que rigieron las políticas económicas en décadas precedentes, cuyo énfasis en la explotación de tales recursos y la producción de commodities trajo aparejado el desmantelamiento de las manufacturas de mayor complejidad y densidad tecnológica (particularmente, aquellas relacionadas con la fabricación nacional de bienes de capital), una abrumadora concentración del capital en pocas manos (con fuerte presencia transnacional) y una involución del tejido PYME, especialmente negativa dado el protagonismo que está llamado a tener en el contexto que nos ocupa. El foco en las ventajas estáticas resulta preocupante, además, en tanto subvalora el rol del progreso científico-tecnológico y demora el fortalecimiento del sistema nacional de innovación y sus componentes locales, auténtico requisito de posibilidad para la constitución de sistemas productivos territoriales capaces de sostener el desarrollo a largo plazo. Por su parte, Fernández y Vigil (2007) cuestionan la instalación hegemónica del concepto de cluster antes citado, con su vocación nada inocente de alentar comunidades autosuficientes que puedan entablar relaciones con el mundo global prescindiendo del propio Estado-nación y portadoras, además, de fallas de origen que reclaman adecuaciones para su utilización.

Frente a este panorama complejo, el desarrollo local enfrenta puertas adentro su propia contradicción. Urgido a cancelar las fuertes deudas sociales acumuladas tras el período neoliberal, se arriesga a un corrimiento del eje que despierta reservas razonables: la presión de la coyuntura bien podría distraernos de su finalidad última, retrasando aún más la implantación de una auténtica economía política del desarrollo local como hace tiempo se reclama. Sin embargo, parece claro que sólo en ese marco resultaría posible diseñar, implantar y financiar políticas ad hoc para promover procesos endógenamente sustentados por la innovación tecnológica continua, con énfasis en el aspecto esencial que funge como condición de posibilidad: el aprendizaje tecnológico colectivo.

A tono con lo anterior, la primera parte de este trabajo revisa sumariamente el derrotero seguido por el desarrollo local en nuestro país y su disyuntiva actual; la segunda aborda las profundas relaciones que ligan territorio, desarrollo endógeno y sistemas productivos locales, cuestión indispensable para comprender las políticas públicas requeridas; la tercera, presenta un ejercicio conceptual que combina la argumentación que tradicionalmente justifica la intervención estatal para promover la innovación tecnológica con las exigencias para la creación de un nuevo servicio público; finalmente, la cuarta parte plantea algunas conclusiones derivadas de las argumentaciones previas.

DESARROLLO

1. De la municipalización de la crisis al crecimiento con inclusión: ¿desarrollo local o economía social?
A fin de plantear un panorama sintético de lo sucedido con los emprendimientos pro-desarrollo local en Argentina desde la instalación del tema a fines de la década de 1980, me ha parecido adecuado tomar como referente dos caracterizaciones formuladas por Arroyo (1997, 2007), descriptivas a su juicio de las etapas extremas del ciclo cumplido hasta aquí por las experiencias nacionales.

La primera de ellas (municipalización de la crisis) expresa con agudeza el hecho incontrastable que signó aquella fase inicial, enmarcada por la reforma que permitió la implantación plena del modelo económico neoliberal y el reemplazo de la matriz estado-céntrica hasta entonces vigente por otra con centralidad en el mercado, de pavorosas consecuencias sobre la población y el territorio: me refiero a que, tanto en nuestro país como en el resto de América Latina, su irrupción en la agenda pública no pareció responder tanto a una auténtica revalorización de lo local sino, más bien, a las urgencias de la crisis fiscal y las presiones del endeudamiento externo que motorizaron la abrupta descentralización de funciones hacia los niveles subnacionales, sin acompañarla de la efectiva transferencia de recursos económico-financieros necesarios para afrontarla (situación agravada por la falta de autonomía municipal que la reforma de la Constitución nacional consagraría sólo en 1994, pese a lo cual queda pendiente para muchas de las provincias del país). Caracterizada por asimilar reduccionísticamente desarrollo con crecimiento económico, y desarrollo local con desarrollo municipal, esta primera etapa privilegió el papel del aporte exógeno buscando mejorar la atractividad de la ciudad mediante la mejora de la infraestructura, las exenciones impositivas u otras medidas que satisficieran al inversor. Según el discurso dominante, ya llegarían luego los efectos socialmente positivos (el famoso efecto derrame) a través del aumento del empleo y la mejora de los ingresos de la población. Por cierto, nada de eso ocurrió. Y aun cuando en los casos exitosos se vio, efectivamente, la aparición de parques industriales, inversiones y cambios en la estructura urbana, los resultados distaron de ser tan positivos como se había esperado: así, como bien consigna Arroyo, en los parques instalados por inversión extranjera el perfil adoptado no fue productivo sino extractivo (incluso, depredador), la creación de infraestructura careció en muchos casos de toda planificación, y sobre todo, como era dable esperar de una visión tan simplista de la multidimensionalidad del desarrollo auténtico, no se generó inclusión social ni aumento significativo del empleo.

Enfatizados a lo largo de la década de 1990 el fortalecimiento de la democracia local, la planificación estratégica participativa (con sus promesas de consenso y re-legitimación del vínculo política-sociedad) y la articulación público-privada para motorizar proyectos productivos (con la creación de Agencias de Desarrollo), la travesía pareció terminar abruptamente con el colapso de 2001. Muchas experiencias se interrumpieron o entraron en crisis, con la mayoría de los municipios jaqueados por la emergencia alimentaria, y sin que, para entonces, ninguno de los abordajes presentados hubiera llegado a constituirse en paradigma hegemónico, deviniendo una crisis del concepto y la convivencia de todas las visiones de manera superpuesta e intercambiada. No obstante la falta de una evaluación sistematizada de los emprendimientos previos, un puñado de pocas certezas evidenciaba que el umbral de acceso al mundo del desarrollo local resultaba, por cierto, demasiado alto para el grueso de los municipios del país. Primera entre todas, aparecía la necesidad de un perfil productivo definido a partir del cual motorizar el proceso (exigencia que parecía cumplir apenas el 5% de las localidades). Luego, la importancia de contar con un tamaño adecuado de ciudad que asegurara un aparato municipal dotado de cierto nivel de complejidad para garantizar los recursos profesionales y económico-financieros mínimos, sin perder el indispensable efecto cercanía entre los actores sociales (lo cual posicionaba preferentemente a las ciudades de entre 10.000 y 100.000 habitantes). Finalmente, también contaba cierto aprendizaje previo en el ámbito local para la imprescindible articulación entre Estado, mercado y sociedad civil, por lo común resultante del grado de complejidad de las políticas públicas que se hubieran llegado a implementar (sociales, de promoción, de desarrollo productivo).

Llegamos así a la segunda caracterización propuesta por Arroyo para dar cuenta del discurso imperante a partir de 2003. Se trata de una suerte de ecuación correctiva de los enfoques anteriores, marcada por la necesidad de superar los efectos devastadores de la década de 1990 en términos de pobreza, marginalidad y exclusión nunca resueltas: el desafío se plantea ahora como crecimiento + inclusión, buscando la convergencia con los preceptos de la Economía Social. La idea es revitalizar la economía desde abajo, aprovechando los recursos destinados a la ayuda social para generar "una trama social-productiva en base a los principios de una economía cooperativa y asociativa" [Quetglas, F., 2008, p. 85] (1) y pasar así del puro asistencialismo a respuestas productivas y organizativas. A ello se suman otras diferencias positivas que vale destacar: (i) el reconocimiento de la necesidad de fundar los procesos endógenamente, aprovechando las capacidades territoriales de todo tipo y consolidando sistemas productivos locales; (ii) el abandono de la asimilación con el desarrollo municipal que restringía la dimensión territorial del desarrollo posible (se habla, por ejemplo, de apoyar actividades que generen valor agregado y procesos económicos que articulen regiones y formen cadenas y corredores productivos sólidos entre las localidades); (iii) la aceptación -aunque obvia, previamente un tanto soslayada- de la imposibilidad de pensar un desarrollo local autónomo de las variables y condicionantes macroeconómicas y el perfil productivo nacional.

Menos auspicioso, aunque más realista, es el impacto de la accidentada implantación de la planificación estratégica (Delgado, 2008a): lejos de las grandiosidades del ayer, el horizonte se propone acotado a dos o tres años aproximadamente, estableciendo líneas de acción muy concretas, específicas y articuladas, que fortalezcan una actividad económica con alto impacto en el empleo. Y decisivamente preocupante es el riesgo de una nueva asimilación tan perniciosa como cualquiera de las precedentes, en este caso con la ya mencionada Economía Social. Nadie duda sobre la necesidad de implementar políticas sociales pro-inclusión y recupero de la condición de ciudadanía plena para todos los habitantes, lo cual justifica ampliamente los esfuerzos en curso1. Pero no es menos cierto que ello es, en todo caso, condición necesaria pero no suficiente para fundar un proceso de desarrollo endógeno como el que se pretende alcanzar. Como bien dice Quetglas:

"(...) quizás sea bueno ahora pensar el desarrollo local ya no desde esa perspectiva, casi como una evolución de las políticas sociales, sino como verdadero conjunto de políticas públicas (...) desde una visión territorial. Promover el desarrollo local es hacer política económica y, en tanto tal, discutir la política fiscal, la asignación de recursos públicos para infraestructuras o la adecuación de las regulaciones laborales. (...) La asimilación entre desarrollo local y economía social, en apariencia un asunto menor, puede constituirse en una barrera conceptual, o determinar un marco referencial limitante para agentes sociales y para los que toman las decisiones públicas" [Quetglas, F., 2008, pgs. 85-86] (2).

En línea con esta reflexión que compartimos, y a fin de comprender mejor la racionalidad que debería animar las políticas públicas en la materia, no está de más volver a las fuentes y revisar conceptualmente el desarrollo endógeno y sus condiciones de posibilidad, asomándonos al papel esencial del aprendizaje tecnológico colectivo que subyace a la innovación continua de las PyMES, base del dinamismo económico que lo caracteriza. A ello nos dedicaremos a continuación.

2. Territorio, innovación y aprendizaje tecnológico en el marco de la teoría del desarrollo endógeno
Las últimas décadas han dejado abundancia de estudios sobre configuraciones territoriales de diverso tipo cuya dinámica económico-productiva de sesgo fuertemente innovador sustenta auténticos procesos de desarrollo en los niveles local y regional: llámense distritos industriales, distritos tecnológicos, sistemas territoriales de innovación, clusters, medios innovadores u otros, estos nuevos lugares de industrialización que cimientan la competitividad de empresas y regiones en el mundo global han logrado llamar la atención sobre la heterogeneidad de las localizaciones y el aporte innegable de la especificidad anclada en la identidad socio-territorial, produciendo un verdadero punto de inflexión en los modos tradicionales de pensar la economía del desarrollo. Más que como proceso únicamente técnico, éste aparece socialmente construido a partir de elementos históricamente arraigados en la realidad local y se traduce en configuraciones diversas y específicas en las que el territorio deviene factor privilegiado, expresivo de los componentes históricos, culturales y sociales que están en la base misma de la organización de la producción y de la continua interacción entre las esferas económica y social. Ello demostraría el agotamiento de una larga tradición de modelos económicos que, al atribuir un papel decisivo a la presencia de funciones económicas privilegiadas y de sectores avanzados, acababa definiendo no sólo una jerarquía de países sino también una evolución por estadios de desarrollo obligatorio (Courlet y Pecqueur, 1996): al ponderar el particularismo, la persistencia de las tradiciones y el sentido de pertenencia a la comunidad de origen, la consideración de la dimensión territorial muda así en ventajas potenciales factores hasta no hace mucho tiempo analizados como obstáculos al afianzamiento de la producción moderna y da un lugar propio a la producción localizada de pequeña escala que suele encontrarse en países y regiones menos desarrollados.

Junto a los ejemplos señalados destacan los denominados Sistemas Productivos Localizados (SPL), término que alude a una configuración de empresas agrupadas en un espacio de proximidad y especializadas alrededor de una actividad o de una gama de productos preponderante, que mantienen relaciones comerciales pero también informales entre sí y con el medio socio-cultural de inserción, produciendo externalidades positivas para el conjunto. A diferencia del distrito en sentido estricto, hablamos aquí de un metier industrial dominante pero no único -con posibilidad de que existan otras ramas industriales- y de preponderancia de PyMES -que no excluye, en algunos casos, relaciones muy territorializadas entre grandes empresas, entre grandes grupos y PyMES, aunque en un vínculo distinto al de los subcontratistas tradicionales (Courlet, 1994; Soulage, 1994; Kern y Llerena, 1996). Ampliemos esta definición todavía demasiado general, asomándonos a algunos de sus rasgos sobresalientes: (i) por lo pronto, no están situados en cualquier parte sino en territorios de fuerte tradición artesanal en los que una o varias ventajas competitivas heredadas del pasado (mano de obra calificada, artesanado estacional) han llegado a cristalizar alrededor de una actividad particular y a adaptarse a un mercado específico: expresan la denominada industrialización difusa, que organiza la producción a partir de la división del trabajo entre una multitud de PyMES, caracterizadas por una flexibilidad productiva derivada del uso de máquinas polivalentes, de obreros calificados y de la mayor especialización -lo que Piore y Sabel (1994) bautizaron justamente como especialización flexible- que se corresponde, a la vez, con la flexibilidad de un tejido social que ofrece variedad de formas y lazos de producción: talleres artesanales, trabajadores autónomos, a tiempo parcial, a domicilio, difusión del segundo trabajo, etcétera (Kern y Llerena, 1996; Courlet, 1994; Garofoli, 1996); (ii) esa flexibilidad productiva, y la consecuente adaptabilidad a largo plazo, se fundan principalmente sobre la densidad de relaciones entre los diferentes productores, generando un aprendizaje por interacción cuyos resultados se concretizan en nuevas competencias reunidas, en una mayor eficacia de los intercambios y de la producción, y en rutinas de cooperación que retroalimentan la cohesión del sistema -aprendizaje al que se añade, a veces, el nacido por interacción con los usuarios proveyendo conocimiento crucial para adecuarse exactamente a sus exigencias en términos de especificidades técnicas, calidades, demoras, etcétera (Kern y Llerena, 1996); (iii) finalmente, apelan al juego combinado de dos mecanismos de funcionamiento: el mercado (necesario para regular la demanda y la oferta de bienes) y la reciprocidad (expresada comúnmente en un intercambio de servicios gratuitos), por la cual las relaciones entre los agentes alcanzan una vida propia que va más allá de la transacción puramente comercial; el conocimiento mutuo, el oficio y en ciertos casos el parentesco, permiten la confianza, y con ella, las transferencias rápidas de conocimientos e información que facilitan el funcionamiento del mercado y permiten construir vínculos más sistemáticos y estables entre empresas (Courlet, 1994).

Analicemos ahora, siguiendo a Garofoli (1996), algunos de los factores socio-territoriales que parecen operar como prerrequisitos de esta vía particular al desarrollo, paradigmáticamente expresada por la industrialización difusa y los SPL: (i) ante todo, existencia de una formación social suficientemente homogénea en cuanto a los comportamientos culturales y las aspiraciones; movilidad social relativamente elevada; distribución del ingreso más igualitaria; estructura social que recompensa el esfuerzo; aliento a la creación de un nuevo empresariado; flexibilidad considerable del mercado laboral. Todo ello, a su vez, determinado por una ética del trabajo y del sacrificio que se propaga por todo el sistema y determina una substancial identidad socio-cultural entre la esfera productiva y la esfera político-decisional; (ii) importante demanda de intervención pública por parte de las fuerzas sociales a la que se responde con un desarrollo consistente de los servicios comunitarios, coherente con las necesidades del sistema (asistencia sanitaria, sistema escolar y de formación profesional, transportes públicos, vivienda social, etc. (iii) acumulación de conocimientos, profesionalismo y know-how difundidos en el nivel local; economías de aglomeración derivadas de la integración productiva entre las empresas y de la circulación eficaz de las informaciones; y de manera crucial, formas de autorregulación introducidas por la propia comunidad con el fin de equilibrar las tensiones entre competencia y cooperación.

De tal modo, destaca Garofoli no sólo la importancia de los recursos materiales, el trabajo, el capital acumulado históricamente, el espíritu de empresa, los conocimientos específicos de los procesos de producción y las capacidades profesionales particulares, sino también la decisiva existencia de interdependencias productivas intra e intersectoriales y, del todo crucial, la capacidad local de dirigir el desarrollo basándose en la innovación permanente. En sus propias palabras:

"El desarrollo endógeno significa, de hecho: (a) la facultad de transformar el sistema socio-económico; (b) la facultad de reaccionar ante los desafíos exteriores; (c) la promoción del aprendizaje social; (d) la aptitud para introducir formas específicas de regulación social en el nivel local que favorezcan los puntos antes mencionados. En otros términos, el desarrollo endógeno es la capacidad de innovar en todo nivel" [Garofoli, G., 1992, p.7] (3).

Íntimamente relacionada con lo anterior está, por supuesto, la comprensión del modo en que se genera y difunde la innovación tecnológica continua que caracteriza sus PyMES, resultante de un proceso incremental por "interacción dinámica de las competencias desarrolladas a lo largo del tiempo, el aprendizaje que se va generando y la cultura organizacional en el marco de un cierto ambiente" [Yoguel y Boscherini, 1996, p.104] (4). La firma aprende haciendo (el llamado learning by doing y su espectro de variantes), pero también -y decisivamente- por su interacción con otros (entre ellos, el learning by interacting con los propios clientes), lo cual destaca la gravitación de las externalidades no económicas que surgen de la proximidad geográfica ya advertidas por Marshall al estudiar el distrito industrial. Y esto es así porque, tal como se ha visto, el sistema de valores, normas, creencias y representaciones compartidas que fundan la cultura común y define la identidad socio-territorial se traduce concretamente en un conjunto de externalidades no económicas que moldean las relaciones de las PyMES entre sí y con otras instituciones de la sociedad local, consolidando un ambiente o entorno socio-institucional decisivo tanto para la innovación cuanto para el desarrollo económico sustentado en ella: (i) para la primera, porque los mecanismos informales nacidos de la confianza recíproca reducen la incertidumbre de las firmas, disminuyen los costos de transacción y favorecen la circulación del conocimiento y el aprendizaje interactivo, amplificando las posibilidades individuales al disminuir el tamaño mínimo requerido para que las firmas efectúen innovaciones; (ii) para el segundo, porque la continua interacción del sistema de valores y de las instituciones facilita una auténtica micro-regulación económica que, por una parte, concilia competencia y cooperación, y por la otra, permite regenerar los recursos que necesita la colectividad pero que no son producidos por las unidades de que está compuesta, entre ellos la transmisión del know-how y la existencia de una mano de obra altamente capacitada y especializada.

Resulta evidente que los SPL son, por definición, productos sociales e históricos integrados a la organización del territorio y de la sociedad local, por lo que todo intento de copiarlos sin más trámite está claramente condenado al fracaso. Sin embargo, entender cómo están constituidos y funcionan puede ser fuente de reflexiones importantes a la hora de pensar las estrategias de desarrollo local e implementar acciones en consecuencia. Contrarrestando su extrema especificidad, tienen a favor que la dimensión territorial sobre la que se fundan está presente en cualquier parte (aunque quizás en grados más o menos aparentes y afirmados), y si se opera adecuadamente sobre ella puede iniciarse un camino al desarrollo razonablemente fundado. Por lo pronto, a juzgar por los contenidos precedentes, resulta evidente que si la modalidad elegida es el desarrollo endógeno ese camino difícilmente pueda recorrerse sin que los sistemas productivos locales sean, además, sistemas locales de innovación. De hecho, el modo en que ciertos autores definen a estos últimos coincide casi exactamente con nuestra previa definición del SPL: "el espacio de interacción entre empresas e instituciones, en una ubicación geográfica común, que incluye tanto las relaciones de competencia como de cooperación" [Yoguel et al., 2009, p. 68] (5). Avancemos pues, un poco más, hacia la conceptualización del papel potencial de los gobiernos locales en la materia que nos ocupa.

3. El desafío pendiente: los sistemas locales de innovación
La innovación opera como sistema y como tal la calidad de sus varios elementos es tan decisiva como la sinergia entre ellos: dado que muchas veces la mayor dificultad de las políticas para promoverla surge de que los diferentes actores (empresas, universidades, laboratorios gubernamentales, etcétera) persiguen estrategias parciales o no necesariamente convergentes, la acción aglutinante y coordinadora se aprecia una de las más significativas en cualquier nivel de responsabilidad gubernamental (Organización para el Comercio y Desarrollo Económico, 1992). Unánimemente se considera que el Estado debe ser factor de integración y fomentar el asociacionismo y la formación de redes de diverso tipo para optimizar esas características esencialmente sistémicas de la tecnología -acumulatividad, externalidades e interrelacionabilidad- y facilitar así los procesos de aprendizaje que están en la base misma de la dinámica innovativa.

Reforzada por el exitoso desempeño de los distritos industriales y sistemas productivos localizados, la incidencia que explícitamente asigna la noción de Sistema de Innovación al marco socio-institucional se ha traducido en la ponderación del ambiente y con él, del nivel local (y regional) en tanto escenario natural de los vínculos de solidaridad y reciprocidad que forjan más fácilmente las relaciones entre instituciones, firmas y demás actores que lo definen. Con toda la importancia que reviste (al punto que Esser et al. lo elevan al rango de cuarto nivel indispensable para el desarrollo, el meta-económico), este plano de animación social y concertación estratégica no agota, sin embargo, el potencial accionar de las autoridades locales en la materia. Promover la innovación tecnológica supone considerar, bien lo dicen Johnson y Lundvall (1994), todo lo que contribuye a su desarrollo, introducción, difusión y uso: no sólo universidades, institutos técnicos y laboratorios de I+D sino también elementos y relaciones aparentemente lejanos de la ciencia y la tecnología como, por ejemplo, el nivel general de educación y destreza, la organización laboral, las relaciones industriales, los bancos y otras instituciones de financiamiento, etcétera. Claro está, entonces, que una política ad hoc resulta inseparable de otras muchas, algunas bajo competencia del propio gobierno local y otras potestad de estamentos gubernamentales superiores, pero todas necesariamente concurrentes a fin de dotar de coherencia y consistencia a las medidas implementadas en los niveles macro, meso y micro-económicos del desarrollo.

Ahora bien, no obstante el reconocimiento de que en cada nivel de responsabilidad del Estado existe un espectro de medidas pertinentes para promover y facilitar la innovación, al menos en nuestro medio el papel que pudiera caberle en la materia al estamento municipal parece pendiente de conceptualización: lejos está todavía de ser reconocida su especificidad y, por lo tanto, de convertirse en eje de una política pública. De allí que, antes de ponderar y seleccionar los platos del menú, parece necesario comprender más acabadamente cuál ha de ser el norte de su accionar. Lo haremos ensayando un análisis comparativo con la racionalidad jurídica que fundamenta la creación de un nuevo servicio público: explorar si la promoción de la innovación tiene entidad suficiente para erigirse en tal, permitirá exponer algunas argumentaciones que saldan, en parte, la conceptualización pendiente y comprender la potencialidad del gobierno local en el marco del nuevo protagonismo que se le reclama.

La promoción de la innovación: ¿un servicio público?
Tal como señala Citara, el tema de lo que debe entenderse por servicio público:

"(...) es uno de más arduos que se pueda enfrentar en el ámbito del Derecho Administrativo, toda vez que no sólo hace a su más íntima esencia sino que, de suyo, la trasciende. (...) (E)n la jerarquía de las ciencias jurídicas, el Derecho Administrativo es una clara emanación del Derecho Constitucional y ambos son tributarios de la Ciencia Política, pero muy especialmente de aquella de sus ramas que se ocupa de la Teoría del Estado. (...) De lo que se piense acerca de qué cosa sea el Estado, de qué deba ser, y de cuáles deban ser sus límites dependerá, en última instancia, la relación de sus cometidos y funciones, que se desprenderán como en cascada conceptual de esos planteos esenciales" [Citara, R. M., 1995, pgs. 21-22] (6).

Se trata, pues, de un campo en el que puede examinarse no sólo la forma en que la población satisface sus necesidades individuales y colectivas sino también la manera como se está redefiniendo el papel del aparato público y sus relaciones con los distintos sectores de la sociedad. Sin embargo, por lo general el esfuerzo se orienta a estudiar la gestión de los servicios y sus modos o a resolver la aparente contradicción implícita en dar a los particulares la explotación de lo previamente caracterizado como público, más bien que a revisar el tipo y calidad de servicios ofrecidos, desafío que parece indispensable encarar desde nuestro punto de vista. Comencemos por enmarcar la cuestión en la concepción moderna del Estado constitucional y social, para la cual su objetivo único e ineludible es la prosecución del Bien Común, es decir: dar a cada uno lo suyo, guiados por el ideal de Justicia.

"Partiendo de la base de un respeto incondicionado de los derechos fundamentales de los seres humanos, la tarea del gobernante consiste en poner al alcance de sus gobernados todas aquellas disponibilidades de que han menester para cumplir plenamente con su destino de personas. Hablamos de 'disponibilidades' y con ello queremos decir el montaje y puesta en marcha de la estructura fundamental que justifica la existencia del Estado en tanto que tal, no egoístamente en una tarea abstencionista del tipo que conoció la época del laissez faire, sino interviniendo activamente para proporcionar los elementos indispensables para el desarrollo humano. Es en este punto en donde entra a jugar el concepto 'social', de tanta y tan justificada trascendencia en nuestros días y que no significa otra cosa que la pura aplicación del ideal de Justicia a las relaciones sociales en la comunidad" [Citara, R. M., 1995, p. 23] (7).

En tal contexto, la idea de servicio público ancla primariamente en la obligación estatal de proveer aquello que, en cada tiempo y lugar, la sociedad demanda como indispensable para lograr su desarrollo; en otros términos, lo que es percibido como una necesidad social que exige una respuesta pública. De allí que la norma que erige el servicio es la declaración formal, por parte del legislador, de esa necesidad que ha de cubrirse. Claro está que ello supone ciertos requisitos complementarios, más allá de del anhelo de la población sobre ciertos cometidos que urge satisfacer de alguna manera: (i) en primer lugar, éstos no sólo no deben pertenecer primariamente al campo de acción de los particulares -de otro modo, se estaría invadiendo la legítima esfera de acción de la Sociedad y ahogando su libre iniciativa- sino que, por el contrario, dejados a su cargo no se cumplirían o lo harían de manera insatisfactoria (alto costo, precios incontrolables, malas prestaciones); (ii) luego, son sentidos por el pueblo como una necesidad no privativa de un individuo o de individuos considerados aisladamente sino común a números importantes de personas en el contexto sociológico nacional, con independencia de que abarque a la totalidad de la población o sólo a un sector acerca del cual la Sociedad mantiene un interés vital; (iii) en tercer término, la noción de necesidad puesta en juego, señala y se dirige a bienes que no pueden quedar a capricho o voluntad individual de quienes los produzcan: son bienes en función de bienes comunes, dice Citara, por lo que las prestaciones de servicios públicos dejan de ser simples mercaderías; (iv) finalmente, la sociedad está dispuesta a efectuar una erogación para que, a través del Estado, sea satisfecha.

Derivado del razonamiento anterior, toda búsqueda o aproximación a la noción y concepto de servicio público permite advertir que existe un consenso generalizado, en cierto modo tautológico: servicio público es aquello que el Estado, a través de la legislación, dice que es un servicio público.

"No es de la esencia del servicio público saber si los usuarios pagan o no por él, o si pagan, de qué modo lo hacen. Lo que constituye a un servicio público estatal es la conciencia pública de una necesidad comunitaria que, por los motivos propios de la situación del momento, se entiende que debe ser satisfecha por el Estado. Las circunstancias del caso concreto determinarán al legislador, por motivos de prudencia y oportunidad, a precisar si esa necesidad es cubierta por un servicio público que deba abonarse en el momento de su uso, si se crea e imputa una contribución tributaria específica o si los gastos son cubiertos de rentas generales. Esto dicho, debemos considerar que las innumerables fuentes de diversidad que surgen de cada necesidad emergente en un tiempo y lugar dado, pueden asimismo llevar al legislador a crear una empresa pública o un nuevo órgano administrativo o a asignar la tarea a entes ya existentes" [Citara, R. M., 1995, pgs.93-94] (8).

A modo de síntesis, entonces, digamos que:

" (...) un servicio público, en sentido lato, es aquél que es ofrecido de un modo continuo, regular y uniforme a la generalidad de los habitantes de un país, o a una categoría homogénea de los mismos, para satisfacer una necesidad que los agentes naturales de la Sociedad entienden que debe ser satisfecha por la comunidad, ya fuere espontáneamente por los miembros de la sociedad en ejercicio de la autonomía de la voluntad o, en su defecto y por aplicación del principio de subsidiariedad, por el Estado, conforme al respeto debido al ámbito natural de actuación de la persona humana y teniendo como mira la realización del Bien Común" [Citara, R. M., 1995, p. 81] (9).

Al reflexionar sobre si la promoción de la innovación tiene entidad suficiente para erigirse como tal en los gobiernos locales, tenemos a la vista los rasgos definitorios de un servicio público: todos ellos -socialidad, continuidad, regularidad, uniformidad- parecen pertinentes. Sin embargo, por cuestiones de brevedad y dado que es primer requisito de posibilidad, vale volver sobre la caracterización de la necesidad pública y comparar lo dicho con los presupuestos que unánimemente se esgrimen para justificar la intervención estatal en el campo que nos ocupa.

Por un lado, dijimos que los cometidos a satisfacer no deben pertenecer primariamente al campo de acción de los particulares y, todavía más: que dejados en sus manos no se cumplirían o lo harían insatisfactoriamente. Respecto de este punto, no hay duda de que la innovación -en tanto queda tipificada como tal por el reconocimiento en el mercado o éxito comercial de la novedad que incorpora- compete por naturaleza al sector privado. Sin embargo, dada la importancia que hoy en día representa para el desempeño competitivo de las empresas -y, por carácter transitivo, para el desarrollo económico- ello no contradice sino más bien apuntala el hecho de que la creación/consolidación de un ambiente conducente y favorable a ella, sea cuestión de pleno interés público. La conveniencia de que las acciones se inscriban en el marco de estrategias de desarrollo políticamente sustentables, el liderazgo requerido para concertar las acciones de vinculación pública-privada, el fomento y consolidación de los lazos por fuera del mercado que sustentan la reciprocidad y la colaboración inter-firmas, la importancia decisiva que adquiere la disponibilidad de infraestructura extra-firmas, la preponderancia que para las economías locales tienen las PyMES con sus consabidas limitaciones de recursos de todo tipo, por citar sólo algunas de las cuestiones esenciales al ambiente innovador, nos enfrentan claramente con un cúmulo de acciones a emprender que, tal como exige la declaración de necesidad pública, puede no cumplirse o hacerse de manera insatisfactoria en manos de los particulares.

Luego, hemos apuntado que la necesidad pública remite a bienes comunes que no pueden quedar a capricho o voluntad individual de quienes los produzcan, ni equipararse a simples mercaderías. Es aquí, justamente, donde la acción gubernamental pro-innovación encuentra quizás su más importante sustento por ser ésta la característica del conocimiento y, por extensión, de la innovación que se basa en él: constituye un bien económico imperfecto que no puede tratarse como simple mercancía transable en condiciones de mercado perfecto. Y ello, por las siguientes razones: (i) es, en cierto modo, un bien público: no se agota con el primer uso ni es de uso exclusivo; (ii) genera externalidades, y como tal, no puede funcionar por precio (sencillamente porque no puede ser apropiada plenamente por nadie, ni siquiera por quien invirtió para desarrollarla); (iii) es acumulable crecientemente pues la innovación original se adopta y adapta con nuevos resultados a lo largo de su vida útil; (iv) su producción tiene riesgo. La conjunción de estas características enfrenta al problema económico-técnico conocido como fallas de mercado: de allí que el Estado debe intervenir con ciertas metas (que haya innovaciones y suficientes derrames) y con instrumentos (ley de promoción tecnológica, instituciones públicas, marcos legales -como el derecho de propiedad intelectual). La lógica es clara: sin su intervención como promotor, regulador y facilitador, el mercado tecnológico se debate entre dos polos extremos, ambos sub-óptimos socialmente. En un extremo, está el individuo-empresario innovador que desea todos los beneficios posibles, es decir: perfecta apropiabilidad; en el otro, la sociedad, que quiere tecnología disponible a costo cero. El primer caso arroja resultados sub-óptimos a corto plazo, pues la plena apropiabilidad abortaría los derrames esenciales al proceso social de la innovación. El segundo caso es sub-óptimo a largo plazo, pues, impedido de toda posibilidad de resarcimiento económico por su inversión, el empresario sería desincentivado en su búsqueda de innovaciones.

Esta es la racionalidad básica que justifica la necesidad de acción pública en materia de innovación en cualquier nivel de responsabilidad gubernamental y, por ende, también en el de los gobiernos locales, a cuyas políticas debería subyacer. En cuanto a los aspectos jurídicos que he procurado indagar para su eventual reconocimiento como nuevo servicio público (municipal, intermunicipal o regional), vayan en todo caso como llamado de atención sobre la conveniencia de un abordaje interdisciplinario para la mejor definición del compromiso, alcances y limitaciones del estamento municipal en este campo (y más ampliamente, en el del desarrollo local mismo, cuestión del todo compleja y multifacética).

CONCLUSIONES

Acorde con la teoría del desarrollo endógeno, resulta evidente la necesidad de políticas públicas específicas para la consolidación de sistemas locales de innovación: tal como demostró el estudio de distritos y otras configuraciones similares de PYMES innovadoras, la capacidad de las firmas en este sentido está fuertemente asociada a su potencialidad para aprender, crear competencias y transformar conocimientos genéricos en específicos. Puertas adentro importan esencialmente las características de su capital humano, la organización del proceso de trabajo y la capacidad de aprovechar los bienes y servicios que compra u obtiene y los recursos humanos que contrata para producir esa reconversión. Sin embargo, igualmente decisivo resulta puertas afuera la difusión de conocimiento en el ambiente en su conjunto, lo cual depende de la existencia de redes y distintos tipos de vinculaciones entre los involucrados. En otras palabras, la capacidad para innovar resulta del desarrollo de las propias competencias tanto como de la circulación del conocimiento mediante los vínculos con otros agentes e instituciones surgidos de la confianza recíproca: de allí la importancia de construir o consolidar ese ambiente innovador del que hemos hablado y que es, en definitiva, un dispositivo colectivo para aprender.

La conciencia sobre la necesidad de consolidar esta trama vinculante entre la esfera productiva y la socio-institucional del todo imprescindible no es nada nueva en nuestro medio: de hecho, fue explícitamente consagrada como objeto de interés al menos desde la formulación del Plan Plurianual de Ciencia y Tecnología de la Nación en 1999. Una década después, no obstante la pluralidad de intentos efectuados por crear la indispensable institucionalidad de carácter intermedio (ejemplificada por las Agencias de Desarrollo), se plantea como desafío aún pendiente. La profunda crisis de 2001, a la que con cierta razón suele atribuírsele la discontinuidad de muchas experiencias, no debería enmascarar problemas subyacentes aún no resueltos, entre ellos: la falta de una sensibilización adecuada sobre la importancia del tema en los propios ámbitos locales, la incapacidad de erigirlo en auténtica política de Estado que requiere acciones en los niveles macro, meso y micro-económicos, y la falta de adaptación de un paradigma de desarrollo asentado en requisitos de posibilidad hoy ausentes en nuestra realidad, pero factibles de una construcción social a mediano y largo plazo.

A la manera de un círculo vicioso, la subestimación de la precariedad del escenario preexistente reaparece hoy en las formulaciones de los especialistas, como expresa crudamente el trabajo reciente que analiza el fortalecimiento de los sistemas locales de innovación en Argentina:

"El planteamiento realizado (...) supone la presencia de ciertas condiciones mínimas en materia de ingresos, acceso a una vivienda digna y servicios públicos e infraestructura, a fin de que las acciones de política puedan orientarse a la creación de capacidades y a la satisfacción de necesidades que superen el ámbito primario de la alimentación, la salud y el acceso a ciertos bienes públicos básicos. Este requisito de asegurar un cierto piso mínimo no sólo se refiere a cuestiones tangibles como las mencionadas, sino que incluye también la justicia entendida en un sentido amplio (social, ambiental y territorial). A partir de estas condiciones mínimas, los elementos clave de las políticas deberían apuntar a desarrollar el sistema institucional, el entorno productivo de los agentes económicos, las redes productivas y los distintos tipos de encadenamientos, los recursos humanos y una organización del trabajo que facilite la generación de proceso de aprendizaje e intercambio de conocimientos" (Yoguel et al., 2009, pgs. 74-45) (10).

También como un círculo vicioso vuelve este trabajo a su planteo inicial: ¿desarrollo local o economía social? Todo parece indicar que, lejos de constituir una antinomia, son dos vías concurrentes en nuestro escenario actual. Entre sus requisitos de posibilidad, como vimos, el desarrollo endógeno supone una fuerte intervención pública para brindar los servicios comunitarios que responden a las necesidades del sistema (asistencia sanitaria, sistema escolar y de formación profesional, transportes públicos, vivienda social, etc.). Además, las acciones orientadas a generar una trama social-productiva en base a los principios de una economía cooperativa y asociativa resultan del todo convenientes: en definitiva, como señala Garofoli:

"(...) el problema del desarrollo no es un problema de competitividad y de costo (relativo) del trabajo, sino de activación y valorización de los recursos no utilizados o mal utilizados. Se trata de crear una cultura de la producción, de contribuir a la formación de un saber-hacer, de iniciar el proceso de interdependencia entre los actores locales, de difundir los conocimientos y, paralelamente, de estimular la rivalidad y la competencia al mismo tiempo que la solidaridad y la cooperación" [Garofoli, G., 1996, p. 376, T. del A.](11).

Sin embargo, avanzar efectivamente hacia un desarrollo endógeno de sesgo innovador supondrá esfuerzos más deliberados y a largo plazo, con concurrencia de todos los niveles del Estado y coherencia en los diversos planos económicos ya señalados. Particularmente en los ámbitos locales, dado el carácter social e interactivo del proceso innovador, se requerirá ante todo un acuerdo público-privado para adoptar la innovación como vía al desarrollo posible, afrontar los costos consecuentes (no sólo económico-financieros sino, fundamentalmente, en términos de aprendizaje institucional) y habilitar así el despliegue de las acciones posibles desde los ámbitos locales, un amplio espectro que se inicia con un imprescindible aggiornamiento político-jurídico-administrativo de la propia esfera municipal y avanza progresivamente hasta la implantación de políticas científico-tecnológicas y de infraestructura tecnológica específicas y aun hasta la creación de nuevas esquemas impositivos para consolidar y mantener el ambiente innovador, verdadero núcleo duro de los procesos exitosos de desarrollo endógeno (Delgado, 2008b).

NOTAS

1. Al momento de escribir este artículo, el mismo Arroyo (2010) da cuenta de los acuciantes problemas que aún persisten en materia social: a) la pobreza extrema que alcanza al 10% de la población; b) la informalidad económica que abarca el 40% de los que trabajan; c) la desigualdad que marca una diferencia de 28 a 1 entre el 10% más rico y el 10% más pobre; d) los jóvenes que no estudian ni trabajan; y e) la vida en los grandes centros urbanos en los que está radicado el 70% de la población y en donde el hacinamiento, la precariedad laboral, la pobreza y la violencia conviven de manera cotidiana.

CITAS BIBLIOGRAFICAS

(1) QUETGLAS, F. (2008). ¿Qué es el desarrollo local?. Colección Claves para todos, Buenos Aires, Capital Intelectual, p.85.

(2) QUETGLAS, F. (2008). ¿Qué es el desarrollo local?. Colección Claves para todos, Buenos Aires, Capital Intelectual, pgs. 85-86.

(3) GAROFOLI, G. (1992). Endogenous development and Southern Europe. Avebury, Aldershot, Endogenous development and Southern Europe: an introduction, Garofoli,G. (Ed.). p. 7.

(4) YOGUEL, G. Y BOSCHERINI, F. "Algunas reflexiones sobre la medición de los procesos de innovación". REDES Revista de Estudios Sociales de la Ciencia, 1996, Vol. III, N° 8, p. 104.

(5) YOGUEL, G. et al. "Argentina: cómo estudiar y actuar sobre los sistemas locales de innovación". Revista CEPAL, diciembre 2009, N° 99, p. 68.

(6) CITARA, R. M. (1995). El servicio público, parte I. Buenos Aires, Editorial Ciencias de la Administración, pgs. 21-22.

(7) CITARA, R. M. (1995). El servicio público, parte I. Buenos Aires, Editorial Ciencias de la Administración, p. 23.

(8) CITARA, R. M. (1995). El servicio público, parte I. Buenos Aires, Editorial Ciencias de la Administración, pgs. 93-94.

(9) CITARA, R. M. (1995). El servicio público, parte I. Buenos Aires, Editorial Ciencias de la Administración, p. 81.

(10) YOGUEL, G. et al. "Argentina: cómo estudiar y actuar sobre los sistemas locales de innovación", en Revista CEPAL, diciembre 2009, N° 99, pgs. 74-75.

(11) GAROFOLI, G. (1996). Les nouvelles logiques du développement, París, Éditions L'Harmattan, Industrialization diffuse et systemes productifs locaux: un modele difficilement transférable aux pays en voie du développement, p. 376.

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