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Enfoques

versión On-line ISSN 1669-2721

Enfoques vol.25 no.2 Libertador San Martín dic. 2013

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Razones dispersas para fundamentar una teoría crítica de la modernización ante las realidades contemporáneas del Tercer Mundo

 

H. C. F. Mansilla

Docente e investigador

E-mail: hcf_mansilla@yahoo.com

Recibido: 18/04/2013
Aceptado: 16/12/2013


Resumen

Después del contacto permanente con la exitosa civilización occidental, los países del Tercer Mundo se han consagrado a un desarrollo acelerado desde la segunda mitad del siglo XX, que ha significado el mayor cambio social en toda su historia. En general el resultado es una evolución imitativa, que es percibida, en la mayoría de los casos, como algo propio y autónomo. Una teoría crítica de la modernización es importante para analizar las luces y las sombras de esta evolución de acuerdo a un sentido común guiado críticamente.

Palabras clave: Autotomía; Desarrollo; Efecto de fascinación; Imitación; Proceso de modernización; Sentido común.

Abstract

After a permanent connection with the successful western civilization, the Third World countries have striven for an accelerated development since the second half of the 20th century. It brought about the most important social change of all their history. The result is an imitative evolution, which is seen, in most cases, as an own and autonomous development. A critical theory of modernization is relevant in order to analyze the positive and negative aspects of this evolution according to a critically oriented common sense.

Keywords: Autonomy; Common sense; Development; Fascination effect; Imitation; Modernization process.


 

Introducción

Al seguir algunos lineamientos centrales de la llamada Escuela de Frankfurt, enriquecidos con elementos de la teoría norteamericana clásica de la modernización, este artículo se propone fundamentar una teoría crítica de la modernización para avanzar en la comprensión de la evolución actual del Tercer Mundo. Pese a todo el rechazo (verbal) del modelo civilizatorio occidental, las sociedades de África, Asia y América Latina exhiben, de un modo muy general, una fascinación por el progreso técnico-económico de proveniencia occidental (tratado en el acápite 1) que no ha sido explicitado satisfactoriamente. En este artículo se discuten algunas ideas que evitan los excesos interpretativos de teorías radicales (acápite 2). El desarrollo global acelerado en la segunda mitad del siglo XX, diagnosticado brillantemente por Eric J. Hobsbawm (acápite 3), ha generado en casi todo el planeta un modelo civilizatorio de carácter imitativo con respecto al occidental, que, sin embargo, es percibido a menudo como un intento logrado de autonomía (acápite 4). En vista de esta constelación, se postula la necesidad de usar un sentido común guiado críticamente, como el vislumbrado por Hans Jonas (acápite 5).

La fascinación del progreso

Desde que existe una seria reflexión histórico-filosófica de alcance mundial, es decir desde mediados del siglo XVIII, se pensaba que el desenvolvimiento de Asia, África y del Nuevo Mundo era explicable mediante leyes evolutivas y principios teóricos generales originados en Europa, que podrían ser aplicados, con algunas reservas, a las sociedades extra-europeas, teniendo en cuenta un retraso típico e irremediable en las tierras de ultramar. Hasta hace pocas décadas se daba por cierto que esas normas universales eran idénticas con las secuencias de desarrollo diseñadas para Europa Occidental, donde culminaría indefectiblemente la gran historia comenzada en la Grecia clásica. No sólo las tendencias hegeliano-marxistas compartían esta idea central; derechistas de toda laya y tecnócratas aparentemente apolíticos creían firmemente que las naciones de Asia, África y América Latina estaban destinadas a repetir-con una lamentable demora- el adelanto ejemplar que exhibían Europa y Estados Unidos.
Como Jorge Graciarena ha señalado, "desarrollo" no era, en la mayoría de las sociedades latinoamericanas, un problema intensamente discutido antes de 1930. Ahora, en cambio, no es sólo un concepto clave de toda controversia económica y política, sino que la "necesidad de desarrollo" se presenta de una manera dramática y avasalladora como algo obvio y sin alternativas.1 El desarrollo conforma el fundamento de las teorías sustentadas por las fuerzas de izquierda, para las cuales la historia universal se mueve hacia etapas superiores de progreso social, pero aparece igualmente en las estrategias de la derecha, como consolidación y ampliación del propio sistema y también como antídoto contra una revolución popular.
Desde su incorporación a los imperios coloniales o al mercado mundial, las sociedades periféricas, y particularmente las latinoamericanas, han estado expuestas a unos principios normativos surgidos y sistematizados originariamente en los centros metropolitanos. La fuerza y el éxito seculares de las naciones occidentales han dotado a estos principios del nimbo de lo verdadero, imitable y positivo. La adopción de los paradigmas occidentales fue facilitada por la crisis de identidad histórica y nacional sufrida por las culturas no occidentales después de un contacto prolongado-y casi siempre doloroso- con la civilización europea. En la esfera económico-tecnológica se produjo un genuino vacío de modelos de desarrollo, por lo que la imitación del proceso metropolitano de modernización apareció como algo obvio e inevitable. La defensa de la identidad nacional y el fomento de las tradiciones propias, que no podían dejar de producirse como reacción contra las influencias extranjeras por más poderosas que éstas fueran, se concentraron en terrenos de carácter secundario y periférico con respecto a los elementos centrales económico-tecnológicos: las manifestaciones culturales, las formas exteriores de la vida política, el mundo de la familia y la provincia, el campo de la anomia, el no-conformismo y la nostalgia. Es verdad que no han faltado conflictos entre ambos planos, y justamente la evolución del Tercer Mundo en el siglo XXI puede ser calificada como la búsqueda de una nueva identidad que combine el progreso tecnológico "a la occidental" con fragmentos de autoctonismo cultural y autonomía política.2
De todas maneras, la consciencia colectiva en América Latina ha internalizado como propias algunas nociones centrales de la tradición metropolitana que son imprescindibles para la comprensión de la controversia actual en torno a problemas ecológicos y demográficos:

a) La historia como un desarrollo ascendente, dentro del cual cada sociedad va pasando a etapas de la evolución histórica consideradas como superiores;
b) La naturaleza como base y cantera para los designios humanos, sin derechos propios, pero con recursos casi ilimitados al servicio del hombre; y
c) la actividad humana como sometida al principio de eficiencia y rendimiento, con una tendencia compulsiva al dinamismo, al crecimiento y al éxito.

Especialmente en el caso latinoamericano, estos elementos-tomados claramente de un acervo exógeno- han ido formando el sustrato para los conceptos y las ilusiones de la consciencia colectiva. Esta base ha favorecido durante el siglo XX, y más particularmente a partir de la Segunda Guerra Mundial, una recepción más intensa de los logros y paradigmas de la civilización metropolitana. Notables mejoras en el campo de las comunicaciones, el incremento de los contactos personales y la actividad diaria de la televisión, son responsables por la difusión de toda clase de datos, imágenes y leyendas sobre aquel mundo de opulencia, progreso y poderío, que parece existir en las sociedades del Norte. Y es comprensible que ellas adquieran el carácter de modelos dignos de imitarse a toda costa. Por otra parte, la cultura occidental ha propagado precisamente el principio de la factibilidad de los designios humanos: el progreso sería algo que se puede implementar en la praxis según modalidades social-tecnológicas si hay una firme voluntad política de hacerlo. La creencia de que un orden social más avanzado y próspero es algo enteramente factible y alcanzable para cualquier país periférico mediante esfuerzos sistemáticos pertinentes se conjuga con aspiraciones cada vez mayores relativas al nivel de la vida y al consumo.
Este fenómeno relativamente moderno, llamado "la revolución de las expectativas crecientes", puede ser definido como el anhelo colectivo de obtener lo más pronto posible los frutos de la civilización metropolitana en las esferas del consumo masivo y del desarrollo económico-tecnológico. Frutos que desde el interior de las sociedades periféricas son vistos como reivindicaciones justas y deseables en todos los sistemas sociales. Las divergencias políticas e ideológicas se refieren mayormente a los métodos de modernización y a los regímenes internos correspondientes, destacándose una cierta comunidad de objetivos entre los anhelos colectivos dominantes en el Tercer Mundo.
La revolución de las expectativas crecientes sólo ha sido posible por medio de una difusión asombrosa de informaciones en los países periféricos acerca de la situación general en las metrópolis, difusión que a partir de 1945 ha abarcado a estratos sociales muy amplios, incluyendo a las clases medias y a los sectores urbanos de las capas bajas. En esta relación asimétrica, las sociedades metropolitanas ejercen la función indiscutida de sentar los parámetros de desarrollo, mientras que los países meridionales, por lo menos en las esferas de la economía y la tecnología, toman una posición esencialmente receptiva. La consciencia colectiva está, entonces, abierta y sometida a los efectos de demostración de un modo de vida supuestamente superior. Con mucha razón, Torcuato S. Di Tella se refirió a un genuino "efecto de fascinación"3 para calificar las consecuencias que el nivel de vida y los logros de los sistemas metropolitanos originan en latitudes meridionales. El impacto de los efectos de demostración ha sido particularmente fuerte entre los intelectuales y dentro de las élites políticas y económicas, quienes perciben su deber-y su legitimidad- en alcanzar para la nación respectiva un grado "conveniente" de desarrollo. Se puede hablar de fascinación porque los efectos de la demostración de la moderna civilización metropolitana sobre la mentalidad colectiva del Tercer Mundo han sido avasalladores: han conducido a que la actividad primordial de estas sociedades esté centrada en torno a los conceptos mágicos de "progreso" y "desarrollo", a que el crecimiento ininterrumpido sea el criterio principal para juzgar toda evolución y a que estas metas finales hagan permisible el empleo de casi cualesquiera métodos. Es un lugar común en medios latinoamericanos el mencionar que el crecimiento por sí solo no lleva al anhelado desarrollo integral. Pero detrás de esta fórmula biensonante se descubre rápidamente que el cimiento mismo de todo desarrollo pleno es el incremento sostenido y acelerado de todo aspecto económico y tecnológico, el que debe también originar ciertos efectos reputados como benéficos en otros campos, especialmente en el social. Si bien no todo crecimiento es idéntico con desarrollo, todo desarrollo requiere de un potente crecimiento. En todo caso se puede observar una cierta comunidad de opiniones acerca de la necesidad de forzar el lado económico-tecnológico del proceso histórico contemporáneo, como el medio más seguro y básico de alcanzar los logros de los centros metropolitanos.
Aunque las corrientes y las teorías más distintas entre sí hablen de la originalidad de sus propios modelos de desarrollo y aunque el rechazo vehemente del sistema civilizatorio occidental domine la retórica pública, todo régimen en la práctica cotidiana del Tercer Mundo exhibe una afinidad global innegable a lo alcanzado en los países industrializados. El progreso resulta ser la acumulación de mejoras materiales y de conocimientos técnicos, utilizables en la producción; todos los otros criterios juegan un rol secundario y periférico. Esta concepción es compartida por Raúl Prebisch, el inspirador del cepalismo a mediados del siglo XX y, en proporción notable, del pensamiento actual sobre temas del desarrollo. La modernización industrializante es, según las escuelas más diversas, el medio más importante para tomar parte en el progreso tecnológico y hacer uso de éste último para realizar una política de mejoramiento permanente en el nivel de vida de las masas.4
Lo fundamental en esta cuestión parece residir en la insistencia en reproducir los rasgos centrales de la modernización metropolitana con especial énfasis en la urbanización e industrialización, a pesar del reconocimiento generalizado de que este proceso por sí solo no conduce al desarrollo integral. El hecho de que este reconocimiento tenga únicamente un valor verbal y la función de un descargo ideológico está vinculado a la escasez de modelos de desarrollo genuinamente autónomos en las sociedades periféricas y a la fuerza normativa que sigue ejerciendo el paradigma metropolitano. La expansión militar y comercial de Occidente, el sojuzgamiento de civilizaciones todavía muy jóvenes y con estándares tecnológicos bajos, la falta de una concepción dinámica del propio desenvolvimiento y, sobre todo, el éxito socio-cultural de los países del Norte-que parece no amainar- son factores de esta problemática tan compleja; la imposibilidad o la incapacidad de forjar parámetros propios han hecho posibles los mencionados efectos de fascinación.
Estos últimos se concentran en el terreno económico, la tecnología industrial y las pautas de consumo. Esta adopción de valores exógenos de orientación tiene lugar, sin embargo, en medio de un contexto socio-cultural que rebosa de tendencias autonomistas: la necesidad de un camino propio al desarrollo y al progreso y el desenvolvimiento de un modelo político y cultural autóctono son sus dos líneas directrices. No es casualidad que el impacto de los efectos de demostración haya sido particularmente fuerte entre los intelectuales del Tercer Mundo, quienes, fascinados por los éxitos materiales de los centros metropolitanos, han creado diversas teorías sociales y hasta ideologías revolucionarias para justificar, en términos de progreso social para las masas y de autonomía de desarrollo, la imitación acelerada de la civilización industrial. El núcleo de la argumentación asevera que el moderno proceso industrial-tecnológico y la expansión de los sectores productivos representan aspectos genuinos y propios de todas las culturas y sociedades que logran liberarse de ciertas cadenas políticas y de conocidos obstáculos sociales que provienen tanto de la penetración imperialista como de los anacronismos nacionales. En estos programas que combinan momentos nacionalistas con exigencias revolucionarias y socialistas la modernización aparece como el proceso auténticamente regenerativo de la sociedad periférica.5
La atracción que hasta aproximadamente 1980-1990 ejercieron los regímenes socialistas sobre la consciencia intelectual del Tercer Mundo no se debió tanto a una mejor oportunidad de acabar con el trabajo alienante y de alcanzar una revolución proletaria, sino al hecho de que estos regímenes parecían garantizar mayor eficacia y rapidez en los procesos de modernización e industrialización en las periferias mundiales. Mediante la movilización de todos los recursos, empezando por los humanos, y con ayuda de la planificación generalizada, los sistemas socialistas parecían lograr una rápida acumulación de capital y reproducir, por ende, los aspectos materiales de la civilización metropolitana, si bien este intento ocurre normalmente bajo un centralismo estricto y antidemocrático y con severas restricciones al consumo de la población por un tiempo muy largo. En este sentido todos los modelos socialistas hasta 1989 pueden ser considerados, en el fondo, como variaciones de la Revolución Soviética después de 1917.6 Incluyendo los más exitosos, como la República Popular China,7 los regímenes socialistas edificaron un contexto de totalitarismo, en el cual la consciencia intelectual se redujo a la creación de un infantilismo muy extendido, lo cual, paradójicamente, se aviene muy bien con un oportunismo practicado asiduamente. El extraordinario éxito económico y comercial alcanzado entre tanto por China y Vietnam se debe, entre otros factores, a la preservación de una severa disciplina social de las clases trabajadoras y a las diferencias entre los costes laborales en perspectiva mundial.8 Los cambios de la agenda económica y del comercio exterior pueden ser percibidos como instrumentos de la preservación exitosa del poder bajo circunstancias altamente cambiantes. La liberalización del comercio exterior y la instauración de la propiedad privada en los medios de producción se combinan con la exitosa conservación del poder político en manos de un reducido segmento dirigente en el seno del partido comunista. Seguramente éste será el destino de Cuba.
A nivel planetario el resultado global puede ser descrito de la siguiente manera. La construcción de la modernidad técnico-económica en medio de una cultura autoritaria y colectivista concentra todos los esfuerzos en los instrumentos para construir la sociedad industrializada y desestima una consciencia crítica con relevancia política. Y en relación con la problemática ecológica y demográfica, esto significa que se facilita la trivialización de la contaminación ambiental, se ve con optimismo algo ingenuo la situación de los recursos naturales y se considera innecesaria toda reducción de la tasa de incremento demográfico. El ideal de un progreso perenne es fomentado porque satisface requerimientos psíquicos elementales y por ello inevitables en todos los hombres: la seguridad de haber encontrado un lugar en el cosmos, la superación de las dudas y los conflictos, la justificación de decisiones dolorosas e inciertas.
Parecería, por otra parte, que la constelación actual es favorable a enfoques teóricos abiertos, antidogmáticos y de mayor capacidad explicativa para aprehender la variopinta y compleja situación del planeta, sobre todo del hasta hace poco tiempo llamado Tercer Mundo.9 Pero esto es verdad sólo parcialmente. Al lado de la caída del dogmatismo evolutivo surgieron deleznables corrientes dedicadas a estudiar con mucha profundidad e igual celo detalles insignificantes, a atribuir una relevancia casi mágica a hechos secundarios y, en el fondo, a celebrar lo trivial y baladí.10

Un enfoque intermedio

La teoría crítica de la modernización quiere seguir un camino intermedio. No admite un solo precepto organizador o una visión unitaria del mundo social;11 trata más bien (a) de poner en cuestión los paradigmas teóricos que subyacen a todo monismo, es decir al postulado de una unidad primigenia de todos los fenómenos y, simultáneamente, (b) de postular algunas hipótesis críticas acerca de decursos evolutivos válidos para numerosos casos. Las experiencias del siglo XX parecen indicar que la historia no obedece a ningún plan premeditado, obligatorio y universal; no hay soluciones políticas o científicas de validez general; la libertad no puede suprimirse en nombre de abstracciones, por más nobles que éstas parezcan; no se debe sacrificar la suerte de una generación en aras de la presunta felicidad de edades futuras. Pero estas ideas deben ser confrontadas con los nuevos sistemas que propugnan la irrelevancia de todo esfuerzo teórico, la igualdad de cualquier ocurrencia intelectual y la inconmensurabilidad (es decir: la impenetrabilidad) de las culturas extra-europeas. La teoría crítica de la modernización pretende encontrar un equilibrio entre ambas tendencias, basada en un racionalismo no dogmático mitigado por un pesimismo alimentado por las vivencias y las desilusiones de una época atroz.
Precisamente el análisis de las monstruosidades del siglo XX parece apoyar las siguientes convicciones provisorias de una teoría crítica de la modernización: un claro escepticismo ante la dominación del mundo contemporáneo por la tecnología (la crítica de la razón instrumentalista), la desconfianza frente a los decursos evolutivos obligatorios y a las presuntas bondades del desarrollo acelerado, y finalmente la concepción de que los valores estéticos, contenidos sobre todo en la literatura y en el arte, permiten un conocimiento tan veraz y genuino como la filosofía y la ciencia. Esto ayuda a evitar dos extremos: el suponer que la realidad se reduce a lo inmediato, externo y cuantificable según datos estadísticos y el afirmar que la dimensión del presente y de la experiencia empírica es algo deleznable, efímero, superficial y sin mucha relevancia. La devaluación de la historia no llega a convencer plenamente, como tampoco la creencia en leyes evolutivas y en metas inevitables y positivas del desarrollo humano.
Se debe reconocer la importancia del enfoque genético-crítico para comprender las transformaciones de cualquier sociedad, pero hay que complementar este método mediante una sana desconfianza con respecto al sentido de toda evolución de la historia humana. Se puede atribuir un sentido a la historia si antes se admite o se imagina un fin (telos) de la misma, cosa bastante arbitraria y desautorizada por los acontecimientos del siglo XX, sobre todo por Auschwitz y Hiroshima. Por lo tanto, no hay necesidad de devaluar la historia, pero sí las especulaciones sobre la misma, ante todo en sus variantes hegeliano-marxista, cristiano-mesiánica y populista-milenarista, apoyadas o impulsadas por grandes partidos, instituciones y grupos de poder. No se puede, por ejemplo, establecer una ley general para explicar todas las revoluciones, pero es dable interpretar una revolución específica partiendo de sus antecedentes, aspectos concomitantes y consecuencias. Y si la historia humana resulta sin un sentido global, sin su carácter teleológico y, por ende, sin la certidumbre de constante progreso, factibilidad y perfeccionamiento, se le puede conferir, a pesar de todo, un sentido reducido dentro de los límites de esta época y existencia.
Además de un análisis genético-histórico, el sentido común guiado críticamente aconseja hoy en día una actitud distanciada con respecto a los logros del progreso material y, por ende, un análisis profundo del mito contemporáneo por excelencia: el crecimiento incesante. La problemática del medio ambiente adquiere entonces una relevancia de primer orden, precisamente en conexión con el Tercer Mundo. El libro pionero de Dennis L. Meadows, The Limits to Growth,12 emerge como innovador e importante a causa de su enfoque. En lugar de presuponer, como casi todas las teorías, que la naturaleza y sus recursos son casi ilimitados y están al servicio del desarrollo, este estudio invierte los términos en forma realista y se pregunta por las consecuencias de un desarrollo perenne a la vista de recursos finitos y de una degradación gigantesca del medio ambiente, motivada precisamente por el progreso material y sus secuelas, como el crecimiento demográfico en el Tercer Mundo (parcialmente aun de orden exponencial), que se debe también a mejoras en la salud e higiene públicas, mejoras ciertamente modestas, pero de una transcendencia imprevisible en otros ámbitos de la vida social. Todo esto lleva a una conclusión más o menos clara de genuino sentido común: en lugar de la abstención de juicios valorativos o la indiferencia ante los dramas sociales que proclaman muy diversas tendencias, hay que adherirse a un diagnóstico valorativo y a un principio ético de responsabilidad social.13 Esto no significa recaer en posiciones partidistas o en doctrinas radicales de reforma social. Un ejemplo dramático del fracaso intelectual y político de tales posiciones fue la Teoría de la Dependencia, la contribución latinoamericana más original y más difundida a las teorías del desarrollo. Esta teoría no coadyuvó a comprender la realidad del Tercer Mundo y más bien, ha conformado una ideología justificatoria de la industrialización acelerada y una exculpación de sistemas autoritarios.
La teoría crítica de la modernización es una combinación de la Escuela de Frankfurt, la ética de la responsabilidad (Hans Jonas) y las concepciones ecologistas y conservacionistas con la llamada teoría norteamericana de la modernización, representada por conocidos autores de los años 1960-1980, como Gabriel A. Almond, David E. Apter, James S. Coleman, S. N. Eisenstadt, Daniel Lerner, Marion J. Levy y otros, influidos todos ellos por los aportes precursores de Max Weber y Talcott Parsons. Todos estos aportes han postulado un continuum tradicionalidad/modernidad para explicar la evolución del Tercer Mundo en esta época actual. En contraposición a la doctrina marxista y a sus muchas variantes, se puede afirmar que las sociedades de África, Asia y América Latina no avanzan desde regímenes feudales o capitalistas hacia modelos socialistas y ulteriormente comunistas, sino de un estadio marcado por elementos tradicionales (premodernos, pre-industriales, preburgueses) a otro signado por la modernidad (la civilización industrial contemporánea). En este tránsito, llamado proceso de modernización, la propiedad de los medios de producción (y otros caracteres determinantes socio-históricos según la corriente marxista y la Teoría de la Dependencia) juega un rol secundario. El orden tradicional es aquel basado en pautas particularistas de comportamiento, en el cual la religión, la familia extendida, el origen social de la persona, las lealtades políticas locales, las jerarquías rígidas y la vida rural-agrícola conforman los factores decisivos. Es un mundo relativamente simple, fácilmente comprensible, donde los roles y las profesiones denotan un grado muy bajo de especialización y diferenciación.
El orden moderno, en cambio, es aquel donde reinan pautas universalistas de comportamiento, donde existe un grado muy elevado de urbanización, donde la agregación y articulación de intereses ocurre mediante partidos políticos e instituciones despersonalizadas, donde predomina un alto nivel de consumo masivo, donde prevalecen-presuntamente- jerarquías abiertas basadas sólo en el principio de rendimiento y donde se halla una estructura productiva altamente industrializada. El tránsito de un orden al otro es medible según criterios tales como el consumo de energía, el ingreso promedio per capita, las tasas de urbanización, alfabetismo y escolaridad y muchos otros indicadores cuantificables.
Según la teoría norteamericana de la modernización, la mayoría de los países del Tercer Mundo se hallaría-en diferentes grados y estadios- entre los polos fijados por los conceptos de tradicionalidad y modernidad. Esta última estaría encarnada en las naciones industrializadas de Europa Occidental y América del Norte; a este tipo de modernidad se le atribuyen además otras cualidades, como ser un carácter histórico paradigmático y ejemplar, la conjunción de progreso y libertad, alta capacidad de adaptación e integración y la consecución efectiva de una democracia plena. Precisamente esta combinación de cualidades positivas debe ser cuestionada por un sentido común orientado críticamente, labor que ya ha sido desempeñada por importantes corrientes de la filosofía y las ciencias sociales, como la Escuela de Frankfurt.
La teoría crítica de la modernización supone que la evolución contemporánea del Tercer Mundo puede ser interpretada como un proceso de modernización, moviéndose entre los polos de la tradicionalidad y modernidad. Pero circunscribe este modelo explicativo a la segunda mitad del siglo XX y no le otorga la característica de obligatoriedad. Acepta la determinación de tradicionalidad y modernidad como los polos aproximados de un gran desarrollo de acuerdo con los rasgos distintivos y los indicadores recién mencionados para medirlas cuantitativamente, pero rechaza enfáticamente la identificación de modernidad con democracia o, aun peor, la equiparación de modernidad con una razón substantiva de carácter mundial. El espectacular desarrollo actual del Primer Mundo no debe ser considerado como la encarnación práctica de la razón universal. Con respecto a la última meta normativa, representada por las sociedades del Norte, la teoría crítica de la modernización comparte los análisis de la Escuela de Frankfurt en torno a los fenómenos de alienación, denegando a la modernidad las bondades enteramente positivas que le atribuye la teoría convencional norteamericana. Demasiado conocidas son las patologías sociales vinculadas a la modernidad en su etapa contemporánea, sobre todo en el Tercer Mundo, para repetirlas aquí otra vez; basta recordar la desaparición de criterios morales, con amplia vigencia normativa, para hacerse una idea de la magnitud de la pérdida que experimentan muchas sociedades en transición, pérdida que se expresa, por ejemplo, en el aumento exponencial de la criminalidad y de comportamientos anómicos, que a menudo terminan en el terrorismo. Aun en el caso de que esta transición de lo tradicional a lo moderno aparezca como históricamente inevitable, no es tarea del sentido común guiado críticamente el justificar y cohonestar este decurso evolutivo como algo simultáneamente bueno y necesario.

La decisiva segunda mitad del siglo XX

El espacio temporal durante el cual tendría validez la teoría crítica de la modernización corresponde más o menos a la época posterior a la Segunda Guerra Mundial. Durante siglos o milenios han ocurrido enormes cambios en Asia, África y América Latina: desde invasiones hasta alteraciones tecnológicas, pasando por el florecimiento de notables culturas autóctonas. Pero el "desarrollo" que tiene lugar a partir aproximadamente de 1950 sobrepasa todo lo anterior de manera cuantitativa y cualitativa: en pocas décadas se produce un crecimiento demográfico absolutamente inusitado en la historia de todos aquellos pueblos; la destrucción del medio ambiente, posibilitada por la importación de modernas tecnologías, ha sido algo prácticamente desconocido, sobre todo bajo la actual forma de su ritmo vertiginoso de expansión. Los procesos de urbanización e industrialización que ocurren a partir de la Segunda Guerra Mundial transforman a las diversas sociedades del Tercer Mundo, dejando pocos resquicios totalmente libres del furor modernizante. La identidad colectiva de todas ellas se halla sumida en algún tipo de cambio acelerado o crisis. Es verdad que gran parte de este proceso acelerado de cambio atañe la esfera técnico-económica, dejando de lado el ámbito ideológico, cultural y familiar, pero, en conjunto, las modificaciones y los traumas vinculados al proceso de modernización han convertido a las sociedades del Tercer Mundo en algo substancialmente distinto de lo que existía en esos territorios hasta la primera mitad del siglo XX.
Pero paralelamente hay que cuestionar la idea central del relativismo histórico que presupone que todos los periodos de la evolución humana están igualmente cercanos (o lejanos) de Dios, como afirmó tempranamente Leopold von Ranke, es decir que no se pueden establecer jerarquías y gradaciones cualitativas entre los periodos históricos. No se puede postular leyes obligatorias del desarrollo evolutivo ni tampoco metas normativas del mismo (como las decretadas por todas las doctrinas marxistas, socialistas y afines), pero sí se puede y se debe comparar épocas y fases históricas entre sí, y establecer sus bondades y desventajas de acuerdo a criterios racionalmente establecidos. En este contexto salta a la vista que ciertos periodos históricos han tenido mayor relevancia que otros. Eric J. Hobsbawm escribió sobre la segunda mitad del siglo XX: "Desde 1950 hemos vivido quizá las mayores transformaciones sociales y culturales de todos los tiempos y pocos dudarán de que se derivan de los avances económicos y tecnocientíficos".14 Aunque esta opinión puede parecer exagerada, su validez resalta claramente si es aplicada al Tercer Mundo. En efecto: a partir de aproximadamente 1960 la mayoría de los estados de Asia, África y América Latina ha experimentado un cambio cualitativo que es único en el curso de toda su historia. Estos países conocieron una gran cantidad de acontecimientos de todo tipo, como las otras áreas geográficas, pero pocos cambios profundos de sus estructuras básicas. En el último medio siglo, empero, han pasado de ser sociedades rurales, poco diferenciadas interiormente y con valores de orientación determinados por sus propios legados culturales, a ser naciones mayoritariamente urbanas, con estructuras sociales altamente complejas, muchas de ellas industrializadas e influidas por el modelo civilizatorio occidental. En cuanto a alteraciones de su medio ambiente, su demografía y la apertura de sus territorios, los cambios acaecidos en los últimos cincuenta años significan una era totalmente nueva y distinta.
Pero estos cincuenta años de desarrollo acelerado, sin precedentes en la historia universal, conocen también sus lados francamente negativos. A comienzos del siglo XXI varios estados del Tercer Mundo (China, India, Corea del Sur, Brasil, México, etc.) se han convertido en grandes potencias industriales.15 Su producción manufacturera es notable y de la más variada índole, y sus progresos tecnológicos han resultado admirables. En estos países la movilidad social tiene un grado considerable; la esperanza de vida es mucho mayor que antes. El acceso a todos los niveles educativos se ha democratizado fuertemente. Y, sin embargo, estos países no constituyen necesariamente sociedades con una calidad de vida más elevada y más razonable que a mediados del siglo XX. La realidad cotidiana en Asia, África y América Latina se halla hoy en día signada por factores como la contaminación ambiental, la pérdida de tiempo por congestiones de tráfico, el aire irrespirable, la impresionante acumulación de basura en los mejores barrios, la destrucción de todo lo verde, la criminalidad alarmante y la pérdida de la identidad de las ciudades y hasta de los ciudadanos. Los costes de la modernización han subido tanto en estas naciones que mucha gente se pregunta si vale la pena "subirse en estos términos al carro de la modernidad. Al punto que los términos de modernización y calidad de la vida aparecen cada vez más, en las evaluaciones silenciosas que hacemos todos, como términos en conflicto".16
En el Tercer Mundo las aglomeraciones urbanas, de una fealdad proverbial, abarcan dilatadas barriadas donde imperan parcialmente el crimen y las drogas. El ciudadano común y corriente pierde una parte importante de su tiempo en problemas de transporte, en trámites burocráticos enrevesados y superfluos, y en una lucha despiadada contra el prójimo. La distancia entre los más pobres y los más ricos es mucho mayor que hace medio siglo; en lugar de las antiguas diferencias de rango y origen, hoy el dinero es el criterio que define claramente las capas sociales, y que las separa de modo brutal. Dentro de poco el bosque tropical será un mero recuerdo literario. La desertificación de una buena porción del territorio del Estado respectivo es ya un problema cotidiano. Hasta se puede aseverar que, a largo plazo, la esperanza de un mejoramiento permanente del nivel de vida se podría revelar como algo ilusorio ante la dilapidación irresponsable de los recursos naturales, pero también a causa de la acrecentada anomia socio-política.

Autonomía versus imitación

En la mayoría de los procesos de modernización se puede advertir la carencia de metas normativas genuinamente originales: lo que se pretende alcanzar es una reproducción, relativamente mediocre, de lo ya logrado en las naciones metropolitanas del Norte. Esta modernización imitativa es parcial, acrítica y de carácter instrumentalista: se copian los aspectos técnicoeconómicos y se descuidan los científico-culturales. Se da suma importancia, por ejemplo, a la industrialización y a la modernización de los transportes y las comunicaciones, pero se desatiende al mismo tiempo la problemática ecológica, la conformación de una consciencia crítica colectiva y la instauración de una cultura política democrática. Las sociedades sumidas en este tipo de modernización imitativa tienen pocas de las ventajas y casi todas las desgracias de las naciones altamente industrializadas del Norte: sus grandes ciudades poseen un tráfico más denso y caótico, una atmósfera más contaminada, unos servicios públicos más deficientes, una criminalidad más elevada, edificios más feos... y muchos menos testimonios culturales, posibilidades de recreación e institutos científicos que las aglomeraciones urbanas de magnitud comparable en Europa o Norteamérica. Por estos motivos, hay que propugnar un cierto escepticismo (que no debe ser entendido como un rechazo total) frente a los fenómenos de crecimiento y desarrollo, que ahora gozan del aura de lo mágico, pero que pueden llevar consigo los gérmenes del irracionalismo y la regresión. Esto último puede detectarse claramente en variados intentos de modernización acelerada, que bajo programas socialistas o nacionalistas, se consagraron a una industrialización forzada dirigida casi exclusivamente por el Estado, cercenando premeditadamente las libertades públicas y los derechos humanos. El argumento usual ha sido que éstos y aquéllas provienen de un origen "burgués" y europeo occidental (por lo tanto: ajeno al acervo nacional respectivo) y que en la praxis sólo sirven para disgregar una comunidad e impedir la imprescindible unidad de todos los esfuerzos y las energías en pro de un experimento de rápida modernización.
Se puede aseverar, por consiguiente, que en el Tercer Mundo el socialismo ha sido sobre todo una estrategia de modernización acelerada, pero una fallida: sus mediocres resultados económicos concuerdan irónicamente con su desgastada y devaluada ideología revolucionaria. El proceso imitativo de modernización puede consolidar una cultura política pre-existente de autoritarismo: el fundamentalismo islámico se ha distinguido por una utilización virtuosa de muchas tecnologías occidentales, en los campos de la comunicación, el armamento y la manipulación de masas, y, al mismo tiempo, por la preservación de las porciones más reaccionarias del legado musulmán. Y, además, como en otras culturas, se puede advertir que algunos dogmas centrales, con gran relevancia práctico-política actual, son tradiciones inventadas para usos profanos del día.17 Algo similar puede aseverarse en torno a los regímenes populistas actuales de América Latina (Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela), sobre todo en lo concerniente al indigenismo "socialista" que desde 2006 propaga con gran éxito internacional el gobierno boliviano.18

Conclusiones provisorias

Se puede inferir, entonces, que los procesos de modernización son esencialmente ambivalentes y no siempre significan mayores libertades, un nivel de vida más alto o un futuro más seguro para los pueblos inmersos en ellos. Esto lleva a ver con otros ojos el régimen premoderno. Sólo después de haber experimentado las calamidades inherentes a la modernidad se puede apreciar las relativamente pocas ventajas del orden tradicional.19 La seguridad emocional que brinda un sistema social con valores normativos sólidos, el calor y hasta la protección económica asociadas a la familia extendida, el respeto al medio ambiente natural (así sea por falta de una tecnología apropiada para "aprovechar" a fondo los recursos), una estética pública de innegable buen gusto y un ritmo de vida apacible (debido, entre otras cosas, a una densidad demográfica razonablemente baja), constituyen ejemplos de lo positivo que encierran aun las estructuras premodernas20. No hay que olvidar, por ejemplo, la función muy razonable de la religiosidad genuina al contraponerse a la idolatría moderna (Estado, partido, consumo, deporte, etc.) y, como dijo Hans Küng, la libertad que la religión brinda al ser humano al no admitir ningún otro absoluto que no sea Dios.21 No hay que perder de vista, empero, todo lo negativo que el orden tradicional puede abarcar: la tiranía de lo provinciano y pueblerino, las barreras casi infranqueables entre los estratos sociales, los métodos odiosos para controlar a los individuos, la miseria de las masas (fenómeno de una apabullante uniformidad en todo el planeta), las más diversas formas de autoritarismo y la debilidad e ineficiencia de las estructuras estatales.22
En conclusión: lo criticable es lo siguiente. Numerosos regímenes en Asia, África y América Latina pretenden establecer modelos autónomos de desarrollo (la identidad colectiva está a menudo basada en un curioso pero vano designio de originalidad), pero después de todo se limitan a imitar los paradigmas occidentales de evolución, con especial énfasis en sus aspectos técnico-económicos. Este tipo de análisis se basa en los diversos esfuerzos teóricos ya existentes para examinar los procesos de modernización mediante las herramientas de las ciencias sociales contemporáneas, pero también en una revalorización parcial de los valores premodernos y en una visión escéptica en torno al mito del progreso perpetuo.
Según el sentido común orientado críticamente todo esto no significa conceder una preeminencia total a la diversidad, es decir: declarar la inconmensurabilidad de todos los modelos civilizatorios entre sí, o negar gradaciones o jerarquías evolutivas entre ellos, o declarar que todo progreso histórico es un fenómeno totalmente aleatorio. La cultura surgida en Europa Occidental a partir del Renacimiento tiene una característica distintiva con respecto a todas las otras, lo que constituye un inmenso avance positivo: la modernidad occidental está basada en el principio de crítica y autocrítica, lo que genera un movimiento incesante que cuestiona todo dogma, opinión y resultado.23 O sea, en este caso no es razonable hablar de la igualdad liminar de todas las culturas en un mar de diversidades donde sería imposible, e injusta, una jerarquización y gradación de las mismas. Existe un interesante paralelismo en la filosofía y las ciencias sociales. Si uno se atiene únicamente a los criterios de fundamentación y validación que parecen responder a los principios de la diversidad y la contingencia, la deconstrucción, la genealogía, la narrativa en cuanto ciencia, se pone por debajo del nivel de argumentación y diferenciación que se ha alcanzado laboriosamente en el desenvolvimiento del pensamiento científico y se pierde, a la larga, como dijo Jürgen Habermas, la credibilidad que han construido la filosofía y las ciencias sociales durante siglos.24 Los efectos de utilizar sólo los criterios derivados de la diversidad e incomparabilidad de los modelos civilizatorios hacen perder de vista precisamente las diferencias entre lo razonable y lo condenable de todo régimen político y de todo fenómeno cultural. También la concepción representada por los pensadores postmodernistas,25 es decir la opuesta a la ahora llamada convencional o clásica, merece ser relativizada a su vez, pues ella induce a suponer que todas las variantes de la evolución humana son inconmensurables e incomparables entre sí: ninguna mejor o superior o más adelantada que otra. No sólo las insuficiencias manifiestas de las concepciones postmodernistas obligan a un renovado esfuerzo teórico, sino, ante todo, la evolución sociopolítica de las últimas décadas, los efectos del fundamentalismo y del nacionalismo exacerbados y el cuestionamiento de la democracia y del racionalismo occidentales.
Si se analiza la realidad política e institucional de innumerables países del Tercer Mundo en base a conocimientos empíricos asegurados, si se utilizan criterios comparativos usuales en ciencias sociales, si se deja influir por reflexiones éticas y si se aplican los criterios de un common sense guiado críticamente, se percata de la necesidad de realizar juicios de valor, calificando claramente bondades y desventajas de las distintas etapas históricas y de los diferentes modelos civilizatorios. Aunque no existe, obviamente, una respuesta definitiva a ninguna cuestión, el sentido común guiado críticamente puede brindar una imagen aproximada de los límites del fenómeno a investigar, una orientación plausible en la jungla de las interpretaciones antagónicas y un juicio valorativo aceptable en torno a los fenómenos de la evolución histórica.26 El sensus communis ha representado a menudo los prejuicios predominantes de una época y su conformidad con las estructuras vigentes del poder. Pero en Gran Bretaña se conformó desde el siglo XVII un common sense controlado por una opinión pública pluralista y más o menos bien informada, basado en conocimientos empíricos y en el arte de experimentar, que desconfiaba de los grandes sistemas y de los credos dogmáticos. La diversidad de posiciones que surgió de aquella constelación representó en sus primeros tiempos sólo un pluralismo tolerado de convicciones, que posteriormente se consolidó en una actitud probatoria, autocrítica y autorreflexiva, enriquecida por la inclusión de criterios morales. De acuerdo a Isaiah Berlin, la tolerancia se convirtió en una virtud cuando los contendientes se dieron cuenta de la imposibilidad de conciliar credos dogmáticos de igual equivalencia entre sí y, al mismo, de la improbabilidad de un triunfo completo de uno sobre el otro. Los que querían sobrevivir tuvieron que aprender a convivir con el "error" ajeno. Gradualmente descubrieron los méritos en la diversidad fáctica de opiniones, y hasta se volvieron escépticos en cuanto a soluciones definitivas en los asuntos humanos.27
Una teoría crítica de la modernización tiene necesariamente que consagrar esfuerzos analíticos a los temas que el mainstream de moda en las ciencias sociales y políticas deja de lado en el Tercer Mundo: lo negativo que está implícito en la pérdida de las creencias religiosas y en la desestructuración de la familia tradicional, los aspectos problemáticos de toda modernidad, las amenazas ecológicas y demográficas vinculadas al progreso, el sinsentido de la vida consagrada al consumo.28 Un desarrollo económicamente exitoso no conlleva de manera automática una expansión (ni menos la consolidación) de prácticas democráticas; los ingresos acrecentados provenientes de ciertos recursos naturales pueden, por ejemplo, reforzar antiguas pautas de comportamiento como el rentismo, el clientelismo y el autoritarismo que vienen de muy atrás, y darles así un atractivo barniz de modernidad.29 Como dijo Manfred Mols, a la mayoría de los estudios sobre los países del Tercer Mundo les faltan profundidad histórico-cultural, sensibilidad contextual y criterios adecuados de valorización.30 Estos son ejemplos de lo que hay que estudiar de acuerdo a un sentido común guiado críticamente.
Finalmente, hay que exponerse al riesgo del error si se quiere expresar algo que sea relevante; la insistencia en afirmar la corrección de lo irrelevante, dijo Theodor W. Adorno, es uno de los síntomas de una consciencia regresiva.31

Notas

1 Jorge Graciarena, "Desarrollo y política", en América Latina: ensayos de interpretación sociológicopolítica, Fernando Henrique Cardoso y Francisco Weffort (comps.), 298-300 (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1970).         [ Links ] Este libro no ha perdido nada de su originalidad y pertinencia.

2 Cf. el texto que tematiza estos anhelos desde la óptica del régimen populista ecuatoriano actual: René Ramírez Gallegos, "Izquierda y 'buen capitalismo'. Un aporte crítico desde América Latina", Nueva Sociedad, nº 237 (enero-febrero, 2012): 32-48.         [ Links ]

3 Torcuato S. Di Tella, "Populism and Reform in Latin America", en Obstacles to Change in Latin America, Claudio Véliz (comp.) (Londres: Oxford University Press, 1965), 48.         [ Links ]

4 Raúl Prebisch, El desarrollo económico de América Latina y algunos de sus principales problemas (México: FCE, 1950), 19-23.         [ Links ]

5 Cf. el interesante ensayo que no ha perdido vigencia de Uwe Simson, "Typische ideologische Reaktionen arabischer Intellektueller auf das Entwicklungsgefälle", Aspekte der Entwicklungssoziologie, número especial monográfico 13 (1969): 145-147.         [ Links ] Es una investigación basada en una amplia encuesta de opinión pública.

6 Cf. Darcy Ribeiro, Der zivilisatorische Prozess (Frankfurt: Suhrkamp, 1971), 168.         [ Links ]

7 Sobre esta temática cf. Jung Chang y Jon Halliday, Mao. Das Leben eines Mannes, das Schicksal eines Volkes (Munich: Blessing, 2005);         [ Links ] Wolfgang Kubin, "Land ohne Gedächtnis", Die Polistische Meinung 52, nº 446 (enero 2007): 10-12.         [ Links ]

8 Falk Harting, "Die Kommunistische Partei Chinas: Volkspartei für Wachstum und Harmonie?", Internationale Politik und Gesellschaft, nº 2 (2008): 70-71.         [ Links ]

9 Cf. por ejemplo el brillante estudio de Peter Waldmann, Argentinien. Schwellenland auf Dauer (Hamburgo: Murmann, 2010).         [ Links ]

10 Las obras de las corrientes postmodernistas, relativistas y deconstruccionistas que se refieren al Tercer Mundo son innumerables. Cf. por ejemplo: Edward W. Said, Cultura e imperialismo (Barcelona: Anagrama, 1996);         [ Links ] Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco (México: Era, 1998);         [ Links ] Catherine Walsh (comp.), Pensamiento crítico y matriz (de)colonial. Reflexiones latinoamericanas (Quito: UASB/Abya Yala, 2005);         [ Links ] Raúl Fornet-Betancourt (comp.), Culturas y poder. Interacción y asimetría entre las culturas en el contexto de la globalización (Bilbao: Desclée de Brouwer, 2003);         [ Links ] Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel (comps.), El giro decolonial: reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global (Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2007);         [ Links ] Javier Sanjinés C., Rescoldos del pasado. Conflictos culturales en sociedades postcoloniales (La Paz: PIEB/Plural, 2009).         [ Links ]

11 En este sentido algunos escritores han realizado una labor pionera: aquellos que persiguen simultáneamente varios fines, a menudo no relacionados entre sí o hasta contradictorios. Decía Isaiah Berlin que los escritores pueden clasificarse en zorros y erizos: "El zorro sabe muchas cosa, pero el erizo sabe una gran cosa" (Isaiah Berlin, Pensadores rusos [México: FCE, 1980], 69-70, 92-93).         [ Links ] Actualmente son los zorros los que cuentan con las simpatías generales.

12 Dennis L. Meadows et al., The Limits to Growth (New York: Universe Books, 1972).         [ Links ]

13 La teoría crítica de la modernización propugna una visión ético-social como la desarrollada por Hans Jonas, Das Prinzip Verantwortung. Versuch einer Ethik für die technologische Zivilisation (Frankfurt: Suhrkamp, 1984),         [ Links ] passim.

14 Eric J. Hobsbawm, Sobre la historia (Barcelona: Crítica, 2002), 81, 256.         [ Links ] Sobre el "gran salto adelante, extraordinario, inaudito y sin parangón", que significó el tercer cuarto del siglo XX (ibíd., 237).

15 Cf. Manfred Mols, "Ostasiens Grenzen in der Globalisierung", Kas-Auslandsinformationen 20, nº 3 (2004): 4-25;         [ Links ] Manfred Mols, "Probleme und neue Herausforderungen in Ost- und Südostasien", Kas-Auslandsinformationen 22, nº 5 (2006): 21-46.         [ Links ]

16 Martin Hopenhayn, "Respirar Santiago", Nueva Sociedad, nº 136 (marzo/abril de 1995): 51.         [ Links ]

17 Hans Küng, Der Islam. Geschichte, Gegenwart, Zukunft (Munich: Piper, 2006), 334.         [ Links ]

18 Cf. los textos apologéticos con referencia al populismo contemporáneo de Leo Gabriel y Herbert Berger (comps.), Lateinamerikas Demokratien im Umbruch (Viena: Mandelbaum, 2010);         [ Links ] Adrian J. Pearce (comp.), Evo Morales and the Movimiento al Socialismo in Bolivia: the First Term in Context 2006-2010 (Londres: University of London/Institute for the Study of the Americas, 2011).         [ Links ]

19 Para una distinción entre diferentes formas de tradición y autoridad (y prejuicios), cf. Mariflor Aguilar Rivero, Confrontación, crítica y hermenéutica. Gadamer, Ricoeur, Habermas (México: UNAM/Fontamara,1998), 136-138.         [ Links ]

20 El más brillante desarrollo se manifiesta a veces como un regreso a niveles de vida que habían existido antes de los grandes procesos de urbanización e industrialización, como puede comprobarse en muchos países latinoamericanos y sobre todo africanos comparando el nivel de ingresos, la seguridad ciudadana y la situación ecológica de 1950 y los datos de fenómenos comparables a comienzos del siglo XXI. Algunas ideas sugerentes en: Tielman Schiel, "La idea de la modernidad y la invención de la tradición: cómo la universalidad produce la particularidad y viceversa", en Modernidad y universalismo, Edgardo Lander (comp.), 64-70 (Caracas: Nueva Sociedad/UNESCO, 1991).         [ Links ]

21 Küng, Der Islam, 707, nota 17. Sobre el comportamiento más solidario de los creyentes con relación a los no creyentes, cf. Andreas Püttmann, "Die neue Relevanz des Glaubens", Die Politische Meinun 51, nº 444 (noviembre 2006): 57-62.         [ Links ] Sobre la significación de los credos religiosos para la fundamentación de la moral cf. Jürgen Habermas, Die Einbeziehung des Anderen. Studien zur politischen Theorie (Frankfurt: Suhrkam, 1999), 50-51.         [ Links ]

22 Cf. Patricia Crone, Pre-Industrial Societies (Oxford: Blackwell, 1989), capítulo 3.         [ Links ]

23 Dieter Senghaas, Zivilisierung wider Willen. Der Konflikt der Kulturen mit sich selbst (Civilización en contra de la propia voluntad. El conflicto de las culturas con ellas mismas), Frankfurt: Suhrkamp 1998, p. 217.         [ Links ]

24 Jürgen Habermas, "Metaphysik nach Kant", en Nachmetaphysisches Denken. Philosophische Aufsätze (Frankfurt: Suhrkamp, 1992), 25.         [ Links ]

25 Inspirada por Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche, desarrollada por Michel Foucault y perfeccionada por los estudios culturales, postcoloniales y subalternos.

26 Sobre el sentido común en la filosofía de Antonio Gramsci cf. Nazareno Bravo, "Del sentido común a la filosofía de la praxis. Gramsci y la cultura popular", Revista de Filosofía, nº 53 (mayo-agosto 2006): 59-75.         [ Links ]

27 Isaiah Berlin, "The Originality of Machiavelli", en Against the Current. Essays in the History of Ideas, 25-79 (Londres: Hogarth, 1980), 78.         [ Links ]

28 Temas abordados con deplorable tibieza por Anthony Giddens, Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas (Buenos Aires: Taurus/Alfaguara, 2000), passim.         [ Links ]

29 Oliver Schlumberger, "Rents, Reform, and Authoritarianism in the Middle East", Internationale Politik und Gesellschaft, nº 2 (2006): 43-57.         [ Links ]

30 Manfred Mols, "Der Staat in der 'Dritten Welt'", Kas-Auslandsinformationn 27, nº 11 (2011): 125.         [ Links ]

31 Theodor W. Adorno, Negative Dialektik (Frankfurt: Suhrkamp, 966), 170.         [ Links ]

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