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Revista argentina de sociología

versión On-line ISSN 1669-3248

Rev. argent. sociol. v.4 n.6 Buenos Aires ene./jun. 2006

 

Crisis y recomposición de la respuesta estatal a la acción colectiva desafiante en la Argentina 1989-2004

Marcelo Gómez

Centro de Estudios e Investigaciones Universidad Nacional de Quilmes

mgomez@unq.edu.ar
Licenciado en Sociología de la UBA (1985) y Máster en Ciencias Sociales de la FLACSO (1991), profesor titular del área de Sociología y Política en la Universidad de Quilmes y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Ha realizado numerosas investigaciones y publicaciones nacionales e internacionales en temas de educación y trabajo, y de sociología de la acción colectiva y los movimientos sociales en argentina y América Latina.

Abstract

La interacción entre los procesos de movilización contestataria y las respuestas estatales a sus desafíos constituye un factor fundamental del cambio social. La respuesta estatal a la organización y la acción colectiva disruptiva puede ser estudiada en dos dimensiones analíticas inseparables: las formas de reconocimiento o rechazo a los movimientos y sus acciones, y las formas de concesión o negación a sus demandas e intereses.
En la Argentina, el ciclo ascendente de acción colectiva de protesta protagonizada por diversos actores sociales ("piqueteros", asambleas barriales, ahorristas estafados, empresas recuperadas por sus empleados, etc.) se asociaba a una crisis profunda de las capacidades estatales y de la autoridad política institucional. Las características de las distintas políticas económicas, los programas sociales, las medidas de seguridad ante las protestas públicas, los discursos oficiales y las estrategias frente a los sectores descontentos muestran patrones de reconocimiento y concesiones (diferentes tipos de integración/exclusión institucional, represión, persecución, compensaciones y paliativos, concesiones selectivas, cambios de orientación y reformas más amplias) que van cambiando con los distintos gobiernos, coyunturas económicas y formatos asumidos por la conflictividad social.
En este artículo se analizan las formas de respuesta estatal a la acción colectiva en la Argentina, desde la implementación, consolidación y crisis de las reformas neoliberales de los '90, hasta los diversos intentos de recomposición de los últimos años, en donde se observa una relegitimación de la autoridad política institucional y cambios en las orientaciones de las políticas estatales de concesiones y reconocimientos frente a los sectores movilizados.

Palabras clave: Estado; Políticas públicas; Acción colectiva; Conflicto social; Argentina.

The interaction between processes of contentious mobilization and the state's responses to its challenges constitutes a key factor of social change. State response to disruptive collective organizing and action can be studied in two inseparable analytic dimensions: the ways in which the state have acknowledged or rejected these movements and their actions, and the ways in which it has granted or denied their demands and interests.
In Argentina, the rising cycle of demonstrations and collective action carried out by diverse social actors ("picketers", neighborhood assemblies, groups of swindled savers, companies reclaimed by their employees, etc.) was associated to a deep crisis of state rule and institutional political authority. Throughout the different administrations, economic junctures, and formats of social conflict, the government's economic policies, social programs, security policies vis-à-vis public protest, official discourses and political strategies to deal with social discontent, have shown changing patterns of acknowledgment and concessions (different types of institutional inclusion/exclusion, repression, persecution, compensations and palliative measures, selective concessions, orientation changes, and large reforms).
This paper analyzes the varied forms of state response to collective action in Argentina. From the implementation, consolidation and crisis of the 1990s Neo-liberal reforms, to these last years attempts at state recovery, there is a process of re-legitimation of institutional political authority and changes in the directions of concession and compensation policies vis-à-vis mobilized sectors.

Key words: State; Public Policies; Collective Action; Social Conflict; Argentina.

1. Introducción y algunas premisas teóricas

Las teorías de la acción colectiva han replanteado en los últimos años la relación entre Estado y conflicto social. Mientras los enfoques "clásicos"1 se centraban en la problemática de la contención del conflicto, la neutralización de las clases "peligrosas" y la compatibilización de las demandas sociales con el régimen de acumulación (relación Trabajo/Capital) y con el régimen político (relación Estado/Masas), ahora las teorías de la acción colectiva enfocan el revés de la trama: cómo la estructura institucional, el régimen político y las políticas públicas brindan oportunidades para la organización y la acción colectiva contestataria (Tarrow, 1997; Kriesi, 1999; Rucht, 1999). Según estos enfoques podría pensarse tanto una instrumentación/desviación/neutralización de la acción colectiva por el Estado, como lo contrario: aprovechamiento de las decisiones estatales, los recursos existentes o las contradicciones en las "élites" gobernantes, por parte de los grupos descontentos.
Tarrow (1999: 76), siguiendo a Tilly, plantea audazmente que "el Estado se hace y rehace permanentemente a través del conflicto", y propone un enfoque dinámico de la estructuración política de los movimientos sociales. Los procesos de confrontación contribuyen a formar al Estado y lo remodelan continuamente, de la misma forma que sus políticas y acciones constituyen un factor fundamental de los procesos de movilización social.
Toda forma de conflicto no convencionalizado que implique alguna clase de ruptura del orden público plantea al Estado un desafío y una incertidumbre respecto de su capacidad de garantizar el orden y de mantener su pretensión de monopolio de la autoridad y la fuerza legítima. Las respuestas a la acción colectiva disruptiva por parte del Estado no pocas veces implican mutaciones importantes en sus diversas dimensiones constitutivas (elencos, organización interna, políticas, definición de aliados y adversarios, etc.), conformando una de las claves fundamentales de todo proceso de cambio social y político.
Profundizando en el análisis de esta dialéctica que une al Estado con la acción colectiva contestataria, Kriesi (1999: 232 y ss.) plantea cómo los contextos políticos y la acción estatal influyen sobre la estructura organizacional de los movimientos sociales, y que el Estado, visto desde ellos, aparece en dos dimensiones: fuerte/débil, en tanto su capacidad de imponer decisiones, y excluyente/ incluyente, en tanto contempla o niega reconocimiento y/o concesiones. Offe (1996) ya había resaltado la cuestión de la variedad de las respuestas estatales a los nuevos movimientos sociales, pudiendo señalar dos planos: a) el del "reconocimiento", según el cual los detentadores del poder estatal aceptan o rechazan a las organizaciones, los representantes y/o los líderes de los movilizados, es decir, en qué medida el Estado los toma en consideración, de qué modo los interpela o cómo los trata, y b) el de las "concesiones", es decir, en qué medida las políticas y decisiones de los detentadores del poder estatal contemplan o toman en consideración positiva o negativamente las demandas o reclamos, es decir, de qué modo aceptan o rechazan las reivindicaciones o intereses de los grupos movilizados.
A su vez, la respuesta estatal puede ser caracterizada según el grado de fortaleza o debilidad: aquellas respuestas que muestren capacidad de imposición, de condicionamiento o de iniciativa sobre los movimientos y las acciones desafiantes pueden ser llamadas "activas"; en cambio, podemos llamar "pasivas" a aquellas respuestas en donde el Estado se limita a intentar no dejarse condicionar por los movimientos y sus acciones, cediéndoles la iniciativa.
Los siguientes Cuadros A y B ofrecen una clasificación elemental de la variedad de respuestas estatales en ambos planos. En general, la literatura tiende a mostrar una cierta correspondencia "natural" entre ellos: la no concesión a las demandas se asocia a las políticas de exclusión y no reconocimiento de los movilizados, en tanto las políticas reformistas concesivas pueden asociarse con diversos niveles de integración e institucionalización.

CUADRO A: Tipología de respuesta estatal de reconocimiento a los movimientos

CUADRO B: Tipología de respuesta estatal de concesiones a las demandas de los movilizados.

Sin embargo, como veremos en el caso de la Argentina a través de distintos períodos, el Estado puede también llevar adelante una estrategia oblicua o sinuosa con formas de inclusión/exclusión selectivas que apuntan a fragmentar los movimientos, y también puede combinar concesiones unilaterales a las demandas manteniendo estrategias de no reconocimiento (persecución o represión) o, al revés, rechazar los reclamos sin realizar concesiones, pero ofreciendo una inclusión formal y un fuerte reconocimiento simbólico.
En los últimos años, en América latina, la movilización generalizada contra gobiernos y políticas económicas ha tenido por protagonistas principales a actores sociales con repertorios de acción y organización colectiva novedosos que han tenido impactos significativos sobre las orientaciones de las respuestas estatales (Gómez, 2003).
Uno de los casos m ás interesantes en este punto es el de la Argentina, en donde la espiral ascendente de acción colectiva de protesta protagonizada por piqueteros, asambleas barriales, ahorristas estafados, empresas recuperadas por sus empleados, etc.; total o parcialmente ajenos a los sistemas institucionalizados de intermediación de intereses, se asocia a una crisis profunda de las capacidades estatales y de la autoridad política (Sidicaro, 2002). El carácter destituyente de la acción colectiva generalizada, que se extiende desde 2001 hasta mediados de 2002, fue seguido de un período de fortalecimiento del sistema político institucional de la mano de cambios en los liderazgos políticos, en los contenidos de las políticas estatales y en las estrategias frente a los sectores movilizados. En este trabajo vamos a ensayar un análisis de los dos planos de la respuesta estatal frente a las acciones colectivas desafiantes en la Argentina del período 1989-2004, utilizando datos cualitativos y estadísticas de conflictos sociales e información pública oficial sobre las distintas políticas gubernamentales2.

2. Reforma estructural y respuesta estatal a los desafíos de la acción colectiva en los ´90

Podrían diferenciarse tres grandes etapas o momentos de la reforma del capitalismo argentino y sus aparatos del Estado bajo las políticas neoliberales: la implementación, la consolidación y la crisis. Como veremos, cada una de estas etapas tuvo diferentes problemáticas desde el punto de vista de la intervención estatal y el conflicto social.

2.1 La neutralización de las resistencias a la implementación de las reformas

La estrategia general de avanzar con la reforma "sin concesiones" hacia los afectados fue elocuentemente graficada por la retórica insistente del presidente Carlos Menem: "Cirugía mayor sin anestesia", "vuelo sin paracaídas", "el único camino en el mundo", etc. Al comienzo de su gestión (años '89 y '90), los costos en términos de recesión y empobrecimiento fueron imputados a la crisis del modelo "estatista-inflacionario" anterior, reforzando el consenso sobre la urgencia, necesidad y profundidad de las reformas. La mística reformista y la estrategia activa de no ceder a las demandas de los perdedores movilizados asumieron formas de extrema dureza, recurriendo a una sucesión de gestos políticos irritativos, incluso para los propios aliados3. Para tener una idea del alcance "disciplinador" de la política de no concesiones basta retener el dato de que el 60% de los decretos de necesidad y urgencia sancionados por el Poder Ejecutivo en 1989 fueron de control salarial y de limitación en la aplicación de los Convenios Colectivos de Trabajo, como forma de combate contra la inflación (Palermo y Novaro, 1996: 263).
Aunque esta intransigencia en el plano de las concesiones generó fuertes descontentos y reacciones de protesta y de conflicto, éstos no alcanzaron a traducirse en problemas políticos importantes para el gobierno peronista, que había logrado edificar una heterogénea "coalición reformista" sustentada en el uso intensivo de estrategias de reconocimiento de sectores importantes entre los mismos afectados -presentes y futuros- por las reformas. Muestra de ello es la cesión de la cartera de Trabajo, de la Administración de la Seguridad Social y del Servicio de Salud para los Jubilados y Pensionados -cajas presupuestarias muy importantes del Estado nacional- a sectores importantes de la dirigencia sindical (el "grupo de los 15" y el barrionuevismo).
Con otros sectores gremiales críticos de las políticas neoliberales, pero renuentes a desafiar al gobierno (el sindicalismo histórico tradicional del peronismo, conducido por Lorenzo Miguel), las respuestas estatales adquirieron formas intermitentes de reconocimiento pasivo: infatigables cruces de declaraciones, posteriores "reconciliaciones", mesas de negociación y algunas concesiones secundarias (especialmente en materia de ayuda para las obras sociales sindicales), con el evidente propósito de provocar un desgaste, sin asumir costos de enfrentamiento. Con aquellos sectores que resistían las reformas o se posicionaron en contra del "modelo" (los restos del "ubaldinismo" que había jaqueado al gobierno anterior de Alfonsín, principalmente los docentes, los transportistas, parte de los estatales y los sindicatos de las primeras empresas estatales a privatizar), se practicó un nítido no reconocimiento activo, evitando caer en formas represivas o persecutorias manifiestas: la ya mencionada regulación del derecho de huega, la ilegalización de algunas huelgas, las sanciones o bloqueo de fondos a las obras sociales de algunos gremios díscolos y la demonización ideológica de aquellos que se enfrentaban a las políticas en ciernes, invocando incansablemente "la caída del muro de Berlín" y "el indetenible proceso de globalización". Las acciones colectivas más disruptivas que caracterizaron las primeras privatizaciones de empresas públicas (tomas de edificios públicos, bloqueos de aeropuertos, huelgas ferroviarias prolongadas) no fueron respondidas con represión, pero tampoco con concesiones ni apertura de instancias de negociación significativas ("Mil marchas no me detendrán", exclamaba Menem sin perder la calma). La estrategia de desgaste ante la opinión pública y los medios de comunicación pareció ser el recurso principal que sirvió para aislar y finalmente doblegar las resistencias.
Con el Plan de Convertibilidad de abril de 1991, el ingreso de capitales, la conquista de la estabilidad monetaria y una fuerte reactivación económica, la respuesta estatal fue mutando de manera significativa, y el último tramo de la implementación de las reformas se realizó en un contexto diferente.
Con un visible apoyo electoral y consenso en la opinión pública, la política de no concesiones activa fue atenuándose mediante una estrategia de compensaciones para los afectados por las reformas y de políticas sociales más activas para paliar las consecuencias iniciales de su implementación: un seguro de desempleo (Ley Nacional de Empleo 23013/91) con una cobertura limitada, pues excluía a los desempleados provenientes del sector informal, y algunas otras políticas pasivas de empleo, con bajas de costos laborales y cargas sociales para los empleadores privados (Programa de Empleo Privado), o subsidios a la capacitación (Proyecto Joven) para incrementar la "empleabilidad". Las políticas activas de empleo con componentes más asistenciales, como los Programas Intensivos de Trabajo (PIT), eran reducidas y, en cierta medida, satanizadas, como una concesión al gasto público improductivo y "político".
La fuerte reducción del empleo público merced a las privatizaciones y la racionalización de la Administración Pública Nacional (Orlansky, 1994) fueron acompañadas por el señuelo de Programas de Participación Accionaria para los trabajadores que quedaban en las empresas. Los grandes operadores privados multinacionales a cargo de las flamantes empresas privatizadas reforzaban esta política de compensaciones: achicaban la planta no mediante despidos unilaterales sino ofertando montos indemnizatorios superiores a los fijados legalmente, con tentadoras ofertas de "retiro voluntario" o "jubilaciones anticipadas". En otros casos se promocionaba la incorporación del personal desvinculado a microempresas proveedoras de las privatizadas, a las que les ofrecían jugosos contratos de tercerización de obras y servicios por un par de años.
Por otra parte, mediante una astuta estratagema, se pagan deudas previsionales con bonos de las empresas privatizadas, de forma tal de realizar simultáneamente una concesión activa a un sector fuertemente movilizado como el de los jubilados y reforzar el apoyo -o al menos la no oposición- a las privatizaciones.
La política social estatal promovía estrategias individuales de reinserción laboral en el corto plazo y se dirigía a anticipar posibles resistencias a la implementación de las reformas mediante la oferta de compensaciones que desincentivaran el descontento con las privatizaciones y el desempleo.
Sin embargo, la persistencia de la conflictividad laboral de los bancarios, los jubilados, los docentes y los transportistas (Gómez, 1997) durante la fase expansiva del Plan de Convertibilidad, muestra una respuesta estatal diferente a la cerrada inexpugnabilidad de los primeros tiempos : aumentos salariales en algunos sectores como la banca pública y el transporte, mejoras en las condiciones de trabajo de los choferes, una Ley Federal de Educación que fija pisos de aumento al presupuesto educativo y, sobre todo, la renuncia del Ministro de Educación (un adalid de la privatización) ante la avalancha de conflictos docentes, con un formato de protesta de alto impacto mediático: "La marcha blanca", con la convergencia de columnas de docentes, padres y alumnos de todo el país hacia la Plaza de Mayo. Los incidentes desencadenados por misteriosos desconocidos encapuchados y la posterior represión policial indiscriminada generaron reacciones generalizadas contrarias al gobierno, mostrando una vez más la inconveniencia de adoptar respuestas de este tipo frente a la protesta.
Algo similar ocurría con los jubilados que luchaban no solamente por una recomposición de haberes, sino por deudas previsionales y por mejoras en la atención de su obra social (PAMI), utilizando medidas que incluían elementos dramáticos como "huelgas de hambre" de los ancianos, además de llegar a roces y altercados con la policía o, incluso, con algunos legisladores, lo que les daba una gran visibilidad mediática y obligaba al gobierno a realizar gestos de reconocimiento pasivo.
El éxito del Plan Cavallo no tardó en traducirse en un visible cambio en las políticas de reconocimiento: el sector "aliado" del sindicalismo no sólo es desplazado de los lugares de decisión que detentaba a manos de cuadros políticos y técnicos vinculados al ese entonces "Súper Ministro" de Economía, sino que debe afrontar cambios adversos en las agendas gubernamentales por la inclusión de la reforma de la legislación laboral (la llamada "flexibilización") en ellas. De un reconocimiento activo, con plena integración formal y poder de decisión, se pasa a un reconocimiento pasivo y a una negociación no exenta de tironeos: la central obrera (CGT) realiza el primer paro nacional contra el gobierno en noviembre de 1992. El alejamiento de los sindicalistas del poder político es compensado abriendo negocios para las organizaciones sindicales en diversas privatizaciones, como las de salud y jubilación privadas4.
La acción colectiva sindical aún continuaba siendo la instancia fundamental de canalización de demandas, pero se mostraba sensible a la estrategia estatal de concesiones pasivas y compensaciones a cambio de apoyo o "tranquilidad" para lograr las reformas: los conflictos ante la privatización de la acería estatal SOMISA y, luego, de la petrolera YPF fueron encarados por los sindicatos de manera muy diferente a la que había dominado en las primeras privatizaciones. Las protestas, que en algunos casos incluyeron tomas de plantas, grandes movilizaciones e incidentes con la policía, terminaron en negociaciones pivotando sobre aumentos en el monto de las indemnizaciones o sobre los contratos para microempresas de ex empleados, sin amenazar el proceso privatizador.
Sin embargo, no toda la acción colectiva era encarada exitosamente por la estrategia oficial: tempranamente, conflictos como el del cierre de la mina de HIPASAM en Río Negro (1992), convertido en una suerte de pueblada pacífica, la violenta rebelión popular encabezada por empleados públicos en Santiago del Estero y, sobre todo, el conflicto metalúrgico en Tierra del Fuego (1994), que se extendió por varias semanas y rápidamente adoptó formas muy organizadas de lucha, preanunciaban cambios en el escenario de la conflictividad (Gómez, 1997 y 2005b; Villanueva y Gómez, 2001).
La respuesta represiva gubernamental ante estas conmociones del orden público asumía un carácter reactivo, disuasivo y blando (en general, limitándose a tácticas antidisturbios). Sólo se hace presente de manera cruenta, punitiva y con intención "ejemplarizadora" con el asesinato de un obrero de la construcción que participaba de las movilizaciones en la capital fueguina (CELS, 2003), aunque el grave conflicto recién logró encauzarse por nuevas concesiones del gobierno y las empresas a los obreros metalúrgicos.

2.2 La consolidación del "modelo" y sus costos estructurales: la respuesta estatal concesiva ante el desarrollo de nuevas formas de protesta

El éxito en la implementación de la reforma para superar los escollos y la resistencia de los perdedores se extingue en gran medida con su consolidación, en medio de la crisis recesiva que sobreviene con el "efecto Tequila", entre 1995 y 1996. Los conflictos comienzan a adquirir significados y características nuevas. Ya no son resistencias a la implementación de las reformas, sino las reacciones a las consecuencias estructurales de su consolidación: reconversión con achicamiento industrial, crisis económicas regionales (fiscales y productivas) y desempleo endémico. Empieza a generalizarse la percepción de que el "modelo" dejaba un tendal de víctimas, ya no coyunturales por los costos transitorios de implementación de las reformas ("Estamos mal pero vamos bien", decía Menem), sino "estructurales" y permanentes por la configuración cristalizada de ganadores y perdedores que comenzaba a hacerse visible5.
Estallan graves conflictos con los trabajadores del sector público en Córdoba, Río Negro y Tucumán, que se sumaban a la tumultuosa Jujuy y a los cierres de fábricas y despidos en los grandes distritos industriales. Comienza a implementarse la ayuda social directa a los desocupados, aumentando drásticamente la cantidad mensual promedio de prestaciones para desempleados (Gráfico 1).

GRÁFICO 1: Conflictos de Movimientos de Desocupados y Planes de Empleo. Promedios mensuales -1993-2001.

Se produce un cambio significativo en las características de la conflictividad: es regional pero masiva, multisectorial, fuertemente disruptiva sobre todo en materia de ocupación y violencia contra edificios públicos, desafía o resiste la represión antimotines y sus dirigentes locales intentan nuclearse en instancias regionales e intersindicales novedosas, que no responden mecánicamente a las cúpulas sindicales tradicionales.
El gobierno nacional "provincializa" las crisis, dejando a los estados provinciales (gobernados en estos casos por fuerzas no peronistas) con toda la responsabilidad y sin auxilio financiero, condenándolos a agravar el conflicto al no poder ofrecer respuestas concesivas ni represivas ante la movilización. Así, mientras los gobernadores de Córdoba y Río Negro debían renunciar, al carecer de soluciones para no irritar aún más a los vastos sectores movilizados, el Estado nacional preparaba una respuesta de concesiones pasivas: un plan de empleo de nuevas características y mucho mayor alcance y presupuesto (Plan Trabajar).
Así, los planes de empleo manejados desde el Ministerio de Trabajo de la Nación y el Banco Mundial, que proporcionaba su financiamiento, se fueron constituyendo rápidamente en la respuesta estatal más significativa para enfrentar el conflicto social en el interior del país.

2.3 La crisis del "modelo": el colapso progresivo de la respuesta estatal a la generalización de la acción colectiva

A partir de 1996, las crónicas periodísticas muestran las primeras participaciones en protestas públicas de grupos de desocupados y despedidos al lado de empleados provinciales en Tucumán y Jujuy, de maestros en Neuquén, de productores rurales en Córdoba y hasta de trabajadores industriales en Tierra del Fuego y San Lorenzo (Santa Fe), incorporando a las agendas de reclamos la necesidad de respuestas para atender la emergencia social.
Bajo este nuevo escenario de proliferación de la acción colectiva disruptiva en el interior del país, el Plan Trabajar (en adelante PT) y la política de multiplicación de planes de empleo, que alcanza su pico en 1997, no pueden interpretarse al margen de dos fenómenos: a) los grandes conflictos en Neuquén, Salta y Jujuy, donde los cortes de ruta se convierten en puebladas6 multisectoriales que duran varios días e incluyen episodios de violencia y represión, y en los cuales los desocupados asumen un protagonismo central ("fogoneros", "piqueteros"), impactando vivamente en la opinión pública, y b) la multiplicación de organizaciones de desocupados y cortes de ruta en ciudades importantes como Mar del Plata, La Plata y algunos distritos del GBA. El Gráfico 2 muestra cómo la distribución de planes respondía al patrón geográfico de activismo reivindicativo de los nacientes movimientos de desocupados.

GRÁFICO 2: Evolución de la participación % de Beneficiarios de Planes de Empleo en Distritos con Alta o Baja Conflictividad de Desocupados 1994-2004.

Sin embargo, pronto se vería que lejos de neutralizar el potencial desafiante de los desocupados, la distribución del PT impulsó aún más la organización a nivel territorial por medio de la autogestión de la llamada "contraprestación" obligatoria para los beneficiarios, capitalizando los planes en términos de organización colectiva y presencia en los barrios, sustrayéndose progresivamente a la influencia de las redes clientelares del peronismo y los políticos locales (Delamata, 2004; Mazzeo, 2004). Los PT abrían también una suerte de ventana de reconocimiento para las organizaciones sociales por parte de las burocracias estatales mediante la aprobación de los proyectos comunitarios presentados por las organizaciones.
La generalizaci ón de la distribución de planes y su inclusión en todas las mesas de negociación modifican el perfil de los conflictos, que habían comenzado siendo multisectoriales y centrados en los gravísimos problemas de las economías regionales y en las demandas de empleo genuino, inversión en obra pública, estímulos fiscales para la radicación de nuevas empresas o incorporación de personal a las grandes empresas petroleras instaladas en los pueblos movilizados. Los planes de empleo como respuesta a las "puebladas" procuran desagregar intereses mediante una respuesta paliativa diferenciada para el sector que había demostrado mayores capacidades de acción colectiva disruptiva: los desocupados.
La estrategia de la pol ítica estatal de contención del conflicto social mediante los PT constituye un tipo de concesión pasiva, que intenta desviar las demandas y los reclamos originales de empleo genuino. La entrega de PT como moneda de cambio frente a los desocupados movilizados contribuyó a estructurar un nuevo tipo de conflicto más "regulable", con menor nivel de incertidumbre7, más aislable y menos masificable. Adicionalmente, esta estrategia de concesión hace variar la estrategia de reconocimiento con una suerte de tácita y vergonzante aceptación estatal -y también de la opinión pública- a formas inéditas de organización, de acción y hasta de identidades colectivas y símbolos políticos de las clases populares.
La estandarizaci ón de los PT como respuesta estatal ante los movimientos de desocupados contribuye a dar forma a un actor social diferenciado por su imagen social (piquetero), por sus reivindicaciones (planes y ayuda social) y por el tipo de acción colectiva (cortes de ruta). Los conflictos bajo el formato de "puebladas", con sus asambleas masivas, sus coordinaciones multisectoriales y sus pliegos infinitos de reivindicaciones, irán dejando paso a las nuevas organizaciones "piqueteras".
Las crisis provinciales y la irrupci ón de los cortes de ruta tienen costos políticos altos: fuerte emblocamiento de la dirigencia sindical, que entre 1994 y 1997 convoca a ocho paros generales, algunos con cortes de ruta y disturbios, y pérdida de apoyo electoral del justicialismo gobernante, como muestran las elecciones legislativas de octubre de 1997.
A partir de 1998, temiendo caer en una situaci ón de aislamiento, el gobierno intenta recomponer lazos con el sindicalismo removiendo de la cartera laboral a un cavallista y dejando de lado la agenda reformista anterior, impulsa un proyecto de ley que elimina varias figuras de la flexibilización laboral, congela el programa de desregulación de obras sociales y coquetea con un reconocimiento formal a la central sindical opositora (la CTA).
La respuesta estatal tendr á sus frutos pero serán amargos: por un lado, los años '98 y '99 muestran una merma en la conflictividad de los desocupados y menores niveles de confrontación con la dirigencia sindical pero, por otro, surgen innovaciones inquietantes en los repertorios de protestas: aparecen los "pedidos" de los desocupados que se movilizan a las puertas de grandes supermercados a pedir alimentos, agitando el fantasma de los "saqueos" y generando gran repercusión mediática. Los PT estaban fracasando en desactivar o moderar el conflicto social haciéndolo más previsible, estructurándolo sobre la base de una demanda cuantificable negociable (cupos de cantidades de planes) pero al costo de brindar un incipiente reconocimiento institucional y recursos a estas organizaciones que hacían gala de una notable autonomía política y un enorme potencial disruptivo.
Al novedoso accionar de los desocupados se a ñade una incipiente predisposición a la acción colectiva de los sectores medios urbanos (la mayoría de los cuales había apoyado las políticas de reforma neoliberal en el pasado), descontentos con los aumentos de tarifas y peajes, los precios de los combustibles, las deficiencias y los abusos en los servicios prestados por las empresas privatizadas, y también con el alza del desempleo que comenzaba a afectarlos. Aparecen, así, protestas como "descuelgues telefónicos", "boicots a petroleras", "apagones" y finalmente, en febrero de 1999, una gigantesca reacción de vecinos de Buenos Aires contra la suspensión por más de dos semanas del servicio eléctrico en una gran cantidad de barrios de la ciudad, incluyendo cortes de calles y avenidas con fogatas en las esquinas que generaron un verdadero caos y una ola de indignación, verdadero antecedente de lo que ocurriría a fines de 2001. Nuevamente, se observaba también la absoluta imposibilidad de reprimir y el gobierno estuvo casi obligado por la opinión pública a aplicar sanciones contra la empresa responsable.
La crisis de la respuesta estatal de concesiones pasivas mostraba la imposibilidad de "contener" el conflicto disruptivo, sin lograr evitar el desarrollo de mayores capacidades de organización y acción colectivas de los desocupados a quienes comenzaban a sumarse ahora otros sectores descontentos, en una suerte de sinergia que llegará a su paroxismo durante el gobierno de la alianza antimenemista triunfante en las elecciones.
A fines de 1999, el nuevo gobierno encabezado por Fernando De la R úa se encontraría con un sindicalismo mayoritariamente reagrupado en la oposición y con un movimiento de desocupados fragmentario y lleno de contrastes pero extenso geográficamente, con suficiente conocimiento de los accesos institucionales a los recursos de los planes sociales y con una envidiable capacidad de movilización y organización.
A pesar de estas acechanzas, el gobierno modificar á la respuesta estatal a la movilización de los descontentos: la crisis fiscal, financiera y de vulnerabilidad externa de la economía es encarada con un regreso inesperado a las políticas menemistas iniciales de "no concesión activa", con la confianza de que la elevada legitimidad electoral alcanzada en los comicios daba sustento suficiente para contener o enfrentar la protesta social y los reclamos gremiales.
La recalcitrante cerraz ón ante las demandas eran consistentes con los drásticos planes de ajuste: frente al sindicalismo se retoma la agenda reformista de los ´90, impulsando nuevamente un proyecto flexibilizador y rebajando los sueldos de una parte de los empleados públicos, y frente a las luchas de los movimientos de desocupados se reducen los presupuestos para planes sociales, disminuyendo la cantidad de beneficiarios (Gráfico 1) y el monto de los beneficios. De esta forma, el flamante gobierno descargaba, sin piedad, costos adicionales sobre los sectores que habían demostrado mayor capacidad de movilización y de acción colectiva disruptiva en el pasado: los empleados públicos y los desocupados.
Los registros de cortes de ruta muestran claramente que las reducciones de planes son enfrentadas casi inmediatamente con fuertes acciones colectivas en los distritos de Jujuy, Neuqu én y Salta, poniendo de manifiesto una gran capacidad de resistencia a la represión. Además, la sustitución de los PT por los Programas de Emergencia Laboral (PEL) dotaba de mayor autonomía a las organizaciones sociales, tanto para la presentación de proyectos como para el manejo de las contraprestaciones de los beneficiarios, por lo cual en muchos barrios los movimientos de desocupados comenzaron a crecer exponencialmente. Por si fuera poco, las designaciones en la cartera laboral significaban una voluntad de confrontar con la dirigencia sindical tradicional, restringiendo completamente los espacios de interlocución y negociación, es decir, impulsando una estrategia de no reconocimiento activa que forzó al sindicalismo a pasar en bloque a una oposición encarnizada (diez paros generales convocados en dos años).
La respuesta estatal hacia la proliferaci ón de cortes de ruta y puebladas aparecía como motivo de división dentro del elenco gobernante. Mientras algunos se oponían tajantemente a las soluciones de fuerza e impulsaban negociaciones sobre la base de reconocimientos y concesiones, otros integrantes del gabinete parecían inclinados hacia soluciones represivas contra los cortes de ruta, de persecución judicial contra los líderes o de quite de beneficios a las organizaciones. Además, el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en manos de Carlos Ruckauf (posible candidato presidencial justicialista), y los intendentes de varios distritos del conurbano no temían presionar al gobierno nacional fomentando el desarrollo de las protestas, lo que generaba una muy amplia "ventana" de oportunidad política para desarrollar acciones colectivas de gran repercusión.
Los esc ándalos de corrupción política por los sobornos para lograr la sanción de una ley de reforma laboral, que derivaron en la renuncia del vicepresidente Carlos "Chacho" Álvarez, y la permanencia de los jueces de la Corte Suprema de Justicia heredados del período menemista, agregaban a la masividad de los reclamos de base reivindicativa una fuerte dosis de demandas cívicas y de recambio político.
En octubre de 2000, cerca de 5000 personas cortan una ruta nacional en el distrito de La Matanza a pocos kil ómetros de la Casa de Gobierno, precipitando un efecto cascada durante 2001, con nuevos grandes cortes de ruta y hechos violentos en diversas provincias. El gobierno no podrá sostener sus posturas de no concesión y no reconocimiento a ultranza y se verá obligado a ampliar el número de planes para intentar contener la avalancha incontrolada de protestas, utilizando un criterio de distribución exclusivamente destinado a intentar calmar a los movimientos.
El aumento de la presión impositiva y la confiscación de los depósitos bancarios volcaron de manera contundente a las clases medias urbanas a la protesta, mediante un recurso convertido en el icono del momento: "el cacerolazo". La combinación con la ola de saqueos a comercios de mediados de diciembre de 2001 precipitó la escalada de acción colectiva generalizada (que ahora sumaba a comerciantes, profesionales, cámaras empresarias, vecinos, etc.), culminando con los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001, la caída del gobierno y la instalación en amplios sectores de la opinión pública de la consigna "que se vayan todos"8.
La respuesta estatal de aquellos días es completamente confusa: el intento de reflotar la Mesa de Diálogo Argentino auspiciada por la Iglesia Católica y las Naciones Unidas, la represión de algunos intentos de saqueo a las grandes cadenas de supermercados y la declaración del estado de sitio, para culminar con una respuesta represiva tardía, sangrienta y absurda que terminó con un saldo final de treinta muertos en todo el país.
Las élites políticas y las clases dominantes parecían haberse quedado sin respuestas, vacilando ante dos cuestiones: cómo parar la movilización de "la gente en la calle" y su poder destituyente (represión o "restablecer la confianza en las instituciones") y cómo salir del régimen de convertibilidad (dolarización o devaluación).
El regreso del peronismo al gobierno mostrará cómo trabajosamente se intentará rearticular una respuesta político-estatal eficaz frente a la generalización de la movilización no institucionalizada.

3. Los fracasos iniciales de las primeras formas de recomposición de la respuesta estatal a la movilización colectiva

El período que va desde el brevísimo interinato de Adolfo Rodríguez Saá hasta la masacre del Puente Pueyrredón en junio de 2002 se caracteriza por tres rasgos: la continuidad y aún la radicalización de la acción colectiva generalizada, la incertidumbre institucional y el agravamiento intolerable de la situación social de pobreza y desempleo derivados de la devaluación del peso.

3.1 Rodríguez Saá: concesiones y reconocimientos selectivos a los movimientos

El Presidente interino arrancó dando un mensaje contundente de reposicionamiento parcial del poder político frente a las demandas sociales y la protesta generalizada. Por un lado, los anuncios grandilocuentes del default de la deuda externa, de la creación de un millón de puestos de trabajo y de la masificación de la ayuda social alimentaron las expectativas de las organizaciones de desocupados y del movimiento obrero, cuyos principales dirigentes fueron recibidos casi inmediatamente por el Presidente junto con los organismos de DD.HH., inaugurando un audaz intento de abrir el reconocimiento institucional a una parte de los actores movilizados. La derogación del estado de sitio y un nuevo discurso oficial de tolerancia a la protesta social y de investigación de la represión cruenta del 20 de diciembre, daban una inequívoca señal de cambio que permitía descartar un proceso de represión/radicalización de la acción colectiva.
Pero, por otro lado, se evidenciaba una ausencia de respuestas a los ahorristas confiscados y la falta de recepción a las demandas de amplios sectores medios movilizados contra la corrupción de "la clase política"9.
Así, el intento de sustentar el poder político con el apoyo sindical y de las clases populares movilizadas, prescindiendo del consenso de la dirigencia política tradicional y de las clases medias urbanas, que comenzaban a organizarse en las llamadas "asambleas barriales", fracasó a los pocos días, sumergido por la radicalización de la movilización y los cacerolazos de estas últimas.

3.2 Duhalde: realineamiento de las élites, exclusión de los movimientos y concesiones restringidas

El advenimiento de la máxima figura política de la dirigencia tradicional, Eduardo Duhalde, generaba una expectativa de cambios de estrategia en materia económica (devaluación), social (generalización de planes sociales), de actitud política frente a las organizaciones sindicales tradicionales (cooptación), y frente a los movimientos sociales y al conflicto social (control estricto, judicialización y, eventualmente, represión). La idea parecía ser recomponer la autoridad política estatal, lejos de coqueteos con los movimientos sociales, recostándose exclusivamente en las dirigencias tradicionales, incluyendo a parte del sindicalismo, a la Iglesia Católica, y a un sector importante del empresariado, beneficiado por la devaluación y la licuación de deudas dolarizadas. La recomposición del poder estatal (que no excluía la represión del desorden público, ni tampoco el aumento de la recaudación fiscal, con retenciones masivas a los exportadores) y la estabilización de la economía permitirían satisfacer las demandas de los desocupados por medio de la asistencia masiva a la emergencia social, deslegitimando las protestas públicas y debilitando el poder de convocatoria de sus organizaciones.
La conformación del gabinete con la designación de menemistas en la cartera política y en la SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado) mostraban a las claras las respuestas en las que estaba pensando el gobierno frente a la alteración del orden público por la protesta generalizada.
Durante los primeros cuatro meses, las consecuencias del shock devaluatorio sobre el costo de vida, junto con la crisis fiscal heredada -que obligó, incluso, al gobierno nacional a pagar salarios con bonos-, hicieron retrotraer el escenario hacia el peor momento del gobierno delarruista: no había respuestas para casi ninguna demanda de los sectores movilizados.
Esperando los recursos fiscales para el financiamiento suficiente de la universalización de los planes, el gobierno no tuvo más remedio que reducir su ejecución, lo cual generó una reacción inmediata de la mayoría de los movimientos, en esos meses (Gráfico 3). En la primera mitad del año, el crecimiento de los cortes de ruta es exponencial y la actividad reivindicativa de los movimientos de desocupados tocaba su techo histórico, superando los niveles previos de 2001.

GRÁFICO 3: Cortes de ruta y Planes de Empleo. Evolución mensual 2002-2004.

Aparece una sucesión de ocupaciones de empresas en quiebra por parte de los trabajadores -cobrando fuerza el llamado movimiento de "fábricas recuperadas"- considerada como única forma de mantener sus fuentes de trabajo, pero afectando de manera evidente los derechos de propiedad y de los acreedores de las empresas, etc. El nuevo gobierno tampoco tenía respuestas satisfactorias para el reclamo de los ahorristas, ya que con la llamada pesificación asimétrica de deudas abandonó rápidamente la promesa inicial de devolución de los depósitos bancarios en dólares, y vacilaba para incluir en su agenda de prioridades la depuración de la Corte Suprema de Justicia y la reforma política. Solamente los anuncios de restitución del régimen de asignaciones familiares (recortadas por Menem y De la Rúa) y la continuidad de restricciones a los despidos intentaban satisfacer los reclamos de la dirigencia sindical.
Hasta mediados de 2002, el gobierno debi ó afrontar una colosal movilización de las capas medias y de los desocupados, frente a los que no tenía ni respuestas favorables ni actitud "negociadora". Además de los cortes de ruta, se realizaron "cacerolazos" nacionales, y todos los jueves las asambleas barriales se concentraban con varios miles de vecinos frente al Palacio de Tribunales para pedir la renuncia de la Corte Suprema. Proliferaban movilizaciones de boicot contra las remarcaciones de precios en supermercados y combustibles, y protestas callejeras de deudores hipotecarios, de comerciantes, de empresarios inmobiliarios y de las asambleas barriales que, además, ocupaban edificios de bancos quebrados o predios vacíos. Las protestas apelaban de forma creciente a repertorios cada vez más agitativos, especialmente de parte de los ahorristas que, en varios casos, atacaban las vidrieras de los bancos, y de las asambleas barriales que "escrachaban" los domicilios e intimidaban a políticos, sindicalistas, ex funcionarios, etc. Estas formas de acción no estuvieron desprovistas de incidentes con la policía, destrozos en bancos, golpizas a algún personaje de la dictadura militar o el menemismo e intimidación a jueces de la Corte Suprema.
Solamente el apoyo del conjunto del sistema pol ítico y la dirigencia tradicional, incluidas la Iglesia y las Fuerzas Armadas, hacía que el gobierno pudiera sostenerse en un clima de desorden público cotidiano que podría caracterizarse como de acción colectiva generalizada (Goldstone, 1997). Las respuestas represivas que venían recibiendo muchos conflictos no hacían más que potenciarlos e incrementar la incertidumbre institucional. Era evidente que la estrategia mantenida por el conjunto de los grupos de interés y factores de poder tradicionales alineados detrás de los beneficios de la devaluación no podía desarticular la capacidad de "veto" que emanaba de la movilización callejera. Sin reconocimiento y sin concesiones significativas, no podían garantizarse las condiciones de gobernabilidad y de orden público.

4. La rehabilitación de la autoridad institucional: la acción colectiva entre la integración política y el conflicto social

Si bien es cierto que los cambios favorables en el contexto económico, con los aumentos en los precios internacionales de las materias primas exportables, acertadamente aprovechados por el nuevo Ministro de Economía, Roberto Lavagna, junto con el lanzamiento de planes de asistencia de carácter universal, constituirán un punto de inflexión del proceso de deterioro de la respuesta estatal, no menos cierto es que el giro definitivo a los desafíos de la acción colectiva es detonado por ella misma: las consecuencias no previstas ante la opinión pública de la masacre del Puente Pueyrredón. La gigantesca movilización de repudio a la represión aceleró cambios en el discurso ante la protesta social, apuró la implementación de planes sociales, precipitó los anuncios del cronograma electoral y provocó cambios ministeriales.

4.1 El giro hacia una política activa de concesiones y reconocimiento institucional atenuado: el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados

Como era previsible en el discurso oficial, la política social pasaba a ser el eje fundamental impulsando un plan de asistencia universal a desocupados, financiado con las retenciones a las exportaciones petroleras y agropecuarias. El hecho de que esta importante iniciativa se haya canalizado por medio de la Mesa de Diálogo Argentino tenía el doble efecto de intentar rehabilitar a los grupos de interés tradicionales como interlocutores ante la crisis y quitarle protagonismo a los grupos movilizados, no reconociéndolos como interlocutores necesarios ni como representantes de los futuros beneficiarios. Se legitimaban las demandas pero acompañadas con un intento apenas disimulado de desarticular a los movimientos que las impulsaban, para evitar que aparecieran como una concesión.
La implementación del Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados (en adelante PJJHD), a partir de mayo de 2002, incrementará exponencialmente la cantidad de beneficiarios (Gráfico 3), modificando todos los elementos que habían propiciado o facilitado la acción y la organización colectivas. La magnitud de la cobertura, la lógica universal de la distribución y el carácter exclusivamente individual del beneficio reducen drásticamente los incentivos a la acción colectiva que habían impulsado el dinamismo de los movimientos hasta entonces.
Los impactos del PJJHD sobre las acciones colectivas no se hicieron esperar: no solamente se reduce la cantidad de conflictos desde mediados de 2002, sino que también cambian sus características: comienzan a disminuir la cantidad y la proporción de conflictos por otorgamiento, por pérdida de planes o por atrasos en los pagos, mientras empieza a instalarse el tema de la insuficiencia de los montos. La acción colectiva de los desocupados, lejos de desaparecer, se desplazó hacia cuestionamientos a las políticas y las orientaciones gubernamentales, no sólo en materia de políticas sociales: los criterios de distribución de los planes (contra el clientelismo político, discriminación en contra de los movimientos para la realización de contraprestaciones, etc.), pero también en solidaridad con otros grupos en conflicto, contra la criminalización y la persecución, las negociaciones con el FMI, la política económica, las empresas privatizadas y hasta contra la guerra en Irak, etc., manteniendo un protagonismo político envidiable.
Lavagna adoptó posiciones más duras frente a los acreedores y los organismos internacionales y tomó medidas que oxigenaron las expectativas: un significativo aumento salarial por decreto y la devolución del 13% descontado a los agentes estatales por el gobierno de De la Rúa, mostrando un regreso a la estrategia de concesiones.
Además, la incorporación de representantes de los movimientos de desocupados a los Consejos de administración de los planes sociales (Roca, 2003; Cortés, 2003) comenzaron a modificar las expectativas de reconocimiento estatal de los sectores movilizados, modificando la actitud de reticencia inicial. Desde los Consejos, los movimientos lograron un grado no desdeñable de capacidad institucionalizada de veto y de decisión sobre la ejecución del Plan, a nivel local y municipal. La implementación del PJJHD otorgó a los movimientos nuevas oportunidades de protagonismo en los barrios: sus organizaciones eran una usina de proyectos de contraprestación para los beneficiarios y una plataforma para ejecutarlos, con evidente superioridad de capacidad de gestión por sobre las vaciadas estructuras políticas punteriles y los desmanejos administrativos de muchas intendencias.
El Estado nacional delegó en instancias locales las respuestas a varias de las demandas de los movilizados, dejando de reconocer su carácter político prioritario y tratando de reducir su grado de exposición en los conflictos. Si bien el PJJHD no afecta o amenaza de manera significativa a las organizaciones que habían llegado a consolidarse en la fase de movilización ascendente anterior, sí en cambio parecen obturar de forma categórica las posibilidades de multiplicarse geográficamente en barrios o pueblos en los cuales no habían alcanzado a tener presencia: allí es donde por medio del Plan las estructuras estatales y las políticas tradicionales vuelven a marcar presencia y se recuperan, como punto de referencia del acceso a los recursos y la ayuda para las poblaciones pobres.
El escenario electoral también lleva a modificar el repertorio de acciones colectivas (Cuadro 1): menos medidas agitativas, se reducen drásticamente los cortes de ruta y los bloqueos a la ciudad, aumentan la proporción de movilizaciones a sedes del poder político y las marchas pacíficas en lugares públicos, buscando repercusión mediática y protagonismo, evitando irritar a la opinión pública.

CUADRO 1: Evolución de los promedios mensuales de conflictos de trabajadores ocupados y desocupados según periodo y características principales.

A partir de febrero de 2003, comienza también a marcarse un nuevo elemento: aparecen claros indicios de que la aceptación social de los cortes de ruta se reduce, al tiempo que las divisiones y los enfrentamientos entre grupos se hacen notorios.
Aunque los grupos de ahorristas siguen movilizándose a Tribunales, al Congreso y a las sedes de algunos grandes bancos privados en varias ciudades, las asambleas vecinales comienzan a languidecer, concentrándose en iniciativas barriales, algunas de las cuales vienen acompañadas de ocupaciones a edificios de bancos abandonados y lugares públicos como plazas, y al apoyo a las experiencias de ocupación de empresas y a la asistencia solidaria a desocupados y cartoneros, que proliferan en varias ciudades.
La campaña electoral había mostrado a Néstor Kirchner como una opción de continuidad del gobierno de Duhalde y una garantía de "desmenemización" política, en un marco de moderación y estabilidad.
Sin embargo, tras su asunción se verá que sus posicionamientos en diversas políticas y, sobre todo, en materia de respuestas estatales a la acción colectiva de protesta ofrecerán cambios importantes. Las elecciones no habían logrado resolver el problema de la reconstitución de la legitimidad de la autoridad política: Kirchner había perdido las elecciones de primera vuelta con Menem mostrando un magro apoyo electoral (25% de los votos), pero lograba acceder a la presidencia de manera precaria por la no presentación de Menem a la segunda vuelta, temeroso de una segura derrota catastrófica.

4.2 Kirchner: ampliación de concesiones y reconocimientos e integración política selectiva

Los sorpresivos primeros gestos de autoridad del Presidente frente a las FF.AA., incluyendo cambios drásticos en sus cúpulas, el decidido impulso a iniciativas de los organismos de DD.HH., la rehabilitación simbólica de la generación militante de los ´70 y la apertura de canales de diálogo muy amplios con gran parte del abanico de movimientos de desocupados y del sindicalismo combativo, mostraban una política novedosa de receptividad10 y respuesta que la gestión de Duhalde no había tenido, temerosa de los desbordes o de perder apoyo en factores de poder tradicionales.
Kirchner no vacila en realizar gestos políticos "irritativos" para las élites tradicionales y manifiesta una clara predilección por las organizaciones sociales, al punto que no hay entrevistas con la CGT oficial, y se demoran contactos con la dirigencia empresarial, además de entrar en rápida colisión con los ruralistas y con sectores eclesiásticos y militares.
El abandono de las políticas de judicialización o represión selectiva de la protesta, la instalación del problema del combate a la corrupción en la Policía, junto con el cambio en la composición de la Corte Suprema y las designaciones en el área de Justicia y Seguridad equivalían a tratar de evitar todo escenario de confrontación con el conjunto de los movimientos, bloqueando completamente la posibilidad amenazante de que se abra un ciclo de represión/radicalización que había condicionado al gobierno de Duhalde como una espada de Damocles. Las designaciones en la cartera de Trabajo y en Educación de prestigiosos académicos de perfil progresista, pero vinculados al sindicalismo, también contribuyeron para generar nuevas expectativas.
Por si fuera poco, la respuesta social del gobierno, con una proliferación de planes sociales y el activismo de la Ministra del área (Alicia Kirchner, hermana del Presidente), contribuyó también a un cambio de expectativas en una parte importante de los movimientos de desocupados, sobre todo en aquellos con estructuras organizativas más desarrolladas y experiencia en el uso de los canales institucionales estatales, que sintonizaron inmediatamente con las nuevas orientaciones políticas. Indudablemente, para estos sectores que habían sido históricamente excluidos de las agendas gubernamentales se les abría una notable ventana de oportunidades políticas (Gamson y Meyer, 1999: 404), tanto en el acceso a la gestión y los recursos estatales como de influencia en el proceso político, por medio de un Presidente casi sin estructura política propia, quien necesitaba equilibrar su dependencia de la dirigencia partidaria tradicional del Justicialismo, recostándose en estas organizaciones sociales y en la conquista del apoyo de la opinión pública.
Una política activa en materia de salarios, que incluyó incrementos en el sueldo mínimo, en las jubilaciones, hasta aumentos por decreto de sumas fijas para el sector privado y otros gestos como la rápida reacción frente a un par de conflictos docentes provinciales, poniendo fondos para pagar inmediatamente las deudas salariales reclamadas, mostraba también señales auspiciosas para los asalariados.
Asimismo, el gobierno no tarda en iniciar la embestida por la depuración de la Corte Suprema de Justicia nombrada por Menem y contra uno de los focos más visibles de corrupción en el Estado, interviniendo la Obra Social de los Jubilados, mostrando también concesiones para los reclamos de depuración y ética públicas efectuados por muchos movimientos.
Los ahorristas recibieron propuestas de devolución de los depósitos que mejoraban un poco las presentadas anteriormente, pero sus organizaciones y líderes seguían sin recibir reconocimiento de ningún tipo, negándose a recibirlos y forzándolos a una suerte de movilización permanente pero cada vez más minoritaria. Las asambleas barriales languidecientes no fueron hostigadas, pero su supervivencia comenzó a descansar en la voluntad militante de minoría activas y eventualmente en su interlocución con las burocracias de las administraciones a nivel local.
De esta forma, el perfil inicial que asumía el gobierno de manera resuelta daba amplias respuestas concesivas a la mayoría de las reivindicaciones de los movimientos, desde una imagen o estilo presidencial audazmente "distanciado" del Justicialismo y de las dirigencias política y sindical tradicionales.
El cambio de estrategia gubernamental generó inmediatas consecuencias, agudizando los antagonismos entre los movimientos de desocupados, amigos del gobierno y opositores. La "integración" política adquiría la forma de participación activa en una profusa oferta de diversos planes y programas, con las consiguientes transferencias de recursos e incluso, y con la designación de dirigentes piqueteros como funcionarios en áreas de Desarrollo Social. Además impulsaban la conformación de una estructura política de apoyo al Presidente llamada Frente Transversal y Popular, presente en todos los actos oficiales, donde los líderes "piqueteros" ocupaban lugares destacados dentro del protocolo, haciendo las delicias de algunos medios de comunicación y causando estupor en las "élites" tradicionales. La expansión de la oferta oficial de recursos mediante múltiples programas incentivaba la búsqueda de vinculación con las nuevas autoridades, no sobre la base de la protesta y la negociación sino sobre entendimientos políticos y lealtades que, sin duda, contribuyeron a reducir el caudal disruptivo del accionar de estas organizaciones y su autonomía política, pero que aumentaron de manera muy importante sus recursos organizativos, su capacidad de reclutamiento y su tamaño. No escapa al análisis que los movimientos con mayores estructuras y capacidades demostradas de gestión de proyectos sociales (FTV, CCC, Barrios de Pie) son los más interesados en apoyar/aprovechar inicialmente estas políticas del gobierno, en tanto aquellos movimientos con demostradas capacidades de movilización y protesta pero con menores estructuras y experiencia organizativa en la gestión de proyectos y administración de recursos son los que permanecen en la oposición11.
Pero la política de concesiones generaba también oportunidades para posicionamientos opositores: un sector significativo del movimiento de desocupados asumió la nueva coyuntura para sostener un protagonismo político de mayor nivel, explotando su capacidad de movilización que seguía suscitando atención en los medios de comunicación y aprovechando la notable "ausencia" y el desdibujamiento de la oposición del resto de la dirigencia sindical y político-partidaria. Tanto el sector que responde al liderazgo de Raúl Castells como una parte importante de los vinculados a los partidos de izquierda, que habían sufrido un verdadero desastre electoral en las elecciones presidenciales, apostaron a ganar posiciones, quedando de hecho como la única expresión opositora nítida en el escenario político nacional. Esta tesitura acarrea un cambio importante en las características de la conflictividad de las organizaciones sociales contestatarias y principalmente implica un proceso de politización acelerado: los cuestionamientos al gobierno y sus políticas y decisiones tienden a convertirse en ejes centrales que se yuxtaponen a la acción económico-reivindicativa (ver Gráfico 3).
Además de reducirse los cortes de ruta, aparecen nuevos repertorios de medidas de lucha: los "escraches" o bloqueos a empresas de servicios públicos, petroleras, subterráneos, boleterías del FF.CC., estaciones de peaje de autopistas o, directamente, de ministerios u organismos públicos, intentando contrarrestar el rechazo de automovilistas y transeúntes, que se multiplica en los medios de comunicación. Asimismo, surgen intentos de articular acciones de trabajadores de esas empresas o empleados públicos en conflicto. En muchos casos los desocupados reclamaban la creación de puestos de trabajo genuinos en dichas empresas, lo cual implicaba una reformulación importante de sus demandas.
Al mismo tiempo, las vertientes piqueteras "oficialistas" redireccionaron los oponentes de la acción colectiva: protagonizaron en varias oportunidades bloqueos a refinerías y sedes de las empresas petroleras y de servicios públicos privatizados, "acompañando" la política de "disciplinamiento" y dureza ensayada por el gobierno frente a las privatizadas en el tema tarifario. La presión de la acción colectiva se convierte en recurso político "oficial". Inclusive, en algunos casos, las declaraciones del Presidente han sido interpretadas como propiciatorias de estas formas de protesta, por lo que tendríamos un caso inusual en el cual la acción colectiva disruptiva parece ser "integrada" como un recurso político "paraestatal".

4.3 La relegitimación del control sobre la protesta: represión incruenta y política social de concesiones preferenciales

A partir de 2004, con un gobierno afianzado que goza de un notable éxito en materia de recuperación económica y una no menos notable aceptación en la opinión pública, la estrategia inicial frente a los movimientos sociales y la acción colectiva sufre un cambio importante. Por un lado, la movilización de las capas medias presenta una alteración notable: se instala el reclamo de la seguridad contra los secuestros extorsivos que generaron una serie de resultados trágicos por el asesinato de los rehenes. El gobierno no dudó en utilizar una táctica de concesiones y reconocimientos, evitando todo tipo de conflicto con los grupos movilizados: apoyó las modificaciones al Código Penal, obtenidas en tiempo récord, y estableció niveles amplios de interlocución con el líder del movimiento.
Por otro lado, desde fines de 2003 comienza una sucesión de hechos de violencia que reabren, sorpresivamente, la posibilidad de un escenario de radicalización/ represión: el 20 de diciembre de 2003 estalla una bomba en un acto donde movimientos opositores y partidos de izquierda conmemoraban "el argentinazo" de 2001, y en abril de 2004 se produce el asesinato de un militante perteneciente a una de las organizaciones de desocupados adeptas al gobierno y la más grande del país (la FTV), que desencadenó una reacción casi inconcebible y con pocos antecedentes: la toma de una comisaría en la propia Capital Federal, encabezada por Luis D'Elía, líder piquetero abiertamente aliado al Presidente, generando un delicado dilema político-institucional12.
Estos incidentes, hasta ahora no esclarecidos, vuelven a demostrar la inconsistencia estatal en la respuesta a la acción colectiva disruptiva y los intentos de sabotear, desde dentro del Estado, la estrategia oficial: la represión ilegal encubierta con la intención de provocar reacciones y la actitud policial oscilante entre una total pasividad y la represión desmedida parecen mostrar este patrón.
Ante esta nueva situación, el gobierno abandonó la estrategia inicial de tolerancia irrestricta a la protesta. Béliz debió renunciar y los temas de Seguridad pasaron a la órbita del Ministerio del Interior y a manos de dirigentes políticos tradicionales del Justicialismo provenientes del duhaldismo (algunos partidarios de una represión selectiva y otros adeptos a una permisividad restringida o judicialización de la protesta). El discurso público de los funcionarios y del Presidente, que incluye la novedosa amenaza de una "represión sin armas de fuego" (es decir, represión sin sangre), significa una dura advertencia a los grupos movilizados, ya que una represión de este tipo podría tener el apoyo de la opinión pública y de los comunicadores sociales más importantes.
El gobierno pasa de la permisividad a la prevención/represión, en un marco de deslegitimación de la protesta, intentando disminuir su exposición al poder de "veto" residual que significa la capacidad de alteración del orden público por parte de grupos de desocupados opositores. Además, con una parte importante de las organizaciones de desocupados como aliadas integradas a su frente político, el retorno del gobierno a una estrategia de control de la protesta y de no reconocimiento activo de los movimientos opositores significa, también, la negativa a convalidar el lugar de oposición a los movimientos sociales y que algunos líderes piqueteros adquieran un rango de figuras políticas.
Mientras tanto, se refuerza la política social hiperactiva del gobierno, mostrando su adaptación a las necesidades de armado político, de cara a la crucial "interna" de poder dentro del Justicialismo con el sector tradicional liderado por el ex presidente Duhalde.
Las modificaciones en las políticas sociales vuelven a alterar la estructura de incentivos a la organización, la acción colectiva y, sobre todo, la direccionalidad política: se reduce la cantidad de beneficiarios del PJJHD pero se reintroducen cuantiosos planes y programas, bajo criterios de elegibilidad y autoadministración, destinados no a individuos sino a organizaciones (los PEC, Manos a la Obra, Plan Federal de Emergencia Habitacional) que reinstalan una preferencialidad, ya sea técnica o política, sobre la distribución de los recursos, relegando la importancia del PJJHD y concitando la atención de las organizaciones más grandes y con mayor capacidad de gestión. Solamente aquellos movimientos con acceso a estos recursos diferenciales pueden pensar en un crecimiento geográfico y organizativo.
Esta situación tiene efectos contradictorios sobre la organización y la acción colectivas: la accesibilidad por vía política y técnica a los recursos deriva en una mayor centralización del manejo y la gestión de las organizaciones. Los grupos en los barrios consiguen los recursos no mediante la acción colectiva sino por sus gestiones con los decisores internos del movimiento, lo cual amenaza diluir el carácter fuertemente horizontalista que los había caracterizado. Asimismo, la obtención de concesiones centralizadas por medio de compromisos políticos con el gobierno, comienza a involucrarlos en las disputas y negociaciones por espacios de poder, ampliando sus objetivos y politizando su accionar, haciendo innecesaria la movilización desafiante para conseguir recursos.
Los ejes reivindicativos de la obtención de planes pierden valor relativo como motivación para la acción y, consecuentemente, continúan deslizándose hacia el "trabajo genuino", la oposición a la política económica o el aumento de los montos de los planes. El gobierno convalida directamente este último reclamo al conceder el "aguinaldo piquetero" de $50. -a fines de 2003 y de $75.- en 2004, para los beneficiarios del PJJHD.
La progresiva integración a la política institucionalizada de una parte significativa de las organizaciones de desocupados alcanza su tope con el proceso electoral de 2005 que desata la pugna con la dirigencia tradicional del peronismo por la integración de dirigentes piqueteros como candidatos en las listas del Frente para la Victoria, expresión política del oficialismo que confronta electoralmente con el Partido Justicialista (en manos del duhaldismo) en el distrito político más importante: la provincia de Buenos Aires. La amplísima victoria del oficialismo en octubre de 2005 significó que treinta dirigentes de organizaciones de desocupados obtuvieran cargos electivos en la Legislatura provincial y en los Concejos Deliberantes municipales del conurbano (Fraga, 2005: 49), contrastando estos resultados con la muy mala elección de los partidos de izquierda vinculados con movimientos sociales opositores y las pocas iniciativas de participación electoral directa de los movimientos, como fue el caso de Raúl Castells y de un grupo de asambleas barriales en Capital Federal, que casi no obtuvieron votos.
A pesar del crecimiento económico y los éxitos que las concesiones salariales tuvieron al comienzo de su gestión, a partir de mediados de 2004 la situación se modifica significativamente, planteando nuevos desafíos al gobierno: surgen conflictos en todos aquellos sectores no directamente beneficiados por la política económica y la devaluación del peso. Telefónicos, trabajadores de la salud pública, de los subterráneos, docentes universitarios, bancarios y maestros bonaerenses protagonizan conflictos de alto voltaje. Los repertorios utilizados fueron altamente disruptivos, como la toma de edificios estratégicos de la empresa durante once días por parte de los telefónicos, o con altos impactos sociales y sobre la opinión pública como en el caso de paros sorpresivos de subtes, de recolectores de residuos, trenes o movilizaciones a las casas matrices de algunos grandes bancos privados.
Algunos de estos conflictos, como el de subtes y el de telefónicos, fueron impulsados por sectores alejados de la dirigencia sindical tradicional, pero otros, como los conflictos de camioneros, colectiveros, ferroviarios, bancarios y judiciales, se encuadraron nítidamente en el sindicalismo tradicional.
El gobierno se manejó en dos frentes ante esta nueva situación. En el sector privado, por un lado, descartando soluciones represivas o ilegalizando conflictos y propiciando instancias de negociación que, de hecho, culminaban con la concesión de aumentos por parte de las empresas privadas. Por otro lado, el Ministro de Economía y otros funcionarios políticos advertían sobre los peligros de las expectativas inflacionarias y la necesidad de mantener la evolución salarial bajo control, además de la preocupación por los "abusos" de los trabajadores en sus formas de protesta.
En el sector público, con el Estado como empleador, las respuestas fueron bastante distintas: los conflictos con los trabajadores del Hospital de Pediatría, con los docentes universitarios y con los maestros de la provincia de Buenos Aires fueron prolongados, trabados, con gran reticencia oficial en el plano de las concesiones y hasta con intentos fallidos de soluciones no negociadas y amagos represivos. No obstante, con el advenimiento del escenario electoral, la totalidad de los conflictos lograron ser destrabados, con concesiones para los trabajadores.

5. Conclusiones

Por medio de la comparación entre los diversos procesos analizados se podrían intentar extraer algunas constantes en el patrón de uso de las diversas formas de reconocimiento y concesiones estatales frente a la acción colectiva contenciosa. Para ello, vamos a agrupar los procesos esquemáticamente -a riesgo de simplificar obviando importantes circunstancias históricas- de acuerdo con dos parámetros elementales que definen las coyunturas políticas desde el punto de vista de la respuesta del Estado: la disponibilidad de recursos estatales para satisfacer concesiones y el nivel de apoyo o consenso del que goza el gobierno y marca sus necesidades de reconocimiento. El primero está dado por el momento ascendente o descendente del ciclo económico y las finanzas estatales, y el segundo viene definido principalmente por el apoyo electoral, de la opinión pública y de los factores de poder y grupos de interés dominantes.
En este esquema podemos comparar coyunturas completamente adversas para la respuesta estatal, donde la recesión económica se combina con una baja en la legitimidad o apoyo al gobierno (el último año y medio de Menem, el año 2001 de De la Rúa, el breve interinato de Rodríguez Saá y el primer tramo de Duhalde hasta mediados de 2002), con coyunturas completamente favorables en las que picos de legitimidad y de apoyo se combinan con fases de crecimiento y de holgura fiscal (Menem en los primeros años de la Convertibilidad, '91-'94, y Kirchner en 2004-2005). Igualmente interesantes son las coyunturas "complejas" en donde no hay recursos para concesiones pero se mantienen niveles suficientes de apoyo y legitimidad (los primeros tiempos de Menem, previos a la Convertibilidad y la crisis recesiva del "efecto Tequila" entre 1995 y 1996, y los primeros meses de De la Rúa, en los que gozaba de la legitimidad del triunfo electoral). También son coyunturas particularmente "curiosas" aquellas donde el ciclo económico es favorable a las concesiones pero se presenta un déficit de legitimidad o apoyo (Duhalde en su segundo tramo de gobierno y Kirchner luego de asumir sin haber ganado las elecciones y con escasa cantidad de votos).
Las coyunturas adversas muestran dos casos exitosos (Menem '98-'99 y Duhalde 2002) y dos casos fallidos (De la Rúa 2001 y Rodríguez Saá 2001). Los dos primeros comparten elementos comunes: la prioridad a los apoyos de los poderes y los intereses tradicionales, pero también la búsqueda de formas pasivas de concesiones a los movilizados, tratando de evitar la agudización de las impugnaciones y caer en el aislamiento. Tanto Menem como Duhalde apelarán a las políticas asistenciales (PT y PJJHD) y a buscar apoyo entre la dirigencia sindical o al menos impedir que se sume a los sectores movilizados. En este punto Menem mostró un alto grado de pragmatismo, al dar marcha atrás con la flexibilización laboral para "reconciliarse" con una parte del espectro sindical.
Aquí, ambos se diferencian de De la Rúa, quien ante la pérdida de consenso buscó resguardarse exclusivamente en el apoyo de los grupos dominantes, intentando llevar adelante una política de confrontación indiscriminada con los descontentos movilizados. El caso de De la Rúa muestra a las claras la indispensable sintonía fina del balance necesario entre respuestas de concesiones y de reconocimientos: la falta de disponibilidad de concesiones puede ser balanceada con estrategias de reconocimiento (y viceversa). La "sub-respuesta" estatal de De la Rúa contrasta con la breve intentona de Rodríguez Saá: carente de apoyo y legitimidad previos, intenta una "sobre-respuesta" estatal selectiva a las demandas de algunos de los sectores descontentos (desocupados y sindicatos), prescindiendo del apoyo del resto de las clases subordinadas, las élites tradicionales y las clases dominantes.
El intento de Rodríguez Saá de valorización de la acción colectiva como capital político será reeditado con mucho éxito por Néstor Kirchner, en una situación económica con muchas mayores disponibilidades para las concesiones. En ambos casos, se observa que la ausencia de estructuras políticas propias de envergadura y de vínculos más sólidos con las élites dominantes les dan la apariencia de "recién llegados" resistidos por el establishment, que los predispone a constituir su propio capital político aun buscando apoyo en los nuevos actores sociales "amenazantes" surgidos en la crisis. Esta estrategia obedece, sin dudas a que sin bases propias de poder firmemente arraigadas en el sistema político como las que podían ostentar Menem, Duhalde o De la Rúa, los márgenes de libertad frente a las élites dominantes se estrecharían enormemente, quedando prisioneros de ellas y cancelando la necesaria "autonomía relativa estatal", fundamento de toda forma de legitimidad duradera.
Las coyunturas "brillantes" de coincidencia de apoyo y de recursos que unen a la etapa expansiva del Plan de Convertibilidad con Menem y el espectacular crecimiento económico de un Kirchner bendecido por el electorado y la opinión pública muestran, de nuevo, la importancia fundamental del capital político previo para orientar las estrategias de concesiones y reconocimientos. Menem aprovechó la disponibilidad de recursos y el apoyo popular para profundizar las políticas de reforma estructural del capitalismo, ensayando una estrategia de concesiones "pasiva" de carácter preventivo, mediante una generosa oferta de compensaciones y estímulos, intentando evitar exceder un umbral de descontento que pusiera en peligro el consenso político y social sobre el avance de las reformas. Asimismo, aprovechó también para desprenderse de sus aliados sindicales en la gestión del Estado, es decir, una estrategia de no reconocimiento o atenuación del reconocimiento que permitía concentrar y aumentar su control del comando político, fortaleciendo su vínculo privilegiado con las clases dominantes. El comportamiento de Menem permite extraer una conclusión muy importante: la diponibilidad de concesiones y consenso aumenta el costo relativo de la ampliación del reconocimiento, dado que obliga a distribuir entre más actores los beneficios del apoyo logrado con las concesiones y también exige compartir el poder de decisión en más temas. Cuanto mayor es el capital político previo con que cuenta un gobierno, menor es el beneficio esperado de aumentar el espectro de reconocimientos.
El caso de Kirchner es el inverso: el apoyo popular y la bonanza económica intentan ser convertidos en capital político al margen de las élites tradicionales, echando mano selectivamente de estrategias activas de reconocimiento y concesiones a los actores sociales movilizados. La selectividad es un rasgo fundamental de esta estrategia: las concesiones y reconocimientos a los actores que demuestran capacidades de intervención política mediante la acción colectiva no pueden ser indiscriminados por el riesgo de diluir el control del comando político o padecer la interiorización del conflicto por demandas o intereses cruzados e incompatibles, afectando en ambos casos la necesaria "autonomía" de la autoridad estatal. A medida que el gobierno fue ganando apoyo y legitimidad, ajustó la selectividad en los reconocimientos, aunque la holgura económica le permite sostener políticas amplias de concesiones, que en las democracias electorales constituyen las fuentes más seguras de legitimidad y sustentación. Así, las fases expansivas por las que atravesaron los tres gobiernos peronistas permitieron articular respuestas concesivas distintas frente a la acción colectiva: mientras Menem las utilizó para evitar o prevenir la movilización de oposición a las reformas, Duhalde intentó detener el desarrollo amenazante de las capacidades de acción colectiva, y Kirchner intenta aprovecharlas capitalizándolas políticamente y fortaleciendo la libertad de maniobra del Estado ante las clases dominantes.
Por último, resta analizar el caso de las coyunturas "anómalas". Menem atravesó dos veces este tipo de situaciones, donde tenía fuerte legitimidad y apoyo pero graves restricciones en el campo económico. Es notable que la resolución haya sido distinta en ambas. En la primera, al comienzo de su primer mandato ensaya la implementación del programa reformista "sin concesiones" pero con una activa política de reconocimientos. En la segunda, entre 1995 y 1997, donde tuvo que lidiar con la recesión y con los costos estructurales antes ocultos de la consolidación del modelo, utiliza concesiones pasivas para frenar las "puebladas" y los nacientes movimientos de desocupados, al tiempo que afronta el peor momento de confrontación con el movimiento obrero en todas sus vertientes. Como la dinámica del conflicto caía fuera del control sindical, los costos del reconocimiento hubiesen sido seguramente mayores a sus beneficios, y lejos de permitir el "ahorro" de concesiones las hubiese acentuado. Posteriormente, al caer el apoyo al gobierno y ante el riesgo de aislamiento, Menem tuvo que retroceder y ofrecer algunas concesiones a los sindicatos y formas de reconocimiento al final de su mandato.
Una coyuntura aún más "extraña" es la de la reactivación económica notable entre los últimos meses de 2002 con Duhalde y el primer año de Kirchner, donde la debilidad en términos de legitimidad y apoyo era notoria para ambos, pero coexistía con la posibilidad de ejercer una política activa de concesiones. Las resoluciones inversas de uno y otro para el problema fueron notorias, y más allá de factores ideológicos y estilos personales no puede soslayarse la variable del capital político previo: Duhalde buscando resistir los embates de la acción colectiva disruptiva, fortaleciendo sus lazos con gran parte de las élites dominantes (excluyendo al "capital financiero"), y Kirchner intentando capitalizarla en su favor, de manera selectiva, para evitar justamente ser cautivo de los sectores dominantes.
Las diferencias detectadas no obstan para reconocer que las estrategias estatales de los sucesivos gobiernos post-crisis 2001 intentaron, mediante distintos tipos de "selectividad", dar un trato diferencial a los diversos movimientos y actores movilizados, con el obvio propósito de fragmentar, dispersar o capitalizar el potencial político de la acción colectiva desafiante. El reconocimiento postrero de cierta legitimidad y capacidad de veto a las organizaciones de desocupados y su posterior incorporación "selectiva" a la política institucional contrastaron con el no reconocimiento a los movimientos de ahorristas estafados y las asambleas barriales, cuyas capacidades de acción colectiva no han sido valorizadas como capital político.
Sin dudas, la recomposición de la autoridad política y de las capacidades de intervención estatales ha reducido el protagonismo de los movimientos. Pero tampoco caben dudas de que el cambio en las agendas políticas, sociales y económicas, y los procesos tibios y contradictorios de renovación de elencos gubernamentales, ofertas electorales y orientaciones políticas globales no pueden entenderse sin el papel disruptivo jugado por el fuerte desarrollo de organizaciones sociales contestatarias.

Notas

1. Ver los textos clásicos de Offe (1990), Ashford (1989), Giddens (1990) y Held (1991).

2. La base empírica corresponde a los relevamientos de información de conflictos sobre cinco diarios nacionales, realizados por el Proyecto PICT02 "La constitución de sujetos sociales en la crisis: identidad, organización y acción colectiva en la Argentina, 1991-2002" (CEI-UNQ y IIGG-UBA), dirigido por Ernesto Villanueva.

3. Mencionaremos dos de los más impactantes: la designación de María Julia Alsogaray (dirigente de un partido ultraliberal e hija de un viejo político ferviente antiperonista) al frente de la privatización de la empresa nacional de telefonía (ENTEL) primero y de la principal acería estatal (SOMISA) después; y la reglamentación del derecho de huelga (Dec. 2184/90), que incluye severas restricciones a las mismas en servicios públicos (increíblemente incluye el clearing bancario dentro de los "servicios esenciales"), que es dada a conocer el 17 de octubre, fecha emblemática para el movimiento obrero peronista celebrada como el Día de la Lealtad a Perón.

4. Respecto de esto, pueden verse los casos estudiados por Murillo (1997) y Etchemendy (2001) para algunos sectores sindicales.

5. Palermo (1999) señala que los costos de implementación de la reforma resultaron, en cierta medida, menores a los de su consolidación. La habilidad para diferir, disfrazar o amortiguar resultados negativos iniciales puede ser decisiva para el éxito de las reformas. Sin embargo, es más difícil intentar controlar posteriormente los efectos negativos de carácter estructural. El proceso político, con Menem, muestra un éxito muy grande en el primer caso y un fracaso no menor en el segundo.

6. La naturaleza de los reclamos que originaron las primeras movilizaciones en Neuquén, Salta o Córdoba puede verse en Taranda y otros (2003), Laufer y Spieguel (1999) y Scribano (1999).

7. Acerca de este importante concepto para analizar los componentes contextuales de la acción colectiva, ver Tarrow (1997: 181 y ss.). No hace falta aclarar que los cortes de ruta seguían teniendo fuertes componentes disruptivos de desafío a la autoridad pública y que los diversos ensayos de represión habían mostrado sus elevados costos políticos, obligando a las autoridades a alguna clase de escenario de negociación con los movimientos.

8. Son muchos los trabajos que abordan los acontecimientos de esos días, intentando interpretar estas consignas emblemáticas. Son particularmente relevantes los de Iñigo Carrera (2003), Godio (2002), Lewkowicz (2002) y Schuster (2004).

9. La designación de algunos personajes procesados por corrupción en el pasado mostraba, de manera diáfana, que el nuevo gobierno no se haría cargo de las demandas ciudadanas de ética pública y renovación política.

10. Recibió a la casi totalidad de las organizaciones de desocupados a las dos semanas de haber asumido, a pesar de que varias de ellas habían marchado en su primer día de gestión a la Plaza de Mayo y otras habían ocupado edificios públicos.

11. El corte de apoyo/oposición al gobierno se superpone en buena parte, en este momento inicial, al de matriz sindical (FTV, CCC)/matriz política (Polo Obrero, MTV, MTL), y al de organizaciones con capacidades de gestión/organizaciones con capacidades de protesta (MIJD). La vertiente "autónoma" (MTD, MTR), que también tenía una excelente experiencia acumulada en gestión, asumió posicionamientos más ambiguos y cambiantes frente al nuevo gobierno. Las organizaciones más pequeñas, como el MTD Evita y otras, se sumaron al oficialismo o tuvieron posiciones flexibles, puesto que la única posibilidad de crecer dependía del acceso preferencial a los recursos. Sobre las posiciones de los distintos movimientos ante la política, ver Svampa y Pereyra (2003) y Mazzeo (2005).

12. Siguiendo a estos hechos hubo incidentes con destrozos y refriegas durante varias horas ante la Legislatura porteña por la discusión de un código que limitaba los derechos de la protesta callejera en la ciudad y, días más tarde, grupos radicalizados chocaron con la policía en Plaza de Mayo y arrojaron bombas incendiarias durante la visita del Director del FMI, quien debió ser trasladado del lugar con urgencia.

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Aceptado: 5 de abril de 2006

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