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Revista argentina de sociología

versão On-line ISSN 1669-3248

Rev. argent. sociol. v.5 n.9 Buenos Aires jul./dez. 2007

 

La cuestión gay. Un enfoque sociológico. Ernesto Meccia. Gran Aldea Editores, Buenos Aires, 2006

Dora Barrancos

CONICET-Universidad Nacional de Quilmes

dora1508@aol.com
Dra. en Ciencias Humanas, Universidad Estadual de Campinas, profesora titular de la UBA, directora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, investigadora del Conicet, ex diputada de la Ciudad de Buenos Aires, autora de numerosos escritos -su último libro es Inclusión, exclusión, historia con mujeres-.

La sociología argentina gana un aporte singular con este libro de Ernesto Meccia. Pocas veces el análisis de la problemática homosexual masculina, desde el punto de vista del subconjunto de quienes se reconocen con esa identidad -autorreconocimiento que, según el autor, les permite ingresar al segmento gay- alcanza en nuestro medio la profundidad sociológica de esta investigación. Subrayo el campo disciplinario porque justamente son sus reglas las que rigen el abordaje efectuado por Meccia, algo que no debe olvidarse al ingresar al texto una vez que, es necesario advertir, no está preocupado por desvelar los orígenes individuales del homoerotismo ni los factores propulsores de la homosexualidad. No hay indagaciones psicológicas y ambientales "ex ante"; los planos de análisis son la evidencia relacional, el paisaje interactivo y las formas vinculares de las personas que se llaman a sí mismas gay.
El autor no es precisamente un improvisado en la temática, ya que hace una década que reflexiona acerca de estos tópicos, al punto que Carlos Argañaraz -que inserta un colofón en este libro- no vacila en señalarlo como "un pensador insaciable" de la sociología gay. Sus análisis anclan en vertientes que se alejan de las determinantes estructurales adoptando puntos de vista epistémicos relacionales, constructivistas, genealógicos y performativos con débitos fundamentales a Bourdieu, Foucault, Goffman, Shutz y Butler. La elegancia y la sofisticación del lenguaje sociológico de Meccia no impiden una claridad meridiana acerca de lo que intenta decir, algo sobre lo que también ha reparado el presentador del libro, Mario Pecheny. ¿Y qué nos dice la elaboración argumentativa de Meccia? Hay muchas cuestiones instigantes pero habré de pinzar sólo aquellas que considero nervaduras centrales del texto.
El autor enuncia que la homosexualidad no comporta necesariamente una subjetividad gay, y podríamos decir que lo mismo vale para otra muy bien conocida condición identitaria, que no es de ningún modo relativa a las minorías: ser mujer, tener cuerpo de mujer, no equivale a ser feminista. Ese "auto de fe" es una labor sobre sí que debería imprimir una convicción capaz de afirmar un camino para la demanda de "políticas de reconocimiento", lo que de otra manera significaría acceder a la luminosa fórmula "lo personal es político", cuya traducción programática se manifiesta en el guión de una incumbencia societal generalizada: "lo que me pasa excede el límite de mi intimidad, es cuestión de todos". Meccia nos recuerda que la regla de oro del sujetamiento social proviene del heterosexismo obligatorio -tal como Gayle Rubin, entre otras y otros, sostuvo de modo inspirador, y más tarde desarrolló con tono exponencial Judith Butler- y que esa regla se acompaña de la separación tajante de los ámbitos privado y público. Heterosexismo obligatorio y división de esferas se retroalimentan, constituyen tenazas para la autonomía en un doble sentido, por su propia operación de crear lo "abyecto" -en el sentido butleriano, lo que está afuera, no reconocido, en oposición a lo que está adentro y es reconocido- y porque, tal como lo señala Meccia, colocan a los sujetos en un permanente estado "dilemático": nunca pueden estar seguros de que adoptan el acto de habla perlocutivamente correcto. La identidad gay permanece entrampada en el dilema de ocultar lo que (íntimamente) se es y sufrir el endoso público de la cobardía, o de decir lo que se es y, en este caso, padecer los epítetos del exhibicionismo, también una afrenta pública. Es bien sabido que el imperativo heterosexual es transhistórico y por ello se lo confunde con la "moralidad de la Naturaleza" -¡como si la Naturaleza tuviera una ética!- en tanto que privado y público se construyeron al calor de las modificaciones sociales del siglo XVII en adelante. Podría decirse que su más elaborado diseño se obtuvo a partir del XIX, gracias a la conformación de "habitus" que produjo la burguesía, el periodo que Foucault demarcó como el de la irrupción de la biopolítica, el surgimiento de las clasificaciones modernas jerarquizadas de los géneros y las sexualidades, nicho de nacimiento de la "homosexualidad". Y aunque estas dos constricciones históricas han sido vapuleadas en las últimas décadas, y han podido darse pasos en materia de reconocimiento y de derechos -gracias a la agencia de las y de los afectados-, Meccia se opone con mucha razón a la idea de que la homofobia ha perdido posiciones. De manera singular advierte que los antiguos sustentadores -la mayoría de la sociedad y el Estado- pueden haber cedido algo, luego de que en los años 80 el infortunio de la epidemia de sida originara nuevas representaciones sobre los homosexuales, y un cambio significativo en la intelección estatal, pero que no se ha agotado, toda vez que debe contarse, además, con la homofobia de no pocos homosexuales. El bisturí del análisis depara en las formulaciones "fundamentalistas" que pueden regir el régimen de rechazos y de adopciones por parte de los victimados; los relativismos extremos no son otra cosa que la contracara de esos viejos conocidos, los despóticos "universalismos". La aversión que toma la forma de homofobia por parte de los homosexuales -a menudo recubierta bajo fórmulas de homofilia- constituye una forma negociada de aceptación de la sociabilidad normal que se rige por ciertas formas de a-percepción guiadas por el principio del orden. Esta cuestión es sin duda paradojal, la nostalgia del orden entre quienes han sido uno de los agentes radicales de la contestación a sus presupuestos. En varios momentos Meccia repara en la observancia de los patrones de regularidad adaptativa que parecieran regir entre muchos miembros de la comunidad gay: el rechazo por la conducta "marica", el ofuscamiento porque los travestis con sus desbordes participan de las marchas de "orgullo gay", la identificación con el patrón de la "homosexualidad masculina monosexualizada" -una creación conceptual del autor- son algunas de esas experiencias por crear abyectos en la propia comunidad. Con relación a este último modelo, dice que reverberan notadamente los atributos de la "clase media" -lo que no quiere decir exactamente que sus cultores pertenezcan a esta clase-. Se trata de formas de distinción seguramente que separan a quienes todavía son "sujetos marcados", más allá de la legitimidad conseguida, por lo que la homosexualidad misma, la cuestión gay, no cesa de presentarse antinómicamente. Y tampoco faltan las antinomias entre la "práctica militante" y la "teoría queer", las lógicas de la construcción y de la deconstrucción, el aplanamiento corporativo y la insurgencia crítica. ¿Cómo saldar el hiato entre la práctica política, siempre urgente, y la teoría crítica, más reposada? ¿Puede caber esta última sin la primera? ¿No se debe a la agencia política una gran parte de los pasos conquistados? ¿Pero puede negarse la política a la reflexión? Estos son interrogantes cruciales que emanan del texto, y por cierto no se aplican sólo para el movimiento social encarado por las personas gay.
Meccia hace una interpretación de singular importancia al referirse al papel del Estado, en varios sentidos contrapuesto. Si por un lado fue la garantía de la norma de la exclusión -y de la persecución- desde el punto de vista del derecho negativo, debió incorporar la formulación universal de la integridad "humana" para sancionar recientemente, en la década de 1990, normas de derecho positivo, leyes como las que impiden la discriminación o como la de Unión Civil en la Ciudad de Buenos Aires. Es con referencia a estos derechos que no dejan de suscitarse los problemas. Basta recordar las diatribas libertarias de Butler cuando interroga qué se persigue con la "estatización" de la sexualidad, qué se procura lograr con el régimen de la legalidad que "normaliza" a algunos. ¿Nuevas formas de segregación? ¿Acaso es la execrada familia el oasis prometido? Meccia suscribe la crítica en torno de ciertos derechos positivos seguramente en el mismo sentido de Butler, pero su análisis descolla cuando enfrenta los presupuestos de la "tolerancia", una de las matrices del Estado liberal. La tolerancia es el máximo de respuesta que este tipo de Estado ofrece ante la diversidad, con ánimo de que esos diversos acepten la regla de la integridad, los códigos -violentos- de la recusa a la innovación. Siempre me ha parecido que la tolerancia es un sucedáneo del pietismo, esa forma condescendiente con que la virtud trata a los desgraciados y descarriados, y el autor ofrece a este respecto un análisis encomiable.
No menos importantes -y contundentes- son los términos con los que Meccia se refiere a la Iglesia Católica, al régimen de su paleolítico lenguaje condenador, pero sería necesario admitir, desde mi perspectiva, que su poder sólo puede justificarse en relación con la debilidad constitutiva del liberalismo en nuestro medio, y también de las fuerzas progresistas, en relación a las desigualdades de sexo y de orientación sexual, a la soberanía de los cuerpos, en suma. En términos de fe religiosa, el autor hace una exploración en torno de la Iglesia de la Comunidad Metropolitana -dedicada exclusivamente a los homosexuales- y a las razones de la aproximación y del distanciamiento por parte de la feligresía. Frente a la escasa adhesión, el autor concluye que es poco probable el acatamiento por parte de los espíritus nómadas, aunque eventualmente sí de los peregrinos, pero recuerda, con Deleuze, que es problemático, para quien se encuentra en situación de diáspora, permanecer en cualquier institución que se atribuya lo absoluto.
El libro de Meccia es una contribución al pensamiento que tiene como referencia a los sujetos subalternos, y que por lo tanto va mucho más allá de la cuestión gay. Me conmovió ese pasaje con el que inaugura el libro en el que narra la displicencia con que alguna vez lo trató un profesor y del que esperaba, ávido, observaciones relacionadas con sus trabajos. Sin duda el profesor de marras estaba atacado de homofobia, paralizado por una actitud de no querer ser confundido con homosexual si se interesaba por esas cuestiones. El libro de Meccia demuestra que nadie es perfecto, que también se abona esa especie en el propio territorio, que los recursos para la discriminación están presentes en todos los grupos y que la alteridad es todavía el gran desafío. Este libro es un "acontecimiento" en el sentido foucaultiano porque cumple admirablemente con la regla fundamental del acto sociológico, "compromiso y distanciamiento".

Aceptado 25 de septiembre de 2007

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