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Revista argentina de sociología

versão On-line ISSN 1669-3248

Rev. argent. sociol. v.6 n.10 Buenos Aires maio/jun. 2008

 

La teoría democrática y las bases anti-utilitaristas de la asociación

Paulo Henrique Martins

Universidad Federal de Pernambuco

pahem@terra.com.br
Paulo Henrique Martins. Sociólogo. Profesor titular del Departamento de Ciencias Sociales de la UFPE (Pernambuco, Brasil). Pesquisador del CNPq (Consejo Nacional de Investigación Cientifica, Brasil).Integrante del Comité Directivo de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS).

Abstract

Hay en América Latina un sentimiento común entre los cientistas sociales sobre los efectos nefastos de la ideología mercantilista e individualista en la legitimación de las decisiones políticas, que generan crecientes desigualdades económicas y sociales y que desestabilizan los procesos democráticos. La creación de esta unanimidad intelectual anti-utilitarista y anti-reduccionista aparece como elemento importante en la revisión de los fundamentos de la modernización y la democracia en la región. Focalizando nuestra atención en el tema de la democracia participativa, entendemos que las dificultades de avanzar en la práctica de la asociación están en el hecho de que se presentan insuficiencias teóricas para la manifestación de los pactos intersubjetivos y de la dimensión simbólica de la acción social. Para nosotros, la crítica anti-utilitarista es una manera importante de hacer progresos en esta discusión.

Palabras clave: Democracia participativa; Anti-utilitarismo; Intersubjetividad; Don; Asociación.

Social scientists in Latin America share a common feeling on the catastrophic effects of mercantilist and individualistic ideologies in the legitimation of political decisions that foster growing economic and social inequalities, and destabilize democratic processes. The creation of this anti-utilitarian and anti-reductionist intellectual agreement has become a key element to review the tenets of modernization and democracy in the region. Focusing on the topic of participatory democracy, this paper argues that the difficulties of extending the practice of associationism lie in the lack of theoretical insights for the emergence of inter-subjective pacts and the symbolic dimension of social action. Thus, an anti-utilitarian critique is a relevant approach to advance this debate.

Keywords: Participatory Democracy; Anti-Utilitarianism; Intersubjectivity; Donation; Association.

Introducción
El pensamiento crítico hace al utilitarismo hegemónico

La discusión aquí presentada no intenta una evaluación general de la teoría democrática, sino su desarrollo a partir de las tesis anti-utilitaristas que encontramos en autores como Habermas, Rosanvallon, Mauss, Caillé, Taylor y Honneth, para citar sólo algunos de ellos. Desde este punto de vista sería más adecuado referirse a una teoría democrática de la participación, pensada a partir del abandono de la tesis clásica de la democracia ofrecida por la "filosofía del sujeto" y por el rescate de una nueva "gramática de la emancipación" (Laclau, 2000) que valore temas como la descentralización, la diversidad, el don, el reconocimiento, entre otros, que se concretizan en pactos intersubjetivos, involucrando a personas morales de diferentes tipos, individuales y colectivas, en la organización de las esferas públicas contemporáneas.
Para empezar, tenemos que destacar que hay en América Latina una cierta unanimidad entre los cientistas sociales sobre los efectos nefastos de la ideología mercantilista e individualista en la legitimación de las decisiones políticas y estatales, que generan crecientes desigualdades económicas y sociales y desestabilizan los procesos democráticos (Ivo, 2001; Zicardi, 2002; Porchmann, 2003). La creación de esta unanimidad intelectual anti-utilitarista y anti-reduccionista aparece como elemento importante en la revisión de los fundamentos conceptuales y operacionales de la modernización y la democracia en la región. Ésta es, sin embargo, insuficiente para que el pensamiento crítico contra-hegemónico atraviese los límites lingüísticos entre el universo académico y las fuerzas emergentes en los espacios de formación de la voluntad colectiva -dentro del aparato estatal y en la sociedad civil- y para permitir la emancipación de un nuevo paradigma socio-histórico más complejo que encaje la lógica mercantilista en una regulación más general, propiciada por la política democrática y el interés de la colectividad.
Aunque son innumerables e importantes las experiencias participativas anti-utilitaristas producidas por los movimientos sociales y las movilizaciones culturales en la región (Ribeiro, 2000; Seoane, 2003; Mato, 2004), hay que reconocer que son aún insuficientes para el giro paradigmático. Hay sí, innegablemente, descontinuidades en los mecanismos de comunicación entre el saber científico y el saber común, que deben ser superadas para poder salir de las representaciones fragmentadas de la realidad socio-histórica y concebir alternativas prácticas al modelo capitalista vigente. ¿Cuáles son las causas de esas descontinuidades? Ciertamente varias, pero cabe registrar la fascinación que ejerce la ideología utilitarista neoliberal sobre parcelas significativas de
los segmentos sociales asalariados y también sobre aquellos desfavorecidos. Pues el culto a los ideales del hombre egoísta y al consumismo productivista, característicos de la ideología utilitarista hegemónica (Caillé, 2000), continúan causando perjuicios al imaginario colectivo, provocando la fragmentación de los sistemas de sociabilidad nacionales y locales, sean éstos integrados por ricos o por pobres.
Hay muchas reflexiones en cuanto al papel asociado de las élites dominantes regionales junto al gran capital especulativo y financiero en América Latina, que algunos autores prefieren situar dentro de una lógica renovada del Imperialismo, como lo hace Atilio Borón (2002). Pero aún no han sido analizados más detenidamente los resultados desde el punto de vista de la cohesión social, nacional y local, y también de la reproducción de la memoria colectiva, del debilitamiento de los aparatos estatales nacionales, a partir de políticas intencionales de fortalecimiento de los grandes intereses económicos y financieros. El neoliberalismo no desembarcó como un alienígena en las sociedades nacionales de la región. Hubo muchos cómplices. Empresarios, clases medias, economistas y varios intelectuales entendían que la apertura indiscriminada de los mercados locales al capital extranjero y la privatización de los patrimonios del Estado serían una puerta de entrada de esas sociedades regionales a la globalización (Martins, 2005), un medio de redención del "subdesarrollo".
Pensando en el aumento de la exclusión, de la fragilización de los vínculos sociales y del crecimiento de la violencia en los últimos años en varias de las sociedades nacionales de la región, hay que admitir que la presencia del neoliberalismo ha producido efectos perversos en la formación de las solidaridades colectivas, en particular generando una creciente disociación entre la inversión social del Estado y el fortalecimiento de los derechos universales de la ciudadanía. Considerando la escasa autonomía de la sociedad civil en este modelo de modernización conservadora, se comprende que el desmonte del antiguo sistema de protección social estatal, anclado tradicionalmente en las instituciones del trabajo, la educación, la salud, la religión y la familia (Martins, 2005), no sólo alcanzó intereses vinculados a formas de dominación política conservadoras en la región, sino que desarticuló, igualmente, los mecanismos de producción y reproducción social y cultural de las poblaciones campesinas e indígenas (Seoane, 2003).
El resultado de la sumisión del aparato estatal a la lógica mercadológica y financiera es la insistencia en la preservación de políticas asistencialistas que, presentando un costo financiero limitado -si lo comparamos con los costos de las deudas nacionales externas-, sirven, por lo tanto, para cooptar eficazmente a las camadas sociales menos favorecidas y menos politizadas que viven en la
periferia de las grandes ciudades. El refuerzo del asistencialismo estatal con el apoyo estratégico de los medios de comunicación ayuda a estabilizar, de modo precario, los regímenes políticos democráticos en América Latina: limitando la autonomía de las organizaciones no-gubernamentales; sacando de foco los lucros extravagantes del capital financiero y especulativo; confundiendo a la opinión pública, que tiene dificultades de posicionarse sobre los temas centrales de la nueva modernización periférica que busca tornar invisible la desigualdad estructural (Souza, 2006). La opinión pública, intoxicada por las propagandas oficiales y las informaciones desencontradas producidas por los medios de comunicación de masa, deja de percibir que la ausencia de políticas públicas y sociales favorecedoras de prácticas asociativas y solidarias implica el debilitamiento de la esfera pública en lo que se refiere a los movimientos sociales y culturales. Pues éstos siempre tienen un papel estratégico en la canalización de conflictos locales y acuerdos intersubjetivos que son necesarios para la organización de sentimientos y prácticas cooperativas, en el plano de la sociedad civil.
En este sentido, hay que preguntarse si las dificultades de emancipación de los nuevos modelos socio-históricos anti-utilitaristas más complejos que el neoliberal -desde el punto de vista económico, político, cultural, administrativo y moral- resultan de la fuerza doctrinaria del utilitarismo y de la fascinación del liberalismo mercantil, que reduce todos los valores individuales y colectivos al interés egoísta y narcisista. O, contrariamente, deberíamos preguntarnos si la teoría social no está desestimando la importancia política de las nuevas formas sociales generadas por la radicalización de la relación entre la libertad y la ciudadanía. En ese caso, tendríamos que lidiar con las dificultades de los propios intelectuales como observadores que estarían utilizando recursos teóricos y metodológicos inadecuados a la percepción de la complejidad creciente del fenómeno social.

Ideas que impactan sobre los fundamentos de la participación democrática

El camino de la emancipación del nuevo pensamiento humanista y anti-utilitarista es arduo, no debido a la fuerza de la propaganda y a la manipulación de los ideólogos del poder sino porque es difícil que la crítica teórica rompa el velo de la ignorancia que encubre las diversas esferas públicas, locales y transnacionales, donde germinan las ideas y las prácticas de mudanzas antiutilitaristas. Señalar tales dificultades es importante para que la teoría crítica escape de los peligros de la retórica académica y visualice más clara y decididamente los canales de acceso a la opinión pública en germinación, presentes en diversas esferas y movimientos de base, en el interior de la sociedad civil.
Esto es, las actuales dificultades de emancipación de un imaginario democrático y asociativo revelan, sólo en parte, las resistencias del pensamiento hegemónico utilitarista y mercantilista a la adopción de ideas e iniciativas direccionadas a la emancipación del sujeto social fuera de los estudios académicos. Reflexionando sobre los hechos, se puede verificar que el pensamiento economicista y reduccionista resiste a la integración en una comprensión más amplia y autopoiética (Rodríguez y Arnold, 2007), fundada en una topografía moral del sujeto moderno, que valore la libertad y la autonomía (Taylor, 2005; Mattos, 2006). Esto también ayuda a explicar el hecho de que la crítica teórica anti-utilitarista no haya sido asimilada con la debida rapidez, tanto por los sistemas político, científico y organizacional, comprometidos con el proyecto democrático, como por la sociedad civil, que demuestra creciente insatisfacción con la desregulación institucional y política que se moviliza a favor de los cambios efectivos de los sistemas de dominación.
En este sentido, debemos destacar las tentativas de organización de los marcos teóricos que retoman este esfuerzo integrativo de los saberes disponibles en las ciencias sociales. Es el caso de Jürgen Habermas, quien construyó un modelo analítico complejo y ambicioso para dar cuenta de las principales esferas constitutivas de la vida social. El autor admite que pueden dividirse en dos grupos: el de los sistemas formales del mercado y del Estado y el del "mundo de la vida", expresión que fue a buscar en los estudios fenomenológicos (Habermas, 2003a). Al revalorar la función regulatoria del derecho entre la factualidad y la validez, la razón instrumental y la razón comunicacional, los sistemas formales y el del mundo de la vida (Habermas, 2003b), el autor establece marcos importantes para la comprensión de los fundamentos lingüísticos, jurídicos y normativos de la democracia formal, lo que las izquierdas no habían conseguido realizar con éxito hasta entonces.
Otro autor que impactó de forma relevante al traducir con competencia y sensibilidad las tesis académicas de las esferas públicas movilizadas en los ámbitos de la acción política y organizacional, pública y privada, fue el francés Pierre Rosanvallon, al explicar de modo convincente los fundamentos de la crisis del Estado de Bienestar Social (Rosanvallon, 1981). Es un mérito del autor el que haya pensado pioneramente, todavía a inicios de los años ochenta, el agotamiento del antiguo sistema de protección social anclado en la sociedad del trabajo, proponiendo un nuevo sistema de protección social fundado en la idea de la solidaridad inspirada en la sociedad civil, lo que aporta,
indiscutiblemente, un interés fundamental al repensar los nuevos desafíos de la gubernabilidad en América Latina, en el momento actual (Martins, 2005). Desde este punto de vista, Rosanvallon sugiere la transformación del Estado-Providencia en un Estado-Servicio, redefiniendo lo social por un derecho inédito, el de la inserción social (Rosanvallon, 1995). Todo esto se traduce en puntos importantes en la agenda reflexiva sobre la democracia en América Latina, en este siglo XXI, como lo señala Anete Ivo (2001).
Todavía es necesario explorar otras dimensiones de la realidad social que permitan ampliar la comprensión democrática más allá de los avances ya colocados por las tesis procedimentalistas, como la habermasiana. En otras palabras, pensamos que uno de los desafíos actuales centrales sobre la cuestión democrática está en profundizar los temas de la participación y la asociación, particularmente relevantes para el caso latinoamericano.

La democracia: entre procedimientos fijos y pluralismo

Recientemente, los teóricos de la democracia han dirigido su atención a una comprensión más aguzada, tanto de los procedimientos formales de la acción democrática -a ejemplo del tratamiento dado por Habermas al Derecho- como de la lógica de redistribución de las riquezas colectivas con vistas a la reproducción social, a ejemplo de las ideas de seguridad y de protección social rediscutidas por Rosanvallon. Pero tal énfasis al procedimentalismo democrático está mostrándose insuficiente y termina colocando en segundo plano la discusión de las condiciones del surgimiento de pactos intersubjetivos y las diferentes jerarquías morales invisibles que influencian la delimitación de lugares, poderes, estimas, respetos y cooperaciones.
Las críticas a Habermas, realizadas recientemente por teóricos anti-utilitaristas como Taylor (2005), Honneth (2003) y Souza (2003), demuestran la importancia de cavar más a fondo en la ontología moral para aclarar mejor cómo se establecen los procesos de organización y de identificación de lugares en las esferas culturales y sociales. Tal revisión lleva necesariamente a entender que la democracia, en cuanto proceso decurrente de pactos intersubjetivos, se basa en aspectos de orden moral y en significados diversos inscritos en lo más profundo del orden socio-cultural e histórico de cada sociedad.
Definir la esfera pública como la expresión política de un mundo común en el que están inscritos los referentes axiológicos e históricos es importante para entender que la experiencia de lo público no es algo natural sino un proceso construido por la colectividad. Este entendimiento de los fundamentos
del fenómeno público -elaborado primero por A. Tocqueville (1981) y después por los pragmatistas C. Cooley (1966) y J. Dewey (1997)- permite intuir, por consiguiente, que la esfera pública democrática sólo se sostiene en un magma de significados compartidos solidariamente por todos. O, entonces, por la elaboración de un lenguaje expresivo que se refiere a situaciones pre-reflexivas que no se revelan fácilmente al saber común, necesitando de la desconstrucción crítica para que puedan ser desnaturalizadas. En este sentido, Hanna Arendt (2003: 62) nos ofrece una reflexión oportuna al proponer que el "mundo común" es aquél "común a todos nosotros y diferente del lugar que nos cabe dentro de él". O sea, se trata de un fenómeno social que nace en nosotros, en nuestros pactos intersubjetivos, pero que extrapola la suma de nuestras intenciones y acciones para revelarse como un mundo diverso de la suma de las partes.
Por consiguiente, la crítica al exceso de formalización del debate democrático es procedente en la medida en que apunta los riesgos al discutir la participación a partir de reglas instituidas, desestimándose los motivos subyacentes a la acción social que explican los sentimientos de apatía y, desde otro punto de vista, de vivencia activa de la ciudadanía. A este respecto, María Cristina Reigadas coloca algunas cuestiones pertinentes: el respeto al lugar donde surge la democracia participativa o sobre quién y cómo participan los sujetos sociales implicados, para concluir que "respeto, reconocimiento y confianza mutua presuponen valores de libertad e igualdad imprescindibles en la construcción de una vida democrática. Radicalizar la democracia requiere promover la participación" (Reigadas, 2006: 181).
La focalización del tema de la participación en el proceso democrático conlleva necesariamente, desde otro punto de vista, a la revaloración conceptual y política del local, que en las sociedades complejas como las de América Latina se reconfigura continuamente, reflejando el movimiento de traducción simbólica de los procesos globales. Se disfruta de un contexto muy ambivalente de procesos aparentemente contradictorios como aquellos representados, de un lado, por las crecientes desigualdades sociales, ampliando la injusticia y la exclusión, y de otro, por una también creciente y promisoria tendencia a la diferenciación y a la diversificación socio-cultural que abre las puertas al reconocimiento político de innumerables movimientos hasta entonces fuertemente reprimidos, como aquellos de carácter étnico, sexual y cultural. Tales prácticas ambivalentes aparecen como informaciones básicas para entender los nuevos sistemas societales que se construyen en las interfaces del individualismo y el holismo, del comunitarismo y el republicanismo, de lo tradicional y lo moderno, de las tensiones entre igualdad y pluralismo (Walzer, 2005: 84-85).

La democracia pluralista se expande en este contexto ambivalente y, naturalmente, la experiencia de la participación tiende a reflejar dos movimientos: en el primero, la participación se confunde con la representación vista por la óptica local; en el segundo, ésta es entendida como la manifestación de un proceso de diferenciación del sujeto social y de la importancia de crear mecanismos de canalización de las demandas por reconocimiento y dignidad. El esfuerzo de liberación de las fuerzas creativas sociales genera necesariamente conflictos y alianzas. Muchas veces los atritos son menos la expresión del conflicto que la de las rivalidades generadas por el deseo de adquirir visibilidad, de ganar sentido y de conquistar un lugar en la vida. La distinción entre el enemigo y el adversario no es de poca importancia en la formación del mundo de la vida. Tal distinción, explica Chantal Mouffe (1994: 14), permite entender que "en nuestro interior se constituye la comunidad política; el opositor no debe ser considerado un enemigo cuya existencia deba ser eliminada, sino un adversario cuya existencia es legítima". Hay que valorar la distinción entre el antagonismo (relativo al enemigo) y el agonismo (relativo al adversario) si queremos comprender cómo los sistemas simbólicos y las jerarquías morales subyacentes al tejido socio-cultural contribuyen para generar tensiones, que tanto pueden transformarse en conflictos latentes o abiertos como en prácticas agonísticas que son importantes para el aprendizaje del poder y la organización de la experiencia del "mundo común" y de la esfera pública.
La investigación sobre los fundamentos morales y simbólicos de la asociación entre los hombres induce a que la teoría social reexamine sus conceptos. En esta dirección, Chatalifaud, Thumala y Gómez proponen un nuevo concepto, el de la colaboración, que en su entender sería más explicativo de las nuevas prácticas cooperativas que los de la solidaridad, la filantropía y la caridad. "En este sentido, la noción de colaboración adquiere una capacidad (auto) explicativa, es decir, representativa de la expansión de los vínculos asociativos en el marco de la modernidad contemporánea y que, en definitiva, es lo que intentamos explicar" (Chatalifaud, Thumala y Gómez, 2006: 21). Esto es, la reorganización de las nociones teóricas no debe ser vista como modismo, sino como exigencia de aclaramiento de los fenómenos intersubjetivos esenciales a la existencia de la sociedad y que han permanecido ampliamente naturalizados.

Don, agonismo y asociación

En la discusión de Marcel Mauss sobre el don, el agonismo es una modalidad central de aparición de la asociación entre los miembros de toda comunidad humana (Mauss, 1999; Mouffe, 1994). El agonismo conduce a la discusión en cuanto a la importancia de modelos de competición amigables por explicar la asociación entre el individuo y la sociedad; es un nuevo rellano interpretativo que supera las tesis de que el pluralismo democrático nace o del consentimiento, como en Habermas, o de la discrepancia, como en Luhmann. La tesis del agonismo es importante por la discusión sobre la democracia participativa cuando revela la presencia de las cosas que circulan entre los individuos y las personas morales, los dones, llevándolos a distanciarse o a aproximarse en lo cotidiano (Godbout y Caillé, 1992; Godbout, 2007). La circulación de esos objetos genera luchas por el reconocimiento y se afirma mediante sistemas de concesiones y objeciones paradojales, de mecanismos de reciprocidad que tornan visible el pacto social cooperativo (Mauss, 1999; Martins, 2006). En fin, la "obligación de ser libre" generada por la circulación de los dones (Caillé, 2000) es una condición para pensar el pacto asociativo y moral que legitima la democracia.
Este dilema entre conservación y emancipación, producido por la circulación generalizada de dones, generando el sentimiento ambivalente de la "obligación de ser libre" e involucrando al individuo y la sociedad, está en la base de una revisión teórica que pone en primer plano el factor intersubjetivo y la dinámica simbólica de la asociación. Así, agonismo, asociación y colaboración son modalidades de expresión de que el vínculo social es un fenómeno que escapa a toda instrumentalización y formalización, para revelar la expresividad congénita del ser humano en su vivencia grupal, onírica y material. Por lo tanto urge considerar, en la discusión sobre la democracia plural y la formación de la esfera pública democrática, las condiciones en las que los actores redefinen sus jerarquías de valores, en general incorporadas inconscientemente, para tornarse ciudadanos culturalmente visibles y portadores de acciones solidarias, valorizadoras del bien público. Pues estas jerarquías implícitas (Taylor, 2005) están en la base de las luchas y acuerdos entre los seres humanos, en los nuevos espacios "glocales".
Por otro lado, Axel Honneth entiende que este nuevo mundo de significados comunes, que valora la libertad, la pluralidad y la formación de la voluntad democrática, no puede ser explicado simplemente a partir de las disputas entre el republicanismo -que busca procedimientos moralmente justificados como aquellos del Derecho- y el comunitarismo -que vincula las virtudes
cívicas al ideal antiguo de la negociación intersubjetiva acerca de los asuntos públicos y que termina naturalizando una cierta esencia comunitarista en el ser humano-. Al contrario, inspirándose en Dewey (1997), Honneth (2001: 66-67) propone la reconstrucción de la teoría democrática a partir de una tercera vía, en la que la democracia sea entendida como una forma reflexiva de cooperación comunitaria que articule deliberación racional y comunidad democrática. Para él, la cooperación es el fundamento de todo tipo de sociabilidad, siendo el eslabón que une autonomía personal y gobierno político. Esos dos elementos deben ser considerados en conjunto, explica Honnet (2001: 72-73):

"[Pues] en paralelo a la realidad de la cooperación social existe un tipo de bien compartido, en el que la libertad individual y la política del Estado deben ser concebidas como incorporaciones opuestas, pues cada miembro de la sociedad contribuye, en virtud de la división del trabajo y por medio de sus propias actividades, al mantenimiento de la sociedad".

En nuestro entendimiento, esta interpretación de la cooperación como factor agregador de diversos elementos formales e informales de la acción colectiva nos lleva a hacer, necesariamente, una articulación con la idea de Mauss (1999) acerca de la sociedad en cuanto hecho social total y sistema formado por elementos materiales y simbólicos que participan con igual valor en la organización de la sociedad. Desde este punto de vista, cualquier tentativa de crear instancias de legitimación de la acción colectiva e instituciones fuera de la esfera de la reciprocidad mutua y del conjunto de concesiones es siempre una abstracción teórica que no explica la complejidad de la realidad socio-histórica. Actualizando esta discusión para repensar la teoría democrática, diríamos que concebir la democracia sólo a partir de los procedimientos formalizados y de la propia idea habermasiana del mundo de la vida como actuación comunicacional, significaría pensar el fenómeno social no como una totalidad sino como un hecho parcial. Pues le falta a esta construcción teórica el lugar propio para la "obligación de ser libre" en la vida social, que es una marca de la ambivalencia del sujeto social, hoy en día, y que sólo se revela en la esfera de la cooperación espontánea. Esta es una condición que Caillé (2000) y Godbout (2007) consideran fundamental para pensar la emergencia del don democrático, esto es, un sistema de concesiones y objeciones abiertas y variables que comportan simultáneamente la obligación y la libertad de actuación en todos los niveles, de conflictos y de alianzas, sirviendo a la organización, desconstrucción y reconstrucción de las instituciones sociales.
En este sentido, admitir el hecho de que la sociedad está construida por creencias y obligaciones colectivas que tienden a imponerse sobre los miembros de la colectividad, no basta para legitimar los nuevos sistemas de poder transnacionales y/o nacionales, actualizados por los impactos globales que se expresan en una serie de movimientos y movilizaciones -Sin Tierra, Sin Techo, Indigenistas, Mujeres, etc.- y en los programas sociales dirigidos a amparar a las poblaciones más vulnerables (Ribeiro, 2000; Ivo, 2001; Zicardi, 2002; Mato, 2003; Mato, 2004). Hay una exigencia creciente basada en la discusión de los fundamentos morales de tales creencias y obligaciones, tanto en el plano de los procedimientos como en aquel del "mundo común", lo que lleva necesariamente a cavar más a fondo en las memorias y en los sistemas de valores que designan lugares e iniciativas de reconocimiento de los sujetos sociales, instituciones, organizaciones y reglas de negociación de conflictos y redistribución de los bienes colectivos.
Focalizando nuestra atención en el tema de la democracia participativa, entendemos que las dificultades de avanzar en la teoría y en la práctica de la asociación están en el hecho de que se presentan insuficiencias en la elaboración de las condiciones de manifestación de los pactos intersubjetivos, que Rousseau consideraba como fundamentales para el aparecimiento de una voluntad general (Rousseau, 1993). Ciertamente, los requisitos de esos acuerdos, hoy en día, son distintos de aquellos predominantes en la época del gran filósofo humanista francés crítico del Iluminismo, a medida en que las condiciones socio-históricas del sujeto social occidental, en este momento, no permiten pensar la idea de comunidad a partir de la lógica holista tradicional, que sacrifica la libertad y la autonomía individual sometiéndolas a la creencia colectiva, impuesta de forma imperativa.
En la actualidad, la idea de comunidad democrática, en la perspectiva de una sociedad civil plural, está vinculada a la posibilidad de emancipación de una esfera pública participativa por la cooperación y la colaboración, que permita regular los grandes sistemas complejos generados en la modernidad, como aquellos de la Sociedad Civil, el Estado y el Mercado, que obedecen a tensiones diversas, individuales y colectivas, objetivas y subjetivas, muchas veces antagónicas.

El simbolismo y el significado intersubjetivo de la asociación

Aunque los estudios de las racionalidades procedimentales son importantes para entender la democracia deliberativa, debemos aceptar que el énfasis excesivo sobre tales racionalidades suprime parte de la energía intelectual necesaria para la descripción y la explicación del hecho de que el fenómeno de la participación ocurre primeramente en la esfera de las significaciones compartidas del plano intersubjetivo. O de lo que Charles Taylor define como ontologías morales, que articulan las representaciones sobre la dignidad, el vivir juntos y el respeto peculiar a los derechos (Taylor, 2005: 25), que son recursos centrales para concebir una esfera pública autónoma. Rever la democracia participativa a partir de una nueva topografía moral del self occidental que amplíe las experiencias de la interioridad, la reflexividad y el cotidiano (Taylor, 2005), nos parece un camino oportuno para entender la constitución de los acuerdos intersubjetivos en las "sociedades de individuos" en donde las identidades están vinculadas a las identificaciones y a su vez conectadas en redes de interlocuciones (Souza, 2003: 25). Estas redes se organizan en el horizonte de visiones compartidas formadas por signos, imágenes y sentidos que, en conjunto, delimitan una nueva esfera de la actividad intelectual, aspecto central para la comprensión de los fundamentos simbólicos de la práctica democrática.
Sólo en un segundo momento, después de que se establezcan alianzas y mecanismos de reciprocidades espontáneos entre las intersubjetividades presentes en el contexto del "mundo común", el sistema de intercambio primario tripartito (formado por la donación, la recepción y la retribución de un bien simbólico o material), conocido como sistema de dádiva, puede emerger como presupuesto de la praxis política, de las reglas de solidaridad y de los procedimientos jurídicos y administrativos que aseguran la validez universal de la Justicia y del Derecho.
Hay, por consiguiente, una comprensión limitada, tanto en el ámbito de la teoría democrática como en el de la intervención política en los espacios de formación de la opinión pública, de lo que es el simbolismo y del modo como éste aparece en el surgimiento de alianzas y pactos responsables por el trabajo de socialización y de formación del carácter y, también, en la organización de solidaridades culturales y políticas. O sea, a pesar del impacto considerable que el descubrimiento del simbolismo tuvo clásicamente en la Sociología, la Filosofía y la Antropología en manos de autores como Mauss (1999), Cassirer (2004) y Lévi-Strauss (2003), no ha habido aún un aprovechamiento adecuado de esas contribuciones, en términos de repensar las relaciones entre simbolismo, poder político y democracia; tal vez por el hecho de que los fundamentos simbólicos de la vida asociativa y de los elementos significativos de la conciencia colectiva no sean visibles fácilmente a partir de una lógica instrumental. Las ciencias sociales conocen las dificultades de incorporar la "fenomenología de la percepción" a la base conceptual de sus narrativas críticas.

Sin el entendimiento socio-antropológico adecuado respecto de los fundamentos imaginarios y normativos de la asociación primaria entre seres humanos, la acción pública se amolda fatalmente a los procedimientos que limitan el horizonte de control y de protección social, a la aplicación fortuita y pragmática de mecanismos de reglamentación administrativa de las instituciones colectivas. Tal reduccionismo contribuye, frecuentemente, al refuerzo de las acciones de control, de las jerarquías morales autoritarias y del desestímulo a la autonomía de las esferas públicas plurales y participativas. Por la dificultad de integrar los fundamentos imaginarios y simbólicos de la acción humana, las intervenciones racionales y planeadas en lo social, en la modernidad se tornan frecuentemente paliativas, superficiales e insuficientes para detener los procesos de desorganización tanto del sistema político-administrativo -la esfera estatal y de regulación institucional- como del "mundo de la vida" -las prácticas cotidianas-, al tiempo que favorecen al control de la esfera pública por parte de las oligarquías económico-financieras y especulativas.
Nuestra hipótesis es, pues, que la articulación de esta dimensión semiológica en la base del "mundo de la vida" -que es la del simbolismo- a nuevas acciones públicas que favorezcan el espíritu asociativo y la esfera pública democrática, es una tarea central para la discusión sobre la democracia, hoy en día. Sin negar el valor de un lenguaje comunicacional en el mundo de los ciudadanos racionales, como propone Habermas (2002; 2003a), hay que reconocer que los pactos y los acuerdos intersubjetivos necesarios para la democracia participativa surgen, primeramente, en el plano de las acciones espontáneas y pre-reflexivas, revelándose por la circulación de los dones de reconocimiento del sujeto social, a partir de entendimientos intersubjetivos y por la elaboración espontánea de un lenguaje expresivo que se torna, posteriormente y desde la institucionalización del imaginario, intencionalmente compartido.
En este texto defendemos, en suma, la hipótesis de que la ausencia de una mayor profundidad de los fundamentos subjetivos de los procesos de constitución de alianzas y solidaridades repercute negativamente en la adopción de iniciativas colectivas y cívicas, en general, y en la formulación de políticas estatales, en particular, dirigidas a fortalecer la formación de una esfera pública democrática y participativa basada en el derecho comunitario y de propiedad más igualitario, a medio y largo plazo. La insuficiente comprensión del simbolismo en la acción social y política dificulta el trabajo de representar la política como transcendencia temporal que extrapole el tiempo de vida de los hombres mortales e integre una comprensión ética menos inmediata y más prolongada de la vida (Arendt, 2003: 64; Jonas, 1997: 14). A medida en que la acción política, en general, y la acción estatal, en particular, se limitan a una
"metafísica de la presencia" que condiciona el campo de los movimientos político-estratégicos a la objetividad social inmediata, se pierde de vista la importancia de la dualidad, del antagonismo y del conflicto en la producción del mundo de la vida (Mouffe, 1994: 12), ahora y en el futuro.
Con este propósito, buscamos profundizar en este texto el concepto de simbolismo asociativo, que puede también ser interpretado como un conjunto de metáforas inspiradoras de los acuerdos intersubjetivos. Para explorar su interés en términos de la acción colectiva y de la esfera pública democrática, debe entenderse que los fundamentos morales que condicionan los deseos de que los individuos estén juntos y compartan iniciativas comunes como si fuese algo absolutamente natural, obedece a una cierta incondicionalidad dada por la constelación simbólica subyacente al "mundo común". Son esos fundamentos que delimitan el carácter de las experiencias de dignidad en la vida cotidiana, de reconocimiento de la propia singularidad, llevando a emancipar derechos subjetivos en cada individuo y en cada grupo, abriendo nuevos horizontes a la regulación de la esfera pública y democrática (Taylor, 2005: 30). Tales experiencias redundan en resoluciones culturales más complejas del don y del reconocimiento del sujeto social, que dejan de referirse sólo a pactos comunitarios obligatorios, abriéndose para un expresivismo político y cultural complejo, diferenciado y singularizado.
El simbolismo asociativo es de fundamental importancia para la extensión de la comprensión del don, en cuanto alianza y base de la política y de la democracia participativa. El pacto fundador de la vida social tiene una significación simbólica primera que instituye la cultura del don antes de que el pacto asociativo asuma formas institucionales más visibles al Derecho, a las reglas y a los procedimientos de acción. Tal significación simbólica puede ser entendida como un referente mítico en el interior, del que se desarrolla una experiencia de sentimiento y de conciencia del Yo y del A mí (Mead, 1962), experiencia esta que apenas puede suceder a partir de una comunidad de referencia que tradicionalmente corresponde a los clanes y las tribus (Cassirer, 2004: 298). En las sociedades actuales, tal experiencia compartida se reproduce por los sistemas familiares, del vecindario y aquellos de carácter asociativo. En las sociedades complejas, la organización de este Yo y este A mí se apoya en innumerables redes de inserción, "circuitos de solidaridad que difieren profundamente de la imagen del actor políticamente organizado" (Melluci, 2001: 97), presentándose como redes de carácter segmentado y reticular.
En otra dirección, los acuerdos intersubjetivos generadores de una democracia participativa asociativa no pueden prosperar con éxito en el caso de que no entendamos que la libertad individual en la contemporaneidad ejerce un
impacto subversivo sobre el simbolismo. Maurice Merleau-Ponty comprendió con claridad este fenómeno de fragmentación de las estructuras simbólicas tradicionales en las sociedades complejas contemporáneas, donde los individuos, a partir de sus propias motivaciones y experiencias, son llevados a definir sus propios sistemas simbólicos. Según el autor,

"esta subversión se traduce en ganancias sólidas, posibilidades enteramente nuevas, como también en pérdidas cuyo valor precisa ser mensurado, riesgos que empezamos a constatar. El intercambio y la función simbólica pierden su rigidez, pero también su belleza hierática; la mitología y el ritual se sustituyen por la razón y el método, pero igualmente por un uso profano de la vida, acompañado de pequeños mitos compensatorios sin profundidad" (Merleau-Ponty, 1960: 141).

Las nuevas formas societales -interpersonales, intergrupales o intercomunitarias- fundadas en las luchas por el reconocimiento, la inclusión, el respeto y las posturas identitarias diferenciadas, constituyen la trama central de las disputas y los conflictos que están en el origen de los pactos intersubjetivos formados por los dones en circulación, sin los que no pueden emerger valores como la libertad y la conciencia moral colectiva, que generan el sentimiento democrático de la "obligación de ser libre". Pero para que estas culturas particulares se generalicen, sirviendo de base a modelos organizacionales más amplios -a culturas cosmopolitas y "glocales"- y a un nuevo sistema de derecho asociativo de base comunitaria ampliada, son necesarias acciones públicas que valoren los significados de las prácticas asociativas que funcionan como cemento afectivo de aquellas formas societales más libres. El proceso de creación cultural de una nueva forma de hacer política a partir de las sociabilidades primarias revela las tramas vividas por los sujetos sociales en el seno de choques culturales cruzados, por un lado, entre lo tradicional y lo moderno, y por otro, entre lo nacional y lo global. La innovación cultural contemporánea manifiesta, a su vez, nuevas modalidades de intercambios, de dádivas positivas y negativas, que son recreadas y recicladas por los individuos a partir de las rupturas de antiguas creencias y valores y del surgimiento de nuevas modalidades de acción en el mundo de la vida y en las esferas de los sistemas formales.

Democracia y esferas públicas asociativas

Sin el entendimiento de estos aspectos míticos, simbólicos, morales, estéticos e institucionales subyacentes a las nuevas formas asociativas en la actualidad, las intervenciones colectivas dirigidas a la ciudadanía por parte del Estado o de las organizaciones no-estatales se tornan precarias e insuficientes. Esta salvedad es particularmente importante para pensar salidas, en lo político, para aquellos segmentos sociales marginalizados o excluidos del mercado de trabajo organizado. Frecuentemente, semejantes iniciativas amplían las tendencias entrópicas y de desorganización social, cultural y moral de los sistemas asociativos primarios, a ejemplo de la familia, los vecinos, los amigos y los grupos asociativos, revelando una crisis profunda instalada en los antiguos mecanismos de protección social vigentes en la modernidad, en los países centrales (Rosanvallon, 1981) y también en las periferias (Martins, 2006), entre los siglos XIX y XX.
En la práctica, tales tendencias entrópicas de las acciones estatales denuncian un creciente desperdicio de recursos y el debilitamiento de la cohesión social, que se amplían a medida en que el planeamiento público estatal y no-estatal no considera las determinaciones subjetivas del hecho asociativo primario y sus impactos en las organizaciones formales. Tal factor desagregador tiende a revelar la alienación de las esferas públicas en relación con sus fundamentos simbólicos y morales, lo que dificulta el posicionamiento de la opinión pública respecto de temas estratégicos de la vida social. La cosa sucede como si el sujeto social que se organiza en esas esferas públicas, que hoy en día adquieren mayor complejidad a partir de los procesos de transnacionalización y relocalización, no pudiese comprender la vida cotidiana en cuanto expresión de un "hecho social total". De hecho, éste no puede ser percibido a partir de perspectivas utilitaristas y mercantilistas hegemónicas valorizadoras de lo cuantitativo, sino a través de expresiones cualitativas inherentes a los pactos intersubjetivos. La posibilidad de que el sujeto social readquiera la conciencia de su función creadora de lo público exige, por lo tanto, un cuadro de referencia más amplio, que se apoye en el simbolismo (Mauss, 1999) y en la ontología moral (Taylor, 2005).
El pensamiento social presenta algunas limitaciones en el campo de acción democrática y en cuanto experiencia de participación que se fundamenta en la movilización de las esferas públicas, en el simbolismo y en la asociación. Repensar la democracia en un contexto de crecientes demandas por reconocimiento, por un lado, y de una pérdida de vitalidad de los antiguos mecanismos regulatorios y redistributivos del aparato estatal, por otro, es una tarea urgente que permitirá superar la comprensión burocrática de la participación e incluir una visión interactiva, colaborativa y significativa de las prácticas sociales.
Ciertamente, el clima socio-cultural actual está en efervescencia y marcado por conflictos, rivalidades y generosidades dentro de las diferentes estructuras
del poder, que escapan al control de cualquier poder centralizado, como es el caso del Estado. Esto despierta una tensión inevitable entre la acción directa e indirecta, entre la democracia primaria y la secundaria, provocando dislocamientos de sentidos y el surgimiento de nuevas significaciones colectivas que se expresan en normas, valores, creencias y reglas sociales que son traducidas, casi siempre, de modo abrupto y descontinuo, en los espacios entre el individuo y el grupo. Por consiguiente, las perspectivas de surgimiento de una cultura democrática participativa, auténtica y válida para todos los niveles institucionales de la acción política -desde los niveles macro-sociológicos hasta aquellos micro-sociológicos- pasan a depender de formas de regulación intersubjetivas capaces de disolver las tensiones diversas -entre propósitos individuales y colectivos, interés y desprendimiento, libertad y obligación- que aparecen en primer lugar, por lo tanto, en el "mundo común".
Es un hecho que las luchas democráticas dejan de ser reguladas por mecanismos tradicionales, como el voto o el clientelismo, exigiendo nuevos dispositivos polifónicos, abiertos y transversales, simultáneamente horizontales y verticales, que respondan a las diversas presiones -individuales, grupales y corporativas-, resguardando los principios de universalidad, diversidad y justicia social, individual y comunitaria. Pero si esos dispositivos de regulación político-jurídica tuviesen existencia irregular y efímera, no siendo suficientemente legitimados y reglamentados por los poderes, no podrían servir efectivamente a la emancipación de una democracia participativa de base asociativa. Para esto, es necesario que tales dispositivos estén permanentemente regulados por representaciones y creencias colectivas en torno de alianzas a favor del hecho asociativo, y también por la creación de nuevos dispositivos públicos de gestión y de regulación que tengan una efectividad a corto, mediano y largo plazo. Pues la gubernabilidad debe ser reinventada para permitir la reversión y el control de los procesos anárquicos, generados a partir de la desreglamentación de los mecanismos tradicionales de control social, de la insuficiencia de la democracia representativa y de la desconfianza popular producidas por las retóricas populistas de muchos gobernantes.
Es importante que las reformas políticas avancen más incisivamente en el sentido de la creación de dispositivos de regulación y de redistribución legitimados en sistemas de poder descentralizados surgidos de las movilizaciones comunitarias locales y del ejercicio de prácticas asociativas fundadas en las reglas del don, del reconocimiento y de la colaboración. Sin embargo, tales dispositivos no deben desatender el hecho de que los intereses localizados deben someterse al imperativo de la universalidad y del bien común, que tienen como guardianes a todos los que ejercen la autoridad legítima y legal:
en las asociaciones, en las organizaciones públicas y privadas y en los sistemas políticos y gubernamentales. El don, entendido como reconocimiento, es el fundamento de una cultura asociativa que lleva a los individuos a que vivencien intersubjetivamente las obligaciones colectivas en cuanto virtud y medio de liberación y no de opresión. Este es el clima de surgimiento de una nueva cultura democrática y asociativa, de una cultura de reciprocidad fundada en nuevas alianzas que favorezcan simultáneamente la diversidad identitaria y el bien común y público, en los planos local y extra-local, nacional y transnacional.
La resolución de los dilemas entre la acción política directa (democracia primaria) y la acción política indirecta (democracia representativa o secundaria) puede ser mejor comprendida a partir de la formulación de un concepto de cultura política democrática y participativa forjada en las experiencias cotidianas y en los aciertos intersubjetivos que den cuenta, simultáneamente, de las actividades teóricas y prácticas de acción social y de las conexiones socioantropológicas entre los planos de la esfera simbólica y material. En fin, una lectura de la democracia en cuanto reconocimiento (Honneth, 2003) implica en considerar, en primer lugar, el don como operador necesario para las conexiones y alianzas entre personas morales, individuales y colectivas.
O sea, entender la democracia participativa como un bien moral y simbólico fundado en la alianza, permite concluir que el contrato social, inspirado en la regulación de intereses materiales y privados egoístas, constituye apenas un desdoblamiento del sistema general del don (Godbout y Caillé, 1992). Diferentemente, el bien público, en la perspectiva de una cultura democrática participativa fundada en el reconocimiento recíproco e intersubjetivo, debe constituir un nuevo código de referencias normativas y axiológicas, no reductible a los intereses privados, un código que supere el egoísmo individual para instaurar una experiencia de identificación con el otro, que Schopenhauer (2001: 136) sintetiza con la expresión denominada de compasión.
La concretización de esta cultura democrática direccionada a un nuevo tipo de esfera pública, híbrida y compartida depende de la posibilidad de articular a la Sociedad Civil y al Estado en planos micro-organizacionales donde se vivencien, se donen, se negocien y se compartan nuevas creencias y códigos colectivos, y donde las reglas funcionales y la dinámica interpersonal se transformen en prácticas cooperadas.
Las experiencias actuales de democracia participativa -a ejemplo de los consejos municipales (Cary, 2006)- señalan teóricamente este salto en la institución democrática, aunque en la práctica todavía haya un largo camino a recorrer antes de que se constituya en una realidad efectiva. En este sentido, es
conveniente que la acción pública lleve en consideración el valor de lo simbólico para consolidar la materialización de la práctica asociativa y solidaria y la expansión de la democracia participativa. Ciertos símbolos como la pelota, el equipo de fútbol, los naipes o el juego de dominó, que aparentemente son figuras banales y de poco interés para la política y la acción pública, cargan en sí un fuerte componente asociativo.
Infelizmente, tales figuras son, en general, menospreciadas por los gestores públicos que piensan -lo que representa una visión limitada de la política- que la concientización del espíritu de ciudadanía depende sólo de estrategias de convencimiento y manipulación, desconociendo la importancia del simbolismo, en general, para promover solidaridades y adhesiones a acciones de carácter público. Tal vez el hecho de que la teoría democrática aún no esté dando espacio suficiente al papel de los pactos intersubjetivos en la constitución de la práctica democrática, esté constituyéndose en un factor inhibidor de la creación de políticas sociales emancipadoras. Esta es una cuestión que merece una reflexión más profunda.

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Aceptado: 8 de abril de 2008.

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