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Revista argentina de sociología

versión On-line ISSN 1669-3248

Rev. argent. sociol. v.6 n.10 Buenos Aires mayo/jun. 2008

 

Envejecimiento y género: perspectivas teóricas y aproximaciones al envejecimiento femenino

Dr. José Alberto Yuni y Claudio Ariel Urbano

UNCa-CONICET
UNC

joseyuni@hotmail.com
José Alberto Yuni es Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. Profesor titular de la Universidad Nacional de Catamarca. Director del Doctorado en Cs. Humanas de la UNCA. Miembro

claurbano@hotmail.com
Claudio Ariel Urbano es especialista en Psicogerontología. Doctorando en Cs. Humanas. Docente de posgrado en la Maestría en Gerontología de la Universidad Nacional de Córdoba.

Abstract

Desde la perspectiva del envejecimiento diferencial, y apoyándose en los postulados de la Gerontología Crítica y de la Gerontología Feminista, este artículo propone una caracterización del proceso de envejecimiento femenino a partir del concepto de madurescencia. En la primera parte se traza una síntesis de la discusión metateórica en el campo de la Gerontología Social y se destacan los aportes críticos de la Gerontología Feminista al debate académico. En la segunda parte se expone, desde una perspectiva de género, el proceso de madurescencia, entendido como un tiempo a la vez personal y socio-cultural de reelaboración identitaria. La madurescencia femenina, tal como se la define, es un fenómeno emergente de las últimas décadas, producido por la conjunción de distintos factores: el avance en materia de igualdad de géneros, la extensión de la expectativa de vida y la feminización de la longevidad. Estos cambios fueron configurando un nuevo territorio identitario para la vejez temprana de las mujeres. Diferentes estudios han puesto de manifiesto que los rasgos dominantes de la madurescencia son la crisis y la reelaboración de la identidad personal. El artículo describe teóricamente diferentes dimensiones psicológicas de la madurescencia femenina, desde una perspectiva socio-cultural.

Palabras clave: Envejecimiento diferencial; Envejecimiento femenino; Madurescencia; Gerontología Crítica; Gerontología Feminista.

Based on the notion of maturescence, this paper advances a characterization of women’s aging process from the critical perspective of differential aging, critical gerontology, and feminist gerontology. First, it synthesizes the meta-theoretical debate in social gerontology, highlighting the critical contributions of feminist gerontology. In the second section, the article discusses from a gender perspective the process of maturescence as both a personal and sociocultural time of identity rebuilding. Female maturescence, defined as a phenomenon of the last decades, results from a combination of factors: advances in gender equality, increased life expectancy, and the feminization of longevity. These changes created a new identity field for women’s early old age. Several studies have shown that the dominant features of maturescence are crisis and the recreation of personal identity. From a theoretical perspective, the article describes different psychological dimensions of female maturescence from a sociocultural approach.

Keywords: Differential Aging; Female Aging; Maturescence; Critical Gerontology; Feminist Gerontology.

Introducción

En las últimas décadas, la crisis del paradigma científico dominante heredado de la modernidad y la aparición de un conjunto de teorías sociales y culturales han sido la condición de posibilidad para la emergencia de nuevos enfoques en los modos de construcción teórica del proceso de envejecimiento.
Tradicionalmente, la investigación gerontológica ha sido acusada de un marcado empirismo, en estrecha vinculación con preocupaciones interventivas. En el campo de las Ciencias Sociales y Humanas, ello condujo a la producción de escasos y limitados modelos teóricos. Para algunos autores, esta situación es el resabio de una tradición científica que focalizó el envejecimiento como un proceso individual, de naturaleza esencialmente biológica, y en la que subyace una concepción decremental y deficitaria de la vejez (Schroots, 1996; Tornstam, 1992).
Tanto la teoría como la práctica gerontológicas se caracterizaron por su clausura disciplinar, configurando de ese modo un amplio mosaico de representaciones científicas sobre la vejez. En la década pasada, las principales publicaciones científicas gerontológicas se han hecho eco de estos debates, otorgándoles un espacio relevante a aquellos trabajos interesados en esclarecer el "proyecto científico y social" de la Gerontología. En tal sentido, las obras de autores como Schroots (1996), Bengston et ál. (1997) y Tornstam (1992 y 1994) constituyen hitos importantes para guiar la reflexión metateórica necesaria para elucidar el saber y el hacer gerontológicos.
Estos autores, valiéndose de una categoría propia del campo gerontológico, describen el proceso de producción de teorías -iniciado en la década del cuarenta-, identificando sucesivas generaciones teóricas que fueron perfilando diferentes aspectos del envejecimiento1. Con los matices analíticos propios de
cada autor, todos ellos concuerdan en que en la actualidad estaríamos en presencia de la tercera generación de teorías gerontológicas. Esta nueva generación surge a partir del rechazo del paradigma positivista y de las críticas al paradigma fenomenológico-comprensivo efectuadas por un conjunto multiforme de teorías emergentes (entre las que se identifican la Gerontología Posmodernista, la Gerontología Crítica y la Gerontología Feminista, entre otras).

Gerontología Crítica y Gerontología Feminista como matrices epistémicas

Estos enfoques se apoyan en las contribuciones de la Teoría Social Contemporánea, denominación con la que se refiere a los aportes de un conjunto de filósofos y teóricos sociales que han producido un giro copernicano de amplia influencia en las Ciencias Sociales y Humanas2 y, por ende, en el campo gerontológico. La mayor parte de los autores cuyos aportes configuran la Teoría Social Contemporánea no han efectuado una aproximación sistemática a la vejez y al envejecimiento, sino que han ofrecido una perspectiva analítica de los procesos sociales que permite focalizar, de otra manera, cuestiones como la estructuración social y su relación con las identidades, las transformaciones de los procesos de subjetivación en el orden social contemporáneo, etc.
Lejos estamos de afirmar que la Teoría Social Contemporánea expresa un proyecto paradigmático. Se trata, más bien, de un conglomerado de diferentes respuestas dadas a interrogantes similares, cuyos resultados no siempre son asimilables unos a otros, aunque se intersectan y establecen relaciones de correspondencia y reciprocidad.
A partir de este posicionamiento metateórico, los estudiosos del proceso de envejecimiento como fenómeno psicosocial han desarrollado, en la última década, un enfoque general, multiforme y potente, denominado Gerontología Crítica. Esta perspectiva gerontológica establece una clara demarcación con el enfoque que denomina Gerontología tradicional, de fuerte cuño positivista, sustentado en una concepción biomédica de los clásicos estudios de Gerontología Social. Una de las contribuciones más importantes de esta perspectiva ha sido la de reclamar un examen crítico de los modelos conceptuales desarrollados por la Gerontología tradicional, la consideración de sus supuestos y el análisis de la carga moral y ética de los constructos gerontológicos.
La Gerontología Crítica plantea que los constructos filosóficos y científicos surgen y sirven para recrear el variado ambiente socio-histórico y son, de algún modo, simples extensiones del conocimiento popular. En tanto y en cuanto los científicos sociales comparten el mismo horizonte pre-reflexivo, que sirve como soporte simbólico y material del mundo social que pretenden estudiar, esta perspectiva va a sostener la influencia (e influjo) de las creencias, los valores epocales, los significados contextuales y la cosmovisión de una sociedad dada, en las construcciones conceptuales que éstos elaboren para describir y explicar el envejecimiento y la vejez.
Al rechazar la pretendida asepsia y neutralidad teórica y valorativa del científico social, la Gerontología Crítica postula que el sustrato básico de la producción de teoría gerontológica son los distintos saberes y conocimientos, científicos y no científicos, que circulan en la trama social en un momento histórico determinado. El análisis de los supuestos y valores sociales subyacentes en la construcción teórica de la Gerontología tradicional lleva a relativizar el pretendido alcance universal de sus conceptos clave. Tornstam (1992), por ejemplo, analizando conceptos tales como autonomía, salud, independencia, vejez y declinación, establece su funcionalidad con los valores de la sociedad occidental, blanca y de mediana edad. Por su parte, Bury (1996) sostiene que los modelos científicos utilizados para describir el desarrollo humano no son más que extensiones de representaciones populares que interpretan la vida humana sirviéndose de analogías tales como senderos, círculos o ciclos observados en la naturaleza.
Por su parte, las autoras feministas enroladas en esta perspectiva han destacado el carácter androcéntrico de las representaciones populares y científicas acerca del ciclo vital como un conjunto de etapas o estadios que se suceden cronológicamente (Freixas, 1997). Señalan que, en el caso de las mujeres, las etapas se superponen e intersectan, o presentan inconsistencias dentro o entre distintos períodos. Sostienen, también, que el ciclo vital de las mujeres parece estar más relacionado con los acontecimientos familiares y con los cambios de roles en el ámbito doméstico. Para los hombres, en cambio, los roles sociales públicos (trabajo, participación social) constituyen los marcadores de cada etapa evolutiva (Helterline y Nouri, 1994).

Tanto la Gerontología Crítica como la Gerontología Feminista sostienen que el conocimiento gerontológico es conocimiento social y, por lo tanto, no se debe desconocer la carga moral, ética y valorativa que éste posee. El uso de las teorías no se limita al intercambio entre los científicos, sino que tiene un uso social, en la medida en que se articula con intereses económicos, culturales y sociales, a través de los cuales ejerce un efecto sobre la vida cotidiana de las personas, orientando sus elecciones, decisiones y juicios.
Estos enfoques remarcan que ciertos campos de indagación de las teorías gerontológicas tradicionales -tales como familia, independencia, autonomía, integración, estrés, participación y salud, entre otros- son básicamente construcciones y prácticas socio-culturales y, por ende, no se trata sólo de considerarlas como meras categorías científicas libres de valores y sentidos. Por ello, los autores y autoras de la Gerontología Crítica sugieren que los conceptos gerontológicos provenientes de las teorías tradicionales poseen una finalidad implícita que tiende al mantenimiento del orden social, de la distribución del poder y al sostenimiento de la propia legitimidad del orden científico en la sociedad. De acuerdo con esta perspectiva crítica, muchos de los conceptos científicos son producidos a partir de los saberes de la cultura popular; por su parte, éstos son resignificados a través de procesos de colonización del mundo de la vida mediante las tecnologías sociales y la racionalización de sus prácticas. Se genera, así, un círculo en el que el conocimiento científico permite que se repliquen y mantengan ciertos valores dominantes, representaciones, roles y posiciones sociales.
Por su parte, la Gerontología Feminista aporta una crítica a los modos en que el lenguaje, el discurso y la investigación construyen conocimientos acerca de las mujeres mayores (Arber y Ginn, 1996). La Gerontología Feminista ofrece una metateoría que problematiza todas las investigaciones basándose en dos movimientos intelectuales: el constructivismo social y el deconstructivismo. El primero retoma la crítica a la presunta neutralidad del conocimiento científico, afirmando que la verdad y la realidad no son descubiertas sino que son socialmente construidas y perpetuadas como formas de poder. El segundo movimiento cuestiona las tradicionales visiones del lenguaje y su relación con el pensamiento y la realidad. Propone analizar el modo en que, por medio del lenguaje, se construyen los significados sociales sobre el envejecer femenino y, a su vez, cómo opera en tanto medio e instrumento privilegiado a través del cual las representaciones sociales se incorporan como categorías mentales y esquemas de percepción y de apreciación de su propia condición de mujeres mayores.
En resumen, la Gerontología Crítica y la Gerontología Feminista proponen una revisión profunda que permita establecer los lazos y las rupturas
entre los significados socio-culturales asignados a la vejez y al envejecimiento y las representaciones sociales que circulan en la trama social, y la continuidad y pervivencia de ciertas creencias, prejuicios y preconceptos sociales en los discursos de la ciencia y en las prácticas de los profesionales del campo gerontológico.

Envejecimiento, género y crisis identitaria

En los últimos años, a partir del descubrimiento de que el envejecimiento no es un fenómeno universal sino que existen itinerarios y modos de envejecer diferentes para cada cultura, sociedad e, incluso, grupos sociales, se ha renovado el interés por los estudios socio-culturales del envejecimiento. La noción de envejecimiento diferencial puso de manifiesto, entre otras cosas, que varones y mujeres tienen modos diferenciados de envejecer, de concebir el envejecimiento, de afrontarlo y de significarlo. Las transformaciones contemporáneas del proceso de envejecimiento como acontecimiento social han llevado al reconocimiento de la diversidad, la heterogeneidad y la dimensión ecológica del envejecimiento individual y social. La longevidad, la aparición de nuevas industrias de la vejez y la diferenciación interna de la población envejecida, entre otras transformaciones, tensionan la producción gerontológica y obligan al reconocimiento de las diferencias, las desigualdades y la diversidad de representaciones, prácticas y configuraciones identitarias de la vejez.
A partir de la década del ochenta, diferentes investigaciones comenzaron a mostrar que la crisis de la mediana edad marcaba un punto de inflexión en los recorridos vitales de las mujeres (Levinson, 1978). Recorridos hacia puntos nuevos, no sólo en el plano personal sino también en el social. La generación de mujeres mayores de esa década tuvo que afrontar el hecho de que el molde/modelo identitario ofrecido por sus madres ya no les servía o no lo querían como opción para sí, y mucho menos para sus hijas (Sheehy, 1979).
De ese modo, la conjunción de distintos factores, como el avance en materia de igualdad de géneros, la extensión de la expectativa de vida y la longevidad, fueron configurando un nuevo territorio para la mediana edad y la vejez temprana de las mujeres. En efecto, más allá de los cambios físicos y sociales que caracterizan estos momentos del curso vital, los estudios han puesto de manifiesto que su rasgo dominante es la crisis y la reelaboración de la identidad personal.
A continuación, se examinan algunas particularidades de este tiempo femenino de reelaboración identitaria a partir del concepto de madurescencia. En
la primera parte se explicitan los alcances de ese concepto tal como lo hemos elaborado en trabajos previos (Yuni y Urbano, 2001) y en la segunda parte se describen las particularidades de la madurescencia femenina.

La madurescencia como tiempo de reelaboración identitaria

Entendemos por madurescencia a aquel momento/movimiento del recorrido vital-existencial en el que el sujeto se cuestiona, se plantea y se orienta a la tarea de alcanzar su madurez. El trazado de la madurescencia se inscribe en la vejez temprana, período que es descrito actualmente como un tiempo de exploración y búsqueda (De Rosnay, 2005)3. Conviene apuntar que la madurescencia es un tiempo personal que se inscribe en un tiempo social de "permiso" y que implica un movimiento subjetivo de re-apropiación y re-orientación de la propia experiencia vital. La madurescencia es un proceso de transición en el que transcurre y discurre el trabajo de dar sentido a la propia vida, que necesita de y se realiza en diferentes espacios/tiempos/movimientos transicionales. En tanto movimiento subjetivo, requiere que la persona decida atravesar, permanecer y significar esos "entre" dándoles, por ende, un sentido particular e intransferible.
La madurescencia es un momento de replanteos, de desestabilización de los modos habituales de funcionamiento, de selección de aquellos modelos identificatorios que han servido al sostenimiento de la propia identidad. Momento de búsqueda y de confrontación con los modelos y mandatos recibidos en otros momentos del curso vital.
La madurescencia es un momento existencial dinámico en el que se ponen en juego, en el aquí y ahora, las resoluciones de todos los conflictos actuales y los de etapas anteriores; situación en la que emergen aquellas carencias producto de elaboraciones incompletas e insatisfactorias. Como momento vital representa un período signado por la acción y la necesidad de establecer un cambio en las formas de interpretarse, de comprender su entorno, de posicionarse frente al mundo y en los modos de actuar. La mujer madurescente adquiere conciencia de que este es su tiempo, que debe afrontar a tiempo y en este tiempo las situaciones y los desafíos que se le presentan para re-elaborar el trazado de su recorrido vital. En tanto proceso evolutivo, la madurescencia implica la conquista de los aspectos positivos del envejecimiento, es decir, de
aquellos atributos que hacen que este sujeto que envejece en un cuerpo de mujer, con un sentir, un actuar y un pensar construidos desde lo femenino, se proyecte en la consecución de su integridad personal.
Las razones que explican el proceso de la madurescencia son complejas, ya que interactúan múltiples factores, que se relacionan en diversos niveles. Ellos son: a) la experiencia individual de los cambios corporales asociados al paso del tiempo cronológico; b) la interpretación psicológica del transcurso de los años y de los logros obtenidos durante el curso vital, y c) el peso de las exigencias sociales que delimitan lo que "debe" ser una mujer madurescente. Estos factores se vinculan en una interacción dialéctica; interacción signada por los recursos, obstáculos y posibilidades que las mujeres han tenido a lo largo de su recorrido vital, pero que se ve enriquecida y transformada por los aprendizajes que puede incorporar en este momento.
Desde nuestra perspectiva, la madurez, más que un estado al que se llega y en el que se permanece, parece ser un largo proceso en el que se van ensayando modos nuevos de funcionamiento, se van probando nuevas posibilidades, se van superando situaciones críticas y transiciones de las que se trata de sacar aprendizajes, y se reavivan utopías e ilusiones que conducen a nuevas búsquedas.
A la palabra madurez -connotada de estabilidad y seguridad- la resignificamos con el concepto madurescencia, que denota movimiento, flexibilidad y procesualidad. La madurescencia es el proceso en el que las mujeres que atraviesan la mediana edad y la vejez temprana afrontan nuevas demandas para la reelaboración de su identidad personal, femenina y social. La problemática que se les presenta es la de la recreación de una subjetividad que las fortalezca y les otorgue sentido a/en su identidad de mujeres mayores.

El despliegue del yo buscador

La mujer madurescente manifiesta un clima emocional exagerado, caracterizado por una serie de sentimientos ambivalentes que oscilan entre un bienestar subjetivo pleno y un autoconcepto negativo de sí misma. Esta ambivalencia se acompaña de una reevaluación permanente con respecto al tiempo vivido, a las tareas realizadas, a las elecciones efectuadas y a la adquisición de vínculos sociales significativos. Dicha ambivalencia responde a la pugna que se establece entre aquellos aspectos de la personalidad que tienden a la seguridad, a lo conocido, y aquellos que las impulsan hacia la aventura, a lo desconocido.
Apelando a conceptos de la psicología dinámica, a los aspectos de la personalidad que tienden a la seguridad, los podemos designar con el nombre de yo fusionador; mientras que aquellos que impulsan hacia la búsqueda de experiencias nuevas podemos identificarlos con el nombre de yo buscador.

El yo fusionador es el yo más primario. Representa el modelo de relación más primitivo, que se constituye en el vínculo de dependencia con la madre. Es el yo que se elabora en el vínculo con una persona que cubre nuestras necesidades básicas y profundas de contacto. Este yo tiene que ver con los aspectos simbióticos y dependientes, por lo que tiende a la búsqueda de seguridad, y predomina en las experiencias infantiles. Proporciona arraigo emocional en los momentos de la vida en que nos encontramos en estados de cierto equilibrio.
En tanto, el yo buscador es aquel que impulsa a la individuación-separación, es decir, al abandono de los vínculos de dependencia y de la relación simbiótica, y orienta hacia la búsqueda de la autonomía. Ambos yo tienen objetivos diferentes, aunque cuando se complementan generan una sensación de bienestar. No obstante, si predomina algún yo sobre el otro, se produce una desorganización que conduce a la crisis. El predominio del yo fusionador produce una sensación de encierro, de vínculos cerrados que se autoabastecen a sí mismos. El predominio del yo buscador impulsa a una búsqueda incesante de autorrealización personal, con el riesgo de transformar a la persona en un errante caminante, desarraigado de todo aquello que implique compromiso emocional, lo que suele desencadenar experiencias de soledad profunda.
Por el peso de la socialización femenina, la mujer madurescente ha estado más inclinada hacia el polo del yo fusionador. En este momento del curso vital suele manifestar una tendencia hacia el yo buscador, lo que genera un conflicto en sus vínculos y en sus elecciones. En este tiempo vital, en el que comienza a tomar conciencia de que el tiempo se acorta, que el tiempo comienza a ser medido como tiempo por vivir, la mujer experimenta la necesidad de "salir al mundo" a explorar experiencias nuevas antes de que el tiempo se agote.
Este impulso a lo nuevo conduce a las mujeres en las que predominaba el yo fusionador a una reorganización de su entorno vital. Por ejemplo, reanudan ciertas actividades o proyectos interrumpidos en la juventud, cuando postergaron sus proyectos personales para reasegurar los vínculos familiares. A veces, evalúan descarnadamente los beneficios que les ha aportado un matrimonio de años y se plantean la alternativa del cambio de pareja o la disolución de vínculos que son visualizados como poco enriquecedores. Otras veces, se despliega algún talento creativo antes no desarrollado o se exploran mundos internos que pueden aportar nuevos recursos y ampliar su potencial personal. En tanto, las mujeres madurescentes en quienes ha predominado la experiencia del yo buscador sienten cierta nostalgia de establecer vínculos seguros, que les permitan arraigarse y descansar de tanta búsqueda.

La recuperación de los ideales de realización

Durante el proceso de la madurescencia la mujer mira y evalúa, en términos de bueno/malo, satisfactorio/insatisfactorio, suficiente/insuficiente, aquello que ha generado en las distintas esferas de su vida, a lo largo de su recorrido vital. Intenta establecer un equilibrio compensatorio entre aquello que considera que le ocasiona certeza y seguridad y aquello que anhela proyectualmente y que evalúa como una falta. De ahí que la posibilidad de plantearse nuevos proyectos generativos se apoye en aquellas consecuciones que son fruto de las adquisiciones de aprendizajes y resoluciones de etapas anteriores.
La madurescencia, en tanto implica ir en busca de la madurez, supone el interjuego de la generatividad, la productividad y la creatividad en pos de la consecución de un ideal que propicie la expansión de la integridad de la persona. En ese ideal la mujer pone toda su energía, a fin de lograr la expansión de su yo y de entregarse a la concreción de aquello que considera su proyecto creativo. Cuando no le es posible encontrar un cauce para depositar la energía en la consecución del ideal, se produce una sensación de empobrecimiento, de estancamiento, y la energía se retira de los objetos del mundo externo. Se produce, así, una pseudointimidad que, más que el contacto consigo misma, supone el aislamiento en el contacto con el mundo externo.

Ser modelo para sí misma y ante los demás

Generalmente, durante la madurescencia la mujer asume la responsabilidad del cuidado de las generaciones pasadas y futuras. Sus hijos representan tanto el pasado como el futuro de ella, mientras que sus padres representan tanto el futuro como su pasado personal. De esa manera, actualmente, la mujer madurescente se encuentra en una transición en donde se constituye a sí misma en el propio modelo de hasta tres generaciones: la pasada y las futuras.
En tanto cuidadora de sus padres y familiares envejecidos, se ofrece como modelo identificatorio para sus hijos, ante los que se presenta como proveedora de cuidados a los ascendientes. En tanto cuidadora de sus hijos, se ofrece como modelo de responsabilidad y solidaridad intergeneracional. La responsabilidad de "cuidadora" de sus padres se constituye en la fuente de aprendizaje de esta mujer madurescente, pues se ve enfrentada a asumir un "rol" para el cual no se dispone de modelos sociales y, por lo tanto, debe generar su propia modalidad para ejercerlo y, a su vez, ofrecerse como el producto de este aprendizaje.

En cuanto al cuidado de la descendencia, estas mujeres desempeñan funciones de cuidado de los hijos que permanecen en la adolescencia juvenil hasta alrededor de los treinta años y/o brindan sostén afectivo-económico a los hijos adultos que han formado sus propias familias. En la última década se observa, a nivel mundial, el fenómeno creciente de que a las mujeres madurescentes se les agrega la responsabilidad del cuidado y la crianza de los nietos. Tarea que es realizada desde una posición que interpela las formas tradicionales de abuelidad y que se les presenta como una nueva obligación que coloniza su vida personal.
Estas mujeres madurescentes soportan la responsabilidad de mediar entre tres sistemas de referencia que le demandan diferentes roles y funciones: la de sus padres, a quienes debe cuidar; la de sus hijos, a quienes debe ayudar y sostener, y la de sus nietos, a quienes contribuye a educar y cuidar.
Mientras atraviesa las crisis internas que se le presentan, la mujer madurescente tiene que afrontar numerosas exigencias. Si bien muchas de ellas son vivenciadas como imposiciones, son situaciones que se convierten en oportunidades para escrutar su vida y revisar sus opciones vitales. Este aprendizaje genera conflictos internos, pues muchas veces no sabe cuál es el límite de estos "cuidados" ni establecer sus propios límites entre aquello que puede en realidad ofrecer y aquello que siente que "debe hacer". Entran en contradicción los mandatos culturales heredados de "entrega abnegada" sin reclamar nada y las necesidades "reales" de "entregar aquello que desee". Esta contradicción genera culpa y hostilidad hacia las personas que son beneficiarias de sus cuidados. Otras veces, en el intento de superar estas sensaciones, se imponen excesivas autoexigencias que incrementan el malestar consigo mismas.
El proceso de la madurescencia femenina no se limita al aprendizaje y a la evaluación de los roles dentro del círculo familiar. Podríamos decir que ese es el comienzo, pues en este proceso la mujer escruta sus valores y sus metas -pasadas y presentes- a fin de decidir si le son útiles para encarar esta nueva etapa. Se produce, aquí, una imperiosa necesidad de ser auténtica y fiel a sí misma, determinada por la alteración de la percepción del propio tiempo. Es común apreciar en el discurso de la mujer madurescente que existe un antes y un después en su modo de ser, a partir de la ocurrencia de este momento vital.

El camino de la autonomía y la libertad personal

En este proceso de búsqueda de autenticidad la mujer halla sus propias resistencias, pues al abrir las puertas a la autoevaluación y al cambio no siempre encuentra que sus decisiones han fortalecido su autonomía, sino que a veces, muy por el contrario, percibe profundamente la frustración y el yerro de las elecciones pasadas. Tal es el caso de mujeres que están atrapadas en vínculos afectivos con hombres con los que sienten que no existen puntos esencialmente comunes más que el proyecto de los hijos.
Durante el proceso de madurescencia se produce un debilitamiento en el sentimiento de identidad personal, es decir que la mujer, al instaurar este proceso de autoevaluación, genera cierta sensación de desconocimiento respecto de determinados aspectos de sí misma. La autoevaluación deja vulnerable a la mujer mayor, quien cuestiona su manera de ser y de sentir, cuestiona sus seguridades, las afirmaciones, creencias y saberes acerca de sí misma, y descubre ciertos aspectos de sí que hasta el momento no había tenido en cuenta o había mantenido negados.
Es inevitable esta sensación de vulnerabilidad, pues el ir en pos de la madurez supone ampliar la mirada que se tiene de sí misma e ir en busca de un reconocimiento de sí que incorpore aspectos aceptados y aspectos no tan aceptados. Al respecto, Gail Sheehy (1979) sostiene que, en la búsqueda de lograr la autenticidad, este es un momento de aceptación de todas las partes de la personalidad, ya que hasta ahora la mujer había orientado su energía manifestándose de una forma en que pudiese complacer a la cultura y a otras personas, a fin de recibir amor y aprobación.
En este momento vital, continúa la autora, la mujer se da cuenta de que la promesa de aprobación externa es sólo una ilusión y que es ella quien debe establecer los propios códigos de autoaceptación. De ahí que esta mujer, que se manifiesta como otros desean y que se mira a través de miradas externas, se replantea la necesidad de recuperar su propio deseo y de incorporar a sí misma su mirada interna. Por ello, decide expandir la percepción de sí misma, expansión que de-viene en la incorporación de todas las partes de sí, las buenas y las malas. Esta incorporación de una mirada propia supone la desintegración de aquella identidad sustentada en el deseo de agradar y la incorporación de aspectos negados o considerados indeseables, a fin de reestablecer una identidad más integrada y auténtica.

Comprender y comprenderse a sí misma a través de la integración de las polaridades

La mujer, durante la madurescencia, no trata de definir quién es, sino más bien qué sentido se otorga a sí misma y a la vida en relación con los compromisos sociales y personales que ha asumido varias décadas atrás. Levinson (1983) sostiene que la estructura vital se genera a partir del compromiso del yo con el mundo y que ésta se manifiesta en el relato recíproco de ambos. Es decir, que uno es lo que percibe de sí mismo y lo que los otros dicen acerca de uno. Este momento vital se constituye en el conflicto entre lo que la mujer afirma de sí misma y lo que el mundo dice que ella debe ser.
Sin embargo, la estructura vital se constituye en un todo, en el que se integran aspectos internos y externos que interactúan entre sí. Por ello, el trabajo de este momento de la vida consiste en la afirmación de la identidad personal, mediante la integración de aspectos que son opuestos pero que no se contrarían entre sí, pues coexisten y adquieren sentido uno con relación al otro. Estos aspectos constituyen parejas de polaridades que, en este momento vital, tienden a integrarse y complementarse. Dichas polaridades son: viejo/joven; creación/destrucción; masculino/femenino, y apego/separación.
Durante la madurescencia la mujer se siente joven en muchos aspectos -en sus ganas, en el despertar de sus intereses creativos, en la necesidad de ser contenida y acompañada por su pareja afectiva, en la búsqueda y en el establecimiento de sus vínculos sociales-, pero también tiene la sensación de estar vieja -en su experiencia, en su criterio de realidad, en el conocimiento de sí, en las expectativas respecto del entorno, en el conocimiento de sus límites-. Su tarea, en este momento vital, consiste en llegar a ser una vieja/joven, de una manera integrada.
Respecto de la polaridad creación/destrucción, es en este período en donde la mujer toma una intensa conciencia del tiempo. Siente que el tiempo que le resta de juventud es limitado, por lo que debe hacer uso de él de una manera inteligente y que responda plenamente a sus necesidades. La percepción del propio tiempo genera una autoconciencia de la vejez y de la propia muerte. La muerte propia y la muerte de otros adquiere una dimensión de realidad y no resulta romántica. A partir de la percepción de la mortalidad se llega a la conciencia de la destrucción, como un polo que representa el deterioro, la vejez, la muerte.
A través de la autoevaluación se desplaza la sensación de destrucción hacia la autopercepción de aquello que se siente como carencia, y se llega, así, a la toma de conciencia de aquellas relaciones afectivas que han sido fuente de destructividad y de inseguridad. Ello genera sensaciones entremezcladas de dolor, de enojo, de impotencia y de necesidad de otorgarles un sentido dentro de su aprendizaje vital. Al mismo tiempo, la mujer siente un deseo de despojarse de estos restos de enojo, de destructividad, de desamor. Apela, asimismo, a sus fuentes generadoras de creatividad y amor. Se producen deseos de crear productos que tengan valor para sí y para los demás; de establecer vínculos nutritivos y generosos, que incrementen su bienestar y que propicien
reaseguros internos. La tarea de este momento vital consiste en integrar las fuerzas creativas y destructivas que conviven en el interior de sí.
De manera semejante, durante la madurescencia deben reconciliarse los aspectos masculino/femenino que coexisten en el yo. Según haya sido la historia vital y las circunstancias externas a las que haya tenido que enfrentarse, la mujer desarrolla aspectos masculinos o femeninos, los cuales a veces predominan uno por encima del otro. Si por ejemplo, contradiciendo los mandatos y la socialización, la mujer ha tenido que sortear circunstancias en las que se ha visto exigida a resolver cuestiones existenciales que requerían más su pensamiento práctico y su evaluación intelectual que su emoción, encontramos una mujer que ha funcionado fijando pautas de actuación caracterizadas por la resolución autónoma e independiente, antes que pautas protectoras, sumisas o dependientes. Estas mujeres (entre quienes podrían considerarse las viudas, las separadas o las que poseen la jefatura del hogar) se caracterizan por ser proveedoras, más que demandantes de afecto, de seguridad, de recursos materiales. Existe cierta tendencia en ellas a plantearse una autoexigencia que satisfaga al otro y, a veces, una cierta inhibición con respecto al reclamo de aquello que necesita y de lo que le pueda demandar al otro. Este polo es propio de mujeres que no han realizado un aprendizaje de exteriorizar sus emociones, sus necesidades, su debilidad.
En tanto, en el otro polo se encuentran aquellas mujeres que han desarrollado su parte sensible, receptiva, que anteponen su emoción a su racionalidad, que son más simbióticas y dependientes respecto de sus relaciones afectivas. Para ellas la tarea de este momento vital consiste en incorporar aquel polo no tan desarrollado. Deben abandonar la posición de ser tuteladas y guiadas por las decisiones de los otros, para tomar las riendas de su propia vida. Para estas mujeres, aprender a tomar decisiones por sí mismas y adquirir seguridad en sus capacidades puede representar un trabajo personal intenso, que va acompañado de profundos temores. Este aprendizaje no resulta fácil y supone una desestructuración importante, que debe ser resuelta a fin de propiciar una sensación de integración de distintos aspectos del yo.
De igual manera, durante la madurescencia se produce el trabajo de acercamiento de la polaridad apego/separación. Esta polaridad remite al establecimiento de las primeras experiencias vinculares. Durante la infancia, la supervivencia requiere el establecimiento de una simbiosis con nuestro primer objeto de amor, representado por la madre. Luego, para desarrollarnos, es necesario establecer el proceso de separación-individuación, el cual supone conformarnos como sujetos únicos, con un yo reconocible, separado y generador de nuestra identidad personal. La tarea de este momento vital consiste en
integrar la necesidad de apegarse a otros con la necesidad antitética de mantener la separación. Esta integración es una de las más representativas de este período, ya que se plantea en términos de autonomía/dependencia respecto de la experiencia de los vínculos familiares establecidos. El tomar conciencia del crecimiento de los propios hijos reactualiza un sentimiento de pérdida. Éste consiste en la percepción de que el rol más vital en la definición sexual y social como mujer ha comenzado a desvanecerse.
Frente a ello, la mujer madurescente establece estrategias tendientes a generar sus propios espacios vitales, autónomos de sus vínculos familiares. Lo mismo acontece con aquellas mujeres que no han procreado hijos biológicos y que se han abocado a la tarea de canalizar su maternaje en sobrinos o sobrinos nietos.
La integración de la polaridad apego/separación no se realiza sólo en el plano de los vínculos y de los roles sociales sino también en la imagen del propio cuerpo, transformado por el paso del tiempo cronológico.

Mirarse en el espejo: ser la misma y verse diferente

Otro aspecto que caracteriza a la madurescencia femenina es el hecho de confrontar la propia imagen con el espejo. Desde la cultura, la identidad femenina está signada por la aprobación de la mirada de otro (Beauvoir, 1983; Yuni, Urbano y Arce, 2003). Esta aprobación se transforma en el cumplimiento de un ideal en lo relacionado con las pautas impartidas respecto de lo que se considera cómo debe ser y cómo debe portar su naturaleza femenina. Todos estos mandatos culturales se llevan en el cuerpo. Éste se asocia a la imagen que establecen los modelos de belleza y se regula de acuerdo con ciertos patrones de comportamiento.
Los cambios físicos relacionados con la edad producen, en la mujer madurescente, sentimientos de angustia, cierta inseguridad y cierto orgullo herido causado por el enfrentamiento entre la realidad física y los ideales sociales irrealizables. Surge el conflicto entre lo que se puede y lo que se debe. Lo que se puede está, en cierta forma, relacionado a la autoevaluación que realiza la mujer siguiendo criterios de realidad y tomando como referencia aquellos aspectos objetivables a la mirada. En tanto, lo que se debe es aquello que se ha constituido a través de los procesos de socialización -primaria y secundaria-, en donde el deber está asociado al cumplimiento de un ideal que ha sido sostenido por los padres y está establecido por aquellos aspectos a los que se debe arribar para alcanzar la promesa del amor, la seguridad, el reconocimiento y la estima.

Este ideal se transforma en un ideal del yo, que supone alcanzar ciertas metas anheladas por los padres y por la cultura, que proporcionan un enaltecimiento de nuestra sensación de autoestima. El ideal cumplido proporciona cierta valía, además de la sensación de haber cumplido con las expectativas del entorno. Pero este ideal muchas veces se torna demasiado exigente e inalcanzable, lo cual produce una sensación de frustración y de incapacidad al no poder responder positivamente a estas expectativas. Por esta razón, el trabajo de la madurescencia consiste en reestructurar este ideal, privilegiando las propias expectativas y posibilidades.

Recrear la intimidad consigo misma y los demás

En la madurescencia se ve afectada la capacidad de intimidad, entendida ésta como la cualidad del yo cuyo desarrollo hace posible que un sujeto construya adhesiones emocionales confiadas, íntimas y de mutuo apoyo con otras personas. Dicha capacidad para la intimidad depende de una firme sensación de identidad. Dado que en este momento vital el sentimiento de identidad se ve interpelado, la capacidad para establecer vínculos está directamente afectada. El polo extremo de la intimidad lo constituye el aislamiento. De ahí que la tarea de la madurescencia consista en superar el aislamiento, para arribar al establecimiento de un vínculo íntimo consigo misma y con los demás.
El sostenimiento de la intimidad como soporte interno posibilita la asunción de aspectos generativos, es decir, de aspectos tendientes a la realización de creaciones personales que posibiliten una sensación subjetiva de productividad, que permitan establecer un relato de sí misma que haga referencia a aspectos fecundos de la personalidad. Tanto la intimidad como la generatividad son cualidades del yo que no pueden estar desvinculadas del compromiso del yo con el mundo.
Respecto de la cuestión de la intimidad, la mujer madurescente al plantearse una relación de pareja lo hace siguiendo patrones diferentes. Algunas descreen del amor romántico, adolescente, halagador, y buscan (re)establecer un vínculo que perdure en el tiempo y que contenga ingredientes de acompañamiento cotidiano. Hay mujeres que se plantean una relación cuyo fin último es la consecución del placer; relación que ellas definen como cama afuera y en la que la meta es establecer una relación con un compañero de salidas, en donde no se entable el compromiso de lo cotidiano -lavar, cocinar, distribuir roles, negociar espacios y tiempos-. En cambio otras establecen una relación que, desde la forma, reúne los requisitos de un vínculo romántico, seguro y
colmado de detalles, aunque a la hora de plantearse a sí mismas en esa relación sólo desean ser atendidas pero no invadidas en sus espacios personales.

Desarrollar la confianza en el tiempo

Con respecto al tiempo, la mujer madurescente manifiesta cierta desorganización para vivir cómodamente en el presente. El tiempo ha cambiado de significado. Según como hayan sido las primeras experiencias en cuanto al aprendizaje del tiempo, junto a él irá incorporado un sentimiento de confianza o de desconfianza. El tiempo se asocia a la satisfacción de necesidades básicas y al reaseguro de sentimientos de confianza, y se une al entorno externo. Si el entorno ha provisto satisfactoriamente soportes que apuntalen y satisfagan las necesidades básicas, el sujeto asociará a la idea de tiempo un sentimiento de confianza. En tanto que si el entorno ha generado sensaciones de abandono con respecto a la satisfacción de necesidades básicas, el sujeto asociará el tiempo al sentimiento de desconfianza. En esa asociación primaria entre el tiempo, la satisfacción de necesidades y el sentimiento de confianza se encuentra el origen de la percepción del tiempo como una amenaza, que poseen muchas mujeres madurescentes. Eso no les permite visualizar el futuro como una posibilidad, sino más bien como una imposibilidad de proyectarse confiadamente. Otras mujeres, en cambio, pueden sentir el transcurso del tiempo como desorganizante, pero pueden incorporar al tiempo el sentimiento de confianza, en donde predomina una esperanzada seguridad en el futuro y una decidida voluntad de cambiar y de crecer.

Notas para finalizar

En la cultura contemporánea, la mujer madurescente está en camino de la adquisición de una nueva madurez, en la medida en que es interpelada por nuevos imaginarios y por tareas psicosociales originales que surgen en el proceso de transformación social.
En tanto proceso intrasubjetivo, el trabajo de la madurescencia estará teñido por los recursos disponibles que cada mujer haya aprehendido de la elaboración de crisis anteriores y por aquellos que haya adquirido en la elaboración de este nuevo período vital. Como proceso que interpela los modos biográficos de crear y sostener los vínculos intersubjetivos, la madurescencia pone en juego la capacidad de elegir y, especialmente, abre la necesidad de elegirse a sí misma como posibilidad de no perderse en las demandas de otros,
ni desligarse al punto de experimentar el abandono o la intemperie afectiva. En el campo socio-cultural, la madurescencia es la representante de un nuevo tiempo legitimado por la cultura, para que las personas que atraviesan la segunda mitad de la vida puedan reelaborar su identidad y fortalecerla a partir de una integración de su yo, de modo tal que afronten las vicisitudes del envejecer.
El punto de partida de la madurez (móvil, dinámico, procesual y flexible) se alcanza cuando la mujer, sin quebrantar sus vínculos afectivos básicos con su entorno, se siente más libre para desenvolverse dentro del marco que aquel proporciona. Cuando ya no se ve llevada a cada instante a cuestionar su propia identidad, sus propios deseos y aspiraciones. Cuando su libertad ya no es algo por lo cual debe luchar sino algo con lo que puede contar y usarla responsablemente. Cuando puede vivir con un pasado sin estar atascada en él, manteniéndose adaptada y con capacidad para incorporar cambios. Cuando se siente integrada, capaz de autodeterminarse y, por sobre todo, cuando se siente cómoda en la/su realidad y consigo misma.

Notas

1. Entre la década del cuarenta y la del sesenta aparece la primera generación de teorías, que incluye las teorías de la actividad, de la desvinculación, de la modernización y de la subcultura de la vejez. Desde 1970 a 1985 ha surgido la segunda generación de teorías, elaboradas sobre la base de las anteriores o en franca oposición y rechazo a ellas. Así, aparecieron la teoría de la continuidad, de la competencia social, del intercambio, del ciclo vital, de la estratificación de la edad y de la economía política del envejecimiento. Hacia finales de los ochenta comenzó a desarrollarse la tercera generación de teorías gerontológicas, entre cuyas características se destaca su carácter multidisciplinario y su énfasis en la necesidad de resolver la cuestión de los intereses sociales e ideológicos que subyacen a la construcción de teorías sobre la vejez y el envejecimiento.

2. Tanto la tradición de la Escuela de Frankfurt como los aportes de Habermas, Foucault, Bourdieu, Giddens, Morin, Lacan, Guattari, Lipovetsky, Vattimo y Bauman -por citar los más relevantes- han ido configurando una nueva concepción ontológica, gnoseológica y epistemológica desde la cual abordar el conocimiento de lo humano, sus obras, su cultura y su organización social.

3. Este autor retoma el concepto de madurescencia como proceso subjetivo vinculado al acontecer del envejecimiento, aunque reconoce diferencias en su inscripción temporal en las trayectorias vitales de varones y mujeres. Del mismo modo, Gail Sheehy, en su obra Transiciones, describe aspectos coincidentes con la conceptualización que realizamos aquí en los procesos de cambio masculino, aunque los ubica en la fase final de la vejez temprana, con casi una década de diferencia con respecto a las mujeres.

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Aceptado: 4 de abril de 2008.

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