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La aljaba

versión On-line ISSN 1669-5704

Aljaba v.12  Luján ene./dic. 2008

 

La más asombrosa arma moderna del arsenal Occidental. Militarización femenina en el mundo contemporáneo

The most astoundingly modern weapon in the western arsenal. Female militarization in the contemporary world

Pablo Costantini

Universidad Nacional de Luján

"La única vez que vi iraquíes totalmente intimidados por
las fuerzas anglo-norteamericanas fue en Basora: un
racimo de hombres boquiabiertos, atemorizados, alrededor
de un ejemplar de la más asombrosa arma moderna del
arsenal occidental. Su nombre era Claire, tenía en sus
manos una ametralladora y una flor en el casco."

NICHOLAS KRISTOF, "A Woman's Place", The New York Times, 25-8-2003

Resumen

El fuerte incremento del componente femenino en muchos ejércitos, insólito en tiempos de paz, el ingreso de mujeres a especialidades de combate a las que en otros tiempos accedían sólo excepcionalmente, así como a posiciones de mando impensables para ellas algunas décadas atrás, muestran que en los últimos treinta años se vienen produciendo ciertos cambios en instituciones armadas históricamente caracterizadas como cerrado reducto de la masculinidad.
El presente trabajo explora el sentido de dichos cambios, procurando mostrar, en primer lugar, su colisión con representaciones de género hondamente afirmadas. Traza a continuación una breve historia de la cuestión, llegando hasta el tiempo presente, para argumentar luego acerca de algunos de los puntos más polémicos del debate contemporáneo sobre el asunto: el impacto de la presencia femenina en la eficacia de las unidades militares; las problemáticas perspectivas de que esa presencia, por sí misma, transforme radicalmente las fuerzas armadas y repercuta de manera positiva sobre las relaciones de género en el mundo civil; la forma en que ciertas cuestiones de género vienen siendo vinculadas con las discusiones sobre la seguridad internacional.

Palabras clave: Fuerzas armadas; Guerra; Estereotipos de género.

Abstract

The strong increase of the female component in many armies, unusual in times of peace, the admission of women to combat specialties that in other times they only accede exceptionally, and the access to power positions that used to be unthinkable a few decades ago show us that in the last thirty years certain changes has been made in institutions historically known as almost exclusively for men.
The present work explores the sense of such change, showing in the first place, its collision with male and female representations deeply assumed as true. On the following lines there is a brief story of the matter, reaching the present time to argue later about some of the controversial issues of the contemporary debate about this particular topic, as the impact of the female presence in the armies and their effectiveness in the military units; the dubious perspective of that presence by it self radically transforms the armies and in this way affects positively the male-female relationships in the civil world; the way in that certain gender issues are being connected with the arguments about the international security.

Key words: Military; War; Gender stereotypes

En la actualidad, las mujeres representan una proporción inédita de las fuerzas armadas de las principales potencias militares del mundo occidental en tiempos de paz, o, si se prefiere, tiempos no signados por una guerra en gran escala. También resulta notable su acceso a puestos de mando, así como a roles de combate que hasta no mucho tiempo atrás les estuvieron vedados. Desde ya que no estamos hablando del incremento de la presencia femenina en un lugar cualesquiera, sino precisamente en el que ha venido siendo durante siglos bastión central de la masculinidad, sede de construcción y preservación de los valores y prácticas que, según una percepción largamente dominante, mejor la definen.
El ingreso de mujeres en roles de combate no solamente entra en colisión con un sentido común que opone diametralmente femineidad y violencia, sino también con concepciones académicas y políticas, mucho menos populares ahora que hace algunas décadas pero no totalmente abandonadas, sobre la naturaleza esencialmente pacífica de la mujer. Aumentan las polémicas entre quienes caracterizan el avance femenino en el ámbito militar como parte de un proceso de empoderamiento, capaz de contribuir a la finalidad aparentemente contradictoria de que ese ámbito se haga menos militarista, y quienes creen que, simplemente, lo que ocurre es que las mujeres que prestan servicio en los ejércitos asumen y reproducen la ideología androcéntrica que domina las instituciones armadas.

Mujer, violencia y paz: estereotipos y representaciones de género

Los estudios académicos de género, señalaron hace poco Sjoberg y Gentry (2008: 6), "han identificado una paradoja en la integración de la mujer en la política global: las mujeres participan más en áreas tradicionalmente reservadas a los hombres, pero los estereotipos acerca de lo que las mujeres pueden y no pueden hacer no están desapareciendo al mismo ritmo".1 Uno de tales estereotipos de género, de antiguas raíces en la cultura occidental, es el que retrata a la mujer como un ser incapaz de ejercer violencia, amable pero a la vez débil y necesitado de protección masculina.2 Por tal razón, las mujeres que perpetran actos violentos producen, como ya había percibido Lombroso en el siglo XIX, una doble transgresión: violan las normas morales que prohíben el ejercicio injustificado de la violencia y, al mismo tiempo, atentan contra el rol que la ideología dominante les asigna.
Posiblemente en ningún lugar sea ello tan visible como en el ejercicio de la justicia criminal, como ha mostrado Keitner (2002), analizando los casos de varias asesinas condenadas a muerte en el estado norteamericano de Florida. Es, paradójicamente, la general imposibilidad de concebir la capacidad femenina para realizar tales actos la que conduce a la patologización e inclusive a la demonización de la mujer criminal. Y rara vez puede la defensa obtener alguna clemencia para la acusada si no es retratándola como un ser débil, constantemente amenazado y agredido, empujado a la violencia por la desesperación que emana de su propia situación de indefensión; o sea, reinsertando discursivamente a la criminal en un estereotipo de condición femenina normal.
¿Qué ocurre, entonces, con una violencia socialmente legitimada y estatalmente legalizada, como la que se ejerce en el terreno militar? La cuestión presenta ribetes de ambigüedad, producto de la coexistencia de elementos en tensión que, real o inventada, la breve historia de Claire que encabeza este artículo consigue poner en escena. Claire tiene dos rostros: es la combatiente que empuña un arma, a la que poco nos cuesta representarnos con los colores de una amenazadora amazona, pero también el ser dulce y pacífico, sugerido casi sin solución de continuidad por la imagen de la flor.
El vínculo entre la figura femenina y la idea de la paz tiene también orígenes bastante remotos, pero en el campo de la filosofía política del siglo XX viene comúnmente asociada al pensamiento de Gandhi. Consideraba éste que la mujer, por su tendencia "hacia el servicio y el sacrificio", establecía con el principio del ahisma (no violencia) una relación natural e intuitiva. "Si la no violencia es la ley que nos guía, el futuro pertenece a las mujeres", señaló. Es un don de las mujeres, aseguró también, "enseñar el arte de la paz a un mundo belicoso".3
Varios de los temas centrales de la visión gandhiana fueron retomados por académicas feministas anglosajonas en los años ochenta, aunque con distinto sustento conceptual. Un modo de aproximación provenía del psicoanálisis feminista, cuyos primeros pasos estuvieron muy influidos por el pensamiento de Nancy Chodorow. Su versión del desarrollo del ser humano identifica el apego preedípico a la madre como el elemento central en el proceso constructivo de la identidad femenina, que adquiere una carácter relacional y torna a la mujer más proclive a las soluciones pacíficas y cooperativas. A la inversa, el varón, debido a la necesidad de reconocerse como distinto de la madre, define su masculinidad negativamente, separándose del otro. En la misma dirección confluyó la ética de Carol Gilligan, que postulaba la existencia de dos formas diferenciadas de actitud moral: una de ellas, la ética de la asistencia (ethic of care), orientada hacia lo concreto y característicamente femenina; por otro lado, una ética de la justicia, basada en principios universales abstractos y típicamente masculina. Esta distinción fue desarrollada por Sara Ruddick, quien señaló los elementos de cuidado maternal presentes en la ética femenina de Gilligan e intentó vincular la capacidad de pacifismo con el rol social de madre (Johnson y Newcomb 1992).
Ninguna de estas teorías dejaba de ofrecer flancos a la crítica, en particular por su común tendencia a construir imágenes cristalizadas de los géneros. Tampoco dieron resultados francamente alentadores los intentos de encontrar evidencia empírica que corroborase la existencia de dos orientaciones claramente diferenciadas: de la mujer hacia la paz y del hombre hacia posturas belicistas. Así, los múltiples estudios que, sobre todo en Estados Unidos, se dedicaron a la llamada"brecha de género" (gender gap) en las posturas femenina y masculina respecto de las cuestiones de la paz y la guerra4, nunca arrojaron diferencias de amplitud suficiente como para justificar conclusiones tan taxativas.
Por otra parte, los estudios de género más modernos dan del concepto de masculinidad (y su relación con la actividad militar y la guerra) una versión mucho menos homogénea que la prevaleciente con anterioridad, complejidad que se expresa en la noción de que existen en todo momento diferentes modelos de masculinidad, subordinados a una masculinidad hegemónica (Hutchings 2008).

Mujeres en guerra

La prevalencia de estereotipos que contraponen femineidad y violencia no impidió que mujeres de todas las épocas se desempeñaran en distintos menesteres bélicos, pero sí contribuyó poderosamente a ir marcando límites a esta intervención, así como a las modalidades que pudo asumir en cada momento.
La efectiva participación de mujeres en acciones en guerra está atestiguada desde tiempos remotos. En enterramientos muy antiguos se han encontrado restos femeninos acompañados de armas, de lo que pueden inferirse algunas de las actividades realizadas en vida por las propietarias de las tumbas. Multitud de crónicas recogen las historias de mujeres de la antigüedad y el medioevo, las más de las veces pertenecientes a las clases dirigentes, que condujeron ejércitos, defendieron ciudades sitiadas o disputaron militarmente el poder con adversarios masculinos. Menos noticias tenemos de mujeres corrientes que hayan entrado en batalla en esos tiempos, y no siempre resulta fácil establecer hasta dónde llega el relato fidedigno y cuándo deja lugar a la exageración o la pura fábula: así las guerreras escitas de las que dio cuenta Hipócrates o las mujeres lusitanas y cimbrias que enfrentaron a los conquistadores romanos.
Ya en la era moderna, las mujeres que acompañaban a los ejércitos en campaña, vendiendo alimentos, bebidas y diversos objetos de primera necesidad, prestando a los soldados servicios de lavandería, cubriendo frecuentemente el rol de enfermeras y muchas veces vinculadas a los soldados en uniones de derecho o de hecho, se convirtieron en un elemento infaltable del paisaje militar. Si bien las mujeres pocas veces combatían, la logística de los ejércitos de la época era en parte importante asunto privado y femenino. La cantidad de civiles que acompañaban a los ejércitos, en buena medida mujeres, podía en ocasiones exceder el número de soldados que los integraban.5 No eran los mencionados oficios femeninos fuente de buena reputación en el mundo civil, en el que se consideraba casi automáticamente a las que los ejercían como prostitutas. Tampoco encontraron estas mujeres consideración demasiado adecuada en los historiadores militares posteriores, poco dados a prestar atención a las tareas que desempeñaban, vitalmente importantes pero rutinarias y carentes de brillo marcial (Hacker, 1981).
La fase decadente de este modo de asociación entre mujer y actividad militar comenzó en el siglo XVIII y culminó tras la finalización del ciclo de guerras napoleónicas. A lo largo del siglo XIX, los Estados que completaban su proceso de modernización militarizaron los servicios de intendencia, establecieron la conscripción como fuente de provisión de soldados y comenzaron a alojar a éstos en cuarteles permanentes, excluyendo a las mujeres de la vida castrense (Jauneau, 2006). Desde entonces, y por un buen tiempo, las mujeres combatirían casi solamente en tiempos de revolución, momento en que muchas barreras, y no sólo las de género, tendían a difuminarse. También lo hicieron, aunque de modo más bien excepcional, en otros casos, clandestina o semiclandestinamente infiltradas en ejércitos de organización regular y apropiadamente travestidas, tal como ocurrió con las aproximadamente doscientas cincuenta mujeres que, en su estudio, Blanton y Cook (2002) localizaron en las filas de ambos bandos de la guerra de secesión norteamericana. Las cosas no eran del todo así, por supuesto, en las regiones todavía premodernas de la periferia: mujeres de la casta samurai, que solían recibir entrenamiento militar, participaron en las luchas a que dio lugar la restauración Meiji (Wright, 2001), y los integrantes de las columnas militares francesas que conquistaron Abomé, en Dahomey, a comienzos de la década de 1890, vieron con asombro la desesperada resistencia que les opuso el cuerpo femenino del ejército del rey Gbehanzin (Edgerton, 2000).
En la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del XX, las potencias europeas crearon los cuerpos permanentes de enfermeras. De este modo, la"normalización" que la sociedad burguesa de la época victoriana impuso en las cuestiones de género remató en el ámbito castrense con la institucionalización de un lugar para la mujer que estaba estrictamente en concordancia con la concepción hegemónica de femineidad.
Los cuerpos médicos fueron uno de los lugares nucleares donde se alojó la presencia femenina en los ejércitos que combatieron en la primera guerra mundial, momento en que un número considerable de mujeres también comenzó a ejercer funciones auxiliares como las comunicaciones o la conducción de vehículos de transporte (Thomas, 1978; Goldstein, 2001).
Fue en Rusia donde apareció una unidad de combate femenina: después de la revolución de febrero de 1917, el nuevo gobierno encomendó la tarea de organizarla a Maria Bochkareva, una mujer de origen campesino que ya en 1914, cuando tenía 25 años, se había integrado a un batallón de Tomsk, según parece con permiso especial del zar, y había adquirido experiencia en acciones bélicas. Así nació el denominado grandilocuentemente "Primer Batallón Femenino de la Muerte", de composición cien por ciento femenina, cuya inmersión en la lucha fue bastante breve: enmarcadas por oficiales de sexo masculino y mezcladas con unidades convencionales, trescientas mujeres tomaron parte en un ataque realizado durante la fracasada ofensiva rusa de junio de 1917.6 En diversas ciudades de Rusia se constituyeron otras unidades militares femeninas, ninguna de las cuales se aproximó siquiera a zona de peligro. La excepción la constituyeron unas ciento cuarenta mujeres del Primer Batallón Femenino de Petrogrado, que lucharon en octubre de 1917 contra los bolcheviques en la defensa del Palacio de Invierno (Stockdale, 2004).
El conflicto de 1914-1918 inauguró una nueva forma de lucha, la guerra total, que luego encontraría su primera definición conceptual en los escritos del general alemán Erich Luddendorff y, entre 1939 y 1945, la ocasión para volver a desplegar su potencialidad destructiva de seres humanos y cosas. Recientemente, Forster (2007) ha caracterizado la guerra total interrelacionando cuatro elementos: a) objetivos absolutos, con la pretensión de total subyugación del enemigo; b) empleo sin limitaciones de todos los medios militares disponibles; c) movilización total, con utilización de todos los recursos del Estado, la sociedad y la economía al servicio de la guerra; d) control total, organización centralizada de todos los aspectos de la vida pública y muchos de la privada en función del objetivo militar.
La mayoría de las mujeres de todos los países beligerantes, por supuesto, permanecieron en retaguardia. Para ellas, en particular las de clase trabajadora, la guerra significó la ocupación de puestos tradicionalmente masculinos, que eran liberados para abastecer de material humano a una guerra inesperadamente larga y tremendamente devoradora de vidas humanas. También consumidora de material en una escala desconocida hasta entonces, lo que arrojó en masa a las mujeres a los engranajes de las fábricas de munición. Se abría ante ellas la perspectiva de empleos mejor remunerados que aquellos que les estaban habitualmente reservados en el sector servicios o en la agricultura, pero al precio de aceptar jornadas de trabajo prolongadas: las de 10 o 12 horas eran bastante comunes (Goldstein, 2001). Acabada la guerra, se produjo un reflujo hacia la ideología de la mujer-madre y hacia la tradicional división entre empleos "masculinos" y "femeninos" (Goldstein ,2001; Milkman, 1976).
El estallido de la segunda guerra mundial abrió otra vez a las mujeres la puerta grande del mercado laboral. Países en casi todos los sentidos tan disímiles como Alemania y Estados Unidos, que habían coincidido en celebrar en los años treinta el retorno de millones de mujeres a las tareas domésticas, ahora acordaban también en que el mejor lugar para ellas eran las fábricas, en particular las que producían para la guerra. Lo que distinguía en todo caso a los norteamericanos era su disposición a usar los incentivos económicos y no casi exclusivamente la propaganda para atraer a las candidatas (Enloe, 1980). Pero esta última no estuvo para nada ausente y desplegó su ingenio, entre otras cosas, para conciliar la imagen tradicional de la mujer con sus nuevas actividades en labores hasta poco antes "típicamente masculinas". Astutas campañas publicitarias permitieron que el pueblo norteamericano se enterase, entre otros aprendizajes, de que no había mayor diferencia entre manejar una grúa y escurrir ropa o que bobinar alambre era más o menos lo mismo que tejer crochet (Milkman, op. cit: 87). Por supuesto que al retornar la paz y los soldados movilizados a sus trabajos corrientes, tan convincentes analogías quedaron sin efecto; entre el pico alcanzado en 1944 y enero de 1946 el número de empleos ocupados por mujeres descendió aproximadamente en 4 millones, de los cuales 1,5 se localizaban en las industrias productoras de bienes durables, las de más alto nivel salarial (ibid.: 88).
Los países en conflicto también incorporaron a la esfera militar a un número desusado de mujeres: Gran Bretaña movilizó 125.000 mediante tres años de conscripción y recibió el aporte de 430.000 voluntarias; en la cúspide de la movilización el 12 por ciento del personal militar era femenino (Thomas 1978: 629). Alemania fue más reluctante en todo momento, pero las necesidades de la guerra la obligaron a incorporar a unas 450.000 mujeres a sus fuerzas armadas (Campbell, 1993: 314). En el Ejército Rojo sirvieron a lo largo de la segunda guerra mundial unas ochocientas mil mujeres (ibid.: 318). A despecho de la existencia de planes de movilización militar compulsiva que llegaron a apuntar a una cifra de un millón de mujeres, los Estados Unidos apenas incorporaron a sus servicios armados, sobre una base voluntaria, un total de 350.000, una proporción menor de su potencial que otros beligerantes (Campbell, 1990: 253). Francia sólo había llegado a incorporar voluntarias cuando la sorprendió la derrota militar de mayo-junio de 1940. Posteriormente, entre trece y catorce mil mujeres sirvieron como auxiliares en la fuerzas de la Francia Libre; obviamente, eran también voluntarias (Jauneau, 2006).
La tarea de compaginar algunos nuevos roles militares que comenzaron a desempeñar las mujeres a lo largo de la guerra con las representaciones de género hegemónicas requirió una buena dosis de imaginación. Fueron los británicos quienes, por imperio de las circunstancias militares y de la centralidad que cobró una nueva herramienta ofensiva, los ataques aéreos, se vieron impulsados antes que nadie a integrar a la mujer a las unidades antiaéreas que protegían las islas. Era una forma ideal de ocuparlas desde la perspectiva de los planificadores militares: las tareas no requerían gran fuerza física, las posibilidad de que cayesen prisioneras era nula, el riesgo de que resultasen heridas o muertas en los ataques era, en definitiva, compartido por las civiles que habitaban las ciudades bombardeadas, por lo que no se esperaban (y no se produjeron) repercusiones negativas en la opinión pública. No obstante, la violencia femenina seguía siendo tabú: solo se permitió que las mujeres operaran reflectores, protegidas por un ametrallador masculino, e integraran unidades mixtas de artillería antiaérea, en la que desempeñaban todas las tareas, menos la de disparar los cañones, que les estaba estrictamente prohibida. Una hazaña de orden discursivo completó la labor: las autoridades británicas aseguraron solemnemente al mundo que las más de 50.000 mujeres que luchaban en la guerra antiaérea, iluminando los aviones enemigos que incursionaban en ataques nocturnos y controlando el tiro de los cañones, no eran combatientes (Campbell, op. cit.). Oficialmente, pues, los roles de género consagrados seguían respetándose de manera escrupulosa.
No deja de ser significativo que el régimen nazi, que se manifestaba tan despectivamente respecto de la mayoría de los aspectos de la civilización burguesa, fuese incluso más cauteloso que la tradicionalista Inglaterra en lo que hace a la incorporación directa de las mujeres alemanas al universo bélico. La mayoría fueron destinadas a servicios auxiliares, y a éstas ni siquiera se les reconoció status militar. Tanto o más estricta en ese sentido fue la SS, concebida como cofradía cerradamente masculina, que no concedió en ningún caso a sus auxiliares femeninas la membresía de la organización.7 Hacia 1943, la intensificación de la guerra aérea de los aliados contra Alemania obligó a los nazis a imitar el ejemplo inglés e incorporar mujeres para el manejo de reflectores en las posiciones antiaéreas. Se estima que hacia el final de la guerra entre sesenta y cinco y cien mil mujeres servían en las unidades antiaéreas de la Luftwaffe (Campbell, ibid: 315). Al igual que sus pares británicas, tenían estricta prohibición de disparar armas. Más aún, la propaganda nazi advertía a las auxiliares femeninas contra la tentación de convertirse en "pistoleras" (flintenweiber), denominación peyorativa que aplicaba a las combatientes soviéticas (ibid.: 316).
En efecto, los soviéticos mostraban escasas inhibiciones a la hora de incorporar a las mujeres a la lucha. No solamente en las baterías antiaéreas, sino también como pilotos de caza y de bombardeo, de tanques e inclusive en la infantería, donde varias francotiradoras se hicieron célebres por sus records de aciertos mortales. Más de cien mil mujeres fueron condecoradas durante la guerra (Campbell 1993: 319-320). También hubo considerable presencia femenina en unidades partisanas que luchaban detrás de las líneas alemanas. Más allá de un alto número de historias de heroísmo, festejadas por la prensa y la historiografía soviéticas, la investigación de Furst (2000) muestra que el ámbito guerrillero era también propicio para el despliegue de los prejuicios populares en materia de género, que obligaron a no pocas mujeres guerrilleras a hacerse cargo también de tareas culinarias y de limpieza.
Por su parte, los mandos militares estadounidenses, luego de realizar algunos testeos exitosos de la capacidad femenina para la guerra antiaérea, consideraron que la amenaza de bombardeo de su territorio continental era extraordinariamente remota y decidieron ahorrarse engorrosas explicaciones públicas: en consecuencia, confinaron a las mujeres a los tradicionales servicios de enfermería (unas sesenta y cinco mil) y administrativos (Campbell, 1990 y 1993).
El final de la guerra produjo una masiva desmovilización de los contingentes femeninos, a partir de lo cual el papel de las mujeres en los ejércitos se mantuvo sin cambios de importancia, cuantitativos o cualitativos, durante los siguientes veinticinco años. Así, en Estados Unidos, el número de mujeres en las fuerzas armadas, que era de 265.000 en 1945 (2,2 % del total de efectivos), alcanzaba apenas a 41.500 (1,3 % del total) en 1970 (Goldman, 1973: 109). Todo sucedía según los mecanismos penetrantemente analizados por Cynthia Enloe, quien observó que la utilización de la mujer8 en los ejércitos es resultado de tres procesos ideológicos generados por las élites estatales: su concepto de seguridad, la definición que adopten de los diversos grupos sociales (distinguidos por clase, raza o etnicidad y género) en cuanto a su disponibilidad, competencia y fiabilidad para la guerra; en el caso de las mujeres, también las estructuras ideológicas que les atribuyen determinados roles para los cuales, se cree, están naturalmente dotadas (Enloe, 1980: 42). Señalaba también la existencia de una fórmula estándar, tanto para la conscripción como para los empleos de guerra: "últimos en ser movilizados, primeros en ser desmovilizados" (ibid.: 46). De todos modos, se mostraba claramente consciente de que los conceptos prevalecientes, sometidos a presiones objetivas, estaban cambiando, y que los dirigentes de los países occidentales"enfrentados a un enrolamiento cualitativamente inadecuado o numéricamente insuficiente están volviendo a pensar en las mujeres como una reserva de recursos humanos potenciales" (ibid.: 43-44).

¿Una revolución militar?

Las últimas tres décadas han presenciado acelerados cambios tecnológicos de fuerte repercusión en el terreno militar. Asimismo, a finales de la década de 1980 y principios de la de 1990 se produjeron acontecimientos de gran impacto en las relaciones internacionales: el hundimiento del Pacto de Varsovia y la disolución de la Unión Soviética, que marcaron el final del período de guerra fría. Las potencias militares occidentales coaligadas en la OTAN perdían su enemigo principal, el único que poseía una entidad militar suficiente como para desafiarlas de manera abierta.
Varias construcciones conceptuales intentaron captar los cambios que imponían a las estrategias militares las transformaciones que el mundo venía sufriendo. Una de ellas fue la llamada "Revolución en Cuestiones Militares" (Revolution in Military Affairs), habitualmente designada por su sigla inglesa RMA. En verdad, las teorías sobre la RMA son una versión desarrollada en Occidente de ideas inicialmente enunciadas por militares soviéticos. Predican, en síntesis, que los adelantos producidos en el campo de la electrónica y la computación han permitido poderosos avances en materia de armamento, información y comunicaciones y, en particular, una fortísima aceleración de los procesos de decisión en batalla; que sensores mucho más eficaces han convertido en "transparente" el terreno de operaciones; que nuevas plataformas de tiro, terrestres, marítimas y aéreas, más eficientes y letales, permiten destruir con gran precisión cualquier objetivo, dondequiera se encuentre. Muchas de estas ideas tienen su base en el concepto de guerra de la era de la información, que postula el fin de los ejércitos masivos de la era industrial y su reemplazo por un número mucho más reducido de especialistas altamente entrenados y provistos de armamento de gran precisión.9
Otro concepto clave, el de "Guerra de Cuarta Generación" (Fourth Generation Warfare o 4GW), comenzó su carrera cuando la crisis final del bloque soviético obligó a los estrategas de la OTAN a imaginar alternativas de conflicto. El planteo consiste en que, tras la Paz de Westfalia en el siglo XVII, que sancionó (al menos para Europa) el monopolio estatal de la fuerza armada, hubo tres formas sucesivas de guerra: la primera, presidida por la utilización de grandes formaciones de infantería; otra, inaugurada en la primera guerra mundial y dominada por el poder de fuego; luego, la guerra de movimientos, que nació con la Blitzkrieg alemana de 1939-41. Los recientes conflictos de Cuarta Generación vendrían caracterizados por la abrumadora ventaja tecnológica de las grandes potencias y el consecuente recurso, por parte de sus adversarios, a formas de lucha no convencionales: insurgencia y terrorismo. Son enfrentamientos "asimétricos" desde el punto de vista del poderío de los contendientes, en que se borran la mayoría de las distinciones habituales (paz y guerra, modo legal e ilegal de conducir las operaciones, combatientes y no combatientes, frente y retaguardia). A la vez, medios militares, políticos y propagandísticos se asocian para lograr un objetivo: la destrucción de la voluntad de lucha del enemigo.10
Fue durante el mismo período cuando, en el caso de los varones, el reclutamiento voluntario comenzó a reemplazar progresivamente a la conscripción en casi todas partes y la presencia femenina en los ejércitos inició un crecimiento consistente. En los ejércitos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) es frecuente encontrar porcentuales (reflejados en el cuadro que sigue) que superan con holgura los alcanzados durante la segunda guerra mundial. Así, por ejemplo, en Estados Unidos el número total de mujeres incorporadas a las filas militares (casi 200.000) representa el 80 por ciento de las que revistaban en 1945; el porcentaje respecto del total de efectivos se ha multiplicado por seis. Sólo países donde las resistencias culturales han sido particularmente fuertes, como en el caso de Italia, que recién en 1999 permitió el ingreso de voluntarias a sus ejércitos, Polonia y Turquía se observan guarismos inferiores al 5 por ciento.11 El reclutamiento se realiza sobre una base voluntaria: el único caso significativo en que el servicio militar obligatorio alcanza legalmente por igual a hombres y mujeres es el de Israel, pero aún allí el número efectivamente reclutado entre éstas siempre resulta inferior al de los varones (Rimalt, 2007).

PORCENTAJE DE EFECTIVOS FEMENINOS EN LAS FUERZAS ARMADAS DE LOS PAÍSES DE LA OTAN - 2007

La presencia femenina no es, como regla y contra lo que pudiera sospecharse, proporcionalmente menor en el cuerpo de oficiales que en el efectivo total. En algunos ejércitos hay bastante equilibrio: así, en las fuerzas armadas estadounidenses, las mujeres representan el 15,1 por ciento de la oficialidad,12 y en septiembre de 2007 cincuenta de ellas estaban en servicio activo en el generalato (US Department of Defense 2007)13 En otros casos, como Francia, Letonia o Portugal, el porcentaje de mujeres oficiales es marcadamente inferior al total (NATO, 2007a).
La otra novedad impactante de las últimas décadas consiste en que se han abierto a las mujeres una serie de roles que implican enfrentamiento armado con el enemigo. Se trata de un tema nada sencillo de sintetizar, con nomencladores que definen un gran número de especialidades, creando distinciones muchas veces difusas entre los roles de apoyo y los de combate y entre estos últimos entre sí.14 Complica las cosas una cierta renuencia de la mayoría de los ejércitos a proporcionar información precisa sobre un punto delicado en relación con su imagen pública y posibles acusaciones por discriminación. A grandes rasgos, puede decirse que son minoría ejércitos como el canadiense, noruego, danés o sueco, que, al menos en los papeles, no hacen diferencias de género en este punto; está muy generalizada la prohibición de que las mujeres soldados se desempeñen en las fuerzas especiales y muchos países les impiden actuar en cualquier rol de combate que implique la posibilidad de contacto cercano con el enemigo; otros les niegan el servicio en submarinos; algunos, como Gran Bretaña, sostienen una bastante vasta gama de restricciones (NATO, 2007a).15 De todas maneras, la tendencia dominante parece ser en casi todas partes la disminución de las limitaciones, aunque no necesariamente la apertura de ciertos roles a las mujeres significa que éstas pasen a ocuparlos inmediatamente en los hechos.

Nuevas oportunidades, nuevos peligros

Si la tendencia al incremento de los efectivos femeninos y a la ampliación de su radio de acción resulta clara, mucho menos lo es el sentido que cabe atribuir a estos fenómenos: algún acuerdo existe sobre sus causas, polémicas a veces ásperas se libran en torno a efectos al interior de los ejércitos y posibles repercusiones sobre el conjunto social.
Para Segal (1995: 766) "el determinante crucial del número de mujeres incorporadas por las fuerzas armadas es la disponibilidad de hombres para llenar todos los roles militares". 16 Coincidiendo con esta posición, Carreiras (1999) observa también aspectos cualitativos de la cuestión, haciendo hincapié en la dificultad de conseguir personal técnicamente calificado.17 En este sentido, la tendencia señalada por los estudiosos de la RMA a que la evolución tecnológica refuerce la importancia de los roles que requieren destreza técnica y disminuya el papel de aquellos que necesitan sobre todo de fuerza y resistencia físicas pudiera contribuir a potenciar la participación femenina en los ejércitos. Por otra parte, aunque las tareas de inteligencia no son del todo ajenas a la anterior experiencia femenina en el campo militar, es difícil dejar de mencionar que las particulares estrategias y circunstancias de la "guerra contra el terror" que los Estados Unidos llevan adelante en Iraq, Afganistán y otros sitios han potenciado el rol de las mujeres como interrogadoras.18
Muy probablemente, todo este proceso no ha de seguir avanzando sin controversia. Hace no muchos años, un influyente especialista israelí en cuestiones militares, Martin Van Creveld, publicó un provocativo artículo en el que pretendía atribuir las dificultades que, desde mediados de la década de 1980 comenzó a encontrar Israel en sus acciones militares en el Líbano y en los territorios ocupados con la creciente presencia femenina en sus fuerzas armadas (Van Creveld, 2000). Más allá de la coincidencia temporal de ambos fenómenos, que nada prueba por sí misma, Van Creveld no pudo aportar argumentos demasiado convincentes, pero su escrito no deja de ser sintomático de la existencia de una posición extremadamente conservadora en la cuestión, que se opone de plano a la "feminización" de la fuerza armada.19 Por el momento, los partidarios de esa postura parecen hallarse a la defensiva, pero hacen sentir especialmente su presencia cuando acontecimientos del tipo del escándalo de Tailhook o el proceso de Abu Ghraib favorecen este tipo de enfoque.20
Por otro lado, los estudios puntuales de carácter académico sobre los resultados de la integración en distintas unidades militares arrojan resultados dispares, cuando no francamente opuestos. Así, por ejemplo, la investigación de Rosen, Knudson y Fancher (2003) en una unidad mixta del Ejército norteamericano estacionada en Alaska nos brinda una imagen de aflojamiento de los valores "hipermasculinos" y sostiene que la cohesión no sufre efectos adversos por la presencia femenina. En un polo casi opuesto, otra investigadora que ha trabajado recientemente sobre los cadetes de la Academia Militar, concluye que "las cualidades de género valiosas en una cultura consagrada a la práctica militar y enraizada en ella son casi exclusivamente aquellas generalmente reconocidas como masculinas" (Morgan, 2007: 125). Las percepciones de género de la mayoría de los cadetes son tradicionales, y esa mayoría se divide entre aquellos que toleran la presencia femenina y quienes la rechazan.
En un artículo que data de un cuarto de siglo atrás, Sara Ruddick abordaba un tema central de la preocupación feminista de entonces: la inevitable tensión subyacente en la doble condición de feministas y pacifistas de muchas militantes. En tanto antimilitaristas, decía, "estamos comprometidas a encontrar caminos no violentos para proteger a aquellos que amamos", mientras que en tanto feministas"estamos comprometidas con la eliminación de toda restricción [...] que surja de diferenciaciones biológicas de sexo o construcciones sociales de género" (Ruddick, 1983: 471). Señalaba que "el derecho a luchar -participar en combate y mandar tropas en combate- es significativo para todo grupo desprovisto de poder y estigmatizado. Parece formar parte de la ciudadanía..." Y continuaba: "El derecho a luchar tiene un especial significado simbólico para las mujeres. Hemos sido vistas y frecuentemente nos hemos visto nosotras mismas como necesitadas de protección [...] Separar al protector del protegido, al defensor del defendido, es un eje de la ideología masculinista y militar" (ibid.: 472). Convencida de las virtudes pacificadoras de la mujer, ponía sus esperanzas en que la conscripción femenina fuese capaz, a largo plazo, de transformar los ejércitos, aunque veía grandes dificultades en la tarea. No creía en absoluto, en cambio, que pudiera ser ésta llevada a cabo por las reclutas voluntarias que estaban ingresando en las fuerzas armadas (ibid.: 478).
En cambio, el llamado "feminismo liberal", cuya influencia se acrecentó en los años noventa, pondría el acento en uno solo de los polos de la cuestión señalada por Ruddick, suprimiendo la contradicción y argumentando sin más en favor de la participación igualitaria en las instituciones armadas.21 Esta línea de pensamiento esperaba que el avance femenino hacia la obtención de iguales derechos en el ámbito de las fuerzas armadas generarían cambios en la idiosincrasia militar y una transformación en dirección más pacífica de las relaciones internacionales.22
Poca o ninguna evidencia empírica, que sepamos, abona esta hipótesis, mientras que algunos trabajos, como la síntesis que realiza Rimalt (2007) de diversas aproximaciones a la cuestión de género en las fuerzas armadas israelíes, parecen desautorizar un excesivo optimismo en relación con esa supuesta potencialidad de cambio. En Israel, las mujeres pueden ser convocadas obligatoriamente a filas desde la creación del estado, pero esa obligación nunca se hizo efectiva para muchas de ellas; el derecho a ingresar de modo voluntario en unidades de combate es relativamente reciente. Rimalt muestra que las mujeres soldados enroladas en tales unidades adoptan prácticas corporales y discursivas masculinas,23 probablemente debido a que visualizan masculinidad y autoridad militar como indisociables. Copian rituales machistas, emiten opiniones misóginas, se esfuerzan en todos los aspectos para adaptarse al paradigma hegemónico de masculinidad. Por su parte, Höpfl (2003) encuentra esa misma tendencia en militares norteamericanas.24
Algunas autoras, partiendo del supuesto de que la percepción de debilidad e indefensión asociada a la imagen femenina contribuye a explicar las diversas formas de violencia que las mujeres experimentan en la cotidianeidad, han expresado la esperanza de que la militarización, o en términos más generales, la admisión de que las mujeres, al igual que el hombre, son capaces de actos violentos, podría operar como freno para conductas masculinas abusivas. Así Keitner (2002), sostiene, de una manera que ella misma reconoce como impresionista, que el entrenamiento militar de muchas mujeres israelíes pudiera explicar los bajos índices de violencia de género que se registran en ese país.25 Sin embargo, investigaciones que hallaron que mujeres militares norteamericanas sufren violencia o abusos de parte de sus parejas (muchas veces también militares) con tanta frecuencia como sus congéneres civiles, sugieren que este tipo de abordaje de la cuestión no resulta suficiente (Campbell, et al. 2003).
Para terminar, una referencia a otro aspecto, bastante alarmante, de la relación entre mujer y violencia militar: la cada vez más marcada percepción por parte de ideólogos del combate antiterrorista de un creciente involucramiento de las mujeres en atentados y de que los estereotipos que las dibujan como incapaces de violencia facilitan esa acción. Alusiones a que el concepto del rol de la mujer "necesita ser reconstruido de manera tal que permita a la sociedad aceptar que, de hecho, pueden plantear una seria amenaza como potenciales terroristas" (Garrison, 2006: 337), o afirmaciones en el sentido de que "dado que un contra-terrorismo exitoso debe atender tanto la motivación como la capacidad operacional de la organización terrorista, tomar en cuenta más cuidadosamente a las mujeres es una necesidad esencial para las fuerzas de la seguridad nacional" (Von Know, 2007: 412) no constituyen más que un mínimo fragmento de los caudales de tinta que sobre el tema se han volcado en los últimos años. Todo parece ocurrir como si los teóricos de la Guerra de Cuarta Generación, que tantas distinciones dicen haber borrado, estuvieran también por acabar en su ámbito de acción con las diferencias de género. Probablemente, en este caso preciso ello no sea para mejor.

Notas

1 Aquí y en todos los demás casos las traducciones son nuestras.

2 El estereotipo no debiera ser entendido solamente como prejuicio, idea cristalizada en el tiempo que modela las representaciones presentes. También debe ser reconocido como un elemento funcional de la argumentación, pues provee el terreno común entre enunciador y receptor que hace posible la comunicación argumentativa; por ello necesita ser reelaborado en función de contextos cambiantes (al respecto, véase Amossy 2000).

3 Las citas están tomadas de Ness 2007: 85.

4 Véanse, entre otros, Adell Cook y Wilcox 1991 y Gwartney-Gibbs y Lach 1991; un análisis comparativo más reciente es el de Eichenberg 2007.

5 Esta característica convertía a los ejércitos de la era moderna en organismos mucho más complejos que los fuerzas armadas más reguladas y burocratizadas de tiempos posteriores. Un ejército de este tipo semejaba "una vasta ciudad en movimiento, con su propia vida comunitaria [...] negocios, servicios y familias, todo protegido por murallas de hierro: las armas de los soldados" (Geoffrey y Angela Parker, European Soldiers, 1550-1650, citado por Hacker 1981: 647).

6 Los impulsores de la idea de constituir el "Batallón de la Muerte", entre ellos la propia Bochkareva, le atribuían una función reveladora de las premisas conceptuales que lo originaron: avergonzar a los hombres, cuyo ánimo combativo venía decayendo aceleradamente, con la demostración de que las mujeres los superaban en valor, y así galvanizar a todo el ejército. (Goldstein 2001). Tras la Revolución de Octubre, su jefa emigró brevemente a Estados Unidos, donde obtuvo tratamiento de celebridad. Retornó a Rusia en 1919, para unirse a las fuerzas contrarrevolucionarias del almirante Koltchak. Hecha prisionera, fue fusilada en mayo de 1920.
Bochkareva estaba impregnada de ideas militaristas, lo que la llevó a negarse, en nombre de la disciplina, a que las integrantes de su batallón eligieran delegadas a los consejos de soldados. En el conjunto de las combatientes, de origen sociocultural bastante diverso, coexistían variadas ideologías políticas: mujeres monárquicas convivían con otras que se proclamaban revolucionarias, y había quienes se manifestaban feministas (Stockdale 2004).

7 Su rol, que en teoría era puramente auxiliar, no impidió que unas cuantas de ellas, asignadas a campos de concentración y exterminio, perpetraran actos de extrema violencia contra los prisioneros. Los testimonios de sobrevivientes las describen con frecuencia como mucho más crueles que sus colegas masculinos (Koonz, 1987: 404), pero es bastante probable que en esa valoración estén funcionando estereotipos de género cuyo mecanismo ya hemos apuntado para otras mujeres criminales.

8 El término "utilización" (use), no nos pertenece, sino que es empleado por Enloe. Resulta bastante corriente en la literatura sobre el tema.

9 Damos aquí una versión estilizada de una línea de pensamiento compleja, en la que conviven y debaten distintos autores y corrientes, y que tiene también sus adversarios. Para un desarrollo mayor, véase Nofi 2006.

10 Vale aquí la misma aclaración de la nota anterior. Más información en Nofi 2006, Lind 2004, Hammes 2005, Osinga 2007.

11 A título comparativo, puede señalarse que el componente femenino en la Fuerzas Armadas Argentinas se acerca al 8 por ciento; en el Ejército chileno es de alrededor del 10 por ciento.

12 El porcentaje de mujeres es menor a medida que se va ascendiendo en la escala de grados: tomando la escala del Ejército y sus equivalentes en otros servicios tenemos un 17,8 % entre los capitanes, un 11,3 % entre los coroneles y un 5,6 % en los tres primeros grados del generalato; no hay mujeres en el cuarto y más alto (US Department of Defense 2007). Naturalmente, para sacar conclusiones esta información debiera ser cruzada con otra de la que no disponemos, como pirámide de edades de los dos grupos, edades de retiro, etc.

13 En 2006 había tres mujeres en servicio activo con grado de general en Canadá, dos en gran Bretaña y Rumania y una en los Países Bajos; Alemania y Hungría también tienen abierto el acceso al generalato a las mujeres, pero no había allí ninguna que hubiese alcanzado esa graduación (NATO 2006).

14 Una tipología que agrupa las distintas especialidades en seis categorías puede hallarse en Harries- Jenkins 2002: 753-757.

15 Las condiciones reales en que se desenvuelve la lucha pueden tornar ilusorias semejantes prescripciones. Algo así parece haberle sucedido al ejército de ocupación de Iraq (Scott Tyson 2005). La información que compila el diario Washington Post sobre víctimas fatales entre las fuerzas de EEUU desplegadas en Iraq, que muestra que el 61% de las mujeres caídas murieron en combate o a resultas de atentados, tiende a confirmar que las barreras entre roles de combate, servicios y apoyo se difuminan (http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/content/graphic/2008/03/25/GR20080325 00 711.html). Sobre la cuestión, véase también McSally 2007.

16 Observa también la autora que la deslegitimación social de la conscripción suele acompañarse de una mayor utilización de las mujeres, como sucedió en Francia en las décadas del 70 y 80. En Estados Unidos, la reorganización de las fuerzas armadas sobre una base totalmente voluntaria, a partir de 1973, llevó a la carencia de personal masculino calificado (Segal 1995: 765). Otro aspecto significativo suele ser la relación cuantitativa que en cada momento exista entre puestos de combate y plazas en unidades de apoyo, estas últimas más pobladas por personal femenino (Ibid.). Más allá de lo exacto de estas afirmaciones, parece haber una cierta tendencia en muchas especialistas a subestimar el papel que han tenido las presiones de las mujeres militares (y de una situación social que tendía a favorecerlas) para abrirse camino en algunos espacios; así su ingreso en roles de combate fue, en diversos casos, resultado directo de fallos favorables en juicios por discriminación (Harries-Jenkins 2002; Rimalt 2007).

17 La fuerte presencia femenina en roles que requieren formación profesional (NATO 2007a) corrobora esta observación.

18 La idea de que los árabes son particularmente vulnerables a la humillación sexual y que les resulta insoportable ser sometidos a vejaciones por una mujer está en la base de la utilización de interrogadoras femeninas, instruídas para tratar de sacar partido de esas circunstancias. El asunto salió a la luz en 2003 a raíz del episodio de Abu Ghraib, cuando se reveló que en esa prisión un equipo mixto de policías militares nortemericanos torturaba a reclusos iraquíes; entre otras sevicias, los reclusos eran obligados a desnudarse y a simular actos homosexuales entre ellos. El tratamiento del asunto por la prensa y por el propio tribunal militar que juzgó el caso acentuó los ribetes sexualmente escandalosos, y en particular hizo hincapié en el tópico de la inmoralidad de la conducta de una de las mujeres implicadas: la soldado Lynndie England cargó con buena parte del repudio público. No obstante, esos procedimientos son, al parecer, habituales en diversos centros de detención, entre ellos el de Guantánamo (Puar 2004; Tétreault 2006; Oliver 2008).

19 Un ejemplo del este tipo de críticas: "No existen datos confiables, de modo que resulta imposible medir el número de romances ilícitos, el impacto en el equipo cuando una pareja se rompe, la falta de respuesta cuando una mujer pide auxilio, las mujeres que tienen miedo de hacerlo, los encuentros sexuales estimulados por el alcohol, el resentimiento masculino contra los mandos femeninos" (Vlahos 2008: 15). La confesa imposibilidad de precisar no es obstáculo para una retórica apocalíptica.

20 El escándalo de la Tailhook Association, una organización privada de aviadores en activo y retirados de la Armada y los Marines, se produjo durante la convención anual de 1991. Más de ochenta mujeres, también militares, denunciaron haber sufrido vejámenes y agresiones de parte de sus colegas masculinos. El episodio cortó o produjo grandes daños en las carreras de unos trescientos oficiales, entre ellos tres almirantes. El periódico Los Angeles Times lo caracterizó como "la peor catástrofe de la Marina desde Pearl Harbor" (Browne 2007). Tailhook ha sido interpretado como una reacción ante la"intrusión femenina" en un cuerpo de élite hasta poco tiempo antes totalmente masculino (Höpfl 2003). Sobre Abu Ghraib, véase la nota 18.

21 Para una exposición de las tesis básicas del "feminismo liberal", véase Williams 1982.

22 En esa dirección argumenta sin mayores sutilezas Peto (1999: 5) que "la lectura feminista de las relaciones internacionales es correcta: si la historia de la guerra no es otra cosa que la de las luchas de grupos de hombres en uniforme, entonces las guerras, que tanto sufrimiento causan, deben ser evitadas y es necesario controlar las tendencias violentas y agresivas de los hombres, biológicamente determinadas. Alcanzar este objetivo requiere [...] emplear tantas mujeres como sea posible en calidad de líderes, soldados y políticas."

23 Entrevistada para un film, una oficial que tiene a su cargo el entrenamiento de cadetes dice:"habitualmente parezco un hombre". Como confirmación, a lo largo de toda la entrevista se refiere a sí misma utilizando flexiones gramaticales correspondientes al género masculino (Rimalt 2007: 1108- 1109).

24 "Se supone que debemos ser como hombres", sintetiza la cuestión sin ambajes una aviadora naval (Höpfl 2003: 20).

25 Carrie Sperling recurre a un ejemplo notablemente más extremo para exponer una versión diferente de la misma idea. Hablando de Pauline Nyiramasuhuko, mujer que figura entre las principales responsables del genocidio de 1994 en Rwanda, dice: "El caso de Pauline probará una vez más al mundo, esperanzadoramente, que las mujeres son iguales a otros seres humanos incluso en su capacidad para la violencia. Cuando las mujeres comiencen a ser vistas como iguales, la violencia sexual contra ellas perderá sentido" (Sperling 2006: 639).

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