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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. v.2 n.4 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene. 2005

 

RESEÑAS

Saber en condiciones. Epistemología para escépticos y materialistas

Autor: Fernando Broncano
Madrid
Antonio Machado Libros, 2003, 528 páginas

Una epistemología apropiada para la política de la ciencia
Por León Olivé
UNAM, México

Saber en condiciones es el espléndido título del libro en el que Fernando Broncano 225 repasa los mayores problemas de la epistemología contemporánea para articular una de las propuestas actuales más sugerentes, que desemboca en una filosofía política de la ciencia. Pero también es un juego de palabras. Según explica el autor, el título lo ha tomado prestado a su Madre, quien "siempre dice que si se limpia hay que limpiar en condiciones" (p. 14). Se entiende que hay que proveerse de lo necesario según las circunstancias. Al mismo tiempo esas palabras apuntan a una manera de entender el conocimiento que explica buena parte de los extravíos históricos de la epistemología, y permite plantear adecuadamente los más acuciantes problemas de la generación, desarrollo, aceptación y aplicación del conocimiento y de su papel en la intervención humana en el ambiente y en la sociedad. Los seres humanos siempre producen y usan el conocimiento en condiciones determinadas, y esto no es de poca monta ni filosófica ni práctica.

Broncano recuerda desde la Introducción que los problemas, su posible solución, o la imposibilidad de tratarlos, están condicionados desde la forma de plantear las preguntas. Cuando la primera pregunta fundamental de la epistemología -"¿cómo es posible el conocimiento?" (p. 22)- se formula así, sin condiciones, es muy grande la tentación de dar por hecho que el conocimiento surge de un arcano lugar y es algo aparte de la realidad. Entonces se enfrenta el problema irresoluble de cuál es la relación del conocimiento con la realidad y, sobre todo, de cómo podemos estar seguros de que eso que llamamos conocimiento lo es de esa realidad. Es decir, se le sirve el banquete al escéptico en bandeja de plata. No, dice Broncano, la formulación adecuada de la pregunta debe asumir ya ciertos compromisos (¿acaso los podemos evitar alguna vez?). La pregunta correcta es: "¿Cómo es posible que un trozo de realidad haya sido capaz de conocimiento, de formar un mapa de la realidad que es, él mismo, un trozo de la realidad que se describe a sí misma?" (p. 20).

Pero no por esto se desembaraza Broncano del escéptico, ni cree poder hacerlo ni lo considera deseable. Por el contrario, los escépticos "son parte de nuestro equipo", su trabajo es molestarnos recordando constantemente "que los objetivos de la vida no son teóricos sino prácticos" (p. 19). "Y luego están los materialistas", quienes sostienen que "[l]a trama de la realidad está hecha de causas y de azares. En el principio y en el fin hay causas físicas que constituyen todo lo que hay cualquiera que sea su naturaleza" (p. 20).

El epistemólogo necesita en su viaje al materialista tanto como al escéptico para mantener la cordura y para evitar los extravíos. Pero no hay que dejarles pasar de la raya. Broncano nos lleva entonces de la mano de escépticos y de materialistas, cuya compañía ha aceptado para evitar los excesos, pero también porque ha asumido el reto de educarlos... para que no sean "pelmazos" (p. 19), y para que no vuelvan a la filosofía algo tan aburrido y tan ajeno a los problemas del mundo que no le interese más que a un pequeño grupo de iniciados.

El recorrido va de la discusión del escepticismo a los problemas más apremiantes en el orden ético, social y político alrededor de la ciencia y la tecnología contemporáneas. Las estaciones del viaje incluyen nada menos que la objetividad, la racionalidad, la verdad, la realidad y la experiencia, la naturalización de la epistemología y la normatividad epistémica, así como el conocimiento en la esfera pública, y el esbozo de una epistemología "realmente social" y de una filosofía política para la ciencia y la tecnología. Los temas se exponen con claridad y siempre hay una sólida argumentación, por lo que el libro resulta uno de los más valiosos tratados de epistemología publicados recientemente. Veamos algunos botones de muestra.

¿Por qué tiene autoridad epistémica la experiencia sensorial

Esta aparentemente inocente pregunta epistemológica tiene un matiz político que Broncano, apoyándose en Bernard Williams, desvela de inmediato: "La epistemología intersecta con la política en la medida en que toda política supone una política de la creencia y toda política de la creencia es parte de nuestra construcción del orden social". ¿Por qué hoy en día somos incapaces de construir un orden social basado en autoridades [legítimas] y no en la imposición del poder [que, si acaso, logra una legitimación fáctica, pero no una legitimidad genuina]? (p. 253).

Es parte de nuestras tareas políticas recuperar el poder de la autoridad legítima frente al poder bárbaro del más fuerte. Por esto es doblemente importante la línea que defiende Broncano: recuperar una concepción adecuada de la autoridad de la experiencia frente al mito posmoderno de que "todo es construido" (p. 251). Pero para ello se requiere aire fresco sobre nuestras ideas acerca de la experiencia.

Para empezar, la experiencia es un proceso, no un suceso individual y atómico como lo pensó en general la epistemología moderna. "La experiencia actual preserva la experiencia del pasado, es parte de nuestra formación o conformación como sujetos situados" (p. 254). La experiencia tiene autoridad porque "nos inserta en la realidad como la parte de ella que somos" (p. 255). Bien puede hacerse una concesión fundamental a los kantianos: es imposible describir la realidad si no es conceptualmente. Pero Broncano salva "de la manera más honesta posible" lo que él considera una idea crucial del empirismo: "no existirían tampoco conceptos si no existiese la experiencia" [...] "si colectivamente no tuviésemos experiencias tampoco tendríamos conceptos" (p. 255).

Creo que muchos kantianos también reclamarían esta idea para sí, pero lo importante es subrayar que la experiencia no es un estado mental, sino "un proceso cuyas condiciones de éxito dependen de la inserción efectiva en la realidad y en el flujo de información que proviene de ella" (p. 263). La experiencia "es el modo en que la realidad nos configura como sujetos cognoscentes" (p. 255). Por eso hay una asimetría entre el nivel conceptual y el experiencial. Sin razón y sin conceptos no hay conocimiento. Pero la razón recibe su autoridad de la experiencia, dice Broncano (p. 255), rescatando en eso sí la actitud empirista fundamental, como diría van Fraassen (p. 250).

Así comienza a dibujarse una epistemología que no sólo mantiene a raya al escéptico y al materialista, sino que formula el proyecto político de recuperar la confianza en un orden de autoridad legítima. Pues la autoridad de la experiencia, concluye Broncano, no está desligada de la intervención práctica en la naturaleza (p. 322), y bien podemos agregar que también en la sociedad.

La penúltima estación es la búsqueda de la normatividad epistémica: ¿de dónde proviene la fuerza de las normas en el dominio del conocimiento? La respuesta de Broncano es plenamente congruente con la visión naturalizada que defiende, además de hermosamente sencilla: "El conocimiento es normativo para los seres humanos en el mismo sentido en que es normativa la salud. 'Estar sano' describe al tiempo un estado general de las numerosas funciones del organismo y una finalidad de nuestra existencia: deseamos estar sanos, recuperar la salud cuando la hemos perdido, preservarla e incluso incrementarla [...]; desde el punto de vista social, la salud es un bien primario que obliga a las políticas públicas de bienestar" (p. 388).

La manera "normal" de ser de la mayoría de los miembros de la especie (hasta ahora) es estar sanos, y cuando hay disfunciones que apartan a alguien de ese estado hay una lucha por recuperar la salud, la cual a veces ni siquiera es intencional, como cuando un organismo combate por sí mismo una infección. Análogamente, sugiere Broncano, los seres humanos, como muchos otros animales, no pueden dejar de conocer. El conocimiento "es un logro de nuestra mente, un estado que denota relaciones robustas en las transacciones causales, informacionales y prácticas de la mente. Es un estado normativo en el sentido de que su privación implica disfunción o mal funcionamiento, una falta de desarrollo de las capacidades mentales" (p. 389). Dicho de otra manera, no es posible que un ser humano con capacidades normales y que realice ciertas transacciones elementales con su medio carezca de un cierto conocimiento del mundo.

El concepto de conocimiento categoriza ese estado normativo y es, él mismo, un concepto normativo. Disponer del concepto de conocimiento significa reconocer la normatividad del conocimiento. Si no hemos comprendido esto no hemos entendido aún lo que es el conocimiento. Disponemos del concepto de conocimiento cuando somos capaces de discriminar un estado de conocimiento de uno que no lo es, de la misma manera que disponemos del concepto de salud cuando somos capaces de identificar un estado como saludable y otro como patológico.

Con este punto de vista, Broncano desde luego se rebela a la epistemología tradicional. Saber no es tener una creencia verdadera y justificada. El conocimiento no es una subclase de las creencias. Esto no le impide proponer y defender una teoría normativa del conocimiento, pero sí lo salva del extravío intelectualista de tener que presuponer una normatividad quizá más fuerte que la epistémica (basada en una noción fuerte de racionalidad, por ejemplo). La estrategia de Broncano, en cambio, es buscar la normatividad del conocimiento en nuestras capacidades naturales que se han desarrollado evolutivamente y que han permitido transacciones causales, interacciones e intervenciones exitosas en el mundo. Esto nos lleva a la última parada.

El conocimiento en la esfera pública

"La ciencia y la tecnología aparecieron cuando varios hechos sociales complejos se transformaron en compromisos institucionales explícitos, tales que instauraron normativamente ciertas conductas creativas cognitivas y prácticas" (p. 449). Entre esas transformaciones sociales se encuentran la imprenta, la generalización de las habilidades de cálculo numérico, la invención de nuevos medios representacionales matemáticos y gráficos, la critica generalizada al principio de autoridad, la generalización de redes sociales y el desarrollo técnico de instrumentos propiamente cognitivos, por ejemplo instrumentos de medida (p. 449). Estos hechos generaron prácticas cognitivas colectivas cuyos resultados fueron considerados valiosos, y que se sedimentaron en instituciones con una estructura axiológica propia, donde se exigía por ejemplo la justificación de las tesis presentadas en la esfera pública mediante la prueba y el experimento (p. 450).

Broncano reivindica, con toda justicia, los análisis mertonianos de la estructura institucional de la ciencia (p. 451), pero correctamente abre el problema de que además de explicar la génesis de la ciencia es necesario dar cuenta de ella como un hecho institucional, de su preservación, así como de la incertidumbre de su futuro. Para esto recurre a la explicación que se remonta a Mancur Olson de que la ciencia promueve y produce generalmente bienes públicos (p. 454), cuya provisión no puede ser explicada por mecanismos de mercado (p. 455). Este es uno de los puntos cruciales dentro de las actuales discusiones en nuestros países iberoamericanos, donde muchas políticas públicas parecen olvidar este crucial papel de la ciencia y la tecnología y más bien las entienden a ellas y a sus resultados como meras mercancías.

Broncano advierte: "no hay nada natural en un sistema de ciencia y tecnología" (p. 469). Por eso el problema filosófico y político crucial es el de si "la ciencia será en el futuro lo que libre y reflexivamente determinen sociedades ilustradas y democráticas capaces de pensar y decidir sobre las alternativas que se les presentan" (p. 465), o si lo que traiga el porvenir dependerá de "ocultos procesos de causación" (p. 465), al margen de la participación de los ciudadanos. Con esto entramos al último salón de la estación final.

"Una filosofía política, no metafísica, para la ciencia y la tecnología"

El actual sistema de ciencia se ha vuelto trasnacional, es capaz de generar bienes públicos y colaborar en la resolución de muchos problemas sociales y ambientales, pero también ha coadyuvado a muchas desigualdades nunca antes vistas (p. 519). ¿Cómo confrontar el problema de la legitimidad del sistema de ciencia en una sociedad que aspira a ser democrática, donde hay flujos trasnacionales en la economía, en la cultura, en el poder, y donde se mantiene una gran diversidad de puntos de vista religiosos, políticos y morales? Y ¿cuál es el papel del filósofo en esto?

Broncano discute algunas ideas que han sido esbozadas -pero como él muy bien critica, aún no desarrolladas a un debido nivel- por varios autores iberoamericanos, y consciente de pecar en el mismo sentido que sus colegas, dedica las últimas cuatro páginas del capítulo final a delinear un programa que habrá de desarrollar a corto plazo. Su propuesta es la de tomar los conceptos epistémicos con el mismo rango fundacional que conceptos como justicia, igualdad o libertad.

La tarea filosófica es colaborar en la construcción de conceptos de esta naturaleza que sean aceptables para los diferentes puntos de vista que concurren en la esfera pública, y en particular atender a interrogantes tales como: "¿son compatibles las sociedades democráticas con instituciones que tienen valores constitutivos? [...] ¿Están legitimados los agentes de esas instituciones para establecer jerarquías de valores ateniéndose al encargo social que funda la institución?" (p. 519). Esos problemas son familiares en otros campos, como en el derecho, donde se discute si la ley positiva es o no fuente de su propia legitimación. Es hora de que la filosofía de la ciencia dé respuesta a los problemas análogos que surgen con respecto al sistema de ciencia y su papel en las sociedades democráticas. Con esto Broncano da el paso final, de la epistemología a una teoría amplia del contrato social, haciendo un llamado para un contrato social epistémico: "un contrato para la producción de conocimiento dada una legítima distribución de autoridad epistémica" (p. 520).

Un proyecto social y político auténticamente democrático y participativo exige la legitimidad de las instituciones de conocimiento, pero éstas y el sistema en el que se encuentran es ya demasiado complejo. Se requiere una distribución de la autoridad, pero de la legítima autoridad y no del poder -insiste Broncano- y eso exige respetar y promover la autonomía epistémica de las comunidades científicas, pero a cambio de que éstas formen parte también del pacto. Por esto la epistemología -siempre y cuando se le entienda en la línea enseñada en este libro- pese al escéptico y al materialista tiene, y debe tener, un lugar fundamental por su capacidad "para dar respuesta a problemas esenciales de nuestras sociedades" (p. 521). Broncano concluye así, delineando con claridad algunos de los temas indispensables para la agenda en la epistemología y la filosofía de la ciencia del siglo veintiuno, de fundamental interés para los países iberoamericanos.

Apenas hemos podido presentar unas cuantas de las muchas ideas valiosas de este libro, sin haber sido capaces de transmitir la riqueza de lo que hemos aprendido con su lectura. Carlos B. Gutiérrez recordaba hace poco en México el concepto de "formación" de la tradición alemana que influyó decisivamente en su maestro Gadamer: formarse es aprender de los otros, por tanto es un proceso permanente. Quien lea este libro, sea quien sea, fortalecerá sólidamente su formación. Cualquiera tiene mucho que aprender de esta excelente obra.

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