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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

On-line version ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. vol.2 no.5 Ciudad Autónoma de Buenos Aires May 2005

 

La tecnología y la búsqueda de la felicidad*

Albert Borgmann (Albert.Borgmann@umontana.edu)
The University of Montana, Estados Unidos

La conexión entre tecnología y felicidad es un desafío para la filosofía. Este desafío puede enfrentarse si entendemos la tecnología como un proceso de mercantilización que es guiado por un patrón característico- el paradigma del dispositivo, y si diferenciamos entre la felicidad como el consumo de placeres y la excelencia moral como la devoción de cosas y prácticas focales. Estas clarificaciones y distinciones nos permiten reubicar y redimir el placer y avizorar una vida donde el placer y la virtud se encuentren reunidos para dar lugar a una genuina felicidad.

Palabras clave: Tecnología; Felicidad; Mercantilización; Consumo; Virtudes; Moral.

The connection between technology and happiness is a challenge to philosophy. It can be met if we understand technology as the process of commodification that is guided by a characteristic pattern-the device paradigm, and if we distinguish between happiness as the consumption of pleasures and moral excellence as the devotion to focal things and practices. These clarifications and distinctions allow us relocate and redeem pleasure and to envision a life wherein pleasure and virtue are joined to yield genuine happiness.

Key words: Technology; Happiness; Commodification; Consumption; Virtues; Moral.

La tecnología y la felicidad han estado causándonos problemas con su inevitabilidad y vaguedad; la felicidad al menos desde la época de Aristóteles, y la tecnología desde la Revolución Industrial. No podemos sino perseguir la felicidad, aunque no podemos estar seguros de qué es y de si estamos o no alcanzándola. La tecnología es el medio ambiente del cual no podemos escapar, pero parece imposible decir en qué sentido es una bendición o un infortunio. Por consiguiente, la conexión entre la tecnología y la felicidad es doblemente impuesta y nebulosa. La filosofía tiene la importante tarea de clarificar estos problemas y limpiar el terreno para que puedan florecer nuestras mejores prácticas y aspiraciones.

Comencemos, entonces, con la tecnología. ¿Qué es la tecnología? ¿Qué le hace a nuestras vidas? ¿Es una fuerza constructiva o destructiva? Considérese la respuesta de Michael Shermer. Es el editor fundador de la revista Escéptica, director de la Sociedad Escéptica, columnista mensual de Scientific American, anfitrión del Seminario Escéptico en Caltech y autor de seis libros. Esto es lo que ha dicho:  

En ningún caso creo que la tecnología sea destructiva. Pienso que virtualmente todos la adoptamos, incluso los tecnofóbicos, que la censuran en los artículos de las páginas de opinión de Los Angeles Times y el New York Times, pueden hacerlo gracias al manto de libertad que el rodillo de la imprenta les otorga, y creo que esto es terriblemente hipócrita. Todos usan la tecnología. Automóviles, aviones y tecnologías médicas que les han permitido vivir lo suficiente para escribir artículos de opinión en contra de la tecnología. Pienso que todo lo que es nuevo es extraño y causa alarma en la gente, y si bien esta situación siempre estará allí presente, se trata de habituarse a ella. Considérese, por ejemplo, la clonación. Se trata de algo que ocurrirá. No importa si el Congreso la prohíbe o no. Sucederá en algún lugar fuera de los Estados Unidos. Sucederá deliberadamente y en secreto en los Estados Unidos. Sucederá. Todos nos habituaremos entonces a ella y no será algo de especial importancia. Habrá otra cosa contra la que construir barreras. 1

En esta breve y sorprendentemente declamación antiescéptica, Shermer ha reunido muchas de las visiones estándares sobre la tecnología. De especial importancia para nuestros propósitos, él usa 'tecnología' en el sentido amplio de un fenómeno social y cultural que está basado en el conocimiento científico y que se expresa en máquinas y procedimientos tales como "aviones y tecnologías médicas". Está hablando de la tecnología moderna. Esta tecnología será el tema de lo que sigue.

Shermer correctamente señala que el dominio de la tecnología como fuerza cultural es ineludible. "Todo el mundo usa la tecnología", afirma Shermer. No obstante, uno de sus señalamientos posteriores es menos común. Shermer piensa que el progreso de la tecnología es inevitable. "Ocurrirá", afirma (respecto de una tecnología particular). Podemos denominar a este punto de vista 'determinismo tecnológico'.2 El determinismo tecnológico puede ser optimista o pesimista. Shermer está del lado del optimismo. La tecnología hace florecer un "manto de libertad" y enriquece nuestras vidas con "automóviles, aviones y tecnologías médicas".

Sin embargo, también hay deterministas tecnológicos que son pesimistas. La tecnología, dicen éstos, determina irresistiblemente nuestras vidas, pero al hacerlo nos deshumaniza, nos aliena en nuestra relación con la naturaleza y destruye el medio ambiente. Shermer denomina a estas personas 'tecnofóbicas'. Otros las llaman románticas, distópicas o luditas. Shermer obviamente es un tecnofílico, y los tecnofílicos agrupan rutinariamente a todos los críticos de la tecnología en el infierno de la tecnofobia y la distopía. 

Mucho más común que el determinismo tecnológico es lo que podemos denominar instrumentalismo tecnológico (Borgmann, 1984: 10-11). Ha sido bien recogido por Andrew Grove, el fundador y durante mucho tiempo CEO de Intel, cuando dijo: "la tecnología sucede. No es buena ni mala. ¿Es el acero bueno o malo?".3 Las personas, por supuesto, tienen puntos de vista complejos y, a menudo, inconsistentes sobre la tecnología. Sin embargo, cuando dan cuenta explícitamente de ellos, frecuentemente afirman que la tecnología es un instrumento neutral respecto de los valores. Todo depende de cómo vaya uno a usarlo.

Hay obviamente algo de verdad en esto. Los escalpelos empleados en la realización de cirugías que salvan vidas están hechos de acero. Asimismo están hechos de acero los cuchillos y las armas para matar. También, en parte, los automóviles y los aparatos de televisión. Y estos artefactos además pueden ser empleados para el bien o para el mal. Sin embargo, sus impactos en la cultura contemporánea realmente no son valorativamente neutrales. No han dejado moralmente a la sociedad de la misma manera, y no parece plausible afirmar que lo que sucedió fue que la gran mayoría de las personas decidieron usarlos moralmente de la misma manera. Tenemos la intuición de que hay algo así como una cultura tecnológica con su propia combinación moral que requiere su propio análisis moral. Esta es una dimensión que el instrumentalismo tecnológico no logra alcanzar ni iluminar. De hecho, su propia petulancia moral tiende a ocluir la estructura moral profunda de la cultura contemporánea.

Podríamos decir que el instrumentalismo tecnológico es correcto pero superficial. El determinismo tecnológico, por el contrario, es profundo, pero incorrecto. Sin bien da lugar a cuestiones morales que son intrínsecas a la tecnología, es incorrecto cuando afirma que estamos, sin que podamos hacer nada, determinados por la tecnología. Hay decisiones morales que tomamos personal o políticamente para promover o limitar la tecnología. El instrumentalismo supone que estamos en completo control de la tecnología. El determinismo afirma que no tenemos control alguno. Lo que necesitamos es una teoría de la tecnología que sea correcta así como reveladora, y que clarifique nuestra implicación con la tecnología.

Los puntos de vista sobre la felicidad están igualmente divididos. Immanuel Kant pensó que el mundo era demasiado inestable para permitir la búsqueda racional y efectiva de la felicidad. Si la omnisciencia tramase el curso de nuestras vidas se podría entonces garantizar la satisfacción de nuestros deseos.4 Thomas Jefferson, por el contrario, enlistó la búsqueda de la felicidad entre los derechos "inalienables" en la Declaración de la Independencia (Wills, 1979: 248-255). ¿Y quién se levantaría en armas para defender un derecho que nadie podría ejercer exitosamente?

Las perspectivas populares reflejan estas posiciones históricas. Cuando se pregunta directamente qué es la felicidad, la gente tiende a ser escéptica y relativista. Sobre gustos no hay nada escrito, afirman. La felicidad es una mascota cariñosa, dice el historietista Charles Schulz. Pero la mayoría de las acciones de la gente revelan intencionalmente una convicción diferente. La felicidad sería un montón de dinero y los placeres que el dinero puede comprar.

Podemos comenzar a vincular la tecnología con la felicidad y clarificar sus respectivas influencias sobre la calidad de nuestras vidas a través de elaborar un señalamiento realizado por Shermer. La tecnología promete libertad y prosperidad. La promesa tecnológica de libertad es particularmente reveladora. La libertad en cuestión no es política. La promesa no es liberarnos de la opresión, sino que es, por el contrario, liberarnos de las cargas de la realidad y de las demandas de las personas. Un automóvil realiza ambas funciones en una sociedad enriquecida. Nos libera de los límites de tiempo y espacio que constriñen a los peatones, del frío, el calor y la lluvia de las estaciones, y nos libera de las molestias de nuestros compañeros de viaje en un autobús o de los otros peatones en las calles.

La prosperidad tecnológica y la libertad tecnológica están cortadas por el mismo patrón, pero a menudo es lo opuesto. Al liberarnos de los límites de tiempo y espacio que tienen los peatones, los automóviles nos ofrecen una riqueza de destinos que exceden largamente aquellos que están disponibles para éstos últimos. La comida enlatada y congelada y el microondas nos liberan del trabajo de preparación de la comida y de la necesidad de ser pacientes, a la vez que promueven una mayor variedad de platos que los que podríamos preparar y cocinar en casa.

Todas las regiones y dimensiones cruciales de la vida han sido enriquecidas por la tecnología: el cobijo, la vestimenta, la comida, el transporte, la comunicación, la información y el entretenimiento. El enriquecimiento es un proceso continuo, y su presentación más pura ocurre en los anuncios publicitarios. Estos ofrecen la figura más clara, detallada y cautivante de la promesa de la prosperidad tecnológica así como de la libertad. Por tanto, el mensaje típico de un anuncio publicitario nos dice que sus productos nos liberarán de la fiebre, de controlar el agua de la batería de nuestros autos, de apalear la nieve, etc. Asimismo, nos prometen enriquecer nuestras vidas con sonidos estéreos en nuestros autos, con una pantalla de televisión de alta definición, con un vodka cuyo sabor jamás hemos probado, etcétera.

Pensamos que la historia y la base de la liberación tecnológica y del enriquecimiento están bien entendidas. El proceso comenzó con la formación del capitalismo, fue impulsado por la Revolución Industrial, y fue intensificado a través de la investigación y el desarrollo científico. Esto es obviamente verdadero, y puede aprenderse mucho de la historia de la ciencia, la tecnología y la economía. Sin embargo, cualquier explicación del crecimiento de la tecnología fracasa al revelar la transformación de la vida moderna. Describe el aumento de una maquinaria que ha estallado en tamaño y en sofisticación, pero cuyos efectos parecen ser mayormente cuantitativos. Simplemente, hay más de todo.

Los recelos acerca de los efectos de la tecnología moderna sobre las prácticas tradicionales y los valores fueron elocuentemente hechos públicos ya en el siglo diecinueve por el victoriano Thomas Carlyle, por ejemplo, y el estadounidense Henry David Thoreau. No obstante, en relación con los propósitos de un análisis cultural y moral de la tecnología, fue Karl Marx quien vio claramente los rasgos más relevantes del proceso. Ese proceso característico ha sido conocido como mercantilización.

Karl Marx (2003: 49-148) mismo no tuvo un término singular para el fenómeno completo. Marx habló de la transformación de las cosas y las relaciones en mercancías. Fue el marxismo de cuño anglosajón de finales del siglo veinte el que nos dio los convenientes términos de mercantilizar y mercantilización. La mercantilización en su sentido más preciso y común es un término económico y refiere a la transformación de una cosa o una práctica en una mercancía (en alemán Ware), en algo que es para vender. O para decirlo con términos equivalentes, mercantilizar algo es traerlo desde fuera del mercado hacia el interior del mercado.

La mercantilización que más preocupó a Marx fue la del trabajo. El trabajo estaba habitualmente incorporado en las prácticas hogareñas o en las relaciones de confianza y dependencia entre el trabajador y el maestro feudal. El capitalismo creó un mercado donde los trabajadores vendieron y los capitalistas compraron trabajo, un mercado que un grado desorbitado favoreció al comprador. Sin embargo, Marx también fue consciente de la mercantilización de bienes tales como el trigo, los relojes, el lino y los limpiabotas.

Más interesante aún, Marx era consciente de la riqueza de las condiciones de las que fueron separadas las cosas y las relaciones, y que se perdieron, cuando esos ítems fueron incorporados al mercado (Marx y Engels, 1999: 44-59). Pero algunas de aquellas condiciones eran, por supuesto, opresivas, laboriosas o embrutecedoras e inaceptables para Marx así como son hoy inaceptables nosotros. Por lo tanto, Marx propuso dividir la mercantilización capitalista en sus partes productivas y distributivas. Aceptó la primera y predijo la conversión de la segunda desde la distribución desigual, basada en la propiedad privada, a la distribución igualitaria basada, memorablemente, en el comunismo.

Mientras que la perspicacia analítica de Marx marcó un hito, sus propuestas de reforma o predicciones fueron colosales fracasos. Realmente hubo dos fracasos. Uno ha devenido tan obvio que es generalmente aceptado. La afirmación comunista de que la maquinaria tecnológica productiva puede ser central y racionalmente planeada y dirigida resultó falsa, y mirada en retrospectiva aparece como arrogante. El otro fracaso, velado y subyacente, concierne la afirmación moral que estaba implícita en la socialización de la maquinaria productiva -que ella habría de pacificar la agitación cultural que había sobrevenido con el proceso de mercantilización y que reconciliaría a la gente con las pérdidas morales que habían sufrido a través de la Revolución industrial. Debido al fracaso económico del comunismo, las condiciones culturales que habrían producido evidencia inequívoca sobre si el comunismo hubiera o no tenido éxito o fracasado moralmente nunca se realizaron. ¿Quién puede saber algo sobre esto ultimo? Sin embargo, hay una razón para creer que el segundo fracaso habría sido tan masivo como el primero.

La eventual sociedad sin clases habría de construir para todos una vida con igualdad de libertad y prosperidad. Ninguna sociedad de esta clase ha sido nunca establecida. Sin embargo, hay una gran cantidad de bolsillos de la clase media próspera que se han aproximado a esas condiciones. ¿Cuál es la calidad de vida bajo esas condiciones? ¿Representa la reconciliación de la naturaleza y la humanidad por la que el joven Marx abogó o la vida libre y creativa que habría de ser el beneficio de la sociedad comunista?

La medida de la calidad de vida es una tarea que la ciencia social ha estado desatendiendo por largo tiempo, en parte porque parece algo muy poco claro y por lo tanto interminablemente controvertido qué es exactamente la calidad de vida. Una cosa se piensa como obvia -la calidad de vida es de alguna manera la contraparte del estándar de vida, la supuesta clara medida cuantitativa del bienestar colectivo: tómese la suma de todos los bienes y servicios producidos en un país durante un año -el producto bruto interno (PBI)- y divídaselo por la población. Sin embargo, hay de hecho dos vías sólidas y complementarias para medir lo que parece tan elusivo, a saber, el bienestar moral, cultural o espiritual de la sociedad. Una representa un abordaje objetivo y la otra un abordaje subjetivo. Objetivamente, hay parámetros morales de excelencia que son ubicuos a través de las culturas y la historia (Seligman, 2002: 29-33). En nuestra cultura dichos parámetros se denominan virtudes, y las seis virtudes típicas son la sabiduría, el coraje, la amistad, la justicia, la autodisciplina y la gracia. La autodisciplina ha sido tradicionalmente llamada temperancia. Lo que denomino gracia combina, para decirlo rápidamente, lo que entre las virtudes teológicas cristianas se quiere decir con fe y esperanza. Más ampliamente, es la toma de conciencia y la práctica de aquellas cosas que pueden agraciar nuestras vidas -las artes, filosofía, literatura, poesía o religión. El test subjetivo de la calidad de vida supone preguntarle a una muestra representativa de la población si están o no felices con sus vidas. En suma, la calidad de vida tiene dos aspectos, excelencia moral amplia y felicidad.

Las ciencias sociales no han investigado la excelencia moral directamente y consistentemente. Ellas han, sin embargo, recogido una gran cantidad de material que indirectamente y significativamente se relaciona con la cuestión: ¿cuál es el estado de la excelencia moral en, digamos, los Estados Unidos? Para comenzar con la sabiduría, no hay para sorpresa de nadie ninguna medida provista por las ciencias sociales. Pero hay piezas de la ciencia social que encajan dentro del concepto de sabiduría si por sabiduría significamos la perfección del conocimiento, la integración de la información acerca de las principales dimensiones de la realidad en una visión coherente y penetrante del mundo. Estas dimensiones incluyen al menos astrofísica, geografía, teoría evolucionista, historia y política. Hay de hecho encuestas y estudios que nos dicen cuál es el dominio que la gente tiene de estas dimensiones que caracterizan a la sabiduría.5

El coraje ha sido una causa de ansiedad en el periodo moderno desde que para la mayoría de los ciudadanos de los países industrializados modernos las escuelas de coraje han estado desapareciendo -la guerra y los cambios de la naturaleza (Miller, 2000). Pero hay una continua necesidad de compromiso físico y de vigor, que se manifiesta en estar preparados para buscar y enfrentar las demandas del ejercicio y los deportes. Aquí, nuevamente, hay mucho material sobre los hábitos y el estado de forma física de la gente (Stein, 2004).

La amistad en sentido amplio es sociabilidad, práctica de la hospitalidad, socialización, e involucramiento comunal. En sentido estrecho, esto es, aquel que se refiere a Aristóteles, la amistad es el lazo más cercano y eminente entre dos personas, lo que en nuestra cultura se denomina matrimonio. Hay mucha investigación disponible tanto en lo referido al nivel común de sociabilidad así como al estado de matrimonio (Myers, 2000: 36-59).

La justicia en su significado mínimo refiere al orden de la sociedad, al imparcial respeto de las reglas y al sentido de seguridad resultante. En un sentido más amplio, la justicia asegura las libertades básicas, y en un sentido aún más fuerte la justicia concierne la justa distribución de los frutos del sistema cooperativo que denominamos sociedad. Este último sentido es el sentido crítico que encuentra esta noción en las democracias prósperas, y hay abundantes datos sobre la imparcialidad y los grados de igualdad nacional e internacional.6

La temperancia es el disfrute saludable y moderado de los placeres. En la disposición paradigmática que hemos estado considerando, entre los placeres que llevan la delantera están la comida y la televisión, y hay buena investigación sobre los efectos de ambos.7

El estado de gracia es por lejos el más difícil de evaluar empíricamente. Se trata ciertamente de un asunto prominente. Se dijo que los valores morales decidieron las elecciones presidenciales en los Estados Unidos en el 2004. Hay investigación sobre la visita a museos y la presencia en la iglesia (Putnam, 2000: 65-79, 423). ¿Pero son los Estados Unidos un país verdaderamente grácil o digno? ¿Es un país cristiano como frecuentemente es declamado en voz alta? ¿Se distingue la sociedad de Estados Unidos por el espíritu de caridad y el perdón que está en el corazón de la Buena Nueva?

Más arriba he resumido lo que la investigación empírica nos dice acerca de la calidad de vida objetiva en los Estados Unidos. Debo hacer notar las únicas y ricas oportunidades que la moderna tecnología nos ha dado para alcanzar un alto nivel moral y de excelencia cultural. El conocimiento no ha estado nunca antes disponible tan rápida y abundantemente. La gente común no tenido nunca tanto tiempo libre para actividades atléticas. Los amigos y esposos nunca antes pudieron buscar tan confidentemente una compañía segura y extensa en el tiempo. La habilidad para proveer una poderosa asistencia a aquellos que se encuentran en la pobreza y en la miseria nunca ha sido tan rápida para las naciones prósperas.

En lo que se refiere a los Estados Unidos, la evidencia relacionada con la calidad de vida cultural y moral es condenatoria. La gente en los Estados Unidos es decente. Se sienten obligados por las leyes, son moderados en sus convicciones y tolerantes de la diversidad (Fiorina, 2005). Sin embargo, en este país estamos condenados por nuestras posibilidades. No sólo podríamos hacerlo mucho mejor sino que debemos hacerlo. Y tal y como están las cosas, en cuanto personas comunes somos demasiado ignorantes del mundo en que vivimos, nos encontramos demasiado cómodos en nuestro consumo, nos mostramos demasiado dispuestos para abandonar nuestros compromisos de pareja y obligaciones sociales, somos demasiado indiferentes respecto de la indigencia y la opresión; y en nuestra condición de cristianos, no somos portadores de buenas nuevas.

¿Pero cómo nos sentimos acerca de nosotros mismos y de nuestra situación? ¿Cuán satisfechos estamos con nuestras propias vidas? ¿Somos felices? Esto trae a colación el lado subjetivo de la calidad de vida. La búsqueda de la felicidad es una cuestión particularmente desconcertante para la ética que dominó la filosofía anglo-norteamericana desde la mitad del siglo diecinueve hasta la segunda parte del siglo veinte. Su declamado objetivo fue maximizar la felicidad para la totalidad de la población de una sociedad particular.

Para maximizar se tiene que medir. Pero no fue encontrada ninguna vara para medir la felicidad. Tempranamente en el siglo veinte los economistas se desesperaron para encontrar la vara de medir y declararon que la gente demostraba lo que los hacía felices a través de lo que de hecho hacían. Sus preferencias se revelaban en sus acciones, esto es, a través de sus elecciones, y esto significaba a través de sus compras. Entonces, en teoría, las preferencias de la gente se ordenarían (ordinalmente) sin una vara de medir (cardinalmente), y cualesquiera medidas prácticas que fuesen necesarias podrían ser hechas con dinero.

En la práctica, entonces, la felicidad se ató al dinero, y la maximización de la felicidad provino del aumento del producto bruto doméstico per cápita, esto es, del estándar de vida. El escepticismo acerca del significado de la felicidad, la equivalencia de la felicidad con el dinero y la dedicación a mejorar el estándar de vida todavía constituye la dominante ética de los Estados Unidos, aunque no la ética exclusiva.

Esta ética nunca ha existido sin sus críticos severos. Pero la crítica ha entrado en una nueva fase a través de la investigación social que evita los escollos del resentimiento y la moralización. Dicha investigación ha minado los supuestos básicos de las políticas sociales actuales. Se ha mostrado que la felicidad, pensada como satisfacción con la vida propia, es de hecho un concepto válido cuya prevalencia puede ser confiablemente establecida (Frey y Stutzer, 2002). La aplicación de este hallazgo ha mostrado que la felicidad y el dinero no crecen conjuntamente. Sin embargo, sí crecen conjuntamente, en el caso de los individuos y las sociedades, cuando el punto de salida o comienzo es la pobreza. Pero tan pronto como es alcanzado un nivel moderado de prosperidad económica, esta última puede incrementarse dramáticamente mientras que la felicidad permanece igual o incluso decrece.

De forma no sorprendente, también ocurre que la gente es un juez empobrecido de aquello que la haría feliz. Regularmente y, según se hace evidente, incorregiblemente sobreestima la cantidad y duración del placer que traerá una compra particular. En la búsqueda de la felicidad, la gente sistemáticamente avanza en la dirección incorrecta (Kahneman, 1999: 3-25).

Así como la tecnología parece facilitar la búsqueda de la excelencia moral, así también debería hacer más realizable la felicidad. "La felicidad", dijo Kant, es la satisfacción de todos nuestros deseos, exhaustivamente en relación con su variedad, intensivamente en relación con sus distintos grados, así como extendida en el tiempo de acuerdo con sus respectivas duraciones".8 Esto suena como la descripción del trabajo para el poder y la sofisticación de la tecnología.

No obstante, pensar meramente en la tecnología como una disposición auspiciosa para la búsqueda de la excelencia y la felicidad es caer en la superficial concepción instrumental de la tecnología. La cuestión sobre la que tenemos que interrogarnos es la siguiente: ¿es la tecnología una forma de cultura directamente implicada en nuestro fracaso para perseguir la excelencia cultural así como en la futilidad de nuestra búsqueda de la felicidad?

Para obtener una repuesta debemos retornar a los efectos de la mercantilización. La intuición de Marx es que la mercantilización conduce a un empobrecimiento de la vida fue desviada por su aceptación exenta de revisión crítica de la mercantilización de la producción y su deficientemente concebido remedio para los males del consumo de mercancías. Lo que se necesita es una articulación de los efectos culturales de la mercantilización, o para ponerlo de manera equivalente, se necesita una distinción entre la mercantilización cultural y económica.

La mercantilización cultural es el distanciamiento de una cosa o práctica de su contexto temporal, espacial y social de compromiso y entendimiento. La mermelada de frutilla en un ambiente pre-tecnológico fue el punto focal de una rica red de tiempos, lugares y relaciones familiares. El padre se encargaría de su plantación en la primavera. Los niños y niñas de su desmalezamiento de la plantación hasta el fin del otoño. Al siguiente verano, ellos levantarían las frutillas. La madre las limpiaría y las reduciría a mermelada, a su vez llenaría tarros para contenerla en moldes. Los tarros terminarían en una repisa en el sótano, y en el invierno serían abiertos para nutrir y deleitar a la familia.

Esta textura de jardín, cocina y despensa, de manos sucias y dulces sabores, de trabajo monótono y habilidad, de previsión y placer ha desaparecido para la mayoría de nosotros, llevado ahora adelante por trabajadores y maquinarias invisibles que producen una mercancía que termina entre miles de otras mercancías en una góndola de supermercado. Hay un patrón en este proceso de cambio. La mercantilización es un aspecto del mismo, y dicho proceso finaliza en la particular disponibilidad de la mercancía -que está típicamente disponible de manera instantánea, ubicua, fácil y segura.

La mercantilización siempre descansa sobre la mecanización, sobre alguna maquinaria (en un sentido amplio) que desplaza y racionaliza las disposiciones tradicionales y las relaciones personales. La maquinaria está típicamente oculta para nosotros, por ignorancia en el caso de la mermelada de frutilla, por sofisticación y encierro en un recinto en el caso de un Asistente Personal Digital (PDA) Blackberry. Como la tecnología de la información ilustra bien, la maquinaria también tiende a reducirse incluso cuando se vuelve más poderosa. A su turno, la mercancía deviene más prominente y glamorosa.

El patrón de esta conjunción de mecanización y mercantilización y de maquinaria y mercancía puede denominarse el paradigma del dispositivo.9 ¿Qué luz echa sobre la búsqueda de la excelencia y la felicidad? La aplicación de la tecnología, especificada como la aplicación de un paradigma del dispositivo, al hambre y la enfermedad ha incuestionablemente eliminado la miseria indecible. Ser incapaz de alimentar a los niños propios o verlos morir de difteria es de las peores experiencias que uno puede tener. Ser capaz de tener a los propios hijos vacunados y comprar comida para ellos en el supermercado, son excelentes logros, vistos desde una perspectiva histórica.

La psicología reciente, sin embargo, ha dado apoyo empírico a algo que siempre habíamos sospechado y observado anecdóticamente -consideramos nuestras bendiciones como dadas, ellas se funden en el poco conspicuo trasfondo cotidiano. Pero la cura para la indiferencia resultante no es seguramente la temporaria recreación de la miseria para entonces dar lugar a la reconstitución de la liberación desde el azote de la enfermedad y el hambre. Debemos, en cambio, reconocer que hemos estado llevando el paradigma del  dispositivo a lo largo de una gradiente desde la genuina descarga hacia la distracción debilitante.

Hemos permitido que el paradigma del dispositivo invada y colonice los centros mismos de nuestras vidas. La cultura de la mesa, la conversación y la información, el ámbito de las artes, los hábitos de la sexualidad, todo esto ha sido modificado. Cada uno de nosotros puede emplear el paradigma del dispositivo como un instrumento diagnóstico para ver cómo nuestra comida, nuestro entretenimiento, nuestra experiencia sexual han devenido disponibles prácticamente en cualquier lado, en cualquier momento, sin esfuerzos ni peligros.

Lo que tanto seduce de las mercancías es sus apelaciones a los placeres supremamente puros, purificados de todo dolor y de necesidad de paciencia, dulces. El disfrute de tales placeres tecnológicamente refinados es el consumo, y el curso del consumo es la adaptación. "Este proceso, llamado habituación o adaptación", dice Seligman (2002: 105), "es un hecho neurológico inviolable de la vida". Los placeres tecnológicos tienen una vida corta. Después de un mes, mi centelleante y nuevo modelo de auto deportivo me da solamente la mitad de placer que sentí cuando por primera vez me prendí a su volante. Al cabo de un mes más, sólo me otorga la mitad de ese disminuido placer, y así hasta llegar a cero. Aún más, el placer que reemplaza al que se ha desvanecido necesita ser más fuerte que sus predecesores. El nuevo auto tiene que ser más rápido, más ostentoso, y más confortable.

Lo que vuelve harto difícil romper el hechizo del consumo es una conspiración de dislocadas inclinaciones y arraigadas expectativas. Nuestra inclinación incurable es esperar grandes y duraderos placeres de la novedad. Esta inclinación, una fuente de esperanza y energía en circunstancias premodernas, nos esclaviza en la rutina hedonística en un entorno de afluencia tecnológica. Al mismo tiempo, el arte de la publicidad y la no cuestionada solemnidad de la política pública refuerzan nuestra fútil creencia de que un mayor consumo traerá mayor felicidad. 

Pero la psicología tiene también buenas noticias. El antídoto del consumo es el compromiso (Seligman, 2002:125-161). La tarea, por supuesto, no es reinstituir los compromisos dolorosos de la miseria y la privación, sino descubrir aquellas cosas y prácticas que recrean y preservan los lazos de interacción y entendimiento con un lugar, con las estaciones, con la tradición, y, sobre todo, con la gente. Podemos llamar a esto último cosas y prácticas focales; y ellas estarán en una provechosa asimetría con respecto a la tecnología (cfr. Borgmann, 1984: 155-249).

Tómese como un ejemplo la cultura de la mesa. Mientras la comida tecnológica está disponible siempre y en todo lugar, una cena tiene su tiempo propio al anochecer y su lugar en el comedor. Mientras que el origen del Big Mac de McDonald está oculto por la maquinaria de la agricultura, la tecnología de los alimentos, el sistema de transporte, y demás, la comida de la cena remite al menos al horno de la cocina, las habilidades de nuestras esposas, las tradiciones de nuestra familia, y, si eres afortunado, puedes remitir la cena al mercado de la granja y desde allí hacia lo que tu región geográfica y las estaciones hayan generado o producido. Mientras que la comida tecnológica puede ser consumida en tu escritorio o en el anonimato del aeropuerto, la comida de la cena reúne a las personas en la amistad.

Aunque es generalmente posible categorizar las características de las cosas y prácticas focales, es importante darse cuenta que estrictamente hablando la noción de compromiso focal no constituye una norma ética que pueda ser ilustrada e instanciada de diversas maneras. En el orden de la significación moral, tu particular cosa y práctica focal son lo primero y lo último. Ellas son auto-garantizadoras y fines en sí mismos. Para estar seguros, ellas alcanzan el mundo y lo iluminan, y exhiben tipos y muestran características de similitud entre sí. Pero todo esto es derivativo y secundario. Lo que es crucial es que la gente de lugares y culturas particulares tienen que descubrir y cultivar aquellas cosas y prácticas que están enraizadas o puedan enraizarse sus lugares y tiempos respectivos.

Una característica que las cosas y prácticas focales típicamente comparten es que ellas fomentan la amistad. La amistad, recordamos, es una de las virtudes estándares, y este recordatorio nos permite trazar un camino que va desde las virtudes hacia las prácticas y cosas focales, por un lado, y el placer, por el otro. Las virtudes son habilidades morales, habitualmente ejercitadas. Las habilidades, sin embargo, son competencias específicas. La mayoría de las habilidades de nuestros ancestros cazadores y recolectores se han evaporado, no porque ellas fracasaran en ser admiradas y veneradas, sino simplemente porque el escenario metropolitano no provee un contexto en el cual ellas puedan florecer. Así también ocurre con la amistad. Su estado típico es tan deplorable porque una cultura que fuertemente nos entusiasma a retrotraernos a nuestros nichos individuales de confort, conveniencia y consumo es poco hospitalaria con la amistad.        

La filosofía de la tecnología abre nuestros ojos a la injuriosa indiferencia de la tecnología para con la adquisición y manutención de las virtudes. La noción de cosas y prácticas focales en el ámbito personal así como en la celebración comunal en el ámbito público provee instrucción para conformar el hogar y el foro de manera que ellos una vez más permitan que las virtudes florezcan.10 Las virtudes a su turno reubican y redimen el placer. El placer de consumir comida cuando se ubica en la cultura de la mesa y gira alrededor de la amistad, recupera el espacio y el tiempo adecuado, así como el temperamento, que da lugar a un placer duradero y memorable. Cuando el compromiso, la virtud y el placer son reunidos de esta manera, podemos tomarnos un descanso respecto de la búsqueda de la felicidad.

Notas

* Versión original en inglés. Traducción de Diego Lawler (revisión de Claudio Alfaraz).

1. Disponible en http://www.pbs.org/kcet/closertothetruth/explore/learn_14.html on January 6, 2005.

2. Véase Borgmann (1984: 9-10). Suelo denominar perspectiva "sustantiva" al determinismo tecnológico.

3. Disponible en http://www.time.com/time/special/moy/grove/opener2.html 25 de enero de 2005.

4. Immanuel Kant, Grundlegung der Metaphysik der Sitten, pp. 394-96 y 417-19 en la edición de la Academia Prusiana.

5. Hay más material reunido y digerido en Robert Putnam (2000). Hay una vasta literatura sobre la calidad de vida. Daré muestras de ello en esta y las siguientes notas. National Science Foundation (2004). Véase, además, Michael X. Delli Carpini y Scott Keeter (1996).

6. "A Quarter-Century of Growing Inequality," available at http://www.inequality.org/facts.html, 15 de julio de 2004. Klaus Deininger and Lyn Squire, "Measuring Income Inequality," Cambridge, MA: Harvard Institute for International Development, 1996.

7. Véase D. Myers (2000); R. Kubey y M. Csikszentmihalyi (1990).

8. Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft, p. A806.

9.   Respecto de las comunidades de celebración, véase mi Borgmann (1992: 126-147).

10. Respecto de las comunidades de celebración, véase Borgmann (1992: 126-147).

Bibliografía

1 BORGMANN, A. (1992): Crossing the Postmodern Divide, Chicago, University of Chicago Press.        [ Links ]

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