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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. v.2 n.5 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mayo 2005

 

La agencia técnica

Fernando Broncano (ibroncan@hum.uc3m.es)
Universidad Carlos III de Madrid, España

Este artículo analiza la agencia técnica desde las dos dimensiones básicas que constituyen el espacio normativo de la tecnología. Por una parte, la apertura del espacio de posibilidades de transformación del mundo. Esta dimensión está enlazada a la valoración de la novedad como componente esencial del progreso técnico y al principio de precaución como único principio político de la tecnología. Por otra parte, la capacidad de realización efectiva de las acciones técnicas que se pretenden. Esta dimensión se refiere al grado de control sobre un aspecto de la realidad que introduce una nueva tecnología. Finalmente, el artículo reflexiona sobre los distintos sentidos que se han atribuido a la idea de control y sus respectivas consecuencias filosóficas para pensar la agencia humana en el ámbito de la tecnología.

Palabras clave: Agencia; Normatividad; Acción intencional; Control; Poder.

This article analyses the technical agency from the two basic dimensions that constitute the normative space of technology. On the one hand, the opening of the space of possibilities for the transformation of the world. This dimension is linked to the valuation of novelty as an essential component of technical progress and to the precautionary principle as the only political principle of technology. On the other hand, the effective capability of realization of the pursued technical actions. This dimension is referred to the degree of control over an aspect of reality introduced by a new technology. Finally, the article reflects on the different senses that have been ascribed to the notion of control and their respective philosophical consequences to think human agency in the sphere of technology.

Key words: Agency; Normativity; Intentional action; Control; Power.

El espacio normativo de la tecnología está constituido de forma esencial por dos dimensiones respecto a las cuales consideramos si tal o cual artefacto técnico es un logro humano en una particular situación y contexto. Una de ellas es la expansión de las capacidades del sujeto particular (individual o colectivo) que produce la ampliación y apertura del espacio de oportunidades accesibles, y que es realizada como "diseño" de lo que será un nuevo objeto en el poblamiento de lo real. Esta primera condición tiene que ver con una de las dimensiones de la libertad: la que está unida a la imaginación de alternativas deseables. Es una dimensión necesaria para el ejercicio de la agencia entendida como capacidad de transformación de la situación presente, pues, como sabemos, los humanos no tienen simples conductas, su modo de existencia es la acción intencional, que implica el dominio de las posibilidades imaginadas como componente esencial de la motivación. Sin embargo, por necesaria que sea, la dimensión de apertura de la realidad cualifica solamente una parte de la agencia humana. Más allá, valoramos además que los logros sean logros humanos, logros propios, logros en los que el estado de cosas pretendido sea un producto de la acción y solamente de la acción, y no un resultado causado por el azar lleno de consecuencias no buscadas. No siempre se cumple de manera completa esta condición y, para ser realistas, de hecho casi nunca. La regla es, por el contrario, la ubicuidad de las consecuencias no queridas de la acción, que las acciones humanas alcancen sólo en parte al cumplimiento de los deseos; en otras, por el contrario, cambian la trama de las cosas y producen o pueden producir consecuencias ajenas no buscadas o, peor aún, extremadamente temibles y no deseadas. "El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones" dice el refrán, enseñándonos la primera lección de la prudencia.

El saber que hay consecuencias no queridas es el fundamento metafísico del principio prudencial de precaución ante las realizaciones novedosas. Es un principio regulador que poco a poco va conformando las legislaciones más sensatas de las sociedades que son conscientes de su poder técnico pero también de los riesgos inducidos. Para quienes solamente ven la novedad como la dimensión esencial del progreso, el principio de precaución se convierte necesariamente en el único principio político de la tecnología. Pero la novedad es solamente una de las formas que asume la agencia humana. La segunda es la que nos permite propiamente cualificar la agencia como agencia: la capacidad de realización efectiva de lo que se pretende. Y es ésta la dimensión normativa que está en el trasfondo de lo que generalmente se entiende como eficacia técnica (Quintanilla, 1986; Queraltó, 2003). La idea de eficacia contiene estratos y facetas múltiples que han dado lugar a numerosas discusiones acerca del lugar más o menos central que ocupan en la racionalidad técnica. Los dos más importantes son, el primero, la economía de medios respecto a los fines, que hizo que los críticos de la escuela de Frankfurt mezclasen la racionalidad económica y la tecnológica como partes de una misma idea menguada de racionalidad; el segundo, la idea de rendimiento entendido desde la termodinámica como el menor gasto energético que depara la mayor potencia. No son ninguno de los dos elementos despreciables del diseño técnico, pero no constituyen el núcleo normativo de la técnica. No la racionalidad económica por una razón empírica: la técnica implica generalmente un desbordamiento del espacio de cálculo económico. La introducción de una nueva tecnología puede o no hacerse por la búsqueda de un nuevo beneficio, pero en general la historia de la innovación tecnológica sería inexplicable si hubiera estado sometida a las reglas del mínimo costo1. En lo que respecta al rendimiento de potencia, es sin duda un considerando importantísimo en el diseño de artefactos pero lo es entre otros muchos valores que conforman la idea de buen diseño. Por citar solamente un escenario bien conocido, la economía energética puede ser de valor más bien secundario cuando nos situamos en un ámbito en el que estamos deliberando sobre diversas alternativas energéticas, algunas de las cuales, pongamos por caso, quizá sean menos eficientes pero son ecológicamente más deseables.

El núcleo esencial normativo, que está presente de forma distinta en los anteriores valores, y que en general determina el peso de todas las deliberaciones, es el grado de control sobre un aspecto de la realidad que introduce una nueva tecnología. La fuerza normativa de este criterio deriva de que es un elemento constitutivo de la agencia humana: establece el grado de dependencia metafísica entre el plan o representación de la acción y el resultado conseguido.

La idea de control ha sido interpretada como el pecado original de la tecnología, como el manifiesto de la soberbia humana y su desprecio por una naturaleza degradada a bien de consumo. Desde los críticos pesimistas de la tecnología al moderno pensamiento feminista sobre la técnica se ha entendido que control es voluntad de poder, dominación y rapiña. No negamos, al contrario, que sea una parte consustancial a la lógica del capitalismo. No negamos, al contrario, que en la sociedad del deseo haya un punto de locura y ceguera a las consecuencias de unas vidas y una civilización asentadas en el consumo sin sentido. No negamos, al contrario, que en la lógica de los poderosos ilusionados con la fuerza simbólica de los cacharros técnicos, el desprecio a todo lo que no sea la pura adoración sin contexto del artefacto constituya la regla de muchas alternativas tecnológicas: el cacharro más grande, el más poderoso, el más brillante, cueste lo que cueste y cause lo que cause. Pero no es esto lo que pretendemos defender en nuestra presentación de la normatividad de la tecnología. Antes bien, por el contrario, el control de la agencia es, debe ser, un supuesto previo a todas estas situaciones particulares históricas de cómo se ordena una civilización particular. El control es más bien algo que está situado en estratos más profundos de la acción humana, es una condición de posibilidad (parcial) de cualquier agencia. La moral misma supone el control de la acción: deber implica poder, algo que a veces se olvida en de las consideraciones puramente intencionales de la moral. Y poder, en este sentido, es poder hacer y no poder desnudo.

Lewis Mumford (1970), el más conocido y persistente de de los críticos culturales de la tecnología, sostiene que hay un hilo conductor en la avaricia de poder a lo largo de todo el proyecto científico. La revolución científica, sostiene Mumford, significó en su desbancamiento del geocentrismo, el ascenso de un nuevo dios sol, una teología del poder que se conserva hasta la moderna industria y tecnología:

A medida que la potencia mecánica se incrementaba y la propia teoría científica se hacía más adecuada mediante la verificación experimental, el nuevo método ampliaba su dominio y con cada nueva demostración de su eficiencia apuntalaba el tambaleante esquema teórico sobre el que estaba basado. Lo que comenzó en el observatorio astronómico terminó en nuestros días en la factoría de funcionamiento automático y controlado computacionalmente. Primero el científico se excluyó de la imagen del mundo que había construido a sí mismo y con él una buena parte de sus potencialidades orgánicas y sus afiliaciones históricas. A medida que este sistema de pensamiento se difundió por todos los departamentos, el trabajador, incluso en su más reducido aspecto mecánico, fue excluido del mecanismo de producción. Al final, si esos postulados permanecen sin respuesta y los procedimientos institucionales se mantienen intactos, el propio hombre será separado de cualquier relación significativa con el medio natural o con su propio medio histórico (Mumford, 1970: 66)

Expresa aquí Mumford una filosofía decadentista de la revolución científica y tecnológica: no sería una forma de humanismo sino lo opuesto, un paso atrás en la autonomía humana, un ideal sustituido por la idolatría del poder. Mumford coincidiría con Kant en considerar que la revolución científica fue esencialmente una inversión del antropocentrismo medieval pero, a diferencia de Kant, sostendría que la nueva idea de una naturaleza ajena a los designios humanos no abre paso y permite una nueva forma de autonomía basada en el juicio, sino que, por el contrario, emprende un sendero que seguirán las posteriores trayectorias históricas transmitiendo a todas las instancias de la civilización moderna el oscurecimiento de lo humano y el ascenso del poder basado en la máquina y el mecanismo.

La palabra poder es insidiosamente ambigua, no sólo en castellano pues permite al menos tres sentidos distintos cuya confusión origina una buena parte de los debates sobre la legitimación de muchas instituciones y de escepticismo sobre las normas. En primer lugar, "poder" es poder para, capacidad de agencia; en segundo lugar, "poder" puede significar asimetría en el control de la realidad y, sobre todo asimetría en las relaciones humanas. El poder en este segundo sentido es poder sobre otros, poder sustentado no en el libre consentimiento reflexivo sino en la amenaza y la disciplina. Por último, "poder" equivale en ocasiones a autoridad. La autoridad, a diferencia del poder en el sentido anterior de dominio/sumisión es una relación asimétrica libremente aceptada por la que algunas personas ceden a otras una capacidad de control, y lo hacen de forma reflexiva, consentida y confiada. El conductor del autobús no tiene poder sobre los pasajeros, sino autoridad: podrían elevarse en asamblea y sustituirle, si tal cosa fuese necesaria porque hubiese suscitado la desconfianza,costo2 pero entretanto la relación usual es de autoridad respecto a una acción particular: la de la conducción del autobús. Las relaciones de autoridad, claro, son cesiones de control restringidas a un ámbito concreto de la acción. Concedemos autoridad a un profesor para que nos enseñe lo que sabe, pero no, pongamos por caso, para que nos diga qué tenemos que hacer o para que acose nuestra conducta sexual.

La idea de control de lo real, entendido normativamente como dimensión constitutiva de la agencia humana, pertenece al primer sentido de la idea de poder, es decir, de capacidad para poder hacer. Ocasionalmente, en ciertos contextos, puede reflejar también relaciones de autoridad: cuando la acción es colectiva y exige confianza en el saber hacer de los otros componentes del equipo. En estos contextos la organización social pasa a formar parte de la acción técnica en todos los niveles y las relaciones de dependencia que toda relación social entraña hace que las capacidades se asienten sobre relaciones de poder social, que pueden ser, a su vez, consentidas y legitimadas y por tanto son relaciones de autoridad o simplemente relaciones de sometimiento puro basadas en la necesidad, como ocurre en la gran mayoría de las relaciones de producción.

La acción técnica, como cualquier otra acción humana, adquiere significado social en la medida en que transforma a la vez que es ella misma conformada por las relaciones sociales de "poder", en el sentido de control de otros. Ahora bien, en tanto que acción técnica solamente puede entrar en relaciones de "poder" si previamente es entendida como acción técnica en nuestro primer sentido. El doctor y el chamán pueden tener ambos una cuota importante de dominio sobre otros,costo3 ambos pueden ocupar similares posiciones en la trama de las relaciones discursivas, y su voz puede tener consecuencias parecidas sobre los pacientes o sobre los miembros de la tribu. Enfocada así la situación, ambos tienen "poder" sin que ello quiera decir que lo tienen o han adquirido por las mismas razones o causas: en la arqueología del poder las relaciones discursivas, el que los sujetos pacientes atiendan a discursos similares sobre su miedo a la enfermedad, en nuestro caso, no son lo único constitutivo de las relaciones de poder. Las condiciones de éxito de las acciones de uno y otro personaje se asientan sobre capacidades de realización no puramente discursivas sino de control efectivo de lo real. Sería algo más que una locura, un delito de ceguera social, no considerar las dimensiones sociales de la acción técnica, pero también es un conspicuo delito de ceguera técnica la reificación en las cosas de las relaciones sociales de asimetría. Las relaciones de poder implican relaciones subjetivas de sumisión, las relaciones técnicas de control implican relaciones ontológicas de dependencia entre lo que se quiere y lo que se consigue. Se trata de una diferencia en las condiciones de éxito que no tiene por qué implicar ninguna tesis de neutralidad política o moral de la técnica. Ninguna acción humana es neutra en estos sentidos. Pero tampoco las acciones morales y políticas están exentas de las condiciones normativas de la capacidad efectiva de agencia.

La técnica moderna entra en la historia conformando la civilización. La revolución industrial fue posible por la convergencia de varios elementos, no todos de orden técnico aunque sí lo eran algunos muy importantes; y el primero de ellos fue la posibilidad de una plataforma representacional de los objetos a través del lenguaje del diseño. El diseño permitió dos posibilidades convergentes: la creación de máquinas y la repetición estandarizada o normalizada de piezas. Ambas realizaciones están en la base de la transformación industrial. Las industrias se configuraron como estructuras orgánicas de producción alrededor de enormes máquinas que producían de forma estandarizada. Ciertamente, las industrias convirtieron en apéndices de las máquinas a enormes masas de niños y mujeres, y ocasionalmente hombres; crearon las nuevas conurbaciones modernas, la cultura de la ciudad frente al campo; llenaron las ciudades y el paisaje de nuevos objetos técnicos, las máquinas. La civilización industrial se convirtió en una nueva fuente de asimetría de poder entre las naciones: la máquina de la guerra se articuló alrededor de la propia civilización industrial. Las nuevas naciones ejercieron su poder militarizando su industria y demostrando no más valor militar que otras sino más capacidad productiva de máquinas de destrucción. Desde la guerra francoalemana de 1870, que tanto asombró a los franceses en su derrota y que provocó la Comuna, pasando por la guerra colonial de los boers; pasando por la Primera Guerra mundial, que de nuevo provocó dos revoluciones en los estados derrotados, Alemania y Rusia; pasando por el fáustico final de la Segunda Guerra en las industrias de la muerte de los campos de exterminio, en los bombardeos masivos de la población civil alemana y en las bombas de Hiroshima y Nagasaki; pasando por la carrera de industrialización y militarización que se llamó Guerra Fría, la civilización industrial constituyó la primera y más importante de las experiencias históricas de la cultura contemporánea. Si los movimientos históricos, los movimientos revolucionarios y los movimientos contrarrevolucionarios, conservaron durante un tiempo un aura romántica de voluntad de poder y conspiración, muy pronto aprendieron que su éxito histórico sólo se podía lograr como burocracias del poder, organizando la política como un cuartel o como una industria, tan parecidos en sus formas de relación social. La cultura y el pensamiento contemporáneos son incomprensibles sin entender cómo se elaboró la experiencia industrial. El individuo frente a la masa, la conciencia y la causalidad, la crisis de la ciencia ahora determinada por la técnica, la funcionalización de la gestión política y económica, la soledad ante la historia, y tantos otros temas que conforman la experiencia filosófica de la primera mitad del siglo XX, son formas en las que se manifiesta esa experiencia de la civilización industrial. Toda esta experiencia histórica de la revolución industrial explica que la técnica se haya vivido y elaborado conceptualmente como malestar, en unas ocasiones, como asombro en otras y como desfondamiento y derrota de la voluntad individual en mucha más. No es sin embargo la única forma, ni la más correcta, de pensar la técnica.

Pensar la técnica exige repensar una experiencia que había hecho dudar a Heidegger de que estuviésemos aún en condiciones de pensar la técnica. Es pensar las condiciones de su propia normatividad sin perder de vista la forma de inserción de las producciones técnicas que fueron un día civilización industrial y hoy quizá globalizaciones, sociedades del conocimiento y sociedades posindustriales. Remontarse a esta situación originaria de asombro, por encima del pensamiento contemporáneo banal, encerrado en la presentación de "casos" de amenaza o fracaso técnico como única justificación de un activismo antitécnico sin más profundidad política que la molestia académica. Es pensar la técnica como condición normativa de la acción social, que exige tanta legitimación como desesperanza en la consecución de un concepto aceptable, consensuado, estable, de civilización técnica como forma social de nuestra cultura contemporánea. En definitiva, es considerar la técnica como una dimensión de nuestro concepto de justicia y de sociedad ordenada. Es, por último, también, un momento de reflexión sobre el desafío cultural que suponen las llamadas "nuevas tecnologías" como medio expresivo.

En definitiva, pensar la técnica normativamente es ejercer una forma de crítica de la razón práctica que no se resume en imperativos sino en un examen cuidadoso de las condiciones bajo las cuales la agencia humana se convierte en una agencia razonablemente virtuosa, de los condicionantes de la calidad de la agencia. Si el sujeto, personal o social, aparece en esta crítica no será como un presupuesto a priori que ejerce un control de medios ajenos. Varias aproximaciones contemporáneas han establecido como punto de partida la experiencia de una existencia ciborg, de seres biotécnicos que se auto-transforman transformando el mundo (Clark, 2003). El sujeto estará ahí como un logro del control sobre la realidad, no como una justificación del control de la realidad: el sujeto devendrá como resultado contingente y no como presupuesto necesario. En muchas trayectorias el sujeto se diluye en masa deseante o aterrorizada, en sociedad de consumo o en sociedad de riesgo, en muchas otras trayectorias aparece como sujeto disminuido, como sujeto de malestar cultural, en otras, las menos y las más complicadas, aparece como resultado de una sociedad bien ordenada en la que los humanos han aprendido a soportar el peso de su existencia responsable. ¿Es la técnica, en este camino, un medio en el mismo sentido que el lenguaje es un medio o las prácticas sociales son un medio? Me parece dudoso, o si lo es lo puede ser en el sentido de que la corporalidad biológica es un medio. Pero no acabo de entender en qué medida puede tener sentido considerar la corporalidad un medio como no sea que previamente hayamos preconcebido que el sujeto es otra cosa diferente a la corporalidad. Si enfocamos así las cosas, el pesimismo tecnológico que ha dominado el pensamiento sobre la técnica a lo largo del pasado siglo aparece con una nueva luz y sus errores y aciertos se dejan entrever con mayor grado de contraste.

La experiencia primigenia de agencia, de acción intencionalmente dirigida es la experiencia de las acciones básicas: {intención, acción, resultado} Son experiencias primitivas tales como alcanzar un vaso de agua o dar una patada a un balón. La normatividad y condiciones de éxito de estas acciones se encuentran muy cercanas a la experiencia fenoménica de la acción: la motricidad del cuerpo va seguida de la experiencia de los resultados, de modo que se establece un proceso continuo de realimentación entre la acción motora, la percepción de resultados, la subsiguiente reacción motora, etc. La acción técnica artesana pertenece a esta suerte de agencia primigenia (obsérvese que evito el adjetivo "primitiva" para soslayar toda evocación de algo deficitario). Arreglar un grifo, tocar la guitarra, regatear a un defensa, son procesos dinámicos dirigidos por patrones internalizados y, ocasionalmente, por reglas explícitas de operación. A lo largo de tales procesos, el cuerpo se convierte en un sistema de acción pautado por algo así como un programa de ordenador: por la información operacional enclavada en la cabeza del agente.

La experiencia técnica en un entorno poblado por máquinas, ya sea la experiencia cotidiana del hogar, del transporte o la experiencia especializada en los grandes sistemas sociotécnicos, tiene unas características diferentes a la experiencia primigenia. En estos entornos, la acción no se continúa en un resultado inmediato, sino en un resultado mediado por complejos de funciones ajenos al control sensorio-motor del agente. Es aquí donde nace una dialéctica de experimentar una suerte de enajenación en la agencia y una posterior asimilación de la que el agente surge convertido e un ciborg de nuevo tipo: programamos y ponemos en marcha la lavadora y entonces comienza un proceso más allá de nuestro control que termina en la parada de la máquina y recogida de la ropa lavada y quizá seca; encendemos el ordenador: la experiencia ahora puede adquirir visos de una cierta continuidad, pero sabemos que la máquina está realizando operaciones electrónicas a las que no nos está permitido acceder. La experiencia primera con las máquinas automáticas es una experiencia de enajenación y vulnerabilidad, como la que sentimos en nuestros comienzos titubeantes en la conducción de un automóvil, una experiencia que aparece como tensión corporal agotadora. Cuando más tarde el automóvil se convierte en una extensión del cuerpo, la experiencia de fragilidad se transmutará a veces por desgracia en una engañosa experiencia de dominio y habilidad que amenaza gravemente vidas humanas, pero en cualquier caso, el complejo del automóvil se habrá convertido en un útil, en una parte del mundo-a-mano. Sin embargo, muchos otros componentes del entorno maquinístico, la mayoría de hecho, permanecerán en esta forma amenazadora de fragilidad, distancia y riesgo.

Esta dinámica de interacción con las máquinas se ha contemplado como una fractura de la identidad humana por parte del pesimismo tecnológico. Para estos pensadores las técnicas pueden dividirse aún en técnicas "humanas" e "inhumanas". Y sin embargo la experiencia nos habla a la vez de nuestra naturaleza, de la naturaleza de las máquinas y de la naturaleza de nuestra interacción mutua constitutiva. Porque no es cierto que la experiencia de enajenación deba ser considerada en sí misma como definitiva, como un destino o una forma de existencia, sino más bien al contrario, como un momento en un proceso dialéctico de constitución de la agencia humana en un entorno técnico del que ella misma forma parte constitutiva en su naturaleza híbrida.

La zona nuclear de la agencia humana es la experiencia de libertad, que tiene, a su vez, dos dimensiones: en primer término, la de "lograr" lo que el agente se propone por encima de lo que el destino le reserva, logro que, a su vez, tiene que ver con las capacidades del agente y con las capacidades de control de su entorno; en segundo término, la de abrir nuevas posibilidades que sólo existen por la intervención del agente, experiencia que Heidegger llamó de "desvelamiento" de lo real. Es en la dimensión del control en un entorno técnico en la que encontramos una forma diferente de experiencia de libertad que debe ser mirada con cuidado, con una mezcla de sospecha y confianza, no menor, sin embargo, que la que debe emplearse para examinar cualquier dimensión de la agencia humana, no importa bajo qué contexto o entorno.

La idea de control como dominación, como degradación del entorno a un "reservorio de energía", para expresarlo en términos heideggerianos, está sustentado sobre una noción dualista de un sujeto separado de la naturaleza y poseído por una voluntad de poder sobre lo que ha quedado convertido en "objeto", de algo inanimado que ya no tiene otro destino que el de ser manipulado. Se ha notado poco, sin embargo, que la idea primitiva de la partición sujeto/objeto no corresponde a esta división entre lo agente (intencional) y lo paciente y pasivo (físico). Tampoco corresponde esta idea de control ni a la realidad técnica de lo que son los sistemas de control ni a la realidad biológica de los sistemas de homeostasis, ambos constituyentes esenciales de los sistemas técnicos complejos y de los sistemas vivos respectivamente. El subjectum en la cultura medieval y barroca denotaba la "materia" que conformaba una disciplina: el médico, así, cursaba el subjectum de su materia: medicina, materia médica (farmacia) astrología judiciaria, etc. ; el objectum, por su parte, era el referente acerca del cual versaba la materia: el cuerpo, los humores, los astros,... De manera que la separación entre sujeto y objeto tenía una concomitancia con lo que hoy llamaríamos la distinción entre sentido o contenido y referente, una distinción que debemos a Frege. La inversión moderna de la dicotomía, por el contrario, consiste en adscribir al "sujeto" un principio de unidad al que puede ser imputada la responsabilidad, que sólo puede ser imputada, precisamente, en la medida en que se presuponga la unidad en primera persona, el "yo". Es una idea ésta de origen agustiniano anclada en el problema de la culpa y el perdón, pues ambos elementos constituyen la zona nuclear de la conciencia, concepto que en parte nos remite a las prácticas de confesión católica, en parte a la libre conciencia de los reformados y calvinistas.

No es contradictorio pensar que las trayectorias históricas pudieran haber seguido sendas diferentes de no haber mediado las crueles guerras de religión que asolaron la Europa del Renacimiento y el Barroco. Quizá una noción más amplia de persona, más acorde con la vieja idea del subjectum: basada en las narraciones coherentes de los hechos de la vida en tanto que siguen un rumbo, un sentido y versan sobre un objeto, la interacción entre el cuerpo y lo que le rodea. Mas si cabe un pensamiento contrafactual como el anterior es porque hay una noción alternativa de sujeto que conlleva también una noción alternativa de "control" de la realidad.

La idea rechazable remite la relación de control a un quién que controla un qué. Aquí deberíamos recordar cómo la metafísica moderna está determinada por la metáfora del reloj y el relojero, la metáfora de una máquina y del fantasma que habita en ella. Una máquina regida únicamente por la geometría, la causalidad, la pasividad, frente al fantasma que es pura actividad, pura voluntad espontánea. Pero en realidad un sistema de control es otra cosa, en una suerte de función cuasibiológica, es una forma de re-acción al estímulo de forma automática, cibernética. La vieja idea de sujeto/objeto nos refiere a la experiencia práctica de los filósofos modernos de las máquinas primitivas, los autómatas: relojes, juguetes ornamentales, etc. Es una realidad tan primitiva como torpe. Como ha escrito Javier Aracil:

El comportamiento de los autómatas, por elaborado que parezca, es una realidad simple y mecánico, repetitivo, carente de capacidad de adaptación. Hasta que no aparezcan en la concepción de las máquinas bucles de realimentación mediante los cuales, dotados de capacidades autorreguladoras y adaptativas, no nos encontraremos, hablando propiamente, en el campo de la cibernética. (Aracil, 1987: 48)

Las modernas máquinas incorporan mecanismos de autocontrol, mecanismos que se basan en un uso secundario de la energía, que deja de ser exclusivamente soporte para el movimiento y se convierte en medio de transmisión de la información. Entre estos mecanismos Javier Aracil incorpora los autorreguladores y los servomecanismos. Entre los primeros, destaca con toda la gloria histórica el "governor" de la máquina de vapor James Watt, el primero entre los dispositivos de regulación de la velocidad de giro del eje impulsado por la turbina. Está basado en un sistema simplísimo de realimentacion, un mecanismo de bolas giradoras que contiene información sobre la naturaleza del estado en la velocidad de giro antular: cuando la velocidad aumenta, el mecanismo de tijera tiende a cerrar la fuente de vapor, manteniendo así constante la velocidad determinada. Entre los servomecanismos señala Aracil por su paradigmática importancia los primeros dispositivos de amplificación de la acción del timonel para controlar los grandes buques: el timonel (cybernetes) señala una posición y el servomecanismo ordena a S amplificar la señal.

Los años en los que se desarrollaron los primeros dispositivos cibernéticos son contemporáneos con la primera gran oleada de pesimismo tecnológico. Norbert Wiener construía su revolución cibernética al tiempo que Lewis Mumford, Ellul y Heidegger desarrollaban sus profecías sobre el destino de la civilización técnica. Es cierto que en esos años, la posguerra de la segunda guerra, el maquinismo, la mecanización, comenzaba a extenderse en la vida contidiana, como señalaba con escándalo S. Giedion (The mechanization takes command). Uno de los puntos nucleares de los sistemas de control es que pueden componerse en estratos progresivamente crecientes de complejidad. Es el mensaje más importante del bestseller de hace unos años de D. Hoftasdter, Gödel, Echer Bach. Un eterno bucle dorado. Es precisamente la complejidad la que trasciende desde la máquina cibernética al computador: primero de válvulas, más tarde de circuitos integrados,más tarde programable, es decir, automodificable (relativamente al programador) . La complejidad de automatismos cibernéticos es, más que la telemática, el componente principal del tercer entorno, como ha sido calificado por Javier Echeverría. El tercer entorno es ante todo un paisaje de sistemas autorregulados que ofrece ese aspecto de selva incontrolada de seres que desarrollan funciones que escapan al control de los usuarios y que sin embargo se convierten en los mediadores de toda acción.

De la experiencia de enajenación que suponía la acción en el tercer entorno se estaba pasando a un componente de la sociedad del riesgo: la experiencia de estar creando lo definitivamente otro, de crear análogos a seres vivos que pudieran tal vez infectar a los humanos algún día infligiéndoles un daño a ellos o a la naturaleza. Ni la biotecnología ni la nanotecnología son diferentes en este aspecto a los ordenadores. Son complejos sistemas de realimentación basados en genes o en micro-mecanismos que reaccionan al entorno. Producen la misma sensación de haber inseminado el mundo de vida artificial fuera de control.

Los computadores significaron la aparición de un sistema híbrido: incorporaban los bucles y controles informacionales a su propia conducta como máquina. El debate que recorrió la ciencia cognitiva y la filosofía fue ( y sigue siendo) el de la posibilidad de una auténtica Inteligencia Artificial que sobrepase el test de imposibilidad de resolución de que se trata de un "mecanismo" que postuló Türing como posible: ¿llegarían los ordenadores algún día a una capacidad de acción comunicativa genuina?, ¿alcanzarían a desarrollar aspectos de la fenomenología de la conciencia como los colores o las emociones? (Recordemos a Hal, el ordenador de Ray Bradbury inmortalizado por Kubrick en 2001. Una odisea en el espacio) ¿llegarían a sentir compasión por los humanos, como los robots de Asimov?. La cultura se había instalado, sin embargo, en un dualismo metodológico entre fenomenología y teoría de sistemas (más tarde ciencia cognitiva) que ha tenido unas consecuencias desastrosas para la ontología. Muchos autores pusieron el límite a priori de todo lo artificial en la barrera de los componentes fenomenológicos del organismo o del sistema cibernético. Nunca un ordenador sentiría pánico humano por más que desarrollase algún análogo del miedo con los mismos componentes artificiales. La fenomenología de la acción comunicativa, en un contexto más amplio, nunca puede ser contaminada por la teoría de sistemas, no viceversa.

Pero, ¿no es este un problema radical de nuestra cultura? ¿No cabría concebir la conciencia, las acciones comunicativas, la esfera pública como momentos de procesos de emergencia de una modernidad reflexiva que a la vez que modifica la tecnología se automodifica a sí misma creando o desvelando nuevos mundos?. En cierta forma la teoría crítica habría estado exportando al mundo de las interacciones sociales complejas la barrera cartesiana de la conciencia incontaminada. Que es, a su vez, la contraparte de una visión de lo vivo como máquina, como pura máquina y de los sistemas sociales como puros ejercicios de racionalización mecánica. También la teoría crítica sigue en cierto modo prisionera de los orígenes agustinianos de la desaparición entre en mundo mecánico-vivo y la conciencia.

La aparición de los sistemas cibernéticos ha dado paso a una nueva clase ontológica: los sistemas adaptativos, los sistemas que transforman el medio al tiempo que el medio los transforma. Son sistemas cibernéticos que no pueden ser estudiados sino en su entorno: son sistemas situados. Todos los seres vivos pertenecen a esta clase. Pero también pertenecen a ella muchos sistemas técnicos y muchos sistemas sociales, y, por supuesto, muchos sistemas sociotécnicos (un hospital, una factoría, etc.) Son sistemas que transforman el entorno auto-transformándose y creando nuevos entornos en los que continúa la dialéctica.

Ahora bien, lo esencial de los sistemas adaptativos no es lo que cambia, sino lo que se preserva: en la preservación de propiedades es donde reside la idea nuclear de control. No controlamos sistemas, controlamos propiedades, estados y procesos que nos importan. El control es siempre preservación de algo que importa, elevación de una propiedad a un valor. El termostato no controla la habitación, controla la temperatura, el governor de James Watt controla la velocidad, el control de calidad, la calidad de las piezas o de las acciones, etc. .... La idea de control deviene ahora en una característica central de los sistemas adaptativos: un sistema de control es un portador de identidad del sistema. Determina lo que importa, de lo que debe cuidarse el sistema. Así, al final, si eliminamos de la idea de control la ontología dualista, lo que queda es algo muy parecido a una noción de control como "cura" o cuidado de lo que importa. Se convierte así una dimensión esencial de la calidad de la agencia y, para lo que a nosotros nos interesa, en una condición de satisfacción de lo que podríamos denominar éxito tecnológico. Controlar una acción es preservar la intención: conseguir lo que se busca y sólo lo que se busca, hacer que la interacción con el medio preserve un cierto estado, un diseño, un plan.

Notas

1. En Broncano (2000) hemos insistido en que la creatividad técnica no puede explicarse por razones de beneficio, entre otras cosas porque es la introducción de una nueva técnica la que modifica los espacios de decisión en los momentos más importantes, y así ha sido entendido por la tradición schumpeteriana en economía. Pero es que además, si nos atenemos a la historia, y consideramos que los principales desarrollos técnicos contemporáneos tienen mucho que ver con los desarrollos militares, no es difícil mostrar que tales desarrollos son difícilmente achacables a consideraciones económicas. Por el contrario, como muestran los déficits de los grandes estados militares, la carrera de armamentos es más que otra cosa un derroche económico. Esta tesis ha sido defendida con cuidado histórico referido al caso americano y a la introducción de la automatización (que será el caso paradigmático considerado en este capítulo) por Noble (1984). Para el caso de la primera industrialización soviética es extremadamente interesante Graham (2001).

2. Agradezco a los miembros del programa de doctorado de Ciencia, Tecnología y Sociedad de la Universidad del País Vasco sus discusiones que me han obligado a precisar muchos términos, entre ellos la relación del control con el poder. La relación de la autoridad y la confianza la debo en parte a las discusiones con Patricia Revuelta.

3. Merecerían un examen más profundo y matizado que el que aquí podemos hacer las tesis de Foucault sobre las relaciones entre poder y técnica. En su trabajo de 1969 en el que desarrolla con bastante claridad su programa historiográfico, Foucault deja claro que lo que a él le importa es la reordenación de los discursos históricos para mostrar quién habla, bajo qué relaciones de poder lo hace y en qué contextos institucionales (laboratorio, hospital, cárcel, etc.) lo hace. En este sentido, la arqueología foucaultiana es descriptiva, no explica las condiciones de éxito que están implicadas en las relaciones de poder. Se trata de un método histórico para desvelar la trama de las asimetrías en el discurso. El paso a considerar que estas asimetrías son las que constituyen también las condiciones de éxito técnico, tal como ha sido defendido en cierta forma por autores pertenecientes a su tradición, como ejemplarmente lo es Bruno Latour, es un paso que no está dado en el propio Foucault ni es implicado necesariamente por sus tesis.

Bibliografía

1 ARACIL, J. (1987): Máquinas, sistemas y modelos, Madrid, Tecnos.         [ Links ]

2 BRONCANO, F. (2000): Mundos artificiales. Filosofía del cambio técnico, México, Paidós.        [ Links ]

3 CLARK, A. (2003): Natural-Born Ciborgs. Minds, Technologies and the Future of Human Intelligence, Oxford, Oxford University Press.        [ Links ]

4 FOUCAULT, M. (1970): La arqueología del saber, México, Siglo XXI.        [ Links ]

5 GRAHAM, L. (2001): El fantasma del ingeniero ejecutado. Por qué fracasó la industrialización soviética, Barcelona, Crítica.         [ Links ]

6 MUMFORD, L (1970): The Myth of the Machine. The Pentagon of Power, Nueva York, Harcourt.        [ Links ]

7 NOBLE, D. F. (1984): Forces of Production. A Social History of Industrial Automation, Nueva York, Alfred Knopf.         [ Links ]

8 QUERALTÓ, R. (2003): Ética, tecnología y valores en la sociedad global. El caballo de Troya al revés, Madrid, Tecnos.        [ Links ]

9 QUINTANILLA, M. A. (1986): Tecnología: un enfoque filosófico, Madrid, FUNDESCO.        [ Links ]

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