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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. v.3 n.8 Ciudad Autónoma de Buenos Aires abr. 2007

 

Ciencia y política: perspectiva histórica y modelos alternativo*

 Carl Mitcham (cmitcham@mines.edu)
Escuela de Minas, Universidad de Colorado, Estados Unidos

Adam Briggle (a.r.briggle@gw.utwente.nl)
Departamento de Filosofía, Universidad de Twente, Holanda

¿Es lícito que las cuestiones éticas hagan uso de medios políticos para influir en la dirección de la investigación científica? ¿Hasta qué punto se podría o se debería permitir que la competencia política y económica influyera en la trayectoria de la investigación científica? Estas preguntas guían la evaluación crítica de las relaciones entre ciencia y política que realizan los autores. Para llevar adelante esta tarea ofrecen un análisis de los antecedentes históricos de la política de ciencia y proporcionan datos comparativos y reflexiones éticas sobre la política del presupuesto científico para, finalmente, explicar los alcances de modelos alternativos de políticas de ciencia.

Palabras clave: Política de ciencia; Ética; Presupuesto científico; Modelos alternativos.

Should ethical matters make use of political means to influence the direction of scientific research? To what extent the influence of political and economic competition in the trajectory of scientific research could -or should- be allowed? These questions guide the critical review of the relations between science and policy made by the authors. In order to carry out this task they offer an analysis of the historical antecedents of the policy of science and they also provide comparative data and ethical reflections on the policy of scientific budget. Finally, they explain the reaches of alternative models of science policies.

Keywords: Science policy; Ethics; Scientific budget; Alternative models.

Al inicio de su mandato, el presidente de los Estados Unidos George W. Bush pronunció un discurso televisado a nivel nacional sobre la pertinencia moral del uso de fondos federales para financiar la investigación con células madre embrionarias humanas (CME). Las células madre embrionarias son células indiferenciadas obtenidas a partir de embriones por medios tecnológicos. El primer informe de aislamiento de CME tuvo lugar en 1998. Debido a su origen, estas células tienen una capacidad de auto renovación prolongada además del potencial para transformarse en otros tipos celulares más especializados. Estas propiedades hacen que las CME sean de interés por dos razones fundamentales. En primer lugar, pueden proporcionar conocimiento científico sobre los procesos celulares y de desarrollo. En segundo lugar, mantienen la esperanza de un tratamiento médico para la diabetes, las lesiones vertebrales, la enfermedad de Parkinson y otras enfermedades degenerativas.

Durante años, las células madre embrionarias han sido tema de controversia pública, pero con el surgimiento en los años ´70 de la fecundación in vitro (FIV), que produce más embriones de los que usa con fines reproductivos, el debate sobre si es ético investigar con embriones humanos se ha visto acrecentado. ¿Deberían poder usarse esos embriones "sobrantes" para la investigación si de todos modos van a ser desechados? En el caso de las CME nadie desaprueba el objetivo de conocimiento científico o de curas médicas, pero son muchos los que se oponen a la destrucción de embriones humanos con el fin de obtener células madre. El debate público en torno a las CME descansa sobre el estatus moral que se concede a los embriones humanos: ¿son simplemente grupos de células, son personas potenciales, o algo intermedio? Para mucha gente es imposible defender una postura firme debido a las tensiones éticas entre valores como el respeto por la vida humana naciente, el alivio del sufrimiento, o la libertad de la investigación científica. Bush se enfrenta a este dilema en su discurso: "en la medida en la que el genio de la ciencia amplía los horizontes de lo que podemos hacer, nos enfrentamos cada vez más a complejas cuestiones sobre lo que debemos hacer".

Desde 1996 Estados Unidos ha prohibido la financiación por parte del gobierno nacional de la investigación con embriones. El apoyo estatal podría acelerar enormemente la investigación, pero promovería prácticas que muchos contribuyentes juzgarían como inmorales. Bush apuntaba en su discurso que, en el momento en el que pronunciaba esas palabras, científicos de todo el mundo habrían desarrollado ya, aproximadamente, sesenta líneas celulares (esta cifra sería posteriormente fuente de controversia, pues para muchos era una exageración). Decidió de este modo limitar la concesión de fondos federales para la investigación con células madre embrionarias a las líneas celulares existentes con anterioridad al de 9 de Agosto de 2001 (fecha de su intervención), alegando que "[en esos casos] la decisión sobre la vida y la muerte ya había sido tomada". Esperaba de este modo que su política promoviera la ciencia sin alentar la destrucción adicional de embriones -y, de hecho, se presentó como una incitación hacia líneas de investigación alternativas que permitieran la obtención de células madre a partir de diversas formas de tejido adulto o a partir del desarrollo embrionario sin dañar directamente a los embriones. Pero ¿hasta qué punto es lícito que las cuestiones éticas hagan uso de medios políticos para influir en la dirección de la investigación científica?

Bush vetaría cualquier legislación posterior que apoyase el uso de fondos federales para la investigación con embriones humanos "sobrantes" procedentes de clínicas de fertilidad. Parte de la motivación que estaba detrás de su política era la preocupación por la situación de la investigación biomédica en los Estados Unidos, que estaba quedándose atrás con respecto a otros países. Singapur, por ejemplo, había anunciado un incremento que duplicaba su presupuesto para investigación, poniendo especial énfasis en la investigación con células madre. La mayoría del trabajo se llevó a cabo en un gigantesco centro de investigación conocido como "Biopolis", financiado en parte por el Consorcio de Células Madre de Singapur. Algunos de los más prominentes biotecnólogos estadounidenses se trasladaron a Singapur para aprovechar el clima favorable de patrocinio. Sin embargo, ¿hasta qué punto se podría o se debería permitir que la competencia política y económica influyera en la trayectoria de la investigación científica?          

 1. Política Científica: el concepto.

El caso de las células madre embrionarias suscita diversas cuestiones, siempre presentes, sobre lo entrelazados que están los destinos de ciencia y política. En primer lugar, muestra claramente el hecho de que para hacer ciencia se necesita dinero. Pero surgen aquí dudas importantes, como cuánto dinero se debería invertir y en qué tipos de ciencia, quién debería poner ese dinero y para desarrollar qué tipo de investigación, o quién se debería beneficiar de los resultados obtenidos. Como cualquier actividad económica, la ciencia debe enfrentar el hecho de que los recursos son finitos. Las inversiones en proyectos de investigación científica tienen un precio: impiden usos alternativos de esos fondos, tanto dentro de la propia ciencia como fuera de ella. Por otro lado, el caso de las células madre también indica diferencias éticas entre la financiación privada y la financiación pública (i.e., estatal) de la ciencia. Las inversiones en ciencia son además inciertas: gobiernos y empresas toman muchas decisiones sobre la investigación con CME sin tener certeza de qué beneficios obtendrán, incluso sin saber si obtendrán alguno. Algunos críticos contrarios a la investigación con células madre alegaron que las perspectivas de beneficios médicos se habían visto exageradas. Tampoco hay que olvidar que las cuestiones económicas, incluida la investigación científica, son cada vez más cuestiones de ámbito global, lo que imposibilita a cualquier nación dictar a título individual el destino de la ciencia.

En segundo lugar, este caso apunta al hecho de que la ciencia tiene un carácter político, en el sentido de que no sólo se enfrenta a recursos finitos y conocimiento incompleto, sino también, en democracias multiétnicas, al pluralismo ético. Mientras unos alientan líneas de investigación concretas otros se oponen tajantemente. Así, cuando algunos sectores de la población mantenían que la política sobre células madre embrionarias de Bush era arbitraria, y otros sostenían que no iba suficientemente lejos para proteger a todos los embriones, muchos científicos afirmaban que suponía un duro golpe para la investigación.

Hay una clara interconexión entre ciencia, política y dinero. Pero, ¿hasta qué punto podemos o debemos mantener estas categorías separadas? ¿Hasta qué punto puede o debe la ciencia ser una actividad "libre de valores"? Hay dos posturas destacadas al respecto. Por un lado están aquéllos que desean proteger la libertad de la investigación científica, que abogan por "mantener la política fuera de la ciencia". La capacidad de buscar la verdad libremente es lo que diferencia la democracia de la tiranía. Consideran la libertad en ciencia como la libertad de prensa, una fuente de información que no debería ser constreñida por el estado. Por otro lado, la ciencia a menudo saca a la luz temas que no son ellos mismos de naturaleza científica. La cuestión de si se deberían llevar a cabo investigaciones con células madre embrionarias es un asunto también de carácter ético, político y religioso. Incluso la prensa se ve censurada por cuestiones de seguridad nacional, o por valores morales, que nos hacen rechazar informaciones fraudulentas o que fomentan la pornografía infantil, por ejemplo. De este modo, aquéllos que mantienen que la investigación científica debe ser evaluada en el contexto de otros bienes, hacen un llamamiento a "la regulación política de la ciencia". Estas dos posturas en conflicto sostienen, simultáneamente, que la ciencia debe mantenerse separada del contexto político, y que la política debe regular el desarrollo de la ciencia. Así pues debemos arbitrar entre una "ciencia libre de valores" y una ciencia como una mera "cuestión política".

El análisis del caso de las células madre embrionarias destaca el principal desafío de la política científica en una de sus formas básicas. El término política científica puede hacer referencia tanto a la "política con base científica", esto es, el uso de conocimiento científico aplicado a la toma de decisiones, o a la "política de ciencia", es decir, las medidas diseñadas para influir en la forma, escala y fecha de las agendas de investigación científica. La decisión de Bush sobre las células madre y el patrocinio de Biopolis por parte de Singapur son ejemplos de políticas de ciencia. El punto central es que la magnitud y el tipo de investigación científica que se lleva a cabo -investigación que, por otro lado, tiene cada vez más importantes implicaciones para la sociedad- son el resultado de elecciones. Estas elecciones dependen de la respuesta que se dé a dos cuestiones básicas: ¿quién debería tener la autoridad para hacer esas elecciones? y ¿qué valores deberían estar detrás de ellas? Como el científico y filósofo Daniel Sarewitz (1996: ix) ha apuntado, las cuestiones más pertinentes en política de ciencia son: ¿qué tipo de conocimiento científico debería perseguir la sociedad? ¿Quién debería hacer tales elecciones y cómo? ¿Cómo debería la sociedad aplicar ese conocimiento una vez obtenido? ¿Cómo se puede definir y medir el "progreso" en ciencia y tecnología en el contexto de objetivos sociales y políticos más amplios?

 2. Política de Ciencia: antecedentes históricos

La relación entre ciencia y política siempre ha planteado cuestiones molestas. En la República de Platón, Sócrates discutía los beneficios de que fuesen los filósofos quienes gobernasen, porque sólo ellos tenían el conocimiento del bien en sí mismo, y de este modo serían los únicos que podrían guiar a la ciudad hacia una adecuada realización. Pero al mismo tiempo, el propio Sócrates, un defensor del conocimiento, fue ejecutado por la Atenas democrática cuando un jurado concluyó que su práctica filosófica desestabilizaba el orden cívico. Aunque tendemos a centrarnos en el modo en el que el conocimiento beneficia a la sociedad, el destino de Sócrates es un claro ejemplo de cómo el conocimiento puede desbaratar modelos de vida arraigados.

Estos temas perseverantes empiezan a tomar forma contemporánea con el surgimiento de la ciencia moderna. La Ilustración, con su énfasis en la investigación racional libre y en la libertad personal, pone las bases de la política de ciencia contemporánea. La ciencia moderna no surgió de repente, ni se configuró por completo como un nuevo modo de pensar con prácticas sociales e instituciones características. El surgimiento de la ciencia es más bien la historia de un establecer fronteras. Definir un campo como científico significa forjar un dominio en el que los científicos puedan hablar con autoridad. El surgimiento de la ciencia moderna, de este modo, no tiene que ver sólo con su éxito epistemológico al describir y predecir fenómenos naturales o con el poder práctico asociado a sus usos, está también relacionado con su éxito social a la hora de conseguir la autoridad necesaria para definir ciertos campos como científicos, y de este modo como esferas propiamente gobernadas por aquéllos que poseen el requisito de conocimiento experto.

Resulta irónico: la ciencia moderna consiguió su autoridad social afirmando que tiene un carácter no-social. La ciencia empezó a ser vista como el reino de la verdad y la naturaleza, no del poder o la política. Los científicos modernos describían el laboratorio no como un campo de negociaciones sociales, sino como una esfera neutral donde el mundo es revelado "tal y como realmente es". Debido a este estatus especial, los científicos defendían que su práctica demandaba autonomía con respecto a las fuerzas sociales, que de otro modo distorsionarían su búsqueda de la verdad. En la Nueva Atlántida (1627), Francis Bacon describía la relación entre ciencia y sociedad a través de una fábula: los habitantes de la isla de Bensalem eran gobernados sabiamente por una elite de investigadores en la Casa de Salomón. Esa elite, que trabajaba aislada, producía conocimiento que beneficiaba a la sociedad, pero también vetaba el desarrollo de todo conocimiento potencialmente perjudicial: "tenemos discusiones sobre cuáles de los inventos y experiencias que hemos descubierto haremos públicos y cuáles no, y firmamos pactos de silencio, para ocultar aquellos conocimientos que decidimos mantener en secreto"(III, 264).

La utopía de Bacon presenta un estado ideal en el que la comunidad de investigadores sabe lo que es bueno para la sociedad, produce el conocimiento necesario para obtener tal bien, y controla la interfaz entre investigación y aplicaciones, de manera que todo conocimiento potencialmente perjudicial nunca es desarrollado. En resumen, la sociedad se beneficia de manera pasiva (y no sufre) de la auto-regulación del trabajo de los científicos. Esta utopía parece incompatible con una sociedad pluralista que demanda diferentes tipos de producción de conocimiento, en la que los límites obligan a sacrificar unas cosas en beneficio de otras, y en la que las relaciones a lo largo del continuum investigación, desarrollo y aplicación, son diversas y complejas. No considera la posibilidad de que las invenciones, beneficiosas para la sociedad, acaben siendo propiedad privada y de que, por ello, estén íntimamente ligadas a la economía de mercado. Es más, en el mundo real los científicos deben ser responsables de llevar a cabo, tanto ante los contribuyentes como ante los que financian su trabajo, investigaciones éticas y productivas. En la utopía de Bacon estas propiedades emergen automáticamente como una consecuencia misteriosa de la investigación autónoma.

La ciencia elitista y autónoma de Bacon parece inapropiada para una sociedad contemporánea democrática. La verdad es, sin embargo, que algo extraordinariamente similar se da en el llamado el contrato social para la ciencia.

 3. El contrato social para la ciencia

Mientras que la ciencia permaneció como un trabajo a pequeña escala de individuos escasamente conectados entre sí, no fue un tema central para la ética o la política. Es cierto que Inglaterra y Francia dieron reconocimiento estatal a la ciencia a través del patrocinio de la Royal Society (Londres, 1660) y la Academia de las Ciencias (París, 1666). Pero no fue hasta la mitad del siglo veinte que en los Estados Unidos tuvo lugar una transición de la "pequeña ciencia" a la ciencia a gran escala o "Gran Ciencia, que fue defendida en términos de lo que ha venido llamándose el contrato social para la ciencia.

Como antecedentes de esta transición, en la Constitución de 1787 de los Estados Unidos aparecía el primer compromiso gubernamental explícito: "promover el progreso de la ciencia y de las artes prácticas" (Artículo I, Sección 8), a lo que siguió en 1862 la legislación para crear un sistema de educación superior, sostenido por el estado, para desarrollar la "agricultura y las artes mecánicas". Para la década de 1880 los Estados Unidos ya dedicaban el 0.02% de su presupuesto anual a la investigación científica, distribuido a través de diversas instituciones como el Departamento de Agricultura o la Agencia de Medición Geológica. Aunque poco, era más de lo que habían hecho la mayoría de los gobiernos y fue claramente discrecional, un hecho que estimuló al Congreso de los Estados Unidos en 1884 a establecer la Comisión Allison para evaluar la conveniencia del respaldo estatal a la ciencia. Su conclusión fue que la ciencia financiada con fondos públicos necesita verse justificada con beneficios sociales y tiene que rendir cuentas al gobierno. En los siguientes 50 años los científicos lucharon por alcanzar una combinación de apoyo político y respeto por su independencia profesional.

Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) esta lucha adoptó un nuevo y definitivo carácter. Los años de la guerra fueron testigos de un monumental incremento en la financiación nacional de los Estados Unidos a la investigación y el desarrollo. Alentada por una carta de Albert Einstein sobre la amenaza de que la Alemania nazi podría estar desarrollando una bomba atómica, la administración del presidente Franklin Roosevelt empezó a convencerse de que el éxito en la guerra dependía de la superioridad en ciencia y tecnología militar. Roosevelt estableció la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico (OSRD en sus siglas en inglés), para coordinar los esfuerzos de universidades, ejército y gobierno en el desarrollo de tecnologías científicas como el submarino, el radar o las armas atómicas, y puso al frente como director al ingeniero Vannevar Bush. Bush consolidó instituciones que reclutaron un amplio cuadro de científicos que, frente a la Alemania que imponía la ideología nazi dentro de la comunidad científica, deseaban, en cambio, dedicar su conocimiento profesional a la causa Aliada. Después, cuando la guerra tocaba su fin, preocupado porque la inversión nacional en ciencia pudiese verse disminuida tras el final de la guerra y convencido de que la ciencia era el motor del progreso, defendió los beneficios de prorrogar la inversión pública en ciencia también en tiempo de paz.

En su defensa, Bush naturalmente apela a los grandes desarrollos de la ciencia que ayudaron a ganar la guerra. Pero los propios científicos se mostraban inquietos con algunas de las dimensiones de cómo esto afectaba a su trabajo, que a menudo se veía influido por las restricciones del control militar y el secretismo, y deseaban que la gestión de la ciencia por parte de no científicos fuera algo temporal. Querían continuar haciendo "Gran Ciencia", pero en condiciones diferentes; también pensaban sinceramente que las obligaciones y restricciones de la guerra habían inhibido el progreso científico. Así pues, el problema al que se enfrentaba Bush no era sólo persuadir al gobierno para que continuara financiando la investigación científica, sino también hacerlo de acuerdo a un modelo similar al de Bacon, en el que la ciencia fuera protegida de interferencias externas. La ciencia debía tener "protección especial y sobre todo apoyo garantizado".

De este modo, en un influyente informe sobre las líneas que debería seguir la política de ciencia de la post-guerra, titulado Ciencia, la frontera sin fin (1945), Bush defendía que una investigación libre, no movida por necesidades, redundaría en una mayor fuente de beneficio público. El progreso científico, guiado por el propio criterio interno de la ciencia, repercutiría en un progreso social. A este respecto Bush hace tres afirmaciones sobre las relaciones entre ciencia y sociedad. La primera es que la ciencia es esencial para cubrir las necesidades nacionales. La segunda, que hay un modelo lineal que muestra cómo funciona: la investigación básica genera todo un campo de conocimientos sobre los cuales descansa el progreso social. La tercera es que la comunidad científica debe mantenerse independiente de las presiones sociales: "el progreso científico, en sentido amplio, es el resultado del trabajo libre de intelectos libres, que investigan sobre temas que ellos mismos eligen, de la forma que su curiosidad les dicta que exploren lo desconocido".

La posición de Bush descansa sobre una paradoja: la investigación científica autónoma, llevada a cabo sin buscar ningún beneficio social, se justifica no obstante por los beneficios en los que redunda. Bush trata de evitar la paradoja reemplazando el término "investigación pura" por "investigación básica", sugiriendo que la investigación autónoma, no dirigida, está en la base del progreso social. Podemos ver aquí una imagen muy común de la ciencia como una actividad "libre de valores", en la que éstos están presentes en sus usos, pero no en su desarrollo, con la excepción, por supuesto, de que tal ciencia libre de valores es ella misma valorable. La idea de Bush del contrato social para la ciencia es que los científicos tengan financiación pública y autonomía profesional, y que a cambio produzcan conocimiento socialmente beneficioso, aunque sin tener conciencia de antemano de que es eso lo que están haciendo. Esto se describe generalmente como el "modelo lineal", debido a que el conocimiento fluye en una dirección y a que los beneficios son el resultado: investigación básica > investigación aplicada > desarrollo tecnológico > beneficios sociales.

El modelo lineal de ciencia autónoma que conduce automáticamente a beneficios sociales se ha convertido en el modelo por defecto en las discusiones sobre política científica, especialmente entre científicos. Políticos, empresarios y científicos sociales se muestran más recelosos. Un argumento en contra del modelo lineal es la concepción de la ciencia como un esfuerzo comunitario en el cual el grupo define los problemas comunes y los criterios comunes para solucionar esos problemas. Helen Longino (1990), por ejemplo, afirma que debemos tener en cuenta las dimensiones sociales de la ciencia que operan dentro de la comunidad científica, no sólo en términos de instituciones sino también en términos de los contenidos del conocimiento científico mismo.

Otra crítica podría recurrir al trabajo de John Rawls (1971) y plantear la pregunta de si los propios científicos aceptarían ese contrato social para la ciencia bajo el "velo de la ignorancia". De acuerdo con Rawls, la justa distribución de recursos en la sociedad se resuelve mejor no por una competencia justa entre grupos de interés, sino al imaginarse a uno mismo en lo que él llama "la posición original". En la posición original uno no sabe qué tipo de persona podría ser o qué posición podría ocupar en el orden social. En el ejemplo que nos ocupa, uno podría imaginarse a sí mismo en el papel social, no de un científico, sino de una persona con menos inteligencia, o de un miembro de algún grupo desaventajado. Si uno no supiese que llegaría a ser un científico, y se plantease que es más probable que fuese alguna clase de no-científico (los científicos, de hecho, suponen sólo una pequeña fracción de la población), ¿estaría todavía a favor de un acuerdo que proporcionara a los científicos fondos provenientes de los impuestos para hacer aquello que desean, o más bien preferiría que ese dinero se destinase a más inversiones sociales?

Muchos sostienen, influidos sin duda por la reflexión que está detrás de tal velo de ignorancia sobre las aptitudes futuras y el estatus social, que la separación estricta de ciencia y sociedad que está presente en el contrato social es elitista y anti-democrática. La ciencia y la tecnología tienen un impacto en todos los aspectos de nuestras vidas, sin embargo, el modelo lineal elimina el control democrático sobre el desarrollo de la agenda de investigación. El verdadero reto, mantienen estos críticos, es encontrar un modo de mantener en equilibrio la libertad de investigación con principios democráticos tales como responsabilidad, participación y transparencia.

Por último, algunos críticos afirman que la metáfora de "la frontera sin fin" no tiene en cuenta el lado oscuro de la ciencia y de sus aplicaciones tecnológicas, tales como la degradación medioambiental o las amenazas de ataques nucleares o biológicos. De acuerdo con el modelo lineal, éstos son resultados extrínsecos y de segundo orden. En resumen, aunque puede haber algunos usos potencialmente malos o consecuencias vinculadas a los beneficios de la ciencia, el modelo lineal no proporciona ningún mecanismo para que, de manera pro activa, se minimicen los primeros y se maximicen los últimos. ¿No hay bases para imponer límites en la búsqueda de conocimiento o para implicar a otros, además de a los científicos, en el compromiso de hacerlo?

Por otro lado, también surgen dudas sobre la validez empírica del modelo lineal: aunque el modelo puede describir bien algunos aspectos de la relación ciencia-sociedad, probablemente éstos son más bien la excepción que la regla general. No obstante, según muchos estudios de ciencia, las relaciones entre ciencia, tecnología y resultados son tan complejas y recíprocas que sólo un acto de fe podría sostener la creencia de que todas las inversiones en ciencia redundan siempre en beneficio social. De este modo, los críticos denuncian el "imperativo de investigación" basado en la fe (Callaham, 2003), según el cual la "solución" para cualquier problema social es siempre "más dinero para hacer más ciencia".

Estas críticas al modelo lineal se han llevado a la práctica en varios intentos por favorecer o controlar la relación laboratorio-mercado, más que aceptar la tesis de Bush de laissez faire, que mantiene que los beneficios son el resultado directo del "trabajo libre de intelectos libres". Por ejemplo, en los Estados Unidos, la Ley de Actuación y Resultados del Gobierno (Government Performance and Result Act, 1993) obliga a las instituciones científicas a proporcionar procedimientos para evaluar sus actividades. Otros han mostrado que para asegurar la integridad de la investigación científica, y no sólo la productividad, también se requiere vigilancia externa. Sin embargo, los científicos han resistido bien tanto las críticas como las iniciativas políticas, que han hecho poco por cambiar la situación de incremento en las inversiones en ciencia o el profundamente asentado compromiso con la ciencia como si fuese un bien social más fundamental que la religión o la democracia.

En sus argumentos, Bush claramente hace uso de potentes mitos culturales sobre la ciencia como fuente de mejoras en la calidad de vida. Aún hoy la relación entre el incremento del conocimiento científico y el genuino progreso humano es ambivalente. La metáfora de la ciencia como una frontera sin fin es cada vez más sospechosa. Da primacía al crecimiento cuantitativo a pesar de que ve la dirección de ese crecimiento como impredecible y por lo tanto incontrolable. El reto pues no es sólo ampliar las fronteras, sino dirigir la ciencia hacia objetivos comprensibles y dignos -una tarea desalentadora en una sociedad plural con objetivos de lo más diversos y recursos limitados. Esto podría requerir que el público y los científicos de las ciencias sociales y las humanidades, especialmente los filósofos y los expertos en ética, se comprometan de un modo crítico con las ciencias naturales. Bush mismo sabía esto bien. Ciencia, la frontera sin fin explícitamente expone que "sería una insensatez montar un programa en el cual la investigación en ciencias naturales y medicina se desarrolle a costa de las ciencias sociales, las humanidades y otros estudios tan esenciales para el bienestar nacional". No sólo eso, sino que su última colección de ensayos publicados llevan el apropiado título de Science is Not Enough [La ciencia no es suficiente] (1967). En realidad, sin embargo, la política de ciencia contemporánea tiende a marginar a las humanidades y presume que la ciencia se basta por sí misma.

 4. La política del presupuesto científico.

A pesar de que Bush parece entender que hay ciertos matices sobre el lugar que la ciencia ocupa en la sociedad, el modelo lineal sigue teniendo una fuerte influencia entre científicos y analistas de política científica. Como un crítico político dijo: "lo que mueve a toda política de ciencia es conseguir más dinero para hacer más ciencia" (Greenberg, 2001: 3). Así pues, en vez de política científica sería más acertado hablar de política del presupuesto científico. El modelo lineal presta mayor atención a cuánto dinero recibe la ciencia, y no tanto al hecho de que las aportaciones a la investigación reviertan automáticamente en beneficios sociales.

Aunque podemos tener dudas acerca de reducir la política científica a presupuestos, es instructivo adoptar esta perspectiva -especialmente porque saca a relucir temas filosóficos. Proporciona una visión sinóptica de quién está financiando qué tipo de investigación a qué niveles. Puede sentar las bases de comparaciones sociológicas sobre cómo esas variables difieren en distintos países. Y, por ultimo, plantea cuestiones éticas sobre la distribución de las inversiones en investigación y los beneficios resultantes. Un tema ético que la política del presupuesto científico saca a relucir es el uso justo de los recursos limitados. Aunque el modelo lineal sugiere que no debemos preocuparnos por un exceso de investigación científica, los políticos se enfrentan a la realidad de tener que sacrificar unas cosas por otras. ¿Quién debería poner los fondos? ¿Para desarrollar qué tipo de investigación científica? ¿A quién debería beneficiar esto? ¿Qué tipo de ciencia es más importante financiar? Puesto que las inversiones en ciencia se hacen a costa de otras actividades, ¿cómo podríamos sopesar la investigación científica frente a otros bienes?

Esta sección proporciona algunos datos comparativos y reflexiones éticas sobre la política del presupuesto científico. En el proceso se adoptarán las definiciones para "investigación y desarrollo" (I+D) de la Asociación Americana para el Avance de las Ciencias (AAAS en sus siglas en inglés). Para la AAAS la "investigación" es "un estudio sistemático dirigido a un conocimiento científico más completo o a la comprensión del objeto de estudio". También puede ser "básica" o "aplicada" dependiendo de si, cuando se busca el conocimiento, se tiene en mente una necesidad específica o no. "Desarrollo" se define como el "uso sistemático del conocimiento obtenido a partir de la investigación para la producción de materiales, aparatos, sistemas o métodos".

Un modo de clasificar las inversiones en I+D es distinguir entre países desarrollados y países en desarrollo, o entre estados miembros y estados no miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Por su parte, los estados miembros pueden ser a su vez divididos en Estados Unidos, Japón y la Unión Europea. La intensidad de I+D (el gasto en I+D relativo al Producto Interior Bruto o PIB) en esas tres principales regiones de la OCDE es de aproximadamente el 2.5% (2.6% en los Estados Unidos, 3.2% en Japón, y 1.9% en la Europa de los 25). Sin embargo también hay diferencias significativas entre estas regiones de la OCDE. Por ejemplo, la I+D en la Unión Europea varía de algo menos del 0.3% en algunos países del sur, a más del 3% en la mayoría de los países nórdicos.

Aunque la inversión en I+D tiene niveles similares en las tres regiones principales de la OCDE, los tipos de inversiones y la estructura de las iniciativas de I+D y los sistemas de innovación difieren de manera significativa. La ratio de inversión pública/privada varía de 1:5 en Japón a 2:3 en Francia. Así pues, el papel del sector privado en la financiación de la I+D difiere marcadamente a lo largo de las tres principales regiones de la OCDE: supone casi tres cuartas partes de la I+D en Japón y el 63% en los Estados Unidos, pero sólo un 55% en la Unión Europea. En los Estados Unidos, desde finales de la década de los ´80, el sector privado ha incrementado su inversión frente al sector público, y hay ahora una ratio de aproximadamente 2:1 entre los dos, aunque el sector privado tiende a centrarse en desarrollo más bien que en investigación.1

El modo en el que los fondos se distribuyen por sectores también varía marcadamente. El gasto militar en I+D del gobierno de los Estados Unidos es más de dos veces y media superior al de Reino Unido o Francia, que ocupan el segundo y tercer lugar de la lista de gasto militar. En 2003 los Estados Unidos consumía más del 80% del total del gasto militar en I+D de toda el área de la OCDE, o más de cinco veces el gasto de la Europa de los 15. El gobierno de los Estados Unidos dedica aproximadamente el 57% de su presupuesto para I+D a gasto militar, Reino Unido es el segundo de la lista con casi un tercio de la inversión en I+D dedicada a gasto militar, y los únicos otros países de la OCDE en los cuales la proporción del gasto en defensa excede uno a cinco del total de las inversiones nacionales en I+D son España, Francia y Suecia. Además, los Estados Unidos dedica aproximadamente el 50% del total de inversiones en I+D que no se dedican a investigación militar a ciencia biomédica, mientras que el porcentaje que se dedica en países como Japón o Alemania es sólo del 4%. Japón dedica el 20% de su I+D no militar a energía, mientras que los Estados Unidos sólo dedican a energía el 3%. Tales diferencias deberían promover una reflexión filosófica sobre si uno de estos esquemas de I+D debería ser considerado éticamente superior o más justo que otros.

Existen también diferencias en el modo en el que se distribuye el dinero. Las naciones europeas y Japón tienden a distribuir sus fondos nacionales de I+D a través de universidades, por medio de grandes partidas para becas, y las universidades tienen más libertad para gastar ese dinero. El papel de la revisión de pares, la propiedad intelectual, y la distribución de proyectos específicos, varía significativamente. Esta diversidad en las políticas científicas es notable, sobre todo cuando se compara con las similitudes entre los países de la OCDE en términos de calidad de vida. Es por esto que Daniel Sarewitz (2003: 12) "no ve ninguna razón para creer que haya un vinculo fuerte entre las políticas científicas nacionales y las características socioeconómicas generales a escala nacional".

Las economías que no pertenecen a la OCDE han incrementado de manera global la inversión en I+D. China ha hecho sin duda la mayor aportación, contribuyendo con la mitad del total invertido en los países que no pertenecen a la OCDE. De acuerdo con ciertas estimaciones, China figura en tercer lugar en el mundo en inversiones en I+D, detrás de los Estados Unidos y Japón, pero a la cabeza de los estados miembros de la Unión Europea a título individual. En 2003 Israel tenía la inversión en I+D más alta del mundo, con un gasto del 2.4% de su PIB, o más del doble del gasto medio en I+D civil en la OCDE. En la mayoría de las economías no pertenecientes a la OCDE, los índices de crecimiento están bastante por encima que en la media de la OCDE. En muchos países asiáticos y en la Federación Rusa, el sector privado lleva a cabo la mayoría del desembolso en I+D. En países no pertenecientes a la OCDE menos desarrollados, la mayoría del gasto en I+D se lleva a cabo por el gobierno y sectores de educación superior.

Desde la década de 1960, las políticas de ciencia y tecnología han representado un papel esencial en el crecimiento económico de los cuatro Tigres Asiáticos (Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur). Estos países ponen de relieve una estrategia económica fuertemente tecnológica, motivada por la exportación, caracterizada por un control de arriba a abajo, con una financiación de la investigación generosa y estable con incentivos fiscales, amplias inversiones en educación superior, y una actitud permisiva hacia la investigación científica. Como el caso de estudio con el que comenzamos el artículo indica, Singapur pasó, a finales de los años '90, de ser un receptor de tecnología que hospedaba compañías multinacionales, a ser un productor de conocimiento e innovación, particularmente en el campo de la biomedicina. Un énfasis similar en la producción de conocimiento está impulsando el crecimiento en otros países asiáticos, incluyendo Indonesia, Malasia, Filipinas y Tailandia. En la medida en que esta tendencia continúe, los debates sobre la ética de la investigación científica van a ser más destacados en estos países.

 5. Consideraciones éticas

Usando la comparación esbozada más arriba, es posible destacar gran cantidad de temas éticos asociados con las decisiones referentes a los presupuestos en I+D. Dos temas generales son de especial importancia: (a) el verdadero papel de los sectores público y privado; y (b) la relación entre naciones desarrolladas y naciones en vías de desarrollo.

Algunos sostienen que los gobiernos deberían concentrarse en la investigación básica, porque sus beneficios son especulativos y a largo plazo, haciéndola así menos atractiva para organizaciones que se mueven por la mera búsqueda de beneficios. Esto genera la necesidad práctica de mecanismos que vinculen la investigación pública con la comercialización privada. Pero el aumento de la inversión privada frente al gasto público en I+D, junto con el hecho de que las agendas de investigación de gobiernos e industria están cada vez más estrechamente relacionadas, suscita numerosas cuestiones éticas: ¿cuál es la consecuencia de esto para la capacidad del estado de proporcionar bienes públicos que no tienen cabida en el mercado? ¿Tienen las instituciones científicas con financiación nacional la obligación ética de priorizar la investigación que sirva a tales bienes? Instituciones no gubernamentales y no lucrativas, que recaudan generosas donaciones para la investigación, constituirían otro mecanismo para alcanzar tales objetivos.

Sin embargo, algunas veces, los recursos necesarios pueden ser de tal envergadura que sólo el estado les podría hacer frente. Por ejemplo, las amenazas de gripes pandémicas o de ataques terroristas biológicos son casos en los que el sector privado no actuaría de no ser por algún incentivo público. La baja probabilidad de que estos sucesos tengan lugar hace que no haya una demanda de mercado continua, aunque, si algo así ocurriese, favorecería una inmediata y masiva demanda de fármacos para contrarrestar los gérmenes patógenos. Muchos sostienen que el estado tiene la obligación de estar preparado para afrontar tales eventos, desarrollando fármacos y vacunas.

Por otro lado, también se plantean numerosos problemas éticos relacionados con el papel creciente que las corporaciones desempeñan en la investigación universitaria. Algunos afirman que el incremento de conexiones entre empresas y universidades hace peligrar la libertad de la investigación, en tanto que se prioriza la regulación de la información y de los productos para usos rentables, frente al libre intercambio de ideas. El "complejo academia-industria" suscita también cuestiones sobre si la búsqueda de beneficios económicos distorsionaría el bien público o si los conflictos de intereses impedirían informar de los resultados negativos. Esto está estrechamente relacionado con el debate ético sobre los derechos de propiedad intelectual y la influencia real que esto tiene en que la investigación sea de dominio público. Aunque los derechos de propiedad intelectual incentiven la innovación, también pueden perpetuar la desigualdad social al producir productos que no están centrados en las necesidades de los más pobres. En suma, ¿pone la dinámica del mercado en peligro la integridad intelectual, la conducta de investigación responsable, la justicia social, o los bienes no comerciales? ¿Podría el modelo lineal estar completamente equivocado, hasta el punto de que una creciente focalización en la investigación aplicada podría minar la investigación básica, a la que Bush calificaba de "la fuente" de la innovación?

El papel de la ciencia y la tecnología en el desarrollo y la cooperación internacional suscita más cuestiones éticas (véase Farmer, 2003). Investigadores de política científica han denunciado que sólo se destina el 10% de los recursos de investigación en temas de salud al estudio del 90% del total de enfermedades. Esta "brecha" 90/10 es un claro ejemplo de cómo las políticas científicas pueden con frecuencia plasmar o perpetuar las desigualdades mundiales: debido a que muchas de esas enfermedades no reciben fondos para la investigación son los más pobres los que las padecen sobremanera. ¿Están las naciones desarrolladas obligadas moralmente a dedicar parte de su investigación a enfermedades que, en su mayor parte, afectan a gente que no vive dentro de sus fronteras? Y si es así, ¿cuánto? Si no, ¿podemos esperar que filántropos y organizaciones no gubernamentales (ONGs) cuenten con los recursos suficientes?

Por último, algunos ven en la proliferación mundial de la ciencia y la tecnología una modernización homogénea que codifica valores como el control de la naturaleza, el materialismo, y el consumismo, a costa de formas de vida alternativa. Otros, como el economista Julian Simon, sostienen que esto es demasiado pesimista, y señalan casos exitosos en los que la ciencia y la tecnología creada en el mundo desarrollado han incrementado los estándares de vida de aquellos que viven en los países en vías de desarrollo. Pero a menudo los impactos reales de las políticas científicas para el desarrollo y la cooperación son más ambiguos. La Revolución Verde es un ejemplo de esto. Desde la década de 1960, el mundo desarrollado ha transferido sus prácticas agrarias, incluyendo fertilizantes, maquinaria, técnicas de irrigación, y cultivos modificados genéticamente, al mundo en vías de desarrollo. Los resultados dependen del contexto y generalmente conllevan una desigual distribución de la combinación beneficios (por ejemplo, aumento de la producción) y costes (por ejemplo, degradación medioambiental). ¿Cuáles son los mejores modos de transferir ciencia y tecnología a las naciones en desarrollo atendiendo a tales complejidades?

 6. Cinco modelos alternativos de políticas de ciencia

Un modo de resumir todo este análisis es representar modelos idealizados de la relación entre ciencia y política. Por supuesto, como las reflexiones desarrolladas más arriba advierten, es crucial tener en cuenta los diferentes contextos específicos en la evaluación de los temas de ciencia y política: cada sociedad utiliza una diversa mezcla de "modelos" para tratar estos temas. Teniendo esto en mente, es útil retroceder para tratar de tener una visión sinóptica del terreno. Estamos ahora en una posición mejor para realizar una evaluación crítica de las relaciones entre ciencia y política.

Primero nos encontramos con el "modelo lineal" de la relación ciencia-política, que pone a los científicos a cargo de la agenda de investigación. Este modelo encuentra justificación en Bacon, en su argumento de que los científicos son los que mejor saben cómo su trabajo puede beneficiar a la sociedad, y recibe articulación contemporánea en el informe que Bush presenta tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, además de en muchos otros trabajos. En 1962 Michael Polanyi promovió la defensa de una "república de la ciencia", afirmando que "cualquier intento de guiar la investigación científica hacia cualquier propósito, a parte de ella misma, es un intento de desviarla del avance de la ciencia" (p.62).

Otro modo de organizar la agenda de investigación es el "modelo de mercado" en el cual la dinámica de la demanda de los consumidores y los beneficios de las empresas dictan los tipos de investigación que se llevan a cabo. Como hemos visto, gran parte de la política científica estadounidense es un intento por reconciliar esos dos modelos y sus frecuentes aspectos contradictorios, especialmente en lo que se refiere al intercambio abierto de información y al valor relativo de la investigación básica y la investigación aplicada.

Pese a sus diferencias, los modelos de "ciencia autónoma" y de "mercado" tienen un punto en común: los dos se centran en la magnitud de la ciencia. Ambos celebran el crecimiento del conocimiento, aunque con frecuencia por razones diferentes (i.e., el valor intrínseco del conocimiento vs. la productividad económica). Pero esta focalización en la magnitud de la ciencia deja de lado cuestiones importantes sobre la dirección que deberíamos seguir, cuestiones que, a decir verdad, son inevitables, aunque ninguno de estos dos primeros modelos las somete a consideración explícita. El modelo lineal deja tales cuestiones en manos de los científicos y el modelo de mercado en las preferencias de los consumidores. Como hemos visto, para muchos críticos estas estrategias son con frecuencia inadecuadas. Pueden desatender los bienes públicos o no mercantiles y carecen de mecanismos de participación democrática y deliberación. Así pues, se han sugerido una variedad de modelos alternativos.

La alternativa más ampliamente propuesta es el modelo de los "grupos de interés". En este modelo, los intereses particulares en conflicto hacen uso de los procesos políticos, sobre todo a través de representantes electos, para competir por el poder para controlar la configuración de la agenda de investigación. Éste es un modo de conceptualizar los procesos económicos nacionales de I+D.

También nos encontramos con lo que podemos denominar modelos "ciudadanos", en los cuales grupos de personas deliberan y discuten sobre un tema particular. Difiere del modelo de los grupos de interés en que, generalmente, se desarrolla a escalas más pequeñas y en que, al menos en teoría, son los procesos públicos de razonamiento, más bien que diferenciales de poder entre intereses especiales, los que guían sus conclusiones.

Por último, y volviendo a Platón, podemos imaginar una política científica basada en el modelo del "rey filósofo". Este enfoque sería similar al modelo lineal, aunque implicaría el control por una elite de no científicos. Dados los importantes y sumamente controvertidos temas éticos asociados con la ciencia y la tecnología, quizá sólo un grupo de sabios filósofos podría saber cuál es el mejor camino a seguir. Pero más que mantener la noción de filosofía de Sócrates como una búsqueda de la verdad -reconociendo, antes de nada, que con frecuencia no tenemos ciertos conocimientos- quizá la mejor opción sea una que abogue por la precaución y la moderación.

Notas

* Versión original en inglés. Traducido por Inés Gutiérrez González.

1 http://www.nsf.gov/statistics/infbrief/nsf06306/

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