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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. v.4 n.10 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene. 2008

 

La apropiación política de la ciencia: origen y evolución de una nueva tecnocracia

Noemí Sanz Merino
(sanznoemi@telefonica.net)

Departamento de Filosofía, Universidad de Oviedo, España

En el presente artículo se atiende al origen y cambios de las políticas científicas de los países considerados más significativos al respecto (Estados Unidos, la Unión Soviética, Japón y la Unión Europea). A través de ello se intentan definir los términos en los que se produjo y ha evolucionado la apropiación social de la ciencia desde distintos sectores sociales en el contexto específico de las políticas públicas de promoción de la ciencia y la tecnología. Finalmente, se planteará la cuestión de si se ha dado un auténtico abandono del conocido como modelo lineal de innovación en, lo que consideramos, sus justos términos.

Palabras clave:
Contrato social para la ciencia; Tecnocracia renovada; Modelo lineal de innovación; Políticas científicas; Ciencia como bien público.

In this paper we address the origin and changes in science policies of the countries considered the most significant on that matter (USA, the Soviet Union, Japan and the European Union). Using this description we attempt to define the terms in which the "social appropriation of science" has appeared and evolved for diverse social sectors, within the specific context of S&T promotion policies. Finally, we will raise the question if the linear model of innovation has really been given up in the right terms.

Keywords:
Social contract for science; Renewed technocracy; Linear model of innovation; Science policies; Science as a public good.

Introducción

En el proceso de apropiación social de la ciencia durante el siglo veinte ha tenido especial relevancia el llamado contrato social para la ciencia. Así es que se ha convertido en una constante en la bibliografía especializada el tomar a la política científica pública estadounidense de mediados del pasado siglo como el comienzo oficial de tal apropiación social (en su sentido más amplio). Sin bien, aquella nueva política de desarrollo por la ciencia quedó definida como tal, también según la mayoría de los especialistas, por ser el resultado de lo que se ha considerado la primera socialización de la ciencia realmente significativa: la Segunda Guerra Mundial.

El éxito de la aplicación científica estadounidense en aquella trascendental contienda marcó, según los mismos expertos, que tal apropiación política se hiciera, como diría Oscar Varsavsky (1969: 14), a la manera de la ciencia. Así fue que se definió políticamente el modelo lineal de innovación del que resultó más de cuarenta años de fomento de la gran ciencia, gracias a la cual se pusieron los cimientos tanto de la sociedad de la información como del riesgo de las que hoy somos juez y parte.

Ahora bien, en el último cuarto del siglo veinte el modelo lineal de innovación ha sido objeto de rechazo y crítica a causa de la repercusión social, política y económica de sus propias paradojas y de las consecuencias indeseadas en su aplicación acrítica. Los desastres ecológicos y humanos, la creciente desigualdad entre países, las crisis económicas, etc. han llevado a importantes cambios de actitud de todos los sectores sociales en lo que concierne a la forma de atender a "las maneras de la ciencia y la tecnología". De ahí que las reformas y revisiones de las cláusulas de aquel primer contrato desde la política, la economía y la sociedad civil en las últimas décadas puedan hacer pensar en un abandono definitivo de este modelo en los asuntos públicos y privados.

Este trabajo se centrará en la dimensión política de la apropiación social de la ciencia a lo largo del siglo veinte en dos sentidos. Por un lado, rastrearemos los orígenes tanto de los términos de aquel primer contrato social para la ciencia, como de sus posteriores reformas (las cuales se suelen situar en la década de los ochenta). Por otro lado, una vez hayamos visto tanto la naturaleza ideológica y el funcionamiento de sus respectivos supuestos (a través de los países que se han considerado significativos en tal evolución), plantearemos los términos en los que creemos ha de ser valorada la cuestión del posible o no abandono del modelo lineal de innovación. De ahí que, como se verá, se retomarán también algunas de las cuestiones ya tratadas en un número previo de esta revista.1

"Culturas" y "estilos" políticos sobre la ciencia

Desde la aparición de la sociedad postindustrial las relaciones entre conocimiento (léase ciencia) y poder (político y/o económico) se han vuelto cada vez más complejas e intensas, dificultando sin duda establecer distinciones entre los fines y los medios de actuación de los diversos colectivos e instituciones en relación con la ciencia y la tecnología. De ahí que, en el contexto que aquí nos ocupa, sea de utilidad diferenciar, tal y como suele hacerse en la bibliografía especializada, entre 'política científica' y 'políticas de la ciencia':

La última tiene que ver con la interacción entre ciencia y poder, esto es, la movilización de la ciencia como un recurso en las relaciones internacionales, el uso de la ciencia por grupos de interés o clases sociales para incrementar su poder e influencia en la sociedad, y el ejercicio de control social sobre el conocimiento. (Elzinga y Jamison, 1995: 572. Traducción nuestra)

Por el contrario, podemos definir la política científica y tecnológica como el conjunto de medidas que toma el gobierno de un Estado o unión de Estados con el fin de fomentar con dinero público "el desarrollo de la investigación científica, el proceso de la innovación tecnológica, o el uso de la ciencia y la tecnología para objetivos políticos generales" (Moya, 1998: 91).

La política científica surgió y ha evolucionado, en general, de la necesidad desde la esfera gubernamental de tener que decidir sobre las consecuencias sociales de los avances de la propia ciencia y la tecnología, ya sea en un sentido positivo (cuando ambos fenómenos se manifestaron como motores del progreso y bienestar social), ya sea en un sentido negativo (preocupación que se dio posteriormente, esta vez con motivo de las consecuencias no deseadas de la ciencia y la tecnología) o preventivo (con el reconocimiento definitivo del nivel de riesgo potencial subyacente al uso de determinadas tecnologías o en las posteriores derivas de la investigación fundamental). De ahí que, también y en general, se pueda distinguir entre políticas públicas de promoción, de regulación y de evaluación de la ciencia y la tecnología. En este trabajo sólo atenderemos a las políticas de promoción: primero, a las que genéricamente han quedado definidas como políticas de Investigación y Desarrollo (I+D), y en segundo lugar, a las actuales políticas para la innovación (I+D+i) que, en general, están sustituyendo a aquellas.

Sin duda, y en este sentido, las políticas científicas son producto de un tipo de política de la ciencia, en el caso que nos ocupa, de un uso gubernamental concreto del conocimiento y producción científicos y tecnológicos. Atendiendo a los cambios producidos en este último, lo que a nosotros nos interesará de las políticas de la ciencia, por tanto, no será sólo el uso concreto de ésta desde otros actores sociales, sino más bien lo que, en nuestra opinión, los distintos tipos de política de la ciencia también encierran: diversos modos de comprender la ciencia y las relaciones establecidas entre ella y otros sectores de la sociedad.

Es decir, las distintas políticas de la ciencia son el resultado de la apropiación y uso de la ciencia por parte de las distintas "culturas" implicadas en cada caso (políticas, económicas, cívicas, científicas, etc.). Éstas, por tanto, entendidas en sentido similar al establecido por Elzinga y Jamison (1995: 575): representativas de diversos intereses sociales y políticos que se corresponden, a su vez, con determinadas preferencias ideológicas, ideales sobre la ciencia y con distintos tipos de actuación y formas de relacionarse con el resto de "culturas". En nuestra opinión, con el añadido de que las diversas culturas puedan responder o no a los mismos paradigmas.

De hecho, nosotros atenderemos aquí tanto a las medidas explícitas de las políticas científicas como al papel de algunas de esas culturas en el diseño e implementación de aquellas. Con ello se pretende analizar, precisamente, el origen y -en su caso- los posibles cambios en lo que se presenta como un "estilo paradigmático" compartido por todos ellos. En este sentido, es sabido que el inicio de las políticas públicas de ciencia y tecnología se dio histórica y conceptualmente en el momento de hegemonía de la conocida como 'concepción heredada de la ciencia' (Putnam, 1962). Si bien es cierto que estamos haciendo una ampliación explícita del ámbito al que se refiere tal expresión, desbordando con ello el marco de la reflexión filosófica sobre la ciencia del empirismo lógico en la que surgió.

La concepción heredada se puede asumir como 'paradigma' en lo que respecta a la forma de entender la ciencia y la tecnología (respecto de su contenido así como en lo referido a su organización interna como comunidad de científicos), pero también acerca de lo que han de ser la política científico-tecnológica, el cambio tecnoeconómico y el papel de la sociedad en todo ello (así como la forma de su interacción). No en vano, las interpretaciones predominantes en las distintas culturas implicadas acerca de cada uno de estos distintos ámbitos, resultaron en una armonización de sus respectivas dinámicas en lo que se conoce como modelo lineal de innovación. Así, la formula establecida con él funcionó, en general, como un modelo teórico-pragmático que definió las problemáticas a enfrentar y las posibles soluciones disponibles de los actores para llevarlos a cabo (Kuhn, 1962), con el añadido de una definición concreta de sus actores.

En resumen, los distintos paradigmas que puedan existir acerca de estas cuestiones se identifican con lo que Latour ha denominado "mitologías" (Latour y Woolgar, 1979) -o, por qué no, cosmovisiones-, plasmadas en las decisiones y acciones tomadas por los distintos actores. En lo que respecta al contexto político en relación con la ciencia y tecnología, podemos denominar dichos paradigmas también como "estilos", siguiendo a Varsavsky. Es más, en nuestro caso, la apropiación política de la ciencia bajo los parámetros de la concepción heredada se corresponde igualmente con el rótulo de "estilo cientificista" propuesto por el autor argentino (Varsavsky, 1969).

En las páginas que siguen se mostrarán las dimensiones tanto reales como virtuales de este modelo lineal de innovación (encarnación del espíritu cientificista), a través de la atención a los aparentes cambios de agenda en las políticas públicas científico-tecnológicas y, por lo tanto, en las respectivas políticas de la ciencia y tecnología, con el intento final de plantear la cuestión de si se ha dado efectivamente un cambio paradigmático en las últimas décadas y, si es así, en qué sentido.

El contrato social para la ciencia

1- ¿Qué puede hacerse de manera coherente con la seguridad militar y con la aprobación previa de las autoridades militares, para hacer conocer al mundo lo más pronto posible las contribuciones que durante nuestro esfuerzo bélico hicimos al conocimiento científico?
2- Con especial referencia a la guerra de la ciencia contra la enfermedad, ¿qué puede hacerse hoy para organizar un programa a fin de proseguir en el futuro los trabajos realizados en medicina y ciencias relacionadas?
3- ¿Qué puede hacer el gobierno hoy y en el futuro para apoyar las actividades de investigación encaradas por organizaciones públicas y privadas?
4- ¿Puede proponerse un programa eficaz para descubrir y desarrollar el talento científico en la juventud norteamericana […]? (Presidente Franklin D. Roosevelt, carta reproducida en Bush, 1945)

El 25 de Julio de 1945 Vannevar Bush, quien había sido Director de la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico de Estados Unidos y responsable de las relaciones entre el Proyecto Manhattan y la Casa Blanca, envió el informe Science, The Endless Frontier al entonces Presidente Harry S. Truman. En él señalaba recomendaciones como las siguientes:

El progreso científico es esencial

[…] Los avances científicos también traerán niveles de vida más altos, conducirán a la prevención o cura de enfermedades, promoverán la conservación de nuestros recursos nacionales limitados y asegurarán los medios de defensa contra la agresión […]
La ciencia es de la incumbencia del gobierno

[…] Por otra parte, como la salud, el bienestar y la seguridad son actividades de la incumbencia del gobierno, el progreso científico es o debe ser de interés vital para él. […]
La importancia de la investigación básica

[…] Los nuevos productos y procesos no surgen plenamente desarrollados. Se fundan en principios y nuevas concepciones, que a su vez son minuciosamente elaborados por la investigación en los reinos puros de la ciencia. […]
Centros de investigación básica

[…] Es principalmente en ellos donde los científicos pueden trabajar en una atmósfera relativamente libre de la presión adversa de la convención, el prejuicio o la necesidad comercial. […]
El apoyo a la investigación básica en las facultades, universidades e institutos públicos y privados debe dejar el control interno de las políticas, el personal y el método y alcance de la investigación en manos de las mismas instituciones. Esto es de la mayor importancia. (Selección de textos de Bush, 1945)

Tal informe supuso la explicitación de un contrato social para la ciencia de posguerra, tal y como lo reconocen la mayoría de especialistas, cuyas cláusulas se basaban en los que Daniel Sarewitz ha denominado 'Mitos I+D':

1. El Mito del Beneficio Infinito: más ciencia y más tecnología conducen a un mayor bien público.
2. El Mito de la Investigación sin Trabas: cualquier línea razonable científicamente de investigación dentro de los procesos naturales fundamentales es igual de probable que cualquier otra de ofrecer beneficios sociales.
3. El Mito de la Responsabilidad: la revisión por pares, la reproducibilidad de los resultados y otros controles de calidad de la investigación científica encarnan los principios de responsabilidad ética del sistema de investigación.
4. El Mito de Autoridad: la información científica provee de bases objetivas para la resolución de disputas políticas.
5. El Mito de la Frontera sin Fin: el nuevo conocimiento generado en la frontera de la ciencia es independiente de sus consecuencias prácticas y morales en la sociedad. (Sarewitz, 1996. Traducción nuestra)    

El Mito del Beneficio Infinito se corresponde con la encarnación del propio 'Modelo lineal de innovación' que está a la base del informe Ciencia, la Frontera sin Fin. De acuerdo con él, la trayectoria desde la investigación básica a los productos útiles responde a una ordenada progresión, que comienza con la creación de nuevo conocimiento en la investigación básica del laboratorio y secuencialmente se mueve hacia la investigación aplicada, el desarrollo de productos específicos, y la introducción de estos productos en la sociedad por canales comerciales estandarizados o a través de los programas gubernamentales tales como la defensa nacional.

El segundo mito encierra dos ideas fundamentales. Por un lado otorga la mayor relevancia a la ciencia pura o básica en tanto que es en ella en la que comienza el progreso que se plasma en el modelo lineal de innovación. Este rasgo tiene varias implicaciones. Una de ellas es que las consecuencias prácticas de la investigación básica son impredecibles. Lo que conlleva también la asunción de que su financiación ha de ser entendida a largo plazo (Fuller 2000). Otra es que, como es impredecible, no ha de ser dirigida desde criterios externos a la propia ciencia, pues sería un esfuerzo banal a causa de la primera implicación. Por otro lado, la lógica de este discurso implicaría aparentemente, entonces, una "política de dejar hacer" (laissez-faire) a los científicos, pues sólo ellos pueden hacer su trabajo si éste es entendido bajo la perspectiva anterior. Es más, la imbricación de intereses externos en el proceso de investigación, al poner en peligro el objetivo de la ciencia pura, estaría con ello poniendo también en peligro el bienestar de la sociedad. La ciencia sólo será productiva si se autogobierna.2

Aunque no podemos encontrar la anterior literalidad de todos los mitos políticos I+D en el Informe Bush, lo visto hasta ahora encaja perfectamente con el Mito de la Responsabilidad. Según éste, y tal como nos lo describe Sarewitz, la mayor responsabilidad del científico es la de ajustarse a los criterios de calidad exigidos por la racionalidad científica, aquellos basados en valores epistémicos, internos a la propia ciencia.3

Es la sociedad la que tendría que hacerse responsable respecto del sistema de investigación: la falta de suficiente financiación dedicada a ciencia básica se traducirá en una falta de solución a los problemas sociales (aunque nadie pueda predecir qué problemas serán solucionados) mientras que los intentos políticos de influir en la dirección del sistema de investigación reducirá necesariamente la capacidad de la ciencia para contribuir a la sociedad. Es más, se establece de fondo una relación proporcional entre la cantidad de dinero invertido y la calidad de la ciencia generada (Greenberg, 2001).

Por tanto, la ineludible extensión de los dos últimos mitos es que la influencia de la ciencia en la práctica política es beneficiosa socialmente, mientras que la influencia política en la actividad científica sería del todo perjudicial para la sociedad. De ahí que tales argumentos sean destacados como los más importantes por Daniel Greenberg quien (como hiciera también Varsavsky, 1969) los resume como «mito de la libertad de investigación»: libertad de actuación, de trabajo en líneas de investigación de su propia elección y en la manera de seguir su propia curiosidad en la exploración de lo desconocido (Greeberg 2001: 52). Mitos que, como él mismo señala, se correspondían a una "época dorada de la ciencia" que jugó un papel más efectivo en su relación con el gobierno que en la realidad de la práctica científica.

El cuarto de los Mitos políticos I+D (Mito de autoridad) indica que es la verdad científica la que puede ser el elemento clarificador en la toma de decisiones políticas, pues dotaría a éstas de objetividad y racionalidad. Los científicos, como se desprende también de la concepción clásica de la ciencia, son los que pueden alumbrar los "irracionales" debates políticos. Desde el paradigma defendido por la concepción heredada, la política se pierde en cuestiones relacionadas con la percepción de los hechos, mientras que es la ciencia la que trata con los hechos mismos (Sarewitz, 1996: 72). Indudablemente este mito está en relación con varios supuestos defendidos desde el positivismo lógico, como la posibilidad de distinguir entre contexto de descubriendo y contexto de justificación, entre hechos y valores, etc.

He aquí la reinterpretación del realismo político procedente de la tecnocracia clásica que, con este mito, se hace efectivo (aunque de forma restringida) a través de la defensa de la autoridad de los expertos en dos sentidos: un control exclusivo en lo que concierne a los asuntos científico-tecnológicos y, dado el nuevo interés del gobierno por estas cuestiones, su intervención en asuntos públicos. Siguiendo este planteamiento, los científicos fueron adquiriendo puestos de asesoramiento en las agencias del ejecutivo y en el Congreso estadounidense durante la década de los cincuenta.

Finalmente el último de los mitos afirma que las consecuencias prácticas de los descubrimientos exceden el terreno en el que hay que juzgar a los científicos. Es decir, la actividad científica se escapa al escrutinio externo. Los buenos o malos usos de los productos científicos son algo extrínseco a ellos mismos, éstos dependerán de la acción de los distintos agentes sociales. Es en el marco internalista definido en el Mito de la responsabilidad en el único que hay que evaluar a la práctica científica.

Este optimismo de confianza total en la ciencia, que según los especialistas estaba justificado por los éxitos que ésta proporcionó a Estados Unidos sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial, supuso entonces la puesta en práctica de lo que se puede denominar "política de cheque en blanco". Bajo ésta, comenzó la era de la ciencia mantenida gubernamentalmente y con ella el comienzo del crecimiento exponencial de la misma. Poco a poco los distintos gobiernos de los países desarrollados se apropiaron de la ciencia como elemento fundamental para el progreso y poderío de las distintas naciones.

Revisión histórica: el caso de la Unión Soviética

El mecenazgo tanto público como privado a la ciencia se remonta a la aparición en el siglo XVII de las academias de las ciencias, algunos observatorios astronómicos y los jardines botánicos. Pero si nos referimos a los orígenes de las políticas científicas fue, en opinión de no pocos especialistas, la administración pública rusa la primera que tuvo algo identificable como una política científica por más tiempo que cualquier otro país en el mundo (Rose y Rose, 1969).4 Nosotros recuperamos el caso soviético en el intento de rastrear los orígenes históricos de la política de la ciencia que se fraguó en la primera política científica, es decir, el primer uso efectivo y significativo socialmente de la ciencia desde el estilo cientificista objeto de nuestro interés. En este sentido, no cabe duda de que en las siguientes palabras de Lenin encontramos el primer compromiso político explícito con los mitos I+D:

Nosotros hemos señalado una tarea estatal, hemos movilizado a centenares de especialistas y obtenido en diez meses un plan económico único, compuesto científicamente. […]
Hay que aprender a valorar la ciencia […] tratar a los especialistas de la ciencia y la técnica […] con extraordinario cuidado y habilidad, en aprender de ellos y ayudarles a ampliar su horizonte, partiendo de las conquistas y los datos de la ciencia respectiva y teniendo presente que un ingeniero no vendrá al comunismo de la misma manera que han venido el propagandista o el literato que trabajaron en la clandestinidad, sino a través de los datos de su ciencia; que el agrónomo, el silvicultor, etc., vendrán al comunismo cada uno a su manera. […] El estudio es cosa de los que saben. […] Más conocimientos de los hechos y menos controversias con pretensión de sostener principios comunistas. […]
Si un comunista es administrador, su primer deber consiste en no dejarse llevar por la afición a mandar, en saber primero tener en cuenta lo que la ciencia ha estudiado ya, en preguntar primero si los hechos están comprobados, en lograr primero que se estudie en qué precisamente hemos incurrido en error, y sólo sobre esta base corregir lo que se está haciendo. […]
Ahora debemos aprender a gobernarla (Rusia). Para eso es necesario aprender a ser modestos y respetar el trabajo útil de "los especialistas de la ciencia y la técnica"; para eso es preciso aprender a analizar con sentido eficiente y atención nuestros errores prácticos y corregirlos paso a paso, pero de manera consecuente. (Selección de textos de Lenin, 1921)

Con este espíritu fue con el que Lenin propuso en 1921 la Nueva Política Económica -conocida en la bibliografía de referencia como New Economy Policy (NEP)- que vino a sustituir en 1921 la estrategia de «comunismo de guerra» existente hasta entonces (1918-1920). Así, a la NEP subyacía ya una orientación concreta de política científica, aunque fuera en su primera fase, ya que vinculaba ésta definitivamente con un plan de desarrollo económico y social más amplío.

Se pueden identificar al menos tres rasgos clave que contribuyeron sin duda al desarrollo de tal pensamiento y planificación. Gracias a su combinación el gobierno soviético no necesitó esperar hasta la Segunda Guerra Mundial para comprender la relevancia política del apoyo y colaboración con la ciencia. Éstas fueron sus circunstancias científica, político-económica e ideológica particulares.

Por un lado, la NEP buscaba una forma de consolidar el poder soviético a través de la modernización de la industria y el campo. Lenin consideraba necesaria la alianza obrero-campesina de un país (internacionalmente atrasado y aislado) que, a pesar de sus pequeñas incursiones en sistemas productivos capitalistas, no había logrado aún superar un sistema de producción agrícola fundamentalmente medieval y autárquico en el momento de la revolución socialista. Por otro lado, la NEP no sólo fue un plan económico, sino que respondía además a la pretensión de llevar a cabo una revolución cultural, dada su población en mayoría analfabeta (en contraste con una minoría intelectual muy activa en asuntos públicos), para lo que contaba con una de las pocas instituciones científicas relevantes en Europa por entonces: la Academia de las Ciencias.

El retraso económico, social y técnico del Imperio zarista se había hecho patente durante la primera guerra mundial. Sería mucho especular pensar que Lenin tuvo en mente que en su derrota pudo jugar algún papel determinante la supremacía científica de Alemania. Pero de lo que no cabe duda es de la determinación ideológica de un Lenin marxista ortodoxo en su propuesta de política científico-económica. La ideología es sin duda un factor crucial a destacar en el caso soviético dado, también, que en otros países -los cuales compartían similares circunstancias económicas y científicas por entonces- no se desarrollaron políticas pro-científicas. De las obras de Marx y Engels se desprendía la naturaleza especial del conocimiento científico y la determinación tecnológica de la vida socioeconómica e ideológica de las distintas sociedades. De igual manera -y a pesar de la caracterización de la ciencia y la tecnología como motor del capitalismo-, también se seguía la idea de que la transformación de la producción en un sistema socialista debía de basarse en conocimientos científicos y su aplicación (Rose y Rose, 1969; Lewontin y Levins, 1976; Medina, 1995).

El uso y planificación de la ciencia subyacente a la NEP había traspasado las fronteras rusas. Marx había predicho el colapso de la economía capitalista, la NEP y sus planteamientos se mostraron, precisamente, como la baza que contribuyó a solventar el crack del 29 en la URSS. Cuando en 1931 se celebró en Londres el Congreso Internacional de Ciencia y Tecnología, la delegación de científicos y funcionarios soviéticos que intervinieron en el mismo vinieron a confirmar con su propia experiencia los beneficios socioeconómicos de las propuestas allí presentadas por John Bernal y otros acerca de la conveniencia de apoyar gubernamentalmente a la ciencia y de desarrollar una política científica explícita (Elzinga y Jamison, 1995). La idea de que el Estado debía planificar la ciencia dentro de un plan más amplio de dirección y control de la economía se fue extendiendo a círculos de intelectuales y científicos no comunistas, debates en los que, incluso después de la II Guerra Mundial, la inicial estrategia de la URSS fue aún tenida en cuenta, tal y como se muestra en la bibliografía de mediados del siglo veinte.

A pesar de la temprana muerte de Lenin (1924) hasta el final de la NEP se dio un periodo en que el Partido Comunista apoyó a los científicos, ampliando los recursos y la mano de obra, pero sin intervención ideológica explícita. Se apostó por una rápida expansión de la ciencia y se consagró el papel de la Academia como el lugar donde se esbozaban los planes quinquenales para la ciencia bajo un espíritu fundamentalmente desarrollista respecto de la ciencia aplicada (frente a lo que veíamos con el modelo lineal estadounidense). Con la NEP la economía creció y se consiguió un marco generalizado de alta alfabetización y popularidad de la ciencia. Cuando Stalin asumió el poder y presentó su Primer Plan Quinquenal (como última fase de la NEP) en 1929, ya había diseminados por el país unos 3000 institutos científicos, 1100 de éstos definidos como "institutos de investigación" bajo el control de la Academia de la Unión Soviética o de las academias de las distintas repúblicas autónomas (Rose y Rose, 1969). Pero el sistema agrario conservó sus problemas internos de organización, producción y distribución de alimentos, los cuales se vieron incrementados por las rebeliones y descontento de la población campesina entre 1928 y 1930 (Lewontin y Levins, 1976). Tras este momento de crisis interna y el crecimiento posterior del dogmatismo ideológico con la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, se consagró un modelo de alta racionalización del gobierno y represión administrativa que, entre otras circunstancias, acabó finalmente con la incipiente revolución cultural.

Además, con Stalin se llevó a cabo una "descentralización" que afectó a todas las áreas ministeriales, entre ellas la política científica. El resultado fue que se otorgaron más poderes de planificación a las academias regionales y sólo quedaron los problemas más importantes para ser planificados y coordinados desde el centro. Durante este periodo estalinista se desarrolló un uso ideológico de la investigación y aplicación científica que quedaba muy lejos de los consejos leninistas. El largo dominio del lysenkoísmo en la ciencia genética, con su influencia política y nefasta repercusión para la economía rusa, destaca aquí como el ejemplo para Occidente de lo que fue en la práctica la política científica soviética entre 1930 y 1960.5 Para entonces, y hasta los años de la Perestroika, la NEP había sido desvalorizada durante la hegemonía político-cultural stalinista y olvidada,

finalmente, por el movimiento socialista también fuera de las fronteras soviéticas. No obstante, sus ideas básicas fueron reformuladas en Rusia, China y Vietnam durante la década de los ochenta bajo distintos modos "socialistas" de mercado.

Una nueva tecnocracia

Pero, ¿cuándo y por qué surgió este tipo concreto de espíritu político pro-científico? ¿Cómo fue que Lenin o el Presidente Roosevelt creían fervientemente en el poder de la ciencia para la transformación social? ¿Es suficiente con referirnos a la teoría marxista y/o a las guerras mundiales? Vayamos un paso más atrás: ¿Cómo es que estos dirigentes se preguntaron por el poder de la ciencia en unos términos que ya encerraban los Mitos I+D? Es decir, siguiendo un criterio que ya era científico-técnico él mismo. ¿Cuándo y cómo fue que la ciencia dejó de ser algo interno (fuera de la sociedad) para constituirse en algo externo (profundamente imbricado en los asuntos sociales) (Latour, 1987)?, ¿Cuándo y cómo la acción mediada por la ciencia y la tecnología se convirtió en un valor supremo tal y como lo era la verdad misma (Spaey, 1970)?

A pesar de lo visto hasta aquí, el primer paso en la apropiación social efectiva de la ciencia y la tecnología en su sentido contemporáneo (es decir, el que marcó la pauta misma del modelo lineal de innovación) no fue política ni militar, aunque ambos ámbitos hubieran promocionado, apoyado o utilizado en determinadas ocasiones a la ciencia y la tecnología. No obstante del segundo plano que la mayoría de los especialistas conceden a la ciencia industrial de la primera mitad del siglo veinte, la manera en la que posteriormente se definen las cláusulas que guiarán las primeras políticas científicas surge de una determinada política de la ciencia y la tecnología, la surgida precisamente en el ámbito económico-industrial del capitalismo estadounidense de finales del siglo diecinueve.

En su trabajo El diseño de Estados Unidos. (1977), al describirnos la consumación del matrimonio capitalista de la ciencia con las artes útiles, David Noble nos está también hablando del origen de un tipo distinto de "tecnocracia" que, tras su éxito en este contexto, termino por dominar la totalidad de las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad. Hablamos de la producción industrial estadounidense que, a finales del siglo diecinueve, estaba en plena expansión y necesitaba, para seguir haciéndolo, de conocimientos cada vez más técnicos y precisos sobre la materia, las maquinarias, los procesos de producción o trasformación, etc. En su seno surge, entonces, un requisito especial del que -aunque refiriéndose a algo distinto-, Langdon Winner (1979: 17) nos da la clave de su aparición: igual que la propia pragmaticidad de la tecnología, era necesario un estudio sobre ella que reuniera el conocimiento, el juicio y la acción de modo que sirviera para indicar elecciones más inteligentes. La incipiente figura del ingeniero se presentó así, a los ojos de los empresarios, como la baza ganadora para sobrevivir en un capitalismo salvaje cada vez más complejo e inestable. No en vano, éstos (haciendo cada vez más como suyo el estandarte de la ciencia y con ella, sus argumentos como los únicos racionales) prometían hacer de las mismas fábricas eficientes maquinas.

Trabajando por el porvenir de la industria, los reformistas empresariales e ingenieros se dieron cuenta de la situación insostenible, tanto económica como tecnológicamente, dada en lo que en principio había sido considerado el lado saludable del mercado capitalista. La variedad de productores, productos, procesos, etc. se podía convertir en un obstáculo al progreso tecnológico del que ahora empezaba a depender la propia industria. Se inició así un proceso de estandarización científico-técnica sin precedentes que unió a ingenieros y científicos. En contraste con afirmaciones como la de Greenberg, por ejemplo -acerca de la poca significatividad de la aportación de la I+D bajo el amparo privado durante aquellos años- conllevó en conjunto el establecimiento de constantes físicas y químicas precisas, la sistematización de los propios métodos de análisis, y con ello, el desarrollo de nuevos y más fiables instrumentos de medición. En todo caso, su fundamental importancia reside también en que la ciencia se erigía como el remedio racional ante la irracionalidad del mercado: «El espíritu de la estandarización prometía, pues, unir la ciencia y el poder y prestar a la fuerza de la autoridad legal y moral la legitimidad de la verdad científica; la creación del Bureau of Standards fue un paso simbólico y real en este sentido» (Noble, 1977: 118).

Por otro lado, en su intento por optimizar las industrias empezaron, entonces, a concebir las fábricas como parte de un sistema más amplio: la sociedad. Sobre todo a partir de la muerte de Frederick W. Taylor (padre de este paradigma dominante por entonces: la organización científica del trabajo) surgió un segundo reformismo empresarial que comienza a buscar herramientas teóricas más cercanas a los problemas sociales y humanos. Metodologías que pudieran ser usadas bajo el mismo espíritu racional y, con ello, poder enfrentar también científicamente aquellas cuestiones a las que anteriormente tan sólo atendían de forma intuitiva (impulsando con ello la profesionalización de la psicología, la sociología, etc.).

En la profesión de ingeniero y en la de científico se plasmó, de esta manera, el imperativo del crecimiento industrial y del propio progreso tecnológico y científico, y desde éstos fue que contribuyeron, cada uno a su manera -como habría dicho Lenin-, a una mejora social: a través del avance económico y de reformas laborales y educativas. Su incursión y éxito en asuntos que en principio concernirían tan sólo al gobierno se había hecho explícito, por tanto, antes de la II Guerra Mundial. He aquí el conocido temor de Eisenhower a la aparición de una nueva elite tecnológica (véase Bell, 1973; Weimberg, 1961).

Pero su influencia en el estilo político de posguerra no respondió al surgimiento de un movimiento tecnocrático en su definición clásica. Como explica Winner no se trataba del poder ejecutivo de una elite uniforme y organizada como tal, sino que el modelo lineal fue resultado, más bien, de la extensión misma de los intereses concretos ligados a su pericia técnica a los intereses del conjunto social a través del sistema económico. Pronto casi todos los problemas sociales parecerían tener un carácter tecnológico y fue así como América empezó a solucionar técnicamente problemas políticos o morales (Winner, 1977: 21). Para seguir contribuyendo al bienestar social sólo necesitaban un relativo poder de participación en la planificación y resolución de los problemas. Bastaba con que pudieran ofrecer su opinión desde lugares destacados y contar con los recursos necesarios para ello. Es decir, poder ejercer como "expertos".

Fue así como el aparente necesario alto nivel de pericia técnica para el desarrollo social fue aceptado tanto por los gobiernos liberales como por los comunistas.6 Lo mismo ocurrió con la población civil norteamericana, pues -y a pesar de que en principio esta tecnocracia renovada entraría en conflicto con el modelo liberal, una vez generalizada la creencia en la ciencia y la tecnología como elementos clave en la mejora social (y admitido también el alto nivel de complejidad del desarrollo de los sistemas técnicos para tal fin) fue fácil que el voto popular delegara las decisiones reales -aquellas que establecerán el mejor medio técnico para satisfacer los deseos sociales- también en expertos (Winner, 1977: 148-171). De hecho, ni siquiera supone algo muy alejado del espíritu democrático norteamericano (en muchos aspectos altamente meritocrático) si pensamos que, según el funcionamiento de la comunidad científica, cualquier ciudadano podría aspirar al prestigio científico (Varsavsky, 1969).

Por lo tanto, esta tecnocracia renovada va más allá de los individuos y se desmarca de la clásica imagen del filósofo-rey. Es, en cambio, el espíritu mismo del modelo lineal de innovación que se extendió al conjunto de la sociedad con la extensión misma de la tecnología. Es tecnocracia en un nuevo sentido, en el descrito por Winner: la unión del imperativo tecnológico, según el cual las condiciones de operabilidad de las tecnologías (que extendemos a los sistema científicos) exigen la reestructuración de sus entornos, y la adaptación inversa, según la cual introducimos medios tecnológicos para conseguir unos fines teóricos que finalmente se ven transformados por los medios al adaptarse a ellos (Winner, 1977) o al convertirse directamente en los propios fines (Sanmartín 1990b). Por supuesto, la escala social de estas transformaciones y la definición de objetivos pasó primero por lo que parece la eterna buena estrella del conocimiento y su aplicación: su eficacia le ha hecho ser fácilmente identificable con necesidades públicas. De ahí que todo lo que pudiera técnicamente hacerse habría que hacerlo (Sanmartín, 1990a). Y no sólo cuando nos referimos a la elaboración de artefactos, sino también cuando hablamos de la toma de decisiones y la práctica de las distintas 'culturas'.

Este fue el paradigma cientificista que se extendió desde la práctica científica a la económica y, de ahí, a la política. Aquel que a lo largo de todo el siglo veinte unos llamaron 'razón instrumental' y otros 'pensar técnico', o con tantos otros referentes. Los mismos autores que -aunque no con estas misma palabras- vieron el peligro del progreso tecnológico contemporáneo y su triunfo social precisamente en las consecuencias ideológicas que se derivaban de entender la tecnología como ciencia aplicada y la ciencia al modo positivista. Por un lado, la ciencia se había apropiado de la connotación que durante toda nuestra historia había ido aparejada a la técnica: dadora al ser humano de autonomía y control frente la dictadura de las fuerzas naturales. Por otro, se extendieron a la tecnología los valores idealistas, de la ciencia definida como corpus teórico-metodológico, consagrados en la Modernidad.

En resumen, con la puesta en marcha de las políticas I+D en los años cincuenta, bajo los mismos parámetros que la anterior apropiación industrial de la ciencia, se asentó definitivamente la confianza política en la posibilidad de precisar el porvenir de los procesos y con ello de controlar las consecuencias del desarrollo científico-tecnológico a través de la programación. Se dio así la consumación de una sociedad postindustrial que, como la nueva tecnocracia misma, trascendió los bloques capitalista y comunista (Winner, 1977; Bell, 1973). Una sociedad estratificada en torno a una nueva meritocracía, de una economía de servicios y donde el ethos político general es comunal «en la medida que se definen metas y prioridades sociales y hay un sistema nacional dirigido a la realización de tales metas» (Bell, 1973: 554 y ss.). Un sistema gubernamental que, como el económico, había pasado a basarse en el conocimiento.

La puesta en marcha de las políticas de desarrollo por la ciencia

Los estudios de Amílcar Herrera, cuyos objetivos fundamentales fueron el análisis de las causas que hicieron de Latinoamérica una región en vías de desarrollo frente a los denominados países desarrollados, nos ayudan a comprender los pasos necesarios para el establecimiento de una auténtica política científica. En concreto, las medidas que tradujeron al plano político esta forma tecnocrática de apropiación social de la ciencia. La misma que dio a Estados Unidos y la URSS el estatuto de potencias mundiales tecno-científicas, militares y económicas, y que, como tales, las erigió (especialmente a Estados Unidos) como modelos a seguir por el resto de países.

El primer requisito al respecto es que los gobiernos en cuestión sean conscientes del poder de la ciencia como determinante fundamental en la transformación social. Dicha certeza y confianza ya estaban presentes, como vimos, antes de la Segunda Guerra Mundial. En esta situación, dos condiciones, al menos, se presentan así como necesarias. En primer lugar, la ciencia requiere -para poder ser efectiva como motor del progreso social y económico- tener unas condiciones de partida sociales, económicas y políticas que ella por sí misma no puede proporcionarse (Herrera, 1971). Seguir el modelo lineal de innovación y con él los Mitos I+D fue entonces parte de dicho esfuerzo. En segundo lugar, una política científica debe orientar directa o indirectamente la ciencia a los problemas o necesidades locales (ya sean éstas militares, económicas, o simplemente de prestigio). Es decir, es necesario el establecimiento de objetivos y medios para llevar éstos a cabo. En este momento las instituciones científicas de servicio público están llamadas a jugar un papel determinante (y así las destacaba el Informe Bush), dado que se presentan como la infraestructura necesaria para el desarrollo de las actividades científicas y tecnológicas (Spaey, 1970: 65). Según lo visto, tanto en el caso americano como en el soviético, esta situación se dio especialmente en relación a la mejora de la industria. Así, la estrategia de crecimiento económico en esta primera fase coincide con el desarrollo de dicha infraestructura tecno-científica. En este proceso surge el inicio mismo de la política científica:

a) La determinación, en orden prioridad, de los problemas y las necesidades del país de acuerdo con la estrategia de desarrollo nacional.
b) La formulación de estas necesidades de orden económico y social en términos técnicos, transformando lo problemas en objetivos concretos de investigación.
c) La implementación de los resultados de esa investigación incorporándolos al sistema económico activo. (Herrera, 1971:113-114)

En este camino la esfera política se ha hecho también consciente de la necesidad de considerar a la ciencia no ya sólo como un medio sino como un fin en sí mismo que hay que apoyar y defender públicamente. Ese será precisamente el momento en el que surge lo que Herrera ha denominado 'política científica explícita': el mecanismo político de promoción científica que incluye desde los discursos públicos de exaltación del sistema ciencia y tecnología, pasando por la creación de instituciones y organismos, hasta la elaboración de medidas legislativas para el fomento y planificación de la investigación científica.

Las instituciones públicas se encargarán así de velar por las condiciones que hacen necesarias el progreso de la propia ciencia y la tecnología. Pero para ello será igualmente necesaria la atención a otros sectores sociales. Por ejemplo, y tal y como se reflejaba en el Informe Bush, seguirá siendo importante la promoción de la investigación privada, es decir, que la producción de conocimiento científico se lleve a cabo también en las industrias y no sólo en los centros de investigación o universidades. También será fundamental llevar a cabo una política educativa acorde con sus necesidades. O lo que es lo mismo, será fundamental formar a la población en ciencia y tecnología, por un lado generando capital intelectual y, por otro, para que la sociedad pueda asimilar y aprovechar lo que la ciencia puede ofrecer. De ahí que se genere igualmente una 'política científica implícita' que siempre está funcionando y que surge de las orientaciones predominantes del resto de las preocupaciones gubernamentales: las políticas económicas, industriales, educativas, etc. (Herrera, 1971)

A partir de los años cincuenta quedó claro que, como expresó Vannevar Bush, la ciencia tenía que ser un asunto del gobierno. Así, sobre todo en Estados Unidos, la política científica explícita y la política científica implícita fueron de la mano. Se tuvieron claros los objetivos ideológicos y las necesidades materiales que el logro de aquellos requería. De esta manera, e independientemente de que los objetivos y preocupaciones gubernamentales se redujeran en principio a contextos económicos y bélicos, la cuestión importante es que el modelo ideológico que funcionó a la fase de la gestión pública se preocupó por todo el proceso de producción del conocimiento impulsando fundamentalmente la investigación básica.

Lo importante de los Mitos I+D es a qué objetivos sirven y cómo afectan a la sociedad y no sólo si son verdaderos o falsos. Más allá de que éstos fueran modelos ideales que según Sarewitz no solucionaron los problemas sociales tal y como prometían, hay que tener en cuenta que en el modelo lineal de innovación que está subyaciendo se partía del supuesto de que el bienestar social sería el resultado automático del proceso I+D. Pero los objetivos eran otros y así se explicitó en el Informe Bush: militares, económicos y de prestigio. Y en este sentido, la política explícita y la política implícita del Gobierno estadounidense estaban acompasadas, sólo habría que pensar, por ejemplo, en las mejoras sociales del New Deal, medida que posibilitó la existencia de una masa de consumidores que pudieran mantener la expansión de la creciente industria nacional. Con esta y otras medidas fue con las que Estados Unidos mejoró lo suficiente sus infraestructuras, su legislación, etc. en vistas a un desarrollo científico-tecnológico que les llevó a mantener el liderazgo conseguido tras la Segunda Guerra Mundial.

La evolución política

Tras la Segunda Guerra Mundial empezaron a ser efectivas las políticas I+D en la mayoría de los países industrializados. Salvando las diferencias locales (por supuesto económicas pero también políticas) -entre los estados más intervencionistas en asuntos económicos (como Francia o Japón) y los menos activos en este aspecto (aquellos que, salvo por iniciativas estratégicas miliares, practicaban un dejar hacer al mercado), como el caso de Estados Unidos-, en los países más desarrollados se siguieron una serie de procesos generales que coincidieron también con la entrada en una segunda fase de industrialización:

a. La investigación tecnológica se convierte en objetivo primordial de las industrias basadas en ciencia. La investigación básica en física y química es parte fundamental de sus procesos de innovación y se constituye como el objeto de un gran despliegue de actividades y recursos I+D
b. Por un lado, el Gobierno asume una importante porción del coste de investigación científico-tecnológica con sus grandes programas nacionales. Por otro lado, surge una estrecha colaboración con las industrias en materia de investigación, en la que es el gobierno quien corre con los riesgos de la innovación a través de su apoyo con un constante y abundante flujo de financiación (ya fuera a través de contratos de investigación o constituyéndose como principal demandante de los resultados)
c. Las universidades pasan a ocupar un lugar crucial. Por un lado son partes ejecutoras de los programas nacionales de investigación, por otro adquiere la extensión y control que conlleva ser el lugar donde se forma el capital humano para las nuevas demandas de la sociedad en general.
d. En economía decrece la importancia relativa de la agricultura y de sus industrias de base -ambas parte importante de la estrategia de crecimiento en la primera fase industrial.
e. La financiaci ón estatal se extiende desde el ámbito industrial y de defensa nacional hacia todos los sectores de la vida pública. Surge así también la "previsión tecnológica" basada en la generalización de la aplicación de la ciencia al desarrollo, y se establecen métodos administrativos de planificación de la innovación. (Adaptado de Spaey, 1970: 60)

En general, el periodo de ciencia gubernamental se desarrollo en toda su plenitud hasta finales de los años sesenta. Con Estados Unidos y la Unión Soviética a la cabeza, la inversión pública en I+D no paró de incrementarse. Durante estas décadas la inversión en ciencia básica fue la más favorecida frente a la tecnología, acorde con la inicial asunción acrítica del modelo lineal de innovación. Aunque hasta el lanzamiento del Sputnik (1957) se puede decir que las únicas áreas de investigación destacadas fueron las que podían incluirse en programas militares, de salud y energéticos. Será tras el lanzamiento del satélite soviético en el que se afianzará y ampliará el modelo de política científica. Con el comienzo de la carrera espacial no sólo se respondía a intereses sociales "sectoriales" como el militar (pues en aquellos años ni siquiera eran imaginables los beneficios económicos que acarrearía la conquista tecnológica del espacio), sino que se unieron las motivaciones bélicas y de prestigio -que además compartían la mayoría de los ciudadanos (entusiastas por una ciencia y una tecnología que había mejorado considerablemente sus vidas)- con las motivaciones psicológicas e epistemológicas de los científicos (Spaey, 1970; Elzinga y Jamison, 1995; Smith, 1990).

En los primeros años de la década de los sesenta, bajo este espíritu político de apoyo y confianza en la ciencia básica, surgen los primeros informes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ODCE), los cuales se erigen como los "manuales" estratégicos a seguir por una buena y eficaz política científica (resultado, por tanto, de otro importante caso de estandarización internacional, esta vez relativa a una conformidad metodológica de las propias políticas científicas). Todavía se crean nuevos Consejos Asesores en Estados Unidos y otros países de Europa e, incluso, esos primeros años fueron también el inicio de las tentativas en el mismo sentido dentro de las Naciones Unidas, con la creación en 1965 de Comité de Asesoramiento sobre la Aplicación de la Ciencia y Tecnología al Desarrollo.

Pero esta década es más bien recordada por los especialistas como aquella en la que comienza lo que generalmente se suele entender como el periodo de crisis del primer contrato social para la ciencia. Sobre todo en relación con el último eslabón del modelo lineal -la sociedad civil-, será que los especialistas destaquen como a finales de los sesenta empezó un periodo de degeneración del compromiso político por la ciencia, acentuada especialmente en la Administración Nixon (1968-1974). Pero este momento político denominado entonces y exageradamente por algunos profesionales como 'anticientífico', lejos de reducirse a su causa social, estaba determinado también por otras circunstancias.

En general se habían empezado hacer patentes algunas de las incongruencias consecuentes de un modelo lineal simplista y, en todo caso, ingenuo. En lo que tiene que ver a la dinámica interna de la 'cultura científica' se empieza a poner en duda el ideal mismo de racionalidad que definía por entonces a la ciencia siguiendo el canon del empirismo lógico. No obstante a estos debates teóricos entre los filósofos y sociólogos de la ciencia, más relevantes para la esfera política se tornaron los dilemas surgidos en varias de las dimensiones externas que concernían al sistema de inversión pública en investigación básica -aunque, en todo caso, repercutían internamente en la comunidad científica y en su trabajo.

Por un lado, una de las limitaciones que se le presentaba sin duda al gobierno (y a la ciencia misma) -resultante en una paradoja al Mito del beneficio infinito defendido- era la imposibilidad de seguir invirtiendo de forma proporcional a la 'contemporaneidad de la ciencia' (Solla Price, 1963). Además, y acorde con el mito de la investigación sin trabas, como no era posible juzgar el último valor para la sociedad de ninguna línea particular de investigación o aún de conjeturar acerca del tipo de contribución más probable de éstas, el acercamiento más esperado de la política a la ciencia era el de dividir los fondos entre los mejores investigadores de las distintas disciplinas. El dinero, los recursos materiales y humanos no son infinitos. Las circunstancias políticas y económicas funcionan sin duda como fuerzas y restricciones en la investigación (Sarewitz, 1996), desembocando en una suerte de selección natural entre las líneas de actuación científica (Varsavsky, 1969). A su vez e inevitablemente (tal y como muestra el caso de la física durante la Guerra Fría), las disciplinas que atraen la mayor cantidad de financiación son también las que tienen el mayor peso político y económico, dándose una nueva dimensión del Efecto Mateo. Ante este panorama, tanto científicos como administradores empiezan a debatir sobre la necesidad de escoger entre líneas de investigación prioritarias y sobre los criterios internos que han de tenerse en cuenta para hacerlo.7 Ya en los años sesenta, por tanto, había crecido la preocupación de los científicos por la emergencia de una ciencia o bien postacadémica (Ziman, 1998) o bien cómplice de proyectos bélicos, a la vez que salían a la luz estudios como el de Solla Price acerca del crecimiento de la ciencia.

Por otro lado, los propios inversores en ciencia empezaron a dudar de la determinación automática de la fórmula establecida por el modelo lineal de innovación en relación al incremento de la economía. Por entonces el Departamento de Defensa de Estados Unidos elaboró el Informe Hindsight (1966) en el que se dudaba del determinante científico-tecnológico en todo el proceso de innovación mientras que, por otro lado y como solución, se resaltaba el componente economicista, es decir, entendiendo la innovación más en términos económicos que científicos (Smith, 1990: 75).8 Ya en 1962 el Presidente Kennedy había recibido el Informe Technology and Economic Prosperity (realizado por la Oficina de Ciencia y Tecnología) donde se reflexionaba sobre las posibles consecuencias negativas a largo plazo para la competitividad económica mundial que podía acarrear la poca atención gubernamental por el sector industrial de aquellos años. A la duda planteada por el Informe Hindsight, se unía el hecho visible de que la innovación industrial, de la que dependía finalmente el crecimiento económico, no había necesitado del apoyo de una política pública explícita.

En fin, por un lado, se incrementaba un "mercado de investigación postacadémica", y por otro lado, el sector privado demandaba la desmonopolización gubernamental del proceso de innovación. Las medidas que se tomaron desde Kennedy hasta Nixon (y aún después), con la intención de corregir estos conflictos, se tradujeron -aunque con diferencias en la estrategia- en un incremento de colaboración y apoyo al desarrollo de tecnologías civiles, y una consecuente reducción de apoyo a las universidades y de atención a los científicos (que indudablemente alcanzó su punto más álgido con Nixon). El proceso, iniciado activamente ya con Johnson (1963-1968), consistió en términos generales en un incremento de la facilidad de transferencia de científicos e ingenieros y de conocimientos científico-técnicos desde la investigación gubernamental (incluidas las universidades) al sector industrial, a través de proyectos tecnológicos concretos y contratos mercantiles. Fue con él, por tanto, con quien para 1965 había ya decrecido considerablemente la inversión en I+D militar, lo que afecto a la investigación básica en física, matemáticas y otras ciencias que hasta entonces había recibido toda la atención (lo que, en opinión de autores como Javier Echeverría, supuso el final de la Big Science). Los mismos años en los que la fórmula 'investigación básica' empiezó a ser paulatinamente sustituida por la de 'investigación estratégica' (Jamison y Elzinga, 1995).

La Administración Nixon fue heredera, entonces, de las mismas críticas: por un lado, desde la comunidad científica, que con él -además de la continuación en la reducción económica- vio definitivamente reducido su papel político; por otro lado, las quejas desde la industria a un sistema que, de un lado, era aún demasiado intervencionista y, de otro, había incrementado la regulación en cuestiones de salud y seguridad; y, por último, el descontento creciente desde la propia esfera política acerca de un gobierno que promovía y subvencionaba el desarrollo tecnológico en el sector privado. Todo esto, efectivamente, en el contexto de los movimientos contraculturales, antibelicosos y ecologistas que afectarían para siempre la visión entusiasta del público sobre la ciencia y la tecnología.

Si bien es cierto que Nixon llegó a disolver el Consejo asesor en ciencia (Science Advisory Committee) también es cierto que se siguió invirtiendo en investigación básica, sólo que en proyectos que tenían una mayor conexión con problemas sociales. Así fue como se incentivó aún más, por ejemplo, la investigación (también a gran escala) en todo aquello relacionado con la salud (cuyo ejemplo sobresaliente entonces fue la 'guerra contra el cancer' de finales de los sesenta y principios de los setenta). No fue, por tanto, el final del contrato público con la ciencia, sino, más bien, un gran golpe para la visión positivista de la ciencia y la tecnología base de aquel primer acuerdo.

Con Ford (1974-1976) se reestableció el sistema de asesoramiento científico, pero también se incrementaron algunos de los proyectos de su predecesor en materia de tecnología civil. Fue con Carter (1977-1980) con quien empiezan a tomarse las medidas que paliaron definitivamente aquellas críticas y con quien finalmente se fraguó una reforma en las cláusulas del primer pacto entre ciencia y poder. Los cambios en el sistema de patentes y en el de impuestos estatales (concediendo beneficios fiscales a las empresas que invirtieran en I+D, por ejemplo) destacan de entre las medidas que dieron lugar al nuevo contrato social para la ciencia que, ya en la década de los ochenta, estableció el final del periodo de 'ciencia gubernamental' y abrió las puertas a la 'tecnociencia' (Echeverría, 2003).

En realidad, la financiación I+D gubernamental, vista como un todo, no dejó de incrementarse. Pero hay que destacar, sin duda, el considerable aumento de la inversión privada que igualó a la pública a principios de los ochenta.9 Había surgido, entonces, un relevo en la labor como benefactor de la ciencia y la tecnología. Esta nueva dimensión de la financiación privada supone un matiz constituyente en la aparición definitiva de las políticas para la innovación del que la URSS ya no se pudo aprovechar por falta de cobertura empresarial y su situación político-ideológica. En cambio, el resto del mundo capitalista dio el salto. Con el tiempo también en Canadá, Europa y Japón se desarrollaron política I+D+i.

Al mismo tiempo este viraje en la política científica reconciliaba de nuevo (con sus más y sus menos) al gobierno, la industria y la academia: por un lado se permitió una mayor influencia burocrática en la gestión procedimental de los contratos y proyectos, de la propia investigación científica-tecnológica, etc.; por otro lado, las nuevas políticas públicas I+D+i resultantes requerían igualmente de expertos consejeros y evaluadores; y, finalmente, las nuevas alianzas entre industria e universidades reimpulsaron de nuevo la investigación básica (Elzinga y Jamison, 1995).

Finalmente con la era Reagan (1981-1988) se vieron consolidadas estas tendencias. Aunque, como nos cuenta Greenberg, cuando Reagan llegó al poder su intención fue similar a la de Nixon. En su primera legislatura se anunció la intención de reducir el apoyo público a la investigación. Pero "Reagan, como Nixon, no pudo desenredar a la moderna América de su

confianza en la Ciencia y la Tecnología y la necesidad del generoso apoyo inherente a esa confianza" (Greenberg, 2001: 72. Traducción nuestra). De su concesión a la investigación científica durante los primeros años de mandato (7,1 billones de dólares) se pasó antes de la segunda legislatura a 11,7 billones. El Proyecto de Iniciativa de Defensa Estratégica, la estación espacial, el superconductor Super Collier y el Proyecto Genoma Humano nacieron de ese posterior entusiasmo en Reagan. Incluso la pequeña ciencia creció a su auspicio. Pero igual o más importante fue su dejar hacer al sector empresarial en materia de ciencia y tecnología (tanto en lo que concierne a su dinámica en el mercado como en lo que supuso para ésta el relajo de las medidas de regulación y control en materia científico-tecnológica).

La financiación de la ciencia básica declinó considerablemente, de nuevo, una década después de la Guerra Fría, a causa de un cambio en las motivaciones gubernamentales: competencia industrial, el medioambiente y especialmente (con una aceleración de crecimiento que le separó del resto) la investigación médica (Elzinga y Jamison, 1995; Greenberg, 2001). En todo caso, a pesar de las casi siempre tensas relaciones entre la gran ciencia y el Congreso norteamericano (desde finales de los sesenta, cuando además se había extendido a la política el sentimiento de culpabilidad por el proyecto Manhattan), éste siempre ha mantenido algún macroproyecto. Por ejemplo, en 1993 el Super Collier dejó de recibir apoyo económico gubernamental, pero la Estación Espacial Internacional sigue siendo una línea de investigación y desarrollo directamente subvencionada por el Congreso, el cual, a pesar de considerarlo un proyecto de valor científico-técnico marginal (pues la ciencia básica ya no parece ser un valor en sí mismo para el gobierno), está a la espera de sus posibilidades industriales (Greenberg, 2001).

A vueltas con el contexto tecnoeconómico

Paralelamente al cambio de agendas políticas que hemos estado repasando, y antes de la consumación de la reforma del contrato político para la ciencia, algo se había estado gestando en uno de los eslabones del modelo secuencial. Como había ocurrido desde finales del siglo diecinueve -tras una revolución científico-tecnológica y de un periodo de crecimiento industrial acelerado-, se produjo un cambio teórico-práctico en el ámbito empresarial. De nuevo, la cultura económica se presenta como la más rápida en reflexionar y tratar de adaptarse a los cambios técnicos para sacarles el mayor beneficio posible o para sobrevivir a las crisis. Este cambio en la comprehensión económica del fenómeno tecnológico, junto con la nueva revolución tecnológica que había empezado a dibujarse en los años setenta, contribuyeron sobremanera al cambio de la sociedad postindustrial por la 'sociedad red' que se consuma en la década de los noventa. Veámoslo más detenidamente.

En los años setenta el mercado americano se vio invadido por productos provenientes de nuevos países industrializados, de Europa y, destacando sobre el resto, de Japón (Smith, 1990). Por un lado, la beneficiosa interpretación keynesiana del mercado había llegado a sus límites (Castells, 1998), por otro lado, el invertir más dinero en ciencia básica no aseguraba la conquista del mercado. Fue la reflexión económica sobre las dinámicas de producción la que, una vez más, no sólo aportó una nueva interpretación del fenómeno económico sino del cambio tecnológico mismo frente a las visiones neoclásica, keynesiana e, incluso, marxista -altamente racionalistas y compatibles con el modelo lineal de innovación.

Un supuesto ingenuo de este modelo lineal, como hemos visto, era el de suponer que las innovaciones se producirían naturalmente siempre que fueran técnicamente posibles y socialmente beneficiosas. Siguiendo este funcionalismo y concepción simplista no sólo se obviaba que los beneficios individuales (en este caso económicos) y los sociales generalmente distan de ser los mismos, sino que, incluso, surgían prácticas empresariales imposibles de explicar desde tal paradigma: cuando, por un lado, el mercado podía paralizar el propio progreso científico-tecnológico (por ejemplo, con el sistema de patentes) o cuando la demanda obstaculizaba las ganancias (por ejemplo, con el crecimiento de expectativas acerca de versiones mejoradas de las nuevas innovaciones).

Si añadimos a estas circunstancias contradictorias que el propio progreso científico es incierto (como se reconocía en los Mitos I+D) justificar racionalmente la inversión en investigación básica se convierte en una tarea difícil para el sector empresarial (Elster, 1983). Pues, si las ganancias empresariales se definen mediante causas exógenas -y, especialmente, independientes del componente científico-tecnológico-, nos lleva a tratar el papel de su desarrollo comercial en términos de la incertidumbre empresarial de saber cuánto ha de invertirse en innovación. Poco parece tener que ver este nuevo panorama con la visión determinista del modelo lineal. De hecho, lleva a la propia exclusión del crecimiento científico-tecnológico del proceso económico, tal y como pone de relieve Elster. En conclusión, la alta incertidumbre -no ya sólo respecto de las posibilidades técnicas de la innovación, sino más fundamentalmente en las propias estrategias empresariales- nos haría pensar que los empresarios actúan racionalmente en base a creencias arbitrarias, ¿por qué no pensar, entonces, que actúan arbitrariamente según las circunstancias y los intereses particulares?

Esta fue la interpretación del economista Joseph Schumpeter, el primer teórico en establecer la innovación como el principal elemento del cambio y progreso económico pero entendiendo ésta en un sentido nuevo. Con él, por un lado, se cambio la explicación de la conducta empresarial que existía hasta entonces: la de un dirigente que arriesga y tomas decisiones basadas en cálculos racionales sobre la relación costo-beneficio. Frente a este modelo secuencial y unidireccional del proceso innovador, para Schumpeter crecimiento económico y ciclo de producción estaban inseparablemente unidos, siendo la innovación -según su obra Teoría del desenvolvimiento económico de 1912- la causa de los nuevos ciclos. Así, con cada innovación exitosa se abre una especie de paradigma tecnoeconómico, el cual cambiará con la introducción de una nueva innovación y, con ella, de un nuevo ciclo.

La conclusión fundamental, por tanto, es dejar de ver conflictivamente el modelo de cambio económico fructuario y el de progreso económico (concebido tradicionalmente como crecimiento lineal) y entender el progreso mismo como fluctuación cíclica. Con ello, además, se amplió la definición de innovación, que pasó a abarcar desde la producción hasta la difusión, dando cuenta, incluso, del cambio institucional y organizacional y no sólo del cambio tecnológico, con lo que puso las bases para las definiciones más actuales.

Fue especialmente en los años ochenta cuando se recogieron las teorías de Joseph Schumpeter (Sarewitz et al., 2004) quien podía contribuir a la renovación del capitalismo manteniéndolo como el mejor modelo económico, ahora no por su rentabilidad y racionalidad, sino por su dinamismo. Se extiende el reconocimiento, entonces, de la alta incertidumbre e "irracionalidad" del proceso innovador y, con ello, del alto nivel de riesgo potencial de la competencia en el mercado. Para los economistas este será el contexto en el que, a partir de esos años, hay que empezar a entender la inversión en investigación, desarrollo y formación científico-tecnológica: «si los empresarios sólo pueden beneficiarse innovando, presionarán para socializar estos costos a través de la asignación de recursos fiscales a la investigación y a la formación de recursos humanos (Yarza, 2004:198).

A nivel microempresarial se empezaron, entonces, a poner en práctica los llamados modelos interactivos de innovación, más acordes además con los nuevos modos de producción tecno-científicos. Para la década de los noventa esta visión más sensible con la totalidad del proceso innovador y atenta a la interdependencia de sus partes se extiende a las dinámicas político-económicas globales. Acorde también con las nuevas características de la sociedad de la información, la lógica de la producción del conocimiento propia de la sociedad postindustrial se desliga de su base nacional -aunque las compañías basadas en los sectores económicos al alza necesiten igualmente de un apoyo gubernamental esencial (en materia de infraestructura y recursos humanos altamente cualificados). La 'economía global informacional' comienza así a sustituir a la 'economía mundial postindustrial', según los términos de Manuel Castells.

La nueva economía surgió en un momento dado, los años noventa, en un espacio dado, los Estados Unidos, y en torno a/a partir de determinadas industrias, principalmente la tecnología informacional y las finanzas, apareciendo en el horizonte la biotecnología. Fue a finales de los años noventa cuando las semillas de la revolución de la tecnología informacional, implantadas en los años setenta, parecieron fructiferar en una oleada de nuevos procesos y productos, espoleando el crecimiento de la productividad y estimulando la competencia económica. (Castells, 1996: 185)

De hecho, en este contexto global es el que se hace aún más obvia la importancia del cambio conceptual que supone esta nueva definición de innovación. Ésta ha dejado de ser entendida como generadora o introductora de cambios por sus características intrínsecas para pasar a ser entendida como un proceso en el cual será la difusión, como último estadio del proceso innovador, la que producirá y determinará el tipo de cambios sociales. Con ello se está abandonando también la manera en la que tradicionalmente se entendía e implementaba la transferencia de tecnologías, basada también en la idea clásica de progreso y el modelo lineal (véase Durbin, 1996). De ahí que, frente a las anteriores estrategias de las compañías multinacionales, éstas optarán por descentralizarse y ser semiautónomas, generando alianzas con pequeñas empresas y centros de investigación locales, asimilando así los valores y necesidades de los lugares de implantación.

No fue, tampoco, hasta la última década del pasado siglo que la retórica política adoptó las categorías de Schumpeter y puso en cuestión explícitamente el modelo lineal de innovación. Ya en los años setenta la político británica Shirley Williams publicaba en The Times "la fiesta ha terminado para los científicos" (for scientists, the party's over), haciéndose eco del creciente malestar de diversos sectores sociales y políticos respecto de la ciencia y la tecnología (López Cerezo, 2003). En un momento de crisis económica y social, los científicos debían empezar a rendir cuentas sobre el dinero invertido en ellos. La práctica del "cheque el blanco" propia del mito del beneficio infinito llegaba aparentemente a su fin. Pero fue con uno de los discursos electorales de Bill Clinton que se anunció públicamente el abandono del modelo lineal de innovación. En él el Informe Bush se citaba de nuevo, esta vez para marcar la diferencia entre lo que había sido una política científica (que si bien les había llevado al éxito) y la política tecnológica que se debía implementar entonces si lo que se quería era mantener el liderazgo. Cuando Clinton dijo aquellas palabras dejó claro que algo tenía que cambiar si se había hecho obvio que otros países estaban sacando provecho de la destreza americana (Greenberg, 2001), países que, como Japón, triunfaban en el mercado internacional sin haber seguido el modelo lineal de innovación.

Políticas para la innovación: el caso de Japón

En los últimos estadios del crecimiento económico, acorde con la segunda fase de industrialización, toman especial relevancia para el mantenimiento del crecimiento económico: el crecimiento como resultado de la innovación tecnológica y su difusión, y el crecimiento por innovación tecnológica original (Spaey, 1970). Para que surja un nuevo ciclo de crecimiento económico no es suficiente la acumulación de conocimientos y el crecimiento de las estructuras de producción. Tras la primera fase de desarrollo tecnológico, el imperativo tecnológico de llevar a cabo todo lo que es posible deja de ser el motor del progreso económico. El campo de lo posible es demasiado amplio, por lo que el progreso en los conocimientos y la preparación técnica de los actores implicados han de enfocarse en base a la reflexión sobre la utilización óptima de los recursos y a la selección entre las posibilidades que surgen de imaginar posibles nuevos productos u otros medios para producir los mismos (Piganiol, 1976; Spaey, 1970). En un primer momento, será necesario innovar sobre lo ya existente, sea propio o ajeno. Aunque, en un segundo momento, será siempre importante para mantener el crecimiento económico generar innovación propia. De hecho, es necesario cierto grado de innovación original, no sólo para satisfacer localmente las necesidades tanto económicas, técnicas y sociales -tal y como destacaba Amílcar Herrera-, sino, incluso, para optimizar el potencial de la innovación ajena.

Con la crisis de los setenta se inicia, tal y como hemos visto, un proceso generalizado de tanteo de cambios tanto políticos como empresariales en las que la tendencia general hasta los años noventa respondió a una desregulación y privatización de la investigación científica y desarrollo tecnológico. En este camino, por un lado, «la innovación tecnológica y el cambio organizativo, centrados en la flexibilidad y la adaptabilidad, fueron absolutamente cruciales para determinar la velocidad y eficacia de la reestructuración», por otro, el 'informacionalismo' estuvo ligado al rejuvenecimiento de un capitalismo que se expandió al resto del mundo desarrollado (Castells, 1998: 49), aunque no de idéntica manera.

En 1988 se firmaba en Toronto el US-Japanese Science and Technology Agreement (S&TA). Formalmente fue un acuerdo de cooperación entre sus respectivas comunidades científicas, pero de hecho fue el resultado de las negociaciones entre un país que había perdido su destacado liderazgo económico en los sectores económicos basados en ciencia y tecnología durante la década anterior y su, ahora, mayor competidor a nivel internacional en este sector. Estados Unidos se vio amenazado por la política científico-tecnológica japonesa la cual, según ellos, era "deshonesta" en varios sentidos: por un lado, existía un gran número de estudiantes japoneses formados en las universidades y laboratorios americanos, y no a la inversa; por otro lado, estaba el hecho de una considerable menor inversión de Japón en investigación básica; y, por último, era obvia la práctica japonesa de apropiación de información científica y tecnológica sin atender a la propiedad intelectual (Ancarani, 1995).

Efectivamente, Japón parecía estar obteniendo beneficios a costa de la política científica aperturista estadounidense, pero existen otros hechos significativos a tener en cuenta al referirnos al éxito japonés, lo cuales, además, no se correspondían con la lógica del modelo lineal de innovación defendida por los norteamericanos tanto en sus críticas como su propia práctica.

A pesar de que Estados Unidos seguía siendo, en términos absolutos, el mayor mecenas de la I+D civil, el número de patentes registradas por americanos decreció en un 38% entre 1970 y 1982 mientras que las recogidas por inventores extranjeros se duplicó. Además, Japón generaba ya en los años setenta más ingenieros que Estados Unidos (Smith, 1990). El "milagro japonés" debía, por tanto, residir en algo más que en la apropiación ilícita de cultura científica y desarrollo tecnológico. Existían otros factores distintivos entre ambos competidores. Entre los años setenta y ochenta el 80% de los fondos dedicados en Japón a investigación provenían de las industrias, mientras que en Estados Unidos por las mismas fechas el gobierno subvencionaba aproximadamente la mitad de la I+D, de la cual el mayor porcentaje estaba dedicado a defensa. De hecho, el cincuenta por ciento de los científicos e ingenieros americanos trabajaban en proyectos militares. En cambio, la estrategia económica japonesa había centrado su crecimiento en la producción de bienes más acordes con el desarrollo tecnológico-industrial del momento, respondiendo, al mismo tiempo, a sus necesidades locales de rápido desarrollo:

Los niveles de productividad japoneses para 1979, por ejemplo, eran un 108 por ciento mayores que aquellos de Estados Unidos en acero, un 11 por ciento en maquinaria general, 19 por ciento en maquinaria eléctrica, 24 por ciento en vehículos de motor, y un 34 por ciento en maquinaria de precisión y equipamiento. Hay una clara correlación entre estos incrementos y el éxito japonés en penetrar en los mercados nacionales americanos (Smith, 1990:104. Traducción nuestra)

En 1977 la difusión japonesa de productos I+D al mercado exterior había pasado del 5% al 14%, mientras que la norteamericana había decrecido del 31% al 21%. En todo caso, el éxito Japonés no residió tampoco únicamente en su rápida adaptación a la economía mundial y de su mayor financiación privada en innovación, sino en que éstos mismos resultaban de la puesta en práctica de un nuevo modelo de política científica explícita e implícita. Uno que intentó responder con antelación a los cambios tecnológicos y económicos que hemos estado viendo.

En mayo de 1972, el Comité de Automatización de la Asociación para el Desarrollo de la Información de Japón se había publicado el informe Perspectivas de la sociedad de la información. En él se describían una serie de objetivos a largo plazo (a cumplir para el 2000) con los que se conseguiría un nuevo tipo de economía y sociedad basadas en la automatización de las mismas. Primero, y según la retórica del informe, se buscaba encarar los crecientes problemas derivados de la industrialización (tanto económicos, sociales como medioambientales) y, segundo, conseguir el desarrollo pleno de la capacidad creadora de sus individuos. Para ello, se proponía intensificar el contenido intelectual de la estructura industrial mediante la "informacionalización" a través de la computacionalización.

En este plan el papel de la política pública salía reforzado, frente a las políticas de laissez-faire de países como Estados Unidos, y el sistema mixto (por "directrices" industriales, en general) que Japón tenía por entonces, pero con el intento de superar la temida burocratización del sistema bajo el impulso de un gobierno intervencionista. En este último sentido, se pretendía crear tres organismos mixtos en forma de consejos o empresas públicas: 1) un Consejo Nacional sobre la Sociedad de la Información formado por directivos de empresa, representantes sindicales, consumidores, etc.; 2) un dispositivo independiente de evaluación de la información integrado por científicos y expertos; y 3) un sistema de formación política de ciudadanos, en el que éstos pudieran, al mismo tiempo, formular propuestas relativas a las decisiones normativas locales y nacionales (véase, Okamoto 1976: 342-343). Las consignas a seguir según el informe de 1972 adelantaron, pues, los requisitos de una apropiada política de innovación tal y como ahora se entiende en los estudios especializados: apuesta por la financiación privada, propuesta de un modelo interactivo en el que se reconozcan una pluralidad de agentes y la complejidad de sus relaciones, informatización de los modos de producción y de la propia sociedad, etc. Fue así como el planteamiento japonés, de cuyo éxito para el resto del mundo fue muestra su crecimiento económico, se erigió en los años ochenta como referencia del resto de políticas científicas y económicas de los países industrializados.

En 1981 la OCDE publicaba el documento Science and Technological Policy for the 1980´s, en él se analizaban las estrategias del modelo japonés a la vez que se aportaban sugerencias para la elaboración de políticas acordes con las nuevas circunstancias. Las elementos destacados de la estrategia japonesa fueron: una política científica con un marcado carácter económico (que incluía la promoción de una estrecha colaboración entre universidad e industria), un modelo consensual de toma de decisiones que incluía a actores procedentes del gobierno, la industria y la ciencia, y la introducción de la prospección como herramienta de las políticas a la base de los dos elementos anteriores (Elzinga y Jamison, 1995). Será desde entonces que la prospectiva se definirá en términos cualitativos, frente a la 'previsión' anterior, reconociendo la incertidumbre de la innovación como construcción social y, como tal, pasando a establecer una visión global y a largo plazo fundamental para cualquier política para la innovación (Spaey, 1970; Piganiol, 1976; Elzinga y Jamison, 1995).

En la década de los noventa se afianza la sustitución de las políticas I+D por la I+D+i en los países más avanzados en los términos generales que hemos tratado hasta aquí, fuertemente influenciados por el modelo japonés. Incluso Rusia, aunque tardíamente, comenzó en 1996 un segundo periodo de política científico-tecnológica (tras el primer periodo de "política de preservación del potencial CyT") bajo la idea principal de acompañar ésta con una importante política industrial, para lo que generaron igualmente nuevas instituciones, leyes y decretos basados en una visión a largo plazo y en estrecha colaboración con el sector privado (véase Smith, 2002).

Todo ello sin perjuicio de que los cambios producidos en Estados Unidos y que se han tratado anteriormente, hayan sido determinantes para el surgimiento de la economía informacional en la que debe enmarcarse actualmente cualquier política para la innovación.

La transnacionalización de la ciencia: la Unión Europea

Hoy en día está en boga volver a hablar de la internacionalización de la ciencia (a causa de la creciente colaboración científica transnacional entre grupos de investigación, publicaciones colectivas internacionales, etc.). Pero esta dimensión científica actual no puede entenderse bajo los parámetros mertonianos que aún eran reconocibles en el primer periodo de expansión de la ciencia, tal y como lo han definido los distintos especialistas. Se debe, por tanto, precisar que no hay un proceso mayor de internacionalización sino de globalización: mediante redes asimétricas de intercambio de conocimiento cuyo dominio es en gran medida norteamericano y europeo (véase Castells, 1996: 160-163).

En todo caso, con 'transnacionalización de la ciencia' nos estamos refiriendo al último periodo definitorio de la ciencia durante el siglo veinte (tras el de ciencia militarizada o gubernamental) según la enunciación que hace Eugenio Moya y que, en general, también coincide con la situación descrita por Castells y Echeverría. Una transnacionalización de la ciencia que, surgida paralelamente a los nuevos modos de producción de conocimiento y la sociedad de la información, nos interesa respecto a su esencial relación con las políticas científicas:

Si hasta ahora, salvo raras excepciones, eran los Estados los que habían desempeñado un papel activo, en la actualidad son entidades transnacionales quienes se hacen cargo de la coordinación de la investigación tecnocientífica en aquellos sectores que necesitan fortísimas inversiones y excelente cualificación profesional. (Moya, 1998: 106)

Destacan ejemplos muy conocidos de tecnociencia entendida como colaboración científica transfronteriza (como el Proyecto Genoma Humano), o a nivel trans-estatal, como las iniciativa de colaboración liderada por la OTAN entre Estados Unidos y Rusia en materia espacial tras la caída del muro de Berlín. Pero, sin duda, esta nueva era científica es la relacionada con la nueva dimensión de política científica supranacional, cuyo ejemplo emblemático es la emprendida por la Unión Europea.10

Su fundación a mediados del siglo veinte supuso un hito en la historia política comparable a las revoluciones ilustradas y liberales. A pesar del reciente fallido intento de una Constitución europea, la verdad es que su devenir histórico puede definirse como el primer gran proyecto de unificación federal entre Estados modernos y como tal ha pretendido siempre presentarse: como una alternativa política y económica. Si bien, en su inicio definido únicamente en términos económicos (el nombre de Comunidad Económica Europea parece hoy que no haya existido nunca), no presentaba las condiciones necesarias para llevar adelante una auténtica política científica europea explícita y beneficial para todos los países integrados en ella (Spaey, 1970: 183 y ss.). De ahí que su política científica se gestara en el proceso mismo de la unión política de Europa, a la vez que se constituía ella misma como una de las partes fundamentales de la propia integración de sus miembros, de la creación y reestructuración de instituciones burocráticas y del desarrollo económico de sus distintas regiones durante los últimos años.

En este periplo la política científica de la Unión Europea ha sufrido su propia evolución. En su origen a mediados del siglo veinte se constituyó igualmente como política intervencionista bajo el modelo lineal de innovación, no en forma de política científica nacional pero sí en la promoción de determinados macroproyectos. Una de las motivaciones europeas para la cooperación internacional fue sin duda la optimización de los grandes recursos necesarios para tales proyectos de investigación. Así es que, en realidad, la política científica europea en estas primeras décadas fue más bien parte de las medidas indirectas llevadas a cabo para reforzar el proyecto económico común.

Mientras que en Estados Unidos la Big Science fue impulsada desde la estrategia militar, una vez que Europa empezó a recuperarse económicamente, lo hizo más bien desde la preocupación energética (Spaey, 1970). A pesar de las colaboraciones tempranas de la CCE con programas internacionales sobre alimentación y salud (dentro de la OMS y la FAO, por ejemplo) -ya visibles en la década de los sesenta- la política nuclear es el antecedente histórico de una política científica consciente y planificada europea. Así es como el EURATOM (cuyo origen está vinculado a la actividad de CERN creado en 1954), uno de los programas europeos que aún está presente en la agenda comunitaria, pasó de ser un instrumento industrial a uno de política energética, consolidándose finalmente como una organización de investigación en el ámbito nuclear (Menéndez Sanz, 2001).

A principios de la década de los setenta era patente la preocupación desde las instituciones europeas de fomentar una investigación en colaboración y de definir una política europea de Investigación y Desarrollo Tecnológico (IDT). En los años ochenta se había hecho patente que, a pesar de la aplicación del modelo americano, no se obtenían los mismos resultados (Escorsa Catells y Balls Pasola, 2003). La menor inversión en IDT de la Unión respecto de Estados Unidos y sobre todo la patente "brecha tecnológica" llevó a estructurar un nuevo marco de la política europea en materia de ciencia y tecnología. Además, como decía Herrera, los beneficios dependerían también de que las políticas públicas no perdieran de vista las necesidades y circunstancias regionales, pues la ciencia y la tecnología obedecen a las condiciones materiales de las mismas. Era necesaria una reorientación de la política tecnológico-industrial.

Por un lado, el liderazgo económico y científico de Estados Unidos parecía ser producto del dinero invertido en los centros de investigación y formación ya antes de la guerra, lo que hizo que las universidades, por ejemplo, se adaptaran muy rápidamente a los cambios económicos y las nuevas demandas del mercado y la investigación. Con las europeas no parecía ocurrir lo mismo. Por otro lado y como vimos, desde los años setenta se empezaba a poner en duda que, en todo caso, el cambio científico-tecnológico y económico fuera el resultado inevitable de una mayor inversión el I+D. Así, en los años ochenta se buscó un modelo más acorde con las necesidades de Europa, se acentúo la competencia con Estados Unidos y surgió el programa EUREKA como primer esfuerzo planificado de cooperación intereuropeo en materia de investigación (Jamison y Elzinga, 1995).

Primero se optó por el modelo japonés que, como vimos, consistía en un conjunto de medidas integrales que incluían educación, investigación, industria y comercio exterior planificadas a largo plazo. Poco a poco la Unión Europea desarrolló sus propias estrategias, como la financiación mediante la subsidiariedad o la ejecución de las actividades de investigación de manera indirecta. Se continúo, además, con la insistencia en la colaboración y la visión de la investigación como medio fundamental en el proceso de integración de la Unión -objetivos explícitos y recurrentes aún hoy en los textos oficiales. Desde entonces cada vez más la meta de la política IDT europea ha sido convertirse en una política para la innovación y en tal camino ha conseguido consolidarse como un modelo genuino de política científica, aunque siga las líneas generales de las políticas I+D+i: es decir, intentando favorecer -no sin problemas- el cambio de énfasis desde las políticas de oferta a políticas de innovación basadas en la difusión y la demanda. Es en este sentido en el que las directrices de la política científica comunitaria han contribuido de forma determinante y fundamental al reconocimiento por parte de los distintos gobiernos de la importancia estratégica de los procesos de producción del conocimiento para cumplir los objetivos de competitividad (Muñoz et al., 2005: 43), sea cual fuere el estado de su industrialización. Aunque para ello se haya tenido que poner en marcha, también, un auténtico "plan Marshall" para Europa, como destacan Elzinga y Jamison. Medidas explícitas e implícitas que a lo largo de más de dos décadas han hecho que la Unión Europea haya dejado de ser un bloque comercial para pasar a ser una economía unificada primero y una nueva forma de Estado después, un 'Estado red' (Castells, 1996)

La política explícita científica de la Unión Europea recoge la idea de que la financiación I+D es esencial para los Estados miembros a la vez que hace explícita la necesidad de fomento de la competitividad en las empresas -las basadas en la IDT- por ser aquello que, según los textos oficiales, genera más empleo. De nuevo este proceso de desarrollo tecnoeconómico será, según la retórica de su discurso político, la solución a otros problemas sociales y económicos comunes. Es por esto que, por ejemplo, el primer Tratado de la Unión (Consejo Europeo, 1992) impuso finalmente a sus miembros la obligación jurídica y política de apoyar el desarrollo de una política de investigación europea mediante la ejecución de programas de investigación. Así, la Comisión Europea, los Estados miembros, el Parlamento Europeo, la comunidad científica y la industria se comprometían a crear un Espacio Europeo de la Investigación (EEI).

Los Programas Marco (el primero de 1984) fueron consagrados en ese mismo Tratado como el medio para apoyar la movilidad y la coordinación requerida para hacer real el EEI. En ellos se inscriben el conjunto de medidas de financiación y promoción de la investigación mediante el cual la Europa comunitaria intenta fomentar las prioridades de su política científico-tecnológica. Los objetivos de su política científica explícita son, de forma genérica: el fortalecimiento de las bases científico-tecnológicas de la industria europea -de tal manera que puedan competir a nivel internacional-, y el promover la investigación -con la intención de que ésta sirva también de apoyo al resto de las políticas de la UE.

Para cumplir estos objetivos a corto y largo plazo la política científica establece unas líneas de interés muy concretas que se perfilan en el conjunto de prioridades temáticas puntuales de cada Programa Marco, cerrándose a

financiar aquellos proyectos que no se enmarquen directamente en tal perfil. Los entes jurídicos que pueden disfrutar de la financiación se han ido incrementando con el tiempo. En la actualidad son: grupos de investigación de universidades o centros de investigación; empresas que quieran llevar a cabo un trabajo de innovación, pequeñas o medianas empresas (PYMEs) y asociaciones de éstas,11 administraciones públicas, estudiantes (extraordinariamente), investigadores en la primera fase de su carrera (posgraduados); instituciones que gestionen una instalación de investigación de interés transnacional, y organizaciones y personas de terceros países. Finalmente, según el proceso diseñado, las propuestas a financiar por los Programas Marco son evaluadas por la Comisión Europea con la asistencia de expertos independientes, bajo el sistema de revisión "inter-pares".

Según lo visto hasta aquí, podríamos hablar de la política europea (y de las políticas I+D+i en general) como un nuevo tipo de política científica y tecnológica. Algo así como una política 'tecnocientífica'. Es decir, parece ser que se está redefiniendo también con ellas la concepción misma de práctica científico-tecnológica. Además, parece obvio que se ha asimilado el papel fundamental de la innovación en su definición actual, esto es, bajo un modelo interactivo. Los objetivos, medios y maneras de apoyo a ésta también parecen haber cambiado: la búsqueda de una investigación de alto nivel se presenta como algo más complejo e interdisciplinar, a la vez que se asume la necesidad de una masa crítica que debe aumentar constantemente, así como se acepta una más variada y mayor cantidad de agentes tecnocientíficos.

Todos estos reconocimientos, a los que podríamos añadir las líneas prioritarias de investigación relacionadas con la repercusión medioambiental y social, etc. parecerían, además, estar hablando de una política científica a la que habrían trascendido los valores ecológicos y sociales de los que nos habla Echeverría y que, siguiendo a Gibbons y Nowotny (1994), podríamos definir como más responsables socialmente, a pesar de sus claros objetivos económicos.12

En todo caso y ante todos los cambios conceptuales y en la práctica de las culturas políticas, económicas y científicas que hemos repasado hasta aquí ¿podemos hablar de un cambio en el paradigma que dominó las relaciones entre ciencia, política y sociedad durante más de la mitad del siglo veinte? Es decir, ¿se ha abandonado el modelo lineal de innovación y con ello la dimensión política de la concepción heredada de la ciencia, según la definíamos al principio de este trabajo? Para terminar, se propondrán los términos en los que, creemos, habría que discutir esta cuestión.

¿Es la ciencia un bien público?

Al rastrear Macfarlane y Harrison el origen del planteamiento japonés -el motivo de su novedosa visión global e integral de una política para la innovación y su propio éxito a través de ella-, encontraron sus raíces en un paradigma distinto al Moderno. Tal y como nos relatan, mientras que en los países occidentales los problemas técnicos que pudieran surgir se solucionaron siempre con la incorporación y el desarrollo de más maquinaria y tecnología, la estrategia japonesa (determinada por sus características ecológicas, su estructura social y su presión demográfica) se basó más bien en aplicar más pensamiento, organización social y trabajo humano (Macfarlane y Harrison, 2003: 87), convirtiendo a Japón en una cantera de genio innovador. Este origen alejado del devenir de la cultura occidental, no ha sido igualmente asimilado por las políticas para la innovación del siglo veinte. Las actuales políticas de la ciencia (al menos, la 'cultura política' y la 'cultura económica') siguen respondiendo a la concepción heredada de la ciencia y, con ella, admitiendo el modelo lineal de innovación. Pues en nuestra opinión, lo fundamental de éste no reside en el mito de la investigación sin trabas (como tantos especialistas destacan), sino en los aún presentes mito de autoridad y mito del beneficio sin fin.

Como señala Greenberg el mito de la "libertad de investigación" jugó un papel más determinante en el establecimiento de los términos políticos del contrato social para ciencia que en la práctica científica misma. Quizá sea precisamente por ello -y a pesar de su importancia para las primeras políticas científicas- que la retirada del compromiso político incondicional a la ciencia (que si bien habría supuesto un gran golpe para ella, en opinión de los miembros de la cultura científica) realmente no lo supuso de igual manera respecto del papel fundamental de la ciencia y la pericia técnica en cuestiones que conciernen al gobierno. Lo mismo que ocurrió con respecto a los términos cientificistas en los que todavía se define ese lugar aún destinado a los expertos. De ahí que los comités de asesoramiento experto sigan apareciendo en todo discurso político (Greenberg, 2001) o que no sea difícil para los científicos encontrar las excusas para defender nuevamente a la ciencia básica como elemento fundamental en el momento tecnocientífico actual (Mitcham y Frodeman, 2002).

Cuando se formularon las primeras políticas científicas, el prestigio científico-tecnológico era el principal objetivo tanto para Estados Unidos como para la URSS, pues éste sería a su vez causa y reflejo de una suprimía militar y económica. Pero, a pesar de su origen explícito en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, según lo visto, podemos decir que ha sido la cultura económica la más influyente en las relaciones entre ciencia y política a lo largo del siglo veinte. No en el sentido de haber influido directamente con sus intereses particulares sino en tanto que fue el primer caso de política de la ciencia significativa socialmente y, en tanto tal, estableció el patrón en la forma de apropiación social de la ciencia. Un primer uso de la ciencia y la tecnología a gran escala inspirado en el paradigma positivista seguido por Taylor, quien consiguió traducir a la práctica el estilo cientificista gestado teóricamente durante varios siglos. Su aportación en estos términos al crecimiento económico, y con ello al nivel de vida (que, además, siempre han sido un incentivo popular a la hora de apoyar el desarrollo científico-tecnológico), fue entonces fundamental para el propio origen político del modelo lineal, el cual otorgó finalmente también un destacado lugar a los procesos industriales en la transformación de la investigación científica en tecnología civil.

Así fue que, una vez se había extendido la creencia en la naturaleza beneficiosa de la ciencia para el desarrollo social bajo los supuestos de la concepción heredada, Vannevar Bush pudo explicar al Gobierno lo que la democracia debía hacer por ella mediante Ciencia, la frontera sin fin (Greenberg, 2001). Si bien es cierto que, desde entonces y según lo visto, las relaciones entre la 'cultura científica' y la 'cultura política' han respondido a una auténtica odisea en la que, por ejemplo, se ha dado el tránsito entre las políticas I+D a las I+D+i, se siguen aceptando socialmente ciertas características intrínsecas que supuestamente cualifican a la ciencia como "bien público":

. No exclusiva: por su propia naturaleza y/o por el costo que supondría apropiársela privativamente.
. Costosa de producir o mantener: de ahí la justificación de grandes inversiones públicas.
. Resultado de la acción colectiva (en su producción y/o disfrute y apoyo). Aunque el disfrute o el esfuerzo invertido pueda no ser colectivamente equilibrado.
. Durable: no sólo no se degenera por su uso y aplicación sino que a través de ello incrementa su valor.
. No competitiva, en tanto que una vez producido no entraña competencia en su uso posterior.
. Incierta: su desarrollo futuro es difícilmente predecible.
. Generadora de gastos de segundo orden: exigidos al implicar a la colectividad, mediante la acción autoritaria, el beneficio (a través del mercado, por ejemplo) o a través de la modificación de conductas morales.13

Como muestra Michell Callon (1994), la ciencia sólo puede ser entendida como un bien público y funcionar socialmente como tal, cuando ha sido reducida a información (codificada o no) posible de ser transmitida a los agentes que tomarán las decisiones. Información como mensaje, y por tanto valorativamente neutral, del que se puede o no hacer un uso más o menos beneficioso para la sociedad.

Durante la Modernidad la ciencia se había equiparado a razón y verdad. Una mistificación idealista que al concebirla como tal redujo a la ciencia y, junto a ella, a la tecnología (al ser entendida como ciencia aplicada) a capacitaciones superiores: supuestamente basadas en formas de conocimiento objetivo (reflejo de la verdadera naturaleza de las cosas) y cuyo acceso tenía que ser, por tanto, necesariamente minoritario (Medina, 1990: 154). Fue así como también la política se apropió de la ciencia: como un universal del que todos pueden disfrutar pero mediados por aquellos que realmente son capaces de comprenderla en su totalidad y usarla en beneficio de la humanidad.

«Por el conocimiento a la acción: saber para actuar» (Spaey, 1970: 17). La apropiación política de la ciencia aceptó, entonces, por un lado, la autoridad del "saber qué" platónico que, como tal, ayudaría a la institución política proveyéndola de información útil para hacer decisiones efectivas (Sarewitz et al., 2004), a la vez que se constituye como fuente de legitimación -en una identificación del acceso a la verdad de las cosas con el acercamiento a la clarificación del bien (Medina, 1990). Y por otro, el "para qué" baconiano, con su uso de una 'investigación operativa' dirigida a la invención y anticipación, es decir, dotando al poder político de la eficacia necesaria en la satisfacción de objetivos concretos y con ellos, en la obtención beneficios (Medina, 1990; Winner, 2000). Ha sido en este contexto ideológico en el que la ciencia ha pasado a ser considerada un bien público, bajo una interpretación fuertemente instrumentalista y, más importante aún, bajo el reduccionismo intelectualista de la ciencia misma. Condiciones que, como ya se ha señalado, desembocan en la práctica política de nuestras democracias en un nuevo tipo de tecnocracia que envuelve, no sólo a la ciencia entendida como requisito funcional sino, como también señaló Winner (1979: 106), como una norma moral que establece el bien y el mal, lo racional y lo irracional, etc.

Como hemos visto, a lo largo del siglo veinte el contexto económico ha continuado marcando las relaciones dadas entre la política y la actividad científica. Primero, inspirando el lugar prominente de la ciencia como base de la acción política y como bien público. Después, como un bien público es incompatible con el sistema de mercado, si éste quiere basarse en él precisamente, abogando por cierto intervencionismo político que equilibrara el sistema ciencia-tecnología y el económico a través, por ejemplo, del mecanismo de patentes (Zamora, 2003; Callon, 1994). Finalmente, contribuyendo a un cambio tanto de la visión del papel político de la ciencia básica como determinante del sistema económico, como (según obras como la Gibbons, Ziman y Echeverría) a un cambio en la propia producción de la ciencia y la tecnología.

El abandono definitivo en los últimos años de la concepción neoclásica de innovación y la apropiación político-económica de su reciente definición y puesta en práctica, también parece haber posibilitado el abandono de las connotaciones metafísicas que acompañaban a la idea de progreso científico-tecnológico heredadas de la Modernidad (Winner, 2000). Quizá ello haya propiciado la aceptación por parte del poder político de cierto nivel de crítica a los supuestos clásicos de responsabilidad de la ciencia y su naturaleza como bien incierto que hay que apoyar a largo plazo. Y quizá sea así también que se ha contribuido a la asunción aparente de que la comunidad científica debe rendir cuentas respecto de la utilización del dinero y medios públicos como respecto de las consecuencias negativas de su producción. Pero si hemos de plantearnos la cuestión de si el papel protagonista de la definición post-schumpeteriana de innovación en la agenda política ha supuesto o supone un cambio de paradigma en las políticas científicas públicas (en el sentido de si se han abandonado la totalidad de los mitos I+D y con ellos el estilo cientificista), la respuesta se presenta desalentadora. Independientemente de que los objetivos políticos sean económicos, militares o, incluso, ecológicos y sociales, lo que interesa apreciar es si se sigue manteniendo el modelo lineal de innovación en lo que concierne a las relaciones entre política, ciencia y sociedad, y en este respecto la respuesta es afirmativa por varias razones. Entre ellas: "la política para la innovación continúa centrándose en la innovación per se, considerándola como una inherente y exclusivamente positiva contribución al desarrollo económico y social" (Sarewitz et al., 2004: 71.Traducción nuestra).

Además, la innovación necesita igualmente de conocimiento e información, fundamentalmente científico-técnica, se trate de conocimiento explícito o implícito. La flexibilidad de los sistemas de producción, la preparación de sus miembros, los estudios prospectivos, los diversos tipos de evaluación de los sistemas, la complejidad de las tecnologías involucradas, etc. dependen de ello. Así lo entienden las políticas para la innovación que se han comprometido a seguir sosteniendo la infraestructura necesaria para su desarrollo y propio uso. De ahí, y a pesar de que en las últimas décadas el dinero público invertido, por ejemplo en Estados Unidos, ha sido efectivamente el menor en términos del PIB, la inversión en ciencia ha seguido creciendo más que ningún otro programa gubernamental (Mitcham y Frodeman, 2002).

Por otro lado, las políticas para la innovación acentúan incluso ciertas características socialmente negativas del modelo lineal de innovación. Con ellas el contexto industrial ha pasado a considerarse un importante indicativo de la salud de los sistemas de ciencia y tecnología nacionales y/o supranacionales -por ser él mismo considerado políticamente parte fundamental en el proceso de producción de innovación y formación de los ciudadanos cualificados- lo que supone una transferencia consciente (ahora que se habría aceptado explícitamente que el modelo lineal no responde a una progresión automática) de responsabilidades que han de ser políticas. Es decir, se han delegado directamente las decisiones acerca del tipo de conocimiento y tecnologías que han de ser generados, y con ello, la responsabilidad de decidir sobre si éstos son, no sólo beneficiosos socialmente sino, incluso, convenientes (Sarewitz et al., 2004; Mitcham y Frodeman, 2002).

Esta situación se hace más obvia, si cabe, en temas como la salud (siempre de máximo interés en materia de financiación pública) cuando hablamos, por ejemplo, de la aparición e incremento de atención política por las biotecnologías -desarrolladas en gran medida en el ámbito privado. En este contexto no se hace más que agravar, no sólo el carácter postacadémico y populista de financiar aquellas líneas de investigación económicamente rentables, sino el respaldo de una visión cientificista sobre las posibles soluciones a los males sociales o, incluso, en la definición misma de los problemas o las necesidades sociales. Y es que en democracia, por mucho que nos moleste, no es responsabilidad del sector privado atender a las necesidades y deficiencias del conjunto de una sociedad.

Después de las protestas antibelicistas, ecologistas y de demás movimientos contraculturales, de la reacción antipositivista, de los ríos de tinta producto de las críticas académicas y no académicas, científicas y no científicas que pusieron de manifiesto los peligros y consecuencias de aquella visión científica-tecnológica y política durante la segunda mitad del siglo veinte, tanto la idea de que la ciencia es una potencial benefactora para el mundo como su definición intelectualista siguen en píe. Así es como, por un lado, atendemos a las necesidades de una sociedad definida como 'de la información' y como los recientes estudios sociales de la ciencia hablen actualmente de 'nuevos modos de producción de conocimiento'. Por lo mismo que tanto el informe de la American National Academy of Science, Science and Technological Progress, de 1967 (que reconocía la necesidad de que la comunidad científica tomara en cuenta las necesidades sociales) o el de la OCDE de 1971, Science, Growth and Society (que proponía un mayor control social de la investigación aplicada y en las prioridades de las políticas científicas), como la Declaración de Budapest de 1999 o tantos otros (habitualmente citados por lo especialistas como modelos científicos a seguir en democracia), sigan siendo -en palabras de Mario Albornoz (2001)- "científico-céntricos". No obstante a la fundamental diferencia que supone, tanto política como académicamente, haber pasado de únicamente ocuparse por la ciencia a preocuparse por la sociedad del riesgo, se sigue pensando que las consecuencias indeseadas del desarrollo científico-tecnológico son posibles de ser subsanadas con una -- más responsable y sensible socialmente -pero, igual- promoción y práctica científica.

John Bernal, quien defendió la naturaleza beneficiosa socialmente de la ciencia, no obstante, ya ha había adelantado que si mientras antes el peligro residía en considerar a la ciencia como un mero apéndice de la historia, desde mediados del siglo pasado el problema residiría en lo opuesto: tomar a la ciencia como la mayor autoridad, ya sea para bien o para mal. Si es cierto que, como señala Fuller (2000), para decidir sobre la mayoría de los asuntos sociales e incluso científicos existe ya suficiente información y conocimiento, entonces es tiempo de que el debate se plantee únicamente en términos políticos. Cuestión cada vez más difícil -si no abandonamos la recurrente visión cientificista- dado que hoy en día las cuestiones técnicas (tan aparentemente relevantes en una sociedad altamente tecnológica) e, incluso, la "sobreinformación" pericial de la que seguimos proveyéndonos, eclipsan más y más el resto de dimensiones y necesidades sociales y humanas, así como las posibles soluciones alternativas (Winner, 1977; Greenberg, 2001; Mitcham y Frodeman, 2002).

El estilo cientificista gobierna aún, y por tanto, las relaciones entre ciencia, política y sociedad. Mientras que el debate acerca del destino del dinero dedicado a investigación científico-tecnológica ha existido casi desde el origen mismo de la política científica (y así se ha plasmado tanto en revistas especializadas como en los foros políticos), el cuestionamiento acerca de la necesidad misma de más ciencia y tecnología o innovación (o de lo que es lo mismo: de su bondad pública) no comenzó hasta la década de los noventa en el contexto de la reflexión "académica". Desde entonces, esta cuestión no se ha producido aún en la arena política.

Notas

1. Como explican Arocena y Jutz (2003), el papel de la PYMEs (especialmente de base tecnológica) adquieren una especial relevancia en las políticas para la innovación, pues éstas se hacen conscientes de la importancia que para el sistema de innovación tiene crear las condiciones necesarias para mantener involucrados en el proceso innovador a todos los actores relevantes, especialmente por la importancia de la difusión como parte fundamental de la innovación misma.

2. Los objetivos de esta política científica explícita europea son claramente económicos. A pesar de que parte de su retórica también habla de las ventajas ecológicas para el planeta de basar su competitividad internacional en el ahora denominado sector cuaternario, lo que se está buscando es la adaptación de la industria europea a un sector económico de rápido crecimiento como es el basado en las nuevas tecnologías. No en vano, y a pesar de que el propio concepto de 'gobernanza de la ciencia' es una de las áreas temáticas prioritarias actualmente, sólo hay que atender al sobrenombre del VII Programa Marco: "para la competitividad y la innovación". El resto de medidas educativas, de divulgación científica, de dotación de recursos tecnológicos, de mejoras en las infraestructuras comunicacionales, así como la estandarización de la regulación y evaluación de los impactos tecnológicos -aunque sean especialmente sensibles a la protección del medioambiente (Jamison y Elzinga, 1995)- son formas de adaptar el terreno europeo a las necesidades de una economía mundial basada en la sociedad de la información.

3. Para esta enumeración se han tomado como fuentes a Broncano (2001: 24-25) y Callon (1994: 398-400).

4. Desde la creación de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas en 1873 han sido muchas las tentativas de establecer proyectos comunes de políticas y proyectos científicos de cobertura internacional, sobre todo desde que la ciencia y la tecnología se presentaron como herramientas fundamentales para otros objetivos económicos y políticos. Ahora bien, a pesar de los importantes antecedentes que encontramos, por ejemplo, en organismos de las Naciones Unidas (como la UNESCO, FAO, OMS, etc.) y de su influencia efectiva en políticas nacionales, no son comparables a la política científica supranacional surgida en la EU, así como tampoco lo son su propia realidad jurídica y proyecto político.

5. Primero en Las tareas inmediatas de los Soviets (1918) y luego en Administración científica y dictadura del proletariado (1919), Lenin ya había destacado, y por lo tanto antes de la NEP, al taylorismo como un logro científico en el análisis mecánico del trabajo, proponiendo -frente a su puesta en práctica capitalista- vaciarlo de contenido ideológico y adaptarlo a la administración soviética.

6. La encarnación de este momento histórico lo tenemos, de nuevo, en la figura de Weinberg. De hecho este premio Nobel fue parte fundamental del debate entre científicos y expertos en política científica en revistas como Minerva y Science. La sección de política científica de esta última había empezado a ser dirigida por Daniel Greenberg en 1961.

7. A este supuesto ataque al modelo de impulso por la ciencia (science push) se respondió con otro informe (Proyecto TRACES, 1968) desde la National Science Fundation por el que el modelo clásico consiguió sobrevivir algunos años más (véase Elzinga y Jamison, 1995), aunque indudablemente el sector industrial salió beneficiado. Apenas algo más de una década después todo el sistema de apoyo gubernamental a la ciencia cambiaría retomando estas ideas. Para entonces otras circunstancias respaldarán también las mismas críticas: la crisis petrolera de principios de los setenta -la cual contribuyó a resaltar los límites del gobierno como motor del crecimiento económico-, el comienzo de la globalización económica (como veremos enseguida) y posteriormente, el final de la Guerra Fría.

8. En 1986 la industria invertía en I+D algo más de la mitad que el Gobierno en Estados Unidos, a finales del siglo veinte el capital privado se correspondería con un 70% del total de la inversión en I+D (Echeverría 2003; Latour, 1987).

9. Cuyo dossier estaba dedicado a la filosofía de la política científica. Véase Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Sociedad - CTS, Vol. 3, Nº 8, abril de 2007.

10. Muchos científicos mantenían que la contribución de la ciencia a la sociedad no podía ser mejorada por cambios en el rumbo de la ciencia, pues este sistema, aunque no fuera perfecto, era el mejor posible. Un ejemplo de ello lo tenemos en el científico Alvin Weinberg, que a pesar de ser unos de los primeros en denunciar la incertidumbre a la que se enfrentaba la práctica científica e ingenieril contemporánea, defendió la necesidad de tener muy clara la frontera entre las cuestiones científicas y las transcientíficas (Weinberg, 1972). Weinberg fue también el primero en poner en circulación el término Big Science (Weinberg 1961), el cual popularizaría pocos años después Solla Price (1963).

11. Muchas de las asociaciones científicas y técnicas (sindicales y no sindicales) que se formaron por aquellos años surgieron, precisamente, con la intención de velar por los intereses de los científicos bajo esta presunción ideológica (el primer sindicato de científicos surgió en Inglaterra en 1917). La mayoría de ellos estarían pronto afiliados a la Federación Mundial de Trabajadores Científicos, fundada en 1949. Un ejemplo de los puntos defendidos en su Declaración de principios de los trabajadores científicos era: "Los trabajadores científicos pueden descargar adecuadamente las responsabilidades que han contraído con la comunidad cuando, y sólo cuando, trabajan en condiciones que les permiten utilizar plenamente sus capacidades" (citado en Bernal, 1954/57: 483). Cabe destacar aquí también la fundación de la Society for Freedom in Science en 1942 por Michael Polanyi bajo el mismo ethos que poco después explicitaría Robert Merton (véase Bell, 1973: 464-465).

12. Si bien, para seguir tal afirmación debemos entender la política científica pública en un sentido muy laxo. Es más, si la redujésemos a su corporeidad institucional, fue en Reino Unido donde por primera vez se organizó una política científica centralizada en nuevas instituciones (antes de la Gran Guerra) (véase Spaey, 1970: 88 y ss.). Lo que Rose y Rose quisieron desatacar aquí es el peculiar trabajo desempeñado por la Academia rusa (1724) que, desde su inicio, avanzó muchas de las tareas propias de los organismos públicos de fomento y gestión científica: compilación de estadísticas, análisis de progreso científico e intento de planificar conscientemente el asesoramiento técnico.

13. La difícil situación agrícola rusa, paralela a la creencia en la relevancia de los asuntos filosóficos y políticos que enfrentó a la juventud comunista con el academicismo elitista, hizo a la sociedad campesina receptiva de propuestas radicales. En este contexto el movimiento lysenkoista fue un intento de revolución científica que vino a tipificar las peores consecuencias del exceso de influencia ideológico-política sobre la ciencia. De ésta resultaron, no sólo una "involución" en el conocimiento académico sobre genética y evolucionismo sino también largos periodos de hambrunas en amplias regiones de la URSS. 'El caso Lysenko' se constituyó internacionalmente, precisamente, como lo que no ha de ser una política científica según el modelo lineal de innovación puesto en marcha en el mundo capitalista (Bell, 1973: 466).

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