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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. vol.7 no.19 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2011

 

ARTÍCULOS

Los sentidos de la relevancia en la política científica

The meanings of relevance in science policies

 

Federico Vasen*

* Becario doctoral del CONICET con sede en la Universidad Nacional de Quilmes. Es docente de grado en el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires y en la Facultad de Ciencias Fisicomatemáticas e Ingeniería de la Universidad Católica Argentina. A nivel de posgrado coordina el curso sobre ciencia, tecnología y sociedad en la Escuela de Graduados de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA. Correo electrónico: fvasen@unq.edu.ar.

 

 


Uno de los componentes centralmente políticos de toda política científica se refiere a la concepción de la relevancia que está implícita en ella, a través de la cual se juzga qué tipo de investigación se prefiere fomentar, y que sintetiza los objetivos de la política toda. En este trabajo se realiza un recorrido por las distintas etapas de la política científica luego de 1945 e identifican las distintas concepciones de la relevancia que están presentes, estableciendo paralelos entre lo sucedido a nivel global y a nivel latinoamericano. Se señala que la mayor discontinuidad entre la agenda global y la regional se manifiesta en la segunda parte de la década de 1960 y comienzo de la de 1970, cuando en el primero de los casos surgía un sentido socio-ambiental de la relevancia mientras en el nivel regional el sentido nacional que predominaba anteriormente se radicaliza hacia un sentido revolucionario. Finalmente, en la última sección, se propone para las políticas actuales un sentido público de la relevancia, caracterizado por el fomento de la participación de actores usualmente discriminados en los procesos de formación de agendas políticas.

Palabras clave: Filosofía de la política científica; Relevancia; América Latina.

The conception of "relevance" that is implied in every science policy is one of its most political components, since it enables the judgment on which kind of research should be promoted and  summarizes the objectives of the whole policy. This article aims to explore the history of science policy in the 20 Century and seeks to identify the conceptions of relevance present in it both at a global and Latin American level. It is noted that the main discontinuity between the two agendas can be found in the late 1960s and early 1970s when a socio-environmental sense of relevance emerged in the global scene, but the Latin American reflections showed a radicalization of the previous national sense of relevance into a revolutionary one. Finally, in the last section, a new public sense of relevance for current science policies is proposed to increase participation of marginal actors in research agenda-setting processes.

Key words: Philosophy of Science Policy; Relevance; Latin America .


1. Introducción

Las políticas públicas surgen siempre de un complejo entramado de intereses, actores, instituciones y prácticas, y la política científica no es una excepción. Sin embargo también existe una imagen tecnocrática de la generación de políticas, como una rutinaria aplicación de métodos supuestamente validados e universales. En este trabajo nos proponemos recuperar el sentido político de la política científica, explicitando la discusión sobre el supuesto más importante que da sentido al conjunto de una política científica, a saber: una concepción clara de sus fines y objetivos, de por qué vale la pena fomentar las actividades científico-tecnológicas, de cuál es su causa final. Incluso siendo de capital importancia, la discusión sobre los fines suele esfumarse rápidamente y dar paso a preocupaciones más concretas, los medios se vuelven fines, y así el aumento del porcentaje del PBI en ciencia y tecnología o de las publicaciones indexadas puede pasar a expresar de modo fetichista el éxito de una política científica. En este artículo nos proponemos retomar la discusión sobre los fines y los valores sostenidos, sin por eso sumirnos en un limbo conceptual que no tenga repercusiones o puntos de contacto con la práctica concreta de los hacedores de política.

La pregunta directa por los fines u objetivos de la actividad científica quizás no sea la mejor manera de encarar el problema. Los fines de la ciencia y la técnica no son necesariamente los fines de una política científica, y aspirar a una correspondencia entre ellos puede ser una traba para pensar las políticas. Una creencia compartida acerca de, por ejemplo, la importancia de la ciencia para el desarrollo social, el medio ambiente o el cultivo del espíritu humano no necesariamente se especificará luego en coincidencias sobre el tipo de investigación que se buscará promover. Aunque estos puntos de acuerdo puedan servir para realizar declaraciones en las que todos queden satisfechos, difícilmente permitirá avanzar en la definición de objetivos más concretos. La mera enunciación de los objetivos por los cuales se cree valioso el cultivo de las actividades científicas, si bien define difusamente un territorio, no basta para caracterizar los valores detrás de una política científica dada.

En el presente artículo proponemos que el concepto de relevancia de las investigaciones científicas puede servir mejor a tal fin. Por concepciones o sentidos de la relevancia entendemos el conjunto de juicios de valor acerca de las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad que permiten identificar las investigaciones que merecen promoción en el marco de una política científica particular. Estos sentidos pueden predicarse tanto de políticas científicas determinadas o generaciones de ellas, así como de las estrategias de resistencia frente a éstas, siempre y cuando no sean meramente reactivas y propongan una agenda alternativa. Estos sentidos de la relevancia luego pueden especificarse en criterios concretos, reglas de decisión a través de las cuales se operacionalizan estas concepciones en la asignación de prioridades de financiamiento. A diferencia de una discusión más amplia acerca de los objetivos de la producción de conocimientos científicos, cuando se comparte un sentido particular de la relevancia no hay meramente un acuerdo en ese plano tan general, sino también una concordancia en la jerarquización de estos objetivos y una conciencia de que no siempre todos ellos podrán cumplirse en igual medida.

El enfoque para el análisis de la política científica aquí propuesto se articula con otros conceptos ya existentes. Diversos autores han utilizado la metáfora de la existencia de un "contrato social" entre ciencia y sociedad (Guston, 2000; Hessels et al., 2009). A través de este concepto se señala la existencia de acuerdos tácitos entre los científicos y tecnólogos y sus posibles destinatarios acerca de los criterios con los que la sociedad en su conjunto sostiene las actividades de investigación y la forma en la que luego los investigadores brindan a la sociedad mejoras sociales derivadas de sus resultados. En la época de surgimiento de la política científica moderna durante los años '40 se establecería un contrato social caracterizado por la autonomía relativa de la comunidad científica de la comunidad política. Este contrato recién se quebraría a principios de los años '80 con el surgimiento de un nuevo "modo de producción del conocimiento", en el que los científicos pierden el tan alto grado de confianza que se les había otorgado en el modelo original y son permeables a una mayor accountability. De un modo similar Rip (2002, 2004, 2009, §5.1) plantea la existencia de regímenes de producción de conocimientos que recogen la metáfora del contrato social, pero la complejizan, planteando que ésta responde sólo al nivel superior de un sistema más amplio, que completan las instituciones intermedias y los espacios concretos de producción de conocimientos. A su vez, señala que el análisis no debe comenzar en 1945, sino ampliarse a toda la historia de la ciencia moderna, marcando puntos de estabilización o lock-in, como por ejemplo el surgimiento de la ciencia académica en 1870 o del primer contrato social en el siglo XVII a través del mecenazgo de reyes y príncipes. Otra clasificación interesante ha sido planteada por Elzinga y Jamison (1996), quienes discriminan entre las distintas culturas políticas que tienen lugar en la formulación de una política científica. Allí se distingue una cultura académica (asociada a la libertad de investigación), una cultura burocrática (cara a la planificación y el uso social de la ciencia), una cultura económica (centrada en los réditos comerciales que pueda dar el desarrollo tecnológico) y una cultura cívica (preocupada fundamentalmente por las consecuencias sociales y ambientales).

Si bien los enfoques antes mencionados son de mucha utilidad e inspiran el nuestro, creemos necesario valernos de un concepto analítico propio como es el de relevancia.1 La metáfora del contrato social nos resulta interesante, pero buscamos un concepto que permita reconocer matices menos globales en las políticas científicas. Los regímenes ofrecen una visión más completa de la realidad, pero abarcan un campo más amplio que el que buscamos abarcar, no sólo se refieren a las políticas científicas, sino a la totalidad de los sistemas de ciencia y tecnología. Finalmente, las culturas constituyen actores que disputan su participación en la formulación de las políticas. Por el contrario nuestra comprensión de la relevancia no apunta tanto a una clasificación de actores como a un análisis de los productos de estos actores, es decir, las políticas científicas.

Con el concepto de relevancia recién presentado, nuestra intención en este artículo es doble. En primer término, recorreremos la historia de la política científica identificando los distintos sentidos o concepciones del mismo. Este recorrido parte del momento del surgimiento de la disciplina tras la segunda guerra mundial y se extiende hasta fines del siglo XX. El análisis complementará el desarrollo temporal con un eje geográfico, marcando las diferencias entre los enfoques originados en los países desarrollados y los adoptados o propuestos desde América Latina. En segundo término, luego de identificados los distintos sentidos de la relevancia, nos proponemos abandonar una postura meramente descriptiva y proponer un sentido nuevo de relevancia, que trae a los problemas clásicos de la política científica preocupaciones y metodologías surgidas fundamentalmente de la dificultad de lidiar con temas de alto contenido técnico en la política regulatoria. A través de este nuevo sentido de la relevancia buscamos contribuir a una política científica más plural.

Finalmente, queremos destacar que esta investigación puede enmarcarse en el proyecto de una filosofía de la política científica, entendida como "un espacio de reflexión multidisciplinar sobre los desafíos sociales, políticos y éticos que plantean la promoción y el gobierno de la ciencia en el mundo actual" (Albornoz y López Cerezo, 2007: 43). Si bien -como señala correctamente Albornoz (2007)- este campo está quizás más cerca de la filosofía política que de la filosofía de la ciencia, es interesante recuperar de esta última disciplina su preocupación normativa.2 Los estudios sociales de la ciencia, tras un largo periodo de micro análisis descriptivos en veta academicista, hoy también vuelven a plantearse la necesidad de juzgar y proponer reglas para la acción (Sismondo, 2008). Es por ello que creemos que incluir una propuesta de cambio no empobrece el análisis sino que lo vuelve más urgente y necesario.

2. Los sentidos de la relevancia en el siglo XX

2.1. La política científica de posguerra: un sentido sectario de relevancia

Tras la segunda guerra mundial, y luego de haber canalizado ingentes sumas de dinero para investigación y desarrollo de aplicaciones bélicas -y haber logrado admirables resultados-, se plantea en los Estados Unidos el problema de cómo traducir esos esfuerzos en una política para el sector científico-tecnológico en tiempos pacíficos. En el marco de este debate surgirá el conocido informe de Vannevar Bush Ciencia: la frontera sin fin (1945), en el que se proponen pautas para que el desarrollo tecnológico que se había logrado durante la guerra se convierta a objetivos compatibles con un escenario político pacífico y se orientan al mejoramiento de la salud y el crecimiento económico-industrial. En este informe están contenidas las ideas de lo que luego fue conocido como el modelo lineal, a saber: la creencia en que existía un camino natural y unidireccional que, partiendo de la ciencia básica, y a través de la investigación aplicada y el desarrollo tecnológico, era capaz de producir las mejoras sociales que se esperaban de la ciencia. Este modelo proponía una fuerte inversión en investigación básica, como forma de poner en movimiento una cadena que llevaría a los objetivos socialmente deseados para todos. Bush partía de la base que durante la guerra los Estados Unidos habían invertido fuertemente en investigación aplicada y habían descuidado la ciencia básica, lo cual repercutiría negativamente en el futuro, pues ya no podrían tomar ese conocimiento de la ciencia europea, y además -a través de la conscripción- habían perdido recursos humanos muy valiosos en las universidades (Kevles, 1977) . El proyecto de Bush estaba fuertemente orientado a fortalecer la ciencia académica en las universidades, y consideraba que los más adecuados para llevar esto a cabo esta tarea eran los científicos mismos. Por eso, el informe se cierra con la propuesta de creación de una institución -un "consejo de investigación" - que financie la investigación académica básica con fondos federales, dirigida por académicos y relativamente aislada del poder político. En síntesis, con el objetivo de generar verdaderos progresos sociales, se deberá reforzar la investigación básica y dejar el control de la asignación de fondos a los propios científicos, que son los que mejor podrán juzgar la seriedad de las propuestas y la factibilidad de obtener resultados de importancia.

Como muestra Kevles (1977), el informe de Bush no surge en un escenario institucional vacío, sino que es parte de una estrategia política de un sector conservador para hacer frente a otra propuesta institucional impulsada por el senador demócrata Harley Kilgore, en la cual se creaba una institución que diera un fuerte apoyo a las actividades de investigación, pero con un control político mucho más estricto. Kilgore había trabajado en su propuesta ya desde 1942, y contaba con el apoyo del importante periodista Waldemar Kaempffert del New York Times así comode la no tan influyente American Association of Scientific Workers.3 En consonanciacon el clima del New Deal, su propuesta se pronunciaba en contra del laissez-faire enla política científica, subrayando la importancia del control político de los objetivos delas investigaciones científicas. En este sentido, se encontraba en la vereda opuesta a Bush, quien veía dos peligros fundamentales en esta propuesta: una predilección por la ciencia aplicada y el riesgo de un control gubernamental a la libertad de investigación (Hollinger, 1996, p. 102). Cabe destacar que no se trataba únicamente de una participación gubernamental lo que buscaba Kilgore sino también de los distintos grupos de interés que participan en la investigación científica (pequeñas y medianas empresas, sindicatos y el público consumidor). Era justamente todo lo contrario de lo que buscaba Bush, es decir, dejar la ciencia en mano de los científicos (Kleinman 1995, p. 85) Finalmente, y luego de largos debates, la propuesta de Kilgore no pudo triunfar en el congreso, ante un partido demócrata dividido y el fuerte lobby industrial y de influyentes instituciones de la comunidad científica en contra. Sin embargo, el triunfo posterior de Bush tampoco fue absoluto, en tanto en la creación posterior de la National Science Foundation en 1950 imbuida de esta ideología no ocupó el lugar central que se esperaba que tuviera en la política científica estadounidense (y que Kilgore también esperaba para la suya). Para esa época, ya estaban en funcionamiento otras agencias especializadas que concentraban la investigación característica de la Big Science, como los laboratorios nacionales dependientes en ese entonces de la Comisión de Energía Atómica (Los Alamos, Oak Ridge, Argonne, etc.), los Institutos Nacionales de Salud, y a partir de 1957 la NASA. Por ello, no puede decirse que la filosofía de los consejos de investigación haya sido hegemónica o central en la política científica norteamericana. Sin embargo, si bien es cierto que muchos recursos se canalizaron a estas agencias especializadas con el fin de realizar investigación aplicada, en esas mismas instituciones predominó la ideología del modelo lineal: la imagen de que la ciencia empuja a la tecnología y descuidando el estudio de la relación entre ellas (Elzinga y Jamison 1996).

En lo que hace a nuestro análisis acerca de las distintas concepciones de la relevancia que están presentes, el debate entre las propuestas de Bush y Kilgore ilustra dos puntos de vista contrapuestos. Impulsada por Bush, la ideología de los consejos de investigación como instituciones gobernadas por la comunidad científica con una ligazón débil al poder político, contribuye al establecimiento de lo que llamamos un sentido sectario de la relevancia. En tanto quienes juzgan son los mismos que luego están activos en ese campo, y ante la falta de una presión externa que imponga otro tipo de criterios, las comisiones evaluadoras se guían únicamente por los criterios de la propia disciplina para evaluar qué es una buena investigación. Esto podría entenderse como la desaparición de una preocupación por la relevancia, pero quizás sea mejor pensarlo como la identificación de relevancia con calidad académica, lo relevante al evaluar un proyecto es que sea de calidad, pues cualquier investigación de calidad contribuirá al objetivo de hacer avanzar la disciplina y la ciencia en general. Por el contrario, el planteo que sostenía Kilgore apuntaba a introducir la visión de otros actores en la evaluación de las potencialidades de una investigación científica, y podría quebrar la identificación entre calidad académica y relevancia, en tanto lo relevante para los nuevos actores involucrados no necesariamente es producir investigación de calidad para contribuir al avance de la empresa científica como patrimonio de la humanidad. Si bien Kilgore perdió la batalla en el Congreso en los años '40, a medida que los recursos necesarios para realizar investigación fueron en aumento, sus argumentos fueron retomados poco tiempo después.

2.2. Consejos de investigación y ofertismo en América Latina

La creación de instituciones para la promoción de la ciencia del tipo propuesto por Bushse transformó pronto en una receta para los países en desarrollo.4 Basados en las ideas del modelo lineal, se sostenía que para que un país pudiera avanzar en el desarrollo científico-tecnológico debía comenzarse inexorablemente por apoyar la ciencia básica, pues -como decía Bernardo Houssay, uno de los abanderados de este discurso- "la mejor manera de tener ciencia aplicada es intensificar la investigación científica fundamental, pues de ella derivarán abundantes aplicaciones" (1960, citado en Marí, 1982). La política elegida estará ligada a la promoción de la ciencia, fundamentalmente a través de la creación de infraestructura para la investigación. Sería a través de la generación de una oferta de conocimientos que se posibilitaría luego el aprovechamiento de éstos para fines más aplicados, si bien las condiciones bajo las cuales esta utilización tuviera lugar quedaban fuera de los alcances de esta política (Marí, 1982).5

La medida concreta propuesta para llevar adelante esto fue impulsar la creación de consejos de investigación en los distintos países. La UNESCO fue la institución que, aliada a las comunidades científicas locales, convenció a los distintos gobiernos de que ése era el camino que se debía seguir para beneficiarse del potencial de desarrollo que brindaban la ciencia y la tecnología, que se había puesto de manifiesto en los logros obtenidos en la Segunda Guerra Mundial. La labor propagandística que este organismo llevó a cabo desde 1949 a través de su Oficina Regional para el Avance de la Ciencia en Montevideo dio como frutos la creación del Instituto Nacional de la Investigación Científica en 1950 en México, del Conselho Nacional de Pesquisa brasileño en 1951 y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas argentino en 1958.6

En lo que se refiere a las concepciones acerca de la relevancia, el panorama en América Latina no es en estos años tan diferente de lo que hemos visto a nivel global. Predomina lo que hemos dado en llamar un sentido sectario de la relevancia, que limita las evaluaciones al campo específico disciplinar o temático en el que se está investigando y evita, con la promesa de futuras aplicaciones, la discusión acerca de la relevancia entendida en términos más amplios. Podría discutirse si esto es así también en el caso mencionado de la energía atómica o de otras agencias específicas. Si bien en esos casos, la relevancia no se entiende necesariamente en clave disciplinar, entendemos que se mantiene un componente sectario en tanto y en cuanto el peso mismo de las prioridades que rigen la I+D está evaluado en términos del avance en un sector específico, y no de una política integrada de ciencia y tecnología a nivel nacional. Ésta se buscará sólo unos pocos años después.

2.3. La relevancia en el surgimiento de una política científica nacional

Tras un periodo que Arie Rip (1996) señala como la edad dorada de los consejos de investigación (los 1950 y la primera mitad de los '60), surge un debate en torno a laracionalidad de la política científica del país en su conjunto. Edward Shils afirmaba que "todo país que posee una cantidad sustancial de actividad científica e incluso aquellos que tienen muy poca, tienen algo así como una política científica empírica, o quizás sería más adecuado decir, tienen políticas científicas. Sin embargo, no es injusto afirmar que ninguno tiene una política científica integral y racional" (1968, X). Siguiendo esta interpretación, si se busca definir una política coordinada entre los distintos organismos que realizan investigación, la pregunta por los criterios con los cuales se deben tomar las decisiones surge en primer plano. Partiendo de la base de que los recursos no son suficientes como para satisfacer todas las propuestas, se introduce la noción de prioridad, y con ella la necesidad de criterios para la toma de decisiones, a veces inconmensurables, entre diferentes líneas de investigación. A lo largo de la década de 1960 se suscitó en las páginas de la revista británica Minerva una discusión acerca de la forma en que deberían definirse y aplicarse estos criterios para la toma de decisiones, en la que participaron académicos de distintas disciplinas y orientaciones. En él vemos una de las primeras y más ricas discusiones acerca de lo que implica el concepto de relevancia y sobre su papel en la toma de decisiones en política científica.

La polémica se abre con el ya clásico artículo de Michael Polanyi La república de la ciencia (1962). La postura de Polanyi representa claramente uno de los extremos del debate. Afirma que "cualquier intento de guiar la investigación científica hacia un objetivo distinto de sí misma representa un intento de desviarse del avance de la ciencia" (1968 [1962], p. 9). Por ello, a la hora de precisar criterios para la toma de decisiones acerca del financiamiento a la ciencia postula tres criterios de "mérito científico" que pueden considerarse internos a la práctica de la ciencia misma. El primero señala que cualquier contribución debe tener un grado suficiente de plausibilidad de acuerdo a los estándares y las teorías admitidas en ese momento. Incluso un respetado científico podría ver su trabajo rechazado si plantea algo tan revolucionario como improbable. En segundo lugar, Polanyi señala el "valor científico" como criterio, el cual se compone de tres subcriterios: a) precisión, b) importancia sistemática, y c) interés intrínseco del tema. La valoración de este último subcriterio puede parecer hoy a nuestros ojos un tanto subjetiva, pues el ejemplo señala que los objetos inanimados de la física son mucho menos interesantes que los seres vivos estudiados por la biología. La aplicación de los otros dos probablemente sea menos controversial: Polanyi afirma que la física supera a la biología tanto en precisión como en el alcance teórico de sus hipótesis. Finalmente, el tercer criterio de mérito científico se refiere a la originalidad, que puede ser medida en función de la sorpresa que su comunicación genera en los científicos (Polanyi 1968, 4-5).

En abierto disenso con este enfoque, Alvin Weinberg señala la necesidad de contar con criterios de otro tipo. Comienza por preguntarse cómo debe decidir un gobierno entre grandes campos de la ciencia, particularmente las distintas ramas de la ciencia básica. Los métodos que se han seguido hasta entonces le parecen a Weinberg insatisfactorios, principalmente los que -como los comités asesores del consejo asesor científico presidencial- se componen únicamente de paneles de expertos en la materia. "El sistema de paneles es débil, en tanto juez, jurado, demandante y defensor usualmente son uno y el mismo" (1968 [1963], p. 23). Este sesgo no parece adecuado cuando lo que se busca es pensar la relevancia de un proyecto más allá de una comunidad disciplinar específica. Weinberg afirma que debemos tolerar e incluso fomentar la discusión de la validez relativa y la utilidad de la ciencia que financia la sociedad, especialmente cuando requiere grandes sumas de dinero público. Con este fin propondrá una nueva forma de pensar los criterios para la toma de decisiones en política científica.

A diferencia de la de Polanyi, su propuesta se caracteriza por diferenciar criterios de tipo interno y externo. Los primeros son generados al interior del campo científico específico mismo y responden a la pregunta de cuán bien se realiza la ciencia; por el contrario, los externos se generan externamente a la disciplina específica y responden a la pregunta de por qué vale la pena impulsar una ciencia en particular. Estos últimos son para Weinberg los más importantes.

Entre los criterios internos Weinberg menciona dos: a) la preparación del campo para la investigación particular, y b) la competencia de los científicos que actúan en ese campo. Éstas son las cuestiones sobre las que generalmente se discute en los paneles de expertos formados por los científicos de la misma disciplina que deciden sobre la asignación de subsidios de investigación. En esos casos, la principal pregunta que se hacen es cuán bueno es el investigador. Sin embargo, y este es el punto principal del argumento, Weinberg sostiene que no es defendible basar nuestros juicios únicamente en criterios de este tipo. "La ciencia debe buscar apoyo por parte de la sociedad sobre razones distintas de que la ciencia se realiza de forma competente y que está lista para desarrollarse; los científicos no pueden esperar que la sociedad apoye la ciencia porque ellos la ven como una diversión encantadora" (1968, p. 26). Por lo tanto, es necesario buscar criterios de tipo externo (a una disciplina en particular o a la ciencia toda) para justificar la validez de una investigación. Weinberg enumera tres posibles criterios de este tipo: el mérito tecnológico, el mérito científico y el mérito social. El primero se refiere a la capacidad de un campo científico de producir aplicaciones deseables. El mérito científico, a diferencia de lo que podría parecer en primera instancia, no se superpone con los criterios internos antes mencionados. De lo que se trata en este punto es de saber si el desarrollo en ese campo científico específico puede contribuir a echar luz sobre otras áreas de la ciencia. "El campo que mayor mérito científico tiene es aquel que contribuye más fuertemente e ilumina las disciplinas científicas vecinas" (1968, 28). Finalmente, el mérito social es según el autor el más difícil de estos criterios. Se trata de la "relevancia para el bienestar humano y los valores del hombre". Esto plantea varios problemas: ¿quién define los valores del hombre o incluso de nuestra sociedad? E incluso si los tuviéramos claros, ¿sería tan fácil saber si una investigación fomenta esos valores sociales? Algunos podrán ser fáciles de definir y adoptar como mayor nutrición o salud, pero otros como el prestigio nacional pueden ser más controvertidos.7 El punto final de Weinberg es que si bien los criterios internos son necesarios, no son suficientes para decidir sobre el financiamiento. Deben ponerse siempre en relación con los criterios externos, especialmente en el tipo de investigaciones características de la Big Science, donde los montos de dinero son muy elevados.

Weinberg aclara que los criterios deben ser útiles para los casos en que se tenga que hacer frente a decisiones sobre campos inconmensurables. "La validez de mis criterios depende de cuán bien puedan servir para comparar campos que son difíciles de comparar" (p. 29). En una contribución posterior al mismo debate, Stephen Toulmin sostiene que en una buena administración debe tratar de respetarse el principio de "no mezclar peras con manzanas". De esta manera, las comisiones científicas asesoras sólo deberían verse involucradas en la decisión acerca de alternativas conmensurables, mientras las decisiones acerca de qué campo científico debería ser más estimulado son inconmensurables y corresponden a un nivel político y no técnico.8 En estos casos, las comisiones asesoras no deben suplantar las decisiones de los políticos sino procurar que sean mejor informadas (1968 [1964], p. 77).9

Hemos dicho que este debate era particularmente interesante para estudiar la deriva del concepto de relevancia. Aquí se discute explícitamente acerca de cuáles son los criterios que se deben emplear para priorizar las decisiones sobre grandes inversiones públicas en ciencia y tecnología. Podemos observar un desplazamiento desde el criterio claramente sectario que se evidenciaba en la dinámica de los consejos de investigación y bajo el cual relevancia se asimilaba a calidad académica a una preocupación por la justificación externa al campo disciplinar, y un quiebre con la idea de que cualquier investigación que sea factible de ser llevada adelante con calidad tiene derecho a ser financiada. En el debate de la revista Minerva, la postura de Polanyi resume la posición de libre mercado y no intromisión en la tarea interna de los científicos que caracterizó a los consejos de investigación y a la ciencia académica. Por otra parte, la insistencia de Weinberg en la necesidad de emplear también criterios externos señala este desplazamiento hacia la consideración de un sentido de la relevancia que va más allá de la mera utilidad para el campo científico particular e incluye -como ya había propuesto hacer Kilgore- a los eventuales destinatarios del conocimiento producido en la evaluación externa. En términos institucionales, mientras Polanyi era un hombre de la universidad, Weinberg pensaba en las características de la ciencia a gran escala que se realizaba en los laboratorios nacionales, allí las ingentes sumas de dinero requeridas, debían ser justificadas ante el poder político de un modo convincente.

Como mencionamos al comienzo de la sección, en este periodo surge la preocupación por coordinar las políticas de los distintos organismos que realizan investigación científica. El debate se transporta entonces a un nivel nacional. Ya no se habla de la relevancia para una pequeña comunidad disciplinar sino de la relevancia en función de objetivos nacionales, como podría ser el prestigio del país, la capacidad de defensa ante ataques extranjeros, o en el caso de un análisis económico como el de Carter (1968 [1963]) o Williams (1968 [1964]), la competitividad de las exportaciones o el crecimiento económico. En los años '60, como le había sucedido 20 años antes a los participantes del proyecto Manhattan, muchos científicos dejan de ser ciudadanos cosmopolitas de la República de la Ciencia, y comienzan a tomar nota de los intereses estratégicos que están detrás de quienes los financian.

2.4. Ciencia, nación y revolución

La ideología ofertista que rigió la política científica latinoamericana en sus primeros momentos encontró rápidamente fuertes opositores. El modelo lineal se basaba en la idea de que era necesario producir conocimientos básicos, pues luego éstos se traducirían de modo natural en aplicaciones tecnológicas y bienestar social. No fue necesario mucho tiempo para que se volviera evidente que esa transición entre la ciencia básica y sus aplicaciones no funcionaba de ninguna manera en forma natural.Ante la falta de demanda de conocimientos por parte del sector industrial y una deología elitista, los consejos de investigación, lejos de convertirse en motores de un desarrollo tecnológico innovador, jugaron un papel cultural antes que económico, buscando lograr la membresía plena en las comunidades científicas de las disciplinas respectivas. Con excepción de algunas acciones locales específicas -como la mencionada en CNEA-, en términos generales esto se tradujo en el desarrollo de agendas de investigación de escasa conexión con las necesidades locales de conocimiento.

En este marco surge la reflexión del movimiento que se denominó Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Desarrollo (Dagnino, Thomas y Davyt, 1996; Marí y Martínez Vidal, 2003; Galante et al., 2009). Sus autores más representativos -Amílcar Herrera, Jorge Sabato, Oscar Varsavsky- coincidían más allá de sus múltiples diferencias en criticar la forma en la que se había llevado adelante la política científica en la región hasta ese momento. Sabato, vinculado a las necesidades de la industria, buscó articular espacios de transferencia de conocimientos entre el sector público y privado en el área de metalurgia, lejos de la ciencia académica básica que se producía en las universidades (Sabato, 2004). Herrera, un hombre de la universidad él mismo, se manifestaba en contra de la desarticulación entre las agendas de investigación perseguidas y las necesidades locales (Herrera, 1971). Finalmente, Varsavsky -el más radical- denunciaba el carácter ideológico del modo de producción de conocimiento científico vigente y trataba de sentar las bases de una ciencia que sirviera a la revolución socialista (1972). Más allá de las fuertes diferencias, puede notarse una coincidencia en lo que hace a la crítica al modelo ofertista y la búsqueda de una política científica que responda concientemente a un proyecto de país, pues se percibía que la política científica ofertista traía aparejada la consolidación de ciertos lazos de dependencia económica y cultural, que obturaban la posibilidad de pensar de forma autónoma cuál era el desarrollo científico-tecnológico más adecuado para cada país latinoamericano. En esta línea afirma Herrera que "la estructura del desarrollo actual de la ciencia está determinado por las direcciones impuestas a la investigación científica por las necesidades de los países más adelantados, y no por una especie de 'ley natural' que determina inexorablemente la modalidad de crecimiento científico. Tratar de imitar ciegamente esos modelos de desarrollo significa convertirse en subsidiarias de sistemas concebidos para otras necesidades y recursos" (1971: 92). De aquí se desprende otra de las ideas fuerza, el error de la imitación o transferencia de modelos institucionales creados para contextos diferentes del de aplicación.10 La imitación no implica entonces solamente que esa institución fracasará en sus intentos de insertarse en la trama local, sino también que podría efectivamente integrarse en una trama internacional y contribuir a un sistema de producción de conocimientos regido por intereses foráneos. "Para contribuir al progreso general de la ciencia, los países de América Latina no tienen ninguna necesidad de seguir servilmente las direcciones y líneas de investigación de los países desarrollados; por el contrario, pueden realizar una acción mucho más efectiva a partir de temas elegidos de acuerdo con sus propias necesidades, porque de esa manera favorecerán el avance de áreas del conocimiento que por no interesar a las grandes potencias, se encuentran actualmente descuidadas" (1971: 97). Se vuelve vital introducir criterios para priorizar ciertos temas sobre otros, sin por eso caer en una "ciencia nacionalista", ocupada solamente de los problemas locales y aislada del contexto científico internacional (1971: 97). De lo que se trata para Herrera es de desarrollar una ciencia con un nivel de calidad acorde a los estándares internacionales, pero orientada a problemáticas locales.

En torno a este último punto encontramos el desacuerdo central entre Herrera y Varsavsky. Si para el primero lo principal es reorientar la investigación científica en direcciones afines a las necesidades locales, para el segundo la reforma que debe realizarse es más profunda y está ligada a un cambio de sistema político-económico global. Los criterios internacionales de evaluación de la producción científica están impregnados de valoraciones ideológicas y no es tan fácil evaluar por separado la calidad científica y la relevancia local del tema de investigación. La propuesta de Varsavsky consiste en crear un nuevo "estilo" científico-tecnológico que sea afín a una nueva sociedad socialista" (1972: 46-49). Es necesario crear una "ciencia de la revolución". En qué consistiría ésta no es del todo claro, pero implicaría una fuerte crítica de las modas impulsadas por criterios ajenos a la realidad latinoamericana, y fundamentalmente en el caso de las ciencias sociales, una transformación metodológica sustancial, guiada por la aplicación de una modelística matemática nueva, y a la cual él estaba personalmente abocado.

La discusión acerca de la relevancia tiene en América Latina uno de sus momentos cúlmine en este momento. La relevancia en sentido sectario de los consejos de investigación es entendida como criterios que responden a intereses exógenos. El sentido nacional de coordinación institucional que observábamos en la sección anterior en textos como el de Shils toma en América Latina un lugar central. Ya no se trata solamente, como parecía ser el caso en los EE.UU., de concentrar los esfuerzos de las distintas agencias en torno a unos criterios unificados para volver la política científica más racional y efectiva. En América Latina, el riesgo no es la descoordinación, sino la dominación.11 No sólo hay que coordinar los esfuerzos, sino que hay que imprimirles una direccionalidad que sea liberadora. Si en la discusión norteamericana los distintos intereses que dan forma a las agendas son primordialmente intereses locales en conflicto en los que hay que poner orden y prioridades, en la situación periférica latinoamericana se trata de intereses nacionales frente a intereses foráneos, y por lo tanto el componente nacional de la relevancia se vuelve central. A través de la búsqueda de criterios para dar relevancia local a las agendas de investigación, se combate la dominación económico-cultural y no sólo un problema de carácter administrativo de buscar mejorar la eficiencia en la asignación de fondos.

2.5. La relevancia socio-ambiental: ¿un eslabón perdido?

En las periodizaciones de la política científica a nivel global, la última parte de los 60 y el comienzo de los 70 suele caracterizarse como la "fase de la relevancia" (Elzinga y Jamison, 1996). Según señala un documento institucional de la National Science Foundation, "el presidente Lyndon Johnson enmendó los estatutos de la NSF en 1968 específicamente con el fin de expandir la misión de la agencia a problemas que afecten directamente a la sociedad. Ahora 'relevancia' se transformó en la nueva palabra de moda, plasmada en el lanzamiento en 1969 de un nuevo programa llamado Investigación Interdisciplinaria Relevante para los Problemas de Nuestra Sociedad (IRRPOS, por sus siglas en inglés), que financiaba proyectos en las áreas de medio ambiente, problemas urbanos y energía" (2000: 57).

Esta preocupación por los problemas sociales surge en el marco del establecimiento de una academia disidente y movimientos contraculturales en los Estados Unidos yEuropa Occidental, marcados por el rechazo a la guerra de Vietnam, el hippismo, el ambientalismo, el feminismo, la revolución sexual y la cultura asociada al consumo de drogas. Sus efectos al nivel de las políticas científicas se relacionan fundamentalmente con una crítica de la I+D con fines militares y un fuerte aumento de la preocupación acerca de las consecuencias medioambientales del desarrollo científico tecnológico. No se trataba, sin embargo, meramente de una reorientación hacia fines sociales, sino que lo que se buscaba era el control y la participación de esos otros grupos sociales sobre las agendas de investigación. Estas ideas, que Elzinga y Jamison señalan como parte de una "doctrina tecnocrática de ingeniería social", fueron plasmadas en el documento de la OCDE Science, Growth and Society: a New Perspective (1971). Sobre este trabajo, uno de sus autores, Harvey Brooks, comenta que tras una breve época de euforia por los logros de la Gran Ciencia "se empezó a ver la ciencia y la racionalidad como la fuente del problema en vez de como la base para su solución y los problemas sociales se consideraron de forma creciente como los efectos secundarios del progreso de la ciencia y la tecnología" (1986: 130; citado en Elzinga y Jamison).12 Salvo excepciones más radicales como un subgrupo marxista de la organización Science for the People, la mayoría de las presiones se dieron a través de grupos ecologistas y pacifistas. A nivel institucional, los intereses de estos grupos se plasmaron en la creación de organismos dedicados a la evaluación de tecnologías como la Office of Technology Assessment en 1972 en los Estados Unidos y otras agencias ligadas a la protección ambiental.13

En estos años, la situación en América Latina se veía de modo diferente. Como mencionamos en la sección anterior, la relevancia en sentido nacional, asociada a una búsqueda de autonomía en la definición de las agendas de investigación, fue el sentido que primó en la segunda parte de la década del 60 y principios de los 70.14 El proceso de radicalización política que operó en la región a partir de la Revolución Cubana de 1959 se hizo oír en la academia y la comunidad científica. Así como en los EE.UU. y Europa surgía una academia disidente ligada a un sentido de la relevancia que podemos caracterizar como socio-ambiental, en América Latina la preocupación por la autonomía fácilmente pudo ligarse a marxismo y revolución.15 Un testimonio de un científico argentino puede quizás hacer más gráfica la comparación:

"Cuando hablo con colegas de mi edad formados en otros países, ya sea en Europa o los Estados Unidos, y juntos recordamos los años '60, coincidimos en que nuestra generación es un producto de las transiciones culturales ocurridas en esa década, pero hay aspectos de tal identificación que son interesantes. Mis colegas del Norte identifican como aspectos salientes de esa época la música contemporánea o la irrupción de la droga, en especial la marihuana, la aparición de las corrientes hippies o la revolución sexual. (...) Lo que tiñe en cambio las memorias de esos años en Argentina es, en cambio, el fermento político, nuestras discusiones se daban en primer lugar entre las distintas vertientes del marxismo leninismo y el desarrollismo, sobre las distintas posturas de interpretación de la historia social y sobre todo el futuro de la sociedad. Discutíamos por ejemplo si tal o cual grupo estudiantil era 'historicista', 'obrerista', 'centrista', 'frentepopulista' o 'correa de transmisión de la pequeña burguesía'" (Kacelnik, en Rotunno y Díaz de Guijarro, 2003: 150-151).

En igual línea pueden situarse los trabajos de Varsavsky mencionados en la sección anterior. La preocupación allí es eminentemente política, se trata de generar una nueva ciencia para una nueva sociedad, y la relevancia de las investigaciones debe evaluarse en función del proyecto nacional al que se quiera servir. En tanto, el proyecto que motiva toda la reflexión de Varsavsky es el de un "socialismo creativo", volver relevante la ciencia en su visión es transformarla en la "ciencia de la revolución". Si bien -como todos sabemos- la revolución que esperaba no tuvo nunca lugar, este sentido de la relevancia estuvo asociado al proyecto de la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires, llevado adelante por las agrupaciones de la izquierda peronista que se fortalecieron durante el breve gobierno de Cámpora y los primeros tiempos del tercer gobierno peronista. En el intento de volcar toda la vida universitaria al proyecto un proyecto revolucionario de "liberación nacional", reaparecen tópicos afines al pensamiento de Varsavsky: "Debemos recordar que el 'apoliticismo' de la ciencia ha sido férreamente defendido por la universidad liberal-burguesa, en cuyo seno los representantes de la oligarquía se oponen, con los más sutiles argumentos, a la orientación del conocimiento que pueda poner en peligro la base de sustentación de sus posiciones" (documento de la UNPBA de 1973, citado en Dono Rubio y Lázzari, 2009). En la práctica esto significó una agenda de investigación ligada a las necesidades de los sectores populares, con una filosofía de intervención social- extensionismo muy fuerte. Entre las medidas tomadas puede citarse la instalación de un laboratorio para producción de medicamentos en la Facultad de Farmacia y Bioquímica en colaboración con el Ministerio de Salud Pública, el compromiso con el proyecto de desarrollo agropecuario de la zona semiárida del Chaco, la participación intensa de la Facultad de Derecho en una serie de consultorios jurídicos barriales, e importantes trabajos de construcción de vivienda popular por parte de la Facultad de Arquitectura en asentamientos precarios de los partidos de San Martín, 3 de Febrero y Quilmes (Recalde, 2007: 307-314; Pérez Lindo, 1985: 170-172).

En estos años, la relevancia en sentido nacional-autonomista o luego revolucionario ocupó la esfera pública en las discusiones sobre la política científico-tecnológica. Si bien puede citarse la experiencia del Modelo Mundial Latinoamericano llevado adelante por la Fundación Bariloche bajo la dirección de Amílcar Herrera en 1973, donde se incluían variables ambientales, la apuesta fuerte estaba ligada a lo político, y una vez más, a la idea de generar un pensamiento autónomo para América Latina, desafiando las conclusiones del informe Los límites al crecimiento (Herrera et al., 2003; Meadows et al., 1971). Las consecuencias del énfasis en lo político y el consecuente menor hincapié en los factores ambientales, sumado a la ola de dictaduras que se instalaron en el continente a lo largo de la década de 1970, produjeron que una generación de instrumentos de política científica, aquellos ligados por ejemplo a la evaluación tecnológica y la participación de actores característicos de la cultura cívica en los temas de ciencia y tecnología, no se institucionalizara en la región. Cuando retorne la democracia en los 80, la fase de la relevancia ya había acabado y las prioridades a nivel global eran otras.16

2.6. Un nuevo contrato social para la ciencia académica

En la década de 1980 la efervescencia social de los 70 dio paso a un programa más conservador. La OCDE lanzó el documento Science and Technology Policy for the 80s, en el cual se llamaba a los países a emprender una política industrial activa y a buscar una mayor cooperación entre universidades e industria. Respecto de este último punto, ya desde principios de la década se habían comenzado a realizar transformaciones regulatorias en distintos países para facilitar este acercamiento. De acuerdo con el estudio comparativo de lo sucedido en las legislaciones de los países anglosajones realizado por Slaughter y Leslie (1997) en la década del 80 se impusieron políticas que trataban a la I+D universitaria como fuente de riqueza, y propiciaban la celebración de acuerdos de investigación contratada con empresas.17 Quizá la medida más prototípica tomada en esta dirección haya sido la ley estadounidense Bayh-Dole. De acuerdo con esta normativa de 1980, las universidades quedaban facultadas para patentar como propios los resultados de las investigaciones científicas financiadas con fondos federales, lo cual antes sólo era posible a través de la compleja tramitación de una excepción para el caso.

Estas medidas fueron integradas luego en el marco de un discurso más amplio, que se continuó desarrollando durante la década de los 90, acerca del surgimiento de un nuevo contrato social entre la ciencia y la tecnología y la sociedad. El contrato original de autonomía relativa, que habría quedado fijado desde 1945 junto al modelo lineal, podría caracterizarse como "el acuerdo de la comunidad política de proveer recursos a la comunidad científica y de permitirle a ésta retener sus mecanismos de decisión, y en contrapartida esperar beneficios tecnológicos futuros no especificados" (Guston 2000: 62).18 Este nuevo contrato estimularía un mayor vínculo entre científicos y promotores y un mayor control sobre el trabajo efectivo de investigación por parte de estos últimos a través de la inclusión de criterios externos a la comunidad científica en la evaluación de proyectos. Asimismo, los académicos son incentivados a trabajar en temas que puedan ser relevantes para aquellos con capacidad de financiar la investigación, en tanto les generan acceso a nuevos recursos económicos para investigar a la vez que a la posibilidad de obtener ganancias personales. La contracara de esto es la disminución -a través de recortes en el financiamiento institucional- en la libertad individual de los profesores para llevar adelante investigaciones en los temas que despiertan su curiosidad. En términos generales también se redefine el rol del estado, pasando de una postura planificadora en función de objetivos nacionales y prioridades (pero relativamente permisiva ante el manejo discrecional de éstas por los científicos) a permitir un mayor juego entre los distintos actores, sin la pretensión de monopolizar criterios, sino más bien facilitando los vínculos entre ellos, con el objetivo final de generar innovaciones tecnológicas.

Desde las distintas vertientes disciplinares agrupadas en los estudios sobre ciencia, tecnología y sociedad, se ha buscado conceptualizar estas transformaciones. Así han surgido conceptos como los de "investigación estratégica" (Irvine y Martin, 1984), "modos de producción del conocimiento" (Gibbons et al., 1994), "sistemas de innovación" (Lundvall, 1992, entre otros), "triple hélice de relaciones entre universidad, estado e industria" (Etzkowitz y Leydesdorff, 1998, 2000), "ciencia postacadémica" (Ziman 1994, 2000) o "capitalismo académico" (Slaughter y Leslie, 1997). Estos conceptos presentan múltiples y complejos matices, pero comparten la idea de que a partir de los años 80 se han puesto en marcha importantes transformaciones en el campo de la ciencia académica. Algunos, como Slaughter y Leslie o Ziman ven estos cambios en forma negativa, mientras otros como Gibbons o Etzkowitz los celebran y fomentan.19 En lo que sigue discutiremos más en detalle la propuesta de Gibbons et al. (1994, 1998), en tanto ha sido una de las más influyentes en todo el campo de la política científica y de educación superior y disciplinas vecinas.20

En este proceso transformativo, que Gibbons y otros (1994, traducción al español 1997) han denominado la emergencia de un nuevo modo de producción del conocimiento, se destaca la creciente importancia de actores externos a la comunidad científica en la definición de las líneas de investigación. Si bien esto no era infrecuente en la investigación de tipo aplicado llevadas a cabo en agencias gubernamentales o en laboratorios industriales -pensemos en la investigación bélica-, la ciencia académica parecía haber podido mantenerse en un campo de una relativa autonomía. Sin embargo, para los autores esto está justamente en proceso de transformación. La propuesta de Gibbons consiste en oponer de modo binario dos modos de producir conocimiento. Frente al contexto académico, disciplinar, homogéneo, autónomo, y tradicional en lo que hace al control de calidad del denominado "modo 1", el modo 2 por oposición correspondería a la producción de conocimiento en el contexto de una aplicación, en forma transdisciplinar, heterogénea, reflexiva socialmente y con nuevos mecanismos de control de calidad. Si bien se supone que el modo 2 podría coexistir con el modo 1, según ciertos pasajes del texto, la coexistencia no sería sin subordinación del viejo al nuevo modo.21 Cabe aclarar que el libro de Gibbons ha sido fuertemente criticado por varios motivos, entre los que se destacan la carencia de una sólida base empírica ni un anclaje teórico en la sociología, la historia, la economía o la epistemología, la existencia de un matiz normativo nunca explícitamente reconocido y por no proveer un programa empírico de investigación que pudiera poner a prueba las hipótesis propuestas.22 Sin embargo, ha recibido mucha atención de parte del campo de la política científica y sus conceptos han sido utilizados en documentos afines a la política pública, como ser por ejemplo el informe preparado por el mismo Gibbons para la conferencia mundial de educación superior de 1998 Relevancia de la Educación Superior en el siglo XXI, que retoma los lineamientos del texto de 1994. 23

Las relaciones entre ciencia y sociedad en el modo 2 tienen un carácter diferente al conocido en el contrato social anterior. Gibbons afirma que este nuevo paradigma introduce un tipo de producción de conocimientos con mayor "reflexividad social", la cual se pone en práctica a través de un cambio radical en los métodos de evaluación científica, en la cual -como ya hemos mencionado- pueden jugar un rol central los criterios de relevancia. "El modo 2 supone una estrecha interacción entre muchos actores (...), lo que significa que esa producción de conocimiento adquiere cada vez una mayor responsabilidad social" (1997: 8) La multiplicidad de actores involucrados traería como consecuencia entonces también la necesidad de redefinir más pluralmente los criterios que determinan qué es "buena ciencia" y qué no. El significado de "reflexividad social" en este contexto no es sin embargo del todo claro, pero apunta a que las decisiones relativas a la producción de conocimiento no deben tomarse aisladamente de aquellos que luego podrían hacer un uso de esos saberes. Así, "un número creciente de grupos de interés y de los llamados 'preocupados' están exigiendo una representación en la determinación de la agenda política y el posterior proceso de decisiones. En el modo 2, la sensibilidad hacia el impacto de la investigación está presente desde el principio" (1997: 19). Es decir que un conocimiento producido de modo socialmente reflexivo es aquel que tiene en cuenta a un contexto que excede el académico en la determinación de sus objetivos de producción. Para lograr este acercamiento entre oferta y demanda de conocimientos es necesario entonces modificar los criterios por los que el saber es validado. En el modo 1, los mecanismos de revisión por pares se consideraban la regla dorada; en el modo 2, en cambio, el control debe ampliarse para cubrir otros intereses. Según Gibbons, "al criterio de interés intelectual se le añaden otras cuestiones, como por ejemplo: 'Si se encuentra la solución, ¿será competitiva en el mercado?', '¿será efectiva en cuanto al coste?', '¿será socialmente aceptable?'" (1997: 21). La ampliación de la base no redundará en una menor calidad, sino simplemente en una calidad distinta, más "compuesta y multidimensional". Si bien esto puede generar tensiones con las estructuras legitimadoras previamente establecidas, los autores afirman -sin ocultar una pretensión normativa- que "hay que adaptar las normas que han gobernado la producción de conocimiento científico porque las actuales ya no se perciben como adecuadas para el desarrollo continuo de la propia ciencia" (1997: 49).

La inclusión de nuevos actores y consecuentemente de nuevos criterios de juicio para el conocimiento producido vuelve pública la discusión acerca de los objetivos de la producción de conocimiento misma. La ciencia académica y el sistema de evaluación asociado a ella han privilegiado como el fin último de la empresa científica la contribución desinteresada al acervo de conocimiento sobre nuestro mundo natural y social. El modo 2, en cambio, implica la incorporación explícita de objetivos de corte instrumental. "Como la producción y distribución de conocimiento se hallan mucho más estrechamente relacionadas en el modo 2 de lo que estuvieron en el modo 1, (...) se ha hecho más difícil [para los consumidores potenciales] mantenerse al margen del proceso de producción de conocimiento y esperar a explicar sus resultados más tarde. En resumen, tanto el sector académico como el industrial tienen que convertirse en participantes en la producción de un conocimiento que tenga potencial para crear riqueza" (1997: 77).

Llegados a este punto podríamos preguntarnos con qué objetivo se incorpora en el modo 2 la participación de actores externos a la comunidad científica. La participación de nuevos actores no se justifica en una moción democratizadora, sino de índole fundamentalmente económica. Se busca la participación de actores externos como patrocinadores y posibles usuarios del conocimiento producido. Se busca conocimiento que pueda generar riqueza, pero no se habla de la distribución de esa riqueza. Hablar de la apertura de las decisiones a otros actores y sus criterios de un modo así de ambiguo puede sencillamente implicar la sustitución del patronazgo del Estado por el de intereses particulares que pretenden la orientación de la investigación a áreas específicas que les aportan ganancia, y no en función de ningún bien común. El estado no desaparece como financiador, sino que adopta las nuevas reglas de juego haciendo explícitos sus objetivos en la distribución de fondos y controlando más los resultados obtenidos. Por otra parte si los únicos que pueden participar en la imposición de nuevos criterios son aquellos que luego tienen el poder de financiar la investigación, pasaríamos de un ideal desinteresado y meritocrático del sistema científico a uno plutocrático, envuelto en una retórica participativa.

En términos de nuestro análisis de la relevancia, vemos emerger aquí un sentido mercantil. Se vuelve relevante la investigación que es capaz de movilizar intereses en el mercado de patrocinadores públicos y privados de la ciencia. Los investigadores se ven forzados a adaptarse a las demandas externas pues los recursos están cada vez más direccionados y, en la medida en que sus conocimientos lo permiten, los promotores pueden evaluar si satisfacen o no sus requerimientos. Lo que este esquema cristaliza es una completa instrumentalización completa de la investigación académica. Las decisiones de agenda recaerán fundamentalmente en los estrategas corporativos para el caso del financiamiento privado y de los policy-makers en el de los fondos públicos. En ambos casos, se conceptualiza a la comunidad académica como un cuerpo de ejecutores que, respondiendo a determinados incentivos de índole fundamentalmente económica, adecuarán su trabajo a lo solicitado por los patrocinadores. Si en el contrato social clásico, primaba un sentido sectario de relevancia, donde los criterios para otorgar premios y castigos eran definidos dentro de la comunidad científica misma, en estos nuevos tiempos la relevancia se define en función del juego oferta de conocimiento por parte de los académicos y la demanda de conocimiento por parte de los patrocinadores, en un juego en el que prima la racionalidad económica.24

Este cambio en las políticas para la ciencia académica produjo también una fuerte resistencia de sesgo generalmente conservador. Representantes de la comunidad científica han descrito la transformación del ethos clásico mertoniano de comunitarismo, universalismo, desinterés y escepticismo organizado por la inclusión de valores propios de la investigación industrial en las prácticas científicas, como la propiedad intelectual, el autoritarismo, el trabajo contratado o la figura del experto (Ziman, 2000: 78-79). El concepto de "capitalismo académico" de Slaughter y Leslie (1997) representa el punto de vista conservador mencionado. Estos autores, embanderados en una defensa de las universidades frente al mercado y una resistencia a la adopción de conductas afines a la racionalidad económica por parte de los académicos, terminan implícitamente reclamando un retorno al modelo lineal y su esquema de autonomía relativa. Al afirmar que en estos años "las políticas para la I+D académica, el elemento vital de la educación de posgrado, se transformaron en políticas científico-tecnológicas" (1997: 211), se obvia el hecho de que en el fondo siempre fueron políticas de promoción de la ciencia y la tecnología para fines que iban más allá de lo académico, sólo que durante la vigencia absoluta del modelo lineal, no se les reclamó a los científicos que dieran demasiada cuenta de las posibilidades de aplicación de los conocimientos generados. En contraposición al sentido mercantil impulsado desde las políticas de ciencia, tecnología e innovación, desde algunos sectores de la academia se responde con una concepción anticomercial, que reivindica los fines culturales e intelectuales de la investigación académica y recela de la determinación externa de agendas de investigación.25

2.7. El nuevo contrato social desde la periferia

Tras el clima de alta movilización política que se vivió en América Latina en la primera parte de la década de 1970, una ola de dictaduras se sucedió en muchos países del continente, forzando a muchos científicos y tecnólogos al exilio. Con la notoria excepción de Brasil, donde los militares tuvieron una política de apoyo a la industria, en la mayoría de los países de América Latina el que siguió fue un periodo de desindustrialización y apertura de la economía. Luego, cuando retornó la democracia y se podría esperar un cambio de rumbo, el rápido desmantelamiento del mundo bipolary la emergencia del Consenso de Washington derivaron en políticas que profundizaban la tendencia mencionada de desregulación y apertura. Específicamente en el campo de las políticas de ciencia y tecnología, en los años 90 se introdujeron en la región, por la influencia de organismos internacionales como el Banco Interamericano de Desarrollo, enfoques ligados al nuevo contrato social mencionado en la sección anterior. Fundamentalmente, las políticas adoptaron el concepto de Sistema Nacional de Innovación, derivado de los trabajos de economistas evolucionistas como Christopher Freeman, Bengt-Ake Lundvall y Charles Edquist. Este enfoque, originalmente diseñado para describir las relaciones entre los distintos actores que participan en la producción de conocimiento y permitir comparaciones entre las diferentes configuraciones existentes, es adoptado en América Latina con un matiz normativo (Arocena y Sutz, 2002). Un concepto elaborado ex post reverbera en las recomendaciones políticas para los países subdesarrollados como un modelo que puede ser definido ex ante. Así, los componentes desarticulados de una red de productores y usuarios de conocimientos se transforman en un sistema nacional de innovación que debe ser fomentado, dinamizado, fortalecido, integrado, etc.

El enfoque de los Sistemas Nacionales de Innovación comparte algunas ideas básicas con el planteo de Gibbons et al., (1994) que reseñamos en la sección anterior. En ambos casos existe un fuerte rechazo al modelo lineal y una búsqueda de una interacción más estrecha entre productores y usuarios de conocimiento y el reconocimiento del importante papel que ocupan las organizaciones intermedias. La heterogeneidad con la que Gibbons caracterizaba el modo 2 se refleja en la diversidad de instituciones y relaciones entabladas dentro de la red que caracteriza a un sistema de innovación (Hessels y Van Lente, 2008: 745). Por otra parte, el rechazo al modelo lineal sostenido por ambos enfoques sugiere un cambio en el papel del Estado, que ya no deberá desempeñarse como el patrocinador de la ciencia básica sino como un actor importante -si bien no el único- en estas nuevas redes. Allí, su función se asimilará más a la de un facilitador de relaciones en el marco de los nuevos esquemas de gobernanza que a la del dueño del sistema26.

Las características de los sistemas de innovación de América Latina no permiten un traslado directo de estos enfoques de los países centrales a la región. La baja demanda de conocimiento por parte del sector productivo, el predominio de la investigación básica patrocinada por el estado antes que de la investigación industrial aplicada, sumados a una industria que invierte muy poco en I+D y un perfil de instituciones de educación superior más ligadas a la formación de profesionales que a la investigación científica, configuran una situación en la que difícilmente los sistemas nacionales de innovación o el modo 2 puedan surgir naturalmente. En el campo de la educación superior pública, por ejemplo, las medidas de fomento a la vinculación universidad-empresa vinieron acompañadas de un fuerte recorte de fondos estatales, lo cual afectó a las instituciones universitarias que debían salir en busca de convenios y recursos externos para poder seguir realizando las actividades básicas para las que antes tenían un financiamiento asegurado. Sin embargo, esta búsqueda de una diversificación del financiamiento no ha llevado a los resultados esperados: a mediados de los años 90, las universidades de la Argentina, México, Colombia, Costa Rica y Ecuador recibían más del 90% del presupuesto de sus gobiernos (Díaz Barriga, 1997, citado en Arocena y Sutz, 2001: 1223). Por otra parte, dada la inexistencia de gran cantidad de empresas demandando el conocimiento que las universidades podían generar, en muchos casos éstas terminaban vendiendo servicios técnicos de baja complejidad, compitiendo con sus propios egresados (Naidorf, 2009).

En lo que hace a las políticas de ciencia y tecnología, durante los años 90 la implantación del modelo de los sistemas de innovación vino acompañada de un acento en las políticas de tipo horizontal, que se proponían promover la innovación sea donde esta ocurriera, sin determinar en forma efectiva áreas estratégicas a nivel nacional o regional (Chudnovsky, 1999: 169).27 Allí donde hubiera una alianza prometedora entre investigadores y representantes del sector productivo, el estado podría contribuir a financiar y facilitar estas interacciones. Sin embargo, como señala Albornoz (1997), la política científica en un contexto como el latinoamericano no puede partir únicamente de fomentar las vinculaciones, sino que debe contribuir a la promoción de la existencia de los actores de por sí, "ya que a priori es poco probable que ellos abunden en nuestras sociedades" (1997: 114).

Los sentidos de la relevancia involucrados en el debate de los años 90 son una vez más diversos. El sentido que habíamos identificado en la sección anterior como mercantil se pone aquí fuertemente de manifiesto en el enfoque de las nuevas políticas de ciencia y tecnología de los años 90. El desfinanciamiento de la investigación básica y la predilección por la investigación con fines comerciales muestra de qué manera lo relevante, en la visión de los policy-makers, no son más que los conocimientos que puedan luego aportar dividendos. Este sentido mercantil no se agota en lo meramente institucional (el dinero para hacer funcionar la universidad por ejemplo), sino que se entronca en un discurso económico más amplio acerca de la competitividad. La economía se volverá competitiva a nivel internacional si puede ofrecer productos con un alto valor agregado derivados, entre otras fuentes, de la I+D académica. De cualquier modo sería un error establecer una relación biunívoca entre este sentido mercantil y el discurso de la competitividad, pues ya hemos visto en los años 60 que el sentido nacional de la relevancia podía también entroncarse con un discurso sobre el prestigio y la competitividad nacionales en materia económica. Finalmente, cabe destacar que este sentido mercantil de la relevancia no fue aceptado de forma unánime. Por el contrario, del mismo modo que ciertas figuras de la comunidad científica criticaron en los países anglosajones, la mercantilización de la academia y el cambio de las reglas de juego para la investigación universitaria en América Latina se dejaron escuchar voces en la misma dirección (Mollis, 2003; Schugurensky y Naidorf, 2004; Llomovatte y Naidorf, 2010). Tomando el concepto de relevancia para la educación superior que Gibbons (1998) construye sobre la base del modo 2, Naishtat (2003) aboga por un ethos de la impertinencia epistémica, que no confine a los investigadores a estudiar sólo sobre aquellas temáticas que interesan al mercado y brinde un espacio para saberes impertinentes. Por otra parte, hay que distinguir que en algunos casos, como por ejemplo en Naidorf y Llomovatte (2010), el rechazo al sentido mercantil no va asociado a un reclamo conservador de que las cosas vuelvan a ser lo que eran, restaurando el modelo lineal. Hay en estas autoras una propuesta alternativa de darle un sentido políticamente comprometido a la producción de conocimientos, que apunte a la transformación de la estructura social. Esta aproximación comparte ese objetivo con el sentido revolucionario de los años 70, si bien en un marco político-histórico menos radical. Por último, Arocena y Sutz (2011), en una postura de mayor respeto y apreciación por las relaciones de mercado, también señalan que es necesario darle a la producción de conocimiento un sentido de la relevancia que esté ligado a las necesidades sociales insatisfechas y a programas para mitigar la desigualdad social.

2.8. Los sentidos de la relevancia: una recapitulación

A lo largo de las secciones anteriores hemos recorrido un largo camino, identificando y contraponiendo distintas concepciones de la relevancia en la política científica global y sus especificaciones a nivel latinoamericano. En un nivel global, primero señalamos la emergencia de un sentido sectario ligado a la identificación de lo relevante como lo académicamente más calificado en el marco de un debate interno a la comunidad científica. Este sentido era subsidiario del esquema político del modelo lineal, de acuerdo al cual los científicos gozaban de una cierta autonomía relativa que les permitía monopolizar los criterios de asignación de fondos para ciencia básica a través de los comités de pares. Si bien el discurso estaba ligado explícitamente a la calidad académica, no ignoramos que no existe una visión unánime sobre cómo evaluarla y que tras esta se esconden en numerosas oportunidades otras motivaciones mucho más mundanas. Es por ello que pensamos este primer sentido como sectario, en tanto lo que se busca es beneficiar al propio grupo, entendido como comunidad científica, disciplinaria, subdisciplinaria, grupo de investigación, etc. En parte, en oposición a esta concepción tan cerrada sobre sí misma señalamos el surgimiento de un sentido nacional, de acuerdo al cual la vara para medir la relevancia iba más allá de la comunidad científica y se situaba en el nivel de las prioridades nacionales. Los participantes del debate de la revista Minerva buscaron identificar criterios que permitieran jerarquizar cierto tipo de campos de investigación por sobre otros, arguyendo que algunos de ellos podían ser más afines a los objetivos nacionales antes que otros. Sin embargo, la pregunta acerca de cómo definir claramente estos objetivos nacionales quedaba fuera del marco del debate, en manos de políticos de pura cepa. Más adelante, sobre finales de la década de 1960 la confianza en la capacidad de la ciencia y la tecnología para resolver los grandes problemas se redujo y dio paso a una preocupación por el desarrollo de la sociedad en el largo plazo, e incorporó como variable potencialmente negativa a los efectos sociales y ambientales de la ciencia y la tecnología. De cifrar la respuesta a nuestras dificultades, la ciencia y la tecnología pasaron a ser vistas también como generadoras de nuevas dificultades. Así es como surge lo que dimos en llamar un sentido socio-ambiental de la relevancia, donde lo nacional en sentido estricto deja lugar a una preocupación más local por la calidad de vida y la confianza en el desarrollo científico-tecnológico merma. Finalmente, en los años 80 la emergencia de lo que fue llamado un nuevo contrato social entre ciencia, tecnología y sociedad dio lugar simultáneamente a un sentido mercantil y a una reacción anticomercial. En la concepción mercantil, el conocimiento relevante es aquel que puede ser comercializado, sea en el corto o en el mediano plazo. Las promesas de la utilidad en el futuro lejano que eran aceptables en el modelo lineal ya no cuajan en este nuevo esquema. En contraposición, se potencia una concepción anticomercial del conocimiento, que parte de la resistencia a la introducción de conductas ligadas al comportamiento económico en las universidades, desde la competencia por fondos externos a la privatización del conocimiento a través de patentes y acuerdos de confidencialidad. Esta reacción anticomercial recientemente se ha entroncado con un discurso más amplio de defensa de los bienes comunes, con el conocimiento como uno de ellos. De esta manera, esta actitud reactiva podría terminar de constituirse como una concepción completa de la relevancia, en tanto introduce no sólo criterios negativos -rechazar los mecanismos mercantiles de asignación de prioridades- sino también positivos -la conformación de agendas de investigación sobre la concepción, la gestión, la defensa y el uso de los bienes comunes-.

A nivel latinoamericano, los sentidos de la relevancia que hemos mencionado se especifican de un modo particular, acarreando una parte del significado que tenían a nivel global y resignificando otra. La instalación de los consejos de investigación a lo largo de todo el continente en los años 50 incorporó a la política científica latinoamericana el sentido sectario de la relevancia. Las comunidades científicas fueron los principales destinatarios de estas instituciones, y los criterios de selección que se implementaron respondían a los intereses de los científicos que formaban parte de sus comités de evaluación. Puede pensarse que dada, la falta de demanda de conocimiento científico por parte de los actores del medio local, las presiones en América Latina por la incorporación de otro tipo de criterios fue incluso menos fuerte que en los países desarrollados, donde la industria ejercía mucho más fuertemente su poder de lobby para influir en las agendas. En la segunda parte de los años 60, si bien no siempre toma cuerpo en las políticas efectivas, con el surgimiento del Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Desarrollo se discute más abiertamente la dimensión nacional de la relevancia. A diferencia de lo que sucede en el hemisferio norte, en América Latina ciencia y tecnología no son sólo elementos para aumentar el prestigio nacional, el potencial bélico o la competitividad de la economía, también son un espacio donde las relaciones de dependencia se hacen manifiestas, a la vez que herramientas que, una vez depuradas de estos componentes de colonialidad, pueden servir para la liberación nacional y regional. En el marco del clima de radicalización política de comienzos de los 70 surge un sentido revolucionario de la relevancia, ligado a la creación de una ciencia y tecnología que fuera compatible con un proyecto revolucionario de izquierda. La capacidad de servir a los objetivos de esta nueva sociedad sería la vara por la cual podría evaluarse los nuevos conocimientos. A partir de fines de los años 80 comenzaron a penetrar los enfoques ligados al nuevo contrato social. Se instaló en América Latina también una concepción mercantil, que fue enérgicamente rechazada por amplios sectores de la comunidad científica. Esta  reacción anticomercial, amén de la existencia de un sector conservador que reclamaba implícitamente el retorno al modelo lineal, también se manifestó en un sector que adoptó un sentido políticamente comprometido de la relevancia, buscando criterios que den forma a una agenda alternativa, orientada a la producción de conocimientos afines a los intereses de aquellos que no tienen capacidad de financiar la investigación, como por ejemplo, los casos de fallas de mercado en enfermedades desatendidas o las tecnologías diseñadas para la inclusión social.

3. Un paso adelante: por un sentido público de la relevancia

Las concepciones de la relevancia que hemos reseñado se pueden distinguir por los valores que sostienen y los intereses que representan, desde los de la comunidad científica en el sentido sectario o los del mercado en el mercantil pasando por los de liderazgo nacional o los revolucionarios, hemos podido ir configurando una gran pluralidad de enfoques. En lo que sigue ahora, ya no nos propondremos describir las concepciones más importantes de la relevancia, sino avanzar con una nueva propuesta. El sentido público de la relevancia, que queremos desarrollar, se basa en un valor que si bien ha estado presente en el recorrido que hemos hecho, nunca fue central. Se trata del valor de la participación de una amplia pluralidad de actores en la definición de la política en ciencia y tecnología. Nuestro sentido público será un sentido que reconozca los mecanismos participativos como una de las bases de la política científico-tecnológica.

La existencia de espacios de participación pública en el campo científico-tecnológico no es nueva. Sin embargo, su uso se ha visto restringido fundamentalmente al análisis de lo que se denomina "ciencia para la política", es decir, los casos en los que las políticas públicas de salud o medio ambiente necesitan de un conocimiento científico confiable para tomar decisiones regulatorias. La existencia de paneles mixtos de científicos -muchos de ellos con visiones e intereses contrapuestos-, organizaciones ciudadanas, sindicatos, empresarios y otros grupos de interés han generado la doble posibilidad de dar elementos para una crítica de la neutralidad de la expertise científico-técnica y legitimar los nuevos tipos de experticia (Douglas, 2009; Irwin, 1995). Sobre esta base se han realizado numerosas experiencias de evaluación de riesgo sobre temas como nanotecnologías, alimentos genéticamente modificados o células madres, y se han diseñado protocolos como las conferencias de consenso, los talleres de escenario o los jurados ciudadanos (Abels y Bora, 2004; Deblonde et al., 2008; Powell y Kleinman, 2008; Marris et al., 2008).

El surgimiento de estas iniciativas puede retrotraerse en nuestro relato anterior a la concepción socio-ambiental de la relevancia, momento en el cual las condiciones no deseadas de la tecnología comenzaron a ser percibidas como amenazantes y dieron lugar al surgimiento de algunas instituciones especializadas en la materia, como la Oficina de Evaluación Tecnológica del Congreso norteamericano en 1972. Sin embargo, no hay en ese momento todavía una preocupación por la participación pública de una amplia gama de actores, sino un enfoque tecnocrático que privilegia el saber académico experto (Bimber, 1995; Petermann, 1999). Este tipo de instituciones adoptará un perfil más plural cuando se instalen en Europa en las décadas siguientes (Delvenne, 2010). En América Latina, en tanto, salvo algunas excepciones como la experiencia de una conferencia de consenso en Chile acerca de la privacidad de los registros médicos (Pellegrini Filho, 2004), no parece haber un gran interés de parte de los actores políticos de desarrollar estas metodologías. Como hemos señalado anteriormente, una posible explicación para el lugar marginal que las evaluaciones participativas de tecnologías ocupan en la agenda pública puede relacionarse con que la emergencia de un sentido socio-ambiental de la relevancia es mucho más reciente en América Latina, y no termina de imponerse ni en la política científica ni en las políticas regulatorias sectoriales. Esto no quiere decir que no existan en América Latina casos en los que este tipo de metodologías podrían aplicarse con utilidad, como las disputas en torno a recursos naturales como la generada por la megaminería o el emplazamiento de grandes instalaciones industriales, como fue la situación con las pasteras del río Uruguay.

El sentido público de la relevancia que queremos proponer aquí no se limita ni se centra en buscar la aplicación de estas metodologías en una región del mundo en la cual, por distintos motivos, no se desarrollaron. No. Este sentido público de la relevancia es una propuesta no para la ciencia para la política sino para la política para la ciencia, es decir, la política científica de la que venimos hablando desde el comienzo del artículo. De lo que se trata aquí es de pensar una forma de introducir en la discusión por la relevancia de la investigación científico-tecnológica los puntos de vista de los distintos interesados, conformando criterios de relevancia desde abajo hacia arriba. No debemos confundir esta propuesta con la responsabilidad social que planteaban Gibbons et al., (1994) como característica del modo 2. En ese caso, el acercamiento entre productores y usuarios del conocimiento que se buscaba se hacía fundamentalmente sobre la capacidad de estos últimos para financiar las investigaciones. Responsabilidad social era generar lo que el usuario industrial estaba necesitando. En esta propuesta, aquellos habilitados para participar en la discusión por las prioridades y los criterios de relevancia son todos, y el debate se da en un marco institucional público, de modo similar a lo que sucede cuando se realizan evaluaciones de riesgo.28

Nadie duda de que torcer agendas de investigación a través de la mera enunciación de prioridades de I+D es una tarea casi imposible, por más democrático que haya sido el método para su selección. Como ha señalado Dagnino (2007), ante la falta de una demanda de conocimiento efectiva de otros actores el poder de la comunidad de nvestigación en la determinación de la política científico-tecnológica en América Latina es muy grande y tiene innumerables formas de maquillar sus trabajos de manera tal de no cambiar sus agendas y aparentar estar trabajando en un tema prioritario. Es por ello que el sentido público de la relevancia que estamos proponiendo no puede agotarse en este tipo de mecanismos y debe ir más allá en el trabajo con todos los actores de la cadena de innovación para generar una reorientación en torno a las prioridades democráticamente seleccionadas (véase el análisis de Rafols y Van Zwanenberg et al., 2010). En este ir más allá de lo enunciativo, creemos que los científicos deben verse involucrados activamente, superando la tanto la concepción sectaria internalista de la relevancia como el instrumentalismo externalizador. Deben buscar la forma de reflexionar críticamente sobre sus propios trabajos y agendas y suscribir un compromiso con quienes determinan la política científica. Cuanto mayor sea la legitimidad democrática de esta última, más fuerte será también el compromiso ético de los científicos a realizar esfuerzos para honrar las prioridades decididas en un espacio plural y democrático.29

El sentido público de la relevancia se nutre de concepciones anteriores. La elección de prioridades requiere un sujeto común que precise fijar un proyecto. En este sentido es que recuperamos de la concepción nacional la idea de la política científica como una pieza en la determinación de un modelo social, pero no vemos necesario limitarlo a una escala nacional. De hecho, estas ideas para pensar una política científica podrían ser tomadas tanto en un nivel institucional (una universidad, una agencia gubernamental), un nivel nacional o uno supranacional (UE, MERCOSUR, etc.). Por otra parte, retoma del sentido políticamente comprometido la búsqueda de las agendas que pueden interesar a los actores que no tienen capacidad de imponerlas por sí mismos. En este planteo, sin embargo, el énfasis no está en el compromiso político individual de los investigadores sino en la capacidad de las instituciones de crear espacios plurales para recuperar a todos los interesados en la definición de la política de ciencia y tecnología. Por otra parte, esta propuesta no debe pensarse como antitética a la vinculación entre universidad y empresa o a la generación de productos innovadores a través de la ciencia y la tecnología. Más bien insta a pensar estas vinculaciones en el marco de objetivos más amplios y no sólo de la generación de dividendos para las partes. En este marco, debería analizarse con detalle todo el discurso de la "competitividad" y sus significados asociados. Por ejemplo, pensar si la sociedad competitiva en su estado de guerra no legitima la desigualdad y encierra valores de "insolidaridad" que no estamos dispuestos a asumir (Vallejos, 2010: 16).

Para concluir, nos parece conveniente mostrar algún ejemplo concreto de lo que estamos tratando de argumentar. El primero de ellos se remite a los talleres de pertinencia social llevados adelante por la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad de Buenos Aires a comienzo de los años 2000 (Estébanez, 2004). Allí se buscó generar entre investigadores y posibles usuarios del conocimiento un espacio de intercambio fructífero, con el fin de generar investigaciones que sirvan para la elaboración de políticas públicas y permitan el desarrollo social de las poblaciones destino de las investigaciones, en temas no prioritarios para el mercado. Una filosofía parecida inspira los llamados a proyectos de urgencia social y emergencia social en esa universidad y la Universidad de la República en Montevideo (Alzugaray, Mederos y Sutz, 2011). Si bien no podría decirse que estos mecanismos son de participación democrática en un sentido estricto, pueden pensarse como una respuesta democratizante de las instituciones si tomamos en cuenta que simultáneamente están en acción en esos mismos espacios mecanismos inspirados un sentido mercantil liso y llano. En segundo término, rescatamos la experiencia de los Encuentros Regionales Ciencia, Tecnología y Democracia, que fueran iniciados por una convocatoria del Instituto de Estudios y Formación de la Central de Trabajadores Argentinos, y se realizaron en las ciudades de Santa Fe, Córdoba y Rosario en 2007, 2009 y 2010, respectivamente. En estos encuentros, trabajadores del sector de ciencia y tecnología de distintas instituciones de todo el país se nuclearon para discutir sobre política de ciencia y tecnología. En este marco surgieron algunos documentos, entre los que se destaca la Declaración de Santa Fe.30 Entre los temas priorizados por los participantes se destaca la poca relevancia local de los temas de investigación de los científicos argentinos, problemas ligados a las condiciones de trabajo de los miembros del sistema público de ciencia y tecnología, y la falta de investigaciones acerca de cuestiones ligadas al riesgo socioambiental, especialmente en lo que hace a las consecuencias del uso intensivo de agroquímicos en la producción agraria argentina. Lo importante de este caso para nosotros es el surgimiento de un espacio de socialización y discusión entre miembros de la comunidad científica que se salen del habitual sentido sectario y se comprometen en un debate más amplio sobre su propio trabajo. A través de estos ejemplos, el punto final que queremos señalar es que lo central de la propuesta de un sentido público no son los mecanismos formales de participación de actores en sí, sino la convicción de que en la política de ciencia y tecnología es necesario encontrar espacios para la intervención de actores que son posibles destinatarios de los conocimientos pero no tienen abiertas las silenciosas posibilidades de lobby con que cuentan tanto la comunidad científica como los pesos pesados del sector productivo.

4. Conclusión: ¿un concepto para América Latina?

A través del artículo hemos buscado abrir el debate acerca del "saber detrás del trono" en la política científica, es decir, explicitar las ideas-fuerza que las dirigen y fundamentan. Para ello, elegimos guiarnos por el hilo de la relevancia, pues este concepto condensa a nuestro juicio los valores fundamentales que las sostienen, aquello que quieren ver realizado a través suyo. El repaso histórico realizado de las distintas concepciones de la relevancia no pretende ser exhaustivo, pero intenta recoger los enfoques centrales que se le ha dado al concepto a lo largo de la historia de la política científica moderna, desde su surgimiento tras la segunda guerra mundial hasta el momento actual.31 La innegable pluralidad que se refleja en el desarrollo precedente puede servir también para combatir la visión -aún con vida- de creer que existe un pensamiento único en el campo de la política científico tecnológica (Albornoz, 1997). Tanto las variaciones históricas como las reapropiaciones y transformaciones que existieron a nivel regional permitirán construir un argumento aún más fuerte en contra de la imitación acrítica.32 En este sentido, en América Latina, a diferencia de lo que sucede en Europa o los EE.UU., la pregunta por el desarrollo socioeconómico y la inclusión social no puede nunca perder centralidad. Por más que exista cada vez más un énfasis global en el desarrollo sostenible, y ese concepto pueda con derecho introducirse en el medio latinoamericano, la discusión aquí en el mediano plazo difícilmente pueda pasar de ser una discusión por el desarrollo sostenible. Si la emergencia de procesos de modernización reflexiva en Europa ha llevado a pensar en las consecuencias negativas -sociales y ambientales- de la ciencia y la tecnología, en América Latina la reflexividad debe venir de la mano no sólo de una mayor sensibilidad por estas cuestiones sino también de la profundización de una reflexión acerca del propio lugar en la producción de conocimiento mundial, las relaciones de dependencia y las oportunidades de liberar el potencial de estas áreas para definir autónomamente un modelo para nuestro desarrollo científico-tecnológico, pero también social, económico, ambiental y cultural. El sentido público de la relevancia que hemos planteado pretende contribuir a este objetivo, llamando la atención sobre las voces que difícilmente puedan ser atendidas si no se generan activamente capacidades de escucha, y brindando un marco institucional para que estos intereses puedan hacerse valer frente a otros más poderosos. Una política científica que se precie de democrática no debería hacer oídos sordos a estas demandas.

Notas

1 Cabe aclarar que si bien el término relevancia es utilizado por en algunos casos por los diversos actores de la política científica en forma explícita, en este trabajo lo tomamos como un término analítico, definido en la forma mencionada en esta introducción.

2 Por otra parte, también hay que destacar que han sido más los filósofos de la ciencia, como Kitcher (2001), Lacey (2010) o Douglas (2009) que los filósofos políticos los que se han tornado a estas cuestiones.

3 Esta asociación y sus pares británicas retoman la tradición de responsabilidad social de los científicos que inauguró en el siglo XX John D. Bernal, con sus planteos de una ciencia planificada, inspirado en la política soviética. El enfoque de Kilgore es deudor de esta tradición, pero en el contexto norteamericano obviamente no hay ninguna alusión al contexto soviético.

4 Cabe resaltar que la NSF, el organismo creado en 1950 en los EE.UU. que respondía en buena medida al modelo de Ciencia: la frontera sin fin, no fue el primero de este tipo en crearse a nivel mundial. Este lugar lo ocupa el CNRS francés en 1939.

5 Esto es lo que luego fue denominado "ofertismo".

6 Del mismo modo que sucedía en los Estados Unidos, tampoco en América Latina los únicos intereses que trataban de dar forma a esa creación supuestamente ex nihilo de la infraestructura científica fueron los de la comunidad científica con sus criterios de universalismo y libertad de investigación. La historia de la Comisión Nacional de Energía Atómica en la Argentina muestra una trayectoria diferente, orientada a la generación de investigación aplicada y desarrollo tecnológico para la producción de energía, en un marco de crítica al universalismo y apoyo a un proyecto nacionalista de "autonomía tecnológica" (Hurtado 2005, 2010).

7 Uno de los principales debates epocales en los que estaba inmersa esta discusión era la legitimidad de aportar grandes sumas de dinero a la exploración tripulada del espacio, a favor de la cual se argüían cuestiones de "prestigio nacional".

8 En otras palabras, Toulmin señala que es un error creer que la toma de decisiones puede tratarse como un problema único. La pluralidad de "órdenes de mérito" y "criterios de decisión" es inevitable. Buscar una metodología que englobe a todas las decisiones por igual solo podrá llevar a confusión (1968, p. 69).

9 Hoy, con la gran producción académica acerca de la expertise como un conocimiento cargado de valores, sería muy difícil sostener teóricamente esta postura decisionista de una separación tan tajante entre lo político y lo técnico, si bien este es un principio que sigue permeando las burocracias estatales.

10 Véase Oteiza (1992) para la discusión latinoamericana o Rip (2009) para una discusión más general sobre la tentación de copiar políticas y modelos institucionales en el campo de ciencia y tecnología.

11 El problema de las descoordinación también ha sido y es hoy grave. En esa misma década, se planteó en la Argentina la discusión acerca de la inexistencia de un espacio de coordinación de las instituciones que realizaban investigación científico-tecnológica. Como resultado de esto se creó el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, cuya secretaría técnica luego fue el embrión de lo que hoy es el Ministerio de Ciencia y Tecnología. De acuerdo a lo que señala Castex (1981: 147-148), la inspiración no vino de los EE.UU., sino de un viaje realizado a Alemania y Bélgica. Véase Feld (2010) para una historia del surgimiento del CONACyT.

12 De la evolución de esta hipótesis surgirán luego conceptos como el de "sociedad del riesgo", de Ulrich Beck, para el cual la ciencia y la tecnología no sólo se considera fuente del problema sino son también herramienta para su resolución. Los problemas generados por la ciencia sólo podrán ser resueltos por la ciencia misma.

13 Véase Delvenne et al. (2009) respecto a la difusión de las metodologías de evaluación tecnológica en EE.UU. y Europa y su carencia en América Latina.

14 Cabe aclarar que fue el sentido que primó en las reflexiones sobre la política científica de los autores señalados. Hasta qué punto algunas de sus recomendaciones se hicieron efectivas en la política científica de los diferentes países es algo que debe estudiarse más detalladamente caso por caso.

15 Esto no quiere decir que un sentido revolucionario no incluya las consideraciones de tipo sociales. De hecho, la relevancia local que se buscaba en los textos de Herrera está directamente relacionada con cuestiones sociales. El sentido revolucionario fundamentalmente subsume lo social y desdibuja lo ambiental en función de lo político.

16 Puede pensarse que la carencia de estos instrumentos a través de los cuales se puede trabajar críticamente desde el Estado con distintas expertises le ha producido a países latinoamericanos dificultades para abordar controversias ambientales y científico-técnicas. Un caso notable es el de las pasteras entre Argentina y Uruguay. Véase Vara (2007).

17 Con la excepción de Canadá, donde hubo una fuerte resistencia.

18 Como han señalado Pestre (2003) y Rip (2009) entre otros, las relaciones entre ciencia y sociedad deben rastrearse por lo menos hasta el siglo XVII durante el surgimiento de la ciencia moderna. Sin embargo, este contrato de autonomía relativa sería el original desde la institucionalización de la política científica como hoy la conocemos.

19 El artículo de Hessels y van Lente (2008) es una excelente comparación y resumen de algunos de estos enfoques. En castellano, Jiménez Buedo y Ramos Vielba (2009) han realizado una comparación de los marcos de Gibbons et al., Ziman y Funtowicz.

20 Como es sabido -y ha sido documentado en un análisis bibliométrico por Hessels y van Lente (2008)-, la influencia del texto de Gibbons ha sido vasta, y se ha concentrado más en el ámbito de la política científica que en el de los estudios sociales de la ciencia. Encabezan las revistas con más citas del libro de 1994 Science and Public Policy y Research Policy. Publicaciones más representativas de los estudios sociales de la ciencia como Science, Technology and Human Values o Social Studies of Science aparecen recién en los puestos 12 y 14, respectivamente.

21 "Estamos convencidos de que el modo 1 se incorporará dentro del sistema más amplio que hemos dado en llamar modo 2..." (1997: 200).

22 Véase Hessels y van Lente (2008: 750-755) para un resumen y sistematización de las objeciones.

23 Para un análisis crítico de las implicancias de este concepto para la educación superior, véase Naidorf, Giordana y Horn (2007). De cualquier manera, el concepto de "relevancia" que maneja Gibbons no es el que vertebra este trabajo, sino una instanciación concreta de un sentido del mismo aplicado a realizar una prescripción a las universidades acerca de cómo deben comportarse en el modo 2.

24 Obviamente los científicos también poseen recursos para maquillar sus agendas de modo tal de volverlas aparentemente afines a lo requerido externamente. Véase, por ejemplo, Zabala (2010). Es por ello que, como dice Arie Rip (2009), no es posible pensar seriamente una política científica sin conocer los mecanismos internos de funcionamiento de los científicos mismos. Un mero dirigismo externo nunca podría funcionar.

25 Como veremos, el rechazo a la mercantilización de la academia no necesariamente lleva a la posición de renegar de la posibilidad de un mayor compromiso social de la universidad.

26 Para una discusión del sentido del concepto de gobernanza, véase Muñoz (2005)

27 Como señala Chudnovsky (1999: 158), no hay que identificar necesariamente políticas horizontales con sistemas de innovación. Algunos autores de esta corriente como Dahlmann y Nelson podrían alinearse con las políticas horizontales y el Consenso de Washington, mientras que otros como Freeman o Lall harían hincapié en la importancia de las políticas selectivas en lo sectorial y tecnológico

28 Philip Kitcher (2001) es quizás quien más ha avanzado en el planteo de un modelo normativo acerca de cómo debería funcionar la ciencia en una sociedad democrática. Su "ciencia-bien-ordenada" se apoya en un modelo de justicia rawlsiano, en el cual los expertos deben tutelar las preferencias de los legos para así poder llegar a un espacio de deliberación racional. Si bien su desarrollo es muy interesante, peca por ser excesivamente abstracto al dar por sentado la neutralidad de la expertise. Difícilmente podríamos encontrar un suelo común para una deliberación ideal si se parte de la base de que hay unos que son expertos y tienen la responsabilidad de tutelar mientras otros deben ser tutelados. En este sentido, su planteo se enmarca en el "modelo del déficit" y genera un abismo cognitivo entre tutores y tutelados, así como refuerza una imagen idealizada de la ciencia como saber desinteresado. En una nota al pie, Kitcher reconoce que quizás no existe un experto ideal, pero lo desestima por irrelevante para su propósito estrictamente normativo y sigue adelante  (2001: 120, nota 2).

29 Dada la estructura internacional de las comunidades disciplinares, la internacionalización de las agendas de investigación y un sistema de premios y castigos -comités de evaluación de publicaciones, subsidios internacionales, etc.- que excede largamente las capacidades de una política científica nacional o incluso regional, el sacrificio que puede tener que realizar un científico no debe ser menospreciado.

30 La misma puede consultarse en http://www.cta.org.ar/base/IMG/pdf/08-05_Ciencia_y_Tecnologia- _Declaracion_de_Santa_Fe.pdf

31 Acusamos recibo de dos omisiones principales. La primera, reflejada en un editorial (2010) y un artículo de Nature (Lok, 2010), se refiere la emergencia de un sentido de la relevancia ligado a la trasposición pedagógica de los conocimientos científicos. La segunda y más principal se relaciona con la aplicabilidad de estos conceptos al campo de las ciencias sociales. Si bien esto merece un trabajo más detallado, creemos que es importante recordar que no es la industria sino los gobiernos -a través de las políticas públicas- los principales destinatarios de los conocimientos de la sociología, la economía o la ciencia política. Sobre esta relación entre conocimiento académico y políticas públicas pueden consultarse Estébanez (2004), Camou (2006) y Carden (2009).

32 Como señala Rip (2009), imitar es una tentación en el campo de la política científica, pues uno ve que hay ciertos instrumentos que han funcionado exitosamente en otros contextos y quiere repetir su suceso. Pero haciendo esto no sólo olvida que el contexto es diferente, sino también que la política científica es una política para el futuro. Los modelos que actualmente son exitosos pueden no serlo de seguir la política científica que están siguiendo en este preciso momento y las políticas científicas pasadas ya no las podremos implementar porque el escenario global ha cambiado. Es una carrera en la que no hay garantías, donde la zanahoria está siempre moviéndose.

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