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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. vol.9 no.27 Ciudad Autónoma de Buenos Aires set. 2014

 

CLASICOS-CTS

La República de la Ciencia: su teoría política y económica

Michael Polanyi *

* Este artículo apareció originalmente en Minerva (1: 54-74, 1962). La traducción es de Mario Albornoz.


El título que he elegido pretende sugerir que la comunidad de investigadores está organizada de una forma que se asemeja a ciertas características de un cuerpo  político y funciona según principios económicos similares a los que regulan la producción de bienes materiales. Gran parte de lo que voy a decir es de conocimiento común entre los científicos, pero trataré de reformular el tema desde un punto de vista novedoso que aproveche y tome lecciones de la teoría política y económica. En la libre cooperación de los científicos independientes encontramos el modelo altamente simplificado de una sociedad libre, que presenta en forma aislada ciertas características básicas que son más difíciles de identificar dentro de las funciones completas de un órgano nacional.

Lo primero que debo aclarar es que los científicos, al escoger libremente sus propios problemas y resolverlos a la luz de su propio juicio personal, de hecho están cooperando como miembros de una organización estrechamente unida. Para reforzar la comprensión de este punto de vista, tengamos en cuenta el caso contrario, donde individuos se dedican a una tarea conjunta sin coordinarse. Un grupo de mujeres pelando guisantes trabaja en la misma tarea, pero sus esfuerzos individuales no están coordinados. Lo mismo vale para un equipo de jugadores de ajedrez. La cantidad total de guisantes pelados y de partidas ganadas no se verá afectada si los miembros del grupo están aislados unos de otros. Por el contrario, consideremos el efecto que tendría sobre el progreso de la ciencia un aislamiento completo de los científicos. Cada científico trataría de avanzar desarrollando problemas derivados de la información inicialmente disponible a todos. Pero estos problemas pronto estarían agotados y, a falta de más información sobre los resultados obtenidos por otros, dejarían de aparecer nuevos problemas de importancia y el progreso científico llegaría a un punto muerto. Esto demuestra que las actividades de los científicos son coordinadas y también revela el principio de su coordinación. Éste consiste en el ajuste de los esfuerzos de cada uno a los resultados obtenidos por los otros. Podemos llamar a esto una coordinación por el ajuste mutuo de iniciativas independientes, de iniciativas que son coordinadas porque cada una tiene en cuenta todas las iniciativas que están en funcionamiento dentro del mismo sistema.

*

Puesto en términos abstractos, el principio de coordinación espontánea de las iniciativas independientes puede parecer oscuro. Así que permítanme ilustrarlo con un ejemplo simple. Imaginemos que nos dan las piezas de un rompecabezas muy grande y supongamos que por alguna razón es importante que nuestro rompecabezas gigante sea armado en el menor tiempo posible. Naturalmente intentaremos acelerar la tarea involucrando a algunos colaboradores; la pregunta es: ¿de qué manera éstos podrían ser mejor empleados? Supongamos que repartimos las piezas del rompecabezas de forma igualitaria entre los colaboradores y dejamos que cada uno de ellos trabaje en su parcela por separado. Es fácil ver que este método, que sería muy apropiado para un número de mujeres desgranando guisantes, sería totalmente ineficaz en este caso, ya que sólo unas pocas piezas de las asignadas a un asistente particular encajarían entre sí. Podríamos hacer un poco mejor las cosas si proporcionáramos duplicados de todas las piezas a cada ayudante por separado y de alguna manera unificáramos después los diferentes resultados. Pero incluso con este método el equipo no superaría en mucho el rendimiento de una sola persona en todo su esplendor. La única manera en que los asistentes efectivamente podrían cooperar y superar ampliamente lo que podría hacer uno solo de ellos, sería dejarlos trabajar en el armado del rompecabezas teniendo todo a la vista de todos, para que cada vez que una pieza fuera colocada en su sitio por un miembro del equipo, los demás vieran inmediatamente cuál puede ser el siguiente paso que la nueva situación hace posible. Bajo este sistema, cada ayudante actuará por su propia iniciativa, respondiendo a los últimos descubrimientos hechos por los otros, y así la realización de su tarea conjunta se acelerará mucho. Tenemos aquí, en pocas palabras, la forma en que se organiza una serie de iniciativas independientes en orden a un logro conjunto mediante el procedimiento de ajustarse mutuamente en todas las etapas sucesivas a la situación creada por los otros que también actúan.

Tal auto-coordinación de iniciativas independientes conduce a un resultado conjunto no premeditado por ninguno de los que lo generaron. Su coordinación es guiada por “una mano invisible” hacia el descubrimiento conjunto de un sistema oculto. Puesto que se desconoce su resultado final, este tipo de cooperación sólo puede avanzar paso a paso, y el rendimiento total será el mejor posible si cada paso consecutivo es decidido por la persona más competente para hacerlo. Podemos imaginar la siguiente condición para el armado conjunto del rompecabezas: que cada ayudante esté atento a cualquier nueva oportunidad que se presente a lo largo de una sección concreta del rompecabezas y también mantenga un ojo puesto en un conjunto particular de piezas para poder encajarlas apenas se presente una oportunidad. La efectividad de un grupo superará la de cualquier miembro aislado, en la medida en que algún miembro del grupo siempre descubrirá una nueva oportunidad para añadir una pieza al rompecabezas más rápidamente de lo que podría hacerlo cualquier persona aislada por sí misma.

Cualquier intento de organizar el grupo de investigadores bajo una autoridad única eliminaría sus iniciativas independientes y así reduciría su efectividad conjunta a la de la sola persona dirigiéndolos desde el centro. En efecto, paralizaría su cooperación. Lo mismo vale para el avance de la ciencia: éste es impulsado por iniciativas independientes que se ajustan consecutivamente a los resultados obtenidos por los demás. Siempre y cuando cada científico siga haciendo la mejor contribución de la que sea capaz, y que nadie podría mejorar (salvo que deba abandonar el problema de su elección y provoque así una pérdida total para el avance de la ciencia), podemos afirmar que la búsqueda de la ciencia por iniciativas independientes auto- coordinadas asegura la más eficiente organización posible del progreso científico. Y podemos agregar, una vez más, que cualquier autoridad que pretenda dirigir centralmente el trabajo del científico llevará el progreso de la ciencia prácticamente a  un punto muerto.

Lo que he dicho aquí sobre la mayor coordinación posible de los esfuerzos científicos individuales por medio de un proceso de auto-coordinación recuerda a la auto-coordinación alcanzada por los productores y consumidores en un mercado. Fue con esto en mente que hablé de “la mano invisible” que orienta la coordinación de las iniciativas independientes para un máximo avance de la ciencia, así como Adam Smith invocaba “la mano invisible” para describir el logro de la mayor satisfacción material común, cuando los productores independientes y los consumidores se guían por los precios de las mercancías en un mercado. Sugiero, de hecho, que las funciones de coordinación del mercado no son sino un caso especial de la coordinación por ajuste mutuo. Mientras que en el caso de la ciencia el ajuste ocurre por tomar nota de los resultados publicados por otros científicos, en el caso del mercado el ajuste mutuo es mediado por un sistema de precios que difunde las actuales relaciones de intercambio, lo que hace que la oferta se encuentre con la demanda.

Pero el sistema de precios practicado en el mercado no sólo transmite información en base a la cual los agentes económicos mutuamente pueden ajustar sus acciones, sino que también les proporciona un incentivo para ejercer la economía en términos de dinero. Por el contrario, el científico que responde directamente a la situación intelectual creada por los resultados publicados de otros científicos es motivado sólo por normas y estándares profesionales.

Sin embargo, en un sentido más amplio del término, puede decirse que las decisiones de un científico al elegir un problema, excluyendo otras posibles vías de investigación, tienen también un carácter económico. De hecho, sus decisiones están diseñadas para producir el resultado más alto posible mediante el uso de un stock limitado de recursos intelectuales y materiales. El científico cumple este propósito eligiendo un problema que no debe ser ni demasiado duro ni demasiado fácil para él. Aplicarse a un problema que no ocupa sus facultades al máximo equivale a perder algunas de sus facultades. Igualmente, abordar un problema que fuera muy difícil para él le llevaría a desperdiciar el conjunto de sus facultades. El psicólogo K. Lewin ha observado que las personas nunca llegan a estar plenamente involucradas en un problema que sea demasiado duro, ni en uno que sea demasiado fácil. La línea que el científico debe elegir resulta ser, por lo tanto, la que involucra en mayor medida a su ego; es la línea de mayor emoción, la que sostiene de manera más intensa su atención y el esfuerzo de su pensamiento. La elección estará condicionada, en cierta medida, por los recursos disponibles para el científico en cuanto a materiales y asistentes, pero será poco aconsejable elegir su problema con miras a garantizar que ninguno de estos recursos se desperdicie. Los científicos no deben dudar en incurrir en una pérdida, si esto les lleva a problemas más profundos y más importantes.

*

Es aquí donde los estándares profesionales entran en la motivación de los científicos. Estos evalúan la profundidad de un problema y la importancia de la solución que inicialmente prevén de acuerdo con los estándares y las normas de mérito científico aceptados por la comunidad científica, aunque su trabajo podrá derivar en que tales normas deban ser modificadas. El mérito científico depende de una serie de criterios que voy a enumerar en tres categorías. Estos criterios no son totalmente independientes entre sí, pero no puedo analizar aquí su relación mutua.

(1) El primer criterio que debe cumplir una contribución a la ciencia con el fin de ser aceptable es un suficiente grado de verosimilitud. Las publicaciones científicas están continuamente asediadas por manipuladores, fraudulentos y chapuceros cuya contribución debe ser rechazada si las revistas no quieren ser devoradas por ellos. Esta censura no sólo elimina los absurdos obvios, sino que a menudo rechaza la publicación de un trabajo simplemente porque sus conclusiones parecen ser erróneas a la luz de los conocimientos científicos actuales. Incluso es difícil iniciar una investigación experimental si su problema se considera científicamente poco sólido. Pocos laboratorios aceptarían hoy un estudiante de percepción extrasensorial; incluso un proyecto para probar una vez más la transmisión hereditaria de caracteres adquiridos sería severamente desalentado desde el principio. Además, aun cuando todos estos obstáculos hubieran sido superados y el artículo hubiera sido firmado por un autor de alta distinción en ciencia, ese mismo artículo podría ser desestimado simplemente porque sus resultados entran en conflicto con la opinión científica actual sobre la naturaleza de las cosas.

Ilustraré esto con un ejemplo que he utilizado en otras oportunidades.1 En junio de 1947, Lord Rayleigh -un miembro distinguido de la sociedad- publicó en los Proceedings of the Royal Society una serie de experimentos sencillos, los cuales tenían por objeto mostrar que los átomos de hidrógeno, al golpear un alambre de metal, le transmiten una energía de hasta cien electronvoltios. Esto, si hubiera sido cierto, habría sido mucho más revolucionario que el descubrimiento de la fisión atómica que hizo Otto Hahn. Sin embargo, cuando pregunté a varios físicos qué pensaban acerca de él, sólo se encogieron de hombros. No pudieron encontrar fallas en el experimento pero nadie creyó en sus resultados, ni pensó que valiera la pena repetirlo. Simplemente lo ignoraron. Una posible explicación de los experimentos de Lord Rayleigh se da en mi Conocimiento Personal.2 Parece que los físicos no se han perdido mucho al descuidar estos resultados.

(2) El segundo criterio por el cual se evalúa el mérito de una contribución puede ser descrito como su valor científico, que se compone de los siguientes tres coeficientes: (a) su exactitud; (b) su importancia sistemática; (c) el interés intrínseco de la materia. Es posible ver cómo estas tres categorías entran conjuntamente en la valoración de un paper de física en comparación con uno en biología. Las cosas inanimadas estudiadas por la física son mucho menos interesantes que los seres vivientes que son objeto de la biología. Pero la física puede maquillar con su gran precisión y amplitud teórica la aridez de su tema, mientras que la biología compensa su falta de precisión y belleza teórica con lo excitante de su materia.

(3) Una contribución suficientemente verosímil y de un valor científico dado todavía puede variar con respecto a su originalidad. Éste es el tercer criterio de mérito científico. Es posible evaluar la originalidad de inventos técnicos con el fin de reclamar una patente, en términos del grado de sorpresa que causaría la invención entre aquellos que están familiarizados con el arte correspondiente. Del mismo modo, la originalidad de un descubrimiento es evaluable por el grado de sorpresa que su comunicación despierta entre los científicos. Lo inesperado de un descubrimiento se superpondrá con su importancia sistemática; sin embargo, la sorpresa causada por un descubrimiento, que nos hace admirar su audacia e ingenio, es algo diferente a esto. Pertenece al acto de producir el descubrimiento. Hay descubrimientos de alto grado de audacia e ingenio, como por ejemplo el descubrimiento de Neptuno, que no tienen una gran importancia sistemática.

*

Tanto los criterios de plausibilidad, como los de valor científico, tienden a imponer la conformidad con lo que ya se conoce, mientras que el valor de originalidad estimula el disenso. Esta tensión interna es esencial como guía y motivación del trabajo científico. Los estándares profesionales de la ciencia establecen el marco de una disciplina y al mismo tiempo fomentan la rebelión contra ellos. Para ser tomada en serio, una investigación debe cumplir en gran medida con las creencias actualmente predominantes sobre la naturaleza de las cosas, pero a la vez, con el fin de ser original, puede ir contra ellas en cierta medida. La autoridad de la opinión científica hace cumplir las enseñanzas de la ciencia en general, aunque con el propósito de fomentar la subversión en puntos concretos.

La función dual de los estándares profesionales de la ciencia es el resultado lógico de la creencia de que la verdad científica es un aspecto de la realidad y que la ortodoxia de la ciencia se enseña como una guía que debería permitir a quienes se inician en ella establecer su propio contacto con esta realidad. La autoridad de los estándares científicos es así ejercida de un modo que proporciona, a quienes son guiados por ellos, motivos independientes para oponérseles. La capacidad de renovarse provocando y asimilando la oposición a sí misma parece ser lógicamente inherente a las fuentes de la autoridad ejercida por la ortodoxia científica.

¿Pero quién es, exactamente, el que ejerce la autoridad de esta ortodoxia? He mencionado la opinión científica como su agente, pero esto plantea un grave problema. Ningún científico individualmente tiene una sólida comprensión que vaya más allá de una pequeña fracción del total dominio de la ciencia. ¿Cómo puede un agregado de especialistas formar una opinión conjunta? ¿Cómo es posible que ejerzan conjuntamente la delicada función de imponer una visión científica sobre la naturaleza de las cosas y la valoración científica actual de las contribuciones propuestas, al mismo tiempo que alientan una originalidad que modificaría esta ortodoxia?

En la búsqueda de la respuesta a esta pregunta, descubriremos un principio de organización que es esencial para el control de una multitud de iniciativas científicas independientes. Este principio se basa en el hecho de que, si bien es cierto que los científicos pueden admisiblemente ejercer un juicio competente sólo sobre una pequeña parte de la ciencia, generalmente pueden juzgar un área adyacente a sus propios estudios especiales que es lo suficientemente amplia como para incluir algunos campos en los que otros científicos se han especializado. Así tenemos un considerable grado de superposición entre las áreas en las que un científico puede ejercer un buen juicio crítico. Y, por supuesto, cada científico que pertenece a un conjunto de competencias superpuestas también será miembro de otros grupos del mismo tipo, para que el conjunto de la ciencia sea cubierto por las cadenas y redes de “vecindarios” que se superponen. Cada eslabón en las cadenas y redes establecerá acuerdos entre las valoraciones hechas por los otros científicos con vistas a los mismos campos superpuestos, y por lo tanto, de un vecindario superpuesto a otro se establecerá la valoración de mérito científico a lo largo de todos los dominios de la ciencia. De hecho, es a través de estos vecindarios superpuestos que prevalecen los estándares uniformes de mérito científico sobre todo el ámbito de la ciencia, desde la astronomía hasta la medicina. Esta red es la sede de la opinión científica, una opinión que no se lleva a cabo por ninguna mente humana individual, sino que, dividida en miles de fragmentos, está en manos de una multitud de individuos, cada uno de los cuales respalda la opinión de los demás como de segunda mano, apoyándose en las cadenas consensuales que lo vinculan a los demás a través de una secuencia de vecindarios que se superponen.

*

Es cierto que la autoridad científica no se distribuye uniformemente por todo el cuerpo de científicos; algunos miembros destacados de la profesión predominan sobre otros de un nivel más inicial. Pero la autoridad de la opinión científica sigue siendo esencialmente mutua; es establecida entre científicos, no por encima de ellos. Los científicos ejercen su autoridad unos sobre otros. Es cierto que el cuerpo de científicos, como un todo, respeta la autoridad de la ciencia sobre el público en general. Así también controla el proceso por el cual los jóvenes son entrenados para convertirse en miembros de la profesión científica. Pero una vez que el novato ha alcanzado el grado de científico independiente, ya no hay ningún superior por encima de él. Su sometimiento a la opinión científica implica ahora su unión a una cadena de  reconocimientos mutuos, dentro de la cual él está llamado a sostener su parte igualitaria de la autoridad a la que se somete.

Permítanme dejar claro, aún sin entrar en muchos detalles, cuán grandes y variadas son las competencias ejercidas por esta autoridad. Los nombramientos para ocupar puestos en las universidades y otros lugares que ofrecen la oportunidad para la investigación independiente se realizan según la apreciación de los candidatos por parte de la opinión científica. Los árbitros que informan sobre los artículos presentados a las revistas científicas se encargan de descartar aquellas contribuciones que la opinión científica actual condena como opinión errónea y a su vez la opinión científica controla los libros de texto, en la medida que pueden fortalecer o dañar su influencia a través de reseñas en revistas científicas. Los representantes de la opinión científica se abalanzan sobre aquellos artículos periodísticos u otras publicaciones populares que se atreven a difundir opiniones contrarias a la opinión científica. La enseñanza de la ciencia en las escuelas es controlada de la misma manera. De hecho, la perspectiva entera de la humanidad en el universo está condicionada por un reconocimiento implícito de la autoridad de la opinión científica.

He mencionado anteriormente que la uniformidad de las normas científicas a través de la ciencia hace posible la comparación entre el valor de los descubrimientos en campos tan diversos como la astronomía y la medicina. Esta posibilidad es de gran valor para la distribución racional de esfuerzos y recursos materiales a lo largo de las distintas ramas de la ciencia. Si el mérito mínimo por el cual una contribución califica para que su publicación sea aceptada en revistas científicas fuera mucho menor en una rama de la ciencia que en otra, claramente esto demandaría invertir demasiado esfuerzo en una rama con respecto a la otra. Tal es el principio que subyace en la distribución racional de subvenciones para la búsqueda de la investigación. Los subsidios deben reducirse en áreas donde sus rendimientos en términos de mérito científico tienden a ser bajos y deberían encauzarse, en cambio, hacia los puntos de mayor crecimiento de la ciencia, donde sea posible esperar que la inversión de más recursos económicos produzca trabajos de mayor valor científico. No importa para estos propósitos si el dinero procede de una autoridad pública o de fuentes privadas, ni si es desembolsado por unas pocas fuentes o por un gran número de benefactores. Siempre y cuando cada asignación de recursos sea orientada por la opinión científica, dando preferencia a los investigadores y temas más prometedores, la distribución de los subsidios automáticamente obtendrá el máximo beneficio para el avance de la ciencia en su conjunto. Será así, en todo caso, en la medida que la opinión científica ofrezca la mejor posible apreciación del mérito científico y de las perspectivas para el desarrollo del talento científico.

La opinión científica puede, por supuesto, estar a veces equivocada; como consecuencia de ello es posible que algún aporte poco ortodoxo, pero de gran originalidad y mérito, sea desalentado o directamente suprimido por un tiempo. Pero estos riesgos deben ser asumidos. Sólo la disciplina impuesta por una opinión científica efectiva puede prevenir la adulteración de la ciencia por manipuladores y diletantes. En aquellas partes del mundo en las que no se establece una sensata y autorizada opinión científica, la investigación se estanca por falta de estímulo, al tiempo que crece una reputación irracional basada en lugares comunes o mera jactancia vacía. La política y los negocios causan estragos en las designaciones y los subsidios para la investigación; las revistas se tornan ilegibles en la medida en que empiezan a acumular basura.

Por otra parte, sólo una opinión científica fuerte y unificada, que sea capaz de imponer el valor intrínseco del progreso científico en la sociedad en general, podrá obtener el apoyo del público a la investigación científica. Sólo al garantizar el respeto popular por su propia autoridad puede la opinión científica salvaguardar la independencia completa de los científicos maduros y la publicidad sin trabas de sus resultados, que son los que garantizan en forma conjunta la coordinación espontánea de esfuerzos científicos en todo el mundo. Éstos son los principios de organización mediante los que se ha logrado el avance sin precedentes de la ciencia en el siglo XX. Aunque es fácil encontrar defectos en su funcionamiento, ellos siguen siendo, sin embargo, los únicos principios mediante los cuales es posible promover y coordinar este vasto dominio de creatividad colectiva.

*

Durante los últimos veinte a treinta años, ha habido numerosas sugerencias y presiones para guiar el progreso de la investigación científica en el sentido del bienestar público. Hablaré principalmente de lo que he visto en Inglaterra. En agosto de 1938, la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia fundaba una nueva división para lo social y las relaciones internacionales de la ciencia, que fue en gran parte motivada por el deseo de proponer una orientación social deliberada para el progreso de la ciencia. Este programa alcanzó su expresión más extrema en la Asociación de Trabajadores Científicos de Gran Bretaña. En enero de 1943, esta asociación llenó una gran sala de Londres con una reunión a la que asistieron muchos de los científicos más destacados del país. Allí se decidió -en palabras del resumen oficial de la conferencia- que no se debe investigar como un fin en sí mismo. Tal resolución estuvo animada por la lectura de informes de la Unión Soviética que describían el éxito en la realización de investigaciones científicas según las directivas establecidas por la Academia de Ciencias, con el fin de apoyar los planes económicos quinquenales.

Reconozco los sentimientos generosos que impulsaron la aspiración de guiar el progreso de la ciencia por canales socialmente benéficos, pero tengo la opinión de que su objetivo es imposible de cumplir y hasta disparatado.

Un ejemplo mostrará lo que quiero decir. En enero de 1945, Lord Russell y yo estuvimos juntos en el Brains Trust (“grupo de expertos”) de la BBC. Se nos preguntó acerca de los posibles usos técnicos de teoría de la relatividad de Einstein y ninguno de nosotros pudo pensar en alguno. Esto ocurría cuarenta años después de la publicación de la teoría y cincuenta años después de que Einstein concibiera el trabajo que condujo a su descubrimiento. Habían pasado cincuenta y ocho años desde el experimento de Michelson y Morley. Pero, en realidad, la aplicación técnica de la relatividad, que ni Russell ni yo pudimos pensar, se revelaría apenas unos meses después, con la explosión de la primera bomba atómica. Entonces, cuando la energía de la explosión fue liberada a expensas de la masa, de acuerdo con la ecuación e=mc2, esta ecuación no tardó en saltar a la tapa de la revista Time como símbolo de su suprema importancia práctica.

Tal vez Russell y yo deberíamos haber previsto estas aplicaciones de la relatividad en enero de 1945, pero es obvio que tampoco Einstein podía haber tomado en cuenta estas consecuencias futuras cuando comenzó a pensar en el problema que llevó al descubrimiento de la relatividad a comienzos del siglo. Por otra parte, una docena o más de importantes descubrimientos aún debían ser hechos antes de que la relatividad pudiera combinarse con ellos para producir el proceso técnico que inauguró la era atómica. Cualquier intento de orientar la investigación hacia un propósito que no sea el propio es un intento de desviar el avance de la ciencia. Por supuesto, pueden surgir emergencias en las cuales todos los científicos deban aplicar voluntariamente sus capacidades a las tareas de interés público. También es concebible que lleguemos a aborrecer el progreso de la ciencia y a detener toda la investigación científica, o al menos algunas ramas, tal como los soviéticos abandonaron la investigación en genética durante veinticinco años. Se puede matar o mutilar el avance de la ciencia, pero no modelarlo. Ella sólo puede avanzar por pasos que son esencialmente impredecibles, buscando problemas propios, y los beneficios prácticos de estos avances serán siempre incidentales y, por lo tanto, doblemente imprevisibles.

Al decir esto, no he olvidado, sino simplemente puesto a un lado la gran cantidad de trabajo científico realizado actualmente en laboratorios industriales y gubernamentales.3 Al describir aquí el crecimiento autónomo de la ciencia, he tomado plenamente en cuenta la relación de la ciencia con la tecnología.

*

Quienes aceptan la autonomía del progreso científico pueden sentirse molestos al permitir que un proceso tan importante avance sin intentar controlar la coordinación de sus iniciativas fragmentarias. El período de altas aspiraciones que siguió a la última guerra produjo un acontecimiento que ilustra la imposibilidad de esta tarea. Se trata del incidente que se originó en el Comité de Becas Universitarias cuando éste envió un memorando a la Royal Society en el verano de 1945. El documento, firmado por Sir Charles Darwin, solicitaba la ayuda de la Royal Society para garantizar “el equilibrado desarrollo de la ciencia en el Reino Unido”, tal como rezaba su título.

La propuesta excluía los estudios de grado y apuntaba a los principales temas cuya enseñanza se imparte a través de la investigación. Su principal preocupación era la falta de coordinación entre las universidades al abordar temas “raros”, es, decir, aquellos “que convocan al estudio de los expertos sólo en unos pocos lugares o, en algunos casos, hasta en un solo lugar”. Esto estaba ligado a la aprensión de que los puestos fueran ocupados siguiendo los dictados de la moda, por lo que algunos temas de mayor importancia serían atendidos con menos vigor que otros de menor importancia. El documento proponía que se configurara algún mecanismo de coordinación para nivelar huecos y redundancias. Se pedía a la Royal Society que compilara, a través de sus comités seccionales que cubren las principales divisiones de la ciencia, listas de temas que merecieran prioridad para llenar vacancias. Estas encuestas habrían de ser repetidas en el futuro para ayudar al Comité de Becas Universitarias a mantener proporciones equilibradas de esfuerzo científico a lo largo de todos los campos de investigación.

La propuesta de Sir Charles Darwin circuló por los secretarios de la Royal Society  y los miembros de los comités seccionales junto con un informe de los debates anteriores a las propuestas por parte del Consejo y otros grupos de colegas. El informe reconocía que la coordinación de la búsqueda de estudios superiores en las universidades era defectuosa (“azarosa”) y apoyaba que la Royal Society realizara encuestas periódicas, probablemente anuales, de vacancias y redundancias. Se pedía que los miembros de los comités seccionales prepararan, para su examen durante una próxima reunión del Consejo, listas de temas descuidados.

Ante esta petición, que consideré, en el mejor de los casos, sin sentido, le escribí al Secretario de Física (Sir Alfred Egerton) para expresarle mis dudas. Argumenté que la práctica de ocupar las cátedras vacantes con los candidatos más eminentes que pudiera atraer la universidad era la mejor salvaguarda para la distribución racional de esfuerzos sobre líneas rivales de investigación científica. Como ejemplo (que debería agradar a Sir Charles Darwin, como físico), recordé las sucesivas designaciones a la cátedra de física en Manchester durante los últimos treinta años. Manchester había elegido para esta cátedra a Schuster, Rutherford, W. L. Bragg y Blackett, en esta secuencia, cada uno de los cuales representó en su tiempo una sección “rara” de la física: espectroscopia, radiactividad, cristalografía de rayos X y rayos cósmicos, respectivamente. Afirmé que Manchester había actuado correctamente y que habría sido imprudente hacer caso a las demandas de prestar atención a temas en los que no hubieran surgido en su tiempo hombres de capacidad comparable. El criterio principal para ofrecer mayores oportunidades a un nuevo tema es que se registre un número creciente de científicos distinguidos en ese tema, en tanto que la disminución de la creatividad en otros temas indica que los recursos deben ser retirados de ellos. Aun admitiendo que en algunas ocasiones puede ser necesario dejar de lado esta política, insté a que este criterio fuera reconocido como el instrumento esencial para mantener un desarrollo equilibrado de la investigación científica.

La respuesta de Sir Alfred Egerton fue que simpatizaba con mi opinión. A través de él, mi punto de vista fue notificado a los miembros de los comités seccionales. De todos modos se reunieron los comités y debidamente participé en la elaboración de una lista de “temas desatendidos”‘ en química. El resultado, sin embargo, apareció tan vago y trivial que escribí al presidente de la Comisión de Química que no apoyaría las recomendaciones del comité si eran presentadas al senado de mi universidad.

Mi preocupación, no obstante, iba a terminar siendo innecesaria, ya que se extendió entre los presidentes de los comités seccionales el punto de vista de que “un estado satisfactorio en cada ciencia se produciría naturalmente” si cada universidad eligiera los líderes más distinguidos para los puestos disponibles, independientemente de su especialización. Algunos académicos expresaron, de todos modos, el temor de que esto estimulara una búsqueda excesiva de temas de moda, pero el resultado no fue concluyente. Darwin mismo declaró que los informes de los comités seccionales eran “bastante decepcionantes”.

El proceso llegó a su fin apenas un año después de haber comenzado mediante una carta circular a los rectores de las universidades británicas firmada por Sir Alfred Egerton, como secretario del Consejo de la Royal Society y se enviara una copia al Comité de Becas Universitarias. La circular incluía copias de los informes recibidos de los comités seccionales y los respaldaba, en términos generales. Pero en el cuerpo de la carta, sólo un pequeño número de estas recomendaciones eran subrayadas como de especial importancia. La lista contenía siete recomendaciones para el establecimiento de nuevas escuelas de investigación, pero no decía nada acerca de la forma en que estas nuevas escuelas debían coordinarse con las actividades ya existentes en todo el Reino Unido. El impacto de este documento en las universidades parece haber sido insignificante. La recomendación de la Comisión de Química para el establecimiento de “una fuerte escuela de química analítica” me concernía, en tanto que era profesor de fisicoquímica, pero ni siquiera me fue informada en Manchester.

*

No he registrado este incidente con el fin de exponer su error. Por el contrario, fue un importante acontecimiento histórico. La mayoría de los grandes principios de la física se fundaron en el reconocimiento de una imposibilidad, y ningún cuerpo de científicos estaba mejor calificado que la Royal Society para demostrar que una autoridad central no puede ser mejor, en cuanto a eficacia, que la aparición espontánea de puntos de interés creciente en la ciencia. Se ha demostrado que es posible o necesario para el avance de la ciencia hacer poco más que ayudar a los movimientos espontáneos hacia nuevos campos promisorios de descubrimientos, a expensas de aquellos campos que se han agotado. Aunque en circunstancias especiales sea aconsejable desviarse de él, este procedimiento debería ser reconocido como el principio más importante para mantener un desarrollo equilibrado de la investigación científica.4

Permítanme recordar otro incidente llamativo de la posguerra que se apoya en estos principios. He dicho que la distribución de fondos a la ciencia pura no debe depender de las fuentes del dinero, ya sean públicas o privadas. Esto debería ser válido también, en gran medida, para las subvenciones otorgadas a las universidades en su conjunto. Después de la guerra, cuando en Inglaterra el costo de la expansión de las universidades fue mayoritariamente asumido por el estado, se consideró que éste debía ser retribuido con un apoyo más directo a temas de interés nacional. Este pensamiento fue expresado en julio de 1946 por la Comisión de Rectores en un memorando enviado a todas las universidades, que Sir Ernest Simon, como Presidente del Consejo de la Universidad de Manchester, declaró de importancia “casi revolucionaria”. Cito algunos extractos:

“Las universidades aceptan totalmente la opinión de que el  gobierno tiene no sólo el derecho, sino la obligación de asegurarse que todos los campos de estudio que a causa del interés nacional deban ser cultivados en Gran Bretaña, sean de hecho cultivados adecuadamente en las universidades...”.

En opinión de los rectores era esperable que las universidades, no sólo individual sino también colectivamente, hicieran un uso adecuado de los recursos que les eran confiados para diseñar y ejecutar políticas que sirvieran al interés nacional. Y en esa tarea, tanto individual como colectivamente, deberían estar felices de recibir orientación del gobierno en mayor medida que lo que hasta ahora estaban acostumbradas a recibir...

Por lo tanto, los rectores debían estar satisfechos si el Comité de Becas Universitarias era formalmente autorizado y equipado para realizar encuestas de todos los principales campos de actividad de la universidad destinadas a asegurar que las universidades estaban cumpliendo como un todo con la gama completa de necesidades nacionales de enseñanza superior e investigación...

Nos encontramos aquí de nuevo con un apasionado deseo de aceptar la organización colectiva para actividades culturales, aunque éstas realmente dependen de la iniciativa de los individuos que se ajustan a los avances de sus rivales y son guiados por una opinión cultural en la búsqueda de apoyo, ya sea público o privado. Es cierto que la competencia entre las universidades fue concentrándose en forma creciente en obtener la aprobación del Tesoro, y que sus resultados llegaron a determinar en gran medida el marco dentro del cual varias universidades podían funcionar. Pero las decisiones administrativas más importantes, las que determinan el trabajo de las universidades, tales como la selección de candidatos para las vacantes nuevas, permanecieron libres y no organizadas colectivamente por las universidades, sino por la competencia entre ellas. No es posible hacer lo contrario. El memorando de los rectores, en consecuencia, no ha tenido ningún efecto en la vida de las universidades y ha sido bastante olvidado por los pocos que alguna vez lo vieron.5

*

Podemos resumir diciendo que los movimientos para guiar la ciencia hacia un servicio más directo del interés público, así como para coordinar desde un órgano central la búsqueda de la ciencia de manera más efectiva, se han agotado. La ciencia sigue llevándose a cabo en las universidades británicas tal como se hizo antes de que el movimiento para la orientación social de la ciencia se hubiera iniciado. Y creo que todos los avances científicos logrados en la Unión Soviética fueron también debidos -como en cualquier otro lugar- a la iniciativa, adoptada originalmente, de elegir sus propios problemas y llevar a cabo sus investigaciones, según sus propias luces. Esto no significa que a la sociedad se le pida que subsidie el placer intelectual privado de científicos. Es verdad que la belleza de un descubrimiento particular sólo puede ser disfrutada completamente por el experto. Pero el interés puramente científico del descubrimiento puede inducir a una amplia gama de respuestas.

En los últimos años, las observaciones astronómicas y las teorías de Hoyle y Lovell despertaron una respuesta popular desbordante en la prensa diaria, un interés que no era esencialmente diferente del que despertaban estos avances en los propios científicos.

Y no es de extrañar, ya que durante los últimos trescientos años el progreso de la ciencia ha controlado cada vez más las perspectivas del hombre en el universo y ha modificado profundamente (para bien y para mal) el sentido aceptado de la existencia humana. Su influencia teórica y filosófica ha sido dominante.

Aquellos que piensan que el público está interesado en la ciencia sólo como una fuente de riqueza y de poder evalúan muy erróneamente la situación. No hay ninguna razón para suponer que el electorado estaría menos dispuesto a apoyar a la ciencia con el fin de explorar la naturaleza de las cosas, que los benefactores privados que desde hace tiempo apoyan financieramente a las universidades. Éstas deberían tener el coraje de seducir al electorado y al público en general, sobre sus fundamentos más genuinos. La honestidad, por lo menos, así lo exige, ya que la única justificación para la búsqueda de la investigación científica en las universidades radica en el hecho de que las universidades ofrecen una íntima comunión para la formación de una opinión científica libre de intrusiones corruptivas y otras distracciones. Además, porque a pesar de que los descubrimientos científicos eventualmente se difunden en el pensamiento de toda la gente, el público en general no puede participar en el medio intelectual en que se realizan descubrimientos. El descubrimiento sólo surge en una mente que esté inmersa en su búsqueda. Para esta labor el científico necesita un lugar aislado entre colegas afines que compartan plenamente sus objetivos y controlen muy estrictamente sus actuaciones. El suelo de la ciencia académica debe ser extraterritorial para asegurar que sea regido por la opinión científica.

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La existencia de esta autoridad superior que fomente, controle y proteja la búsqueda de una investigación científica libre contradice la opinión, generalmente aceptada, de que la ciencia moderna se basa en un rechazo total de la autoridad. Esta opinión se basa en una secuencia de antecedentes históricos importantes que debemos  reconocer aquí. Es un hecho que los copernicanos tuvieron que luchar contra la autoridad de Aristóteles, confirmada por la Iglesia romana y los luteranos invocando la Biblia; y que Vesalio fundó el moderno estudio de la anatomía humana haciendo trizas la autoridad de Galeno. A lo largo de los siglos en los que se formó la ciencia moderna, el rechazo de la autoridad fue un grito de batalla que sonó por Bacon, Descartes y colectivamente por los fundadores de la Royal Society de Londres. Estos grandes hombres decían con claridad algo profundamente verdadero e importante, pero debemos tener en cuenta hoy en día qué significado tenía su rechazo a la autoridad. Ellos se enfrentaban a adversarios que para entonces ya habían sido derrotados. Y aunque otros adversarios pudieran haberse presentado más tarde en su reemplazo, es engañoso afirmar que la ciencia se basa en el rechazo de cualquier tipo de autoridad. Cuanto más ampliamente la República de la Ciencia se extiende por el mundo, cuanto más numerosos son sus miembros en cada país y cuanto mayores son los recursos materiales de que dispone, tanto más claramente surge la necesidad de una autoridad científica sólida y eficaz para poder gobernar esta República. Cuando hoy rechazamos la injerencia de las autoridades políticas o religiosas en la búsqueda de la ciencia, debemos hacer esto en nombre de la autoridad científica establecida que protege la búsqueda de la ciencia.

Es preciso que seamos también muy claros acerca de que aquello que hemos descrito como la función de la autoridad científica es algo que va mucho más allá de una simple confirmación de hechos afirmados por la ciencia. Por un lado, en la ciencia no sólo hay hechos. Un hecho científico es aquel que ha sido aceptado como tal por la opinión científica, tanto por las evidencias a su favor, como porque resulta plausible a la luz de la actual concepción científica de la naturaleza de las cosas. En tal sentido, la ciencia no es una mera colección de hechos, sino un sistema de datos basados en su interpretación científica. Es este sistema el que está avalado por un interés científico intrínseco al sistema; se trata de una distribución de interés establecida por delicados juicios de valor ejercitados por la opinión científica, tamizando y gratificando las actuales contribuciones a la ciencia. La ciencia es lo que es, en virtud de la manera en que la autoridad científica constantemente elimina, o bien reconoce en diversos niveles de mérito, las contribuciones que se ofrecen a la ciencia. Al aceptar la autoridad de la ciencia, aceptamos la totalidad de todos estos juicios de valor.

 Consideremos, también, el hecho de que estas evaluaciones científicas son realizadas por una multitud de científicos, cada uno de los cuales es competente para evaluar sólo un minúsculo fragmento del trabajo científico actual, de modo tal que ninguna persona pueda ser individualmente responsable de primera mano de los anuncios hechos por la ciencia en cualquier momento. Y recordemos también que cada científico originalmente se estableció como tal uniéndose en algún momento una red de apreciación mutua que se extiende mucho más allá de su propio horizonte. Tal aceptación aparece entonces como una sumisión a una amplia gama de juicios de valor ejercidos sobre todos los dominios de la ciencia, a los que el nuevo ciudadano, recién aceptado en la ciencia, adhiere, aunque él mismo no sepa casi nada sobre algunos temas. De este modo, los estándares de mérito científico son transmitidos de generación en generación por la afiliación de individuos en una gran variedad de puntos muy dispares, de la misma manera en que se transmiten las tradiciones jurídicas, artísticas o morales. Podemos concluir, por lo tanto, que la apreciación del mérito científico también se basa en una tradición que las generaciones venideras aceptan y desarrollan desde su propia opinión científica. Esta conclusión consigue un importante apoyo del hecho de que los métodos de la investigación científica no pueden formularse explícitamente y, por lo tanto, pueden transmitirse sólo en la misma manera que en el arte: por la afiliación de los aprendices a un maestro. La autoridad de la ciencia es esencialmente tradicional.

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Pero esta tradición sostiene una autoridad que cultiva la originalidad. La opinión científica impone una amplia gama de pronunciamientos de autoridad al estudiante de ciencias, pero al mismo tiempo lo estimula a disentir de ellos en particular. Mientras que toda la maquinaria de instituciones científicas se compromete a la supresión de aparentes evidencias que contradicen la visión aceptada acerca de la naturaleza de las cosas al considerarlas erróneas, las mismas autoridades científicas rinden el mayor homenaje a descubrimientos que modifican profundamente la visión aceptada sobre la naturaleza de las cosas. Tardó once años la teoría cuántica, descubierta por Planck en 1900, en lograr la aceptación final. Pasados treinta años más, la posición de Planck en ciencia se acercó al nivel de reconocimiento que hasta entonces sólo había alcanzado Newton. La tradición científica impone sus enseñanzas en general, para el propósito de estimular la subversión en particular. He dicho esto aquí, a riesgo de ser repetitivo, porque abre la mirada a ciertas analogías con otras actividades intelectuales. La relación entre originalidad y tradición en la ciencia tiene su contrapartida en la cultura literaria moderna. “Pocas veces la palabra [tradición] aparece excepto en una frase de censura”, escribe T. S. Eliot.6 Y a continuación describe cómo nuestro reconocimiento exclusivo de la originalidad entra en conflicto con las fuentes tradicionales de mérito literario, tal como las reconocemos:

“Experimentamos satisfacción ante lo que diferencia al poeta de sus predecesores, especialmente de sus predecesores inmediatos; nos esforzamos por encontrar algo que pueda ser aislado para poder disfrutarlo. Mientras que si nos acercamos a un poeta sin este prejuicio, a menudo encontraremos que no sólo las mejores, sino las partes más individuales de su obra pueden ser aquellas en que los poetas muertos, sus antepasados, afirman su inmortalidad más vigorosamente”.7

Eliot ha dicho también, en Little Gidding, que las ideas ancestrales revelan su alcance completo sólo mucho más adelante, a sus sucesores:

“Y aquello que los muertos no decían, cuando vivían, pueden decírtelo cuando están muertos: la comunicación de los muertos se expresa con fuego más allá del lenguaje de los vivos”.

Y esto es así en la ciencia: Copérnico y Kepler le mostraron a Newton dónde podía hallar descubrimientos que eran impensable para ellos mismos.

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En este punto nos encontramos ante un problema importante de la teoría política: la pregunta acerca de si una sociedad moderna puede regirse por la tradición. Frente al estallido de la revolución francesa, Edmund Burke denunció el intento de remodelar de un plumazo todas las instituciones de una gran nación y predijo que la ruptura total con la tradición debe conducir a caer en el despotismo. En respuesta a esto, Tom Paine apasionadamente proclamó el derecho de libre determinación absoluta para todas las generaciones. La controversia ha continuado desde entonces. Ha sido revivida en América en los últimos años por una nueva defensa de Burke contra Tom Paine, cuyas enseñanzas habían predominado hasta entonces. No deseo intervenir en la discusión americana, pero creo que puedo resumir brevemente la situación en Inglaterra durante los últimos 170 años. Para los escritores políticos más influyentes de Inglaterra, desde Bentham hasta John Stuart Mill y, más recientemente, Isaiah Berlin, la libertad consiste en hacer lo que a uno le gusta, siempre y cuando uno permita que las otras personas sean igualmente libres de hacer lo mismo. En este  punto de vista no hay nada que pueda restringir a la nación inglesa en su conjunto hacer con ella misma, en cualquier momento, lo que quiera. Los principales teóricos británicos han hecho la vista gorda a la visión de Burke acerca de “una asociación de los que viven, aquellos que están muertos y los que van a nacer”. Pero la práctica es diferente. En la práctica es la visión de Burke la que controla la nación británica; es la voz de Esaú, pero la mano de Jacob.

La situación es extraña, pero debe haber alguna razón profunda para que esto sea así, ya que es muy similar a lo que hemos descrito en la organización de la ciencia. La misma analogía parece, por cierto, revelar la razón de esta situación tan curiosa. El hombre moderno afirma no creer en nada, a menos que sea inatacable por las dudas; Descartes, Kant, John Stuart Mill y Bertrand Russell unánimemente le han enseñado esto. No nos dejan espacio para aceptar ninguna tradición. Pero vemos ahora que la propia ciencia sólo puede ser practicada y transmitida a las generaciones posteriores dentro de un elaborado sistema de creencias tradicionales y valores, del mismo modo en que las creencias tradicionales han resultado ser indispensables a lo largo de la vida de la sociedad. ¿Qué puede uno hacer entonces? El dilema está planteado en términos de continuar sosteniendo el derecho a la autodeterminación absoluta en la teoría política, y confiar en la guía de la tradición en la práctica política. Pero esta solución basada en la tensión de la duda es inestable.

Una sociedad moderna y dinámica, hija de la revolución francesa, no quedará satisfecha indefinidamente al aceptar un marco tradicional como su maestro y guía, aunque sea sólo de facto. La revolución francesa, que por primera vez en la historia estableció un gobierno organizado tras la idea de un mejoramiento indefinido de la sociedad humana, está todavía presente en nosotros. Sus aspiraciones más profundas fueron también incorporadas en las ideas del socialismo, que se rebeló contra toda la estructura de la sociedad y exigió su renovación total. En el siglo XX, esta demanda entró en acción en Rusia en una conmoción que superó en gran medida la magnitud de la revolución francesa. Los reclamos sin límites de la revolución rusa han suscitado respuestas apasionadas en todo el mundo. Ya sea aceptadas como una ferviente convicción, o repudiadas como una amenaza, las ideas de la revolución rusa han desafiado en todas partes el marco tradicional que la sociedad moderna ha venido observando en la práctica, a pesar de su reclamo teórico por la autodeterminación absoluta.

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He descrito cómo este movimiento despertó entre muchos científicos británicos un deseo deliberado de asignar un propósito social a la búsqueda de la ciencia. Les ofendía en su conciencia social el hecho de que el avance de la ciencia, que afecta a los intereses de la sociedad en su conjunto, sea realizado por los científicos individuales, en la medida en que persiguen sus propios intereses personales. Argumentaron, entonces, que el bienestar público debe ser asegurado por las autoridades públicas y que las actividades científicas, por lo tanto, deben ser dirigidas or el gobierno hacia el interés público. Esta reforma debería sustituir el crecimiento actual del conocimiento científico, entendido como un todo que no es orientado por nadie en particular (y de hecho ni siquiera conocido en su totalidad por una única persona), por una acción deliberada orientada hacia un objetivo socialmente declarado. Exigir el derecho de los científicos a elegir sus propios problemas parecía algo insignificante y antisocial, frente al derecho de la sociedad de determinar su propio destino.

¿Pero no he dicho yo que este movimiento prácticamente se ha agotado ya en este momento? ¿Acaso los partidos socialistas no han aprobado ya en toda Europa la utilidad del mercado? ¿No oímos que la libertad y la independencia de la investigación científica son abiertamente exigidas hoy, incluso en centros importantes dentro del dominio soviético? ¿Por qué renovar entonces esta discusión cuando parece a punto de perder su sentido?

Mi respuesta es que no se puede basar la sabiduría social en la desilusión política. Sólo es posible consolidar hoy el estado de ánimo más sobrio de la vida pública, si se lo utiliza como una oportunidad para el establecimiento de los principios de una sociedad libre en terreno más firme. ¿Qué nos dice nuestro análisis político y económico de la República de la Ciencia para ello?

A primera vista, pareciera que he asimilado la búsqueda de la ciencia al mercado. Pero el énfasis debe estar puesto en la dirección opuesta. La auto-coordinación de los científicos independientes encarna un principio más alto, un principio que es reducido al mecanismo del mercado cuando se lo aplica a la producción y distribución de bienes materiales.

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Permítanme esbozar brevemente este principio mayor en términos más generales. La República de la Ciencia nos muestra una asociación de iniciativas independientes, combinadas hacia un logro indeterminado. Es disciplinada y está motivada por servir a una autoridad tradicional, pero esta autoridad es dinámica; su existencia depende de su renovación constante a través de la originalidad de sus seguidores.

La República de la Ciencia es una sociedad de exploradores. Una sociedad que se esfuerza hacia un futuro desconocido, al que considera accesible y digno de ser alcanzado. En el caso de los científicos, los exploradores se esfuerzan hacia una realidad oculta, por el bien de su satisfacción intelectual. Y en la medida en que lo logran, iluminan a todos los hombres y contribuyen a que la sociedad pueda cumplir con su obligación de auto superarse intelectualmente. Una sociedad libre puede ser vista como inclinada en su totalidad hacia la exploración de todo tipo de autosuperación. Esto sugiere una generalización de los principios que gobiernan la República de la Ciencia. Parece que una sociedad inclinada hacia el descubrimiento debe avanzar mediante el apoyo a las iniciativas independientes, coordinándose éstas mutuamente entre sí. Tal ajuste puede incluir rivalidades y respuestas opositoras que, en la sociedad en su conjunto, serán mucho más frecuentes de lo que son dentro de la ciencia. Sin embargo, todas estas iniciativas independientes deben aceptar ser guiadas por una autoridad tradicional, aplicando su propia renovación mediante el cultivo de la originalidad entre sus seguidores.

Puesto que una ortodoxia dinámica pretende ser una guía en busca de la verdad, implícitamente se concede el derecho a la oposición en nombre de la verdad (entendiendo por verdad, dicho sea brevemente, toda forma de excelencia en la que reconozcamos el ideal de superación). La libertad individual protegida por una sociedad como ésta es por lo tanto –utilizando el término de Hegel- de un tipo positivo. No tiene ninguna incidencia sobre el derecho de los hombres a hacer lo que les plazca; pero les asegura el derecho a decir la verdad tal como la conocen. Una sociedad así no ofrece una gama amplia de libertades privadas. Es el cultivo de las libertades públicas lo que distingue a una sociedad libre, tal como se define aquí.

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En esta visión de una sociedad libre, tanto sus libertades como sus servidumbres están determinadas por el esfuerzo a la superación personal, la que a su vez está determinada por las insinuaciones de verdades aún sin revelar, pero que convocan a lograr su revelación.

Esta visión trasciende el conflicto entre Edmund Burke y Tom Paine. Rechaza la demanda de Paine para la autodeterminación absoluta de cada generación, pero lo hace por el bien de su propio ideal de mejora social y humana ilimitada. Por otro lado, acepta la tesis de Burke de que la libertad debe estar arraigada en la tradición, pero la trasciende en un sistema que cultiva el progreso radical. Rechaza el sueño de una sociedad en la que todo trabajo tendrá como meta un fin común y estará determinado por la voluntad del pueblo. En la búsqueda de la excelencia no ofrece ninguna participación a la voluntad popular y acepta en su lugar la condición de ser una sociedad en la que el interés público se conoce sólo fragmentariamente y su logro es el resultado de iniciativas individuales en torno a problemas fragmentarios. Visto a través de los ojos del socialismo, este ideal de una sociedad libre sería conservador y fragmentado y por lo tanto iría a la deriva, sería irresponsable, egoísta y aparentemente caótico. Una sociedad libre, concebida como una sociedad de exploradores, está abierta a estas acusaciones, en el sentido de que se refieren efectivamente a rasgos que la caracterizan. Pero si reconocemos que tales características son indispensables para la búsqueda de la superación social, podemos estar preparados para aceptarlas, tal vez como aspectos menos atractivos de una empresa noble.

Estos rasgos ciertamente caracterizan el correcto cultivo de la ciencia y están presentes en toda sociedad cuando persigue otras clases de verdad. Ellas, en efecto, pueden acentuarse, en la medida que los esfuerzos intelectuales y morales a los que se dedica la sociedad se expandan y ramifiquen en direcciones especializadas, siempre nuevas. Esto debe conducir a una mayor fragmentación de las iniciativas, lo que incrementará la resistencia a cualquier intento deliberado de renovación total de la sociedad.

Notas

1. M. POLANYI, La Lógica de la Libertad, Londres: Routledge & Kegan Paul y Chicago: University of Chicago Press, 1951, p. 12.

2. M. POLANYI, Conocimiento Personal, Londres: Routledge & Kegan Paul y Chicago: University of Chicago Press, 1958, p. 276.

3. He analizado la relación entre la ciencia académica e industrial en otros lugares, con cierto detalle; ver la Revista del Instituto de Metalurgia, 89 (1961), p. 401; FF. cf. Conocimiento Personal, pp. 174-84.

4. Aquí está el punto en que este análisis de los principios por los que los fondos van a distribuirse entre diferentes ramas de la ciencia pueden tener una lección de la teoría económica. Sugiere una manera en que los recursos pueden distribuirse racionalmente entre fines rivales que no pueden ser valorados en términos de dinero. Todos los casos del gasto público que sirve a intereses puramente colectivos son de este tipo. Una comparación de tales valores por una red de competencias que se superponen puede ofrecer la posibilidad de una verdadera evaluación colectiva de las reclamaciones relativas de miles de departamentos gubernamentales, de los que ninguna persona puede saber mucho más que una pequeña fracción.

5. Nunca he oído el memorando mencionado en la Universidad de Manchester. Supe de él solamente por un artículo de Sir Ernest Simon titulado ‘Un documento histórico de la universidad’, Trimestre universitario, I-2 (1946-48), pp. 189-192. Mis citas refiriéndose al memorando se toman de este artículo.

6. T.S. Eliot, Ensayos seleccionados, Londres: Faber, 1941, p. 13.

7. Ibíd., p. 14.

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