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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. vol.10 no.28 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene. 2015

 

DOSSIER-ARTÍCULOS

Algunos retos filosóficos de la política científica *

Philosophical challenges of science policy

Miguel Ángel Quintanilla Fisac **

* Una versión previa de este artículo se ha publicado en el libro: Elogio de la sabiduría. Ensayos en homenaje a Mario Bunge en su 95 aniversario (Denegri, 2014). Forma parte del proyecto FFI2011-27763, financiado por el Ministerio de Economía y competitividad del gobierno de España. Bruno Maltrás y Ana Cuevas han leído versiones previas y han contribuido con sus comentarios a mejorar el texto, aunque la responsabilidad final es exclusiva del autor.

** Instituto de Estudios de la ciencia y la Tecnología, Universidad de Salamanca, España. Co-director de la Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS). Correo electrónico: maquinta@gmail.com.


La ciencia es una parte importante del subsistema cultural de las sociedades más avanzadas. Y no está aislada: interacciona con el resto de la cultura, con la economía y con la política. En el campo de la política científica se plantean problemas conceptuales a los que los filósofos no suelen prestar mucha atención. Aquí se analizan algunos de esos problemas, como la relación entre el poder político y la ciencia, la justificación del apoyo social a la investigación básica o la caracterización del contenido de relevancia y originalidad de los resultados de la investigación científica. Para ello se utiliza el marco conceptual de la filosofía de la ciencia y el realismo científico de Mario Bunge.

Palabras clave: Filosofía de la ciencia; Política científica; Mario Bunge.

Science is an important part of the cultural subsystem of most advanced societies. And it is not alone: it interacts with the rest of the culture, the economy and politics. In the field of science policy, there are many conceptual problems that philosophers do not usually pay much attention to. This paper analyses some of these challenges, such as the relationship between political power and science, the justification of social support to basic research or the characterization of content relevance and originality of the results of scientific research. In order to achieve this study, the conceptual framework of the philosophy of science of Mario Bunge and his theory of scientific realism are used.

Key words: Philosophy of science; Science policy; Mario Bunge.


Filosofía y ciencias de la ciencia

La filosofía de la ciencia es una de las ramas de la filosofía académica que más se desarrollaron en el siglo XX: desde el empirismo lógico a la explosión de enfoques "post-kuhnianos" en filosofía, historia y sociología de la ciencia y de la técnica, no hay otro campo de reflexión filosófica que iguale a la riqueza y calidad de las aportaciones que encontramos en éste. La situación actual, sin embargo, no es halagüeña. La riqueza de aportaciones, enfoques y matices ha dado lugar a un panorama casi caótico en el que es difícil saber si cada uno de los actores está realmente jugando el mismo juego y con el mismo reglamento.

Creo que esta situación de los estudios sobre la ciencia y la tecnología es heredera de dos tradiciones. Por una parte está la tradición filosófica cuya pretensión fundamental es entender el valor de la ciencia como la forma más depurada de conocimiento fiable acerca del mundo. Dentro de esta tradición caben múltiples enfoques, desde el empirismo lógico de los clásicos del Círculo de Viena hasta la concepción estructuralista de las teorías, el empirismo constructivo de Van Frassen o incluso el realismo de Giere o Churchland. Lo que caracteriza a esta corriente de pensamiento no es tanto, o tan sólo, el contenido de sus teorías filosóficas, cuanto el tipo de problemas que consideran centrales en la reflexión filosófica sobre la ciencia. A este respecto son herederos no sólo de la problemática consagrada por los miembros del Círculo de Viena, sino también del enfoque general (compartido por el propio Círculo) de su epistemología, un enfoque que esta tradición comparte con el núcleo fundamental de la epistemología moderna, desde Descartes. Podríamos llamarlo enfoque justificacionista o fundamentalista. De lo que se trata es de fundamentar el valor del conocimiento, es decir de encontrar una forma de justificar la pretensión de que nuestro conocimiento científico es verdadero o fiable. En realidad, toda la historia de la filosofía occidental de la Edad Moderna podría reconstruirse como el empeño continuado por encontrar el fundamento último o la justificación definitiva de la pretensión de que el método científico nos conduce al conocimiento verdadero y completo de la realidad. Desde esta perspectiva se puede detectar, en efecto, una línea de continuidad en los enfoques filosóficos predominantes en la epistemología moderna y actual. El fenomenalismo de Mach o del primer Carnap tienen el mismo aire de familia que el empirismo de Berkely o Hume; y el racionalismo crítico de Popper se presenta a sí mismo como una revisión del racionalismo clásico, aunque pretendidamente liberado de la tentación fundamentalista. La problemática más característica de esta tradición gira en torno a la naturaleza de las teorías y conceptos científicos, la relación entre observación y teorización o explicación en el conocimiento científico, la justificación de la aceptación o rechazo de una teoría, la racionalidad o irracionalidad de los procesos de decisión en la investigación científica.

La otra tradición en los estudios sobre la ciencia y la tecnología proviene del campo de la historia y la sociología de la ciencia, y más recientemente se ha visto enriquecida con la aportación de la economía de la innovación, y de la politología. Se trata de un campo de investigación amplio y diverso, poco estructurado, pero de influencia creciente, desde mediados del siglo XX. Los historiadores internalistas de la ciencia, como Koyré, ya habían puesto el énfasis en el dinamismo historicista del conocimiento científico, resaltando tanto la continuidad general del desarrollo del conocimiento (e incluso su carácter progresivo) como la existencia de rupturas y discontinuidades locales que era preciso entender. La tradición de la filosofía de inspiración marxiana contribuyó decisivamente tanto a resaltar el carácter histórico del conocimiento científico, como a primar la importancia de los factores sociales y económicos externos para explicar la naturaleza del cambio y el progreso científicos (Bernal, 1939). Esta tradición intelectual, ya presente en los enfoques históricos de los estudios de la ciencia, se vio enriquecida, a mediados del siglo XX, por otros factores que propiciaron el desarrollo de los estudios de sociología, economía y politología de la ciencia. La experiencia de las dos grandes guerras del siglo XX, en las que las aplicaciones técnicas derivadas de la ciencia moderna tuvieron un papel importante aunque desdichado, y sobre todo la experiencia de la organización y planificación industrial de la investigación científica, tal como se vivió a partir de la Segunda Guerra Mundial, hicieron que los estudios sociales de la ciencia y la tecnología empezaran a plantear cuestiones que hasta entonces habían quedado fuera del foco de atención de las reflexiones filosóficas. Se acuñó por ejemplo, la expresión "Big Science" (Weinberg, 1961) para referirse a las nuevas formas de organización industrial-militar de la investigación científica, se desarrollaron normas y métodos de medición precisa de las actividades y resultados de la ciencia y la tecnología (OCDE, 1993), se analizó la estructura institucional de la ciencia, y se aportaron conceptos nuevos, como la formación de "colegios invisibles", o la descripción mertoniana del ethos de la ciencia, pero también los modelos de distribución del mérito científico y su afectación por el llamado "efecto Mateo" (Merton y Storer, 1977). Curiosamente toda esta "revolución" en los estudios científicos de la ciencia se produce prácticamente al mismo tiempo que los estudios de la tradición filosófica a la que hemos aludido están en plena ebullición, sin que sin embargo se aprecie ningún cruce significativo entre ambas tradiciones. Al menos hasta la emblemática fecha de 1962.

En efecto, la publicación por Kuhn de La estructura de las revoluciones científicas (a partir de este punto, "ERC") puede tomarse como el punto de referencia para localizar el cruce de las dos tradiciones.1 ERC es un libro de historia y de filosofía de la ciencia al mismo tiempo. Y además su autor se propone explícitamente resolver o al menos abordar problemas clásicos de la filosofía de la ciencia con sus interpretaciones y análisis históricos de procesos de cambio científico. Las aportaciones de Kuhn eran fundamentalmente de historia interna, pero sus explicaciones incorporaban elementos de carácter sociológico externalista. En efecto, tanto la noción misma de paradigma o matriz disciplinar, como la dinámica de las revoluciones científicas que propone Kuhn están formuladas en términos de tipos de disciplinas científicas, normas metodológicas, ejemplos paradigmáticos, procesos de investigación normal. Pero al mismo tiempo la dinámica de la ruptura de un paradigma y su sustitución por otro apela ineludiblemente a estructuras y propiedades psico-sociales, como la constitución de comunidades científicas, el cambio generacional, las prácticas de formación y creación de grupos de investigación.

El choque de las dos tradiciones tuvo resultados decisivos para la evolución de la epistemología del siglo XX. Por una parte, el núcleo de la tradición positivista saltó por los aires: de pronto el problema que había que abordar no era ya el de cómo definir y medir el grado de confirmación o de verosimilitud de una teoría a la luz de un conjunto de hechos, o el de la naturaleza de las leyes científicas, porque la aceptación o no de una teoría o de una ley no dependía de factores lógicos, racionables o empíricos, sino de la efectividad o desgaste de un paradigma e incluso de las relaciones de poder entre los miembros de una comunidad científica. Por otra parte, los estudios sociales de la ciencia y la tecnología abandonaron cualquier pretensión de mantenerse fieles a algunos de los principios de la tradición positivista y se entregaron al desarrollo de visiones relativistas e incluso irracionalistas de la ciencia. El hecho de que el propio Kuhn reivindicara la compatibilidad de su teoría de las revoluciones científicas como cambios de paradigma con los valores de objetividad y racionalidad en el desarrollo de la ciencia (Pérez Ransanz, 1995) no impidió el aumento de la nueva deriva irracionalista de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología (Otero, 1995).

Los nuevos enfoques en los estudios de la ciencia han dado lugar a diversas propuestas de visiones alternativas de la ciencia y la tecnología que intentan captar no sólo nuevas ideas filosóficas, sino también las nuevas formas de organización social de la ciencia. Tal es el caso del llamado "modo 2" de producción de la ciencia (Gibbons et al, 1997), el modelo de "ciencia postacadémica" (Ziman, 2003) o la ciencia postnormal (Funtowicz y Ravetz, 1996; un balance esclarecedor en Jiménez- Buedo y Vielba, 2009). En todos estos casos asistimos a un proceso de difuminado de los rasgos de la visión académica de la ciencia sin que quede claro que las nuevas imágenes sean siempre compatibles con principios básicos de la tradición científica. Si abandonamos la pretensión de comprender los procedimientos y resultados de la ciencia como productos del pensamiento racional, resultará imposible diferenciar la ciencia de otros campos de la cultura o de la experiencia humana. Por otra parte, a falta de teorías generales sobre el conocimiento científico, nos veremos inermes para analizar críticamente visiones de la ciencia que en otro momento habríamos considerado distorsionadas por intereses económicos o políticos, como las que a veces se introducen en los estudios sobre economía de la innovación, la economía industrial. Y por último, la toma de decisiones en política y gestión de la ciencia y la tecnología, que cada vez tienen mayor relevancia económica, social y cultural, se ve desprovista de referencias intelectuales y científicas sólidas.

La filosofía de la ciencia de Mario Bunge siempre ha estado vinculada a las corrientes más vivas y fructíferas a nivel internacional y, al mismo tiempo, significativamente alejada de las turbulencias que afectan a este campo de investigación debido seguramente a algunas de sus características diferenciales (Bunge, 1983a y 2013). En primer lugar, la teoría del conocimiento científico que nos propone Bunge incorpora desde el principio problemas, teorías y métodos tanto filosóficos como científicos, formales y factuales. La sociología de la ciencia no puede verse, desde su perspectiva, como una alternativa a la filosofía de la ciencia, sino como uno más de los componentes de una ciencia de la ciencia (o mejor, de una investigación científica sobre la ciencia) que incorpora también la reflexión filosófica y la metodología formal y otras ciencias factuales como la psicología e incluso la biología. En segundo lugar el trasfondo filosófico de la epistemología de Bunge es el realismo científico (Bunge, 1983b y 2001), lo que constituye una vacuna eficaz contra la infección de relativismo epistemológico y sociológico. En tercer y último lugar, el enfoque de Bunge no es justificacionista, sino analítico, sistémico y explicativo: su objetivo no es encontrar la piedra filosofal que garantice que nuestras teorías científicas se pueden reducir a conjuntos infinitos de enunciados empíricos, o que permita interpretar un cambio de teorías como un progreso hacia la vedad completa y definitiva. En lugar de asumir estos objetivos de la epistemología tradicional, que han contaminado a la corriente principal de la filosofía de la ciencia y que han saltado por los aires frente al relativismo sociológico post-kuhniano, la epistemología de Bunge se propone comprender el funcionamiento de la ciencia y ofrecer un marco conceptual que nos ayude a precisar nuestras ideas sobre el método científico, el valor de las leyes y teorías científicas, el interés social de la ciencia, las relaciones entre investigación científica y diseño tecnológico. Estas características del enfoque bungeano le permiten afrontar con naturalidad y originalidad problemas que rara vez encontramos en la tradición justificacionista de la filosofía de la ciencia (ética de la ciencia, ciencia y desarrollo, problemas conceptuales de la política científica, ciencia e ideología, ciencia y pseudociencias (Bunge y Borgoñoz, 2010), y al mismo tiempo, mantener, frente al relativismo sociológico, los principios normativos de la epistemología realista, sin renunciar a valores centrales de la ciencia como el de la objetividad científica o el de la verdad del conocimiento.

A continuación, desarrollamos algunos ejemplos de problemas de interés filosófico que se plantean en la gestión de la ciencia actual, cuyo tratamiento es coherente con una visión bungeana de la ciencia: las relaciones entre ciencia y poder político, el apoyo a la investigación básica y el uso de indicadores bibliométricos para la gestión de la investigación.

El poder y la ciencia

En la filosofía de Bunge, la ciencia es considerada como una actividad social, específicamente como una parte del subsistema cultural de determinado tipo de sociedades. Así que es completamente natural que esta parte de un sistema social interactúe con los otros subsistemas de la sociedad en diferentes medidas y modalidades. Podemos contemplar dos tipos de relaciones entre el subsistema científico y el resto del sistema social: relaciones de comunicación o intercambio de información y relaciones de interacción y transformación material. Ambos tipos de relaciones son bidireccionales. Así, el subsistema científico de una sociedad proporciona conocimientos, aplicaciones y desarrollos tecnológicos que resultan valiosos para la sociedad desde el punto de vista económico, cultural, biológico y político. Y recíprocamente el sistema económico, político y biológico (población) proporciona recursos materiales y humanos al sistema científico, así como indicaciones (información) sobre prioridades y valores para el desarrollo científico y tecnológico.

Gráfico 1. Relaciones entre el subsistema científico-tecnológico y la sociedad

Podemos agrupar todas las relaciones de transmisión de información entre el subsistema científico y el resto de una sociedad, como la cultura científica de esa sociedad. En el gráfico hemos señalado algunos de los procesos característicos de la cultura científica: en una dirección, la educación y la divulgación de la ciencia, y en la otra la fijación de prioridades y valores sociales que pueden afectar a los objetivos de la investigación científica. Por otra parte, podemos considerar la economía de la ciencia como el conjunto de actividades de valor económico (producción e intercambio de bienes y servicios) que se solapan con las actividades científicas. Éstas se producen también en las dos direcciones. Desde el subsistema científico al subsistema económico de una sociedad se produce transferencia de bienes de valor económico (conocimientos aplicados de interés industrial, diseños tecnológicos, innovaciones que repercuten en el bienestar de los miembros de la sociedad, como las innovaciones médicas y farmacológicas). Al mismo tiempo, desde el subsistema económico se proporcionan recursos materiales y humanos a sistema de la ciencia y la tecnología.

Uno de los grandes problemas que se plantean en la gestión de la ciencia en las sociedades complejas actuales tiene que ver con la adopción de decisiones por parte del poder político respecto a los objetivos, prioridades y valores de las actividades científicas que se llevan a cabo en esa sociedad. En efecto, quien detenta el poder político (independientemente de que haya accedido a él o lo ejerza de forma democrática o tiránica) tarde o temprano se va a enfrentar con problemas del tipo: cuánto debo gastar en promover la investigación científica, cuánto en investigación básica y aplicada, en qué áreas de la ciencia es más urgente, necesario o provechoso invertir más dinero. O también: qué nivel de educación científica debe proporcionarse a los ciudadanos, cómo debe potenciarse (o no) la cultura científica. Qué criterios y procedimientos deben seguirse para evaluar el rendimiento de las actividades científicas. Casi todas estas cuestiones sólo se pueden resolver aceptablemente si el responsable político dispone de la información suficiente acerca del funcionamiento interno y la situación efectiva de la investigación científica en la sociedad que tiene que gestionar. Esta es una situación normal en casi todos los ámbitos de la política. Quien detenta el poder político necesita disponer de conocimientos y recursos que no dependen de él. Ejemplos emblemáticos de la interacción entre el poder político o militar y la actividad científica, como el proyecto Manhattan en Estados Unidos (Sánchez Ron, 2009) o el desarrollo del radar en el Reino Unido (Snow, 2013) durante la Segunda Guerra Mundial, serían inconcebibles si no se asumiera como supuesto básico la idea de que la información que proporcionan los científicos a los políticos se refiere a propiedades objetivas de la realidad, derivadas de conocimientos científicos genuinos y nuevos, no de "construcciones sociales" impuestas por el propio poder político (Quintanilla Fisac, 2012).

¿Qué puede aportar la filosofía de la ciencia en tales circunstancias? Desde luego puede aportar criterios acerca del tipo de conocimientos que se pueden considerar científicos y cómo distinguirlos de las patrañas pseudocientíficas o las especulaciones ideológicas. Podrá ayudar también a comprender las diferencias y relaciones entre investigación básica, aplicada y tecnológica, a comprender los procesos de evaluación interna de la ciencia y a analizar las interacciones entre investigación científica, innovación económica y social. Pero para que todo esto tenga sentido es preciso que el filósofo de la ciencia mantenga el compromiso con el realismo científico. Es decir, el principio que sostiene que la actividad de investigación que llevan a cabo los científicos tiene por objeto mejorar y aumentar el conocimiento objetivo de la realidad a través de procedimientos racionales y controlables que enlazan con la tradición de la ciencia. Cuando un político pide consejo a un científico acerca de cualquier tema de su especialidad o de la gestión global de la ciencia, lo último que quiere oír es que le digan que las cuestiones científicas son ellas mismas cuestiones de poder, que lo importante no es saber qué teoría es verdadera sino quién tiene el poder para "construir" esa verdad. El político ya sabe que tiene cierto poder para promover el estudio de una rama de la ciencia o de otra alternativa, y ya sabe que eso puede influir en el rendimiento del subsistema científico de una sociedad, pero cuando pregunta al científico o al filósofo de la ciencia espera que le den razones objetivas y de peso a favor de una u otra decisión, no que le digan que él tiene el poder para inclinar la balanza en un sentido o en otro. Si fuera verdad, como quiere Latour, que "la ciencia es la política perseguida por otros medios" (apud Otero, 1995), perdería su valor cognitivo e ipso facto dejaría de tener interés para la política.

Decir que la construcción del conocimiento científico es el resultado de las relaciones de poder en el espacio social de un laboratorio o en el sistema social de un país o de una comunidad en su conjunto equivale a renunciar a la existencia del espacio propio de la ciencia. Es como si a un entrenador de futbol, interesado en mejorar el rendimiento de su equipo, le diéramos el consejo de cambiar el reglamento para evitar que le penalicen las faltas o reducir el tamaño de las porterías para que disminuya la probabilidad de que entre un balón. No podemos cambiar las reglas del juego de la ciencia, aunque tuviéramos el poder para ello. Porque el resultado no sería una ciencia más rentable, productiva o exitosa, sino la invención de otro juego. La filosofía de la ciencia no puede responder a los problemas que se plantean en la política científica diciendo que "todo vale" y que es el propio poder político el que define lo que debe hacerse, el que impone las reglas del juego. El realismo científico parte de que las reglas del juego ya están dadas, y de lo que se trata es de jugar cada vez mejor con esas reglas enriquecidas con las que la propia ciencia vaya generando, no con las que imponga el ministro del ramo o el dueño del laboratorio.

La deuda de la investigación básica

Durante mucho tiempo se ha considerado que la investigación básica es la fuente principal de aumento de nuestros conocimientos científicos y el soporte más importante para la investigación aplicada y el desarrollo tecnológico. Pero a lo largo de los años se ha ido acumulando evidencia empírica suficiente para poder afirmar que la transferencia de la investigación científica a la economía no es un proceso lineal, de forma que no basta con tener un sistema potente de investigación básica para garantizar una repercusión positiva de la ciencia en la riqueza y el bienestar de una sociedad (Freeman y Soete, 1997). Este problema no se ha detectado solamente en los países en desarrollo en los que es posible que coexistan instituciones académicas de cierto nivel científico internacional, junto a sistemas económicos e industriales totalmente desconectados del sistema científico. También ha alcanzado un elevado protagonismo en los debates en torno a la política científica e industrial de la Unión Europea y de todos los países de la OCDE. A mediados de los 90, la Comisión Europea emitió un informe (1995) en el que se acuñó la expresión "la paradoja europea". Esta paradoja consistiría precisamente en que, siendo Europa una potencia científica de primer orden en el ámbito académico, sin embargo se encuentra retrasada en su capacidad para transformar el conocimiento en riqueza, es decir en innovación industrial y económica en general: Europa genera conocimiento, pero no consigue hacerlo económicamente rentable.

A partir de aquí se ha impuesto en la política europea una especie de moda que incluso se ha trasladado al lenguaje burocrático cotidiano de las comisiones gubernamentales e intergubernamentales. Lo que hace treinta años eran discursos encendidos sobre la necesidad de apoyar al sistema científico y tecnológico, ahora se han transformado en elogios hacia las políticas de incentivos a la innovación. En algunos casos incluso se ha alterado el uso normal del lenguaje administrativo y en vez de hablar de ciencia y tecnología o de investigación y desarrollo, se ha consagrado el triplete ciencia, tecnología e innovación, o como suele decirse en España: I+D+i (Investigación + Desarrollo + innovación).

En la esfera política, siempre expuesta al escrutinio mediático, es frecuente la aparición de temas estelares que ocupan la actualidad durante un tiempo, o de modas mediáticas, que se mantienen durante periodos más largos como referencias indiscutibles para organizar y entender la información política. La "i pequeña" de innovación, como parte de las políticas científicas, puede ser una de esas modas que podrían pasar sin mayor trascendencia, salvo la de haber contribuido a supeditar por completo la política científica y tecnológica a la política económica. Puede ser, pero también puede ser que estemos asistiendo a una crisis profunda que tiene raíces culturales más amplias y que plantea retos importantes a la reflexión filosófica.

Veamos. Si la investigación científica en sí misma no tiene un valor intrínseco y diferenciado que merezca la pena preservar y aumentar, entonces solamente será objeto de atención por parte del poder político de forma vicaria y subordinada a otros objetivos, por ejemplo de carácter ideológico o económico. Ahora bien, si desde la economía se nos dice que la innovación sólo muy remota e indirectamente depende de la investigación básica, ya sólo quedan motivos ideológicos para mantener el apoyo público a la investigación básica. Y aquí de nuevo nos encontramos, o bien con una filosofía para la que todo vale y la investigación básica tiene el mismo valor cognitivo que cualquier otro sistema de conocimientos, o bien con una filosofía inspirada en el realismo científico para la que el conocimiento científico es una parte irrenunciable y prioritaria del patrimonio cultural de la civilización moderna.

A los filósofos relativistas les debería parecer normal que en tiempos de crisis económica una de las primeras partidas que sacrifican los gobiernos sea la que se dedica a investigación y desarrollo en las instituciones académicas, prioritariamente dedicadas a la investigación básica, que se considera como un objeto de consumo de lujo al que se debe renunciar para atender otras prioridades. En cambio, un filósofo realista puede proporcionar al político argumentos muy diferentes que le permitirán sopesar el nivel de apoyo a la investigación básica de forma más equilibrada. Para empezar, el filósofo realista explicará que los resultados de la investigación básica, aunque siempre tentativos e incompletos, proporcionan conocimientos del máximo nivel de calidad acerca de la realidad en la que se desenvuelven nuestras vidas. Por lo tanto, independientemente de las coyunturas por las que atraviese nuestra sociedad, el conocimiento científico debe considerarse siempre parte del patrimonio conseguido con el esfuerzo de toda la humanidad a lo largo de su historia. Hay otras muchas tradiciones que se desarrollan a lo largo de siglos y que llegan hasta nuestros días, en el campo de las religiones o las artes o la política, pero la tradición científica es la única que presenta un incesante dinamismo, debido a su carácter creativo y acumulativo: gracias a la ciencia sabemos hoy más que ayer y podemos confiar en que seguiremos aumentando nuestra capacidad para conocer y controlar la realidad. Generalmente cuando heredamos del pasado algún bien cultural de extraordinario valor, aceptamos el compromiso de preservarlo para legarlo de nuevo a generaciones futuras, aunque eso requiera algún sacrificio por nuestra parte. Pues bien, tal es el caso de la ciencia básica: es el producto de siglos de investigación y de acumulación de resultados, pero su legado es frágil, porque la única forma de conservarlo es haciéndolo crecer. Si recibimos de nuestros antepasados un monumento genial y extraordinario, como por ejemplo el acueducto romano de la ciudad de Segovia, nos parece natural asumir el compromiso de su conservación, aunque ya no tenga utilidad práctica. Con la ciencia básica deberíamos adoptar una actitud semejante: se trata de un patrimonio que hemos heredado y nuestros esfuerzos para mantenerlo vivo y conservar su valor deben entenderse, como dice el premio Nobel de física Leon Cooper (2007), como el pago de una deuda del pasado y no sólo como una inversión para el futuro. Pero hay una premisa en todo este razonamiento que es preciso mantener: la que supone que el conocimiento científico tiene un valor intrínseco, básico e irremplazable.

La industria del conocimiento

La sociedad avanzada actual se suele caracterizar como una sociedad de la información o del conocimiento porque en ella la obtención, procesamiento y comunicación de conocimientos (actividades características del subsistema cultural de cualquier sociedad) se han convertido en actividades de un elevado valor económico tanto por sí mismas como por el papel que desempeñan en la realización de casi cualquier otra actividad de producción de bienes y servicios. La producción, gestión y transmisión del conocimiento, en especial del conocimiento científico, ha pasado de ser una actividad complementaria y auxiliar de la actividad industrial a ser ella misma una industria central para el conjunto del sistema económico: la industria del conocimiento.

Podemos considerar la industria del conocimiento científico como una forma de incorporar a la actividad científica algunos rasgos y componentes característicos de la actividad industrial. Por ejemplo, las comunidades científicas por lo general regulan autónomamente la evaluación del mérito de sus componentes. En la ciencia actual estos sistemas de autorregulación se basan en dos premisas: un sistema de comunicación científica interna a la propia comunidad y un sistema de reconocimiento del mérito basado en los principios del ethos de la ciencia. Para que el sistema funcione se requieren algunas condiciones en el entorno social. Por ejemplo, debe haber garantías de accesibilidad a la información científica y debe preservarse como valor supremo la honradez en la comunicación de resultados científicos, especialmente por lo que se refiere a la veracidad de las comunicaciones y a la honestidad en el reconocimiento del mérito y del trabajo de cualquier miembro de la comunidad. En la industria del conocimiento estos principios fundamentales del ethos de la ciencia están siendo sustituidos por los de la "ciencia postacadémica" (Ziman, 2003).

Una de las características más notables de la organización de la ciencia actual es la extensión y diversidad del sistema de publicaciones científicas. El número de revistas científicas que se publican regularmente se cuenta por millares y el número de artículos científicos por millones al año. A esto se añaden los canales de información on-line, en especial los repositorios de archivos de preprints o de publicaciones electrónicas. Esto ha planteado retos de gestión de la información científica que no tienen precedentes en ningún momento anterior de la historia de la ciencia. Y la respuesta ha sido la industrialización de esta parcela de la actividad científica. El proceso se compone de dos partes: por una parte, se han desarrollado poderosas técnicas de procesamiento de información que facilitan la gestión del conocimiento y su uso por los investigadores y los administradores de instituciones científicas; por otra parte, los nuevos sistemas de datos así obtenidos se aplican al control de las propias actividades científicas (definición de campos de investigación, evaluación de méritos científicos, análisis de la productividad de los investigadores o  las instituciones) para conseguir el máximo rendimiento. Se produce así una situación curiosa: la ciencia ha proporcionado conocimientos provechosos a la industria y la industria ha impuesto sus propios métodos de gestión para el control de la ciencia. Queda por ver si este resultado final no pondrá en peligro la pervivencia de la ciencia y con ello la ruina de todo el sistema. Veamos cómo funciona el sistema en algunos usos de las técnicas bibliométricas.

Se supone que toda nueva publicación científica debe reconocer las aportaciones en las que se basa, no sólo para ubicar la propia investigación en su contexto, sino también para cumplir con la obligación moral de reconocer el mérito de los colegas o identificar el objetivo de la crítica que se vaya a realizar. Como resultado del cumplimiento de esta norma, cada artículo científico va acompañado de una lista de referencias a otros artículos y obras relacionadas con el tema del que se trate. El análisis masivo de estas citas puede utilizarse para describir el mapa de la ciencia en un determinado momento. Por ejemplo, podemos saber la importancia de un autor en un campo determinado viendo el número de citas que recibe de otros autores. O clasificar las revistas científicas de un área de investigación por su factor de impacto (numero de citas que se hacen en el año n a los artículos publicados por la revista R en los años n-1 y n-2 dividido por el total de artículos publicados en esos años por esa revista). O podemos detectar el surgimiento de un grupo de investigación o de un nuevo tema o enfoque en una ciencia que puede dar lugar a un nuevo campo de investigación, analizando las redes de citas entre autores. Los mismos instrumentos se pueden utilizar para caracterizar la actividad científica de una institución o de un conjunto de instituciones, del sistema científico entero de un país o una región (Quintanilla y Maltras, 1992), o de las redes de colaboración internacional en la ciencia (Maltras, Vega y Quintanilla, 1995). El uso de estos datos bibliométricos ha permitido construir indicadores sofisticados que han tenido un gran éxito en un doble plano, científico y administrativo. Desde el punto de vista científico, la bibliometría se ha constituido en un campo de investigación especializado y un apoyo para la sociología de la ciencia. Desde el punto de vista de la gestión industrial de la ciencia, la bibliometría es también un instrumento sumamente útil. Pero el efecto combinado del uso de técnicas bibliométricas y de la presión de los métodos de gestión industriales en la comunidad científica puede tener consecuencias indeseadas. Veamos un caso.

Por una parte, la presión por publicar hace que los científicos, especialmente los científicos jóvenes que tienen que hacerse un hueco y ser aceptados en la comunidad científica para poder acceder a plazas estables de investigadores en universidades y laboratorios, apenas dispongan de tiempo para madurar sus ideas, depurar sus datos y mejorar sus resultados de investigación. Como consecuencia es posible que la mayor parte de su tiempo sea dedicado a publicar un artículo que nadie o muy poca gente va a leer y menos aún a comentar. Por otra parte, las instituciones científicas y los propios comités de pares (iguales) que evalúan el trabajo de sus colegas a lo largo de la carrera de estos, están sustituyendo los mecanismos de evaluación y crítica entre iguales, por procedimientos de cómputo de publicaciones, factores de impacto y otros indicadores derivados. Es inútil que desde todas las esferas posibles se hayan lanzado voces y señales de alarma en contra de estas prácticas: la tentación de calcular el mérito de un colega sin necesidad de leer su trabajo es demasiado grande. El resultado final puede ser un círculo de fallos que se realimentan y que pueden terminar sacrificando la creación de conocimiento científico relevante en el altar de la industria de la comunicación científica provechosa.

Rara vez los filósofos de la ciencia se han ocupado de analizar el valor y las consecuencias que estas prácticas pueden tener para el desarrollo del conocimiento científico.2 Y sin embargo, hay aspectos de esta situación que plantean problemas filosóficos interesantes, no sólo desde el punto de vista moral sino también desde el estrictamente epistemológico.

La presión por publicar y el uso de indicadores de productividad en términos de número de publicaciones, factores de impacto, número de citas, está propiciando la extensión de pautas de comportamiento entre los científicos orientadas directamente a maximizar el rendimiento de su investigación en términos de la "industria del conocimiento"; es decir: de número de publicaciones, nivel de calidad virtual medida por el factor de impacto, citas recibidas. Hay muchas estrategias orientadas en esta dirección. Por ejemplo, las propias revistas científicas, al decidir el material que van a publicar, pueden priorizar aquellas contribuciones que, por sus características, temática, autoría o "actualidad" son susceptibles de recibir más citas en los próximos años, contribuyendo así a subir el factor de impacto de la revista. Otra de estas estrategias de optimización del rendimiento de la actividad científica consiste en parcelar la comunicación de información en porciones lo más pequeñas posible, de modo que los resultados de una investigación se puedan presentar troceados en diferentes artículos publicados quizá en diferentes revistas, aumentando así no sólo la productividad del autor, sino también la probabilidad de ser citado por alguien. Se ha desarrollado así la idea de una "unidad mínima publicable" (LPU: least publishable unit; Broad, 1981) como un estándar ideal que todo investigador (sobre todo los jóvenes) debe intentar optimizar. Todavía no se ha analizado en profundidad cuáles pueden ser las repercusiones de estas prácticas para el desarrollo del conocimiento. Y desde luego el filósofo de la ciencia debería poder decir algo relevante respecto a qué relación puede existir entre el contenido publicable en una revista y una posible "unidad elemental de novedad y relevancia científica" como propuso Maltrás en su tesis doctoral (Maltrás y Quintanilla, 1996; Maltrás, 2003). La primera unidad (LPU) es un asunto de estrategia de publicación; la segunda debería entenderse como un criterio normativo fundamental para evaluar los resultados de cualquier proceso de investigación científica. Pero para poder utilizar este criterio, se necesita disponer previamente de una caracterización independiente del concepto de unidad elemental de novedad y relevancia científica que pueda servir de referencia para el proceso de evaluación por los pares.

Se puede avanzar en esa dirección usando como guía la caracterización que hace Bunge de "campo de investigación científica". Recordemos: un campo I de investigación científica (factual) se compone de los siguientes elementos (Bunge, 1983b y 2014):

1. Una comunidad C de investigadores

2. Una sociedad S que apoya o al menos tolera las actividades de C

3. Un trasfondo filosófico o visión general G compatible con una ontología de cosas concretas, una epistemología realista crítica y una ética que valora la búsqueda de la verdad en libertad

4. Un trasfondo formal F de teorías lógicas y matemáticas relevantes

5. Un trasfondo especifico E de conocimientos científicos externos (teorías, hipótesis y datos) bien confirmados (aunque no definitivos) pertenecientes a otros campos de investigación pero relevantes para el campo I

6. Un fondo de conocimientos K propios del campo I obtenidos en etapas anteriores, actualizados y razonablemente confirmados

7. El dominio D de I, es decir el conjunto de cosas reales o pretendidamente reales a las que se refieren los conocimientos de E y K

8. La problemática P consistente en los problemas cognitivos relativos a los miembros de D, o a los otros componentes del campo de investigación (G, F, E, K, P, O, M)

9. Los objetivos O de la investigación que incluyen el descubrimiento de leyes en los miembros de D, la sistematización en modelos y teorías de las hipótesis relativas a los miembros de D y el refinamiento de los métodos M

10. La metódica M o conjunto de métodos utilizados en la investigación que  tendrán que ser de carácter analizable y criticable (no ocultos ni dogmáticos), empíricamente contrastables, y teóricamente justificables

Además de estos componentes, para que un campo de investigación sea considerado científico debe cumplir otras condiciones: la de no aislamiento y la de no estancamiento. La primera significa que todo campo de investigación científica tiene que compartir algunos de sus elementos constitutivos con algún otro campo de investigación científica: la ciencia es un sistema no una suma de campos inconexos. La segunda condición es que los componentes del campo de investigación científica cambian con el tiempo, como resultado de la propia investigación en el propio campo o en otros relacionados.

Para evaluar la aportación de lo que podríamos llamar una pieza de información científica PIC a un campo de investigación determinado, debemos utilizar dos criterios: el de relevancia y el de novedad, que ahora podemos definir en los siguientes términos:

11. Una PIC es relevante en un campo de investigación I si PIC puede formar parte de alguno de los componentes 3-10 de I

12. Una PIC es novedosa (original) en un campo de investigación científica I si contiene al menos un elemento que no formaba parte previamente de ninguno de los componentes 3-10 del campo I (lo que implica que su aceptación introduce al menos un cambio en al menos uno de los componentes 3-10 de I)

A partir de estos criterios se podría intentar construir una métrica de la relevancia y originalidad de las piezas de información científica y definir posibles límites inferiores y superiores. El límite inferior podría estar en aquellas PIC que sólo aportan información nueva y relevante a uno de los componentes de I distintos de K. El nivel máximo lo alcanzaría una PIC que resulta relevante para el campo I e introduce una serie potencialmente infinita de novedades en muchos de sus componentes, incluido el fondo K. Estaríamos entonces en una situación parecida a la de las revoluciones científicas de que habla Kuhn. A partir de aquí podría quizá definirse operativamente una unidad mínima publicable (LPU) como, por ejemplo, aquella PIC que incluye al menos un contenido informativo relevante y original susceptible de ser incorporado al fondo K de contenidos previos del campo de investigación. Una revista o institución científica que usara este criterio para aceptar o valorar un artículo, un proyecto de investigación o el rendimiento de un investigador o de un grupo, estaría indicando que la condición mínima para aceptar un resultado científico es que aporte algo relevante y nuevo al fondo K de conocimientos establecidos en ese campo; pero que la valoración de la contribución mejorará o bien si hace varias aportaciones de este tipo o bien si la aportación es importante porque afecta a varios de los componentes del campo de investigación. La opción por una de las dos alternativas podría definir dos estilos diferentes de potenciar la productividad científica: uno basado en la proliferación de publicaciones cada una con PIC de escaso valor, otro basado en la publicación de contribuciones con una elevada carga de relevancia y originalidad.

Sin duda, esta propuesta planteará nuevos problemas. Pero permite ver cómo podemos usar la epistemología de Bunge para mejorar nuestros instrumentos de gestión y evaluación de las actividades científicas sin renunciar a la visión académica de la ciencia. Y también permite ejemplificar un tipo de problemas que se plantea en los nuevos sistemas de gestión de la ciencia y que está esperando a que los filósofos se pongan a trabajar en ellos.

Notas

1 En sentido estricto, la obra de Kuhn se publicó como una monografía de la Enciclopedia Internacional de la Ciencia Unificada, impulsada por el positivismo lógico.

2 Aunque sí lo han hecho reiteradamente los científicos. Por ejemplo, la Declaración sobre la Evaluación de la Investigación (DORA: http://am.ascb.org/dora/files/SFDeclarationFINAL.pdf), firmada por miles de científicos de todo el mundo, alerta claramente sobre el peligro de sustituir los mecanismos internos de evaluación de las comunidades científicas por indicadores bibliométricos. Entre filósofos, la pionera tesis doctoral de Bruno Maltrás (1996a y 1996b) es también una excepción.

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