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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. vol.11 no.31 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene. 2016

 

DOSSIER-ARTÍCULOS

Ética del cuidado para la superación del androcentrismo: hacia una ética y una política ecofeministas

Ética do cuidado para a superação do androcentrismo: para uma ética e uma política ecofeministas

Ethics Of Care To Overcome Androcentrism: Towards An Ecofeminist Ethics And Politics

Angélica Velasco Sesma *

* Doctora en Filosofía, profesora asociada de ética y filosofía política en la Universidad de Valladolid, España. Miembro del Consejo de la Cátedra de Estudios de Género de esa misma universidad. Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto I+D “Prismas filosófico-morales de las crisis (Hacia una nueva pedagogía sociopolítica)”, FFI2013-42935-P. Correo electrónico: angelica.velasco@uva.es.


 

Una correcta integración de razón y emoción, de principios universales y virtudes del cuidado, de derechos y responsabilidades, permite alcanzar teorías éticas más completas que aquellas que reniegan de ciertas cualidades que han sido feminizadas por una historia de exclusión de las mujeres. La ética ambiental, según sostenemos, tiene mucho que ganar de la nueva forma de entender la moralidad que se propone desde la ética del cuidado. Así lo entiende el pensamiento ecofeminista que ha continuado y profundizado en los análisis del androcentrismo llevados a cabo por el feminismo del siglo XX.

Palabras clave: Ética del cuidado; Androcentrismo; Ecofeminismo. Uma correta integração de razão e emoção, de princípios universais e virtudes do cuidado, de direitos e responsabilidades, permite alcançar teorias éticas mais completas do que aquelas que renegam de certas qualidades que foram feminilizadas por uma história de exclusão das mulheres. A ética ambiental, conforme sustentamos, tem muito a ganhar da nova forma de entender a moralidade proposta a partir da ética do cuidado. Assim entende o pensamento ecofeminista que tem continuado e aprofundado nas análises do androcentrismo realizadas pelo feminismo do século XX.

Palavras-chave: Ética do cuidado; Androcentrismo; Ecofeminismo.

A correct integration of reason and emotion, of care virtues and universal principles, of rights and responsibilities, allows us to attain more comprehensive ethical theories than those that deny certain qualities that have been feminized through a history of women’s exclusion. We uphold that environmental ethics have much to gain from the new way of understanding the morals proposed from the perspective of ethics of care. That is how the ecofeminist thinking understands it, a line of thinking that has continued and deepened the analysis of androcentrism that was carried out by the feminist movement in the 20th century.

Key words: Ethics of care, Androcentrism: Ecofeminism.


1. Razón versus emoción. Hacia una concepción de la moralidad no androcéntrica

Una historia de exclusión de las mujeres de la esfera de la cultura y los ámbitos de poder ha generado un fuerte sesgo androcéntrico en el mundo de lo simbólico. Los dualismos conceptuales sobre los que se funda el pensamiento occidental tienen un marcado carácter de género: razón/emoción, humano/animal, mente/cuerpo, trascendencia/inmanencia, cultura/naturaleza, civilizado/primitivo, producción/ reproducción, libertad/necesidad. En todos estos dualismos, una de las partes se considera superior a la otra y ese componente superior ha sido vinculado con lo masculino (Plumwood, 1997). El ecofeminismo trata de deconstruir estos dualismos jerarquizados, revalorizando la parte considerada inferior. Se logra, de este modo, un concepto de diferencia que no está basado en la dominación. Por este motivo, aparece como una corriente de pensamiento y acción indispensable para afrontar las diversas crisis actuales.

Uno de los dualismos en los que resulta más claro el sesgo de género es el par razón/emoción. La razón se asocia a los hombres y la emoción, a las mujeres. Así, las emociones, consideradas femeninas e inferiores, han sido sacadas del ámbito de la moralidad. La concepción tradicional de la ética ha considerado la empatía y el resto de virtudes relacionadas con la atención a los otros como formas elementales e inferiores de moralidad. Se puede afirmar, por tanto, que la filosofía moral muestra un sesgo de género, pues únicamente considera dignos de estima los valores relacionados con la experiencia masculina del ámbito público, ignorando o despreciando las virtudes que surgen de las prácticas desarrolladas por las mujeres en el ámbito doméstico, a saber, la tareas del cuidado de las personas dependientes. Dada esta situación, en los años 80 del siglo XX, numerosas pensadoras iniciaron una crítica a la jerarquización tradicional de la ética, afirmando que las virtudes relacionadas con el cuidado a los otros no tenían por qué ser formas inferiores de moralidad.

Nel Noddings, una de las más conocidas representantes de este giro, señaló que la ética tiene un marcado carácter personal, pues la concibe como una relación entre aquel que cuida y el que recibe el cuidado (Noddings, 1986). Esta concepción, como vemos, se aparta de la noción tradicional de la actitud moral, según la cual los agentes morales deben mantener una total neutralidad e interesarse por desconocidos, evitando que los sentimientos personales interfieran en el juicio y la actitud morales. Esta autora afirma: “The virtue described by the ethical ideal of one- caring is built up in relation. It reaches out to the other and grows in response to the other” (Noddings, 1986: 80-81).1 Defiende, por tanto, que sólo tenemos obligación hacia aquellos individuos que puedan responder a nuestro cuidado. Esta ética relacional fue duramente criticada, pues admite como fundamental aquello que la tradición moral siempre ha intentado superar: la parcialidad. Por un lado, se ha sostenido, en contra de la teoría de Noddings, que los principios en los que se basa (separar la razón de las intuiciones y los sentimientos) hacen que caigamos en la misma arbitrariedad moral que el esclavista o el sexista. Por otro lado, se ha afirmado que Noddings confunde la satisfacción que obtenemos de la forma en que se responde a nuestra ayuda con la ayuda misma, entendida esta como el bien que hacemos al cuidar al otro, teniendo en cuenta que lo que realmente es relevante desde el punto de vista de la ética es esto último. Igualmente, se ha objetado que la teoría ética de esta autora refuerza los roles de cuidadoras atentas que se adjudican a las mujeres dentro del patriarcado, pues sólo presta atención al bienestar de la persona que cuida (que, por otro lado, suele ser mujer) cuando este bienestar se busca para mejorar la atención que se otorga a los otros. Victoria Camps, por su parte, considera que defender, como hace Noddings, que las mujeres están mejor equipadas que los hombres para ser cuidadosas, no implica que desde la ética del cuidado se acepte el esencialismo:

“No se trata de postular una naturaleza femenina específicamente «cuidadosa» o «cuidadora», sino de constatar la existencia de una cultura que no han hecho suya los hombres y, por lo mismo, no ha sido parte de la vida pública sino que ha sido considerada más bien un estorbo para los comportamientos públicos” (Camps, 1998: 74- 75).

Por ello, es preciso incluir el cuidado en la esfera pública y conseguir su universalización.

Otra de las autoras más destacadas dentro de esta corriente es Sarah Ruddick (1983). Su teoría, centrada en el concepto de “práctica maternal”, fue tachada de esencialista. No obstante, la autora defendió que el “pensamiento maternal” no es algo exclusivo de las mujeres o las madres, sino que también lo tiene que poseer un hombre que se ocupe de criaturas dependientes. Ambas autoras afirmaron que las virtudes del cuidado podían enseñarse a los hombres y reivindicaron que las virtudes asociadas con las prácticas femeninas se incluyeran en las teorías morales, considerando que una revalorización de ellas contribuiría a mejorar la convivencia en el ámbito público.

In a Different Voice (1982) se ha convertido en uno de los trabajos más conocidos de la ética del cuidado. Se trata de la investigación pionera de Carol Gilligan, escrita como reacción a la clasificación de los niveles del pensamiento moral que el psicólogo Lawrence Kohlberg había realizado en la Universidad de Harvard. Kohlberg sostenía que existen diferencias significativas en la manera en que se enfrentan a los mandatos morales los hombres y las mujeres. Los varones se centran en los criterios universales de justicia y en los derechos individuales mientras que las mujeres permanecen en un marco emocional en el que prevalece un fuerte sentido de responsabilidad por el mundo y en el que las abstracciones morales difícilmente llegan a traducirse en deberes concretos (Kohlberg, 1981). Gilligan había formado parte del equipo de investigación de Kohlberg que, a partir de investigaciones empíricas sobre la escala de maduración del pensamiento moral, había concluido que las mujeres se quedaban detenidas en una etapa correspondiente al subdesarrollo moral.

El estudio de Kohlberg, iniciado en los años 50, se apoyaba en la teoría de Jean Piaget sobre el desarrollo cognitivo y trataba de mostrar que el desarrollo moral pasa por un proceso que va de la aceptación de la autoridad como único criterio correcto en la niñez al juicio moral autónomo adulto que se basa en principios abstractos para determinar lo que es bueno o justo.2 El estudio se realizó inicialmente con varones de clase social media y baja de diez a diecisiete años, que debían razonar sobre dilemas morales hipotéticos como el dilema de Heinz. Kohlberg, estudiando los juicios morales de cada individuo y las razones que aducían para ellos, elaboró una escala de desarrollo moral dividida en dos grandes niveles: el convencional y el posconvencional, subdivididos en tres estadios cada uno y ordenados según un nivel creciente de abstracción y capacidad de universalización. En la primera etapa, lo correcto se percibe como acatamiento de la autoridad para evitar el castigo. Sería, por tanto, la etapa del castigo y la obediencia. De aquí se pasa a la etapa de los planes e intercambios individuales instrumentales. Se actúa con la intención de satisfacer las propias necesidades, permitiendo, mediante tratos, que los demás satisfagan las suyas. En la etapa de las expectativas, las relaciones y la conformidad interpersonales mutuas, lo correcto está determinado por los deberes y las responsabilidades que marcan los roles sociales y las relaciones con los demás. Se trataría de mantener la confianza y la lealtad. En la cuarta etapa, las reglas del grupo social se perciben como más importantes que las exigencias en las relaciones personales. Es la etapa del sistema social en la que lo importante es cumplir con los deberes marcados por la sociedad, favoreciendo el bienestar del grupo. Las etapas cinco y seis suponen una subordinación de las relaciones personales a los principios universales de justicia. En la quinta etapa (etapa de los derechos primarios y del contrato social o de utilidad), lo correcto es respetar los derechos y los valores legales básicos de la sociedad. Finalmente, la sexta etapa sólo es alcanzada por las personas moralmente maduras que aceptan los principios éticos universales, acatando los principios abstractos de obligado cumplimiento para toda la humanidad.

El estudio se realizó inicialmente con hombres y cuando, posteriormente, se aplicó  el mismo modelo a mujeres, la mayoría de ellas no alcanzaba los niveles de razonamiento moral adulto posconvencional, sino que quedaban detenidas en el tercer estadio, perteneciente al nivel convencional de las expectativas, relaciones y conformidad interpersonales mutuas. En este nivel, se considera que lo correcto es interesarse por los demás y comportarse como los demás esperan de uno teniendo en cuenta los roles socialmente asignados, conservando las relaciones y fortaleciendo la confianza, la lealtad, el respeto y la gratitud.

Ante la constatación de esta supuesta inferioridad moral de las mujeres, Gilligan emprendió sus propios estudios empíricos. Mediante los trabajos que llevó a cabo, pudo observar las formas particulares en que hombres y mujeres se enfrentan a los dilemas morales, apreciando, de esta manera, las diferencias en el pensamiento ético de unos y otras. Se percató de que el hecho de que las mujeres no alcanzaran la etapa del completo desarrollo moral se debía a que habían sido excluidas completamente en la elaboración del modelo de Kohlberg. El propio concepto de madurez en que se basaba la escala tenía sesgo de género al estar fundamentado en la experiencia de la vida de los hombres adultos, devaluando las virtudes de empatía y bondad que tradicionalmente se ha reconocido como propias de las mujeres.3 Gilligan habla de una voz característica de las mujeres, que alude a una moralidad diferente y a una forma particular de enfrentarse a los conflictos morales. Hace referencia a una ética del cuidado distinta de la ética masculina que únicamente se centra en los derechos y en la justicia y la presenta como una ética complementaria que no tiene que ser considerada inferior a las éticas de los derechos.4

La exclusión de nuestra parte emocional deja sin explicar la cuestión de la motivación moral y pone de manifiesto el carácter androcéntrico de la tradición ética dominante. Una correcta integración de razón y emoción, de principios universales y virtudes del cuidado, de derechos y responsabilidades, permite alcanzar teorías éticas más completas. La ética ambiental, según sostenemos, tiene mucho que ganar de la nueva forma de entender la moralidad que se propone desde la ética del cuidado.

2. Modernidad, ciencia y dominación del Otro

La lucha por la igualdad entre los sexos, encaminada a evitar la discriminación y a alcanzar la justicia social, debe expandirse a todos los ámbitos de la acción humana. Incluso dentro de la ciencia (que se considera sexualmente neutra debido a su pretensión de objetividad) encontramos parcialidad en cuanto al género, de forma que las teorías científicas, en tanto que construcciones humanas, no son tan neutrales como se pretende, pues, ciertamente, estamos “acostumbrados a ver la vida a través de los ojos de los hombres” (Gilligan, 1985: 20). En la elaboración de ciertas teorías, se ha utilizado la vida del varón como norma, de forma que las mujeres han tenido que adaptarse a un patrón masculino, lo que ha producido múltiples inadaptaciones y problemas. Por otro lado, el complejo científico-técnico se ha desarrollado a partir de una lógica de la dominación que ha revelado tener efectos devastadores en los ecosistemas.

En la modernidad, se inicia un desarrollo científico, tecnológico y económico que va acompañado de una profunda transformación de la cosmovisión europea. La filósofa e historiadora de la ciencia Carolyn Merchant analiza los símbolos y las formas conceptuales de aprehensión de la naturaleza en su relación con las fuerzas productivas y reproductivas. Llama death of nature al efecto del establecimiento del complejo tecnológico-científico del racionalismo moderno (Merchant, 1981). Con la implantación del mecanicismo, se produjo un cambio de visión del mundo, de tal forma que la naturaleza comenzó a verse como un conjunto de partículas inertes movidas por causas externas y no ya por fuerzas inherentes.

Merchant sostiene que la visión mecanicista era necesaria para el surgimiento del nuevo orden socioeconómico de la modernidad. Esta autora analiza el mecanicismo no como una simple y necesaria corrección de las supersticiones previas, sino que llama la atención sobre el contexto de represión social y política en que surge esta cosmovisión, así como sobre su sesgo patriarcal. El problema social e intelectual más importante del siglo XVII era el problema del orden. La percepción del desorden, que juega un papel fundamental en la doctrina de Bacon del dominio sobre la naturaleza, fue crucial para la imposición del mecanicismo, que supuso la desintegración del cosmos orgánico. La función que cada pieza realiza por naturaleza dentro del todo era lo que se concebía como orden en el mundo orgánico. En el mundo mecánico, por el contrario, el orden se redefinió como el comportamiento predecible de cada parte dentro de un sistema racional sujeto a determinadas leyes. El orden y el poder dieron lugar al control racional sobre la naturaleza, la sociedad y el yo, y esto se consiguió redefiniendo la realidad a través de la nueva metáfora de la máquina. Los pensadores franceses Marin Mersenne, Pierre Gassendi y René Descartes fueron los primeros en desarrollar la teoría mecanicista. Ésta aparece como una respuesta a la incertidumbre intelectual y como base racional para la estabilidad social, dado el trasfondo de desorden social, religioso y económico de los siglos XVI y XVII. La imagen de la naturaleza como un organismo vivo, relacionada con las ideas de cambio, incertidumbre e imprevisibilidad, es rechazada, ya que se aspiraba a restablecer el orden moral e intelectual. Se desarrolla, pues, una filosofía fundada en ideas compatibles con el orden, el control y la manipulación. De este modo, “the mechanists transformed the body of the Word and its female soul, source of activity in the organic cosmos, into a mechanism of inert matter in motion, translated the world spirit into a corpuscular ether, purged individual spirits from nature, and transformed sympathies and antipathies into efficient causes” (Merchant, 1981: 195).5 El mundo se reorganizó basándose en la metáfora de la máquina, de forma que el cosmos, la sociedad y el ser humano pasaron a ser concebidos como sistemas ordenados de partes mecánicas, sujetos a razonamientos deductivos y gobernados por la ley.

Con el cambio de metáfora, se transformó también la actitud de los humanos hacia la naturaleza. La Tierra vista como un organismo femenino nutricio implicaba ciertas restricciones morales y sociales a la hora de relacionarse con la naturaleza. La nueva imagen eliminaba estas restricciones y legitimaba la dominación de la naturaleza. Sostiene Merchant que esta transformación era necesaria para el desarrollo del comercio y la manufactura que dependían de actividades tales como la minería o la deforestación, que directamente alteraban la Tierra. Es decir, que la antigua cosmovisión era incompatible con las nuevas actividades que comenzaban a desarrollarse en los siglos XVI y XVII. Aunque la utilización de los recursos naturales por parte del ser humano haya sido algo constante a lo largo de la historia, el desarrollo de nuevas tecnologías aceleró el deterioro medioambiental. El desarrollo tecnológico, de este modo, fue acompañado de una eliminación de las imágenes orgánicas de la naturaleza.

El racionalismo moderno del siglo XVII determina, como vemos, la separación entre la divinidad y la naturaleza. Esta ya no será un organismo animado. Por el contrario, se la percibe como mera extensión mensurable, regida por leyes racionales geométricas y aritméticas. La naturaleza pasa a ser un reloj y el científico debe descubrir su mecanismo interno. No obstante, tal y como recuerda Alicia Puleo (2011), esta idea mecanicista no fue unánimemente aceptada. Los neoplatónicos de Cambridge se opusieron a ella, defendiendo la visión renacentista del cosmos unitario y habitado por el espíritu. Así, encontramos durante el siglo XVII diferentes intentos de reencantamiento del mundo natural. Del mismo modo, en el siglo XVIII, la doctrina mecanicista encuentra un oponente en la corriente naturalista -o materialismo energetista- representada por Maupertuis. Diderot termina desarrollando este tipo de teoría, defendiendo la tesis de que la materia tiene sensibilidad y apostando por la observación empírica como el método adecuado para comprender el devenir de la naturaleza. Vemos, pues, que la cosmovisión mecanicista de la naturaleza desarrollada en los siglos XVII y XVIII convive con la postura contraria que defiende la existencia de un principio vital incluso en la materia aparentemente inanimada.

Por otro lado, Merchant apunta que, en el intento por legitimar el nuevo modelo científico experimental, se apeló al modelo de dominación del hombre sobre la mujer. Las metáforas de género que se encuentran en diferentes textos de la ciencia moderna esconden un trasfondo político de dominación sexual. Así, Francis Bacon, en su Novum Organum, estableció el método científico a seguir apelando a la metáfora de la naturaleza como una joven a la que hay que acosar y dominar para que muestre sus secretos.6 Se impone una imagen de la naturaleza reducida a mera máquina cuyas piezas se pueden -y deben- manipular para adquirir el conocimiento. Por el contrario, la imagen renacentista de la Madre Tierra, muy similar a las cosmovisiones premodernas de pueblos no europeos, caracterizadas por el holismo, implicaba ciertos límites a las prácticas de explotación de las riquezas naturales.

Aunque las ciencias sociales y humanas presenten un sesgo de género más evidente que las llamadas ciencias puras, epistemólogas feministas como Evelyn Fox Keller y Sandra Harding han mostrado también la parcialidad de género de la ciencia moderna. Fox Keller ha analizado, al igual que Carolyn Merchant, la revolución científica centrándose en las diferentes metáforas de la alquimia y la ciencia moderna. Mantiene la tesis de que encontramos componentes de género en el paradigma de conocimiento de la modernidad que ve el saber como voluntad de dominio. El investigador que se adapta a los nuevos preceptos de la ciencia (autocontrol, conquista del objeto externo, control de la naturaleza) encarna el nuevo modelo de excelencia masculina. Afirma Keller que los filósofos del mecanicismo, aunque desconectaron a las mujeres y a la naturaleza de lo divino, mantuvieron la identificación mujer/naturaleza. Se refiere al paradigma baconiano de dominio sobre la naturaleza como “objetividad estática”. En este modelo, reprimir los sentimientos con respecto al objeto de estudio se considera una garantía de objetividad del saber. Asimismo, se percibe como un rasgo masculino de superioridad sobre las mujeres. Este tipo de objetividad se contrapone a la “objetividad dinámica” que se basa en nuestra conexión con el mundo exterior y se identifica con la empatía, de forma que tiene en cuenta los sentimientos y las experiencias para conseguir un conocimiento más completo de los demás. Afirma que:

“Cuando apodamos «duras» a las ciencias objetivas en tanto opuestas a las ramas del conocimiento más blandas (es decir, más subjetivas), implícitamente estamos invocando una metáfora sexual en la que por supuesto «dura» es masculino y «blanda» es femenino. De forma general, los hechos son «duros», los sentimientos «blandos». «Feminización» se ha convertido en sinónimo de sentimentalización. Una mujer que piensa científica u objetivamente está pensando «como un hombre»; el hombre que siga un razonamiento no racional, no científico, está argumentando «como una mujer»” (Fox Keller, 1991: 85).

No busca Fox Keller una ciencia en la que se complementen las perspectivas femeninas y masculinas, sino una redefinición de las categorías de femenino y masculino y, por tanto, de mente y naturaleza. Se trataría, pues, de una ciencia que no aspire a dominar la naturaleza, sino que rechace la hegemonía y compatibilice distintas concepciones de mente y naturaleza y sus diferentes estrategias.

Sandra Harding, por su parte, sostiene que las reglas de investigación científica también son normas morales por lo que no es extraño que, tanto en el método científico como en la racionalidad científica, se encuentren concepciones masculinas en cuanto a las relaciones entre los humanos y la naturaleza. Critica el androcentrismo dominante en la ciencia y que la ciencia y la tecnología se enfoquen frecuentemente a proyectos sociales sexistas, racistas, homofóbicos y clasistas. Por lo tanto, sostiene que “el feminismo trata de reformar lo que se percibe como mala ciencia, llamando nuestra atención sobre unas profundas incoherencias lógicas y sobre lo que, paradójicamente, podemos llamar imprecisiones empíricas de las epistemologías empiristas” (Harding, 1996: 24). La ciencia moderna se entiende como dominación de un objeto que se reduce a las características exclusivamente relevantes para la finalidad de la investigación (Puleo, 2000). Implica, por tanto, el distanciamiento emocional que permite la manipulación sin interferencia de los juicios morales y el pensamiento dualista que elimina la afectividad y la dependencia con respecto al objeto de estudio. Esto puede relacionarse, sin duda, con la identidad masculina que estudian las teóricas de las relaciones objetales.

Dado que el androcentrismo subyace, como podemos comprobar, a las diferentes ramas del conocimiento y esferas del saber, trabajar por visibilizarlo y superarlo resulta imprescindible. De hecho, la visión androcéntrica del mundo ha conducido a la humanidad a una situación de crisis a nivel global: crisis de valores, civilizatoria, económica, energética, ambiental, entre otras. Sostenemos que la ética y la política ecofeministas pueden contribuir a la superación del androcentrismo y a la construcción de un mundo más justo, sostenible e igualitario.

3. Teoría y praxis ecofeminista

El ecofeminismo surge como pensamiento teórico y praxis política que une las reivindicaciones ecologistas a las demandas por la igualdad entre los sexos y atiende seriamente a las vinculaciones entre ecología y feminismo. Desde esta corriente, se han señalado y estudiado diversas conexiones, entre las que se incluyen la histórica, la empírica, la simbólica, la epistemológica, la ética, la política y la conceptual. La dominación de las mujeres y la de la naturaleza se encuentran, pues, interconectadas a múltiples niveles. Analizar estos lazos posibilita una mayor comprensión de la crisis ambiental, ya que revela los elementos de género inherentes a la errónea visión del mundo que nos ha conducido a la situación insostenible actual. Asimismo, permite establecer que esta crisis es también un tema feminista por lo que cualquier ética feminista que desatienda a las cuestiones de nuestra relación con la naturaleza es necesariamente incompleta (Warren, 1997).

El feminismo nació como una reacción a la heterodesignación de la mujer como naturaleza y como una demanda de la igualdad entre los sexos. A lo largo de su evolución, han ido surgiendo varias tendencias, en las que se ha prestado mayor o menor atención a determinados tipos de problemas. A pesar de las diferencias entre los distintos tipos de feminismo, todos han coincidido en rechazar la dominación que se ejerce sobre las mujeres en las sociedades patriarcales. Las mujeres han sido asimiladas, en el imaginario patriarcal, al polo inferior del dualismo naturaleza/cultura. Es más, la mujer ha sido vinculada con la naturaleza y, al mismo tiempo, la naturaleza ha sido feminizada. Esta vinculación ha sido una de las razones por las que, desde los años setenta del siglo XX, las preocupaciones feministas se han unido a las ecologistas, dando lugar a una teoría y a un movimiento todavía en formación: el ecofeminismo.

La racionalidad moderna nos ha permitido aumentar nuestro bienestar, pero también ha dado lugar a una terrible crisis ecológica global. Igualmente, con el tipo de racionalidad reducida del homo economicus han surgido nuevas formas de explotación y desigualdad. La situación mundial actual compromete la supervivencia tanto de los humanos como del resto de los individuos del planeta. Coincido con Puleo (2011) cuando sostiene que es imprescindible utilizar las claves que proporcionan tanto el feminismo como el ecologismo para acercarnos a la realidad del mundo actual. Precisamente es esto lo que aporta el ecofeminismo: una doble mirada que posibilita un camino crítico y otro constructivo.

A pesar de que el ecofeminismo sea un movimiento plural, todas sus pensadoras coinciden en afirmar que existen múltiples conexiones entre el feminismo y el ecologismo y que ambos movimientos deben tener esto en cuenta para desarrollar teorías y prácticas exitosas. En la literatura filosófica ecofeminista, se destacan diversos vínculos entre la dominación de las mujeres (y otros oprimidos) y la dominación de la naturaleza (Warren, 2003). Cuando no se reconocen estas conexiones, se generan concepciones inadecuadas del feminismo, del ecologismo y de la filosofía medioambiental. Desde el ecofeminismo, por tanto, se discute sobre la esencia de estas conexiones y sobre el origen y las características de las dominaciones parejas de las mujeres y la naturaleza. Identificar y describir estas conexiones es imprescindible para comprender de forma adecuada la relación entre feminismo y medio ambiente.

El nivel más profundo de la relación entre género y ecología se encuentra en la lógica de la dominación, que es la misma ya se trate de dominar a los humanos en razón del género, la raza o la etnia, o de dominar a la naturaleza. La lógica de la dominación ha prevalecido a lo largo de la historia, formando los conceptos de naturaleza y cultura como un dualismo generizado. De hecho, hemos visto ya que, históricamente, se ha desarrollado un conjunto de dualismos jerarquizados como naturaleza/cultura, doméstico/público, espíritu/sexualidad, razón/emoción, mente/cuerpo o humano/animal, que subyacen a la desigualdad entre los sexos y a la crisis ecológica. Las teóricas ecofeministas han analizado desde una perspectiva crítica estos dualismos, mostrando que tanto las mujeres como la naturaleza, los animales, los sentimientos y lo corporal han sido, y continúan siendo, desvalorizados (Puleo, 2004). Y, de hecho, a la mujer se la conceptualiza como cuerpo, emotividad, sexualidad, reproducción, mientras que al hombre se le ha adjudicado el espíritu, la razón, la cultura y la libertad. Podemos ver, entonces, que hay una conexión importante entre feminismo y ecología si tenemos en cuenta que las mujeres han sido vistas como más cercanas a la naturaleza básicamente en todas las culturas. Y, al mismo tiempo, la naturaleza ha sido feminizada.

Por otro lado, se ha señalado una conexión histórica y causal entre la dominación de las mujeres y la de la naturaleza. En este caso, se emplean datos históricos para mostrar el vínculo que existe entre estas dominaciones. Así, por ejemplo, Ariel Salleh sostiene que el ecofeminismo se acerca a la crisis medioambiental como un resultado predecible de la cultura patriarcal. Charlene Spretnak (1990), por su parte, considera que el modelo de dominación se instauró cuando las sociedades indoeuropeas fueron invadidas por tribus nómadas de Eurasia, que terminaron con la civilización pacífica matriarcal. Autoras como Susan Griffin (1978), Val Plumwood (1993) o Rosemary Radford Ruether (1975) han subrayado la influencia del racionalismo y de los dualismos conceptuales de la filosofía griega clásica. Finalmente, Carolyn Merchant (1981) -tal y como hemos observado- y Vandana Shiva (1995) responsabilizan a las transformaciones culturales y científicas sucedidas en los inicios de la Modernidad, que favorecieron la explotación de la naturaleza, la expansión del comercio y de la industria y la subordinación de las mujeres.

Desde el ecofeminismo se analizan las conceptualizaciones sobre las que se basa la dominación histórica de la naturaleza y las mujeres para entender las conexiones históricas y causales y determinar las condiciones que favorecieron el surgimiento de estos dos sistemas de dominación. Así, se establece una conexión conceptual entre ambos. Las estructuras conceptuales de dominio y la forma en que se ha conceptualizado a la mujer y a la naturaleza, especialmente en la tradición intelectual occidental, constituyen la base sobre la que se fundan los vínculos históricos y causales de estas dominaciones. A nivel conceptual, estas dominaciones se vinculan a través de los dualismos valorativos y del pensamiento jerárquico-valorativo. Los dualismos valorativos son pares de opuestos en los que los elementos aparecen como antagónicos y excluyentes y no como complementarios e incluyentes. Serían los dualismos razón/emoción, cultura/naturaleza, mente/cuerpo, humano/animal, masculino/femenino, entre otros, a los que ya me he referido. El pensamiento jerárquico-valorativo, por su parte, se refiere a la ordenación de los elementos de los dualismos de forma jerárquica, de manera que a la parte superior se le otorga mayor valor que a la parte considerada inferior. Históricamente, todo aquello que se ha asociado a la naturaleza, a la emoción, a la mujer, a lo animal y a lo corporal se ha considerado inferior a lo que se ha vinculado con la cultura, la razón, el hombre, lo humano y la mente. Así, el feminismo y la filosofía ambiental tendrían que llevar a cabo una deconstrucción de estos dualismos, replanteando las nociones filosóficas que los forman, nociones como razón, racionalismo, objetividad o conocimiento.

Las dominaciones de las mujeres y la naturaleza se encuentran vinculadas a nivel conceptual por encontrarse insertas en un marco conceptual opresivo patriarcal caracterizado tanto por los dualismos y el pensamiento jerárquico-valorativo, como por relaciones de dominación. El ecologismo, la ética ambiental y el feminismo deben centrarse, por tanto, en poner de manifiesto la forma en que operan estos marcos conceptuales opresivos patriarcales en las teorías y en las prácticas que involucran a la mujer y a la naturaleza.

Teóricas como Ariel Salleh (1991, 1994) han señalado la influencia de los roles de género en la conexión conceptual de las dos dominaciones mencionadas. Así, esta ecofeminista defiende que las mujeres se relacionan con la naturaleza de forma distinta a los hombres debido a sus experiencias corporales -como la reproducción y la crianza de los hijos- y no a una esencia biológica determinada. Sobre esta base, las mujeres desarrollarían una conciencia específica que es devaluada en los paradigmas masculinos occidentales de relación con la naturaleza, centrados en relaciones científicas, objetivas, analíticas y distantes. Este tipo de relaciones se fundamentan en los dualismos valorativos que subordinan lo que históricamente se ha asociado a lo femenino. Como mantiene Warren:

“Estos factores sociopsicológicos proveen un vínculo conceptual en la medida en que forman parte de las estructuras y estrategias diferentes que el hombre y la mujer tienen de conceptualizar (o sea, diferentes «formas de conocer») y de relacionarse con la naturaleza. Por lo tanto, uno de los objetivos del feminismo y la ética medioambiental debe ser desarrollar lenguajes, teorías y prácticas que tengan en cuenta los géneros y que no promuevan actos y hábitos que exploten a la mujer y a la naturaleza en las culturas disociadas e identificadas con el género masculino” (Warren, 2003: 16).

Basándose en algunas conexiones históricas, autoras como Merchant, tal y como hemos visto, sitúan el vínculo conceptual entre feminismo y medio ambiente en las metáforas y los modelos de la ciencia moderna. Por este motivo, desde el feminismo y la ética ambiental habría que transformar las metáforas y los modelos que naturalizan a la mujer y feminizan a la naturaleza.

Numerosas ecofeministas han señalado, asimismo, una conexión empírica entre la crisis ecológica y la situación de las mujeres. Género y ecología están relacionados en el sentido de que nuestros propios cuerpos son naturaleza, de forma que todo lo que haga el complejo técnico-científico sobre esta les afecta directamente (Puleo, 2011). Pero, a pesar de que la contaminación medioambiental nos afecte a todos, mujeres y hombres, existen grupos de mayor riesgo. Existen múltiples datos empíricos que corroboran que las mujeres son, junto con los niños y las niñas, las principales perjudicadas por los químicos tóxicos y los contaminantes medioambientales (Kheel, 1989). Numerosas investigaciones recientes muestran que muchos de los tóxicos ambientales, insecticidas, metales pesados o disolventes pueden acumularse en el cuerpo, especialmente en el de las mujeres debido a su mayor porcentaje de células grasas. Por ello, el cuerpo de las mujeres actúa como un bioacumulador químico, lo que explica el incremento de problemas de salud tales como las alteraciones de la salud reproductiva, el cáncer de mama o las enfermedades emergentes como la fibromialgia, la sensibilidad química múltiple o la fatiga crónica. La contaminación ambiental ejerce, cada vez más, su influencia negativa en la salud de las mujeres (Valls-Llobet, 2010, 2015).7A este respecto, y aunque no se trate de una obra ecofeminista, resulta imprescindible recordar el manual Nuestros cuerpos, nuestras vidas publicado en 1972 como resultado de las reuniones semanales de un grupo de catorce mujeres de Boston que debatían sobre el tema de las mujeres y su cuerpo. Estas mujeres observaron los aspectos positivos de contarse sus vivencias personales, compartiendo sus conocimientos y sus análisis. Por ello, comprendieron la necesidad de que más mujeres incorporaran sus experiencias y conocimientos para crear un material de ayuda de uso individual o grupal, terapéutico y formativo basado en la fuerza que surge de la ayuda y el apoyo mutuo. Sostienen sus autoras que el pensar en conjunto hace que surja conocimiento y poder. Al compartir las experiencias personales, descubren que no sólo los “expertos” pueden aportar conocimiento, sino que las mujeres también tienen mucho que enseñarse a sí mismas y mucho que aprender juntas. La participación en la elaboración del conocimiento permitiría, así, criticar lo que dicen los expertos. Este es un tema muy importante en el ecofeminismo, que comparte con el ecologismo la desconfianza y la crítica hacia una ciencia y una tecnología que silencian los aspectos negativos de los paradigmas vigentes.

Muchas de las autoras descubrieron el escaso control que las mujeres tienen sobre sus vidas y sus cuerpos y tomaron la determinación de aprender a definir lo que realmente necesitaban. Las historias que se narran en el libro se presentan como experiencias políticas cruciales, entendiendo que cada mujer tiene un poder potencial como fuerza para el cambio político y social.8Partiendo del sexismo imperante en toda la sociedad que impone la idea de la mujer cuidadora que se sacrifica por el bienestar de los demás, se habla de la necesidad de pensar en nosotras mismas. Se pretende desarrollar una crítica al sistema biomédico que se mantiene en las sociedades patriarcales y que limita la participación de las mujeres en la salud y en la sociedad.

Se subrayan los efectos positivos de la medicina moderna para la salud de las mujeres, pero también se llama la atención sobre la excesiva medicalización de algunos procesos naturales como el embarazo, el parto o la menopausia. Igualmente, se hace referencia al desigual reparto de poder en la medicina pues, a pesar de que las mujeres utilizan los servicios médicos más que los hombres y que representan la mayoría de trabajadoras y trabajadores sanitarios, el control de la medicina sigue estando en manos del hombre, con lo que muchas de las decisiones que se toman en beneficio de la salud de las mujeres no incluyen el enfoque de las mismas mujeres. Esta situación de discriminación se produce a pesar de que, en la mayor parte del mundo, son las mujeres las que tienen que encargarse de la salud de toda la familia y del cuidado de los individuos enfermos y dependientes.9

Desde el ecofeminismo, se ha puesto de manifiesto que las prácticas agrícolas y forestales intensivas influyen negativamente en la capacidad de las mujeres para mantenerse a sí mismas y a sus familias. Otras teóricas mantienen que la explotación de los animales se inscribe en el contexto patriarcal (Adams, 2011). Este tipo de datos empíricos corroboran las conexiones reales, vividas y sentidas entre las dominaciones de las mujeres y la naturaleza, y muestran la necesidad de que los análisis críticos feministas se acerquen a la cuestión del medio ambiente.

Por otro lado, teniendo en cuenta las conexiones históricas, conceptuales y empíricas, la conexión epistemológica hace referencia a la urgencia de desarrollar epistemologías feministas y ecológicas. Lo que se defiende, en este caso, es la necesidad de generar formas de conocimiento que conciban al ser humano como vinculado con la naturaleza. Este conocimiento permitiría desarrollar una ciencia y una técnica menos destructiva para el medio ambiente y más saludable para los seres humanos.

En la filosofía, el arte, la literatura, la religión y la teología se encuentran representaciones devaluadas de la mujer y la naturaleza, con lo que puede comprobarse una conexión simbólica entre ambas dominaciones. También el lenguaje sexista y el lenguaje naturalizador ponen de manifiesto la conexión simbólica. Las mujeres son descritas con términos que hacen referencia a los animales y la naturaleza se feminiza.

Karen Warren sostiene que las conexiones entre el feminismo y el medio ambiente repercuten en la filosofía tradicional. Así, la conexión conceptual pone de manifiesto la necesidad de re-concebir las nociones filosóficas del ser, la razón, el conocimiento, el racionalismo, la objetividad y el dualismo naturaleza/cultura. Los dualismos valorativos sobre los que se ha basado la filosofía occidental tienen que examinarse para encontrar los sesgos de género. Asimismo, habría que revalorizar la parte considerada inferior de esos pares de opuestos. Por su parte, los vínculos históricos y empíricos revelan la relevancia de los datos científicos y sociales sobre la mujer y el medio ambiente para numerosas áreas de la filosofía. Estos datos han revelado el antropocentrismo y el androcentrismo presentes en las teorías éticas. Por otro lado, los datos sobre el conocimiento técnico de las mujeres indígenas sugieren la posibilidad de revalorizar ese tipo de formas de conocer, dando lugar a nuevas epistemologías.

El feminismo y el medioambiente se han vinculado, igualmente, a través de la ética. Las conexiones entre la forma de conceptualizar a las mujeres, los animales y la naturaleza y la manera en que se les trata tienen que analizarse desde el punto de vista ético y feminista. La ética ecofeminista debe generar teorías y prácticas igualitarias y respetuosas tanto con los humanos como con los no humanos.

También se ha puesto de manifiesto una conexión política o práctica. A este respecto, afirma Warren:

“La diversidad de perspectivas teóricas feministas que se preocupan por el medio ambiente es una prueba de que el activismo social de las bases y las preocupaciones políticas han sido seriamente consideradas, desarrollando, así, análisis sobre la dominación que explican, aclaran y guían el activismo político” (Warren, 2003: 22).

Tal y como recuerda Warren, los diferentes tipos de conexiones no son excluyentes pues, de hecho, los datos analizados sobre algún tipo de conexión suelen jugar un papel relevante en el estudio de otra de las vinculaciones. Así, por ejemplo, las conexiones conceptual y teórica se nutren de los datos señalados en el análisis de las conexiones histórica y empírica.

Tras todo lo dicho, recordemos que el ecofeminismo que surgió en los años setenta del siglo XX, apareció en las sociedades hiperdesarrolladas, donde grupos de mujeres preocupadas por su salud, por los riesgos que los pesticidas y fertilizantes suponían para la alimentación y por las consecuencias malignas de la ginecología ortodoxa, invasiva y demasiado medicalizadora para el cuerpo femenino, comenzaron a dudar de los expertos y a buscar una ginecología alternativa (Puleo, 2004). Estos grupos provenían del feminismo radical y tomaron de este la forma de organización en pequeños grupos de autoconciencia, a diferencia de los grupos de presión propios de la forma de actuar del feminismo liberal (Puleo, 2008). Las relaciones personales eran interpretadas en clave política, es decir, atendiendo a las relaciones de poder, de manera que los problemas afectivos y sexuales se explicaban por sus componentes sociales.

En sus inicios, las ecofeministas tomaron conciencia de que la sociedad patriarcal del momento –que había contaminado tanto el medio ambiente que cada vez era más tóxico y cancerígeno- había desarrollado un complejo científico, económico, industrial y militar que suponía una grave amenaza tanto para los humanos como para la naturaleza. Algunas ecofeministas condenaron, por ello, el desarrollo tecnológico. Sin embargo, a pesar de la conciencia del peligro que supone el progreso de la civilización industrial, el ecofeminismo no debería suponer una actitud tecnofóbica, sino que debería apostar por el principio de precaución y por la prudencia en la praxis científica. Como sostiene Puleo:

“No se trata de un rechazo fanático y en bloque de la ciencia y la tecnología, sino de la fundada sospecha de que, detrás del discurso (pseudo)científico y de muchas innovaciones tecnológicas lanzadas al mercado, hay intereses ocultos y parciales, involucrados en relaciones de poder y contrarios al bien común” (Puleo, 2007: 235).

Podemos establecer que los temas fundamentales que favorecieron la aparición del ecofeminismo fueron la preocupación por la salud, el miedo a un holocausto nuclear, el pacifismo y el surgimiento del movimiento de liberación animal. Numerosas mujeres se organizaron para luchar contra las industrias farmacéuticas, agroalimentarias y armamentísticas, conscientes de que todas ellas amenazaban su vida y la de las generaciones futuras. También la problemática de la superpoblación conecta de forma directa el feminismo con la ecología (D’Eaubonne, 1997). La conciencia ecofeminista ha surgido, asimismo, a través del arte. Algunas artistas recuperaron los tapices como medio para criticar el androcentrismo. Mediante la creación de los “tapices de la vida” se propusieron adoptar una actitud más humilde en relación con la naturaleza, mostrando la pertenencia de la humanidad a la red de la vida en la tierra. A este respecto, resulta relevante el estudio de María Teresa Alario (2008, 2015a, 2015b) sobre diversas artistas actuales que emplean el tejido de forma reivindicativa para, a través de sus obras, criticar la destrucción ambiental o la violencia de género. Sostiene esta autora que encontramos numerosas artistas extranjeras en las que aparece la figura de la araña que teje. Observa que, por el contrario, en la práctica artística española no ha solido emplearse el tejido. Así, se pregunta: “¿No tendrá alguna relación el que las artistas feministas que trabajaron en la década de los 70 hubieran vivido la «férrea educación en valores» a que se sometía a las niñas y jóvenes a través de la Sección Femenina y la educación reglada con la resistencia a usar el tejido o el bordado como elemento de reivindicación?” (Alario, 2015b: 248).

Actualmente, se aprecia la conexión de la ecología con el feminismo en los impactos que la globalización neoliberal tiene sobre las mujeres, especialmente sobre las más pobres. A este respecto, podemos recordar la afirmación de Karen Warren sobre lo que puede ser una cuestión relevante para la reflexión feminista:

“Un «tema feminista» es cualquier tema que contribuya de alguna forma a comprender la opresión de las mujeres [...] La degradación y explotación medioambiental son preocupaciones feministas porque una comprensión de éstas contribuye a una comprensión de la opresión de las mujeres” (Warren, 1997: 120).

Las mujeres del Primer Mundo sufren las consecuencias de las tecnologías y los productos contaminantes en tanto que productoras y consumidoras. Como tradicionalmente son ellas las que se encargan de las tareas del hogar, en muchos casos las campañas de consumo responsable y reciclado de residuos de los movimientos ecologistas van dirigidas a ellas (Puleo, 2007).10 Sin embargo, las repercusiones para las mujeres del Tercer Mundo son diferentes y más intensas. Ellas son las principales perjudicadas por la degradación del medio ambiente, con lo que el feminismo deberá tener en cuenta los problemas ecológicos si pretende atender de manera adecuada a las demandas de las mujeres de todas las regiones empobrecidas del planeta. Las mujeres de estas zonas sufren el empobrecimiento y el aumento del trabajo físico en un medio cada vez más devastado. De hecho, en muchos casos trabajan junto con los niños y las niñas en unas condiciones semejantes a las del capitalismo decimonónico más salvaje.

Con todo lo visto, comprendemos que el feminismo y la ecología pueden unirse en un diálogo muy enriquecedor para ambas partes ya que, como afirma Ariel Salleh: “La convergencia accidental del feminismo y la ecología en el momento presente no es casualidad” (Salleh, 1997: 60). 11 12 O, como sostiene Ynestra King: “No sirve de nada liberar a las personas si el planeta no puede sostener sus vidas liberadas o salvar el planeta ignorando el valor de la existencia humana, no sólo por nosotros sino por el resto de la vida en la Tierra” (King, 1997: 94).

A modo de conclusión

En tanto que incorpora la crítica al androcentrismo y al sexismo, el ecofeminismo enriquece y completa las propuestas tanto de la ética ambiental como de la ecología política. Del mismo modo, al mostrar que la misma estructura argumentativa subyace a los distintos sistemas de opresión, contribuye a forjar un feminismo completamente liberador, pues una ética feminista que olvida que la naturalización y animalización de las mujeres y los procesos conceptuales que se han empleado para subordinar a la población femenina son los mismos que se han utilizado para dominar a todos aquellos considerados los Otros, humanos y no humanos, pierde la fuerza emancipadora. Aunque partimos de la convicción de que la teoría y la praxis de cada movimiento emancipatorio debe atender seriamente a sus objetivos específicos, si no se logra una visión amplia de la opresión, se permanece en parcelas aisladas sin alcanzar una comprensión global de los problemas que permita abordarlos de forma satisfactoria. Precisamente, ha sido el ecofeminismo quien ha mostrado que los diversos sistemas de dominación se encuentran vinculados a nivel conceptual. Partiendo de esta constatación, resulta fácil entender que es un imperativo moral y una necesidad práctica analizar estas conexiones de manera holista y tratar de superarlas mediante un trabajo conjunto y global.

Notas

1. “La virtud descrita por el ideal ético del cuidado se construye en relación. Se llega al otro y se crece en respuesta al otro.” La traducción es de la autora.

2. Aunque desde un enfoque que no incorpora el punto de vista de género, Richard Stanley Peters)(1984) critica, al igual que Gilligan, el intelectualismo excesivo de la postura de Kohlberg, destacando que no incorpora la importancia del cultivo de las emociones en la educación moral. Propone, de este modo, una educación moral que, recurriendo al cine, al teatro o a la literatura, permita desarrollar la empatía, como el principio fundamental sobre el que debería fundarse la moral basada en la libertad y en la justicia.

3. El hecho de que una visión sesgada con respecto al género arroja resultados extraños como los señalados por Gilligan se pone de manifiesto en múltiples ámbitos. Así, por ejemplo, numerosos estudios empíricos y estadísticos han constatado que existe una asimetría de género en cuanto a las actitudes pro-ambientales de hombres y mujeres, de forma que estas últimas, aunque reciban menos información sobre temas ambientales, se centren en los problemas micro y opinen menos, ciertamente se preocupan más por las cuestiones de la sostenibilidad. Partiendo de estos resultados paradójicos, Isabel Balza y Francisco Garrido observan que “quizá, tal como ha apuntado la teoría feminista, se trate de descolonizar los marcos cognitivos patriarcales dominantes que han definido conceptos duales como sociedad/política, ciencia/experiencia, razón/emoción, público/privado, universal/local, opinión/acción, teoría/práctica o naturaleza/cultura [...] Como en la crítica de Carol Gilligan a la escala del desarrollo moral de Kohlberg, posiblemente estos resultados paradójicos sean el producto de una «falsa medida» inserta en esos pares de conceptos dicotómicos” (Balza y Garrido, 2015: 149). La asimetría de género con respecto a los problemas ambientales pone de manifiesto que las mujeres se adaptan, estadísticamente, a las actitudes y valores de la ética del cuidado: “La orientación hacia lo micro, hacia la informalidad de las redes horizontales de comunicación y colaboración social; el peso de la vida y de la salud en las decisiones; la consideración proactiva y práctica de los valores son, entre otras, características descritas en la ética del cuidado, que los datos de los estudios de opinión sobre la percepción de los problemas ambientales corroboran” (Balza y Garrido, 2015: 151).

4. Sostiene Amelia Valcárcel que “al ser ambos [Kohlberg y Gilligan] psicólogos y operar desde su disciplina, en la que tan difícil parece hacer entrar el sentido histórico y algunos de los datos de la antropología, ambos suponen que sus caracterizaciones son, sin más, intemporales, sin radicación territorial y verdaderas «en cualquiera de los mundos posibles». Pero, considerada su polémica desde otro ángulo, lo cierto es que sus caracterizaciones casan perfectamente con lo esperable si los rasgos de la individualidad se toleran o no en función del género” (Valcárcel, 2012: 469).

5. “El mecanicismo transformó el cuerpo del mundo y su alma femenina, fuente de actividad en el cosmos orgánico, en un mecanismo de materia inerte en movimiento, convirtiendo el espíritu del mundo en un éter corpuscular, eliminando los espíritus individuales de la naturaleza y transformando las simpatías y antipatías en causas eficientes.” La traducción es de la autora.

6. Sabemos que las metáforas son importantes en filosofía. Michèle Le Doeuf (1980) subraya que los procedimientos metafóricos son imprescindibles en el discurso filosófico pues logran completar un vacío en el sistema, ocultando las contradicciones o tratando temas que la teoría no ha podido resolver. Asimismo, serían un elemento indispensable en tanto que encaminan la afectividad hacia el objeto teórico.

7. Por otro lado, Carme Valls destaca que la investigación médica, la docencia y la asistencia sanitaria se han basado en parámetros masculinos. De hecho, los libros de medicina hablan de las enfermedades como si no tuvieran sexo. Las quejas, el malestar y el dolor de las mujeres han sido invisibles durante mucho tiempo debido a que la ciencia médica nació principalmente en los hospitales, donde la mayoría de las patologías son agudas y de predominio masculino. Por ello, hasta finales del siglo XX no se empezaron a estudiar las diferencias en las patologías de hombres y mujeres. Como señala esta endocrinóloga, en la formación médica no se remarcaba la posibilidad de la existencia de diferencias en el modo de enfermar de hombres y mujeres, que los métodos de diagnosticar podían ser diferentes y que las terapias o los fármacos podían actuar de distinta forma según el sexo del paciente. Valls (2009) habla del concepto de “desigualdad en salud” refiriéndose a las distintas oportunidades y recursos relacionados con la salud que tienen las personas en función de su clase social, género, territorio o etnia. Lo que sucede es que los colectivos más desfavorecidos tendrán peor salud. La desigualdad en salud tiene, por tanto, unos efectos terribles de forma que causa más enfermedades y más muertes que cualquier factor de riesgo conocido.

8. El libro se presenta como una referencia obligada para todas las mujeres del mundo interesadas en el tema de salud y mujeres. Este tema está estrechamente relacionado con los aspectos sociales, políticos y económicos que determinan las vidas de las personas. La salud tiene que ser vista desde el contexto actual, en el que impera el sexismo, el racismo y los criterios economicistas. Estos fenómenos sociales afectan de forma negativa a niñas, adolescentes y mujeres, así como a sus familias. Con los años, este proyecto ha ido incorporando, en sucesivas ediciones, otros aspectos relacionados con la salud, como la violencia contra las mujeres o las condiciones de trabajo y el medio ambiente, cuestiones todas ellas relacionadas con el objetivo original del Colectivo de Mujeres de Boston que era “lograr una obra práctica, útil y esencial del feminismo, pensada para que todas nos reconozcamos en sus páginas, y para que saquemos de ellas la información y el apoyo necesarios a fin de mejorar nuestra salud y nuestra calidad de vida” (The Boston Women’s Health Book Collective, 2000: 14).

9. A la hora de entender las desigualdades de género en el tema de la salud, se señala la importancia de factores como la clase social, la ocupación, la educación, los patrones de consumo y la propiedad de bienes. Igualmente, se subraya la necesidad de contextualizar a los individuos según su participación en el mercado laboral y la distribución de roles en función de esta participación. Por todo esto, se afirma que las condiciones socioeconómicas individuales influyen, junto con el género, en el estado de salud. Con respecto a esto, conviene recordar, como bien han señalado Txetxu Ausín y María José Guerra, que “las desigualdades radicales que se producen a escala mundial en cuanto a la asistencia sanitaria básica, por ejemplo, en cuanto al acceso a los desarrollos de la biomedicina o en cuanto al desigual trato médico e investigativo por cuestión de sexo/género, han puesto de relieve el papel crucial que la justicia tiene en el debate bioético contemporáneo” (Ausín, Guerra, 2007: 44).

10. Para un análisis de las actitudes pro-ambientales diferenciadas por sexo véase (Balza y Garrido, 2015; González, 2008). Isabel Balza y Francisco Garrido señalan que existe una asimetría de género en cuanto a la percepción, la opinión y las actitudes de hombres y mujeres con respecto a los problemas ecológicos. Sostienen, empleando estudios de opinión y datos estadísticos, que esta asimetría de género es una confirmación empírica del vínculo entre género y sostenibilidad que mantiene el ecofeminismo constructivista. Afirman que “las mujeres tienen menos información, reciben la información por canales aparentemente menos fiables, confían más en las instancias micro (locales y sociales), y opinan menos; pero así y todo, hacen más por la sostenibilidad. Las prácticas cotidianas de las mujeres generan menos impactos ambientales que la vida y la conducta de los hombres” (Balza y Garrido, 2015: 149). Marta González, por su parte, sostiene que es imprescindible tener en cuenta “las condiciones materiales del contexto que favorecen que las mujeres tengan una relación más directa con el medio y sus problemas: tareas cotidianas en los países en desarrollo (recolección de madera para combustible, búsqueda de agua, cultivo de autoabastecimiento...) y en los países desarrollados (reciclado, salud, compra y preparación de alimentos...) [...] se hace evidente que las mujeres no son una categoría homogénea, sino que se encuentran ubicadas en diferentes contextos, sometidas a una variedad de presiones sociales y motivadas por distintas consideraciones” (González, 2008: 124). Defiende, asimismo, la necesidad de subrayar que, más allá de las circunstancias materiales del contexto, la ideología de género subyace a todos los contextos, con lo que es imprescindible tener en cuenta el enfoque de género para estudiar de forma completa las distinciones en los comportamientos ambientalistas entre hombres y mujeres.

11. Véase: Velasco Sesma, 2013.

12. Como sostiene esta autora, no basta únicamente con tomar actitudes ecológicas, sino que también es necesario incluir la crítica feminista: “La aniquilación de focas y ballenas, el genocidio militar y comercial de pueblos tribales son actos humanos imperdonables, pero la aniquilación de la identidad y de la creatividad de las mujeres por la cultura patriarcal continúa como un hecho que existe diariamente. La adopción de actitudes progresistas hacia la naturaleza contribuye poco en sí misma al cambio de esta situación” (Salleh, 1997: 56).

 

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