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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. vol.12 no.34 Ciudad Autónoma de Buenos Aires feb. 2017

 

ARTÍCULOS

Ignorancia, educación y propaganda. Claves para una crítica de la cultura científica y tecnológica

Ignorância, Educação e Propaganda. Chaves para uma Crítica da Cultura Científica e Tecnológica

Ignorance, Education And Propaganda. Keys To A Critique Of Scientific And Technological Culture

Jósean Larrión *

* Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Universidad Pública de Navarra, España. Correo electrónico: josean.larrion@unavarra.es.


Este artículo analiza la controversia sobre la viabilidad de los alimentos transgénicos, con el fin central de entenderla, no de resolverla. Inicialmente, se muestra cómo en este contexto los factores sociales suelen juzgarse perjudiciales porque se los considera sucios, impuros y contaminantes. Después se exponen los supuestos y las implicaciones del modelo del déficit cognitivo, que es un enfoque teórico utilizado tradicionalmente en los estudios sobre la percepción pública de la ciencia y la tecnología. A continuación, se constata la creciente presencia de la ciencia posacadémica y cómo, en este nuevo escenario, el neoliberalismo puede estar coartando la investigación pública y el pluralismo democrático. La ciudadanía más activa y responsable suele pretender estar bien informada, pero esta aspiración es cada vez más difícil de realizarse debido a que ciertos conflictos sociales se traducen en conflictos entre sistemas expertos. Por ende, se propone complementar la perspectiva positivista, que aquí es la dominante, atendiendo a las perspectivas materialista y cultural. Ello permitirá esclarecer los objetivos de los principales colectivos implicados en tales enfrentamientos. Es decir, si estos colectivos buscan educar al público para que sea libre, responsable y esté bien informado, o persuadirle con propaganda cognitiva para que tolere, apruebe y consuma los respectivos servicios y artefactos.

Palabras clave: Controversias científicas; Cultura científica;  Alimentos transgénicos: Sociología de la ciencia y la tecnología

Este artigo analisa a controvérsia sobre a viabilidade dos alimentos transgênicos, visando especialmente compreendê-la e não resolvê-la. Inicialmente, mostra-se como, nesse contexto, os fatores sociais costumam ser julgados como prejudiciais, por serem considerados sujos, impuros e poluentes. Depois, são apresentados os supostos e as implicações do modelo do déficit cognitivo, abordagem teórica tradicionalmente utilizada nos estudos sobre a percepção pública da ciência e da tecnologia. A seguir, constata-se a crescente presença da ciência pós- acadêmica e como, neste novo cenário, o neoliberalismo pode estar restringindo a pesquisa pública e o pluralismo democrático. A cidadania mais ativa e responsável se pretende, com frequência, bem informada, mas esta aspiração se torna cada vez mais difícil devido a que certos conflitos sociais se traduzem em conflitos entre sistemas especializados. Portanto, propõe-se complementar a perspectiva positivista, aqui dominante, atendendo às perspectivas materialista e cultural. Isto permitirá estabelecer os objetivos dos principais coletivos envolvidos nesses enfrentamentos. Isto é, se esses coletivos procuram educar o público para que este seja livre, responsável e esteja bem informado, ou persuadi-lo com propaganda cognitiva para que tolere, aprove e consuma os respectivos serviços e artefatos.

Palavras-chave: Controvérsias científicas; Cultura científica; Alimentos transgênicos; Sociologia da ciência e da tecnologia

This paper examines the controversy over the viability of transgenic foods, in an attempt to understand and not to resolve this issue. Initially, it describes how, in this context, social factors tend to be perceived in a negative manner, since they are often considered to be dirty, unclean and contaminating. Next, the assumptions and implications of the cognitive deficit model are presented, as this theoretical approach has been traditionally used in studies on public perception of science and technology. Afterwards, the growing presence of post-academic science is discussed, as well as how, in this new scenario, neo-liberalism may obstruct public research and democratic pluralism. Active and responsible citizens can try to be well informed, but this is an increasingly difficult task, given that certain social conflicts have become parallel conflicts between expert systems. Finally, it is suggested that the positivist perspective, which is the dominant perspective here, can be complemented by materialist and cultural perspectives. This allows us to clarify the objectives of the main groups involved in these controversies. In other words, it determines whether or not these groups attempt to educate the public in order to ensure that they are free, responsible and well informed, or if they actually wish to persuade them with cognitive propaganda so that they shall tolerate, approve and consume the respective services and artifacts.

Key words: Scientific controversies Scientific culture; Transgenic foods; Sociology of science and technology


1. La ciencia, sus ideales y sus prácticas

La ciencia tiene sentido, o verdadero sentido, según dirían los filósofos formalistas, en la medida en que dispone de un exitoso método, el método científico. Su valor superior, pues, no residiría en las mentes más o menos privilegiadas de sus hacedores sino en las reglas, lógicas pero también normativas, como advertirán los sociólogos funcionalistas, de su particular estrategia de indagación. La racionalidad científica, la práctica experimental y el marco institucional que las protege y las consolida, entonces, serían los mecanismos centrales responsables del avance, laborioso pero constante, en la producción y la validación del auténtico conocimiento científico (Popper, 1962; Merton, 1992).

No obstante, bien cabe preguntarse en qué grado ese ideal, de por sí abstracto y ahistórico, se corresponde con el quehacer investigador efectivo. Es decir, hasta qué punto esa aspiración procedimental, sin duda útil e incluso loable, es capaz de soportar el hecho de que vivir en sociedad es vivir en consenso y armonía, pero también en disenso y confrontación.

La filosofía popperiana, justamente, asevera que la ciencia se halla en una revolución permanente, dado que todas sus conjeturas teóricas serían sometidas de continuo a esclarecedores intentos de refutación empírica. Aunque, desde la historia y la filosofía no formalista, se ha precisado que, en la práctica científica, es habitual tanto la más crédula aceptación (intra-paradigmática) como el más severo escepticismo (inter-paradigmático) (Kuhn, 1995; Feyerabend, 1989). El consenso científico sí existe y desempeña una función relevante, pero la sociología bien puede mostrarnos que tal vez su requerido protagonismo social y académico sólo se produzca a expensas de ser contextual, provisional y, en definitiva, controvertido (Bloor, 1998; Beltrán, 2000; Bourdieu, 2003).

Ha ido modificándose así nuestra manera de concebir la ciencia, atendiendo ya no solo a sus ideales abstractos, popperianos y mertonianos, sino también, e incluso muy especialmente, a sus prácticas efectivas. Ello ha permitido, particularmente de la mano de las más recientes sociologías del conocimiento, la ciencia y la tecnología, cuestionar los esencialismos de los clásicos binomios de: ciencia vs. Sociedad, expertos vs. legos, o conocimiento vs. opinión/creencia/superstición. Crítica de fondo de esos abstractos esencialismos que al parecer aún no se ha tomado suficientemente en consideración por la mayor parte de los estudios sobre la cultura, la educación y la comunicación pública de la ciencia y la tecnología. Evidenciar los motivos que respaldan tanto la crítica de ese tipo de enfoques tradicionales como la conveniencia de su reformulación contextual e interpretativa, por ende, se convertirá en el objetivo principal de la presente investigación.

Para abordar estas cuestiones, en concreto, en este trabajo se propondrá analizar la controversia erigida en torno a la viabilidad de los alimentos transgénicos, si bien lo haré con el fin central de entenderla (sociológicamente), no de resolverla (ni científica, ni técnica, ni políticamente). Así, inicialmente, se mostrará cómo los factores sociales, en especial los intereses y los valores, suelen juzgarse en este tipo de ámbitos de discusión como perjudiciales porque se los considera, desde un punto  de vista simbólico, particularmente sucios, impuros y contaminantes. Después, se expondrán los supuestos y las implicaciones del modelo del déficit cognitivo, que es un enfoque teórico utilizado tradicionalmente en los estudios sobre la percepción pública de la ciencia y la tecnología. A continuación, se constatará la creciente presencia de la ciencia posacadémica, las tensiones en aumento entre los ethos científico y empresarial, y cómo, en este nuevo escenario, el neoliberalismo puede estar coartando o restringiendo la investigación pública y el pluralismo democrático.

En consecuencia, se comprenderá que, sobre todo en casos tan disputados como el de los transgénicos, habitados en efecto por importantes riesgos, ambivalencias e incertidumbres, la ciudadanía más activa y responsable pretenda estar bien informada. El problema es que ese tipo de aspiración es cada vez más difícil de realizarse, debido especialmente a que muchos de los conflictos con mayor alcance social y ambiental se traducen en conflictos paralelos entre sistemas científicos y técnicos expertos. Con posterioridad, examinaremos los tres escenarios alternativos que abre la perspectiva positivista, que aquí aún hoy sigue siendo la dominante, y propondremos complementarla atendiendo a otras dos perspectivas, a las que denominaremos, respectivamente, materialista y cultural. Ello nos permitirá reflexionar críticamente sobre los objetivos que declaran y persiguen en la práctica los principales colectivos sociales implicados en casos como el aquí presentado. Es decir, si sobre todo los colectivos expertos y de divulgación más directamente involucrados en estos enfrentamientos buscan: o educar al público para que sea libre, responsable y esté bien informado, o persuadirle con propaganda cognitiva para que tolere, apruebe y consuma los respectivos servicios y artefactos. Se cerrará el trabajo con unas observaciones a modo de resumen y conclusiones finales.

2. Las perspectivas positivista, materialista y cultural

Conocer las causas y los efectos del consenso científico parece a todas luces indispensable. En particular, para esclarecer por qué aún en nuestros días, a pesar de decididos y coordinados esfuerzos, persisten múltiples e intensas polémicas tecnocientíficas. Hacerse esta pregunta es importante para el saber de los científicos, sociales y naturales, pero también para el del resto de la ciudadanía. Vivas polémicas socioculturales y tecnocientíficas, de hecho, siguen librándose en torno a las posibles consecuencias adversas de múltiples productos del actual entramado científico y tecnológico. Así ocurre, recordemos, en muchos contextos relacionados con la alimentación, la medicina, la energía nuclear, el calentamiento global, las antenas de telefonía móvil o, como aquí muy en particular nos detendremos, los organismos modificados genéticamente (OMG).

Con el propósito de ahondar en estas temáticas, pues, fijaremos nuestra atención en la discusión sobre los posibles efectos adversos derivados de la libre circulación global de los OMG. Si bien aquí no se buscará dilucidar qué posición científica y técnica lleva más razón o es más beneficiosa social, política, comercial o ambientalmente. Esas tareas son primordiales, sin duda, pero quizá no correspondan tanto a la sociología como a los colectivos expertos y sociales en general más directamente implicados y comprometidos en dicha controversia. Nos limitaremos, por tanto, a procurar entender la existencia y la persistencia de unas posiciones tecnocientíficas y socioculturales divergentes e incluso contradictorias sobre los posibles efectos negativos derivadas de la libre proliferación mundial de dichos OMG (Larrión, 2005).

Se presentarán, así, tres perspectivas interpretativas alternativas que, si bien en ocasiones pueden ser complementarias, también pueden ser excluyentes. Serán, pues, tres líneas de investigación diferenciadas desde donde observar el quehacer de nuestros científicos y técnicos y hacia donde orientar futuros trabajos teóricos y empíricos muy particularmente en el ámbito de la sociología del conocimiento, la ciencia y la tecnología.

Claro que, con esta propuesta, no se busca agotar todas las posibilidades analíticas sino dar cuenta de los principales enfoques de interpretación. Así, no se pretende recopilar todas las interpretaciones imaginables sino, antes bien, expresar lo que pudiera resultar más importante o esclarecedor. En efecto, la ciencia no debiera intentar reproducir la realidad de un modo exacto y completo, tarea infecunda además de irrealizable, sino simplificarla a lo fundamental para proponer modelos interpretativos que, en lo posible, puedan contribuir a ubicarnos y orientarnos (Borges, 1981: 143-144).

Se sostendrá, pues, que la posible clausura futura de esta controversia podría ser percibida como: 1) básicamente racional y empírica; 2) principalmente interesada y sujeta a relaciones de poder; o 3) esencialmente cultural, valorativa o ideológica. Así, la perspectiva positivista, que en este trabajo más en detalle problematizaremos, sostiene que, si por ejemplo aún no se ha cerrado la discusión sobre los transgénicos, ello se debería sobre todo a ciertas carencias cognitivas, sean estas racionales o empíricas. La perspectiva materialista, en cambio, afirma que si todavía no se ha producido esa clausura ello se debería a que se estaría en presencia de un sólido conflicto entre intereses sociales divergentes e incluso contradictorios. La perspectiva cultural, a su vez, reivindica la conveniencia de superar las perspectivas positivista y materialista dada la presencia de una fuerte tensión entre las ideas, los valores, las creencias, los significados o las principales visiones del mundo en competencia. Más tarde continuaremos con el análisis de estas tres perspectivas, pero pasemos ahora a examinar el trasfondo simbólico que da sentido a la concepción heredada del conocimiento, para luego dar cuenta de los supuestos y las implicaciones del modelo del déficit cognitivo, tan característico aún en los estudios sobre la percepción pública de la ciencia y la tecnología.

3. Ciencia y pureza, sociedad y suciedad

La metáfora más recurrente aquí movilizada suele ser la que da a entender que la pura verdad, por sí misma, finalmente siempre "sale a flote", "se descubre" o "se abre camino". Es una visión muy afín a la clásica teoría platónica del saber y también, mucho más recientemente, a la así llamada concepción heredada o tradicional del conocimiento (Putnam, 1989). Según esta imagen positivista, pues, no serían los expertos quienes discuten, acuerdan y estabilizan cuál podría ser la auténtica verdad del mundo, social y natural. En coherencia con los enfoques formalistas y funcionalistas, y en claro contraste con los relativistas y constructivistas, serían los expertos quienes, aplicando las reglas lógicas y normativas del método científico y su marco institucional, se encuentran con una verdad robusta y necesaria que preexiste y se manifiesta a través de ellos como sus legítimos mediadores e intérpretes (Easlea, 1981).

Según esta concepción, entonces, los expertos respectivos se reúnen, extraen y examinan las evidencias oportunas únicamente con arreglo a su muy recta razón y su casi infalible experimentar. Ellos serían los legítimos mediadores entre el mundo humano de las palabras y el mundo no humano de las cosas. Esos sistemas expertos, pues, encarnarían la única, segura y privilegiada fuente de acceso a eso que damos en llamar el mundo real. Fruto de ese quehacer, laborioso pero provechoso, sería el consenso científico, requisito poco menos que ineludible para la ulterior legitimación de la articulación sociopolítica. De ahí que resulte de interés analizar, para nuestro caso, si la controversia sobre la viabilidad de los transgénicos podría entenderse en exclusiva como un problema de insuficiencias racionales o empíricas (que pudiera implicar de inicio a expertos, pero también aunque con posterioridad a divulgadores, empresarios, políticos, grupos ecologistas y demás ciudadanos).

La habitual imagen de pureza de la ciencia, su método y sus instituciones, pues, sería el necesario complemento simbólico de la también habitual imagen de impureza de la vida en sociedad. La ciencia será exitosa, se nos da a entender, justo en la medida en que sus hacedores no se dejen contaminar por ciertos factores (en especial, por los intereses y los valores sociales) supuestamente ajenos a la racionalidad científica y la práctica experimental. El pretendido control y destierro (material y simbólico) de esos factores sociales contaminantes, en suma, permitiría concebir a la ciencia como el conjunto de los saberes ciertos, y a la tecnología como el efecto inevitable de su estricta aplicación instrumental (Douglas, 1991; Lizcano, 1988).

Sólo tras esos pronunciamientos expertos, se supondrá, los grupos sociopolíticos se encargarían de tomar (ahora con mayor legitimidad) las respectivas decisiones en materia de gestión y comunicación. El buen conocimiento, fiable, especializado y socialmente descontaminado, sería entonces concebido al margen del gobierno, la utilización y la difusión de tal conocimiento. Se comprende así ese empeño en separar hechos y deberes, ciencia y política y, por extensión, evaluación científica de riesgos (risk assessment) y gestión política de riesgos (risk management). La agenda sociopolítica quedaría fijada, pues, justo en la medida en que los expertos proporcionasen ese conocimiento tenido por fiable, neutral y des-socializado. Hecha esa supuesta labor de purificación, de acuerdo por tanto con la información ya suministrada por los asépticos expertos, serían esos otros grupos sociopolíticos quienes, solo después, administrarían y comunicarían los cursos de acción a emprender en virtud de sus propios intereses y valores compartidos (Latour, 1993; Jasanoff, 1995; López y Luján, 2000).

4. El modelo del déficit cognitivo, supuestos e implicaciones

El modelo del déficit cognitivo, ciertamente, se presenta aquí como un subproducto de la perspectiva positivista más general. Aunque éste se centra no en las posiblesdeficiencias cognitivas de ciertos expertos, que también podrían producirse, sino más bien en las del gran público. Es, en concreto, un enfoque teórico tradicionalmente utilizado para dar cuenta de las relaciones entre tres elementos principales, a saber: 1) la ciencia y la tecnología, 2) el gran público, y 3) las así llamadas interfaces comunicacionales. El núcleo de este modelo sostiene, en particular, que la carencia en el público de auténtico conocimiento es el factor que mejor explica su oposición a ciertos productos tecnocientíficos. De modo que si la ciudadanía rechaza determinados servicios o artefactos tecnocientíficos, se supondrá que ello se debería a que estos servicios o artefactos no han sido adecuadamente comunicados (por los expertos y los divulgadores) o entendidos (por la propia ciudadanía).

"The more you know, the more you love it" es, de hecho, el principal axioma en el que este modelo se fundamenta (Bauer, 2009). En síntesis, pues, se considera que a más ignorancia mayor oposición, y que a más conocimiento mayor aceptación. Es un modelo teórico en exceso positivista, unidireccional e ideológico, desarrollado entre los años 60 y 80, y que aún hoy sigue siendo central en los estudios sobre la cultura, la educación y la comunicación científica y tecnológica (Kreighbaum, 1967; Dornan, 1989; Miller, 2001; Bauer, 2009).

También para el caso de los alimentos transgénicos, según este modelo, el conocimiento fomentaría en el público conductas de aceptación. Mientras, su ignorancia provocaría en el público actitudes de temor, recelo u oposición. La meta principal de este modelo, pues, sería detectar, para luego corregir, ese al parecer nocivo analfabetismo científico del gran público. Existiría, por tanto, una fuente suprema de conocimiento o de autoridad cognitiva, la cual sólo podría residir en los científicos, sus métodos y sus instituciones. De ahí que muchos analistas sociales consideren oportuno reconocer, con menos o más matices, la existencia ya de partida de una brecha cognitiva cualitativa, o asimetría epistémica objetiva, entre: ciencia y sociedad, expertos y legos, o conocimiento y opinión/creencia/superstición (Roqueplo, 1983; Cortassa, 2010).

La génesis, el desarrollo y la consolidación de la controversia sobre los transgénicos podrían entenderse así como los efectos forzosos de ciertas carencias racionales o empíricas. Si existen ciertos expertos y ciudadanos que rechazan a los transgénicos, se supondrá, sería sobre todo porque unos y otros adolecen de ese tipo de insuficiencias. La solución más adecuada a tales cuestiones que aquí se propondrá será, pues, que los problemas sobre la viabilidad de estos nuevos alimentos deban dejarse siempre y únicamente en manos de los auténticos expertos, de sus depurados métodos de trabajo y de sus venerables instituciones.

Sobre este mismo caso controvertido, de hecho, no pocos investigadores sostienen que su resolución debería pasar por dejar al margen los elementos supuestamente extracientíficos o no epistémicos. Esos factores, se insiste, sólo serían concebibles para muchos colectivos, expertos y legos, como fuente de nociva impureza o peligrosa contaminación. Como, por ejemplo, han concluido en su estudio Moreno e Iáñez: "El debate solo tendrá contenido si los implicados hacen un esfuerzo por definir las respectivas posiciones y, tras la retórica, las metáforas y la demagogia, se muestran dispuestos a argumentar racionalmente" (Moreno e Iáñez, 1997: 313).

5. Ciencia pública o privada, académica o posacadémica

Empero, frente a ese tipo de concepciones, consideramos que el debate sobre los transgénicos cuestiona los fundamentos sobre los que se sustenta la presunta validez del aludido modelo del déficit cognitivo. Y es que, en casos como el de los transgénicos, la amplia flexibilidad interpretativa observable no parece provenir únicamente de esas supuestas carencias racionales o empíricas. Así, la actual situación de riesgo, ambivalencia e incertidumbre imperante, consecuencia de la enorme dificultad para generar diagnósticos fiables y unánimes sobre el comportamiento de sistemas físicos altamente abiertos, dinámicos y complejos, como en este caso, hace evidente la presencia estructural (es decir, ni accidental ni anecdótica) de ciertos intereses y valores sociales considerados, en principio, como extracientíficos o no epistémicos (Beck et al., 1997; Wynne e Irwin, 1996).

En sintonía con esas dificultades, de hecho, existen en nuestros días claros indicios de la creciente presencia de ciertas tendencias en la ciencia que algunos analistas sociales han adjetivado como modo 2 (Gibbons et al., 1994; Nowotny et al., 2001), reguladora (Jasanoff, 1995), posnormal (Funtowicz y Ravetz, 1993) o posacadémica (Ziman, 2000). Las formas de producir ciencia, y de organizar universidades, laboratorios y otros centros de investigación, están siendo objeto de profundas y constantes transformaciones. Estaría cambiando la ciencia, sus productos y sus procesos de producción, y estaría cambiando igualmente la sociedad que la financia, la utiliza y por ella se ve afectada. El conocimiento abierto y público (académico) está siendo así gradualmente desplazado por sistemas de patentes y derechos de propiedad intelectual (posacadémicos). Es, pues, una auténtica revolución tecnocientífica que no se refiere tanto a ciertos cambios epistemológicos y metodológicos, que también, como a una gradual alteración en las prácticas de solicitud, desarrollo y gestión de esos saberes y artefactos (Echeverría, 2003).

Por ello, el interés común tendría aquí muchos más problemas para abrirse camino entre toda esa densa y creciente maraña de intereses particulares. Así, dicho en lenguaje mertoniano, la creciente colonización de la ciencia por la economía estaría erosionando el ethos científico en favor del ethos empresarial. Justamente, parece muy poco errado diagnosticar que, en las últimas décadas, se estaría produciendo una progresiva permeabilidad del quehacer tecnocientífico a las demandas comerciales, políticas y normativas en general de los principales actores sociales contemporáneos (Jiménez y Ramos, 2009).

Sin embargo, tales inercias no deberían hacernos pensar que, en una situación que no esté sujeta a tan férreas presiones sociales, la presencia de estos intereses y valores pudiera ser muy débil o incluso insignificante. De hecho, este diagnóstico también es aplicable a otras situaciones definidas quizá más acertadamente en el contexto de una ciencia modo 1, pública, normal o académica. Es sólo que, como en el debate sobre los transgénicos, en ciertas ocasiones son más blandos los hechos científicos y técnicos y más duros los compromisos materiales e ideológicos (Jasanoff, 1995). Así, la vigencia de esta fuerte presión social y de estos elevados niveles de riesgo, ambivalencia e incertidumbre sobre los posibles efectos adversos de los transgénicos sólo haría más evidente a la percepción la presencia estructural de estos factores en apariencia ajenos a la labor efectiva de los sistemas expertos.

Para no pocos observadores, pues, la ciencia actual se está convirtiendo, paulatinamente, en un bien utilitario al servicio de ciertos intereses y valores particulares. La duda que aquí se nos plantea es, por tanto, si la investigación creativa, pluralista, intelectualmente motivante y económicamente no doblegada habría dejado de ser la norma para convertirse en la excepción. Las convenciones y los preceptos tácitos que estimulan y protegen a la ciencia académica, como dirían los sociólogos mertonianos, estarían cada vez más en conflicto con esas otras reglas de juego que imperan en la industria tecnocientífica. Se comprende, por ello, a quienes demandan que nuestra cada día más escuálida ciencia académica deba desempeñar un papel mucho más crítico, activo y responsable: 1) en la generación de saberes no subordinados por completo a la exclusiva rentabilidad monetaria; y 2) en la defensa de los principios y los intereses del bien común, la sociedad civil y el pluralismo democrático (Beck et al., 1997; Ziman, 2000; Iranzo, 2002; Pavone, 2012).

6. Riesgos, ambivalencias e incertidumbres

Todo se complica, además, cuando estamos en presencia de escenarios habitados por importantes riesgos, ambivalencias e incertidumbres. De ahí que, en especial en tales casos, el público más atento, activo y responsable pretenda estar bien informado y actuar en consecuencia (Díaz y López, 2007). El problema concreto es, pues, que por ejemplo la polémica sobre los transgénicos aún no ofrece signos claros de una resolución futura resultado del exclusivo ejercicio de la racionalidad científica y la práctica experimental. Y es que, al parecer, los estudios empíricos originales publicados sobre la seguridad de los transgénicos para los seres humanos, los animales y el medio ambiente seguirían siendo escasos e inconcluyentes. La revisión de las principales bases de datos internacionales, en efecto, revelaría que son insuficientes los trabajos originales independientes (es decir, que al menos no dependan de las propias empresas biotecnológicas aquí implicadas) que aborden aspectos centrales sobre la seguridad alimentaria y medioambiental de los OMG (Wolfenbarger y Phifer, 2000; Domingo y Bordonaba, 2011).

 La ausencia de certidumbre, así, parece impregnar la mayoría de los debates sobre la viabilidad de los OMG. Es por ello significativo que ambas posiciones en controversia discrepen precisamente sobre si, en verdad, este caso expresa una situación de incertidumbre científica. Los grupos pro-transgénicos descartan verbalmente casi todo posible foco de incertidumbre. Mientras, los grupos anti- transgénicos solo parecen tener la certeza de los múltiples y relevantes focos de incertidumbre atribuibles a estos alimentos. Por tales motivos se constata que la ciencia efectiva no es ni debería comunicarse al gran público como un conjunto de saberes inherentemente fiable, compacto y aproblemático. Lo cual, nuevamente, nos lleva a aseverar que el comentado modelo del déficit cognitivo quizá no ofrezca un marco interpretativo muy plausible o satisfactorio para entender controversias como la abierta en torno a la viabilidad de los OMG.

Pero el modelo del déficit cognitivo está tan arraigado en nuestras sociedades que hasta suele movilizarse por las distintas posiciones en controversia. Así, en tales litigios no parece esencial saber quiénes piensan, hablan y actúan, pues el principal argumento legitimador parece ser casi idéntico. La causa de que existan individuos y grupos que se oponen a ciertos hechos y artefactos, se supondrá, es que estos carecerían de información competente. Se descuida entonces la dimensión social del conocimiento y, en concreto, la naturaleza flexible, revisable, contingente y controvertible de los pronunciamientos científicos. El problema es que aquí se está discutiendo, precisamente, sobre qué información es válida y relevante. Y, más en particular, sobre por qué causas efectivas, usualmente no explicitadas al gran público, unos expertos reconocen una información como válida y relevante mientras otros expertos, tan solventes en principio como los anteriores, catalogan esa misma información como incorrecta, deficiente o insignificante (Shapin, 1992; Yearley, 1994).

Debe indicarse, igualmente, que ha sido objeto de discusión el pretendido fuerte respaldo empírico del modelo del déficit cognitivo. Suele aseverarse de continuo que es palpable el desconocimiento social de ciertos aspectos tecnocientíficos relacionados con los OMG. Empero, es revelador que a medida que crecen en el público los conocimientos sobre estas cuestiones aumentan también los recelos ante estos nuevos alimentos. Así, por ejemplo, los ciudadanos europeos con mayor nivel educativo o formativo son asimismo los que más rechazan consumir como alimentos dichos transgénicos. Tales suelen ser los casos de países como Alemania, Austria, Dinamarca, Luxemburgo, Reino Unido o Suecia. Son muchas las encuestas hechas al público sobre sus percepciones y actitudes ante estas nuevas biotecnologías. Empero (aunque por supuesto que no siempre son inocentes las metodologías empleadas en estas encuestas, ni unánimes las interpretaciones de sus resultados), todo parece indicar que la oposición ciudadana al consumo de alimentos transgénicos no es, en ningún caso, la consecuencia simple y necesaria de la pura ignorancia sobre ciertas cuestiones científicas o técnicas (Eurobarometer 341, 2010).

7. Elitismo cognitivo o participación democrática

De ahí que este tipo de situaciones plantee importantes retos a la ciudadanía y a las ciencias, naturales y sociales. Así, por ejemplo, se han propuesto tres modelos típico- ideales, en sentido weberiano, sobre los saberes propios de las actuales sociedades. Dicha tipología, en concreto, estaría formada por: 1) el saber del experto; 2) el saber del hombre común; y 3) el saber del ciudadano bien informado (Schütz, 1974). El saber del experto, pues, estaría limitado a un campo de la realidad muy restringido pero dentro de este resultaría notablemente amplio, detallado y profundo. El saber del hombre común, en contraste, sería funcional para muchos campos, aunque en estos se limitaría a la vaguedad de un saber de recetas orientado a situaciones rutinarias.

Este saber popular, al parecer, coincidiendo aquí en gran medida con los supuestos del modelo del déficit cognitivo, estaría muy condicionado por las emociones, la superstición y la pura irracionalidad.

El saber del ciudadano bien informado, sin embargo, se situaría a medio camino entre los saberes del experto y del hombre común. Sería, por consiguiente, un ciudadano que aspira a obtener opiniones o creencias razonablemente bien asentadas y fundamentadas. Estos hombres y mujeres científicamente bien informados y alfabetizados, en suma, encarnarían muy probablemente el tipo de ciudadano atento, activo, crítico, reflexivo y responsable que debiera predominar en las sociedades libres y democráticas.

Pero, a pesar de la posible pertinencia de esa triple distinción, deberíamos esclarecer qué significa, en efecto, estar bien informado. El sentido común dice que esta expresión equivale, sencillamente, a tener información válida o relevante. Empero, con ello no se explica cómo puede saber la ciudadanía cuál es el grado de solvencia de esa información. Cómo puede saberlo, cabe preguntarse, si son plurales los expertos que, como en el caso del debate sobre los transgénicos, proclaman estar en posesión de la más acreditada información. Cómo puede saberlo, se insiste, si los dictámenes expertos son con frecuencia divergentes e incluso contradictorios. Cómo puede saberlo, si el reconocimiento del estatuto de experto, o de experto autorizado, suele ser notablemente contingente, endogámico y controvertido. Cómo puede saberlo, en definitiva, si lo más complejo e importante es saber quién, por qué y de qué manera se determina la razonabilidad de las opiniones tenidas por suficientemente bien asentadas o fundamentadas. Es por ello conveniente, sobre todo en este tipo de controversias, que la ciudadanía conozca: 1) ciertos hechos, conceptos y metodologías tenidos por elementales; pero también 2) el tenso contexto social y disciplinar que posibilita y condiciona esos mismos artefactos, discursos y procedimientos (Ziman, 2000; Herrera, 2005; Larrión, 2005, 2009, 2010a y 2010b).

No debe sorprender por tanto, en el debate sobre los transgénicos, que sea discutida la idea de buena información. Tampoco que en las principales posiciones enfrentadas pueda observarse la existencia de ciudadanos bien, mal o más o menos informados. El ciudadano bien informado, entonces, no sería aquel que simplemente dispone de adecuada información, según se prejuzga de acuerdo con el modelo del déficit cognitivo. Sería ese ciudadano activo y reflexivo que ha aprendido tanto a confiar como a desconfiar de esos expertos, divulgadores e instituciones que proclaman al público, a bombo y platillo, como suele decirse, que sólo ellos están en posesión de la auténtica información, de ese supuesto saber cierto, completo y definitivo (Larrión, 2016).

Los motivos para que el público confíe en la ciencia y la tecnología sin duda no habrían desaparecido. Pero sí habrían mutado en la medida en que los expertos no siempre conforman comunidades compactas, independientes y conducidas con arreglo a fines públicamente explicitados y democráticamente respaldados. Con lo cual, la resistencia social a productos como los nuevos alimentos transgénicos, a las empresas que los comercializan e incluso a las instituciones gubernamentales encargadas de su evaluación, regulación y seguimiento, podría no ser en absoluto la consecuencia simple y directa de una actitud ciudadana tenida por torpe, absurda o irracional (Rodríguez, 2009).

Es esencial, por ende, analizar cuánto los ciudadanos confían en el saber experto, si poco o mucho, pero también bajo qué circunstancias espaciales, temporales y de fondo se fija qué expertos e instituciones merecen mayor credibilidad. Esa toma de distancia de la ciudadanía parece conveniente, sobre todo en casos como el de los transgénicos, donde habitan importantes riesgos, ambivalencia e incertidumbres, y donde notables conflictos sociales, con intereses y valores bien identificables, se traducen en sólidos enfrentamientos entre múltiples colectivos expertos y de divulgación (Beck et al., 1997; Ziman, 2000, Mendiola, 2006).

Algunas voces críticas, en efecto, denuncian que las mayores carencias aquí detectables quizá no sean tanto cognitivas como democráticas. Se demanda así analizar hasta qué punto un producto concreto es seguro o rentable, pero también qué clase de mundo deseamos para nosotros y las futuras generaciones. Estarían en juego aspectos centrales como qué existe y cómo podemos transformarlo, pero igualmente para qué, a costa de qué o en beneficio de quiénes deberían emprenderse esas transformaciones. De ahí que, a modo de síntesis, estos problemas se hagan aun más ostensibles cuando, a saber: 1) estamos ante sistemas físicos muy abiertos, dinámicos y complejos; 2) esas realidades acarrean importantes riesgos, ambivalencias e incertidumbres; 3) los diversos públicos (más que el público en general) presentan modos y grados muy variados de conocimiento y de interés en participar; 4) los expertos implicados son plurales y discrepan sobre cuestiones teóricas y metodológicas relevantes; y 5) en esos debates se observa una fuerte incidencia de divergentes intereses económicos y valores socioculturales.

Por todo ello, justamente, debe matizarse la existencia tanto de un público de inicio siempre torpe, irracional y prejuicioso, como de una ciencia de naturaleza infalible, avalorativa y desinteresada. Y por todo ello, en especial en tales escenarios, parece muy conveniente promover la presencia (en medios de comunicación, centros docentes y órganos públicos de regulación) de más plurales colectivos expertos y de divulgación, y de una más activa, profunda y responsable participación ciudadana (Jasanoff, 1995; Martín y Osorio, 2003; Frewer et al., 2004; Broncano, 2006; Funtowicz y Strand, 2007; Cuevas, 2008).

8. La perspectiva positivista, y sus tres escenarios alternativos

La perspectiva positivista general, recordemos, ofrece una explicación de por qué todavía no se ha asistido, por ejemplo, al cierre del debate sobre la viabilidad de los OMG. El núcleo de tal explicación, pues, enfatiza la presencia entre los expertos implicados de importantes carencias cognitivas, sean racionales o empíricas. Claro que esta perspectiva puede adoptar, en síntesis, hasta tres formas o escenarios fundamentales.

La primera posibilidad, en concreto, asume que ninguna de las dos principales posiciones en competencia (ni la que está a favor de estos nuevos alimentos, ni la que está en contra) sería realmente racional y objetiva. Así las cosas, estas disputas podrían interpretarse como casos desviados, patológicos o excepcionales al margen del supuesto recto y buen hacer normal del complejo ciencia-tecnología (Gardner, 1988). Sin embargo, si se asume esta primera explicación, no se esclarece en qué debería consistir esa ciencia realmente racional y objetiva. En tal supuesto, tampoco se entiende por qué esta ciencia tan virtuosa, ejemplar y admirable aún no se habría forjado y consolidado. La cuestión de fondo no es, por tanto, si esa ciencia tan ideal, exigente y venerable algún día podrá llegar a existir, sino qué circunstancias sociales concretas hacen que tal escenario aún pertenezca, en todo caso, al ámbito de lo ficticio, lo fantástico o lo imaginario.

La segunda posibilidad, por su parte, afirma que solo una de las dos teorías en litigio sería realmente racional y objetiva. Sin duda, esta actitud de compromiso (hacia dentro) y de combate (hacia fuera) sería la que más partidarios suscita entre unos y otros actores sociales. Así, mientras una posición representaría correctamente la realidad de los transgénicos, la otra sería víctima, o responsable si obrara deliberadamente, de una mirada deficiente o distorsionada. Como en esta línea interpretativa señalan por ejemplo Sempere y Riechmann: "No se trata de dos racionalidades posibles, de dos puntos de vista acaso válidos que difieren por arrancar de diferentes lugares, sino que uno de estos dos puntos de vista es racional y el otro es irracional" (Sempere y Riechmann, 2000: 315). No obstante, si se da por buena esta segunda interpretación, no se explica bien con arreglo a qué criterios cognitivos se habría negado a una de las dos posiciones la condición de ciencia racional y objetiva. Tampoco por qué motivos cognitivos la posición tenida por no científica presenta tantas reticencias a reconocer las razones y las evidencias de la posición designada como científica. Por supuesto, para quienes se identifican en gran medida con el ideario político de los principales grupos ecologistas, la posición a favor de los transgénicos debe explicarse en función de ciertos intereses comerciales y valores socioculturales bien identificables. Y es muy probable que, al menos en ese sentido, no estén nada desencaminados. Sin embargo, esta tesis es asimétrica en última instancia, como bien objetarían los fundadores del programa fuerte en la sociología del conocimiento científico (Bloor, 1998), pues no aclara por qué la crítica científica de dichos productos y de sus repercusiones, realizada por ejemplo con arreglo al paradigma alternativo de una nueva ecología genética (Ho, 2001), debería entenderse al margen por completo de otros intereses y valores sociales en competencia.

En tercer lugar, por último, existe la posibilidad de considerar que las dos posturas en discusión son, en cierto modo, racionales y objetivas. Se estaría entonces en presencia de un conflicto que afecta a las propias comunidades de expertos y que enfrenta a dos tipos de racionalidad y experimentación si no totalmente inconmensurables, en los términos de Kuhn y Feyerabend, sí al menos ciertamente rivales, divergentes o contrapuestos (Margolis, 1993; Muñoz, 1998). Empero, si se afirma que las dos posiciones aquí en litigio son realmente científicas, quizá muchos filósofos formalistas piensen que podrían estar desprestigiándose los conceptos de racionalidad científica y de práctica experimental. Además, no sabríamos a qué podría deberse tan enorme flexibilidad interpretativa. No se entendería, pues, por qué esta controversia ha surgido, se mantiene y no parece ofrecer señales obvias de una resolución futura dialogada acudiendo, en el marco de dicha perspectiva positivista, a una hipotética meta racionalidad científica o a una igualmente imaginaria meta práctica experimental.

Parece claro, por todo ello, cuando menos desde un punto de vista sociológico, que esta última sería la opción interpretativa más plausible o esclarecedora. Sin embargo, debería recurrirse a otros marcos interpretativos, más allá pues de la perspectiva positivista, para entender mejor el surgimiento, el desarrollo y la consolidación de este tipo de polémicas. Es decir, que si la disputa sobre la viabilidad de los transgénicos no presenta señales inequívocas de resolverse en términos exclusivamente racionales o empíricos, se confirma nuevamente la conveniencia de prestar mucha más atención a la incidencia de otros factores de carácter innegablemente social, en especial de los intereses y los valores, en virtud de los cuales dar cuenta de la naturaleza y el devenir de tales enfrentamientos.

9. Educar al público, o persuadirle con propaganda

El modelo del déficit cognitivo no puede asumir que, si algunos ciudadanos se oponen a ciertos productos tecnocientíficos, lo hagan no por estar desinformados sino por estar informados, aunque de otro modo. Son varios los colectivos sociales aquí implicados, desde científicos, técnicos y divulgadores hasta compañías productoras, partidos políticos, grupos ecologistas y asociaciones de agricultores, ganaderos y consumidores. Y algo muy llamativo es que todos ellos puedan coincidir en asegurarnos que la meta central de sus actos comunicativos es siempre educar al público para que sea libre, responsable y esté bien informado. Con todo, no es descartable en absoluto que en muchos casos el objetivo efectivo pueda consistir, más bien, en persuadir al público con propaganda cognitiva, de uno u otro signo (ya sea a favor de los alimentos convencionales, de los transgénicos o de los ecológicos), para que éste tolere, apruebe y consuma los respectivos servicios y artefactos.

Al gran público, en especial en tales contextos de controversia, se le demanda entender, por supuesto. Pero, curiosamente, justo en la medida en que dicho entendimiento pueda concordar con los intereses y los valores de esos mismos grupos, entidades y asociaciones. Ése es el motivo por el que a la típica y más conocida propaganda política, religiosa o comercial debemos añadir, en nuestros estudios sociales, la propaganda cognitiva, pudiendo ser esta última mucho más eficaz, compleja y desapercibida. De ahí que el modelo del déficit cognitivo pueda ser acusado justamente de interesado e ideológico, y no sólo por sus obvias repercusiones económicas y políticas, que también, sino igualmente porque conduce a legitimar y despolitizar el saber de los expertos y el de sus posiciones, comunidades e instituciones (Dornan, 1989).

Sin duda, cabe proponer a este respecto criterios que nos ayuden a distinguir con claridad, muy en particular, entre la propaganda y la educación. Tal sería el caso de la respectiva intención comunicativa, a saber: de poder, parcialidad e imposición en la propaganda; y de libertad, diálogo, conocimiento y resistencia al poder en la educación (Pineda, 2012). Con todo, siendo útil y pertinente esta distinción analítica, no siempre parece fácil fundamentar empíricamente y para cada caso concreto sendas atribuibles intenciones. Además, sabemos que con frecuencia se producen efectos no intencionados de la acción individual y social, es decir, que una cosa es con qué voluntad se origina la acción y otra qué resultados dicha acción produce, dado que, al margen de esa imputada disimilitud intencional, las consecuencias generadas por la propaganda y la educación pueden ser similares e incluso prácticamente indistinguibles.

10. Resumen y conclusiones

El modelo del déficit cognitivo, recordemos, supone que si los diversos productos tecnocientíficos no son bien acogidos por la sociedad es porque estos productos no han sido adecuadamente comunicados (por los expertos y los divulgadores) y comprendidos (por esa misma sociedad). El problema surge, claro está, cuando los expertos involucrados en ciertas discusiones no son ni pueden ser socialmente asépticos. O, por añadidura, cuando los diversos y cambiantes públicos que conforman la sociedad civil no son ni pueden ser tan fácilmente catalogables de incultos, prejuiciosos o desinformados.

Cabe concluir, por todo ello, que el modelo del déficit cognitivo es, a saber, excesivamente: 1) positivista (por no analizar críticamente conceptos esenciales en los discursos expertos y de divulgación como los de verdad, progreso, objetividad, racionalidad, prueba empírica o método científico); 2) unidireccional (por suponer que la tecnociencia influye hondamente y de muy distintos modos en la sociedad y sus grupos pero no al revés, es decir, por prestar muy poca atención a cómo lo sociocultural influye en lo tecnocientífico); y 3) ideológico (por ocultar o minimizar, sobre todo en los casos más cargados de riesgo, ambivalencia e incertidumbre, la enorme relevancia de determinados problemas y debates éticos, políticos, económicos y, en general, socioculturales). Es demandable, en consecuencia, si realmente aspiramos a reconducir esas tres importantes limitaciones o insuficiencias, quizá no un total abandono del modelo del déficit cognitivo, pero sí su profunda reformulación con arreglo a las aportaciones de otros modelos teóricos más críticos, contextuales y multidimensionales (Wynne e Irwin, 1996; Sturgis y Allum, 2004; Montañés, 2010; Cortassa, 2010).

Dicho modelo del déficit cognitivo, pues, parece dar por válida la idea de que los sistemas expertos son fiables, unánimes y des-socializados. También, que los ciudadanos son agentes pasivos, meros espectadores, simples clientes reales o potenciales, consumidores en esencia acríticos, irracionales y desinformados. De ahí que, si el ciudadano rechaza ciertos productos tecnocientíficos, se conjeture que este es víctima del miedo, la ignorancia o la superstición. De ahí que quienes creen divulgar tiendan a creer no pertenecer al vulgo, tiendan a creer estar por encima de la plebe, de las masas, del pueblo llano, del hombre común y de su saber e ignorar ordinarios. Y de ahí que, si en muchos espacios sociales se demanda más y mejor cultura científica y tecnológica, se presuponga, e incluso se requiera, a un público esencialmente inculto al que educar, instruir y capacitar para promover en él actitudes más favorables a los respectivos productos tecnocientíficos en sus variadas formas de bienes, servicios e instituciones (Fehér, 1990; Lévy-Leblond, 2003).

Suelen ser poco explícitos los criterios con arreglo a los cuales los medios de comunicación rechazan, seleccionan y adaptan las noticias que se trasladan a la ciudadanía. La difusión de los saberes expertos, además, puede estar sesgada por los problemas, sociales y periodísticos, del puro sensacionalismo y la exagerada simplificación. Pero también por el problema cardinal del tipo de experto al que, en cada área y especialidad, los medios y la ciudadanía tienden a reconocer mayor solvencia o credibilidad (Dornan, 1989; Gorelick, 1998).

Es razonable que la opinión de los expertos deba escucharse, pero no que éstos se conciban como la única fuente de autoridad cognitiva, o como un grupo homogéneo, avalorativo y desinteresado (Feyerabend, 1982). El poder creciente de los mercados ante los Estados, y la progresiva y preocupante confusión entre lo privado y lo público, dificultan que la ciencia y la tecnología se consagren a la búsqueda del conocimiento cierto, de la eficiencia instrumental y de la mejora en la calidad de vida de la ciudadanía. Por ello, como si de un cuento de hadas nada inocente se tratara, debe corregirse esa arraigada ideación de una ciencia efectiva de naturaleza compacta y socialmente aséptica y siempre benefactora. Y por ello también deben replantearse esos supuestos positivistas, unidireccionales e ideológicos sobre los que se sustentan los paradigmas analíticos aún centrales en los estudios sobre la cultura, la educación y la comunicación científica y tecnológica (Shapin, 1992; Yearley, 1993-94; Wynne e Irwin, 1996; Díaz y García, 2011).

Con arreglo al modelo del déficit cognitivo, se presupone que si ciertas personas discrepan de nuestras creencias es porque no las entienden, y si no las entienden es porque son torpes o están atrasadas. Se asume, igualmente, que si determinados grupos no participan de nuestra cultura es porque no la comprenden, lo cual se debería a que sus integrantes son incultos, ignorantes o están poco cualificados. Así se propicia que se hable mucho de analfabetos culturales, científicos o tecnológicos, pero poco de analfabetos éticos, políticos o ecológicos. El ya muy manido concepto de cultura, despojado en gran medida de su potencial crítico/emancipador, queda así progresivamente colonizado por la economía, haciendo que dicho concepto no sea eliminado sino mercantilizado/instrumentalizado.

Es erróneo, sin duda, pensar que la cultura científica y tecnológica, en su totalidad, es la expresión en exclusiva de la dominación económica y social capitalista. Pero también lo es pensar que esas formas culturales están y actúan al margen por completo de esas formas de dominación. Educar al público, en efecto, seguirá siendo una importante aspiración colectiva, si bien para unos actores su fin central será crear ciudadanos, mientras que para otros será crear consumidores. Por ello, cabe concluir, el advenimiento de ese mundo posacadémico, del que ya hemos apuntado sus rasgos principales, hace que: 1) la crítica de los riesgos, las ambivalencias y las incertidumbres que trae consigo la actual tecnociencia, deba dar lugar a 2) la crítica de ese segundo modo, tan sesgado y poco inocente, de entender la cultura científica y tecnológica (Lévy-Leblond, 2003).

Los expertos y los divulgadores con frecuencia suelen hablar al público del mundo estable de la ciencia ya elaborada, pero muy poco de la naturaleza flexible, incierta y controvertida de la ciencia en proceso de elaboración (Latour, 1992; Shapin, 1992). Con todo, dirán aún los filósofos formalistas, la ciencia conforma un cuerpo de saberes siempre dispuesto a debatir las posibles razones argumentativas y experimentales. No obstante, desde posiciones sociológicas relativistas y constructivistas, resulta oportuno precisar que estas razones, si es que de razones todavía queremos seguir hablando, no son tanto encontradas/descubiertas como fabricadas/producidas. Son, en concreto, razones humanas forjadas y limitadas, razones socialmente posibilitadas y condicionadas, causa y efecto al mismo tiempo de intereses y valores colectivos bien específicos aunque no siempre bien explicitados (Collins y Pinch, 1996; Collins y Evans, 2007).

Así las cosas, a modo de resumen y conclusión final, cabe decir que en este trabajo no se ha defendido que debamos criticar por entero a la cultura científica y tecnológica. Pero sí se han mostrado los motivos centrales por los cuales debemos criticar el enfoque positivista, unidireccional e ideológico de concebirla, estudiarla y comunicarla al gran público. La perspectiva positivista en general, y el modelo del déficit cognitivo muy en particular, justifican que se señale que el gran público desconoce, o que éste carece de una adecuada cultura científica y tecnológica. Pero, según aquí se ha propuesto, las perspectivas materialista y cultural son las que mejor nos precisan que esto puede acontecer sólo en la medida en que previamente ciertos grupos sociales y sistemas expertos y de divulgación han determinado: qué cuestiones importan, qué miedos son infundados, qué es auténtico conocimiento, o qué artefactos realmente funcionan y son beneficiosos. Como en el caso del debate sobre la viabilidad de los alimentos transgénicos, sería este tenso trasfondo contextual uno de los motivos principales por los cuales, aún en nuestros días, a pesar de decididos y coordinados esfuerzos, persisten un gran número de profundas y complejas controversias, de unas controversias que son, inevitablemente, al mismo tiempo socioculturales y tecnocientíficas.

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